VUELTA A CASA
Era agradable que mamá se preocupase tanto por mí. Pero no duraría. Ella cambiaría en cuanto yo me curase. Había pasado dos semanas en aquel apestoso hospital donde quisieron cortarme una pierna y quemarla en un horno. Cada vez que miraba y comprobaba que mi pierna seguía en su sitio, me sentía feliz. ¿Qué dirían mis compañeros cuando volviese al colegio y les dijera que habían estado a punto de amputarme una pierna? Se quedarían impresionados. Estaba hecho de buena pasta, de una pasta que se negaba a pudrirse y morir. Además, no había llorado porque también era valiente.
Recordé cómo me había cuidado papá, que parecía triste y preocupado. Quizá me quería realmente, aunque yo no fuese su hijo verdadero.
—¡Papá! —dije, cuando llegó—. Sé que tienes buenas noticias.
—Me gusta verte tan despierto y contento. —Se sentó en el borde de la cama y me abrazó antes de darme un beso enorme; desconcertante—. Sí, Bart, tengo muy buenas noticias. Tu temperatura es normal. Tu rodilla cicatriza bien. Y ser hijo de un médico tiene sus ventajas. Hoy te daré de alta. Si no lo hiciese, temo que te quedarías en los huesos. En cuanto estés en casa, sé que la deliciosa comida de Emma hará que se reponga la carne sobre ellos.
Me miró cariñosamente, como si yo le importase tanto como Jory. Sentí ganas de llorar.
—¿Dónde está mamá? —pregunté.
—Hoy salí temprano, y tu madre se quedó en casa para preparar una fiesta especial de bienvenida para ti. No te molesta, ¿verdad?
¡Claro que me molestaba! ¡Quería que me hubiese visitado! Pero ella no se presentó porque tenía que acicalar a la pequeña Cindy, poniéndole lazos en los cabellos. Guardé silencio y dejé que papá me llevase a su coche. Era agradable sentir el sol, regresar a casa.
En el vestíbulo, papá me puso en pie sobre mis vacilantes piernas. Miré fijamente a mamá, que primero se acercó a papá para besarle en la mejilla. Yo estaba allí, esperando que me hubiese besado antes a mí. Sabía por qué lo había hecho. Ahora, al ver mi cuerpo flaco, mi cara fea y huesuda, me tenía miedo. Forzó una sonrisa cuando me miró. Me encogí cuando al fin se acercó a mí para cumplir su deber con un hijo que no había muerto. ¡Qué satisfacción tan fingida la suya! Comprendí que no me amaba, que en realidad ya no le importaba nada. Y allí estaba también Jory, simulando que se sentía feliz porque yo había vuelto a casa, cuando yo sabía que él y todos los demás se habrían alegrado de mi muerte. Me sentí como Malcolm cuando era pequeño: no deseado, innecesario, terriblemente desgraciado.
—¡Querido Bart! —dijo mamá—. ¿Por qué pareces triste? ¿No te alegras de estar de nuevo en casa?
Me cogió en brazos e intentó besarme, pero yo aparté la cara. Percibí su expresión afligida, pero sólo estaba fingiendo como tenía que hacer yo continuamente.
—Es maravilloso tenerte de nuevo aquí, amor mío —mintió—. Emma y yo hemos estado toda la mañana pensando qué podríamos preparar para que estuvieses contento. Como te quejabas tanto de la horrible comida del hospital, hemos cocinado todos tus platos predilectos.
Sonrió y trató de nuevo de abrazarme, pero yo no me dejaría engatusar por sus «ardides femeninos», como decía John Amos. La buena comida y las sonrisas y los besos no eran más que ardides femeninos.
—No pongas esa cara de incredulidad, Bart. Emma y yo hemos preparado todos tus platos predilectos. —La miré fijamente, y se ruborizó. Haciendo un esfuerzo, dijo—: Ya sabes, los que te gustan más.
Seguía empeñada en mostrarse amable. Papá se acercó y me dio un corto bastón.
—Apóyate bien en él, hasta que tu rodilla recobre la fuerza.
Era divertido andar cojeando como un viejo, como Malcolm Foxworth. Me gustaba que se interesasen por mí, que se preocupasen cuando no quería comer. Ninguno de sus obsequios sería tan bueno como lo que me regalaría mi abuela y vecina.
—Bueno, Bart —murmuró Jory durante la comida—, ¿por qué te muestras tan desagradecido? Todo el mundo procura complacerte.
—No me gusta el pastel de manzana.
—Antes decías que era el que más te gustaba.
—¡Nunca lo dije! Tampoco me gusta el pollo, ni el puré de patata, ni la ensalada… ¡ni nada!
—Lo creo —dijo mi hermano, enfadado y volviéndome la espalda, porque yo era demasiado melindroso. Después alargó una mano para coger un muslo de pollo de mi plato—. Bueno…, ya que tú no lo quieres, no vamos a tirarlo.
A él no le gustaba el pollo en absoluto. En mis condiciones yo ya no podía deslizarme hasta la cocina por la noche para atiborrarme cuando nadie me veía. Que sufriesen viendo cómo me quedaba en la piel y los huesos, hasta que me llevasen a la fría y húmeda tumba. Entonces descubrirían lo mucho que me echaban de menos.
—Por favor, Bart, trata de comer un poco —suplicó mamá—. ¿Qué tiene de malo el pastel?
La miré ceñudo y golpeé la mano de Jory cuando intentó arrebatarme un trozo de pastel.
—No me gusta el pastel sin helado encima.
Me miró satisfecha y ordenó:
—Emma, trae el helado.
Yo aparté el plato y me hundí en mi silla.
—No me encuentro bien. Necesito estar solo. No me gusta que todos se ocupen de mí. Me quita el apetito.
Parecía que papá estaba perdiendo la paciencia. No riñó a Jory por coger mi trozo de pastel. Llevábamos sólo una hora en la mesa, y ellos ya se habían cansado de mí y lamentaban que no hubiera muerto.
—Cathy —dijo papá—, no discutas más con Bart. Si no quiere comer, que no lo haga. Ya comerá cuando le apriete el hambre.
Empezaron a gruñir mis tripas. No podía comer nada de lo que tenía delante, teniendo en cuenta que Jory se había llevado lo que más me gustaba. Seguí sentado, hambriento, mientras todos se olvidaban de mí, charlaban, reían y se comportaban como si yo estuviese aún en el hospital. Me levanté y me dirigí cojeando a mi habitación. Papá dijo:
—Bart, no quiero que juegues fuera de casa hasta que tu rodilla esté completamente curada. Duerme un poco, con la pierna levantada. Más tarde podrás ver la televisión.
La televisión. ¡Vaya una forma de celebrar mi vuelta a casa! Simulando sumisión, entré en mi dormitorio y me quedé junto a la puerta para poder vocear a quienes estaban en el comedor:
—¡Que nadie me moleste mientras descanso! Me habían tenido dos semanas en el hospital y, cuando por fin estaba en casa, me tendrían encerrado un tiempo más. ¡Yo les enseñaría! ¡Nadie iba a obligarme a estar encerrado durante otra horrible semana! Pero siempre había alguien vigilándome de día y de noche hasta que, finalmente, después de seis días de cautiverio, conseguí escapar por una ventana. Ya me había perdido buena parte del verano y mi viaje a Disneylandia. No estaba dispuesto a perderme nada más.
El viejo y gran árbol junto al muro no me facilitó la labor; me costó más que otras veces trepar por él. Cuando llegase a la casa vecina me dolería la pierna. El dolor no era tan bueno como había imaginado. La normalidad resultaba poco satisfactoria. Jory se torció el tobillo una vez y siguió bailando, a pesar del dolor. Por tanto, yo también podía ignorarlo.
Cuando estuve encaramado al muro, miré hacia atrás para ver si me habían seguido. No vi a nadie. A nadie le importaba que pudiese hacerme daño. Empecé a olisquear. ¿Qué era ese olor a podrido que salía del tronco hueco del roble? ¡Ah! Ya lo recordaba. Había algo muerto allí dentro. ¿Qué era? No me acordaba bien, mi memoria estaba confusa, como invadida por una niebla.
Sería mejor que pensara en Apple, que me olvidara de la rígida y dolorida rodilla, imaginando que pertenecía a algún viejo delicado como el que Malcolm había llegado a ser. Mi pierna joven quería correr, pero la pierna vieja era quien mandaba en mí, apoderándose de mi mente, obligándome a apoyarme pesadamente en el bastón.
¡Oh! Sería horrible encontrar al pobre Apple yaciendo muerto en el establo, convertido en un lamentable saco de pelo, piel y huesos. Yo gemiría, chillaría, odiaría a quienes habían tratado de forzarme a volar al este y abandonar a mi mejor amigo. Los animales eran los únicos que sabían amar con verdadera abnegación.
Habían transcurrido cien años desde la última vez que recorrí aquel mismo camino, y me pareció que tardaba varios más en llegar, cojeando, a la puerta del establo. «Sobreponte —pensé—. Yergue la espina dorsal como hacía Malcolm. Prepara tus ojos para una visión espantosa, pues Apple te quiso demasiado y ahora ha tenido que pagarlo con la muerte». Nunca, nunca volvería a encontrar un amigo tan fiel como el cachorro-poni que había sido mi Apple.
Mi equilibrio nunca había sido bueno, y ahora me balanceaba a derecha e izquierda, adelante y atrás, y me sentía ofuscado y un poco loco. Noté que había algo detrás de mí. Miré por encima del hombro, pero no vi a nadie, excepto aquellas horribles formas de animales que no eran más que arbustos verdes. Los estúpidos jardineros deberían dedicarse a algo mejor, en lugar de perder el tiempo podando los arbustos, cuando había muchísimo dinero esperando a que personas inteligentes los recogiesen. Estaba pensando como Malcolm. John Amos se habría sentido complacido. Tenía que buscar a John Amos para que siguiese adiestrando mi cerebro.
Temiendo lo peor, me acerqué al sitio preferido de Apple. De pronto no podía ver. ¿Me habría quedado ciego? Tanteé el suelo con el bastón. Oscuridad. ¿Por qué estaba aquello tan oscuro? Avancé despacio, cauteloso. Todas las ventanas estaban cerradas. Habían dejado que el pobre Apple se muriese de hambre en la oscuridad. Sentí un nudo en la garganta y lloré sin lágrimas por el animalito que me había querido más que a su propia vida.
Haciendo un gran esfuerzo, di otro paso hacia adelante. Ver a Apple muerto marcaría mi alma, mi alma eterna que, según John Amos, debía conservarse limpia y pura si quería que me abriesen las puertas del cielo, donde Malcolm se hallaba.
Un paso más. Me detuve. Allí estaba mi Apple… ¡y no estaba muerto! Se encontraba en un compartimiento cuya ventana estaba abierta, persiguiendo una pelota roja, golpeándola con sus cascos que parecían patas de perro… ¡y su plato rebosaba de comida! También había agua limpia en el cuenco. Me quedé plantado, temblando de pies a cabeza, mientras Apple seguía jugando, como ajeno a mi presencia. ¡Oh, no me había añorado en absoluto!
—¡Eh, tú! ¡Has estado comiendo, bebiendo y divirtiéndote! Yo estaba en las puertas de la muerte, y a ti no te importaba. ¡Creía que me querías! Pensaba que me añorarías muchísimo. Y ahora, ni siquiera ladras para decirme que te alegras de que haya vuelto. ¡Te odio, Apple! ¡Te odio porque no me quieres lo bastante!
Entonces Apple me vio y corrió hacia mí, saltando para poner sus patas–cascos sobre mis hombros y lamerme la cara. Movía furiosamente el rabo, pero no me engañaba. Había encontrado a alguien que cuidaba de él mejor que yo. Yo nunca había conseguido que su pelo brillase tanto.
—¿Por qué no moriste de pena? —pregunté.
Le miré con odio, queriendo fulminarle con los ojos. Él advirtió mi enojo, se dejó caer sobre las cuatro patas y se quedó quieto, con el rabo entre las piernas y la cabeza gacha, mirando de reojo.
—¡Apártate de mí! ¡Tienes que sufrir tanto como yo he sufrido! ¡Entonces te alegrarás de mi regreso!
Cogí la comida y el agua y lo arrojé todo en un barril. Cogí su pelota roja y la lancé muy lejos, donde no pudiese encontrarla. Mientras tanto, Apple estaba allí, observando, sin menear el rabo. Quería que yo volviese a él, pero era demasiado tarde.
—Ahora me echarás de menos —sollocé, y me alejé tambaleándome, después de cerrar todas las ventanas y los postigos—. ¡Quédate a oscuras y muérete de hambre! Nunca volveré, ¡nunca!
En cuanto salí a la luz del sol, me acordé del blando heno donde solía tumbarse. Volví a entrar en el establo y con una horca saqué todo el heno que allí había. Él empezó a tiritar tratando de acercarme el hocico. Pero no le dejé.
—¡Túmbate en el duro y frío suelo! Te dolerán todos los huesos; pero no me importa, ¡porque ya no te quiero!
Muy irritado, me enjugué las lágrimas y me rasqué la cara.
En toda mi vida sólo había tenido tres amigos: Apple, mi abuela y John Amos. Apple había matado mi cariño, y uno de los otros dos me había traicionado alimentándole y robándome su amor. John Amos no se habría molestado, de modo que tenía que haber sido la abuela.
Volví aturdido a casa. Aquella noche, la pierna me dolió tanto que papá tuvo que darme una píldora. Se sentó en el borde de mi cama y me retuvo entre sus brazos, haciendo que me sintiese seguro, mientras me hablaba en voz baja de los bellos sueños que tendría.
Pero fueron muy feos. Aparecieron huesos por todas partes, sangre vertiéndose en anchos ríos que arrastraban pedazos de seres humanos hacia mares de fuego. Muerto. Yo estaba muerto. Había fúnebres flores sobre el altar, y personas desconocidas para mí me enviaban flores, como indicándome que se alegraban de mi muerte. Oí una música diabólica en el mar de fuego, haciendo que odiase la música y el ballet aún más que antes:
El sol entró por la ventana y acarició mi cara, arrancándome de las garras del demonio. Cuando abrí los ojos, aterrorizado por lo que quizá vería, no encontré más que a Jory, que me observaba compasivo desde los pies de la cama. Yo no quería que me compadeciesen.
—Esta noche has gritado, Bart. Siento que todavía te duela la pierna.
—¡La pierna no me duele en absoluto! —le contradije.
Me levanté y me dirigí cojeando a la cocina, donde mamá estaba dando de comer a Cindy. ¡Maldita Cindy! Emma freía tocino para mi desayuno.
—Sólo café y una tostada —ordené, exigente—. No me apetece nada más.
Mamá se estremeció y levantó la cara; tenía una palidez extraña.
—No grites, Bart, por favor. Tú no tomas nunca café. ¿Por qué lo pides ahora?
—Porque ya es hora de que me comporte como corresponde a mi edad —contesté.
Con mucha parsimonia, me senté en la silla con brazos de papá. Cuando éste entró y me vio, no me ordenó que se la cediese, sino que se sentó en la mía, que no tenía brazos. Sirvió media taza de café, y después de añadir crema hasta el borde, me la acercó.
—¡No me gusta la crema en el café!
—¿Cómo puedes saberlo, si no lo has probado?
—Lo sé.
Me negué a beber el café que él había echado a perder. A Malcolm le gustaba el café solo, y así lo tomaría yo en adelante. Por tanto, lo único que tenía delante era una simple tostada y, si quería ser como Malcolm y tener un cerebro astuto, no debía untar la tostada con mantequilla o mermelada de fresa. Podía producirme una indigestión, y yo, como Malcolm, debía tener cuidado con las indigestiones.
—Papá, ¿qué es la indigestión?
—Algo que debes evitar.
Sin duda era difícil tratar de ser siempre como Malcolm. Unos segundos más tarde, papá examinaba, arrodillado, mi pierna enferma.
—Tiene peor aspecto que ayer —dijo, levantando la cabeza para mirarme. Arqueó las cejas con recelo—. Bart, no te habrás arrastrado sobre la rodilla enferma, ¿verdad?
—¡No! ¡No estoy loco! Las sábanas me arrancaron un poco de piel. Son ásperas. Odio las sábanas de algodón. Me gustan más las de seda.
Malcolm sólo dormía entre sábanas de seda.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó papá—. Nunca has tenido sábanas de seda.
Empezó a curar mi rodilla, lavándola primero y vertiendo después unos polvos blancos, antes de cubrir la herida con una gasa que sujetó con esparadrapo.
—Ahora en serio, Bart. No quiero que te apoyes en esta rodilla. Quédate en casa, sal al jardín o siéntate en la galería posterior, y no te arrastres por el polvo.
—Es un patio —aclaré, ceñudo, para darle a entender que él no lo sabía todo.
—Tienes razón, un patio. ¿Estás ahora contento?
No. Yo nunca estaba contento. Después lo pensé mejor. Sí, a veces lo estaba, sobre todo cuando fingía ser Malcolm, el más poderoso, rico y listo de los hombres. Representar el papel de Malcolm era más fácil y mejor que imitar a cualquier otra persona o simular cualquier otra cosa. Por alguna razón, sabía que si perseveraba, acabaría siendo como Malcolm: rico, poderoso y amado.
El largo y triste día transcurrió con una lentitud infinita, mientras todos me vigilaban de cerca. Llegó el crepúsculo, y mamá se dedicó a arreglarse para estar guapa cuando llegase papá, que volvería a casa de un momento a otro. Emma estaba preparando la cena, y Jory asistía a su clase de ballet. Me escabullí del patio sin ser visto. Ya en el jardín me apresuré para que no me detuviesen.
El anochecer era misterioso, lleno de sombras largas y amenazadoras. Todas las zumbadoras criaturas de la noche salieron y revolotearon alrededor de mi cabeza. Las espanté con la mano. Quería visitar a John Amos, a quien encontré sentado en su habitación, leyendo una revista que escondió rápidamente cuando entré sin llamar.
—No debes hacer eso —dijo agriamente, sin sonreír siquiera para expresar que se alegraba de verme vivo y con mis dos piernas.
Resultaba fácil adoptar la expresión sombría de Malcolm para asustarle.
—¿Dio agua y comida a Apple mientras estuve enfermo?
—Claro que no —dijo seriamente—. Fue tu abuela quien le alimentó y cuidó de él. Ya te advertí que nunca hay que confiar en que las mujeres cumplan su palabra. Corinne Foxworth no es mejor que las demás en las tretas que utiliza para convertir a los hombres en esclavos.
—Corinne Foxworth… ¿Se llama así?
—Sí; ya te lo he dicho otras veces. Es hija de Malcolm, quien le puso el nombre de su madre para recordar siempre lo falsas que son las mujeres, para no olvidar que incluso su hija podía traicionarle…, a pesar de lo mucho que la quería, demasiado, en mi opinión.
Empezaban a aburrirme los cuentos sobre las mujeres y sus tretas.
—¿Por qué no se hace fijar los dientes? —pregunté, porque no me gustaba su manera de susurrar y silbar con la dentadura postiza bailando en su boca.
—¡Bravo! Has hablado como lo habría hecho Malcolm. Estás aprendiendo. Haber estado enfermo ha sido tan bueno para tu alma, como lo fue para la suya. Ahora presta atención, Bart. Corinne es tu verdadera abuela y estuvo casada con tu verdadero padre. Malcolm la quería mucho, y ella le traicionó haciendo algo tan espantoso que debe ser castigada por ello.
—¿Debe ser castigada?
—Sí, severamente castigada; pero tú debes evitar que se entere de que tus sentimientos han cambiado. Finge que sigues queriéndola, que sigues admirándola. De esta manera, será más vulnerable.
Vete a saber qué significaba «vulnerable». Otra palabra que tenía que aprender. Me sentía débil, y no era bueno estar débil. John Amos fue a buscar su Biblia y puso mi mano sobre la negra cubierta, agrietada y desgastada.
—Es la Biblia de Malcolm —dijo—. Me la dejó en su testamento…, aunque podría haberme dejado algo más…
Me di cuenta de que John Amos era la única persona del mundo que todavía no me había defraudado. En él podía encontrar al verdadero amigo que yo necesitaba. Era viejo, cierto, pero también yo podía ser viejo si me lo proponía, aunque no podía sacarme los dientes de la boca y ponerlos en una taza de color marfil.
Miré fijamente la Biblia, deseando apartar la mano, pero temeroso de lo que pudiese ocurrirme si lo hacía.
—Juro sobre esta Biblia que harás lo que Malcolm habría querido que hiciese su bisnieto: vengarle de aquellos que más daño le causaron.
¿Cómo podía prometerle lo que él quería, si todavía seguía queriendo un poco a mi abuela? Quizá John estaba mintiendo. Tal vez era Jory quien había dado de comer a Apple.
—¿Por qué vacilas, Bart? ¿Eres un alfeñique? ¿No tienes agallas? Observa de nuevo a tu madre, fíjate en cómo utiliza su cuerpo, su cara bonita, sus besos suaves y sus abrazos, para que tu padre haga cuanto ella quiere. Date cuenta de lo tarde que vuelve de su trabajo y en lo cansado que está cuando llega a casa. Pregúntate por qué. ¿Lo hace por él mismo… o por ella, para poder comprarle vestidos nuevos, abrigos de pieles, joyas y una casa grande y hermosa donde vivir? Así abusan las mujeres de los hombres, haciéndoles trabajar mientras ellas se divierten.
Tragué saliva. Mamá trabajaba, era profesora de ballet. Pero eso era más diversión que trabajo, ¿no? ¿Compraba ella algo con su dinero? No podía recordarlo.
—Ahora ve a ver a tu abuela, pórtate como siempre, y pronto descubrirás quién te traicionó. Yo no fui. Preséntate ante ella convencido de que eres Malcolm. Llámale Corinne y observa cómo se reflejan la culpa y la vergüenza en su cara, cómo se pinta el miedo en sus ojos, y entonces sabrás cuál de nosotros es fiel y digno de confianza.
Había jurado vengarme de quienes habían traicionado a Malcolm, pero no me sentía satisfecho de mí mismo cuando me dirigí cojeando al salón favorito de mi abuela. Me quedé parado en el umbral, mirándola fijamente, y mi corazón empezó a latir con fuerza porque deseaba lanzarme en sus brazos y sentarme en su regazo. ¿Era justo que actuase como Malcolm, sin brindarle una oportunidad para explicarse?
—Corinne —dije con voz ronca.
—¡Oh, qué magnífico juego!
Cuando no era más que Bart, no me sentía seguro. En cambio, cuando era Malcolm, me sentía fuerte, justiciero.
—¡Bart! —exclamó entusiasmada, levantándose y abriendo los brazos—. ¡Por fin has venido! Me alegro de verte de nuevo fuerte y sano. —Entonces vaciló—. ¿Quién te ha dicho mi nombre?
—John Amos —respondí, mirándola con expresión ceñuda—. También me dijo que usted había dado comida y agua a Apple mientras yo estuve enfermo. ¿Es verdad?
—Sí, querido; hice cuanto pude por Apple. Te añoraba tanto que me daba lástima. No te habrás enfadado, ¿verdad?
—Usted me lo quitó —dije, llorando, como un chiquillo—. Él era el mejor amigo que tuve jamás, el único que me quería de veras, y me lo robó y ahora la quiere más a usted.
—No es verdad, Bart. Le soy simpática, pero a ti te adora. Ya no sonreía, ni parecía satisfecha. Como había dicho John Amos, sabía como engatusar a la gente. Me diría más mentiras.
—No me hables de esa manera tan ruda —suplicó—. No está bien en un chico de diez años. Has estado mucho tiempo lejos, querido, y te he echado de menos. ¿No puedes mostrarme siquiera un poco de aprecio?
Súbitamente, a pesar de mi promesa, me arrojé a sus brazos y la abracé.
—¡Abuela! ¡De veras que estuve muy malo de la rodilla! Sudaba tanto que mojaba toda la cama. Me envolvieron en una manta fría y papá y mamá me dieron friegas con hielo. Había un médico malo que quería cortarme la pierna, pero papá no se lo permitió. Aquel médico dijo que se alegraba de que yo no fuese hijo suyo. —Hice una pausa para recobrar aliento. Me olvidé de Malcolm—. Abuela, descubrí que papá me quiere a pesar de todo; si no, se habría alegrado de que aquel médico me cortase la pierna.
Pareció impresionada.
—Bart, ¡por el amor de Dios! ¿Cómo pudiste dudarlo? Claro que te quiere. Es lógico que te ame. Christopher fue siempre tan amable, tan cariñoso…
¿Cómo sabía que papá se llamaba Christopher? Entorné los párpados. Ella se había llevado las manos a la boca, como si se le hubiese escapado algún secreto. Después, empezó a llorar.
Lágrimas, uno de los trucos de que se servían las mujeres para engatusar a los hombres. Puse una mano sobre la pechera de la camisa y sentí la dura cubierta del libro de Malcolm sobre la piel de mi pecho. Aquel libro transmitía la fuerza de sus páginas a mi sangre. ¿Qué importaba que tuviese un cuerpo de niño, débil e imperfecto? ¿Qué importaba eso, si ella no tardaría en saber quién era su amo?
Tenía que regresar a casa antes de que advirtiesen mi ausencia.
—Buenas noches, Corinne.
La dejé llorando, y me pregunté de nuevo cómo sabía el nombre de papá.
En mi jardín, comprobé una vez más el hoyo donde había plantado el melocotonero. Todavía no había echado raíces ni brotes. No tenía suerte con las flores, con las plantas, con nada. Sólo sabía representar al poderoso Malcolm. Lo hacía mejor cada día. Sonriente y satisfecho, me metí en la cama.