HONRARÁS A TU MADRE

Él nunca se molestaba en echar un vistazo. Pensaba que yo estaba durmiendo tranquilamente en la camita que me tenían reservada. Pero yo vi que papá salía de casa. ¿Iría a ver a mi abuela? Ojalá la dejasen todos en paz para que pudiera ser mía como antes; toda para mí.

Apple se había ido al lugar adonde iban los cachorros y los ponis. «Un inmenso prado en el cielo», me había dicho John Amos, observándome atentamente con los ojos pálidos y brillantes, como si sospechara que había sido yo quien le había clavado la horca. «¿Viste a Apple muerto? ¿Le viste realmente muerto?». «Más tieso que un palo», había respondido yo.

Me interné en senderos de jungla que me conducirían bajando, bajando, bajando, directamente al infierno. Debía atravesar cavernas, quebradas y simas profundas. Tarde o temprano, encontraríamos la puerta. Sería roja. La puerta del infierno debía ser roja, tal vez negra.

La verja se cerró de golpe. Yo sabía que mamá se hallaba en su habitación escribiendo a máquina aquellas páginas, como si realmente las considerase tan importantes como la danza. No parecía molestarle estar sentada en una silla de ruedas. En realidad, no parecía importarle nada, salvo cuando oía la música de danza que Jory interpretaba. Cuando mi hermano tocaba, levantaba la cabeza, se quedaba con la mirada perdida y empezaba a seguir el compás con los pies.

—¿Qué significa «intrincado», mamá? —había preguntado un día, cuando ella dijo que Jory tenía la habilidad de aprender rápidamente los bailes más intrincados.

—Complicado —respondió, como un diccionario.

Tenía diccionarios por todas partes; pequeños, medianos y uno muy gordo, colocado en un atril giratorio.

Yo tenía que obligar a mis pies a hacer cosas intrincadas. Así lo intenté mientras me deslizaba detrás de papá, que en ningún momento volvió la cabeza. Yo miraba continuamente por encima del hombro, a derecha e izquierda, vigilante, siempre vigilante. ¡Maldito cordón del zapato! Caí al suelo…, una vez más. Si él oyó mi grito, no se volvió a mirar. Bien. Tenía que cumplir mi misión como un buen espía, o como un ladrón, un ladrón de joyas. Las damas ricas poseían muchas, muchísimas joyas. Pensé que debería practicar un poco mientras ella charlaba con su hijo médico, llorando y pidiéndole continuamente que la perdonase, que tuviese compasión, que la aceptara y la quisiera de nuevo. Un latazo. Yo quería menos a papá, volvía a sentir por él lo mismo que antes de que evitara que mi pierna fuera amputada. Era malo, pues pretendía echar de allí a la única abuela que yo tenía. ¿Y cuántos chicos tenían una abuela tan rica que pudiese regalarles cuanto le pedían?

—¿Adónde vas, Bart?

John Amos apareció de pronto. Los ojos le brillaban en la oscuridad.

—¡A usted no le importa! —respondí, como habría hecho Malcolm.

Llevaba el diario contra el pecho, debajo de la camisa. El cuero rojo se pegaba a mi piel. Estaba aprendiendo la manera de convertir la furia en dinero.

—Tu padre está en la casa, hablando con tu abuela. Ahora entra allí y cumple tu misión. Después me contarás todo lo que hayan dicho. ¿Me oyes?

¿Que si le oía? Era él quien necesitaba ayuda para oír, no yo. De no haber sido así, él mismo habría espiado aplicando el oído al ojo de la cerradura. Pero el viejo no oía bien y sólo podía atisbar. Tampoco podía inclinarse mucho, de modo que era incapaz de recoger cosas del suelo.

—Bart…, ¿no me has oído? ¿Por qué diablos te diriges a la escalera de atrás?

Me volví a mirarle fijamente. Subido en el quinto escalón, era más alto que él.

—¿Cuántos años tiene, John Amos?

Se encogió de hombros y frunció el entrecejo.

—¿Por qué te interesa?

—Nunca vi a nadie tan viejo; es todo.

—El Señor castiga a quienes se muestran irrespetuosos con sus mayores.

Rechinó los dientes, que produjeron un ruido como de platos tintineando en el fregadero.

—Ahora soy más alto que usted.

—Yo mido 1,82… o los medía. Una estatura, muchacho, que nunca alcanzarás a menos que te subas a una escalera.

Entorné los párpados y le miré con malicia, como habría hecho Malcolm.

—Llegará un día, John Amos, en que le pasaré la cabeza y los hombros. Y usted me suplicará de rodillas, de rodillas. Señor, señor, me pedirá, permítame que me libre de esos ratones del ático. Y yo le diré: ¿Cómo puedo saber que es digno de mi confianza? Y usted contestará: Seguiré sus pasos hasta la tumba.

Mis palabras le hicieron sonreír taimadamente.

—Bart, estás aprendiendo a ser tan astuto como tu bisabuelo Malcolm. Ahora, deja tus planes para más adelante. Ve inmediatamente donde está tu padre con tu abuela. Graba en tu memoria todas sus palabras para que puedas repetírmelas después.

Como un espía, me arrastré hacia una mesita portátil que había detrás de un lindo biombo oriental. Desde allí pasaría a un lugar oculto detrás de las macetas con palmeras.

Allí estaban los dos, hablando como solían en los últimos días; mi abuela, suplicando, y mi padre, rechazándola. Me senté y me acomodé antes de sacar mi paquete de tabaco. Los cigarrillos ayudaban cuando la vida resultaba aburrida, como en ese momento. Debía limitarme a escuchar. Los espías nunca decían nada, y yo necesitaba acción.

Papá estaba guapo con aquel traje gris claro, igual que yo quería estar cuando creciese. Pero no crecería, ni nunca sería guapo como él. Suspiré, lamentando no ser hijo suyo de verdad.

—Señora Winslow, me prometiste que te mudarías de casa, pero veo que no has preparado un solo paquete. Por la salud mental de Bart, por Jory, a quien también dices querer, y sobre todo por Cathy, márchate. Ve a San Francisco. No está demasiado lejos. Juro que te visitaré siempre que pueda. Encontraré oportunidades para verte, y Cathy no lo sospechará siquiera.

Una lata. ¿Es que no podía decir algo diferente? ¿Por qué le preocupaba tanto lo que pudiese pensar mamá de su madre? Si algún día tenía yo la desgracia de casarme, le diría a mi esposa que podía elegir entre aceptar a mi madre o largarse; largarse con mil diablos, como habría dicho Malcolm.

—¡Oh, Christopher! —gimió ella, sacando uno de sus pañuelitos de blonda para enjugarse las lágrimas—. Quiero que Cathy me perdone y poder gozar de un hueco pequeño en vuestras vidas. Si me quedo, es porque espero que ella acabe comprendiendo que no he venido aquí para perjudicaros. Sólo pretendo daros cuanto pueda.

Papá sonrió amargamente.

—Supongo que estás pensando de nuevo en cosas materiales, pero no es esto lo que necesita un niño. Cathy y yo hemos hecho todo lo posible para que Bart se sintiese querido y deseado, pero parece que él no logra entender su relación conmigo. No está seguro de lo que es, de quién es y de adónde va. No tiene, como Jory, una carrera de bailarín, que le guíe en el futuro. Anda a tientas, tratando de encontrarse a sí mismo, y tú no le ayudas a conseguirlo. Mantiene su personalidad profunda completamente reservada, se encierra en sí mismo. Adora a su madre, pero desconfía de ella porque se imagina que quiere a Jory más que a él. Sabe que su hermano es guapo, inteligente y, sobre todo, hábil. Bart sólo es hábil en el arte de la ficción. No confía en nosotros ni en su psiquiatra. Podría mejorar, pero le falta seguridad en sí mismo.

Tuve que enjugarme una lágrima. Era duro oír hablar de mí, de lo que era y, peor aún, de lo que no era, como si me conociesen por dentro y por fuera, lo que era absurdo, porque no podían conocerme.

—¿Has oído lo que acabo de decir, señora Winslow? —vociferó papá—. Bart no acepta su propia imagen, que sólo refleja debilidad, y no habilidad, gracia y autoridad. Por eso lo toma todo prestado de los libros que lee, de todo lo que ve en la televisión y, a veces, incluso de los animales, y acaba imaginando que es un lobo, un perro o un gato.

—¿Por qué? ¿Por qué? —gimió ella.

Él le estaba contando todos mis secretos, y un secreto revelado carece de valor.

—¿No puedes adivinar por qué? Jory guarda miles de fotografías de su padre. Bart no tiene ninguna, ni una sola.

Al oír estas palabras, ella se irguió, echando chispas por los ojos.

—¿Y por qué había de tener retratos de su padre? ¿Tengo yo la culpa de que mi segundo marido no entregase fotografías suyas a su amante?

Me quedé aturdido. ¿Qué significaba eso? Cierto que John Amos me había narrado historias estrafalarias, pero yo creía que las había inventado, del mismo modo que imaginaba yo cuentos para matar el aburrimiento. Entonces, ¿era verdad que mi mamá había sido una mala mujer que había seducido al segundo marido de mi abuela? ¿Era yo realmente hijo de aquel abogado que se llamaba Bartholomew Winslow? ¡Oh, mamá! ¿Cómo podría yo nunca dejar de odiarte?

Papá volvió a adoptar aquella extraña sonrisa.

—Quizá tu querido Bart pensó que no necesitaba darle su fotografía, cuando ella disfrutaría del hombre en carne y hueso, en su propia casa y en su cama, como legítimo esposo. Antes de morir él, ella le comunicó que esperaba un hijo suyo, y él se habría divorciado de ti para ser el padre de ese hijo y conservar a Cathy… No me cabe duda de ello.

Yo estaba hecho un lío, angustiado por todo lo que oía. Mi papá, mi pobre papá, había muerto en el incendio de Foxworth Hall. John Amos era un verdadero amigo, el único que me trataba como a un adulto y me decía la verdad. Y papá Paul, cuyo retrato estaba en mi habitación, en mí mesita de noche, no había sido más que otro padrastro, como Christopher. Lloré por dentro al darme cuenta de que había perdido otro padre. Mi mirada pasó de papá a la abuela, esforzándome en averiguar qué sentía por ambos… y por mamá. No era justo que los padres embrollasen las vidas de sus hijos incluso antes de nacer, que las complicasen hasta el punto de que yo nunca sabría quién era en realidad.

Miré esperanzado a mi abuela, que parecía muy afligida por lo que acababa de decir su hijo. Llevó sus manos blancas a la frente, perlada de gotas de sudor, y la palpó como si le doliese la cabeza. ¡Con qué facilidad podía sentir ella el dolor! ¿Por qué no podía sentirlo yo?

—Muy bien, Christopher —dijo, cuando yo pensaba que callaría por no encontrar palabras—, ya has dicho lo que tenías que decir; ahora deja que hable yo. Colocado ante la disyuntiva de elegir entre Cathy y su hijo aún no nacido, o yo y mi fortuna, Bart se habría quedado conmigo, que era su esposa. Quizá la habría conservado a ella como amante hasta que se hubiera cansado, pero entonces habría encontrado alguna manera legal de conseguir la custodia de su hijo, y habría salido de la vida de Cathy, manteniendo a aquél. Sé que no me habría abandonado, aunque se volviese a mirar caras bonitas y cuerpos jóvenes.

Según ella, mi propio padre, mi padre de sangre, no habría querido a mamá. Las lágrimas humedecieron mis ojos. Empezó a dolerme la garganta, prueba de que, a fin de cuentas, yo era humano, y no el monstruo que había imaginado ser. Podía sentir una clase diferente de dolor, pero ni así me sentía dichoso. ¿Por qué no podía sentirme dichoso? Entonces recordé algunas de las palabras que acababa de oír: mi verdadero papá habría encontrado alguna «manera legal» de quedarse conmigo. ¿Significaba eso que me habría separado de mi madre? Esa idea tampoco me satisfacía.

La abuela siguió sentada, inmóvil. Me encogí aún más, espantado, muy espantado de lo que podría oír aún. «Papá, no reveles más secretos, no me obligues a pasar a la acción». John Amos me forzaría a emprender alguna acción. Miré hacia atrás, con la sospecha de que él podía estar también escuchando, con un vaso pegado a la pared para oír mejor.

—Bueno —dijo mi padre, con tono concluyente—, el psiquiatra de Bart muestra un gran interés por ti, pese a que sólo sabe que eres mi madre. Me pregunto por qué te saca continuamente a relucir. Parece creer que en ti está la clave de la vida interior y secreta de Bart, como si intuyese que tú tuviste también una vida secreta. ¿La tuviste, madre? Cuando tu padre hizo que te sintieses menos que humana, ¿planeaste alguna clase de venganza para hacerle sufrir?

¿Qué sentido tenía eso?

—No sigas —suplicó—, no sigas. Apiádate de mí, Christopher. Obré lo mejor que pude, dadas las circunstancias. ¡Te juro que obré lo mejor que pude!

—¿Ah, sí? —Echó a reír, y su risa fue como la de mamá cuando zahería a alguien—. Cuando el medio hermano menor de tu padre llegó a Foxworth Hall, a la edad de diecisiete años, ¿sentiste una súbita inspiración? ¿Descubriste la mejor manera de castigar a tu padre por haber provocado que te despreciases? ¿Hiciste todo lo posible para que nuestro padre se enamorase de ti? ¿Lo hiciste? ¿Y no le odiabas también en cierto modo, porque se parecía a Malcolm? Yo creo que sí. Creo que lo planeaste todo para herir a tu padre de la manera más destructora para su propia personalidad, hasta el punto de que nunca pudiese recobrarse. ¡Y creo que lo conseguiste! Te fugaste y te casaste con su medio hermano, a quien él detestaba, y pensaste que habías triunfado doblemente. Por un lado, le habías herido donde más le dolía, por otro tenías la manera de adquirir su enorme fortuna a través de nuestro padre. Pero no salió como esperabas, ¿verdad? No he olvidado la época en que vivíamos en Gladstone, cuando sorprendí una conversación en la que suplicabas a mi padre que entablase un pleito para obtener lo que por derecho le pertenecía. Pero nuestro padre se negó a colaborar. Él te amaba y se había casado contigo por lo que él pensaba que eras, no por el dinero en que tú no dejabas de soñar.

Aturdido de nuevo, observé a mi abuela, que lloraba, y su frágil cuerpo se sacudía por los sollozos; incluso su mecedora parecía temblar. Y yo temblé y lloré también… por dentro.

—Te equivocas, te equivocas por completo, Christopher —gimió—. ¡Yo amaba a tu padre! ¡Sabes que le amaba! Le di cuatro hijos y los mejores años de mi vida, le entregué lo mejor que había en mí.

—Lo mejor que había en ti era muy poco, señora Winslow, muy poco, poquísimo.

—¡Christopher! —exclamó ella, poniéndose trabajosamente en pie.

Extendió las manos en gesto de impotencia, acercándose a él para mirarle a la cara. El negro sudario que llevaba se agitaba con cada estremecimiento. Recorrió la estancia con una mirada temerosa, obligándome a encogerme más en mi oscuro rincón. Bajó la voz.

—Está bien, ya hemos hablado bastante del pasado. Convive con Cathy, pero aceptadme en vuestras vidas. Permitid que tenga a Bart como si fuese hijo mío. Vosotros tenéis a Jory y a esa niñita a quien adoptasteis. Dadme a Bart y me iré lejos, tan lejos que nunca volveréis a verme ni a saber de mí. Te juro que nunca diré a nadie lo que existe entre Cathy y tú. Haré todo lo posible por encubrir vuestro secreto…, pero dejadme a Bart, ¡por favor!, ¡por favor!

Cayó de rodillas y agarró las manos de papá. Cuando él las retiró se asió de su chaqueta.

—No me inquietes más, madre —dijo él, pero yo habría apostado a que estaba conmovido—. Cathy y yo no renunciaremos a nuestros hijos. Bart no es nuestro mayor orgullo y alegría en estos momentos, pero le queremos, le necesitamos, y haremos todo lo necesario para que recobre su salud mental.

—Entonces, qué he de hacer, y obedeceré —suplicó ella, con las mejillas surcadas de lágrimas. Por fin logró coger sus manos huidizas y apretarlas sobre su pecho—. Dime qué he de hacer, cualquier cosa menos marcharme. Necesito verlo, cuidarle y admirarle como él quiere. Posee unas dotes maravillosas.

Empezó a besarle las manos, mientras él trataba de retirarlas aunque no con mucho empeño, pues ella pudo retenerlas pese a sus escasas fuerzas.

—Madre, por favor… —rogó, desviando la mirada antes de sentarse y cubrirse la cara con las manos.

—Él me necesita, Christopher, más de lo que nunca me necesitó cualquiera de mis hijos. Y me quiere, sé que me quiere. Cuando se sienta en mi regazo y le acuno, su semblante se alegra. Es muy joven, muy vulnerable, y le trastornan tantas cosas que no acierta a comprender. Yo puedo ayudarle. Sé que puedo.

»Una voz interior me dice que ya no duraré mucho. —Había bajado mucho la voz, y tuve que aguzar el oído para seguir escuchando—. Deja que lo tenga conmigo hasta que… Por favor, es lo último que te pide la madre a quien tanto amaste, la madre de tu infancia, Christopher, la que te cuidó cuando tuviste el sarampión, la varicela y aquellos resfriados que pillabas por pasar demasiado tiempo jugando con la nieve. ¿Te acuerdas? Yo sí, y sé que sin mis recuerdos de los buenos tiempos, jamás habría podido sobrevivir a los malos…

Le estaba venciendo. Él la miraba fijamente y sus ojos se habían ablandado.

—Hace un rato dijiste que seduje a tu padre y que planeé deliberadamente herir al mío al casarme con aquél. Te equivocas. Yo amé a tu padre desde el primer momento que le vi. No podía dejar de amarle, como tú no pudiste dejar de amar a Cathy. Nada me queda del pasado, Chris. Lo he perdido todo. John es lo único que me queda —murmuró, como si estuviese asustada—. Es lo único que me queda de los tiempos de Foxworth Hall.

—Entonces, ¡él sabe quién soy yo! ¡Y quién es Bart! —Ella se inclinó y alargó una pálida mano cargada de anillos para apoyarla en la rodilla de papá, que se estremeció con su contacto.

—Ignoro qué sabe John. Él cree que todos mis hijos escaparon y se perdieron en algún lugar del mundo. Que yo sepa, ignora que Bart se apellida Winslow… Sin embargo, es tan taimado que es posible que esté al tanto de todo. —Tembló y retiró la mano, como temiendo ofenderle—. Toda la tierra que ahora nos rodea perteneció a mi padre, de modo que John considera lógico que viniese aquí para establecerme en una finca que perteneció a mi familia durante muchísimos años.

Papá cabeceó.

—Y tú interviniste para que pudiéramos comprar a un precio más barato nuestro terreno, ¿verdad?

—Christopher, mi padre poseía tierras en todas partes. Ahora me pertenecen. Pero lo daría todo con tal de teneros a ti y Cathy como familia. Nadie, salvo yo, sabe nada de vosotros dos, y yo nunca diré a nadie quiénes sois. Prometo no difamaros ni perjudicaros, ¡pero permite que me quede! ¡Deja que vuelva a ser tu madre!

—¡Despide a John!

Ella suspiró y después bajó la cabeza.

—¡Ojalá pudiera!

—¿Qué quieres decir?

—¿No lo adivinas? —preguntó, levantando la cabeza gris para poder mirarle a los ojos.

—¿Chantaje?

—Sí. Él también carece de familia. Aparenta no saber nada de ti y Cathy, pero dudo de que así sea. Juró mantener en secreto mi paradero, pues hay reporteros que se echarían sobre mí si se enterasen de dónde estoy. Por esa razón, le proporciono alojamiento y mucho dinero, para asegurarme.

—Bart no está a salvo. Jory ha visto cómo John Amos le hablaba al oído. Creo que sabe quiénes somos.

—Pero no dirá nada —replicó ella—. Hablaré con él, haré que lo comprenda. No dirá nada. Compraré su silencio.

Papá se levantó para marcharse. Por un instante, apoyó ligeramente la mano en la cabeza de ella. Después, con aire culpable, la retiró rápidamente.

—Está bien. Habla con John y ordénale que deje en paz a Bart. Procura que Bart no se entere de que eres su abuela de verdad; haz que siga creyendo que eres una mujer de buen corazón que le necesita como amigo. ¿Podrás concederme este pequeño favor?

—Sí, por supuesto —asintió ella, débilmente.

—Y, por favor, sigue cubriéndote la cabeza con ese velo. Jory sabe que eres mi madre…, pero, bueno, ¿quién puede suponer cuándo decidirá Cathy mostrarse amigable y visitar a su nueva vecina? Antes estaba muy atareada con sus clases de danza, pero ahora que tiene menos ocupaciones necesitará ver gente. Una de las cosas que más le costó soportar en su juventud fue permanecer encerrada durante lo que le parecieron siglos, sin ver más que a su madre y a su abuela. Tal situación provocaba que su necesidad de relacionarse con otras personas aumentase.

Ella volvió a bajar la cabeza.

—Lo sé. Pequé y estoy arrepentida. Quisiera poder dar marcha atrás en el tiempo. Sin embargo, cuando me despierto, sé que me aguarda otro día de soledad, y sólo la presencia de Bart puede darme alguna esperanza.

¡Oh, Dios mío! ¿Qué había ocurrido antes de que yo naciese?

—Tengo que preguntarte algo —dijo ella, en un débil murmullo—. ¿La amas como un hombre ama a… su esposa?

Él se volvió, para que ella no pudiese ver su rostro.

—Eso no te importa.

—Pero lo comprendería. Lo pregunto a Bart, pero él no comprende a qué me refiero. No obstante, me dijo que compartís la misma habitación.

Él se dio la vuelta, irritado.

—Y la misma cama. ¿Estás ahora satisfecha?

De nuevo giró sobre sus talones, pero esta vez para marcharse.

Todo aquello resultaba muy extraño y tremendamente confuso. ¿Por qué odiaba mamá a la madre de papá? ¿Y por qué preguntaba mi abuela acerca de habitaciones y camas?

Corrí hacia mi casa sin detenerme para informar a John Amos. Mamá estaba junto a aquella dichosa barra, tratando de levantarse de su fea silla de ruedas. Me escondí y la observé. Era curioso ver sus torpes movimientos. Ahora era tan torpe como yo. Pero consiguió ponerse en pie y entonces empezó a temblar. Su cara aparecía muy pálida en el espejo, y sus cabellos eran como un marco de oro; oro fundido, caliente como el infierno, ardiente como un río de lava.

—¿Eres tú, Bart? —me llamó—. ¿Por qué me miras de un modo tan raro? No me caeré, si es lo que piensas. Cada día me encuentro mejor, más vigorosa. Ven, siéntate a mi lado y háblame. Cuéntame qué haces cuando no puedo verte. ¿Adónde vas? Enséñame a jugar a tus juegos de imaginación. Cuando tenía tu edad, también me gustaba simular. Verás, solía soñar que era la primera bailarina más famosa del mundo, y el llegar a conseguirlo se convirtió en lo más importante de mi vida. Ahora sé que serlo no tenía tanta importancia, que lo que importa más es hacer felices a nuestros seres queridos. Bart, quiero que seas feliz…

Yo la odiaba por haber seducido a mi verdadero padre y habérselo quitado a mi pobre y solitaria abuela, que además era su suegra. Y ella debía de estar casada en aquella época con el doctor Paul Sheffield, que era hermano de Chris, pero no mi verdadero padre. Mírala, ¡tratando de reparar el abandono en que me había tenido! ¡Demasiado tarde! Sentí ganas de derribarla, oír cómo se rompían todos sus huesos. ¡Había sido infiel a todos sus maridos! Pero no pude decir nada de eso. Mis piernas parecían de goma, se habían debilitado, y me desplomé, mientras unos gritos mudos sacudían mi cabeza. ¡Mujer malvada y pecadora! Tarde o temprano, se fugaría con algún amante… como había hecho la madre de Malcolm, como hacían todas las madres.

¿Y por qué no me había dicho mi abuela quién era realmente? ¿Por qué lo guardaba en secreto? ¿Acaso no se había dado cuenta de que yo necesitaba una abuela de verdad? ¡Incluso había mentido al decirme quién era mi padre! Sólo John Amos me decía la verdad.

—Bart… ¿qué te ocurre? Parecía alarmada, y tenía motivos. Nunca, nunca me había dicho algo que no fuese mentira. Yo no podía confiar en nadie, excepto en John Amos, que, aunque andaba arrastrando los pies y parecía viejo y raro, era sincero y se había empeñado en implantar la rectitud en el mundo.

—¿Qué te pasa, Bart? ¿No puedes decírselo a tu madre? La miré fijamente. Su mata de pelo era como una trampa dorada tendida para arruinar a los hombres, a quienes cazaba y hacía sufrir. Por su culpa. Todo era por su culpa. Había seducido a mi verdadero papá y se lo había arrebatado a la abuela.

—Bart, no te arrastres por el suelo. Levántate y usa las piernas. No eres un animal.

Incliné la cabeza hacia atrás y lancé un aullido. Aullé con toda la rabia y todo el odio que sentía. No era justo que Dios me hubiese dado por madre a aquella mujer. No era justo que ella hubiese provocado que mi verdadero padre muriera atrapado en el fuego. Debía actuar para enderezar las cosas.

—Por favor, Bart, ¡dime qué te sucede!

Apenas si podía distinguirla. Trató de apartarse un poco de la barra y tendió las manos hacia mí, como si quisiera cogerme en sus brazos. Pero jamás dejaría que volviese a tocarme; nunca, nunca, ¡nunca!

—¡Te odio! —espeté, poniéndome en pie de un salto y echándome hacia atrás—. Deseo que no vuelvas a andar nunca, que te caigas y te mueras; deseo que tu casa se prenda fuego ¡y que ardas en ella junto con Cindy!

Después corrí, corrí hasta que me dolieron los costados y sentí vacío mi cerebro.

Me tumbé para descansar en el compartimiento de Apple. Había guardado allí el diario de Malcolm, escondiéndolo debajo del heno seco. Lo saqué para seguir leyendo. ¡Caramba!, cómo odiaba a las mujeres, sobre todo cuando eran bonitas. Al parecer, no se fijaba en las feas. Levanté la cabeza y perdí la mirada, meditabundo. Alicia, bonito nombre. Me pregunté por qué habría amado a Alicia más que a Olivia. ¿Sólo porque ella tenía dieciséis años cuando se casó con el anciano padre de él, que tenía cincuenta y cinco?

Alicia le abofeteó cuando intentó besarla. Quizá Malcolm no era tan bueno besando como su padre.

Cuanto más leía, más aprendía cómo Malcolm triunfaba en todo lo que se proponía, salvo en hacerse amar por las mujeres. Por eso me convencía de que yo haría bien en dejar en paz a todas las mujeres, ya que tanto me parecía a Malcolm. Una y otra vez releía sus frases, para poder ser, como él, omnipotente.

Nombres con C. Me pregunté por qué les gustarían tanto a las mujeres los nombres que empezaban por esa letra. Catherine, Corinne, Carrie y Cindy… todo un mundo lleno de nombres que empezaban por C. Habría preferido apreciar a mi abuela igual que antes. Sin embargo, ahora que sabía que era mi abuela de verdad, me gustaba menos. Debería habérmelo dicho. No era más que otra hembra mentirosa, falsa y astuta, tal como había dicho John Amos.

Percibía débilmente el olor de Apple. Le oía masticar su comida, sentía su frío hocico acariciándome la mano…, y me eché a llorar. Lloré tan fuerte que quise morir para reunirme con él. Pero Apple debía haberme añorado más. Él me forzó a hacerlo. Su obligación era sufrir cuando yo sufría, y no lo hizo. Era mío y permitió que la abuela le alimentase y le diese de beber… En definitiva, él tuvo la culpa. Y Clover también estaba muerto, estrangulado y metido en el tronco del viejo roble.

Yo era un chico malo. Al pensar en mi maldad, me entró sueño. Soñé en Apple, que me quería. Cuando me desperté, casi había anochecido. John Amos me estaba haciendo muecas, y me sonreía.

—Hola, Bart. ¿Te sientes solo en el compartimiento de Apple?

Erguido delante de mí, John Amos no advirtió el heno que caía desde el piso superior y que se enganchó en su bigote, dándole un aspecto espeluznante.

—¿Cómo consiguió Malcolm todo su dinero, John Amos? —pregunté, sólo para saber si el heno caería de su bigote cuando empezase a hablar.

—Siendo más listo que los que querían impedírselo.

—¿Impedirle qué?

El heno seguía en su bigote.

—Lograr lo que quería.

—¿Y qué quería?

—Todo, todo lo que no poseía. Y para conseguir lo que pertenece a otros, hay que ser resuelto y despiadado.

—¿Qué es ser despiadado?

—Hacer lo que sea para lograr lo que se quiere.

—¿Hacer cualquier cosa?

—Cualquier cosa —repitió. Se inclinó rígidamente para mirarme a los ojos—. Y no vacilar en arrollar a quienes se interponen en tu camino, incluidos los miembros de tu propia familia, porque ellos harían lo mismo contigo si entorpecieses su camino. —Sonrió débilmente—. Sabes, por supuesto, que ese médico que está disecando tu personalidad acabará encerrándote en un asilo mental. Date cuenta de lo que están haciendo tus padres; se preparan para eliminar de sus vidas a un chiquillo que les está creando un problema demasiado grave.

Lágrimas infantiles asomaron a mis ojos. John Amos me miró, ceñudo.

—No muestres flaqueza llorando como las mujeres. Tienes que ser duro, como tu bisabuelo Malcolm. —Hizo una pausa para mirarme de arriba abajo—. Sí, has heredado muchos de sus genes. Algún día, si sigues como hasta ahora, llegarás a ser tan poderoso como Malcolm.

—¿Dónde has estado, Bart? —preguntó a voces Emma, que me miraba siempre con cara de asco, aunque estuviese limpio—. Nunca en mi vida he visto a un chico que pudiese ensuciarse más deprisa que tú. ¡Mírate la camisa, los pantalones, la cara y las manos!; una verdadera porquería. Cualquiera diría que haces charcos de fango y te revuelcas en ellos.

Sin responder, me dirigí al cuarto de baño, que estaba al final del pasillo.

Mamá, que estaba escribiendo en su dormitorio, levantó la cabeza.

—Bart, me preguntaba adónde habrías ido. Has estado horas fuera de casa.

Ése era mi problema, no el suyo.

—Bart, contesta.

—He estado fuera.

—Eso ya lo sé. ¿Dónde?

—Cerca del muro.

—¿Qué estabas haciendo allí?

—Cavar.

—¿Para qué?

—Para coger lombrices.

—¿Para qué necesitas las lombrices?

—Para ir a pescar.

Ella suspiró.

—Es demasiado tarde para ir a pescar, y ya sabes que no me gusta que vayas solo. Pide a tu padre que te lleve a pescar el próximo domingo.

—No querrá.

—¿Cómo lo sabes?

—Nunca tiene tiempo.

—Lo encontrará.

—No, nunca lo tiene y jamás lo tendrá.

Ella suspiró de nuevo.

—Tienes que ser comprensivo, Bart. Él es médico y tiene muchos pacientes. No querrías que estuviesen desatendidos, ¿verdad?

Me tenía sin cuidado. Lo único que deseaba era ir a pescar. Además, ya había demasiada gente en el mundo…, sobre todo demasiadas mujeres. Corrí y escondí la cara en su regazo.

—No tardes en curarte, mamá. ¡Tú me llevarás a pescar! Ahora que no tienes que bailar, puedes hacer todas las cosas que papá no tiene tiempo de hacer. Puedes pasar conmigo todas las horas que dedicabas a enseñar a bailar a Jory. Mamá, mamá, me arrepiento de lo que te dije —gemí—. ¡No te odio! No quiero que te caigas y mueras. A veces me siento malo y no puedo impedirlo. No dejes de quererme por lo que te dije, mamá.

Sus manos suaves, consoladoras, acariciaron mis cabellos, tratando al mismo tiempo de alisarlos. Pero, si los cepillos y las lociones no servían de nada, ¿qué podía lograr ella con sus manos? Hundí más la cara en su regazo, pensando en cómo me reprendería John Amos si llegaba a enterarse. Le había contado lo que le dije a mi madre y él había sonreído, complacido de que hablase como Malcolm. «Hiciste mal, Bart —me había dicho, para confundirme—. Tienes que ser astuto, hacerle creer que va a salirse con la suya. Si le dices lo que realmente sientes, encontrará la manera de frustrar nuestros propósitos. Y tenemos que reservarla para el diablo, ¿no es cierto?».

Alcé la cabeza para mirar su linda cara, y las lágrimas anegaron mi rostro cuando recordé que ella era la personificación de la mentira. John Amos me había contado que mamá se casó tres veces. En realidad, no me importaba que fuese buena o mala, con tal que la tuviese para mí solo. Yo conseguiría que fuese buena, le enseñaría a no fijarse en los hombres, salvo en mí.

Para ganar tenía que jugar bien mis cartas, sacar los ases uno a uno, tal como me había aconsejado John Amos. Debía engañarla, engañar a papá, hacerles creer que no estaba loco. Pero me estaba haciendo un lío. Yo no estaba loco, sencillamente fingía ser Malcolm.

—¿Qué estás pensando, Bart? —me preguntó, sin dejar de acariciar mis cabellos.

—No tengo a nadie con quien jugar; sólo los compañeros que me invento. No tengo nada, excepto unos genes malignos desde mi nacimiento, y en cuanto al ambiente que me rodea, bueno, tampoco me ayuda mucho. Papá y tú no os merecéis tener hijos. No os merecéis nada, ¡salvo el infierno que os habéis buscado!

La dejé sentada allí, aturdida. Me alejé, contento de hacerla desgraciada, como lo era yo por su causa. Pero ¿por qué en lugar de sentirme satisfecho y reír de alegría corrí a mi habitación, me tumbé en la cama y eché a llorar?

Entonces me acordé de Malcolm, la única persona que no necesitaba a nadie. Él era fuerte, y nunca vacilaba en tomar decisiones, aunque fuesen malas, porque sabía tergiversarlas para que pareciesen buenas. Por eso fruncí el entrecejo, encogí los hombros, me levanté y eché a andar por el pasillo, deseando lo que Malcolm habría deseado. Vi que Jory estaba bailando con Melodie y fui a la habitación de mi madre para delatarles.

—Deja lo que estás haciendo —avisé—. Jory y Melodie están pecando; se besan… y van a hacer un niño.

Sus dedos se quedaron inmóviles sobre el teclado de la máquina de escribir. Sonrió.

—Bart, se necesita algo más que unos besos y unos abrazos para hacer un niño. Jory es un caballero y no se aprovecharía de una jovencita inocente, que por otro lado es lo bastante decente y sensata para saber cuándo tiene que decir basta.

No le importaba. Lo único que le importaba era aquel maldito libro que estaba escribiendo. Yo no tenía más posibilidades de que me dedicase su tiempo que cuando trabajaba en la academia. Siempre, siempre encontraba algo que le resultaba mejor que jugar conmigo.

Cerré los puños y golpeé el marco de la puerta. Ya llegaría el día en que yo sería el amo y ella tendría que escucharme. Sabría con quién le convenía jugar. Había sido mejor madre cuando impartía las clases de ballet, pues al menos entonces tenía un momento libre de vez en cuando. En cambio, ahora, no hacía más que escribir y escribir montones y montones de cuartillas.

Dejó de prestarme atención y volvió a hacer sonar la máquina de escribir, como si fuese una metralleta con que estuviese matando al mundo. Ni siquiera se percató de que yo cogía una caja llena de cuartillas que ella había apartado a un lado al empezar a llenar otra con más papel escrito.

A John Amos le interesaría saber qué escribía mi madre, pero antes lo leería yo, aunque necesitase consultar el diccionario a cada momento. Había palabras largas que resultaban difíciles de comprender. «Apropiado», sí, creía conocer su significado.

—Buenas noches, mamá.

No me oyó, siguió escribiendo como si yo no estuviese allí.

Nadie podía ignorar a Malcolm de tal modo. Cuando él hablaba, todos se ponían sumisamente en pie. Debía, pues, convertirme en Malcolm.

Una semana más tarde, decidí espiar a mamá y Jory. Se hallaban ante el largo espejo, en la sala de «recuperación», y Jory ayudaba a mamá a hacer ejercicios con su pierna izquierda.

—Ahora no pienses en que puedes caerte. Estoy detrás de ti y te agarraría si te flaquease la rodilla. Tómalo con calma, mamá, y pronto volverás a andar perfectamente.

No andaba perfectamente. Cada paso que daba parecía producirle dolor. Jory le asió la cintura con las manos para que no se tambalease, y ella consiguió llegar al extremo de la barra. Después esperó a que él le acercase la silla para sentarse de nuevo. Jory colocó en posición el estribo para los pies y ella levantó las piernas.

—Cada día estás más fuerte, mamá.

—Pero progreso tan despacio…

—Porque estás demasiado tiempo sentada, escribiendo. Recuerda que el médico dijo que te convenía levantarte más a menudo y estar menos rato sentada…

Ella asintió con la cabeza. Parecía agotada.

—¿De quién era esa llamada desde larga distancia? ¿Por qué no quisieron hablar conmigo?

Jory sonrió y dijo:

—Era mi abuela Marisha. Le escribí para explicarle que te habías caído. Ha decidido venir para sustituirte en la escuela. ¿No es estupendo, mamá?

Mamá no pareció alegrarse en absoluto. En cuanto a mí, ¡odiaba a la vieja bruja!

—Jory, debiste haberme consultado antes.

—Pero mamá, ella quería que fuese una sorpresa. No pensaba decírtelo hoy, pero me he dado cuenta de que no es muy cortés que una persona se presente como caída de las nubes. Sabía que tú querrías prepararte, ponerte bonita, arreglar la casa…

Mamá le miró de una manera extraña.

—Dicho en otras palabras, que ahora no tengo buen aspecto y que mi casa está hecha un desastre.

Jory le dirigió una de sus encantadoras sonrisas que yo tanto aborrecía.

—Tú siempre estás guapa, mamá, lo sabes; pero has adelgazado y estás demasiado pálida. Tienes que comer más y pasar más tiempo al aire libre. A fin de cuentas, las grandes novelas no se escriben en unas semanas.

Aquel mismo día, más tarde, seguí a Jory hasta el jardín y me oculté en mi escondrijo especial para espiar a mamá y Jory mientras se alternaban en empujar a la odiosa Cindy en su columpio de niña pequeña. A mí nunca me permitían hacerlo. Nadie confiaba en mí. Si el matasanos de la cabeza no conseguía nada, ¿por qué no desistían y me dejaban en paz?

—Jory, a veces resulta un tormento oír tu música de ballet y no ser capaz de bailar y expresar todas las emociones que me hace sentir. Ahora, cuando oigo que comienza una obertura, mis nervios se ponen en tensión y me estremezco interiormente. Ansío bailar, y, cuanto más lo ansío, más necesidad tengo de escribir. Escribir me consuela, pero parece que a Bart no le gusta que lo haga, del mismo modo que antes no le gustaba que bailase. Parece que nunca seré capaz de complacer a mi hijo menor.

—Bueno, mamá —dijo Jory, y sus oscuros ojos azules se mostraron también tristes y preocupados—. Bart no es más que un niño que no sabe qué quiere. Tengo la impresión de que algo raro ocurre en su mente.

Yo no era raro. Los raros eran ellos, que creían que la danza y los estúpidos cuentos de hadas servían para algo, cuando todas las personas con sentido común comprendían que el dinero era el rey, y el dios todopoderoso.

—Yo me dedico a Bart todo lo que puedo, Jory. Trato de ser cariñosa con él, pero me rehúye. Tan pronto se aleja corriendo como viene hacia mí y hunde la cara en mi regazo para echarse a llorar. Su psiquiatra opina que se debate entre el odio y el amor que siente por mí. Y te diré confidencialmente una cosa; su comportamiento no me ayuda a recuperarme del accidente.

Me marché. Ya había oído bastante. Había llegado el momento de entrar en su habitación y hurtar unas páginas más de su libro. Llevaba escondidas debajo de mi camisa las que John Amos me había devuelto después de haberlas leído; sólo tuve que ponerlas de nuevo en su sitio y coger otras.

Me senté en mi pequeña cueva verde del seto y empecé a leer. La estúpida Cindy reía y chillaba mientras sus dos fieles esclavos empujaban su columpio. ¡Lástima que yo no tuviese nunca ocasión de columpiarla! La empujaría con tal fuerza que saldría volando por encima del muro blanco y aterrizaría en la piscina de la casa de al lado, aquella piscina en que nunca había agua.

La lectura del libro de mamá era muy interesante. Uno de los capítulos se titulaba «El camino hacia la riqueza». Aquella niña, ¿era realmente mi madre? ¿Iban a encerrarla realmente, con su hermano y sus dos hermanas, en una habitación?

Seguí leyendo hasta que declinó el día y apareció la niebla, que me dificultaba hasta la respiración.

Me levanté y entré en la casa, pensando en el título de otro capítulo del libro. «El ático», un lugar maravilloso para esconder cosas. Miré fijamente a mamá, que estaba besando a papá en los labios, chinchándole, preguntándole por sus lindas enfermeras y si había encontrado ya alguna que la sustituyese.

—¿Acaso una hermosa rubia de veinte años?

Él parecía enojado.

—Quisiera que no tomases a broma mi devoción, Cathy. Preferiría que no me sometieras a bromas tontas como ésta. Te doy cuanto puedo porque te amo con una pasión que reconozco que es una idiotez.

—¿Una idiotez? —preguntó ella.

—Sí, lo es cuando tú no respondes tan apasionadamente como yo. Te necesito, Cathy. No permitas que ese libro se interponga entre nosotros.

—No te comprendo.

—¡Sí, me comprendes! Nuestro pasado está cobrando vida, lo estás despertando mientras escribes. A veces te observo y veo tu cara y las lágrimas que surcan tus mejillas hasta caer sobre el papel. Te oigo reír y pronunciar en voz alta las frases que decían Cory o Carrie. No te limitas a escribir, Cathy, lo estás reviviendo todo.

Ella bajó la cabeza, y el cabello suelto le cubrió la cara.

—Sí, lo que dices es cierto. Me siento delante de la máquina y vuelvo a vivirlo todo. Veo de nuevo el ático sombrío, la enorme y polvorienta estancia; incluso percibo aquel silencio, más espantoso que el trueno. La soledad que padecí vuelve a caer sobre mis hombros y, al levantar la cabeza, me sorprende encontrarme en este lugar, y me pregunto por qué no están cubiertas las ventanas y cuándo entrará la abuela para sorprendernos con las cortinas descorridas. A veces me sobresalto al ver a Bart plantado en el umbral, mirándome fijamente; tengo la impresión que es Cory, aunque no puedo explicar sus cabellos oscuros y sus ojos castaños. Entonces miro a Cindy y pienso que debería tener más edad, la misma que el Cory de oscuros cabellos, y me siento confusa porque no puedo distinguir el pasado del presente.

—Cathy —dijo él, con tono preocupado—, tienes que dejar esto.

«Sí, sí, papá, ¡oblígala a dejarlo!».

Ella lloró entre los brazos de papá, que la estrechó con fuerza contra su corazón, murmurándole al oído dulces palabras de amor que yo no podía oír. Oscilaban sobre sus pies, como dos amantes verdaderos y perversos, como las parejas a quienes yo espiaba en ocasiones, que hacían de las suyas en el callejón de los amantes, que no estaba muy lejos de la mansión de mi abuela.

—¿Dejarás el libro hasta que los chicos hayan crecido y estén casados…?

—¡No puedo! —Percibí la angustia de su voz, como si lamentara no poder abandonar la escritura—. Esta historia pide a gritos en mi cerebro que la saque a la luz para que la gente sepa cómo pueden ser algunas madres. Algo intuitivo y sabio me dice que, cuando la haya plasmado en un libro y publicado para que todos puedan leerla, me libraré de todo el odio que me inspira mamá.

Papá siguió abrazándola en silencio, meciéndola, y sus ojos azules, con la mirada perdida por encima de la cabeza apoyada sobre su pecho, parecían atormentados.

Me escabullí de allí para jugar a solas en el jardín. Cualquier día se presentaría la abuela de Jory, que era una vieja bruja. Yo no quería volver a verla. Mamá tampoco le tenía simpatía; yo lo notaba en su nerviosismo y el cuidado con que escogía las palabras, como si temiera que su viva lengua pudiese delatar sus sentimientos.

—Bart, querido —llamó suavemente mi abuela, desde el otro lado del grueso muro blanco—. Te he estado esperando durante todo el día. Cuando no vienes, me preocupo y me siento desdichada. No estés sentado ahí, solo y enfadado. Recuerda que yo estoy aquí y que haré cuanto pueda para que seas feliz.

Corrí tan deprisa como lo permitían mis piernas. Trepé al árbol, y ella tenía preparada ya una escalera para que pudiese llegar al suelo sano y salvo, la misma que ella utilizaba para observarnos desde el muro.

—Dejaré la escalera aquí, para que puedas usarla —murmuró, abrazándome y cubriéndome la cara de besos. Afortunadamente, se había levantado el seco velo—. No quiero que caigas y te lastimes. ¡Te quiero tanto, Bart! Cuando te miro, pienso en lo orgulloso que se habría sentido tu padre. ¡Oh, si al menos hubiese podido ver a su hijo! ¡A su guapo y brillante hijo!

¿Guapo? ¿Brillante? ¡Vaya! No sabía que yo fuese nada de eso. De todos modos, resultaba maravilloso oírlo, me hacía creer que era tan apuesto e inteligente como Jory. Ésta sí que era una abuela, la abuela que yo siempre había deseado tener, que me amaba a mí y a nadie más. Quizá, a fin de cuentas, John Amos estaba equivocado respecto a ella.

De nuevo me sentó sobre sus rodillas y dejé que me diese un helado a cucharadas. Después me ofreció un bollo, un trozo de pastel de chocolate y un vaso de leche que ella misma sostuvo para que yo bebiese. Con el estómago lleno, me arrellané más cómodamente en su regazo y apoyé la cabeza contra su blando pecho, que olía a espliego.

—Corinne usaba perfume de espliego —musité, soñoliento, chupándome el pulgar—. Cántame una nana… Nunca nadie me cantó para dormirme, como mamá canta a Cindy…

«Duérmete, niño, duerme…». Era gracioso. Mientras ella cantaba dulcemente, yo tenía la impresión de tener sólo dos años, como cuando, mucho, muchísimo tiempo atrás, mamá me sentaba en su regazo y me cantaba la misma canción.

—Despierta, querido —dijo, haciéndome cosquillas en la cara con el borde de la manga—. Es hora de que vuelvas a tu casa. Tus padres estarán preocupados y ya han sufrido bastante para que tengan ahora que angustiarse por tu paradero.

¡Oh! Desde un rincón, John Amos había oído sus palabras; se notaba en sus acuosos y pálidos ojos azules, que brillaban amenazadores. No quería a mi abuela, ni a mis padres, ni a Jory, ni a Cindy. No quería a nadie, salvo a mí y a Malcolm Foxworth.

—Abuela —murmuré, escondiendo la cara de modo que él no pudiese ver el movimiento de mis labios—, procura que John Amos no oiga que compadeces a mis padres. Ayer le oí decir que no son dignos de compasión.

Sentí que se estremecía y que se esforzaba por disimular que había advertido la presencia del hombre.

—¿Qué significa exactamente compasión? —pregunté. Suspiró y me abrazó con fuerza.

—Es una emoción que se siente cuando se comprenden las penas de otros; cuando quisieras ayudarles, pero nada puedes hacer.

—Entonces, ¿de qué sirve la compasión?

—De muy poco, en realidad —dijo, con mirada triste—. Su única utilidad es que te permite comprender que todavía eres lo bastante humano para sentirla. Y, si la compasión es buena, te impulsa a actuar para resolver los problemas de tus semejantes.

Cuando yo salía a la sombra del atardecer, John Amos me susurró al oído:

—El Señor ayuda a quienes se ayudan, no lo olvides, Bart. —Volvió gravemente las páginas del manuscrito de mi madre que yo le había entregado para que leyese—. Ten cuidado con no mancharlas y vuelve a ponerlas exactamente donde las encontraste. Cuando haya escrito más, tráelas; gracias a la información que nos proporcionen, podrás resolver todos tus problemas. Su libro te está diciendo la manera de conseguirlo. ¿No lo entiendes? Ella lo escribe por eso.