El terrorismo

Rafael Núñez Florencio

ANARQUISMO Y VIOLENCIA: EL FENÓMENO TERRORISTA EN SU CONTEXTO REVOLUCIONARIO

En una ordenación cronológica del devenir del movimiento anarquista abrir un capítulo con este enunciado puede dar la impresión de que hay una impronta terrorista que caracteriza una determinada etapa, o sugerirlo implícitamente. Ello es así en parte, pero también debe añadirse que sólo hasta cierto punto. No puede negarse que en las décadas finales del siglo XIX y comienzos del XX de un extremo a otro de Europa —y en algunos países americanos— hubo una importante oleada de atentados. La parte más llamativa de ellos fueron los magnicidios que afectaron a Rusia (Alejandro II), Alemania (contra Guillermo I, frustrados al menos en dos ocasiones), el Imperio austríaco (la famosa Sissi), Francia (Carnot), Italia (Humberto I), España (Cánovas) o Estados Unidos (McKinley).

Es verdad que la mayoría de ellos fueron cometidos por anarquistas, pero no se puede desconocer que antes y después de ese período concreto hubo otros grandes atentados, no atribuibles a los anarquistas (el magnicidio, al fin y al cabo, es tan viejo como la humanidad), hasta el punto de que no sólo sería falso vincular mecánicamente a estos con los asesinatos políticos, sino con la violencia en general. Obviamente, el recurso a la violencia fue a menudo una tentación irresistible por circunstancias que luego veremos, pero es preciso afinar un poco. En concreto, la inmensa mayoría del movimiento libertario fue completamente ajena a los crímenes antedichos en el aspecto logístico, otros muchos se desmarcaron teórica o ideológicamente —es decir, que no los aplaudían y, a veces, ni siquiera los justificaban— e incluso, en el seno del anarquismo, siguió subsistiendo una corriente pacifista tan importante, si no más, como esa facción sangrienta.

En España, las aproximadamente dos décadas que tuvieron como eje el cambio de siglo (podríamos utilizar como referencias para delimitar el período las fechas de 1888, disolución de la FTRE, y 1909, Semana Trágica y vísperas del nacimiento de la CNT) fueron muy difíciles para el movimiento libertario. Después de continuos altibajos, se podían dar por liquidadas (en la práctica, fracasadas) las dos grandes organizaciones del movimiento obrero que se habían levantado trabajosamente desde finales de la década de los sesenta, primero la Federación Regional Española (FRE) de la Internacional y luego, desde 1881, la ya mencionada Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE). En 1888 esta había entrado en crisis terminal, dejando al movimiento obrero en su conjunto y a los elementos anarquistas en particular sin referente ideológico ni marco organizativo, sumidos en el desconcierto y la inoperancia. La estrecha vinculación entre este estado de crisis generalizada y el exhorto a una violencia más bien desesperada no pasó inadvertida en su momento y hoy en día es una correlación que está fuera de toda duda. No obstante, como en la anterior equiparación del uso del terror y el anarquismo, no pueden obviarse algunas precisiones que matizan el entramado que estamos pergeñando.

Atentado mortal contra el zar Alejandro II. (La Ilustración Española y Americana, 30 de mayo de 1881).

El recurso a la violencia en general no puede equipararse sin más al terrorismo, por muy laxos u omnicomprensivos que pretendamos ser con este concepto. Basta pensar en un fenómeno tan universal como la guerra, o en todas las acciones violentas que se cometen en el curso de un conflicto bélico asumido como tal por las partes en contienda. En todo caso, sólo cuando no hay ruptura abierta de hostilidades esas diversas manifestaciones violentas —desde la insurrección al sabotaje, desde la guerrilla al motín— pueden encuadrarse, aunque con no pocas cautelas, dentro del fenómeno terrorista. Desde una óptica complementaria debe añadirse que resulta forzado contemplar la violencia de masas en las coordenadas conceptuales del terrorismo, que suele entenderse más bien en el marco de acciones individuales y de pequeños grupos, y siempre, como decíamos, sin reconocimiento bélico formal.

Para no perdernos en disquisiciones meramente teóricas, limitémonos a recordar que las ideologías revolucionarias nunca se han hecho ilusiones, salvo casos muy particulares de pacifismo, acerca de sus posibilidades de transformación del mundo si no era con el concurso —de mejor o peor gana— de la violencia. De Marx a Lenin, de Bakunin a Kropotkin, no ha habido profeta del socialismo (autoritario o libertario) que no haya concebido la violencia como partera de un nuevo mundo, sin que tales líderes se hiciesen por ello acreedores al apelativo de «terroristas» (porque, en efecto, ni patrocinaban ni encubrían el terrorismo stricto sensu).

La difícil conjugación del objetivo final de una sociedad más justa e igualitaria con unos medios que generan a corto plazo sangre y sufrimiento halla una formulación afortunada en un lema muy extendido en los primeros años de la Internacional en España: «Paz a los hombres, guerra a las instituciones». Lo cierto, sin embargo, es que se vivían tiempos poco idóneos para proyectos pacifistas e incluso para planteamientos reformistas o gradualistas. En el interior, la Revolución de 1868 fue derivando hacia una inestabilidad política y social cada vez más alarmante, de la que el movimiento cantonal de 1873 fue la expresión más conspicua, mientras que desde el exterior llegaban vientos de fronda, representados por el fulgor, derrota y feroz represión de la Comuna de París (1871), pronto mitificada como el «primer gobierno obrero de la historia». La opción insurreccional en sus múltiples variantes y con objetivos no siempre diáfanos se presentaba de hecho como la alternativa más a mano en unos tiempos de raquitismo organizativo, inestabilidad y persecución.

En ese clima en el que la exaltación y la impotencia arrastraban a buscar un atajo, los sectores más impacientes creyeron encontrar en la acción violenta de unos pocos la piqueta que empezara a demoler el orden social. Ya desde fechas tempranas se habla en documentos internos de tomar «horribles represalias en las que … cesen las funciones de la razón» (circular número 34 de la Comisión Federal de 10 de noviembre de 1873). La sección bakuninista de la Internacional daba un paso inequívoco en el camino hacia el apoyo a la violencia individual en el Congreso de Verviers (1877), solidarizándose con quienes habían cometido atentados de una u otra índole contra el orden burgués.

Volviendo a España, un importante dirigente como González Morago no ocultaba sus simpatías por unas acciones que entraban ya de lleno en el ámbito del terrorismo. Normalmente, de la teoría a la práctica en estos casos suele haber poco trecho, no por una simple relación de causa-efecto entre aquella y esta, sino porque ambas se insertan en el mismo marco de percepción de las cosas. En 1878 y 1879 se produjeron sendos atentados —fallidos— contra Alfonso XII. Los autores fueron ejecutados, inaugurándose así el círculo vicioso de acciones violentas y represión sin contemplaciones que años después llevaría al país en la década final del siglo a un clima asfixiante.

Mientras tanto, se desatan por esas fechas en el ámbito agrario —en especial en el campo andaluz, por la estructura de la propiedad y la existencia de miles de jornaleros sin trabajo— una serie de conflictos cada vez más enconados que desembocan en quemas de cosechas, incendios de propiedades y asaltos violentos. En este caso también la diferencia entre las distintas formas de violencia —motín, sabotaje, insurrección, atentado— es una cuestión secundaria o coyuntural, pues lo que se produce habitualmente es un levantamiento más espontáneo que premeditado, producto de la desesperación, en el que se ataca el objetivo más inmediato con las (rudimentarias) armas que se tienen a mano. Aunque, como precisaremos después, nuestro punto de referencia para situar al terrorismo anarquista es el marco urbano, no puede desconocerse ni silenciarse el revulsivo que supuso en determinados sectores libertarios el conocimiento de esas revueltas campesinas ni, sobre todo, el impacto que provocó en ellos la durísima represión con la que respondieron las autoridades.

Hubo, en especial, dos incidentes llamados a dejar una profunda huella en la memoria de la lucha obrera: el oscuro episodio de la Mano Negra, resuelto en unos juicios (1883-1884) que no dejaron clara la autoría de los sucesos ni la existencia en sí de la tenebrosa «sociedad secreta», pero que llevaron al garrote vil a varios sospechosos y a largas penas de cárcel a muchos más; y, en segundo lugar, el asalto campesino a Jerez de la Frontera en enero de 1892, un incidente ciertamente sangriento pero que fue afrontado por el poder como un desafío que requería una respuesta ejemplar. La represión afectó a cientos de campesinos, fueron denunciados varios casos de torturas y finalmente fueron ejecutados cuatro hombres. En estas circunstancias se empieza a extender en el seno del movimiento anarquista la determinación de «responder» —pasar a la acción— sin más dilaciones, partiendo de la premisa de que los caídos eran «mártires» que exigían venganza.

LA «PROPAGANDA POR EL HECHO». OBJETIVOS TEÓRICOS Y PROBLEMAS PRÁCTICOS

El 24 de septiembre de 1893, en el tradicional desfile militar que se hacía en Barcelona con ocasión de las fiestas de la Merced, Paulino Pallás Latorre, litógrafo catalán de treinta años, arrojó dos bombas Orsini en la Gran Vía al paso del capitán general de Cataluña, Arsenio Martínez Campos. El ilustre militar salió prácticamente ileso, pero las explosiones costaron la vida a un guardia civil y a un espectador, así como heridas de diversa consideración a varias personas. Con sorprendente celeridad se organizó un Consejo de Guerra —a los cinco días del atentado—, que declaró culpable a Pallás y lo condenó a muerte. La sentencia fue también rápidamente ratificada por el Tribunal Supremo de Guerra y Marina, de modo que en dos semanas escasas se liquidó aparentemente el asunto: el 6 de octubre el reo era fusilado en el castillo de Montjuic. Poco antes de morir el anarquista pronunció una de esas frases que no suelen tomarse en consideración, pero que los luctuosos sucesos posteriores convertirían en siniestra profecía: «La venganza será terrible».

Conviene, no obstante, detener el curso de los acontecimientos porque el atentado de 1893 presenta rasgos que no pueden ser omitidos en el análisis y cabal entendimiento de las cuestiones que nos ocupan. Adelantemos en primer lugar lo que en el momento no podía saberse y que luego iluminará la perspectiva histórica: acababa de inaugurarse una fase nueva, distinta, en la actitud anarquista, que conllevaba un reto descomunal al Estado, a la burguesía y al orden establecido, un desafío real que terminaría por afectar —y estremecer— a todo el entramado social. De hecho, podría afirmarse sin apenas exageración que fue en ese momento histórico cuando la sociedad española empezó a saber qué era el terrorismo. El empleo de este concepto, con las connotaciones que implica, plantea sin embargo algunos problemas sustanciales.

Es de sobra conocido que el terrorista o el que propugna o justifica teóricamente tal táctica, rehúsa que se le etiquete como tal, acogiéndose a otras conceptuaciones como «lucha armada», «guerra de liberación», «movimiento revolucionario», etc., endilgándole la catalogación de terroristas a sus enemigos (normalmente al Estado y al orden que combate). Se ha dicho a menudo en este sentido que el terrorismo es el arma de los débiles por oposición a la violencia ejercida por otras instancias más poderosas que, en casos extremos, despliegan una fuerza más mortífera cualitativa y cuantitativamente (terrorismo de Estado, exterminio, genocidio). Aunque obviamente no podemos detenernos en unas precisiones conceptuales de esas características, su simple mención nos sirve para aclarar dos puntos que sí importan —y mucho— en la caracterización de la violencia anarquista.

Paulino Pallás, autor del atentado

contra el general Martínez Campos.

(La Ilustración Ibérica, 7 de octubre de 1893).

La primera es que, como ya antes se había sugerido, los anarquistas que propugnan la violencia hablarán sistemáticamente de «respuesta» o «defensa» frente a la explotación burguesa y la opresión del Estado, este sí auténtica fuente de injusticia y esclavitud, hontanar de auténtico terror para los oprimidos. La segunda, más importante todavía porque nos lleva al meollo de nuestro tema, es que la consigna que se extiende entre determinados sectores libertarios en esta época es la de llevar a cabo una «propaganda por los hechos». La equiparación de esta, sin más, al terrorismo es una simplificación necesitada de varias precisiones. La «propaganda por el hecho» no es necesariamente una acción violenta: como su mismo nombre indica, se trataba de dar testimonio, de dar ejemplo, de oponerse en la práctica al capitalismo, al Estado y a una sociedad envilecida. Para todo ello también servían determinadas actitudes de resistencia (al servicio militar, por ejemplo), de rebeldía (negándose a pagar alquileres u otros tributos), desobediencia ante la autoridad, desafíos a la moral burguesa (uniones civiles sin pasar por la vicaría) o celebraciones alternativas (bautizos revolucionarios). Todos esos pequeños gestos palidecían, obviamente, ante las formas violentas de protesta, porque un bombazo o un atentado sangriento trascendían el círculo cerrado en el que se movían los militantes libertarios, afectaban a más gente y, por tanto, tenían mucha más repercusión en todos los órdenes.

Con todo, aunque la «propaganda por el hecho» se redujera a su modalidad más llamativa, la acción terrorista, esta misma presentaba rasgos peculiares que no deben preterirse. Partamos siempre de la base de la aceptación natural de la violencia como instrumento de combate en las filas revolucionarias, sin que la mayor parte de las veces importara mucho, como antes se dijo, la distinción entre sus distintas modalidades. Por razones evidentes, siempre era preferible el levantamiento de más —las masas— que de menos —individuos o grupos aislados—, pero si aquellas estaban adormecidas, eran estos los llamados a «despertarlas» con acciones resonantes, actos que dieran testimonio, gestos que marcaran el camino a seguir. De este modo, los militantes más concienciados, resueltos o impacientes se convertían en «mártires de la Idea».

El objetivo inmediato no era tanto obtener ventaja o réditos en la batalla como el propio simbolismo del acto. El matiz es fundamental y no sólo por el aspecto religioso, del que luego nos ocuparemos. El activista no pretende ocultarse ni escapar a la acción de la «justicia burguesa» que, previsiblemente, será implacable. Pallás no logró matar a Martínez Campos y, en cambio, iba a pagar con su vida el intento: pese a ello jamás se le ocurrió pensar, ni a él ni a los suyos, que su actuación hubiera sido fallida o poco rentable en términos cuantitativos, de pérdida de efectivos. Por el contrario, aquella muestra de «propaganda por el hecho» había rendido los frutos —cualitativos— que se esperaban: había demostrado que se podía hacer frente a una de las formas más abyectas del poder burgués —el militarismo—, había puesto de relieve que, pese a sus despliegues solemnes, el ejército era vulnerable y, sobre todo, había mostrado a los compañeros y a las masas en general el camino de la lucha y la liberación.

En sentido amplio el camino, en efecto, estaba abierto. Más concretamente, la solución dada por las autoridades al problema se revelaría muy precaria, como un cierre en falso. Dicho en otros términos, no hubo que esperar mucho tiempo para que se hiciera realidad la amenaza de Pallás. El 7 de noviembre de 1893, en la noche en que se inauguraba la temporada de ópera, se arrojaban dos bombas Orsini desde lo alto del Teatro del Liceo barcelonés al patio de butacas: sólo estalló una de ellas, pero fue suficiente para provocar una matanza (en torno a veinte muertos y un número algo mayor de heridos). Como era previsible, se desencadenó el pánico en la ciudad.

Ahora ya los amenazados no eran sólo militares, políticos o patronos, sino un amplio sector social, lo que imprecisamente se conoce con la denominación de «burguesía», pero que en aquellas circunstancias se encarnaba en miles de hombres y mujeres que se preguntaban confusos y atemorizados qué habían hecho para estar en el punto de mira de los terroristas. La respuesta, desde la perspectiva de estos, era bien sencilla: no había inocentes entre las clases explotadoras. Todos los «burgueses» —mujeres y niños incluidos— eran responsables de un estado de cosas basado en la iniquidad y el abuso de los poderosos. ¿Inocentes? La propaganda anarquista no se cansará de repetir que más inocentes eran los obreros y sus familias, explotados hasta la extenuación y condenados en muchos casos a morir de hambre sin disponer apenas de un techo bajo el que cobijarse.

Esa era la justificación doctrinal, pero no puede desconocerse que entre ella y la realidad se abría ahora una brecha que suscita varios interrogantes. El autor del atentado, Santiago Salvador Franch, un aragonés de treinta y un años, sin oficio fijo, era un hombre muy distinto de Pallás y no daba siquiera el perfil del anarquista típico. Ideológicamente, había sido carlista y ferviente católico antes de su conversión al credo ácrata; aunque todos interpretaron que quería vengar al compañero recientemente ajusticiado, él lo negó aludiendo vagamente a su pretensión de «destruir la sociedad burguesa» y «sembrar el terror y el espanto» por motivaciones que en algunos aspectos parecían más de resentimiento personal que derivadas de convicciones políticas. Frente a la gallardía del autor del atentado anterior, Salvador se ocultó y huyó, y hasta cuando fue localizado pretendió eludir el peso de la ley disparándose un tiro (aunque sólo llegó a herirse). Por si fuera poco, ya en la cárcel simuló que volvía al seno de la Iglesia católica y mantuvo una calculada ambigüedad sobre su arrepentimiento con el fin aparente de eludir la condena a muerte que finalmente se cumplió de modo inexorable el 21 de noviembre de 1894. En definitiva, el caso Salvador presenta muchos puntos oscuros que no encajan ni en el marco usual de la «propaganda por el hecho» ni en el comportamiento de los anarquistas de acción. Algunos camaradas, como Bo y Singla, reconocen sin ambages que «dudamos siempre de su anarquismo» y hasta llegaron «a sospechar de su estado mental».

Otro tanto cabe decir —sólo que aumentado en todos sus ribetes sospechosos— del tercer gran atentado del período, también en la Ciudad Condal, el que tiene lugar en la calle de Cambios Nuevos con motivo de la procesión del Corpus el 7 de junio de 1896. Una bomba estalla al paso del cortejo provocando una nueva matanza: varias personas murieron en el acto y otras muchas que quedaron heridas fallecieron poco después, llegándose finalmente a computar una docena de víctimas mortales y más de cincuenta heridos. Si el compromiso revolucionario de Salvador ya fue puesto en cuestión, en este nuevo ataque las cosas se complican más porque, por lo pronto, no tenemos autor conocido ni reivindicación fidedigna desde las filas libertarias.

Al contrario, debido a que la explosión tuvo lugar en la parte final de la comitiva, cuando ya habían pasado las autoridades y dado que, en consecuencia, los afectados fueron ciudadanos corrientes, gente del pueblo, los anarquistas se apresuraron a desmarcarse de un crimen tan odioso como difícilmente justificable. Aquello, vinieron a decir, no tenía nada de «propaganda por el hecho» y, en efecto, la tenebrosa mezquindad de la agresión poca semejanza presentaba con el acto de Pallás, fanático pero arrogante. De ahí que pronto se extendiera la especie de que el suceso no fuera más que un complot policial, llevado a término por agentes a sueldo o marginales, con el fin de justificar una persecución masiva y sistemática que descabezara de una vez por todas el movimiento anarquista en la Ciudad Condal y su entorno.

Atentado del Liceo de Barcelona. (La Ilustración Ibérica, 18 de noviembre de 1893).

Atentado de la calle Cambios Nuevos de Barcelona. (La Ilustración Ibérica, 20 de junio de 1896).

En efecto, como veremos posteriormente, fue esto lo que se produjo, con inmediatos registros, redadas y detenciones que afectaron a cientos de personas, fundamentalmente obreros de convicciones libertarias, pero también republicanos, librepensadores y otros muchos que sólo se distinguían por sustentar lo que entonces se llamaban «ideas avanzadas». Mientras las cárceles se llenaban de sospechosos en una medida que desbordaba toda lógica —pues una iniciativa criminal de aquellas características no podía ser más que obra individual o de un reducido grupo de conspiradores—, el foco de la preocupación del momento pasó de la fechoría en sí a las medidas para erradicar la lacra terrorista. Ese mismo giro tomará nuestro análisis, para ser fiel al curso de los acontecimientos. Pero no podemos dar por cerrado este episodio sin mencionar que, por todo lo dicho, difícilmente podemos sustentar la tesis sistematizadora de la «propaganda por el hecho» según la cual los tres grandes atentados del momento iban dirigidos contra el ejército (Martínez Campos), la burguesía (Liceo) y la Iglesia (Cambios Nuevos). Por más que se intentara racionalizar la praxis ácrata, lo cierto es que los activistas operaban donde, cuando y como podían, sin muchas posibilidades de elección y, en cualquier caso, el segundo y, aún más, el tercero de esos grandes atentados presentan un dudoso marchamo anarquista.

DE VERDUGOS A VÍCTIMAS: LA CAMPAÑA DE MONTJUIC

Nada más producirse el asesinato masivo del Liceo, las autoridades barcelonesas desplegaron una frenética actividad contra los elementos anarquistas y afines que, a falta de frutos concretos sobre el esclarecimiento de los hechos, se tradujo en dar satisfacción a la opinión pública —temerosa e indignada— practicando cientos de detenciones. Con las cárceles llenas, hubo que habilitar algún barco fondeado en el puerto como prisión provisional, mientras que, por otro lado, pronto se extendieron rumores y sospechas fundadas acerca de la obtención de confesiones mediante malos tratos y torturas. No había una especial vena de crueldad y sadismo en los efectivos policiales, como a menudo sugerían de modo victimista los periódicos libertarios, sino una clamorosa falta de medios materiales y humanos.

Dicho de otro modo, la policía española estaba deficientemente dirigida, mal constituida y peor dotada: podía hacer frente, aunque con menos eficacia y prestigio que la Guardia Civil en el medio rural, a la delincuencia común pero de ninguna de las maneras se encontraba con la preparación y agilidad precisas para dar respuesta adecuada a un desafío tan tremendo como el que lanzaban los activistas de la «propaganda por el hecho». Los mandos policiales se mostraban además obsesionados con la existencia de tenebrosos complots, reuniones secretas y sedes clandestinas, donde supuestamente se decidían los atentados y se escondían explosivos. Así las cosas, el recurso más expeditivo era hacer redadas masivas y forzar luego a los detenidos, por métodos fácilmente imaginables, a que «contaran todo lo que sabían».

Con esos métodos hicieron cantar a varios sospechosos del atentado del Liceo y presentaron a la opinión pública el «descubrimiento» del supuesto complot, antes de que la localización y apresamiento del verdadero autor —Santiago Salvador, que desde el principio se declaró único culpable— les chafara el montaje que trabajosamente habían urdido. No obstante, una vez cogida la presa (aquella «peligrosa» célula de anarquistas de acción), debió de parecer que soltarla era un reconocimiento implícito del error, amén de una muestra de debilidad inaceptable en momentos que exigían todo lo contrario, firmeza y determinación. Así que lo que se hizo fue reabrir el caso anterior de la intentona contra Martínez Campos para encausar ahora a los detenidos como cómplices de Pallás.

Durante un tiempo, sin embargo, se mantuvo la incertidumbre acerca de la vinculación entre ambos atentados, sus autores y los detenidos como sospechosos, de manera que estos —una decena aproximadamente de activistas— aparecían ora como cómplices de Pallás, ora como encubridores de Salvador, como cooperantes en algún grado en el suministro de explosivos o bien simplemente como asiduos asistentes a las actividades conspiratorias. Como suele suceder en estos asuntos de clandestinidad, el grado de participación e implicación de todos aquellos hombres en las actividades terroristas es difícil de determinar con exactitud. Con los datos —muy incompletos— de que disponemos, sigue siendo arriesgado decantarse con seguridad por una opción concreta.

La hipótesis más probable, por lo que hoy sabemos del funcionamiento de los grupos de acción, es que los autores materiales de los atentados establecieran sus objetivos por su cuenta y actuaran en solitario, lo cual no es obstáculo para reconocer que otros compañeros tuvieron que facilitarles las bombas y, en el caso concreto de Salvador, darle cobijo o proporcionarle la huida. Es probable por tanto que algunos de los detenidos se encontrasen implicados de una forma u otra en los atentados o, al menos, tuvieran conocimiento previo de los mismos. Pero entiéndase lo anterior en sus justos términos, que podían ser de una vinculación indirecta o circunstancial, derivada de la afinidad ideológica o las reuniones clandestinas.

En otras palabras, por expresarlo más claramente, difícilmente hoy en día un tribunal con todas las garantías legales les llegaría a procesar y menos a condenar. Ni que decir tiene que las circunstancias del momento eran bien distintas y las garantías procesales brillaban por su ausencia. Lo cierto en definitiva fue que una vez más se impuso en todas las instancias del Estado, desde el gobierno a los jueces, el criterio de severidad ejemplar: seis anarquistas fueron condenados a muerte y otros varios sufrieron penas de cadena perpetua y largos años de prisión. El 21 de mayo de 1894 el martirologio anarquista se adornó de seis nombres más: Mariano Cerezuela, Manuel Archs, José Codina, José Sabat, José Bernat y Jaime Sogas.

Nada tiene de extraño por tanto que, con ocasión del nuevo atentado de Cambios Nuevos, el modus operandi de las autoridades fuera un calco de lo que se había llevado a cabo un par de años antes. Sólo que ahora, probablemente bajo la exasperación que producía la lacra no extirpada, la intensidad y la extensión de la cruzada represiva alcanzó cotas desconocidas hasta el momento. Este celo represivo sólo puede ser entendido cabalmente en el contexto antedicho de ineficacia generalizada y falta de medios de las fuerzas de seguridad (tanto civiles como militares), razones que convertían paradójicamente la dureza persecutoria en inversamente proporcional a la elucidación de los hechos. Téngase en cuenta que, por faltar, faltaba al principio hasta una legislación ad hoc para afrontar la nueva forma de delito anarquista, laguna que se había intentado suplir en 1894 con una específica legislación antiterrorista, pero que encontraba dificultades en su aplicación por la rivalidad nunca resuelta entre las esferas civil y militar.

De hecho, bastaba la excusa más nimia para que esta última se declarara competente y así volvió a suceder en esta ocasión, simplemente por encontrarse entre los heridos un miembro de las Fuerzas Armadas. En la práctica no solía haber gran diferencia entre una y otra vía, porque se producía una convergencia de facto en la tosquedad de procedimientos: todo pretendía encarrilarse por la vía de detenciones masivas que terminaban afectando, más allá de los supuestos terroristas o sus cómplices, a todos aquellos que albergaran simpatías por el anarquismo, a los que sustentaban ideas progresistas y, en este caso, incluso a artistas o escritores (como Pere Corominas o Tarrida del Mármol), sospechosos sencillamente por el hecho de ser intelectuales. La prueba de que, desde el punto de vista gubernamental, sólo se contemplaba la respuesta legislativa rigurosa —y no la mejora policial— es que ese mismo año de 1896 se aprobaba apresuradamente una nueva ley antiterrorista que endurecía hasta el paroxismo las medidas draconianas de 1894.

Suspendidas las garantías constitucionales, como era usual en estos casos, la maquinaria represiva actuó sin control alguno, llegándose a detener a más de cuatrocientas personas, un número que —una vez más— desafiaba toda racionalidad si lo que se pretendía era resolver un crimen concreto. Pronto empezaron a circular rumores sobre el empleo sistemático de atroces torturas, que fueron confirmándose por indicios varios en las semanas siguientes. Se constituyó así un estado de opinión que daba por sentado que las declaraciones inculpatorias de los detenidos habían sido obtenidas por procedimientos tan tenebrosos que todos los avatares represivos, incluyendo el principal escenario de los mismos —las mazmorras de Montjuic, el «castillo maldito»—, aparecían como una versión actualizada y más espeluznante de los usos y hábitos inquisitoriales, con el teniente de la Guardia Civil, Narciso Portas, en funciones de nuevo Torquemada.

Por si fuera poco, se decidió que el Consejo de Guerra que juzgaba los hechos se celebrara a puerta cerrada, una fórmula poco apta para disipar las sospechas y combatir las denuncias acerca de los medios empleados. Convocado pocos meses después del atentado, en diciembre de 1896, se encausaba en él a un total de 87 personas. En ese ambiente de desmesura, el ministerio fiscal no se quedó atrás, cerrando «los ojos a la razón» ante la enormidad del delito y pidiendo en sus conclusiones nada menos que 28 penas de muerte y condena perpetua para el resto. Algunos meses después, en abril de 1897, la resolución definitiva del Tribunal Supremo de Guerra y Marina daba la razón implícitamente a los que habían denunciado irregularidades, pues absolvía a 62 reos, aunque, por otra parte, mantenía algunas penas, entre ellas la de muerte para cinco encausados. El 6 de mayo de 1897 eran fusilados en los fosos de Montjuic Tomás Ascheri, José Molas, Antonio Nogués, Luis Más y Juan Alsina.

En esta ocasión, sin embargo, más claramente que en ninguna otra, puede decirse sin ambages que la persecución indiscriminada constituyó un tiro por la culata para las autoridades y el orden establecido. No sólo desplazó la atención de los hechos, del odioso crimen que había originado todo a la cuestión de los procedimientos represivos, sino que posibilitó la eclosión de una magna campaña internacional contra las torturas y contra la rigidez extrema de un «gobierno reaccionario». Esa campaña, que contó con elementos bienintencionados pero a la que se sumaron también bastantes oportunistas (como Lerroux), disponía de un recurso tan fácil como eficaz en el caso hispano: la exhumación de la tradición inquisitorial de la «leyenda negra», como si este legado no hubiese desaparecido del todo o como si el gobierno conservador español, con Cánovas a la cabeza, representara una resurrección del Santo Oficio, dirigido ahora contra los proletarios en general y los anarquistas en particular.

Estos últimos, complementariamente, se vieron beneficiados de la noche a la mañana de una impensable aura de inocentes progresistas, injustamente perseguidos, hasta el punto de que todo lo que habían perdido en la comprensión pública y el apoyo popular por sus crímenes y su radicalismo fanático lo ganaron ahora, inopinadamente, en su condición de víctimas. En Francia, activistas como Charles Malato y Henri Rochefort y publicaciones avanzadas como L’Intransigeant y La Revue Blancbe se prestaron a amplificar las protestas y reclamaciones de los españoles que habían atravesado la frontera huyendo de la «nueva Inquisición». En Inglaterra se formó el Spanish Atrocities Committee. En Alemania, Bélgica y otros países europeos se organizaron campañas, manifestaciones y actividades varias contra el gobierno español.

Ya nadie quería acordarse del origen del problema. El crimen masivo de Cambios Nuevos se había convertido en el «proceso de Montjuic» y este, a su vez, en la «campaña de Montjuic». Los militantes libertarios se presentaban de este modo, más que nunca, como «mártires de la Idea», no exactamente como defendía Pallás, sino con un cariz más favorable, en la medida en que no tenían explícitamente que asumir el siempre incómodo lastre del atentado, ahora hábilmente difuminado. Como ha dicho con agudeza no exenta de sorna un historiador (Ángel Herrerín), la «propaganda por el hecho» desembocaba así en «propaganda por la represión», una fórmula considerablemente más eficaz para ganar apoyos para la causa.

LA IRRESISTIBLE TENTACIÓN DEL MAGNICIDIO COMO PALANCA REVOLUCIONARIA: DE CÁNOVAS A MAURA, CON EL REY SIEMPRE COMO OBJETIVO

No obstante, en el seno del movimiento anarquista subsistía un sector —probablemente minoritario, pero muy inquieto y activo— que no enfocaba de ese modo los acontecimientos, fundamentalmente porque no estaba dispuesto a esperar los frutos a largo plazo. No olvidemos que, como ya se dijo antes, esa desazón revolucionaria —o, dicho de otro modo, la necesidad de encontrar un atajo rápido en el proceso de transformación social— es un factor esencial para explicar la táctica de la «propaganda por el hecho». No es el único, ciertamente, porque no hay que desdeñar el componente mesiánico —también varias veces sugerido—, ese que llevaba a hablar casi en terminología religiosa de dar testimonio de una fe en forma de sacrificio cruento para redimir a la humanidad de las cadenas que le aprisionaban.

Tampoco hay que olvidar la situación de desconcierto ideológico y caos organizativo, desde luego, pero a la hora de tomar la determinación de pasar a la acción todo parece indicar que la impaciencia es el factor determinante que empuja al militante consciente a la «propaganda por el hecho». En este contexto resulta congruente que el magnicidio se presentara como el atentado más atractivo, por cuanto suponía, como usualmente se dice, matar varios pájaros de un tiro: era una acción resonante y espectacular, podía despabilar más y mejor a las masas, mostraba la vulnerabilidad de los poderosos, eliminaba un enemigo poderoso, suponía demoler una pieza importante del orden burgués, era susceptible de desencadenar todo un movimiento revolucionario… Y, a veces, como en el caso de Cánovas, tenía el componente nada despreciable de vengar con la muerte de un tirano la persecución, las torturas, la cárcel y el asesinato de tantos compañeros.

Es verdad, como ya se ha advertido antes, que la praxis presenta a veces algunos desajustes con el planteamiento teórico. Sería cómodo aseverar sin más que el italiano Michele Angiolillo asesinó al presidente del gobierno español, Antonio Cánovas, en el balneario guipuzcoano de Santa Águeda el 8 de agosto de 1897 por las razones antedichas. Es la hipótesis más plausible y por ello, probablemente, no se falta a la verdad manteniendo tal interpretación, pero no debe silenciarse, por otro lado, que existen indicios que apuntan a una conexión del comité revolucionario cubano en París en la trama que condujo al activista italiano a España.

Recuérdese que la «Perla de las Antillas» vivía entonces el momento álgido de la lucha por la independencia, con los ánimos exacerbados por una guerra prolongada, las medidas de «reconcentración» de Weyler y la posibilidad de intervención norteamericana. Resulta indiscutible que los elementos dirigentes del independentismo cubano encontraban en el mandatario español un formidable enemigo y, más allá de ello, en términos tácticos, el valladar decisivo a sus objetivos políticos. Tenían por tanto, objetivamente hablando, la misma disposición —o más— que los anarquistas en remover ese obstáculo, en la confianza de que su eliminación propiciaría un giro de ciento ochenta grados —como realmente sucedió— en la política colonial española.

Michelle Angiolillo.

En esta convergencia de intereses, lo difícil, como en otros lances, es delimitar el grado de implicación de unos y otros —cubanos y anarquistas— en la materialización del atentado. Por los datos fragmentarios que disponemos, parece que el asesino de Cánovas actuó realmente por las convicciones que desde el principio confesó (vengar a sus «hermanos de Montjuic») pero, sin embargo, la concreción de su acto «justiciero» en la persona del presidente del gobierno, fue sugerida por otros conspiradores, no siendo descartable en este sentido que existieran algunas ayudas y facilidades internacionales, siempre difíciles de concretar y menos aún de probar.

Lo que ahora interesa destacar es un matiz importante para entender la dinámica de la «propaganda por el hecho»: una vez puesto en marcha el círculo vicioso de atentado-represión-venganza, esta última se hipertrofia y se convierte en elemento determinante que eclipsa las demás consideraciones. Como el mismo Angiolillo declaró, su fin era vengar a sus camaradas perseguidos, siendo hasta cierto punto indiferente o, por lo menos secundaria, la especificación en sí del acto: le hubiera servido también, dado el componente simbólico del mismo, matar a la regente o al futuro rey, como al parecer barajó en un principio. Como ya se ha explicado, la praxis de la «propaganda por el hecho» termina siendo mucho más pedestre que la elucubración doctrinal. Ni siquiera el magnicidio, por más atractivo que resultase en principio, escapa a ese sometimiento a la prosaica realidad.

Matar a un poderoso era algo ciertamente difícil y no estaba al alcance de cualquier desarrapado. El anarquista que, en un momento de arrebato o exasperación, decide pasar a la acción cometiendo un acto violento elige el objetivo más viable. Y a veces ni siquiera es propiamente un militante ácrata quien comete el atentado sino un elemento afín. Esto, en efecto, es lo que sucede en la agitada Barcelona de aquellos tenebrosos años: el 25 de enero de 1894, un peón de albañil, Ramón Murull, disparó al gobernador civil de Barcelona, Ramón Larroca, hiriéndole levemente; el 4 de septiembre de 1897, el periodista Ramón Sempau trató a su vez de matar —sin éxito— a los dos máximos responsables de la policía de la Ciudad Condal, Narciso Portas y Juan Teixidor. Los activistas trataban de tomar venganza donde, cuando, como y en quienes podían, siendo en este aspecto, obviamente, mucho más vulnerables los estratos más bajos de la maquinaria represiva.

Cuando los anarquistas, pese a todo, tratan de volver a ejecutar un magnicidio, la clamorosa falta de medios e infraestructura revelan trágicamente su estado de debilidad e impotencia. Se ponen esos factores claramente de manifiesto con ocasión del intento de asesinato de Maura, entonces jefe de gobierno, una vez más en la capital catalana. Tiene lugar el 12 de abril de 1904, cuando habían transcurrido casi siete años del fin de la anterior oleada terrorista, un paréntesis que podría denominarse de calma si no fuera porque el país había atravesado una de las fases más difíciles y dolorosas de su historia reciente: la guerra en las Antillas, el enfrentamiento con los Estados Unidos, la pérdida de Cuba y Filipinas y las consecuencias políticas —y sobre todo morales— del llamado «desastre del 98».

Tras los grandes atentados de la década final del siglo, las persecuciones sistemáticas y generalizadas habían erradicado todo atisbo de la poca organización libertaria que quedaba: casi todos los militantes habían huido, estaban en la cárcel o no se atrevían a salir de una rigurosa clandestinidad. Habían desaparecido igualmente de la vida pública todos los órganos de expresión y propaganda: periódicos, revistas, folletos. Cuando a comienzos del siglo XX se vislumbra una tímida recuperación, con el esbozo de una nueva organización y unas nuevas formas de lucha —lo que después va a conocerse con el nombre de anarcosindicalismo—, el atentado contra Maura parece una vuelta atrás, al pasado reciente y más tétrico. Lo ejecuta un joven de diecinueve años, Joaquín María Artal, armado de un puñal, al paso del carruaje descubierto del primer ministro. Sólo consigue herirlo levemente. Artal quería derribar «la más alta representación del principio de autoridad», arremeter contra el principal mantenedor de un injusto estado social y «vengar las miserias de los de abajo». Trataba en definitiva de ser un «mártir de la Idea» en la línea clásica de Pallás y Angiolillo. Sin embargo esta vez, por fortuna, no se recurrió a la pena de muerte, de manera que no hubo que contabilizar en el santoral revolucionario otro héroe caído demandando venganza.

No hay que olvidar, por otro lado, que no eran los anarquistas ni mucho menos los únicos que se mostraban deslumbrados con la táctica del magnicidio. Un puñado de conspiradores, cercanos al ideario ácrata algunos, republicanos, librepensadores o revolucionarios sin adscripción concreta los más, participaban también de la convicción de que un golpe fulminante en la cúspide social podía desencadenar un proceso de transformación, el atajo revolucionario al que ya nos hemos referido más de una vez. El sibilino Alejandro Lerroux, el viejo radical Nicolás Estévanez, el siempre sinuoso Francesc Ferrer, el inquieto Pedro Vallina y el tortuoso Mateo Morral —sin olvidar al ubicuo Charles Malato en territorio francés— eran algunos de estos personajes.

El objetivo de todos ellos —casi la obsesión— era la eliminación del máximo representante de la odiada sociedad burguesa: en el caso español, considerado por ellos el modelo por antonomasia de Estado reaccionario, se trataba de dar el golpe de gracia a la monarquía. Eso no quiere decir, desde luego, que todos ellos estuviesen decididos a implicarse con todas sus consecuencias en el regicidio (a mancharse las manos de sangre, como suele decirse). Muy al contrario, personajes que gozaban de un cierto predicamento o prestigio social en determinadas esferas como Lerroux y Ferrer, buscaban siempre cubrirse las espaldas, hasta el punto de que se hace muy difícil precisar su grado de conocimiento o participación en las dos grandes intentonas contra Alfonso XIII.

La primera tuvo lugar en la noche del 31 de mayo en la calle Rohan de París y estuvo a punto de costar la vida no sólo al mandatario español sino al presidente francés, Émile Loubet. Ambos salieron ilesos y el complot no pudo ser totalmente esclarecido por la policía del país vecino. Mucho peores fueron las consecuencias del segundo atentado, el que tuvo lugar en la calle Mayor de Madrid el 31 de mayo de 1906, día de la boda real. Aunque el rey volvió a salir indemne, la explosión produjo veintitrés muertos y más de cien heridos. En esta ocasión sí pudo localizarse, tras varias peripecias, al autor del bombazo, Mateo Morral, que se suicidó cuando iba a ser detenido. Las sospechas recayeron en el grupo de Francesc Ferrer y sus contactos en Madrid (en especial el veterano José Nakens, director de El Motín), pero nada pudo probarse con exactitud, de manera que Ferrer fue absuelto y Nakens y otros dos compañeros condenados sólo como encubridores a una pena de cárcel que resultó levantada mediante indulto un par de años más tarde.

Es un lugar común afirmar que el pedagogo catalán pagó después, con su injusta condena a muerte por los sucesos de la Semana Trágica lo que debió penar por su participación en este atentado. En cualquier caso, lo que nos interesa destacar aquí es otra vertiente: el regicidio que auspiciaba según todos los indicios este grupo de revolucionarios sólo parcialmente respondía a la táctica clásica de «propaganda por el hecho», pues ahora no se trataba tanto de dar ejemplo o despertar a las masas en términos genéricos cuanto de encender una mecha que propiciara —hablando en términos muy concretos— un levantamiento insurreccional.

Atentado de Mateo Morral contra Alfonso XIII (1906).

EL TERRORISMO INDISCRIMINADO: DE LA ROSA DE FUEGO A LA CIUDAD DE LAS BOMBAS

Los actos terroristas en el lapso histórico que tratamos tienen como escenario privilegiado la Ciudad Condal, en aquel tiempo capital económica de España, epicentro de las agitaciones sociales, laboratorio de las alternativas políticas al régimen de la Restauración, villa abierta a las innovaciones y adelantos (en 1888 y 1929 se celebran magnas exposiciones internacionales), urbe receptiva a las ideas y autores de allende los Pirineos (de Ibsen a Nietzsche, de Maeterlinck a Wagner), y sede en fin, como ya es sabido, del más importante núcleo anarquista de la Península. Lo que distingue precisamente a Barcelona, y más en el cerrado y provinciano contexto español, es que se halla abierta a todas las corrientes y, casi podría decirse, a todos los experimentos. En un período tan inestable y agitado su cosmopolitismo constituye también su talón de Aquiles. La ciudad antigua, los aledaños de las Ramblas y del puerto, se llenan de prófugos y maleantes, de revoltosos y radicales. Anarquistas franceses e italianos pululan por sus callejones y suburbios, estableciendo contactos inconfesables con sus camaradas españoles, traficando con explosivos, tramando atentados factibles o disparatados que, en más de una ocasión, no se quedan en meras elucubraciones.

El ambiente ideológico de la época coadyuvaba al establecimiento de ese entramado entre canalla y heroico, amalgamando sin solución de continuidad al rebelde con el criminal, en una confusión muy propia de la cultura del momento. Es, para decirlo con rotundidad, el efecto Ravachol, un vulgar asesino que se encumbra a los altares libertarios disfrazando sus crímenes de transgresiones revolucionarias (1892). Si Barcelona era la París del sur, de Francia vienen precisamente esos vientos de santificación de la violencia ciega, espontánea y en el fondo estúpida. Pero contra la sociedad burguesa todo está permitido. Todo lo que contribuya a su aniquilación será recibido con alborozo, aunque sean explosiones en las calles o las iglesias de París, con decenas de víctimas inocentes, o aunque se trate de acciones tan descabelladas como las que comete Emile Henry arrojando en 1894 una bomba en el Café Terminus.

Terroristas anarquistas franceses. De derecha a izquierda: Vaillant, Ravachol, Henry.

Es verdad que podríamos remontarnos en el tiempo para encontrar las raíces del fenómeno en el otro extremo de Europa y lejos también del credo anarquista. Al fin y al cabo hay acuerdo unánime en señalar al nihilismo ruso de 1880 (Narodnaia Volia, la Voluntad del Pueblo) como movimiento pionero del terrorismo político contemporáneo. Ellos, con el asesinato en 1881 del zar Alejandro II marcaron el camino. Buena parte de los defensores de la «propaganda por el hecho» se van a mirar en ese espejo, considerándose héroes o mártires, o ambas cosas a la vez. De un extremo a otro de Europa se extiende entonces la certeza en determinados ambientes revolucionarios de que el atentado individual puede ser un instrumento adecuado para la transformación social. El terrorismo sólo puede ser entendido, pues, como un fenómeno supranacional no porque, como ingenuamente decían algunos, hubiera una Internacional terrorista sino porque el contagio ideológico no distingue fronteras.

Pues bien, este equilibrio entre el protagonismo de un ámbito muy determinado (Barcelona) y un sustrato ideológico ampliamente extendido proclive a la violencia terrorista se rompe en la década inicial del siglo XX, cuando la capital catalana, la famosa «Rosa de Fuego» de la mitología obrerista, se transforma simplemente en «ciudad de las bombas». Dicho de otra manera, para entender el terrorismo que vuelve a extenderse como una plaga por las calles, plazas y lugares emblemáticos de la Ciudad Condal no se puede ahora acudir a las corrientes ideológicas transnacionales sino, por el contrario, poner el foco en el círculo doméstico. El localismo se sobrepone al internacionalismo. El atentado de 1904 contra Maura fue el último acto que puede encuadrarse en el marco estricto de la «propaganda por el hecho», por lo menos en el sentido riguroso que aquí hemos tratado de mantener. Su autor, Artal, fue el último «mártir de la Idea», tal y como se concibe esta figura en los ambientes revolucionarios. Pero lo que caracteriza la nueva oleada de bombas del período 1904-1909 es su carácter oscuro, indiscriminado y —hasta podría decirse con ironía— doblemente anárquico, no sólo por la atribución política sino por el significado común del término (confuso o desordenado).

Hay que reconocer de partida que las explosiones, muy irregulares y en general sin grandes consecuencias, eran desde hacía tiempo un trágico y persistente sobresalto en la vida cotidiana barcelonesa. Como ya se ha apuntado, la agitación laboral, social y política constituía casi la seña de identidad de la capital catalana. Los petardazos en fábricas o lugares emblemáticos como válvulas de escape de la tensión y los conflictos estaban a la orden del día. Pero lo que tiene lugar desde 1904 es algo distinto: diversos tipos de artefactos, de potencia dispar, se colocan en los lugares más concurridos —en la vía pública, en un mercado, en un urinario— o en lugares de difuso simbolismo —en la puerta de un colegio religioso, en un orfanato, frente a la sede de un periódico—, hiriendo cuando estallan —sin previo aviso, naturalmente— a gentes de la más variada condición, por lo general meros transeúntes sin significado político ni implicación alguna en las tensiones sociales o económicas.

Por especificar algunos de esos incidentes, mencionemos que durante 1904 se encontraron diversos artefactos en la zona de las Ramblas: a comienzos de septiembre uno de ellos, recogido en un servicio público, fue llevado al Palacio de Justicia, donde estalló, produciendo milagrosamente sólo un herido; peores consecuencias tuvo unas semanas más tarde una explosión en la calle Ferran, una de las emblemáticas de la ciudad burguesa, en el casco antiguo: catorce heridos, de los cuales mueren tres posteriormente; en septiembre de 1905 un bombazo en la Rambla de las Flores acarreó varios heridos (algunos de ellos fallecen después); con todo, había hueco entre bomba y bomba para el atentado personal, pues antes de que finalice el año tiene lugar un oscuro y fallido atentado contra el cardenal Casañas; en 1906 se recrudece la actividad terrorista con múltiples hallazgos de bombas en los lugares más inverosímiles sin que, pese a todo, se produzcan víctimas mortales; es sin embargo el año siguiente, 1907, el que arroja un balance más espectacular, cuantitativa y cualitativamente. Un recuento del diario El Imparcial —simplemente aproximado porque los datos en este ámbito siempre eran inseguros— daba para el año mencionado un total de diecisiete hallazgos de explosivos —de los cuales estallaron todos menos dos—, que produjeron en total tres muertos y dieciocho heridos.

El de 1907 fue precisamente el año en que se destapó el llamado caso Rull: la tragedia del terrorismo se amalgamó al esperpento de los confidentes. En el entramado de los sucios intereses de clanes y camarillas de la Barcelona de la época, la mezcla dio como resultado un sainete a la catalana, con ribetes inverosímiles y pudiera decirse que hasta bufos si no fuera porque los trapicheos de unos y otros, desde las más altas instancias a los bajos fondos, producía tanta angustia social. El caso es que el mencionado Rull, un tipo avieso que capitaneaba una cuadrilla de maleantes, había estado durante varios años como confidente a sueldo del gobierno civil de la capital catalana, haciendo un doble juego de sensacionales denuncias y misteriosas amenazas, en las que lo único cierto y claro es que se terminaba embolsando unas sustanciosas cantidades de billetes. Fuera porque sospechase el juego o porque quisiese ensayar otras vías, el gobernador civil, Ossorio y Gallardo, cortó el suministro y ello precipitó la caída de Rull, que resultó acusado, con pruebas más o menos sólidas, de la mayoría de las últimas explosiones que habían ocurrido en la Ciudad Condal. Los más optimistas pensaron que con su captura primero y su ejecución después se ponía punto final al problema. Las esperanzas resultaron carentes de fundamento. El mismo día en que era ejecutado, el 8 de agosto de 1908, estallaba uno de los clásicos petardos indiscriminados produciendo tres heridos.

En realidad, en ningún momento, ni siquiera cuando Rull estaba en la cárcel, habían cesado las explosiones en Barcelona. De hecho, el citado 1908 marca, junto con el anterior, la cota más alta de hallazgos de explosivos, detonaciones, desconcierto generalizado, amenazas varias y heridos de diversa consideración. En febrero de aquel año un par de explosiones sin conexión alguna causaron un herido y una víctima mortal. Al mes siguiente una bomba en el Mercado de San José hirió a tres personas. Para desesperación de las autoridades y, sobre todo, de los ciudadanos del común, expuestos en su vida cotidiana, ese tipo de atentados indiscriminados, inexplicables, estaba a la orden del día. En la línea grotesca a la que antes se aludió, se hizo venir a un detective de Scotland Yard, Charles Arrow, para que se pusiese al frente de un cuerpo especial de policía que resolviera el misterioso caso del terrorismo barcelonés. Ni que decir tiene que Arrow, un hombre que ni hablaba castellano ni sabía nada de la política española ni —mucho menos— del enrarecido ambiente catalán, cosechó un fracaso absoluto.

Centrémonos en el punto que aquí interesa: ¿era esto terrorismo anarquista? Dicho todavía más claramente: ¿se podía imputar a los anarquistas, lo confesaran abiertamente o no, este tipo de atentados? Empecemos por lo más obvio: en ningún caso esa actividad terrorista era «propaganda por el hecho» ni nada que se le pareciese. Por descontado, aquí tampoco había «mártires de la Idea» ni ejemplaridad alguna. Por no haber, no había siquiera objetivo político y, mucho menos, enemigo definido que aparentemente se quisiera abatir. ¿A qué enemigo podía dirigirse una bomba que lo mismo se hallaba en las Ramblas que en una mísera callejuela transversal, en el muelle que en un mercado? Los periódicos anarquistas se desvincularon sistemáticamente de esta nueva modalidad terrorista, atribuyéndola con indignación a la policía y a los confidentes de esta. Por un momento, el caso Rull pareció darles inequívocamente la razón pero, como vimos, la banda de Rull era sólo el pico que sobresalía de un mar de nubes, bajo el cual reinaba la confusión derivada de una lucha generalizada de todos contra todos. Porque lo cierto es que en aquellas coordenadas los más diversos sectores políticos y sociales —desde los catalanistas a los lerrouxistas, desde los revolucionarios de diverso pelaje a los más conspicuos conservadores— pretendían sacar rédito de la inestabilidad que reinaba en la capital catalana.

Ello no quiere decir obviamente que estuvieran dispuestos a poner bombas ni a financiarlas, pero sí que estaban más interesados en instrumentalizar ese ambiente para desgastar al contrario y extraer provecho político que en descubrir la verdad con todas sus consecuencias. Con todo, queda siempre el asunto de los autores materiales: quitando a los anarquistas y a los sectores vinculados a ellos, no había otra gente que supiera o pudiera montar una campaña así, para la que se necesitaba una mínima infraestructura de provisión de explosivos y redes de encubrimiento. Esta es la razón que llevó en su momento a muchos observadores y que ha llevado posteriormente a diversos historiadores (muy señaladamente Joaquín Romero Maura) a acusar a sectores anarquistas residuales, presos de una subcultura de la violencia, de esta nueva modalidad de atentados. Es posible que así fuese pero, una vez más, y especialmente en este resbaladizo asunto, hay que reconocer que no existen elementos concluyentes para sostener tal acusación más allá del nivel de hipótesis plausible.

VIOLENCIA INDIVIDUALISTA Y ACTIVIDADES TERRORISTAS EN EL MOVIMIENTO LIBERTARIO. UN SUCINTO BALANCE EN FORMA DE DECÁLOGO

En las páginas anteriores se ha pretendido esbozar un amplio panorama de la violencia individualista en general y del fenómeno terrorista en particular en el seno del movimiento anarquista, trazando las grandes líneas pero sin perder de vista los matices, señalando las evidencias de las que disponemos sin silenciar los puntos oscuros o cuestiones más discutidas, y exponiendo la correlación —contraste a veces— entre hechos y objetivos teóricos. Por seguir las pautas de exposición que han marcado el rumbo de este análisis, trataremos ahora de hacer un breve balance de lo que supuso históricamente la táctica terrorista. Perdónese de nuevo la esquematización inevitable en aras de la claridad expositiva.

1. El punto de partida ha de ser siempre romper la identificación o vinculación mecánica del anarquismo con la violencia tanto en lo tocante a su aspecto doctrinal como en lo concerniente a su praxis de lucha obrera, transformación social y revolución política. Es verdad que el anarquismo, como otras teorías y movimientos proletarios, no se hace ninguna ilusión acerca de las posibilidades de cambio por medios estrictamente pacíficos, pero la violencia —entendida más como lucha colectiva que como desahogo individual— es siempre el recurso extremo, inevitable. El sector proclive a los métodos violentos en el movimiento libertario ha solido tener su contrapartida en una mayoría partidaria de los cauces legales o incluso unas minorías de clara inspiración pacifista (tolstoísmo).

2. Si falsa o inexacta es la equiparación del movimiento libertario con la violencia, más injusta aún es la identificación de anarquismo y terrorismo. Ni aunque tomemos una fase concreta de desorientación y crisis, como la que aquí hemos considerado (la comprendida entre 1888 y 1909), debe admitirse sin más tal asimilación. Primero, porque el grueso del movimiento anarquista vivió al margen de los atentados; segundo, porque el terrorismo del período no es sólo atribuible a los militantes ácratas; y tercero, porque la actitud terrorista debe ser considerada antes que nada una tentación que está presente en casi todos los movimientos revolucionarios antes y después de las fechas antedichas —recuérdense otros grandes magnicidios en la España del siglo XX, los de Canalejas (1912), Dato (1921) y Carrero (1973).

3. Abundando en lo dicho y llegando ya al meollo de la cuestión, reducir la «propaganda por el hecho» a simple terrorismo seguiría siendo una simplificación (comprensible) pero que, desde el punto de vista histórico, no deberíamos admitir sin establecer algunas matizaciones. En términos teóricos o doctrinales la «propaganda por el hecho», como su propia denominación indica, era una alternativa práctica, inserta en una cosmovisión determinada (revolucionaria), que conllevaba una dimensión de ejemplaridad y de incitación a la lucha. Lo más llamativo de ella, indudablemente, era su vertiente violenta pero implicaba también la resistencia pacífica (a prestar el servicio militar, por ejemplo) o la búsqueda de alternativas a la sociabilidad burguesa mediante la puesta en práctica del igualitarismo y la cooperación.

4. Como resultado de esas premisas, la «propaganda por el hecho» implica un extraordinario compromiso en el militante y requiere de él un sacrificio supremo, el de dar la vida por la Causa, entendida como movimiento de liberación de la Humanidad. El militante libertario que acepta tales pautas se convierte así en «mártir de la Idea», en testigo y apóstol de una fe salvadora, en un sentido paradójicamente paralelo al de la religión católica que dice combatir. El «mártir de la Idea» no huye ni se esconde, antes al contrario, da la cara con todas las consecuencias y hasta busca y pide el martirio —el ajusticiamiento burgués—, sabiéndose puro e inocente, porque si mata, no lo hace por odio personal sino para mostrar el camino de la emancipación.

5. La praxis de la «propaganda por el hecho», como no podía ser menos, queda lejos de ese panorama idealizado, no ya sólo porque muchos militantes no respondieran al esquema desinteresado y al espíritu de sacrificio, sino porque las propias acciones que debían encuadrarse en dicha táctica terminaron por ser actos confusos o precipitados por los acontecimientos en los que la sed de venganza terminó superponiéndose a cualquier otro tipo de consideración. Al final, los anarquistas atentaron como y contra quienes pudieron, siendo objetivos prioritarios aquellos que, simplemente, estaban más a su alcance o gozaban de menos protección.

6. Lejos de las justificaciones embellecidas o sublimadas, la táctica de la «propaganda por el hecho» obedeció a causas más prosaicas y menos confesables, enraizadas en el desenvolvimiento y las coordenadas del obrerismo español: por lo que respecta al movimiento anarquista propiamente dicho, el fracaso de las grandes organizaciones de los años anteriores (FRE y FTRE), el acoso y las persecuciones por parte de los gobiernos, el caos organizativo, el desconcierto ideológico y la falta de resultados concretos en el seguimiento de las estrechas vías legales, entre otras.

7. Bien es verdad que esas circunstancias específicamente españolas no hubieran desembocado en la «propaganda por el hecho» —al menos, como se manifestó históricamente— si no hubiera sido por un contexto ideológico más amplio, de carácter internacional, favorable al empleo de la violencia terrorista como arma política. No es que hubiera una «Internacional negra», como decían las instancias conservadoras, pero sí una tendencia muy marcada —desde el nihilismo ruso a la transgresión ravacholiana— a incitar, amparar o justificar la comisión de atentados, entendidos como rebelión de los desheredados contra la insufrible opresión de los poderosos.

8. Ello nos lleva al siempre debatido asunto de la autoría intelectual y logística de los actos terroristas o, dicho más claramente, los siniestros complots, en los que supuestamente se delimitaron objetivos, se arbitraron medios, se tejieron complicidades y se establecieron redes de apoyo y encubrimiento. Haberlos, los hubo, indudablemente, pero ello no nos permite inferir que siempre fuera así. Todo parece indicar que, junto a ellos, hubo también actos terroristas decididos y ejecutados por individuos aislados. En todo caso, es un asunto siempre sujeto a controversia porque faltan pruebas concluyentes para mantener una posición inequívoca al respecto.

9. No se puede entender la dinámica de la «propaganda por el hecho» sin contemplar el carácter desencadenante que desempeñaron los excesos represivos. En este sentido, el caso español —aunque no del todo excepcional— sí fue de manual, porque destacó por la convergencia letal entre torpeza y desmesura. La brutalidad con que se reprimieron las agitaciones andaluzas (Mano Negra y Jerez) provocó la primera oleada terrorista (1893-1897) y algo parecido pasó al comienzo de la segunda (1904), con los sucesos de Alcalá del Valle. En la misma línea, el episodio de las torturas de Montjuic condujo a una inusitada campaña internacional y provocó el asesinato de Cánovas.

10. A la hora de hacer recuento, la «propaganda por el hecho» no puede disimular su fracaso sin paliativos. Resultado de una crisis estructural del movimiento anarquista, muestra de la tosca impaciencia que consumía a muchos militantes, expresión de la impotencia revolucionaria y exteriorización de un dogmatismo fanático, la táctica de la violencia individual —en la que finalmente se convirtió— no era más que la búsqueda desesperada de un atajo para transformar la sociedad en unos momentos en que todas las demás vías parecían cegadas o implicaban una labor más perseverante. Precisamente por ello duró poco, no sólo por los efectos de la represión sino porque era obvio para todos —también para los propios anarquistas— que no conducía a parte alguna.