HERIDAS DE GUERRA
Llegó y pasó la hora de comer, se acercaba la de acostarnos, y Bart no había aparecido aún. Todos le habíamos buscado, pero yo era el que había dedicado más tiempo porque era quien le conocía mejor.
—Jory —dijo mamá—, si no le encuentras en diez minutos, avisaré a la policía.
—Lo encontraré —dije, menos confiado de lo que indicaban mis palabras.
No me gustaba lo que Bart estaba haciendo a nuestros padres, quienes se esforzaban por complacerle. Sin duda no les ilusionaba en exceso visitar Disneylandia por cuarta vez. Pero se lo habían prometido a Bart, quien era demasiado torpe para comprenderlo.
Además era malo. Papá y mamá deberían castigarle severamente y no consentirle tantas travesuras. Entonces sabría, al menos, que se preocupaban lo bastante por él para castigarle por su mal comportamiento.
Sin embargo, cuando les hablé de ello en un par de ocasiones, ambos me dijeron que sabían por experiencia cómo podían herir a unas criaturas unos padres severos y crueles. Me resultó extraño que los dos hubiesen tenido padres igualmente despiadados, pero mi maestro solía decir que, en las personas, los polos iguales se atraen más que los opuestos. Bastaba mirarles para saber que eso era verdad. Ambos tenían el cabello rubio, ojos azules, las cejas oscuras y las pestañas largas, negras y rizadas…, aunque mamá se las pintaba y papá la zahería por ello, pues pensaba que no lo necesitaba en absoluto.
No, no castigarían severamente a Bart aunque fuese malo, pues sabían por experiencia el daño que eso podía causar.
Era increíble cuánto le gustaba a Bart hablar de maldad y pecado. Había adquirido una nueva manera de hablar, como si hubiese estado leyendo la Biblia y tomado de ella las ideas que algunos predicadores exponían a gritos desde el púlpito. Incluso citaba pasajes de la Biblia; algo del Cantar de los Cantares, sobre el amor de un hermano por su hermana, cuyos pechos eran como…
Bueno, no me gustaba pensar en esas cosas, pues me inquietaban, más incluso que cuando Bart decía que odiaba las tumbas, las mujeres viejas, los cementerios y casi todo lo demás. El odio era un sentimiento que experimentaba a menudo, ¡pobre chico!
Registré su pequeña caverna en el seto y vi un pedacito de tela arrancada de su camisa. Pero no estaba allí. Cogí la tabla que había de servir de techo a la caseta que estaba construyendo Bart y observé que había en ella un clavo herrumbroso y manchado de sangre.
¿Se habría herido con el clavo y se habría escondido en algún lugar para morir? últimamente sólo hablaba de morir, salvo cuando lo hacía sobre los que ya habían muerto. Siempre estaba arrastrándose por el suelo, husmeando como un perro, e incluso hacía sus necesidades como los perros. Desde luego, era un chico muy raro.
—Bart, soy Jory. Si quieres quedarte ahí toda la noche, no te lo impediré ni se lo diré a nuestros padres… Pero haz algún ruido para que pueda saber que estás vivo.
Nada. Nuestro jardín era grande, y estaba lleno de arbustos, árboles y matas floridas plantadas por papá y mamá. Rodeé una camelia, ¡Dios mío! ¿Era aquello un pie descalzo de Bart?
Allí estaba él, debajo del seto; sólo se le veían las piernas. No le había encontrado antes porque no era el sitio donde solía esconderse. Había oscurecido mucho, y la niebla dificultaba aún más la visión.
Le saqué con cuidado de allí, preguntándome por qué no se quejaba. Contemplé su cara enrojecida y los lúgubres ojos que me miraban fijamente.
—No me toques —gimió—. Estoy a punto de morir… Lo levanté y eché a correr con él en brazos. Lloraba y decía que le dolía la pierna.
—Jory, en realidad no quiero morir, no quiero…
Cuando papá lo introdujo en el coche, estaba inconsciente.
—Es increíble —dijo papá—. Esa pierna está tres veces más hinchada de lo que debería estar. Pido a Dios que no se haya gangrenado.
Yo sabía algo de la gangrena… ¡Podía ser mortal! Bart fue ingresado inmediatamente en el hospital y otros médicos acudieron a examinar su pierna. Quisieron obligar a papá a salir de la habitación, ya que por ética profesional los médicos no debían tratar a miembros de su familia. Yo suponía que se debería a que estaban emocionalmente implicados.
—¡No! —protestó papá—. Es mi hijo y me quedaré para ver cómo le atienden.
Mamá no paraba de llorar, sosteniendo una mano de Bart. Yo me sentía mal, pensando que no había hecho lo bastante por él.
—Apple, Apple —gimió Bart, al abrir los ojos—. Quiero a Apple.
—Chris —dijo mamá—, ¿podemos darle una manzana?
—No. No puede comer en estas condiciones.
Sin duda estaba muy mal. El sudor cubría su frente y su cuerpo, menudo y delgado, empapaba las sábanas. Mamá empezó a sollozar.
—Saca a tu madre de la habitación —me ordenó papá—. No quiero que vea todo esto.
Mientras mamá gemía en la sala de espera, al final del pasillo, entré de nuevo en la habitación de Bart y observé cómo papá le inyectaba penicilina en un brazo. Contuve la respiración.
—¿No será alérgico a la penicilina? —preguntó otro médico.
—No lo sé —dijo papá, con voz tranquila—. Nunca había sufrido una infección grave. En su estado actual, tenemos que arriesgarnos. Ténganlo todo preparado por si se presenta una reacción alérgica. —Se dio la vuelta y me vio acurrucado en un rincón, tratando de no estorbar—. Ve con tu madre, hijo mío. Aquí no puedes ayudar.
Era incapaz de moverme. Quizá me atenazaba un sentimiento de culpa por haber descuidado a mi hermano. Tenía que permanecer allí hasta que estuviese fuera de peligro. Pero Bart empeoró. Papá frunció el entrecejo, hizo una seña a una enfermera y llegaron otros dos médicos. Uno de ellos introdujo un tubo en la nariz de Bart. Entonces ocurrió algo tan horrible que no podía dar crédito a mis ojos. El cuerpo de Bart se estaba llenando de enormes ronchas muy rojas, que debían picarle, porque sus manos iban continuamente de una a otra. Entonces papá levantó a Bart y lo depositó en una camilla para que los enfermeros lo sacaran de allí.
—¡Papá! —exclamé—. ¿Adónde lo llevan? No le cortarán la pierna, ¿verdad?
—No, hijo —respondió serenamente—. Tu hermano sufre una fuerte reacción alérgica. Hay que actuar deprisa y hacerle una traqueotomía antes de que se inflamen los tejidos de su garganta y le impidan respirar.
—Chris —dijo el médico que estaba al lado de la camilla—, todo va bien. Tom ha abierto un paso para el aire. No será necesaria la traqueotomía.
Transcurrió un día, y Bart no mejoraba. Parecía que iba a arrancarse la piel de tanto rascar y que moriría a causa de otra clase de infección. Fascinado y horrorizado, me quedé hasta muy tarde, observando cómo sus cortos e hinchados dedos se movían convulsivamente, tratando en vano de aliviar la atormentadora picazón. Todo su cuerpo se había puesto escarlata. Tanto la expresión de papá como las actitudes de los otros profesionales me indicaban que su estado era grave. Entonces vendaron las manos de Bart para que no pudiese rascarse. Después sus ojos se desorbitaron hasta el punto de parecer dos huevos rojos y sus labios se hincharon y sobresalieron seis centímetros más de lo normal.
Yo no podía creer que todo aquello se debiese solamente a una reacción alérgica.
—¡Oh! —gimió mamá, agarrándose a papá, sin apartar sus cansados ojos de Bart.
Mi hermano jamás se curaría o al menos eso parecía. Transcurrieron los días, y no mejoró. Pasó su décimo cumpleaños en una cama de hospital, agitado y delirante. Su cuarto viaje a Disneylandia había sido cancelado, y habría que posponer la visita a Carolina del Sur.
—Mirad —dijo papá, con un destello de esperanza en su fatigado semblante—. Las ronchas disminuyen de tamaño.
Vencido al fin ese obstáculo, pensé que Bart sanaría deprisa. Pero me equivocaba. La pierna se había inflamado todavía más, y él resultó ser alérgico a todos los antibióticos que tenían en el hospital.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó mamá, con tal ansiedad que temí por su salud.
—Estamos haciendo cuanto podemos —respondió papá.
—¡Oh, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? —murmuró Bart, en su delirio.
—El Señor no te ha abandonado —dijo papá.
Se arrodilló junto a la cama de Bart y rezó, mientras mamá dormía en un sofá que habían acondicionado para ella en la habitación. Ignoraba que las píldoras que le había dado papá eran tranquilizantes, y no aspirinas para su dolor de cabeza. Estaba tan trastornada que ni siquiera advirtió la diferencia de color.
Papá me tocó la cabeza.
—Ve a casa y duerme, hijo. Nada más puedes hacer; ya has hecho bastante.
Me levanté despacio, envarado después de haber estado sentado tanto tiempo, y me dirigí a la puerta. Cuando lancé una última y larga mirada a Bart, vi que se agitaba inquieto, mientras mi padre se tumbaba en el sofá al lado de mi madre.
Al día siguiente mamá se marchó precipitadamente de la clase de ballet para ir al hospital, y dejó que yo siguiese practicando.
—La vida sigue, Jory. Olvida un rato los problemas de tu hermano, si es que puedes, y reúnete más tarde con nosotros.
En cuanto se hubo marchado, se hizo una luz en mi cerebro. ¡Apple! ¡Claro! Bart no quería una manzana, sino a su perro. ¡Su cachorro-poni!
Me quité los leotardos, me vestí y llamé a mi padre desde una cabina telefónica.
—¿Cómo está Bart? —pregunté.
—No muy bien, Jory. No sé cómo decírselo a tu madre, pero el especialista que le atiende quiere amputarle la pierna antes de que la infección le debilite más. Yo no quiero que lo haga… Sin embargo, no podemos perder a Bart.
—¡No permitas que le corte la pierna! —exclamé, casi gritando—. Di a Bart que iré a casa y cuidaré de Apple. Pero, por favor, ¡que no le corten la pierna!
Sin duda Bart se sentiría aún más inferior si perdía una de sus piernas.
—Jory, tu hermano yace en la cama y se niega a colaborar. No trata de recuperarse. Es como si quisiera morir. No podemos tratarle con antibióticos, y la fiebre sigue aumentando. Sin embargo, tiene que haber algo que haga bajar su temperatura.
Por vez primera en mi vida, hice autostop para regresar a casa. Una amable señora me dejó al pie de la colina, y corrí durante el resto del camino. Cuando Bart se enterase de que Apple estaba bien, su salud mejoraría. Se estaba castigando, de la misma manera que golpeaba con los puños el tronco de un árbol cuando había roto alguna cosa. Lloré al darme cuenta de que mi hermano menor era más importante para mí de lo que jamás había pensado. Era un chiquillo un poco chiflado y que sentía poco aprecio por sí mismo. Se ocultaba tras sus ficciones, contando historias fantásticas para impresionar a todos. Papá me había dicho hacía tiempo: «… síguele la corriente, Jory». Pero quizá se la habíamos seguido demasiado.
Me quedé boquiabierto cuando vi a Apple en el establo de la mansión. Estaba atado con una cadena a una estaca clavada en el suelo. Un plato de húmeda comida para perros estaba colocado justo fuera de su alcance.
Su pelambre espesa y áspera reflejaba su suplicio de hambre. Estaba consumido, jadeaba y me miraba con ojos lastimeros. ¿Quién le había hecho esto? Había escarbado el suelo y tras sus vanos intentos por liberarse, el animal, que aún no era más que un cachorro grande, yacía y resollaba en el establo, donde había sido cruelmente encerrado.
—Está bien, muchacho —le tranquilicé. Fui en busca de agua fresca. Él saltó sobre ella con tanto afán que tuve que retirársela. Yo sabía algo de medicina. Los perros, como las personas, tenían que beber poco a poco después de haber pasado sed durante un largo período. Después lo solté, me dirigí al estante de las provisiones y elegí el bote que me pareció mejor entre una larga hilera de ellos. Apple estaba hambriento en medio de la opulencia. Noté sus costillas al acariciarle. Su pelo, que había sido tan hermoso, había perdido el brillo.
Cuando hubo comido y bebido hasta saciarse, peiné su espesa pelambrera. Después, me senté en el suelo e hice que apoyase la cabeza en mis rodillas.
—Bart volverá a tu lado, Apple. Y lo hará con sus dos piernas, te lo prometo. No sé quién te hizo esto, ni por qué; pero lo descubriré.
Me desazonaba la horrible sospecha de que la persona que tanto quería a Apple podía ser la misma que le había hecho pasar hambre y fatigas. Bart razonaba de una manera tan extraña… Quizá había pensado que si su perro sufría durante su ausencia se alegraría mucho más de verle cuando él volviese.
¿Podía ser Bart tan despiadado y cruel? En el exterior el día de julio era moderadamente cálido. Al acercarme a la gran mansión, oí las voces graves de dos personas. La anciana de negro y aquel viejo mayordomo que se deslizaba como un reptil estaban sentados en el fresco patio adornado con palmeras plantadas en macetas de colores y helechos en grandes arriates de piedra.
—John, creo que deberíamos bajar de nuevo a ver cómo está el cachorro de Bart. Se alegró mucho al verme esta mañana, pero no comprendí cómo podía estar tan hambriento. ¿Por qué le tiene usted encadenado? Me parece una crueldad en un día tan hermoso.
—El día no es hermoso, señora —dijo el mayordomo de aspecto ruin mientras bebía cerveza, arrellanado en una de las tumbonas de su ama—. Como usted se empeña en vestir de negro, siente más calor que los demás.
—No le he preguntado su opinión sobre mi manera de vestir. Quiero saber por qué tiene a Apple encadenado.
—Porque el perro podría escaparse en busca de su joven amo —dijo sarcásticamente John—. Supongo que usted no quiere que eso suceda.
—Bastaría con cerrar la puerta del establo. Voy a echar otro vistazo. Creo que está más delgado, y parecía muy inquieto.
—Señora, si quiere usted preocuparse, hágalo por algo que valga la pena. Preocúpese de su nieto, ¡que está a punto de perder una pierna!
Ella se había incorporado en su tumbona, pero al oír aquello se recostó de nuevo sobre los cojines.
—¡Oh! ¿Está peor? ¿Ha vuelto a hablar Marta con Emma esta mañana?
Suspiré, sabiendo que a Emma le gustaba chismorrear, lo que desde luego estaba muy mal hecho. Sin embargo, creía sinceramente que no contaba nada importante. A mí nunca me revelaba ningún secreto, mamá no tenía tiempo de escucharla.
—Claro que hablaron —contestó el mayordomo, elevando el tono de voz—. ¿Conoce usted a alguna mujer que no lo haga? Ese par utiliza cada día las escaleras de mano para cotillear. Por lo que explica Emma, el doctor y su esposa son perfectos.
—John, ¿qué averiguó Marta acerca de Bart? ¡Dígamelo!
—Bueno, señora, parece que el chico se hincó un clavo oxidado en la rodilla y ahora tiene gangrena gaseosa, una clase de gangrena que obliga a amputar el miembro para que el enfermo no muera.
Observé fijamente desde mi escondrijo a aquellas dos personas que estaban sentadas allí, hablando. La dama parecía muy trastornada, mientras que el hombre se mostraba totalmente indiferente, casi divertido por la reacción de su ama.
—¡Mientes! —exclamó la mujer, al tiempo que se ponía en pie—. Mientes, John, para torturarme más. Sé que Bart se recuperará. Estoy segura. Tiene que…
Se echó a llorar. Después se quitó el velo para enjugarse las lágrimas, y yo le vi la cara. No reparé esta vez en sus arrugas, sino en su expresión de sufrimiento. ¿Tanto le importaba Bart? ¿Por qué se preocupaba de aquella manera por él? ¿Sería realmente su abuela…? No, no podía ser. Su abuela estaba en un asilo para enfermos mentales de Virginia.
Entonces avancé. Ella se sorprendió al verme. Luego se acordó de su cara descubierta y volvió a ponerse el velo.
—Buenos días —dije, dirigiéndome a la dama y prescindiendo del viejo al que no podía evitar aborrecer—. He oído lo que decía su mayordomo, señora, y es la verdad hasta cierto punto. Mi hermano está muy enfermo, pero no padece una gangrena tan grave. No perderá la pierna. Mi padre es un médico muy bueno y no permitirá que eso suceda.
—Jory, ¿estás seguro de que Bart se pondrá bien? —preguntó, con gran ansiedad—. Yo le quiero mucho… No puedes saber cuánto…
Se interrumpió y bajó la cabeza, estrujándose las finas manos llenas de relucientes sortijas.
—Sí, señora —dije—. Si Bart no fuese alérgico a la mayoría de los medicamentos que le suministran los doctores, ya habría desaparecido la infección; pero eso no tiene mucha importancia, porque papá sabrá cómo curarle. Mi padre sabe siempre lo que hay que hacer. —Entonces me volví hacia el mayordomo y traté de conferir a mi voz la autoridad propia de un adulto—. En cuanto a Apple, no hay necesidad de tenerle encadenado en un establo caldeado y con todas las ventanas cerradas. Tampoco hace falta tener la comida y el agua colocadas fuera de su alcance. Ignoro qué ocurre en esta casa y por qué desea hacer sufrir a un perro tan bueno, pero le aconsejo que le cuide bien, si no quiere que presente una denuncia a la Sociedad Protectora de Animales. —Dicho esto, giré en redondo y me dispuse a marcharme.
—¡Jory! —me llamó la dama de negro—. ¡Quédate! No te vayas aún. Quiero saber más acerca de Bart.
Me volví de nuevo a mirarla.
—Si quiere ayudar a mi hermano, sólo puede hacer una cosa: ¡dejarle en paz! Cuando él vuelva, convénzale de que deje de visitarla, pero sin herir sus sentimientos.
Aquella misma noche, la fiebre de Bart subió aún más. Los médicos ordenaron que le envolviesen en una manta térmica, que actuaría como refrigerador. Observé a mis padres, que se miraban y se tocaban, para infundirse ánimo. Luego, ambos cogieron cubitos de hielo y frotaron con ellos los brazos y las piernas de Bart y después su pecho; lo hacían al unísono, sin necesidad de hablar. Tragué saliva y bajé la cabeza, conmovido por su amor y compenetración. Sentí deseos de hablarles de nuestra vecina, pero había prometido a Bart que no lo haría. Por primera vez en su vida, mi hermano tenía un amigo, el primer animalito que podía tolerarle. Sin embargo, cuanto más tiempo callase lo que sabía, más sufrirían mis padres a la larga. Pero ¿por qué pensaba eso? ¿Cómo podía aquella anciana causar daño a mis padres?
Por alguna razón desconocida, intuía que podía hacerlo, que lo haría. Lamenté no ser un hombre adulto, capaz de tomar las decisiones adecuadas.
Mientras me adormilaba, recordé una frase que papá repetía a menudo: «Dios hace maravillas por caminos misteriosos».
No me di cuenta de nada más hasta que papá me sacudió para despertarme.
—¡Bart está mejor! —exclamó—. ¡Conservará su pierna y se recuperará!
Poco a poco, día tras día, fue menguando aquella horrible hinchazón de la pierna, que recobró gradualmente su color normal, aunque Bart parecía indiferente. Se pasaba el día con la mirada perdida, sin hablar.
Estábamos desayunando cuando papá se frotó los cansados ojos y nos informó de algo increíble.
—No vas a creerlo, Cathy, pero los técnicos del laboratorio encontraron algo extraño en el cultivo que hicieron de la muestra tomada de la herida de Bart. Sospechábamos que habría herrumbre, y así era, pero no fue ésta la causante del tétanos. Encontraron también una clase de estafilococos que a menudo se hallan en las heces frescas de los animales. Es realmente un milagro que Bart conserve sus dos piernas.
Mamá, pálida y exhausta, como si fuese ella la enferma, asintió con la cabeza antes de apoyarla débilmente en el hombro de mi padre.
—Si Clover anduviese todavía por aquí, sería fácil comprender que hubiese podido…
—Ya conoces a Bart. Si hay algo sucio en un radio de un kilómetro, será él quien lo pise, se arrastre sobre ello o lo coja para ver qué es. La noche pasada, cuando empezó a delirar hablando de manzanas, le ofrecí una que había comprado, y la tiró al suelo sin mostrar ningún interés. —Mamá cerró los ojos y él prosiguió, mientras le daba palmadas en la espalda—. Estoy convencido de que cuando le anuncié que no iríamos al este, se alegró. —Ahora me miró a mí—. Confío en que esto no te disgustará demasiado, Jory. Tendremos que esperar al próximo verano para visitar a tu abuela, o quizá podamos hacerlo por Navidad.
Yo tenía malos pensamientos. Bart siempre se salía con la suya. Había urdido una manera infalible para no tener que visitar viejas tumbas y a abuelas viejas. Incluso había renunciado a Disneylandia. Y no era propio de Bart renunciar a algo.
Aquella tarde me quedé a solas con mi hermano, mientras papá y mamá hablaban en el pasillo con unos amigos. Le referí a Bart la conversación que había oído entre la anciana y su mayordomo.
—Los dos se encontraban allí, en la terraza, Bart. Ella estaba muy preocupada por ti.
—Me quiere —murmuró con orgullo, aunque con voz muy débil—. Me quiere más que nadie… —y pareció pensarlo mejor—, salvo Apple, quizá…
«No deberías decir eso, Bart», pensé. Pero no se lo dije porque no quería quitarle su orgullo de haber encontrado amor fuera de su familia. Presa de confusas emociones, observé su cara expresiva, sintiéndome envuelto en un torbellino de incertidumbres. ¿Cómo era mi hermano? Seguramente debía saber que sus padres le querían más que nadie.
—La abuela teme al viejo mayordomo —dijo—, pero yo sé cómo tratarlo. Tengo poderes ocultos, poderes de verdad.
—Bart, ¿por qué sigues yendo allí?
Se encogió de hombros y se quedó mirando la pared.
—No lo sé. Me apetece ir.
—Sabes que a papá no le importaría regalarte un perro. Si se lo pidieras, te traería un cachorro igual que Apple.
Me fulminó con una mirada irritada, furiosa.
—No hay ningún perro igual que mi cachorro-poni. Apple es único.
Cambié de tema.
—¿Cómo sabes que aquella mujer tiene miedo a su mayordomo? ¿Te lo dijo ella?
—No hace falta que me lo diga. Lo sé. Él la mira con maldad, y ella lo mira con miedo.
Con miedo, igual que empezaba yo a mirar casi todas las cosas.