Libertarias y anarcofeminismo

Mary Nash

Universidad de Barcelona

LA HISTORIOGRAFÍA HA PUESTO ha puesto de relieve la heterogeneidad de las tendencias políticas libertarias como característica decisiva del anarquismo español, que aglutinaba distintos grupos de afinidad, planteamientos estratégicos plurales y una diversidad organizativa y de corrientes de pensamiento. Aunque no haya sido central en los relatos historiográficos, este artículo plantea la necesidad de entender el anarcofeminismo como componente decisivo del movimiento libertario español y que debe tenerse en cuenta en las metas narrativas del obrerismo del siglo XX, tanto desde la perspectiva de pensamiento como desde la capacidad de generar acción colectiva, con independencia de que nunca fuera reconocido a nivel organizativo por el propio movimiento libertario.

Destacar la importancia del anarcofeminismo no significa adjudicar una postura feminista en clave anarquista a las libertarias en su conjunto. De igual modo que existía una heterogeneidad de tendencias libertarias, también cabe señalar la misma disparidad de planteamientos en torno al anarcofeminismo y al proceso emancipatorio femenino. Las diversas posturas de las propias libertarias en cuanto a la defensa del anarcofeminismo o a su rechazo, la fisura entre declaraciones y prácticas igualitarias de género y los múltiples posicionamientos en torno a la emancipación femenina obligan a enfocar el anarcofeminismo y los procesos emancipatorios femeninos tanto desde la pluralidad conceptual y de prácticas como desde el enfoque de su propia negación. La dimensión de género se inscribió en las diversas formas de entender la utopía y la práctica anarquista, en encrucijadas que comportaron posturas contestadas, estrategias diferenciadas y desavenencias entre teoría y práctica emancipatoria libertaria. Este estudio intenta identificar las características y pautas de las diferentes fases del anarcofeminismo y del papel social de las libertarias, a partir de sus múltiples estrategias de conquista de la libertad femenina desde los términos que ellas mismas formulaban. Por tanto, se centra en los fundamentos que justificaban sus propuestas para descifrar la variedad de lógicas a las cuales se subscribían las libertarias en distintos contextos históricos. Este artículo parte de la existencia de relaciones de poder de género en el seno del anarquismo, que condujeron a la protesta y a la resistencia de algunos núcleos de libertarias. La actitud contestataria plantea la cuestión de la actuación de las libertarias como sujetos de trasformación de la cultura política anarquista y del significado de su protagonismo en la producción de señas de identidad libertaria de signo anarcofeminista. Me ha interesado seguir el desarrollo de la voz propia de resistencia de las libertarias en su intento de formular una narrativa de la libertad anarquista y valorar el impacto y el significado de su discurso alternativo en la creación de un discurso de signo anarcofeminista.

DOMESTICIDAD Y CULTURA PATRIARCAL EN LA TRADICIÓN ANARQUISTA

En las últimas décadas del siglo XIX el anarquismo constituía el segmento del movimiento obrero español que había demostrado mayor sensibilidad ante la igualdad de género. Esta comprensión en torno a la necesaria emancipación femenina era compatible, sin embargo, con el fuerte arraigo de una cultura patriarcal. El lenguaje de la igualdad y de la libertad del individuo figuraba en muchos escritos anarquistas. En este marco, estaba implícita la idea de la igualdad de género y del rechazo al trato discriminatorio hacia las mujeres. Sin embargo, este discurso emancipatorio no lograba despegarse de la lógica de género operante y del predominio de una cultura patriarcal. En efecto, el apego a estereotipos de género fue una gran dificultad para lograr el debido reconocimiento de la igualdad de las mujeres en el discurso y en la práctica libertaria. En el siglo XIX, al compás de las ideas misóginas de Proudhon, se extendía en los ámbitos anarquistas el ideario doméstico de mujer que la limitaba a ser «gestatriz» o nodriza. Inscrito en una visión esencialista que naturalizaba el cometido social femenino en sus funciones reproductivas y maternales, este discurso personificaba las mujeres como seres domésticos. Si bien no siempre se puede remitir al pensamiento misógino de Proudhon, sí es cierto que existía un fuerte arraigo al tradicional discurso patriarcal de la domesticidad femenina en muchos ámbitos libertarios. Para empezar, la inferior figura doméstica de «ángel del hogar» encarnaba la identidad femenina predestinada por la naturaleza y la biología a la maternidad y a la exclusiva dedicación a la familia y al hogar. En contraste con esta figura subalterna, el trabajador encarnaba el arquetipo masculino de individuo superior y único sostén económico de la familia, en un discurso patriarcal que vertebraba la identidad masculina a partir del trabajo asalariado como patrimonio suyo. En el I Congreso Internacionalista de Barcelona en 1870, la intervención de A. Bastelica rechazaba al trabajo asalariado femenino con estos argumentos de domesticidad forzosa: «Así, opino que la mujer no ha nacido para trabajar, que tiene una misión moral e higiénica que cumplir en la familia, educando a la niñez, amenizando a la familia con sus prendas y su amor». También aportó otro argumento que se hizo frecuente en la cultura obrera en décadas posteriores: la mujer que aspiraba a entrar en el mercado de trabajo representaba una competencia desleal que provocaba la miseria y la degradación obrera. El recelo obrero hacia el trabajo asalariado femenino se puso de manifiesto en un artículo publicado en La Democracia en octubre de 1884 que reivindicaba, en nombre de los obreros, la dedicación exclusiva de «la más débil mitad del género humano, el ángel del hogar» a los trabajos «propios de su sexo». Unos años mas tarde, en enero de 1887, la revista Acracia proclamaba que era en provecho de los propios intereses económicos del obrero sacar a las obreras de las fábricas: «Además, es un hecho probado que en los trabajos en que la mujer puede hacerle la competencia, el hombre gana un jornal más reducido que en aquellos otros en que esta competencia no es posible; de modo que el obrero, aunque sólo fuera por egoísmo; debería tratar de sacar a la mujer del taller o de la fábrica, para que pudiera dedicarse única y exclusivamente a los quehaceres domésticos…».

En las primeras décadas del siglo XX este ideario doméstico afloró en prácticas sindicales que rechazaban la presencia de las obreras en las fábricas y en los talleres y les negaba un perfil laboral. Muchos trabajadores anarquistas tenían como máxima aspiración recluir a las mujeres en el hogar, con el afán de preservar el monopolio masculino del mercado laboral y sus privilegios salariales. Así, por ejemplo, con motivo del rechazo de numerosas obreras a la Ley del 11 de julio de 1912, que limitaba el trabajo nocturno femenino, un mitin comarcal de la CNT en Cataluña se amparó en este acostumbrado ideario doméstico para defender la supresión del trabajo nocturno femenino: «Con la implantación de dicha ley centenares de hombres hallarían colocación cosa que hoy carecen de ella y por lo tanto dejarían de ser hombres-mujeres dedicados a los quehaceres domésticos propios de la mujer, con ello ganarían el pan para la familia mientras la mujer podría estar en casa y cumplir de verdad los sagrados deberes de esposa y madre, cosa que no ocurre hoy así, con la actual distribución de trabajo fabril». Los anarcosindicalistas consideraban esta ley como un excelente pretexto para reforzar la sagrada domesticidad femenina y, de este modo, preservar sus privilegios laborales. Además, al expulsar a las obreras del trabajo nocturno, pensaban que se salvaban de la amenaza a su masculinidad que provocaba su competencia, ya que les había transformado en «hombres-mujeres» de dudosos atributos masculinos. Resolvían así el hecho anómalo del trabajo asalariado que desviaba a las mujeres de sus «sagrados deberes de esposa y madre» y reafirmaban su identidad masculina y sus prerrogativas como trabajadores.

Junto a estas prácticas discriminatorias coexistían otras proclamaciones anarquistas que se inscribían en una tradición bakuninista más igualitaria, al apostar por la igualdad y la emancipación de las mujeres. En el Congreso de Zaragoza de 1872, el dictamen «De la mujer» acordó la célebre manifestación de principios igualitarios que concebían la incorporación femenina al mercado laboral como herramienta clave para su emancipación: «La mujer es un ser libre e inteligente, y como tal, responsable de sus actos, lo mismo que el hombre; pues, si esto es así, lo necesario es ponerla en condiciones de libertad para que se desenvuelva según sus facultades. Ahora bien, si relegamos a la mujer exclusivamente, como hasta aquí, a la dependencia del hombre, y, por lo tanto, quitarle su libertad: ¿Qué medio hay para poner a la mujer en condiciones de libertad? No hay otro más que el trabajo».

Siguiendo esta tradición, en 1910 el Congreso de la CNT amparó el derecho de las mujeres al trabajo asalariado y su independencia económica como vía para conseguir su autonomía: «Nosotros consideramos que lo que ha de constituir precisamente la redención moral de la mujer —hoy supeditada a la tutela del marido— es el trabajo que ha de elevar su condición de mujer al nivel del hombre, único modo de afirmar su independencia». Estas afirmaciones a favor de la emancipación lograron un exiguo impacto social. De hecho, la historiografía de género ha coincidido en señalar que durante las primeras décadas del siglo XX los discursos normativos igualitarios de la izquierda apenas modificaron las prácticas discriminatorias de género. El anarcosindicalismo no fue una excepción en este sentido, al mostrar un escaso compromiso hacia la implantación de prácticas laborales, sindicales y políticas igualitarias. En el contexto de la pervivencia de una cultura política patriarcal y de prácticas cotidianas discriminatorias, la conducta hostil o paternalista del movimiento libertario y su rechazo o indiferencia hacia sus demandas impulsaron la resistencia de las libertarias con la creación de espacios de disconformidad y de asociaciones contestatarias respecto al rol subsidiario y al trato discriminatorio hacia ellas.

VOCES DE LIBERTARIAS CONTRA LA CULTURA PATRIARCAL: EL DESPERTAR FEMINISTA

A pesar de una cierta disposición igualitaria en el entorno anarquista, funcionaban complejos mecanismos culturales que reforzaban una mentalidad patriarcal de subordinación femenina. Lo significativo, a mi modo de ver, es que desde esta asignación de sujeto subalterno, las libertarias lograron expresar voces críticas contra el discurso de género tradicional para aportar otro significado al ideario anarquista de emancipación y libertad humana. Entre ellas, algunos individuos y colectivos relacionaron su experiencia vivida de opresión desde la perspectiva de una doble represión —social y de género—, aunque sus voces plurales de resistencia no siempre coincidían en la formulación del anarcofeminismo como vía de emancipación femenina.

Los antecedentes del protagonismo social y del despertar en torno a su emancipación se vislumbraban a finales del siglo XIX, con la presencia de mujeres en diferentes ámbitos libertarios. La historiografía no permite aún precisar con gran exactitud su aportación a los procesos de transformación social anarquista y sigue incompleta la confección de la genealogía de las libertarias de esta época. Algunos estudios recientes han sacado a la luz la actuación de activistas y sindicalistas como Guillermina Rojas en Madrid o Isabel Vila en Llagostera (Girona). Pero falta estudiar con mayor detenimiento a las afiliadas nombradas en la documentación de la AIT. El debate en torno a la condición de la mujer prevaleció tal como queda de manifiesto en la celebración del Primer y Segundo Certamen Socialista en los años 1885 y 1889 en Reus. Entonces se destacó la ignorancia femenina como un obstáculo para el avance social. De este modo, la educación femenina se convirtió en bandera de actuación anarquista para neutralizar su influencia negativa en la lucha social: «… eduquemos a la mujer, emancipémosla de sus preocupaciones y confiémosle la bandera de la revolución social, para que … pueda leerse flotando por todos los ámbitos del Universo el santo lema de Anarquía, Federación y Colectivismo, símbolo de la redención del mundo». El propósito de estas consideraciones era claro: avanzar en la anarquía. No se trataba de proporcionar un instrumento directo para lograr la emancipación de las mujeres. Sin embargo, muchas libertarias apostaron más tarde por la educación como medio de empoderamiento de las mujeres, de igual modo que reformadoras sociales de la época como Concepción Arenal, Emilia Pardo Bazán o las librepensadoras del entorno de la Institución Libre de Enseñanza.

Tener la autoridad social y el liderazgo capaces de modificar la cultura política anarquista en un sentido más igualitario requería disponer de plataformas de expresión y de actuación. Desde la perspectiva del surgimiento de una expresión de voz propia, es decisivo profundizar en el conocimiento de la genealogía de las libertarias que pronunciaron su disconformidad ante las prácticas desiguales desde su adhesión a la causa anarquista. A principios del siglo XX las libertarias desplegaron diversas formas de resistencia y de combatividad, a partir de su propia definición de los intereses de las obreras y de sus expectativas en el marco del movimiento libertario. Lejos de ser un proceso lineal, esta vía contestataria fue incluso rebatida por otras libertarias. De carácter más bien individualista, aunque con esporádicas iniciativas colectivas para dar una respuesta asociativa al problema de las mujeres, esta dinámica no culminaría hasta 1936 con la creación de una estructura organizativa formal: la fundación de Mujeres Libres, cuyo objetivo era luchar por los intereses específicos de las mujeres desde un discurso y unas prácticas anarcofeministas.

A lo largo de estas décadas las libertarias adoptaron posturas y prácticas que discutían o negociaban su situación subalterna a partir de propuestas alternativas más igualitarias o de búsqueda de una mayor autonomía y libertad. Teresa Claramunt (1862-1931) fue una de las pioneras libertarias en desarrollar un pensamiento y unas prácticas antipatriarcales y feministas. Mujer adelantada a su época, esta tejedora originaria de Sabadell tenía un dilatado recorrido como activista social, que combinaba con una trayectoria de lucha en defensa de los intereses de las mujeres y de su libertad. Propagandista, oradora, publicista y luchadora social convencida de la utopía anarquista, que describía como experiencia vital, protagonizó numerosos actos de propaganda y se convirtió en una de las activistas libertarias de mayor renombre en el obrerismo de principios del siglo XX. Destacaba su capacidad de reflexión crítica y reivindicativa de la igualdad de las obreras, un aspecto apenas vislumbrado desde una visión obrerista en voz femenina. Otra faceta que la distinguía era la de activista social y militante obrera. Su celosa y a veces radical defensa de los intereses sindicales y sociales obreros provocó represalias, castigos, encarcelamientos y destierros. Su presencia y oratoria en los mítines hacían de ella una figura pública conflictiva. Aunque se convirtió en personaje de referencia en los ámbitos anarquistas de finales del siglo XIX, su posicionamiento político e ideológico no siempre encontró una inserción cómoda en el seno del movimiento libertario. A partir del fracaso de la huelga general de febrero de 1902 y del retroceso del societarismo obrerista, Claramunt se centró más en sus actividades publicistas, en especial en el entorno de El Productor, La Tramontana, Los Desheredados y La Anarquía.

Teresa Claramunt: retrato familiar

junto a Leopoldo Bonafulla y sus hijos.

Destaca la capacidad de esta activista libertaria de aunar teoría crítica y acción colectiva en su formulación de un feminismo obrerista de signo anarquista que intentaba compaginar el individualismo y el societarismo. Fue pionera en auspiciar el asociacionismo de las obreras. En 1884 contribuyó a impulsar la Sección Varia de Trabajadoras anarco-colectivistas de Sabadell. Mientras que otra libertaria, Federación López Montenegro, propugnaba la domesticidad subalterna de inspiración proudhoniana —«la misión de la muger (sic) es criar y educar hijos valientes, honrados y libres, ayudando al hombre en todas las faenas de consumo y no en la producción, que, por músculos, inteligencia … corresponde al hombre»—, Claramunt pretendía crear una organización como espacio de enseñanza, encuentro y formación de las mujeres. También le motivaba desplegar una conciencia social entre las obreras con el objetivo de reducir su pasividad social.

En 1891, en torno a la celebración del Primero de Mayo, se propuso la creación de una asociación que representaría a las obreras de todos los ramos y oficios con el propósito de defender sus intereses laborales. En la asamblea del 26 de abril de 1891, los 47 grupos de obreras representados airearon sus agravios y Teresa Claramunt les instó a trabajar juntas para conseguir sus demandas. La asamblea secundó la necesidad de la unión de las obreras para oponerse a la explotación en el trabajo, pero la Agrupación de Trabajadoras no llegó a desplegarse. Poco después, Claramunt apoyó a la Sociedad Autónoma de Mujeres, una iniciativa de amplio espectro ideológico junto a la masona Ángeles López de Ayala y la espiritista Amalia Domino Soler. La apertura de mirada de esta libertaria le llevó a asociarse a estas feministas heterodoxas librepensadoras, ya que les unía el objetivo de crear un feminismo anticlerical defensor de la emancipación de la mujer mediante la regeneración social en una sociedad laica, libre de influencias de la Iglesia católica. Según Claramunt y otras pensadoras de izquierda, la Iglesia jugaba un rol muy negativo al reforzar la sumisión y la desafección revolucionaria de las mujeres. Al mantenerlas en el servilismo y la ignorancia, estas feministas laicas pioneras consideraban que el camino de liberación de las mujeres pasaba por su desvinculación con el catolicismo oscurantista que las llevaba a vilipendiar a la propia Claramunt como obra del diablo: «… nos odian a nosotras porque el confesor les dice que el demonio nos tienta, que estamos condenadas … pobres víctimas del fanatismo, tan creídas están que es verdad, que cuando nos ven hacen la señal de la cruz como si fuésemos el mismo Satanás».

En 1905 Teresa Claramunt publicó La mujer. Consideraciones sobre su estado ante las prerrogativas del hombre, uno de los primeros tratados sobre la condición social de la mujer en España escrito por una obrera. Compendio de su pensamiento feminista, aunque no emplease el término, rechazaba la opresión femenina causada por el arraigado sentido de superioridad masculina: «La principal causa del atraso de la mujer está en el absurdo principio de la superioridad que el hombre se atribuye. Sobre esta base falsa constituyóse (sic) la sociedad actual, y por lo tanto, los resultados forzosamente tenían que ser contrarios a todo bien común». De discurso innovador, apuntaba al predominio masculino y a la usurpación de la autonomía femenina como mecanismos decisivos que operan en la opresión femenina. Partía de la denuncia del trato de las mujeres como seres subalternos, cuya potestad había sido enajenada por los varones: «La mujer es y ha sido para el hombre, un ser incapacitado para todo, y, salvo muy honrosas excepciones, nadie, durante tantos siglos, la ha defendido de esa usurpación de facultades. Se la ha considerado como el eterno niño». En un mundo de referencias ácratas de opresión obrera, Claramunt introdujo la analogía de la esclavitud en su visión de la cultura patriarcal reinante. De manera contundente, denunció que la mujer era la esclava del obrero esclavo y dependiente del hombre que le despojaba de su individualidad, incluso de su propio nombre: «Tú, hija, o esposa, has de ostentar mi nombre, igual que lo ostenta el perro en el collar o el caballo en la manta que les cubre el lomo; así, como estos animales, si pudiesen hablar dirían: “Yo soy de fulano”, así también debes decir tú “Yo soy fulana de fulano”; y tus hijos llevarán mi nombre, me pertenecerán. Eres mía en el sufrimiento; eres mi esclava». Como ha señalado Laura Vicente, Claramunt empezó una nueva etapa más autónoma en su vida en 1891 cuando abandonó el uso del apellido de su marido Antonio Gurri.

Rechazar la sujeción femenina no sólo significaba asumir un compromiso social según esta feminista anarquista, sino alcanzar la propia emancipación de las obreras, sólo factible mediante una lucha específicamente femenina. Claramunt era una ferviente defensora de la autonomía femenina. De hecho, al rechazar los patrones patriarcales, esta pionera feminista anticipó a principios del siglo XX algunos de los postulados del anarcofeminismo posterior de Mujeres Libres en la estrategia que combinaba el camino propio de emancipación femenina con la lucha social. Por último, hay que destacar que Claramunt se anticipó a definiciones posteriores del feminismo de la segunda ola durante la Transición democrática, cuando asentó el principio de que lo personal era político, al validar el valor de la experiencia vivida de las mujeres como fuente de conocimiento y de emancipación. En esta línea, a diferencia de los discursos de los líderes anarquistas dirigidos a las mujeres, ella se identificaba con las obreras. A partir de un proceso de identificación empática como esposa, madre y trabajadora, Claramunt creaba nexos que alentaban la creación de una identidad colectiva como mujeres y validaba su experiencia vivida. Así en El Productor, el 7 de octubre de 1887, se identificaba con las mujeres, con quienes conectaba directamente: «Compañeras, hermanas de infortunio, a vosotras me dirijo, pues como mujer, como madre y como esposa, siento las necesidades que vosotras sentís, sufro por las mismas causas que vosotras sufrís, y amo como vosotras amáis». Este lenguaje de identificación personal eliminaba las fronteras y las diferencias y unía a todas las obreras a través de la experiencia vivida como mujeres. En este sentido, no empleaba el discurso normativo anarquista, sino que empleaba un lenguaje común de género asentado en la dignificación de la mujer y su consideración como sujeto social. Claramunt desplazaba la figura trabajadora obrera protagonista de la lucha social imbricada en el discurso libertario, al proponer la categoría de sujeto para el colectivo de mujeres como protagonistas de su historia. Esta lógica de reconocimiento de la capacidad de las mujeres como sujetos sociales, la llevó a definir los intereses y la agenda de las mujeres desde sus propios términos y necesidades, punto decisivo en la construcción de una agenda de actuación feminista, aunque el solapamiento con la lucha social seguía teniendo un gran peso en la agenda de acción feminista. Durante sus largos años como militante y publicista logró asentar un liderazgo femenino excepcional en el obrerismo. Ejerció una cierta autoridad social y, si bien no logró modificar la cultura política anarquista en un sentido más igualitario de género, introdujo el debate político feminista y sembró la semilla de una concienciación y una práctica feminista entre las libertarias.

Soledad Gustavo.

Teresa Mañé (seudónimo, Soledad Gustavo) fue otra figura destacada del movimiento libertario, que alcanzó un cierto relieve en los medios anarquistas como escritora, publicista y editora. Maestra racionalista, regentó una escuela de libre pensamiento en Vilanova i la Geltrú. Fue una gestora eficaz que administraba la economía y la producción de La Revista Blanca y de su editorial. Como editora y publicista desempeñó una ocupación profesional excepcional en el mundo laboral femenino de su época. En 1889 ganó el premio del Certamen Socialista de Barcelona por su trabajo «El amor libre», un alegato a favor de la libertad y de la igualdad indiscutible en las relaciones de género: «En una sociedad está igualada la relación de cualidades y de sexos; la fuerza no se impone a la libertad, pues ni el hombre es más fuerte con relación a la mujer, ni la mujer más débil con relación al hombre. La Naturaleza, libre y razonadora como el sistema que la rige, con naturalidad y razón, da igualdad de armas a los dos sexos y a los dos les enseña de sus derechos y de sus deberes» (Iturbe, 45-46). En su obra A las proletarias. Propaganda emancipadora entre las mujeres, el lenguaje de derechos, de la razón y de la igualdad marcaba la argumentación de esta maestra laica, que asumía la defensa de los derechos de las mujeres y de su igualdad en sus escritos, a la vez que denunciaba el comportamiento machista de los hombres: «Están tan avezados los hombres a mirarnos como esclavas que no pueden acostumbrarse a la idea de que algún día podamos ser consideradas como sus iguales y en todas las relaciones de la vida estar a su mismo nivel…». Sin embargo, quedó eclipsada bajo el potente impacto de su esposo Juan Montseny (Federico Urales) y de su hija, Federica Montseny. Resulta significativo que, tanto en el imaginario colectivo libertario como en la historiografía posterior, fue reconocida más por su seudónimo literario de Soledad Gustavo. Este ejercicio de transferencia de reconocimiento hacia su figura pública de publicista y editora es un indicio del valor de la toma de la palabra en voz de mujer, todo un logro en un tiempo de silencio para las mujeres, la mayoría confinada al mundo doméstico. Otras libertarias desarrollaron un papel significativo en el mundo editorial y de la prensa anarquista. Carme Paredes se encargó de un trabajo decisivo en el mundo de las publicaciones anarquistas catalanas, concretamente en el desarrollo de la imprenta Gutenberg y de su obra editorial, como también de la editorial Acracia en Tarragona entre 1919 y 1924.

EMANCIPACIÓN Y FEMINISMO: RESPUESTAS EMANCIPATORIAS

El anarcofeminismo surgió como respuesta a la cultura patriarcal en el seno del movimiento anarquista. A lo largo de las décadas y enlazando con el propio desarrollo del movimiento libertario alcanzó manifestaciones y modalidades plurales, la mayoría ajenas al propio término feminista. De igual modo que las pioneras Teresa Claramunt o Soledad Gustavo, las libertarias de las décadas posteriores no se identificaron con el término feminista ni se autodefinieron como anarcofeministas, categoría que surgiría en los debates historiográficos posteriores y desde la militancia feminista a partir de la Transición democrática. Su rechazo al concepto de feminismo y a los procesos emancipatorios asociados a él surgía de su inequívoca asociación con el feminismo político sufragista y burgués. Al entenderlo desde esta única categoría, las libertarias no se plantearon apropiarse del feminismo para dotarle de otro significado en clave anarquista, tal como habían hecho el feminismo catalán y el socialista, que comportó en el libro Feminismo Socialista de María Cambrils una resignificación laica de un feminismo defensor de las libertades, los derechos individuales y la emancipación civil frente al predominio del feminismo católico.

El discurso normativo anarquista consideraba el feminismo como una anomalía en las filas libertarias, al rechazar la idea de la existencia de una problemática específica de opresión femenina. En 1913, el Almanaque Tierra y Libertad afirmaba que ni siquiera hacía falta plantear la cuestión de la mujer en el seno del sindicalismo, ya que no existía una desigualdad de derechos entre hombres y mujeres. En 1922, Galo Diez fue una voz excepcional al abrir el debate sobre el feminismo con su obra La mujer en la lucha social. Su reflexión seguía la línea de la pionera feminista Teresa Claramunt, al señalar que las mujeres padecían una doble esclavitud, como mujeres y como obreras, y que debían protagonizar su propia emancipación: «No os olvidéis que, así como hay un axioma social… que dice: “la obra de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos”, vosotras tenéis que daros cuenta de que, la obra de la emancipación de la mujer, si se quiere que sea efectiva, ha de ser obra de ella misma». A diferencia de la ortodoxia anarquista, reconocía una opresión específica a la mujer y la validez de una lucha propia. Su visión transgresora proponía la creación de «grupos de afinidad», formados exclusivamente por libertarias, con el doble propósito de desarrollar «una labor educadora que acabe con los prejuicios tradicionales» para despertar en las mujeres «el espíritu de rebeldía contra lo injusto» y de crear «secciones de defensa contra la tiranía de una inmensa mayoría de maridos, entre ellos especialmente, la de aquellos que, presumiendo de avanzados y figurando en colectividades revolucionarias y emancipadoras, mientras ellos piden a gritos emancipación de clase, imponen en su hogar la tiranía del sexo».

Galo Diez adelantaba muchos elementos de un anarcofeminismo asentado en la compaginación de una lucha social y feminista de igualdad y libertad que se retomaría en 1935. Sin embargo, no logró reunir apoyos en los medios libertarios de entreguerras, cuando triunfó la postura individualista contraria al feminismo, divulgada en los influyentes escritos de Federica Montseny.

Fue importante la resonancia de las polémicas juveniles de Montseny sobre el feminismo y la emancipación femenina publicadas en La Revista Blanca durante la Dictadura de Primo de Rivera porque la convirtió en un punto de referencia sobre la cuestión de la mujer, lo que le mereció labrar una buena reputación como publicista. Aunque nunca abandonó del todo el interés por el tema, su dedicación pasó a un segundo término durante la Segunda República, cuando priorizó la lucha sindical e insurreccional y se situó en la política anarquista para convertirse en líder anarquista. Dejó atrás los escenarios del debate feminista por el mundo político y sindical, labrando una trayectoria política anarquista revolucionaria, que finalmente no fue incompatible con su conversión en la primera mujer ministra en España en noviembre de 1936. Montseny escribió su serie de artículos en La Revista Blanca entre 1923 y 1929, es decir, cuando tenía entre dieciocho y veinticuatro años, lo que plantea el debate en torno a los escritos sobre la mujer y el género como plataforma de iniciación publicista y política. Años después, la dirigente, exiliada en Toulouse, recuperó esta serie de escritos que editó de nuevo bajo el título El problema de los sexos, todo un indicio de la relevancia que concedió de nuevo al tema ya en su madurez y su largo exilio. Además, con la Transición democrática, frente a su rechazo inicial, recuperó rápidamente su interés en el feminismo y los derechos de las mujeres en sus primeros mítines en Barcelona, con un claro sentido político de su relevancia en la transformada sociedad de la Transición.

Montseny en el aniversario de la muerte de Durruti, 1938.

Montseny partía de un juicio feroz a la mujer española. «Bestia de placer o máquina incubadora de hijos». En palabras de la joven anarquista, eran ignorantes, «criadas para el hogar, siervas del cura, sacerdotisas del dios “qué dirán” y de la diosa “costumbre”» (La Revista Blanca, 1 de febrero de 1927). Su falta de criterio y de libre albedrío y su rechazo a la renovación social le llevó a negarles la capacidad de ser sujetos de su proceso emancipatorio. Al contrario, les atribuyó la condición de esclavas que reproducían las mismas condiciones de opresión femenina entre las personas de su entorno familiar: «Y, como es natural, esclava, ha esclavizado; embrutecedora, ha embrutecido; debilitada por leyes y morales, sólo ha pensado en debilitar a su tirano, que mientras con una mano la encadenaba, con la otra cedía a todos sus caprichos y habilidades de gata mimosa» (La Revista Blanca, 1 de febrero de 1927). El discurso de Montseny se centraba inicialmente en denuncias contundentes, a la vez que se limitaba a esbozar respuestas individualistas. En 1923 dejaba clara su firme intención de desmarcarse del feminismo, con el artículo «La falta de idealidad en el feminismo» (La Revista Blanca, 1 de diciembre de 1923), cuando apuntó a la falta de ideales y de ética y la carencia de valor revolucionario en su decálogo de defectos feministas. Al reclamar la igualdad con el hombre, en palabras de Montseny, las feministas se limitaban a una igualdad «en el dominio y en los privilegios» y se inhibían frente a las necesarias reivindicaciones sociales. Sus escritos no reconocían la diversidad de tendencias existentes en el feminismo español del momento. Desde su visión unificadora, evocaba un feminismo encarnado por un sufragismo político conservador que descalificaba como reaccionario, conformista y carente de humanismo y de voluntad de justicia social. Lógicamente, su condición de anarquista, antipolítica y contraria al Estado, la llevó a rechazar todo sufragismo y feminismo de matiz político.

Sin embargo, estos escritos juveniles tan ferozmente antifeministas adquirieron ciertas paradojas al señalar la viabilidad de un feminismo «noble y elevado», que calibraba de «feminismo racional o humanista» (La Revista Blanca, 1 de septiembre de 1925). Este intento de resignificación de la categoría de feminismo la llevó a señalar que abriría «el camino de las reivindicaciones, no de sexo ni de clase, sino de humanidad», al incluir el movimiento femenino en el «movimiento general humano». A pesar de este acercamiento a una tipología feminista más cercana a sus ideales libertarios, la joven anarquista no cumplió el paso concluyente para redefinir el anarcofeminismo. Es cierto que denunció la discriminación sexista entre los militantes anarquistas —«Entre el anarquismo teóricamente emancipador de la mujer y la emancipación real de esta, se eleva una muralla formada de prejuicios, de temores, de egoísmos y de bajezas»— y se quejaba de la «milenaria intromisión masculina» en los asuntos de las mujeres. Pero esta constatación no le llevó a modificar el discurso normativo anarquista, que rechazaba la especificidad de un problema femenino. En cambio, el humanismo compartido entre hombres y mujeres fundamentaba su discurso emancipatorio: «¿Feminismo? ¡Jamás! ¡Humanismo siempre!» («Feminismo y Humanismo», La Revista Blanca, 1 de octubre de 1924). No se trataba, por tanto, de una «cuestión de la mujer», sino de un asunto común: el «problema de los sexos», de la emancipación humana y de la armonía entre hombres y mujeres. Según esta dirigente anarquista, resolver este problema implicaría establecer el Comunismo Libertario, crear una nueva persona humana a través de la «autosuperación» del individuo y afianzar una nueva mujer caracterizada por la dignidad, la autoestima, la libertad y la responsabilidad. Propuso el amor como vía de emancipación y de completa libertad e independencia, que se forjaría con la autosuperación y el ejercicio del «individualizamiento» que consolidaría la individualidad humana. Sus propuestas eran, sin duda, difíciles de entender y de emular por parte de muchas libertarias. Desde la lógica individualista, pero también elitista, de mujer capaz de confrontarse al problema de los sexos desde la voluntad individual, Montseny desdeñaba la necesidad de crear una cultura anarcofeminista. Había negado la condición de sujeto social transformador a las españolas, sin embargo, no les ofreció herramientas colectivas, ni una organización para facilitar el ejercicio de «individualizamiento» o la adquisición del atributo de libre albedrío.

Los escritos de Montseny influyeron en la cultura política anarquista sobre la emancipación femenina durante largo tiempo, refrendaron el discurso normativo y su impacto dificultó el desarrollo de un pensamiento y una práctica de signo anarcofeminista.

La dedicación al tema de la mujer fue más bien marginal en el marco general de la reconocida trayectoria política de Federica Montseny. A partir de 1931, su creciente politización, con su presencia en el Sindicato de Profesiones Liberales de la CNT y su defensa del anarquismo intransigente de la FAI, marcaron su postura política. Figura de creciente autoridad y liderazgo político, su proyección a las plataformas de máxima responsabilidad se consolidó a partir del verano de 1936, cuando se incorporó al Comité Regional de la CNT en Cataluña y al Comité Peninsular de la FAI. Su ascendencia política le convirtió en una de las máximas figuras del anarquismo. En noviembre de 1936 pasó a ser ministra del gobierno socialista de Largo Caballero. De forma paradójica, con este hito histórico al devenir la primera mujer ministra en un gobierno de Estado, rompió con uno de los postulados ácratas más consagrados de apoliticismo y de crítica del Estado. Su autobiografía dejó claro lo difícil que era para ella vencer las dudas al asumir la audacia histórica de aceptar un cargo ministerial en cuanto que militante anarquista. Poco después de haber dejado su cargo de ministra de Sanidad y de Asistencia Social, en una conferencia pronunciada en junio de 1937, Montseny justificó esta opción como decisión política para aglutinar todas las fuerzas antifascistas en el gobierno para vencer al fascismo, aunque esto podía representar el aplazamiento de sus ideales anarquistas. Sin duda, la influencia de Montseny en el desarrollo de la cultura y de la acción política y social anarquista fue decisiva. También se trata de una libertaria influyente que alcanzó un liderazgo notorio, pero su contribución a resignificar los horizontes de la cultura anarquista desde la lógica feminista fue subsidiaria en su propia trayectoria de vida y marginal en el desarrollo de una corriente de pensamiento y de movilización asociativa de las libertarias. Aunque con cierto desplazamiento en su discurso y en especial en su experiencia de vida, Montseny acató la ortodoxia anarquista sobre la cuestión de la mujer. Fue, sin embargo, un punto de referencia subversiva para muchas jóvenes libertarias en su defensa de un arquetipo femenino de mujer fuerte, autónoma e igual. Así, por ejemplo, la joven anarquista Amparo Poch y Gascón, entonces a punto de acabar la carrera de medicina en la Universidad de Zaragoza, remitía a los escritos de Montseny como aval para reclamar la igualdad femenina y rechazar cualquier validez al argumento de que la maternidad limitaba su potencial y derechos. Paradójicamente, pese a su resistencia antifeminista y a su reticencia frente al anarcofeminismo de Mujeres Libres, en el imaginario popular Federica Montseny encarnó la figura de una mujer emancipada y feminista y fue un icono de mujer liberada para muchas libertarias.

LA INTENSIFICACIÓN DE LOS DEBATES FEMINISTAS Y EL SURGIMIENTO DEL ANARCOFEMINISMO DE MUJERES LIBRES

El discurso normativo anarquista sobre el feminismo predominaba en los medios libertarios durante la Segunda República. Pese al impacto de la reforma sexual en el mundo cultural anarquista, no fue protagonizado por mujeres ni tampoco se puede equiparar con una agenda feminista, aunque algunos autores lo vinculaban con una mayor libertad femenina. A partir de octubre de 1935 se abrió una fisura en el discurso ortodoxo con el debate en Solidaridad Obrera entre Mariano Vázquez y Lucía Sánchez Saornil, cofundadora de Mujeres Libres meses después, y con las aportaciones de la redactora Lola Iturbe Arizcuren (seudónimo, Kyralina) desde las columnas de la «Página de la Mujer» que Tierra y Libertad inauguró en diciembre de 1935. En plena democracia, cuando las españolas ya habían alcanzado el voto, el despliegue de críticas al feminismo político había perdido algo de sentido. Entonces, el debate sobre la emancipación de la mujer, con posicionamientos diversos sobre estrategias individualistas o colectivas de las libertarias frente a la opresión femenina, dio pie al desarrollo de un anarcofeminismo colectivo organizado a partir de la primavera de 1936 con la fundación de Mujeres Libres.

Lola Iturbe se había movido en la órbita del grupo de mujeres anarquistas Brisas Libertarias (entrevista 19 de noviembre de 1981). En 1935 denunció el comportamiento machista de militantes anarquistas y añadió otros horizontes al pensamiento feminista. Inspirada en la famosa denuncia «J’accuse» del escritor francés Emile Zola con respecto al asunto Dreyfus, exigía el innegociable protagonismo de las mujeres como sujetos activos de su emancipación y de la denuncia de su opresión. También ponía de manifiesto una patente falta de coherencia entre retórica revolucionaria y prácticas discriminatorias en los hogares libertarios: «Por fortuna, hay una mujer veraz, no implora, y lanza el “Yo acuso” contra este ambiente masculino que rara vez se ha preocupado de la emancipación femenina en otros aspectos que no hayan sido la cuestión sexual… Los compañeros, tan radicales en los cafés, en los sindicatos y hasta en los grupos, suelen dejar en la puerta de su casa el ropaje de amantes de la liberación femenina». Señalar las discrepancias entre prácticas privadas y el discurso revolucionario fue una aportación singular que anticipaba postulados posteriores del feminismo de la década de 1970, cuando las feministas resignificaron lo privado como político. Aunque Iturbe no utilizó el término feminista, su propuesta de una cultura anarquista de liberación femenina abrió la dimensión doméstica como escenario de transformación igualitaria y emancipatoria. Además, le corresponde a Iturbe el paso notable de transferencia de la tradicional categoría de emancipación femenina a la de liberación.

Este debate encontró eco entre un escaso número de militantes, como Mariano Vázquez o A. Morales Guzmán, que constataron la notable marginación femenina en los círculos anarquistas. Mientras Morales Guzmán observaba el rol subalterno que les correspondía —«Cuando vamos a un mitin o una conferencia, nos sobresalta la presencia de una docena de compañeras; cuando nos preguntan … algo relacionado con las ideas nos encogemos de hombros … cuando una mujer expresa su opinión en una tertulia, asamblea o en el hogar, nos decimos con misterio: ¿será una loca?» (Tierra y Libertad, 12 de julio de 1935)—, Vázquez reconocía la situación ventajosa de militantes anarquistas que se oponían a la igualdad femenina para proteger sus privilegios patriarcales (Solidaridad Obrera, 10 de octubre de 1935). Esta lógica de autorreconocimiento de una cultura patriarcal en el seno del anarquismo fue un giro importante, ya que desenmascaraba prácticas sexistas en la cultura anarquista y en la conducta de militantes revolucionarios. Además, Vázquez sustituyó el tradicional discurso que asociaba a las mujeres con la esclavitud para vincular la supeditación de las libertarias con la opresión de clase. De este modo, concedió otra legitimidad a la lucha de las mujeres para conseguir su igualdad: «¿No os extraña que el burgués no quiera ceder su posición, ni tan siquiera igualarse a sus obreros? —No. Lo consideramos justo. Sabemos que es más grato mandar que obedecer. Nadar en la abundancia que pasar privaciones. Entre la mujer y el hombre ocurre lo propio». Concluyó, retomando a Teresa Claramunt, que las mujeres debían adoptar una lucha autónoma dado el conflicto de intereses entre hombres y mujeres. No obstante, ni siquiera la reconocida autoridad de estas voces masculinas discrepantes logró modificar la cultura patriarcal anarquista.

En este marco, fueron la respuesta colectiva y el proceso de identificación como mujeres discriminadas en el marco libertario los que dieron la fuerza para generar el contexto fundacional de un pensamiento y organización colectiva anarcofeminista. La potente voz de Lucía Sánchez Saornil se unió al debate para rechazar la analogía establecida por Vázquez entre la lucha de clases y la lucha feminista, cuando estableció una identidad de intereses entre los sexos. Para esta poeta vanguardista y telefonista que desempeñaría un papel decisivo poco después en la fundación de la organización Mujeres Libres, al igual que para otras libertarias, la marginación de las mujeres dentro del movimiento libertario era un problema masculino, ya que la asignación de la esfera doméstica como espacio de actuación femenina y el mantenimiento de la hegemonía masculina contribuían a disminuir la participación femenina en las organizaciones anarquistas. Sánchez Saornil partió de la existencia de relaciones de dominio de género en el funcionamiento social. Por eso no dudó en rechazar la propuesta de Vázquez de iniciar una página femenina en Solidaridad Obrera, ya que tenía previsto «el proyecto de crear un órgano independiente» para lograr sus objetivos con respecto a las mujeres.

LA APUESTA POR UN ANARCOFEMINISMO COLECTIVO Y ORGANIZADO: MUJERES LIBRES

Alberto Melucci ha argumentado que las dinámicas de muchos movimientos sociales se articulaban a partir del eje de las políticas de identidad, de dinámicas identitarias y de redes sumergidas de actuación. Si bien la propuesta pionera identitaria en clave anarquista y feminista de Teresa Claramunt no había encontrado eco para forjar un asociacionismo para las libertarias, en 1936 esta dinámica identitaria se cumplió con la fundación de la agrupación de mujeres anarquistas, Mujeres Libres, en abril de 1936. Su surgimiento se acercaba más a un grupo de afinidad en sus orígenes, a partir de políticas de identidad de acercamiento feminista y afinidad anarquista, como también de redes entre diferentes mujeres y grupos de libertarias. En Madrid y Barcelona algunas anarquistas intercambiaban a nivel individual o colectivo una sensación inicial de rechazo a su discriminación común en los medios anarquistas. La chispa de la disconformidad personal o colectiva fue el detonante para generar un proceso de concienciación que llevó a la vertebración de Mujeres Libres. Su creación puso de manifiesto una ruptura significativa en la cultura política anarquista al abogar por la liberación femenina y la autonomía asociativa dentro del movimiento anarquista. Con una identidad política anarquista, no acató el discurso normativo de ignorar o supeditar la causa de las mujeres a la revolución anarquista.

«Mujeres Libres».

Mujeres Libres nunca fue un proyecto oficial del movimiento anarquista. El núcleo fundador se unió en torno a la militante de CNT, Lucía Sánchez Saornil, que había alcanzado una cierta proyección mediática a partir de los debates de Solidaridad Obrera, a la periodista y montadora cinematográfica Mercedes Comaposada y a la joven médica Amparo Poch y Gascón, conocida en los medios anarquistas de Zaragoza y que se había trasladado a Madrid en 1934. La iniciativa conjunta reflejó el esfuerzo de libertarias de una pluralidad de intereses y de formación cultural y profesional, que coincidían en asumir una identidad crítica como anarquistas que convenían en la necesidad de abrir un espacio propio de debate, formación y empuje para la emancipación de las mujeres. De perfiles diferentes, Lucía Sánchez Saornil procedía de una familia modesta y había adquirido cierto liderazgo en los conflictos laborales de la Telefónica. Militante cenetista, por entonces había desarrollado su vocación literaria como poeta vanguardista. Mercedes Comaposada procedía de una familia cuyo padre era un zapatero ilustrado y militante de la UGT. Trasladada de Barcelona a Madrid, estudió derecho y en marzo de 1936 explicaba en Tierra y Libertad su malestar por la actitud de rechazo que sentía hacia la presencia femenina en los medios culturales libertarios y hacia el predominio de la idea de la domesticidad de las mujeres que debían quedarse en casa. La doctora Amparo Poch y Gascón provenía de una familia acomodada y conservadora. Su transgresión profesional, al imponer su opción de proseguir estudios de medicina, considerados poco adecuados para una chica, pronto fue acompañada de la crítica social y de su acercamiento a los medios libertarios en Zaragoza. Aunque se trataba de mujeres con diferentes trayectorias vitales y políticas, las tres fundadoras estaban motivadas por la experiencia común de rechazo de las conductas patriarcales en el propio movimiento anarquista. A pesar de que divergían en ciertos momentos sobre su postura política anarquista e incluso en sus planteamientos sobre las vías del feminismo, convergieron en apostar por crear una organización específica para mujeres anarquistas. Esto significó la entrada en escena, no sólo de una plataforma de debate feminista y de opinión femenina sobre la política y la cultura libertarias y posteriormente sobre el desarrollo de la guerra y la lucha antifascistas, sino también el desarrollo de una organización social anarcofeminista con la voluntad expresa de que fuera reconocida como parte integrante del movimiento libertario.

Es bien conocido el proceso de fundación de la agrupación de Mujeres Libres por iniciativa de las mujeres mencionadas en unión con el Grupo Cultural Femenino de Barcelona, de militantes libertarias catalanas, entre ellas Pilar Grangel, Libertad Rodenas y Áurea Cuadrado. Su finalidad era impulsar la agrupación y su ideario anarcofeminista y captar mujeres hacia los ideales anarquistas. El programa inicial de Mujeres Libres era esencialmente cultural y educativo; su revista Mujeres Libres fue un instrumento eficaz para la divulgación de los puntos de vista de la organización y jugó un papel decisivo de pedagogía social y cultural. Su redacción inicial corrió a cargo de Mercedes Comaposada, Amparo Poch y Gascón y Lucía Sánchez Saornil. El objetivo inmediato era proporcionar a las mujeres una educación básica y cierta formación política que les permitiera tomar parte en las actividades anarquistas, rompiendo así el monopolio masculino en las diversas secciones del movimiento libertario español. También se proponía dotarles de una formación profesional que aumentaría sus oportunidades de empleo.

El nuevo período revolucionario iniciado en julio de 1936 con la guerra civil agudizó la conciencia feminista de estas anarquistas, cuando observaron la disparidad existente entre los cambios sociales que se emprendían y la subordinación femenina, que no había cambiado de forma significativa. Incluso algunos militantes señalaron el fracaso de echar abajo las normas de género tradicionales. Un editorial de Tierra y Libertad demostraba la continua subalternidad femenina a pesar de la revolución: «El ejemplo está ahora vivo en todas partes; en la mayoría de los sindicatos de los pueblos ocurre que mientras los compañeros discuten o resuelven un asunto, las mujeres siguen ejerciendo, en el propio sindicato, y con el mismo espíritu servil que lo hacían antes en sus hogares, los trabajos “femeninos” de guisar, lavar, etcétera. Desde que comenzó la lucha hemos recorrido muchos pueblos de la España antifascista, y salvo en algunos sindicatos que han aceptado burguesitas más o menos guapas, más o menos mecanógrafas, sólo hemos visto mujeres humilladas en la misma esclavitud de siempre» (Tierra y Libertad, 26 de diciembre de 1936). Suceso Portales, modista y dirigente de Mujeres Libres, denunció con impaciencia: «Oímos diariamente hablar demasiado de la libertad de los oprimidos y de la noble causa de la “justicia social”. Pero no oímos nunca, salvo contadas ocasiones, que estos libertadores se refieran a la necesidad de declarar íntegramente libres a las mujeres». Como respuesta a esta contradicción, Mujeres Libres llegó a formular la estrategia de una doble lucha de igual valor, una antifascista revolucionaria y anarquista y otra paralela feminista, de emancipación femenina. En la tradición anarquista, Mujeres Libres no se identificó con el término feminista al asociarlo al feminismo burgués. Pese a ello, es indudable que Mujeres Libres reconocía la especificidad de género de la opresión femenina y la necesidad de una lucha autónoma para superarla. Admitía explícitamente la existencia de un sistema patriarcal, el dominio de la llamada civilización masculina, en palabras de Suceso Portales, en la que las mujeres padecían una subordinación debida a su género: «Dos cosas empiezan a desplomarse en el mundo por inicuas: el privilegio de las clases que fundó la civilización del parasitismo, de donde nació el monstruo de la guerra, y el privilegio del sexo macho que convirtió a la mitad del género humano en seres autónomos y a la otra mitad en seres esclavos, creando un tipo de civilización unisexual: la civilización masculina, que es la civilización de la fuerza y que ha producido el fracaso moral a través de los siglos». Partiendo de nuevo de la analogía con la esclavitud, Mujeres Libres apeló a la emancipación femenina en términos de derechos sociales y de igualdad laboral. Con una gran modernidad de planteamiento, asentó, además, la libertad femenina a partir del desarrollo de la independencia psicológica y de la autoestima, sólo factible mediante la lucha individual: «El hombre revolucionario que hoy lucha por su libertad, sólo combate contra el mundo exterior. Contra un mundo que se opone a sus anhelos de libertad, igualdad y justicia social. La mujer revolucionaria, en cambio, ha de luchar en dos terrenos: primero por su libertad exterior, en cuya lucha, tiene al hombre de aliado por los mismos ideales, por idéntica causa; pero, además, la mujer ha de luchar por la propia libertad interior, de la que el hombre ha disfrutado ya desde siglos. Y en esta lucha, la mujer está sola». De este modo, las mujeres se convertían en sujetos de su proceso de liberación, que no sólo se basaba en la independencia económica y en el acceso al trabajo remunerado, sino en el empoderamiento y la afirmación de la personalidad femenina. En pleno conflicto bélico, estas anarquistas traspasaron los horizontes políticos anarquistas para interpretar en clave feminista los cambios sociales emprendidos. Así, el derrumbamiento de las bases de la supremacía masculina —la llamada «civilización masculina»— se incorporaba en su agenda de actuación, aunque el programa antifascista marcó la prioridad de su activismo durante el conflicto bélico.

Mujeres Libres llegó a movilizar en sus filas a más de veinte mil mujeres. Constituida como Federación Nacional en el I Congreso Nacional de Mujeres Libres en Valencia (agosto de 1937), su programa se centraba en la formación cultural y social de las mujeres de cara a su integración en la resistencia antifascista y en el proceso revolucionario, aunque siempre con el trasfondo de movilización paralela de cara a la (en pro de la) emancipación de la mujer. Fue decisiva su dedicación a la educación y capacitación profesional femenina, pensada tanto en términos de contribución a la causa antifascista como medio de emancipación. Las iniciativas que emprendieron ponen de manifiesto su apuesta para la formación femenina con el desarrollo de clases elementales, de cultura general y de capacitación en muchos oficios y profesiones. Las agrupaciones locales hicieron campañas de erradicación del analfabetismo de mujeres adultas y de nuevo la educación se convirtió en herramienta de empoderamiento cultural. La revista Mujeres Libres permitió superar el papel secundario de las tradicionales «páginas de la mujer» en las publicaciones ácratas. Demostró la capacidad de organización editorial y de redacción de este núcleo de libertarias que expresaron una mirada femenina anarquista.

Sin embargo, las circunstancias bélicas, la resistencia del conjunto del movimiento libertario y el corto período de funcionamiento redujeron la incidencia de las propuestas anarcofeministas de Mujeres Libres. Su capacidad de incidir en la cultura anarquista sindical fue reducida a pesar de los cambios en la organización de trabajo con las industrias colectivizadas, muchas de las cuales se encontraban bajo la órbita anarquista. En el caso de la CNT, fue en agosto de 1938 cuando incorporó el trabajo remunerado femenino a su programa oficial, pero no siempre ponía en marcha esta práctica. En este sentido, fue significativa la posición del Pleno Nacional de Regionales de la CNT, que suscribió unos meses más tarde los argumentos tradicionales para impedir que las mujeres ocuparan ciertos puestos de trabajo y, pese a la retórica igualitaria, seguía con la política de favorecer la jerarquía de género. Las iniciativas para la formación profesional reclamadas por parte de Mujeres Libres tuvieron escaso apoyo sindical, mientras en las industrias colectivizadas se eligieron representantes femeninas en contadas ocasiones. Así, entre las 922 industrias colectivizadas en Cataluña en 1937, sólo había un 6,5 por 100 de representantes femeninas. Además, se perpetuó una clara discriminación retributiva a lo largo de la guerra, incluso en empresas colectivizadas, y las libertarias no lograron modificar de manera sustancial la cultura laboral anarquista tradicional.

En las primeras semanas de la guerra, algunas anarquistas adoptaron el rol transgresor de milicianas para luchar en los frentes, pero quedó definido de forma rápida que el área de preferente actuación de las mujeres tenía que ser en la retaguardia. Jóvenes libertarias como Sara Berenguer manifestaron su frustración al no poder acudir a los frentes de guerra y quedar relegadas al trabajo en la retaguardia. Otras tomaron las armas como respuesta inmediata a la agresión fascista al igual que hicieran los hombres, como Concha Pérez Collado, que no pensó que su condición de mujer fuese un problema cuando decidió adherirse a la resistencia armada. Un número reducido de milicianas asumió todas las actividades militares de la lucha armada, pero la mayoría se dedicó a servicios auxiliares de intendencia, asistencia, sanidad, aprovisionamiento, administración, cocina o de lavandería en los frentes. Hay que señalar que ni siquiera en los medios anarquistas las milicianas constituyeron una figura cómoda y pronto su presencia quedó contestada en los frentes de guerra, a pesar del compromiso de luchar con armas contra los militares sublevados. Como Concha Pérez Collado, la mayoría acató la orden de retirada y abandonó los frentes para dedicarse a la lucha antifascista en la retaguardia.

Miliciana. Barcelona, 1936.

Mujeres Libres no llegó a desarrollar de forma sistemática su estrategia de doble lucha feminista y anarquista, ya que su agenda de actuación estuvo claramente marcada por las exigencias bélicas. El grado de conciencia y de vindicación feminista de algunas de sus dirigentes no fue asumido, ni mucho menos, por la inmensa mayoría de sus afiliadas, ni tampoco por todas sus dirigentes, algunas de las cuales mantuvieron posturas más tradicionales con respecto a la mujer. Pero lo significativo fue que desarrollaron postulados más decididamente feministas que llevaron a algunas de sus dirigentes, como Lucía Sánchez Saornil y Suceso Portales, a considerar la guerra como el momento de la doble ruptura, de erradicación del «privilegio de clase» y de la supremacía de la «civilización masculina». Mujeres Libres confirmó a las mujeres como sujeto colectivo de cambio de la civilización masculina y de resistencia a la cultura patriarcal. Muchas libertarias vivieron los difíciles tiempos de la guerra y de la revolución social desde la luz de su empoderamiento y de su conquista de espacios de libertad a pesar de las penurias. Pero Mujeres Libres quedó frenada en muchos de sus propósitos porque, si bien la guerra proporcionaba un sentido de inmediatez que alentaba al rápido crecimiento de una conciencia feminista, las dificultades bélicas impedían el desarrollo inequívoco de una clara plataforma de actuación anarcofeminista. Las exigencias de la guerra acabaron difuminando sus demandas feministas y, en la práctica, les obligaron a ajustar sus actividades a la supervivencia y a la lucha contra el fascismo. Su objetivo a largo plazo de lograr la emancipación femenina quedó comprimido cuando la organización se encontró en medio de una contienda que dio prioridad a la lucha antifascista y a la revolución social. Si bien es significativo el hecho que Mujeres Libres desarrollara una organización anarcofeminista que pretendía formar parte del movimiento libertario, también lo es la oposición que suscitó esta propuesta entre las diferentes formaciones anarquistas que impidió su pleno reconocimiento. Los breves años de desarrollo en plena guerra y la victoria de Franco impidieron el reconocimiento de la solvencia del anarcofeminismo como corriente legítima del movimiento libertario.

Movilización femenina: cosiendo para el frente.

EXILIO, MEMORIA Y LA RESIGNIFICACIÓN DEL ANARCOFEMINISMO

La larga represión franquista puso fin a las actividades de Mujeres Libres. La cárcel y un largo exilio forzoso fueron el destino de numerosas libertarias. En el desolado escenario de las primeras décadas del exilio, la resistencia antifranquista marcó el universo de las exiliadas de Mujeres Libres en Francia y Gran Bretaña. Sin embargo, de igual modo que otras antifascistas de izquierda exiliadas, las libertarias del exilio recobraron una identidad propia. En 1963 resurgió Mujeres Libres por iniciativa de un pequeño núcleo de anarquistas ubicadas en París. Luz Continente, Helena Tamarit, Pepita Estruch, María Portales, María Juan, Antonia Pompean y Natividad Moro se encargaron de su reorganización. Poco después, Suceso Portales, exiliada en Londres, se unió a esta iniciativa y propuso la publicación de un boletín como portavoz de la organización. Desde el exilio, las Mujeres Libres representaban la generación de libertarias que perdieron la guerra y que enfocaban su causa desde la resistencia contra la dictadura de Franco.

El primer número de la Portavoz de la Federación Mujeres Libres de España en Exilio apareció en noviembre de 1964 y se publicó durante doce años. En diciembre de 1976 el número 47 de la Portavoz fue el último publicado, coincidiendo con la fundación de una nueva revista, Mujeres Libres, en Barcelona, impulsada por jóvenes feministas. De formato mucho más modesto que la revista pionera, Suceso Portales, Mary Stevenson, Pepita Estruch, Juanita Nadal, Luz Continente y J. Smythe asumieron la redacción en una edición trilingüe, con artículos también en castellano y francés (Liaño Gil, Pérez Benavent et al. 1999, p. 159). En 1972, al trasladarse Suceso Portales a Montady, en el sur de Francia, la redacción pasó a publicarse en esta localidad a partir del número 30. Entonces figuraban, junto al equipo redactor originario, Pepita Carnicer y Sara Berenguer (Guillén). La publicación en el exilio muestra la tenacidad de esta generación de mujeres libertarias y la continuidad de su identidad colectiva como Mujeres Libres, aunque el tono y contenido del boletín reflejaron las circunstancias del largo exilio. La Portavoz quedó marcada por la derrota y la resistencia antifranquista con una mirada centrada en el anarquismo español y la lucha contra el régimen franquista. Reeditaba numerosos artículos, especialmente aquellos publicados en Mujeres Libres de la guerra. Incluía textos de otras publicaciones anarquistas, con una gran incidencia de temas sociológicos y políticos de contenido anarquista. La nueva revista tuvo, además, un contenido literario, en especial, de poesía. También notificaba de actividades de Mujeres Libres y del movimiento libertario. Publicó reseñas de conferencias, como la de Lola Iturbe en Lyon en 1975. La Portavoz no dedicó un enfoque prioritario a temas directamente relacionados con las mujeres. Tampoco abrió un debate en torno al feminismo, que no constituyó un tema de interés especial para las libertarias exiliadas. Una de las escasas notas localizadas sobre anarcofeminismo se publicó en el penúltimo número (46 de abril-junio de 1976) con un texto en inglés de Penny Wilkamersky con el significativo título «Anarcho? Feminist (sic) Notes». Precisamente señalaba las limitaciones del feminismo y la duda frente a la legitimidad de un anarcofeminismo: «Feminism means more than the “stylish” activity of joining women’s organizations. It means more than being an independent financial organization. How much of a feminist is the woman who denounces male supremacy, only to aid in the exploitation of her sisters? How much of a feminist is the woman who pleads for freedom while accepting a new doctrine explaining which forms of behaviour are acceptable to the newly “liberated females”». Las exiliadas españolas no entraron en el debate sobre el feminismo al centrar su agenda hacia la resistencia antifranquista y el desarrollo del ideario anarquista.

En la primavera de 1976 Mujeres Libres reapareció en Barcelona como portavoz de una nueva asociación feminista libertaria que remitía a los orígenes de la organización Mujeres Libres de la guerra civil. Fue la única organización del nuevo feminismo que remitía en sus orígenes a una organización existente durante la Segunda República. Las promotoras de esta nueva asociación eran de la joven generación de la Transición democrática y, si bien remitían a la guerra, no la habían vivido y sus referencias al mundo de Mujeres Libres partían del conocimiento reciente de su historia por la publicación del libro Mujeres Libres. España 1936-1939. El universo de las Mujeres Libres de la Transición surgía del descontento por el sexismo existente en los ámbitos anarquistas y del interés por la teoría del anarcofeminismo internacional. También se ubicaba en la órbita del feminismo catalán e internacional más centrado en los derechos reproductivos, la igualdad y el empoderamiento. La nueva revista Mujeres Libres apareció en 1976 como portavoz de la asociación libertaria feminista que tenía su sede inicial en el local de CNT de la calle Méndez Núñez en Barcelona. Tras las tensiones con la CNT al reivindicar su autonomía feminista, Mujeres Libres se trasladó a la calle Cardenal Casañas, n.º 5. Su nuevo local denominado Ateneo de la Mujer/Casa de la Dona fue la primera casa para mujeres en Barcelona. Entre marzo de 1978 y junio de 1979 la asociación hacía consultas públicas sobre sexualidad y planificación familiar y tenía una asesoría jurídica. También realizaba talleres de autoconcienciación, psicopedagogía infantil, medicina natural, economía y alfabetización. El contacto intergeneracional caracterizó el primer período, al trabajar juntas Suceso Portales y Sara Berenguer, militantes de Mujeres Libres en el exilio, y las nuevas generaciones de feministas. A pesar de la voluntad de crear una genealogía anarcofeminista, el encuentro generacional provocó tensiones entre las propuestas ancladas en un lenguaje de resistencia de la guerra civil vinculado con el anarcosindicalismo y la nueva visión de un feminismo «antiaautoritario, anticapitalista y autónomo» de liberación de la mujer de las jóvenes afiliadas. La generación de la Transición no tenía dudas sobre su prioritaria identidad feminista, aspecto poco definido entre las libertarias exiliadas.

Pese a la reticencia de las Mujeres Libres de la guerra a plantear la organización en términos de anarcofeminismo, en la reconstrucción de la memoria histórica de muchas militantes de Mujeres Libres, la vacilante identidad anarcofeminista ha dado paso a una identificación del feminismo como central a la organización. El contexto histórico marca la recuperación de la memoria histórica y también las interpretaciones historiográficas. El proceso de rememoración da pie a la resignificación del pasado y a la subjetividad como interpretación cambiante. El cambio de énfasis en los valores y las agendas políticas ha marcado los relatos históricos y la reconstrucción de la memoria. Hasta principios de la década de 1970 el feminismo no constaba en la agenda historiográfica ni en el estudio del obrerismo. Tampoco formaba parte del bagaje político del exilio libertario. En una serie de entrevistas individuales a Sara Berenguer y a Suceso Portales y otras colectivas a mujeres y hombres exiliados en el sur de Francia entre 1971 y 1972, se aseguraba a la joven historiadora que entonces era la autora de este texto, que no había ninguna connotación feminista en los principios ni en la actuación de Mujeres Libres durante la guerra civil. Además, en una reunión de varias personas en casa del historiador libertario José Peirats, la discusión general se refería al hecho de que nunca hubo trato desigual en el movimiento libertario. Se señalaba que el propósito de Mujeres Libres había quedado limitado a promover el ideario anarquista y a captar mujeres para su causa. Sin embargo, frente a esta voz colectiva unísona, se levantó finalmente la voz solitaria de Teresina Torrellas Espina, que indicó que no había existido la igualdad y que en los medios anarquistas se había producido un trato discriminatorio, observación que provocó el rechazo de las personas presentes. En las entrevistas con Sara Berenguer, frente a mi insistencia en el discurso sobre la doble lucha anarquista y feminista de Mujeres Libres, ella subrayaba su carácter anarquista, con escaso interés en la emancipación femenina. En 1988, las memorias de Sara Berenguer tampoco evocaron el calificativo de feminista para caracterizar la organización. En 1981, la postura más feminista de Lola Iturbe también se había suavizado. En una entrevista destacó que la intención de las mujeres en las filas libertarias no era la confrontación, ya que había una coincidencia de intereses entre hombres y mujeres libertarios y, por tanto, debían compartir una lucha común: «Había una cosa más suave, de decir, “vamos a luchar ellos y nosotras” todos para conseguir mejoras en la vida». Por otra parte, a principios de la década de 1970 si bien Sara Berenguer evocaba a Lucía Sánchez Saornil, la cofundadora de Mujeres Libres, como el alma de la organización, dejaba entrever su incomodidad con su figura y un atisbo de un aire reprobador a la insinuación de cierto perfil sexual, nunca explicitado. Más de quince años después de este silencio de comunicación, se dio paso a testimonios incluso audiovisuales de militantes de Mujeres Libres que han insistido en la dimensión central del feminismo en la memoria y en el testimonio histórico de Mujeres Libres, mientras Pepita Carnicer dio testimonio público en un documental audiovisual de que Lucía Sánchez Saornil era lesbiana. Las diferentes maneras de afrontar el pasado pasan por la reconstrucción de la compleja memoria histórica desde énfasis diferentes. A pesar de su reticencia a una definición en términos feministas, la reconstrucción de la historiografía sobre las libertarias ha señalado el anarcofeminismo como aportación decisiva de las libertarias y elemento definitorio de su trayectoria. La duda frente a la validez del perfil feminista ha quedado trasferida a la evocación de su centralidad en la historia de las libertarias.