La filosofía política

del anarquismo español

José Álvarez Junco

Universidad Complutense

UNA DE LAS PREGUNTAS con las que se podría iniciar una reflexión sobre el anarquismo como filosofía política consistiría en cuestionar si se inscribe lógicamente, como se ha dado por supuesto tantas veces en el caso español, dentro del «movimiento obrero» o si no es más bien una toma de posición independiente del obrerismo. Es cierto que, de manera formal, surgió a la vida pública en 1872, como escisión de la Asociación Internacional de los Trabajadores que se enfrentó con el sector marxista, dominante en la organización desde su fundación ocho años antes. Se llamó entonces rama «antipolítica» o «antiautoritaria», estaba encabezada por Bakunin y James Guillaume y se nutría sobre todo de los llamados «proudhonianos». Pierre-Joseph Proudhon, el padre remoto de aquellas ideas, había vivido entre 1809 y 1865 y podría definirse como obrero tonelero y teórico del «socialismo utópico», pero en ambos aspectos fue muy peculiar: como socialista, porque no era partidario de colectivizar la propiedad, sino de legitimarla fundándola en el trabajo; como obrero, porque abandonó desde joven el oficio artesanal familiar y vivió durante el resto de su vida como periodista y autor de libros y folletos políticos. Aunque sin duda se consideraba un filósofo político, destacó sobre todo por su capacidad, como publicista, de provocar, de crear escándalo: se declaró «anarquista», dijo que la propiedad era un «robo» y denunció a la «burguesía» como opresora del «pueblo»; pero, a la hora de describir su ideal de sociedad igualitaria y libre, la asentó sobre un principio tan etéreo como la «justicia» (definida como la retribución a partir de la fórmula, casi tomista, «a cada cual según su trabajo»); esa sociedad debería, además, regirse por la actuación espontánea de las fuerzas sociales, sin gobierno ni coacción de ningún tipo.

Entre los muchos seguidores que Proudhon tuvo en Francia estaban los obreros y artesanos que se integraron en la Internacional. Pero su ideal no consistía en superar el capitalismo a partir del rígido principio marxista de la colectivización o estatalización de los medios de producción, sino más bien en fórmulas cercanas al cooperativismo autogestionado. Y podría asegurarse que tampoco era esto lo que atraía tanto a quienes se declaraban discípulos de Proudhon, sino su idealización de las virtudes morales del «pueblo» frente a las depravadas clases dirigentes, o su fe en la capacidad liberadora del avance científico. Sólo estas premisas hacían posible la propuesta de una sociedad sin ningún tipo de explotación ni de coacción.

Pierre-Joseph Proudhon según Retrato de Proudhon y sus hijos. (Pintura de Gustave Coubert de 1865).

La introducción de las doctrinas proudhonianas en España fue obra, en buena medida, de Fernando Garrido y Francesc Pi i Margall, dos escritores demócratas republicanos que de ningún modo podían calificarse de dirigentes obreros. A decir verdad, a mediados del siglo XIX el movimiento obrero español era muy débil, si se compara con lo que recibía ese mismo nombre en los países más avanzados de Europa. Basta pensar en los pliegos de firmas que fueron enviados al general O’Donnell en los años 1850 reclamando la legalización del derecho de asociación, avalados por unos 30 000 nombres. Poco antes, los cartistas ingleses habían sido capaces de enviar al parlamento, en favor de ese mismo derecho, tres millones de firmas —es decir, cien veces más—. Puestos a comparar, recuérdense también los 5000 votos que lograría el PSOE cuando se presentara a las elecciones generales bajo sufragio universal masculino, en la última década de siglo, frente al millón y medio que conseguía el SPD alemán en aquellos mismos años; en este caso, la comparación arroja, no 1/100 como en el ejemplo anterior, sino 1/300. Se podrían explicar estos datos haciendo referencia a la menor población española, o a la más débil y tardía industrialización del país. Pero no sería suficiente. Aparte del menor desarrollo económico, habría que mencionar el contexto político y cultural en el que se desplegaban estas reivindicaciones obreras. Sobre ello volveremos más tarde.

Pese a las diferencias con los países del entorno, los movimientos obreros españoles, como los políticos de signo radical, se vieron muy dependientes de modelos y acontecimientos europeos, y en especial franceses. De nuevo, una anécdota puede ser reveladora: Pablo Iglesias no se limitó a tomar prestado el título de Le Socialiste para el órgano de su partido, sino que esperó varios meses para iniciar la publicación de su periódico porque no le llegaban unos tipos de letra exactamente iguales a los del periódico francés. Este fenómeno afectó también a las publicaciones libertarias (La Revista Blanca / La Revue Blanche, El Rebelde / Le Révolté…). Pero no son sólo tipos de letra ni títulos de las publicaciones. El terrorismo también comenzó en España unos meses, o un par de años, después de que se produjera en Francia y en Italia, que lo habían importado a su vez de Rusia. El sindicalismo revolucionario se inspiró en las tácticas, consignas y modelos de la CGT francesa. Uno se pregunta, a la vista de estos hechos, si la interpretación basada en datos sociales propios del país no es limitada; es decir, si la necesidad de la revolución y la emergencia de dirigentes e ideólogos que interpretaron la lucha en términos de burguesía-proletariado no se generó más por la imitación, consciente o inconsciente, de los acontecimientos europeos que por la dinámica autónoma de la sociedad española.

Que el obrerismo militante fuera tardío y minoritario en España no quiere decir que no fuera muy radical. El triunfo de las posiciones proudhoniano-bakuninistas en la escisión de 1872, así como la persistencia del anarquismo a lo largo de los dos tercios de siglo siguientes en ciertas zonas, como Cataluña y Andalucía, así lo indican. Pero también en este aspecto conviene rectificar algunos tópicos heredados. El anarquismo español no fue, en primer lugar, tan constante, tan poderoso ni tan excepcional como se tiende a creer. La Primera Internacional entró en España en 1868, más tarde que en la mayoría de los países europeos y aprovechando el ciclo revolucionario iniciado aquel año. La toma de posición masiva de los españoles en favor de Bakunin frente a Marx en 1870-1872 no tuvo nada de extraordinario en el contexto cultural y político en que se desarrollaban los acontecimientos, pues lo mismo que en España ocurrió en toda el área latina, ampliada a sus vecinos belgas y suizos. Aquella Internacional desapareció tras la escisión de finales de 1872, y lo mismo ocurrió en España, aunque un año más tarde, debido a que la dinámica del movimiento revolucionario iniciado en 1868 no se extinguió hasta comienzos de 1874.

Más rara fue la reaparición de la Federación de Trabajadores en 1881, realmente espectacular en los dos años siguientes, hasta su no menos espectacular decadencia al terminar ese período. No es el tema de este artículo tratar con detalle estas etapas, que serán objeto de otras páginas de este libro. Pero sigamos con la comparación con el resto del mundo occidental. El terrorismo anarquista de los noventa fue completamente normal, en relación con ese contexto. No hay argumentos cuantitativos ni cualitativos que avalen la idea de que este fenómeno adquirió mayor virulencia en España que en otros países. Podría incluso decirse que ocurrió lo contrario: ningún jefe de Estado español perdió su vida a consecuencia de un atentado anarquista, y tal cosa ocurrió en media docena de países europeos y en Estados Unidos. Alrededor de 1895, Rusia, Francia o Italia, y no España, eran los paradigmas mundiales del terrorismo anarquista. Las fichas de la policía francesa sobre anarquistas extranjeros están llenas de nombres italianos, salpicados de españoles.

Comenzado ya el siglo XX, el anarquismo se reorientó hacia el sindicalismo revolucionario, y ya he hecho observar que tanto sus fechas como sus inspiraciones doctrinales son similares a las francesas. Sólo en 1910, con la conversión de Solidaridad Obrera en CNT, puede empezar a hablarse de excepcionalismo español. Para esas fechas, en el resto del mundo, salvo Argentina, el sindicalismo antirreformista y antipolítico pertenecía al pasado. En España, por el contrario, todavía estaban por llegar sus mejores días. Pero incluso en esos treinta años escasos de vida que le quedaban al anarquismo español su historia consistió en rápidos estallidos o llamaradas, sin continuidad cronológica ni geográfica y sin afiliación estable. Entre 1910, año de su fundación, y 1916, la CNT puede decirse que apenas existió. En los cuatro años siguientes, por el contrario, y aunque limitada al área industrial de Barcelona, vivió un momento dorado, bajo la influencia de Salvador Seguí. Volvió a declinar, a partir de finales de 1920, tras el nuevo período del pistolerismo, y fue borrada de la vida legal por el golpe de Primo de Rivera, lo que hace imposible afirmar que persistiera en las mismas zonas y con los mismos niveles de apoyo popular a lo largo del resto de los años veinte. Reapareció en 1930-1931, con enorme impulso, y comenzó entonces otro sexenio de excepcionalismo, en el que se consagró la imagen del anarquismo como rasgo imborrable de la cultura política española. Pero precisamente en ese momento, en que se extendió por el resto de la Península, sufrió un retroceso en Cataluña, su baluarte tradicional. Por otra parte, este período fue breve. A partir de 1937, sus cifras cayeron y en los meses finales de la República el activismo anarquista no pasaba de residual. Cuando, cuarenta años después, terminó la dictadura de Franco y se levantaron ciertas expectativas sobre la posible reaparición del movimiento libertario como gran fuerza política en el país, tal reaparición no se produjo.

No es fácil, en resumen, defender la tesis de que una poderosa presencia anarquista ha sido un rasgo estable —ni mucho menos permanente— en la vida política de la España contemporánea a diferencia de otros países del entorno.

Deberíamos añadir que bajo el nombre de anarquismo no se encuentra una filosofía o un movimiento único y monolítico. Hubo muchos anarquismos. Pensemos solamente en las diferencias que hay entre un anarquismo popular o sindicalista, caracterizado por una ingenua fe en el «progreso» y por un sentido de la solidaridad que traduce claramente la caridad cristiana, y el anarquismo que proclamaban los intelectuales o artistas rebeldes, que negaban el progresismo racionalista y, siguiendo doctrinas nietzscheanas relativas a la moral del «superhombre», glorificaban el egoísmo, el hedonismo o la necesidad de élites fuertes que dirigieran a la humanidad hacia su liberación. El primero de estos dos anarquismos inspiró las experiencias puritanas de la guerra civil, con el cierre de prostíbulos e incluso de tabernas en las «comunas» libertarias; el segundo, en cambio, es el origen lejano de los «ácratas» de finales del siglo XX o comienzos del XXI, lanzados al amor libre o a la experimentación con drogas.

Mijaíl Bakunin.

En general, podemos decir que los límites que diferencian los fenómenos sociohistóricos son siempre más nebulosos que las etiquetas políticas que utilizamos para entenderlos. Es discutible, por ejemplo, que lo que se llamaba clásicamente un anarquista se distinguiera con nitidez de un republicano un «progresista». Los fenómenos históricos están tan impregnados por su contexto cultural, a través de antecedentes e influencias, que reivindicar una originalidad absoluta es siempre problemático, por no decir que imposible. En el estudio que dediqué, hace ya bastantes años, a la ideología política del anarquismo español, la primera conclusión sorprendente fue que aquella toma de posición solamente se podía entender en el marco del armonismo ilustrado y el racionalismo liberal. Esto resultaba contradictorio con la premisa, de la que partíamos quienes entonces nos interesábamos por la historia del movimiento obrero, de que el racionalismo liberal e ilustrado era una expresión del «ascenso de la burguesía», una clase de intereses radicalmente opuestos a los del proletariado revolucionario representado por los anarquistas. Pese a la sorpresa inicial, las pruebas eran abrumadoras. Cientos, si no miles, de textos tomados de libros y periódicos libertarios daban testimonio de su fe en una naturaleza (humana y física) armónica, generosa, bienintencionada, regida por leyes no escritas presididas por el principio de la solidaridad universal. La creencia en un orden natural favorable y benigno era la base sobre la que se apoyaba la propuesta de organizar la sociedad de manera racional y no coactiva, lo cual se traducía en referencias a una ciencia, la «sociología», que reemplazaría a la arcaica y degradante práctica humana de la «política», el arte de dominar a otros por la violencia y la astucia. A partir de estas premisas, se defendía un proyecto social, económico y político que combinaba la más absoluta libertad para los individuos y los grupos sociales autónomos con una formidable elevación del nivel de bienestar material, gracias al progreso técnico y a la cooperación espontánea entre aquellos individuos y grupos sociales. La organización política no coactiva y el bienestar material conducirían inevitablemente a una nueva escala de valores y principios, más «humanos», que dominarían la vida social.

Ninguna de estas ideas era, en principio, radicalmente incompatible con la visión liberal del mundo. Ambos, liberalismo y anarquismo, podían considerarse utopías derivadas de la concepción optimista y armónica de la realidad natural y social nacida en las mentes ilustradas. Incluso en términos de rasgos históricos concretos, liberalismo y anarquismo tenían ciertos paralelismos: la fraseología romántico-populista; la apelación a los mismos maestros intelectuales, desde Rousseau a Proudhon; el recurso a métodos conspiratorios, que hacían a Bakunin indistinguible de los carbonarios de la generación precedente o a Pedro Vallina colaborar con Lerroux en los atentados de 1904-1906; la tendencia hacia una fórmula federal, tanto en el terreno político como en el económico; la coincidencia de los períodos expansivos del anarquismo con los momentos revolucionarios liberal-democráticos (1868-1874 o 1931-1939); e incluso la existencia de explosiones revolucionarias (la Comuna de París, la Semana Trágica) imposibles de definir en términos tajantes, intermedias entre un modelo de democracia radical y uno anarcoproletario.

Todo conduce, pues, a algo que en definitiva es perfectamente lógico: el anarquismo no es una doctrina original y única, sino una variante, o conjunto de variantes, formada a partir de diversas herencias culturales y filosóficas. Ante todo, esa herencia racionalista ilustrada que nutre las referidas creencias en la bondad y armonía naturales o la prédica de una igualdad o justicia no menos naturales; lo cual se complementa con una afirmación de la racionalidad de la realidad y una valoración positiva del «progreso» o avance científico basado en la expansión del conocimiento, que se ve como inevitable y liberador de la humanidad tanto respecto de la opresión política como de los miedos que inspiran las creencias religiosas. Una segunda herencia sería la romántico-liberal, que hace pivotar toda la propuesta política alrededor de la idea de libertad (la «soberanía individual», en términos de Pi i Margall); el individuo debe ser, y será, libre, en el sentido de no sujeto a trabas; pero eso no significará el fin de las normas que son necesarias para la vida social, porque la sociabilidad es una tendencia natural; será libre frente a las creencias supersticiosas que hoy le dominan, pero también frente a los dictados autoritarios o caprichosos que hoy hacen posible la permanencia de un régimen de privilegios; y esa libertad no será parcial ni gradual, sino total e inmediata, pues el verdadero ser libre no admite ni la más leve limitación impuesta. La tercera herencia que el anarquismo comparte con el mundo mental de su entorno sería un redentorismo cristiano-comunitario: ese individuo que se predica como libre está, a la vez, integrado en el pueblo, al servicio del pueblo; se sacrifica por su comunidad porque cree que la libertad sólo será posible si es de todos; y en el disfrute de esa libertad completa y para todos se entrará pronto, en cuanto llegue el momento revolucionario que todos los signos anuncian como inminente. Añadamos, para terminar, una cuarta herencia, antes aludida: la del socialismo utópico, la necesidad de que los bienes sean comunes como garantía suprema de esa justicia o igualdad que es la base de la auténtica libertad.

Ninguna de estas ideas es sólo y exclusivamente anarquista, sino compartida con otras corrientes filosófico-políticas. No deberíamos, sin embargo, exagerar estas similitudes y conexiones. Cuando ciertos grupos o series de acontecimientos históricos son espontáneamente clasificados bajo determinados rótulos, normalmente no es mero capricho; alguna originalidad deben de tener. Los anarquistas clásicos que proponían la abolición total y absoluta del Estado iban, sin duda, mucho más lejos que ninguna de las propuestas liberales o radical-democráticas, donde la autoridad, aunque bajo control democrático, siempre existía como contrapeso a la libertad. Es cierto que Pi i Margall defendió ambiguamente la necesidad de «destruir la autoridad» y que un siglo antes Bernardin de Saint-Pierre, representante del racionalismo ilustrado, soñó con abolir las fronteras y las estructuras coactivas de los estados. Pero los anarquistas no vieron en aquel proyecto un objetivo lejano o utópico, sino que partieron de la premisa de que era posible llevarlo a cabo aquí y ahora, y se propusieron eliminar toda autoridad desde el primer instante revolucionario, denunciando incluso la posibilidad de un poder autoritario de carácter transitorio; lo cual les diferencia de manera significativa de liberales y demócratas, por radicales que fueran.

En el terreno de la organización económica, la exigencia de colectivizar los medios de producción distancia también a los anarquistas del sacrosanto respeto liberal por la propiedad privada. Pero ni siquiera en esta área la incompatibilidad era tan absoluta como puede parecer a primera vista. La colectivización anarquista no significaba estatalización de la propiedad ni planificación centralizada de las actividades productivas, sino autogestión, basada en la ingenua premisa de la armonía natural de las relaciones humanas, lo cual no estaba tan lejos del liberalismo. Proudhon, Fourier u Owen, y no los colectivizadores estatalistas, eran su inspiración. Y nunca se plantearon qué ocurriría si una de esas unidades económicas colectivas y autogestionadas tenía éxito en el mercado y se enriquecía, mientras que la de al lado no conseguía vender sus productos y vivía en la penuria. En definitiva, pese a la vaguedad de su proyecto, parece que tenían menos temor a los caprichos del mercado que al control de un todopoderoso comité de producción y distribución.

Había, por ultimo, diferencias estratégicas y tácticas. La izquierda liberal, o radical-democrática, osciló entre las llamadas a la insurrección popular y la dictadura jacobina. El anarquismo renunció expresamente, desde el principio, a esta última tentación, e incluso a la primera, en la medida en que fuera dirigida a la conquista del poder. Las barricadas y el ejercicio de la violencia revolucionaria podían estar bien, pero sólo como armas defensivas o formas de repeler las agresiones del Estado. En todo caso, en principio no era esa la estrategia preferida, sino la huelga revolucionaria, confiando en la capacidad liberadora del proletariado industrial, con una fe en la acción espontánea de este sujeto colectivo que iba mucho más lejos que la de los liberaldemócratas más extremos. Hay que reconocer que esta fe, de vez en cuando, flaqueaba, y entonces volvían a pensar en tutelar al pueblo infiltrando a elementos radicalizados en sus organizaciones, o se referían a la necesidad de «educar» a los trabajadores por medio de escuelas o ateneos libertarios, o recurrían a la acción violenta para demostrar a los oprimidos la fragilidad del sistema de poder; pero nunca optaron, en teoría al menos, por la política electoral y parlamentaria. El antielectoralismo y antiparlamentarismo fueron, en definitiva, los rasgos definitorios del anarquismo.

Comuna de París (1871).

Este fue, no lo olvidemos, el punto en el que rompieron los republicanos federales y los internacionalistas en 1870-1871. Fernando Garrido, un republicano que se llamaba a sí mismo «socialista», aureolado por el prestigio que le habían dado la defensa del cooperativismo y sus gruesos volúmenes sobre la historia de las clases trabajadoras, intentó convencer a los dirigentes de la nueva Asociación de Trabajadores para que recomendaran a sus afiliados votar a los republicanos. La república sería, en su opinión, la fase intermedia, el paso hacia la reforma política, que permitiría más adelante el avance hacia la transformación de las condiciones de trabajo y la colectivización de la propiedad. Pero los internacionalistas, muy necesitados de una identidad propia, decidieron cortar el cordón umbilical con los republicanos (un lazo que sólo se recompondría cuarenta años después, con la Conjunción Republicano-Socialista). En su proyecto, dijeron, no tenía cabida la fase de revolución política ni las «mejoras» graduales de condiciones laborales. La Comuna de París reafirmó, muy oportunamente, lo que la teoría socialista había avanzado: los republicanos y los trabajadores pertenecían a dos clases sociales con intereses opuestos, que en los momentos decisivos se enfrentaban a muerte.

La escisión que acabó con la Primera Internacional, prácticamente a la mañana siguiente de la Comuna, ocurrió de nuevo alrededor de la controvertida cuestión del electoralismo y la participación en política. Los marxistas defendían la necesidad de formar un «partido de los trabajadores», que entrara en el sistema parlamentario y aprovechara las ventajas de la legalidad, aunque sin renunciar a la revolución; los bakuninistas, en cambio, rechazaban de manera visceral estos procedimientos, que denunciaban como un espejismo que sólo retrasaría la liberación de los proletarios. El antipoliticismo se convirtió, así, en «marca de la casa», o rasgo que distinguía a los libertarios de manera tajante de cualquier otro movimiento. Pero eso no quiere decir que la tentación política no subsistiera, especialmente en los momentos de éxito. Entre 1881-1883 dominó la organización obrera el aspirante a notario Juan Serrano Oteiza, que pretendía organizar a los trabajadores de una manera meticulosa y limitarse a usar la táctica huelguística, apoyada en extensas campañas de propaganda doctrinal, siempre procurando no transgredir los límites establecidos por la ley. La intolerancia de la sociedad y del sistema político españoles y su falta de voluntad de tolerar o absorber un movimiento obrero, incluso tan moderado como este, liquidó aquel brote. Gobernantes, ideólogos, terratenientes e industriales prefirieron creer su propia propaganda, que dibujaba a la Internacional como un monstruo amenazador, y en 1883 desataron una represión despiadada a partir de un fantasma, la Mano Negra —con toda probabilidad un montaje policial—, como habían hecho diez años antes tras el levantamiento cantonal —en el que los internacionalistas apenas habían participado—. En medio de prohibiciones, deportaciones y ejecuciones, la propuesta reformista y legalista de Serrano Oteiza se hundió. No es aventurado predecir que, de no haber sido así, hubiera desembocado en un partido político.

Aquel fracaso del reformismo marcó las dos décadas siguientes: durante el resto de los años ochenta y todos los noventa la línea legalista fue monopolio de los socialistas, que orientaron la reivindicación de la jornada de ocho horas hacia una prudente demanda de reformas laborales parciales, mientras que los anarquistas se lanzaron por la vía de las huelgas revolucionarias e hicieron pronto suya la idea, originaria de la lejana Rusia y reformulada en Italia y Francia, de que un golpe violento asestado a una persona que estuviera situada en una posición clave dentro del sistema de poder sería la forma de abrir el camino a la revolución. Más que un síntoma de fuerza, el terrorismo lo fue de impotencia y desesperación, y sólo contribuyó a aumentar el aislamiento de los anarquistas y su alejamiento de las organizaciones obreras. Aunque fascinara morbosamente a grupos de artistas e intelectuales rebeldes, dificultó la recuperación del anarquismo como movimiento de masas. En el contexto europeo, significó el final de su historia. En España, en cambio, el giro del siglo dio lugar, de manera inesperada, a un resurgimiento del anarquismo bajo la forma de sindicalismo revolucionario. Pero no hay que olvidar las especiales circunstancias del contexto político español y la profunda crisis en la que había entrado el sistema montado por Cánovas tras la derrota colonial de 1898. Aunque el antipoliticismo se mantuviera como rasgo aparentemente indeleble del movimiento libertario, su nuevo auge, especialmente en Barcelona, tuvo mucho que ver con la situación política: el impacto de la guerra de Cuba, el catalanismo y la demagogia populista de jóvenes líderes republicanos como Lerroux, que tan fuertemente atrajo a muchos libertarios. Lerroux entró en contacto con «hombres de acción», como Pedro Vallina, y acarició la posibilidad de combinar un atentado anarquista contra el joven Alfonso XIII con una insurrección en Barcelona que proclamara la república. Y podemos suponer que, en la práctica, parte del fuerte ascenso del voto republicano que Lerroux consiguió en el área barcelonesa provenía de medios libertarios; obreros o artesanos afiliados a un sindicato antipolítico que, llegadas las elecciones, se dejaban seducir por el republicanismo anticlerical y demagógico de los radicales. Es decir, que la tentación política seguía presente.

Aquella efervescencia barcelonesa del primer decenio del siglo XX condujo a la Semana Trágica, una huelga general derivada en insurrección que no supo plantearse objetivo político alguno. Los amotinados, dueños de la ciudad, sólo se pusieron de acuerdo en emprender una caótica quema de iglesias, lo que parece indicar más influencia anarquista que republicana, socialista y, por supuesto, catalanista. Bien es verdad que el republicanismo estaba descabezado, con Lerroux en Argentina. En todo caso, quien pagó las consecuencias fue Francesc Ferrer, personaje que pasó a la historia como «pedagogo anarquista» pero que no tiene fácil clasificación política; había colaborado con Lerroux en los años noventa y mantuvo su confianza en el líder radical casi hasta el último minuto, lo que demuestra la dificultad de manejarse con etiquetas políticas nítidas.

La nueva estrategia de los anarquistas, consistente en reorganizarse alrededor del modelo sindical para intentar ganar así influencia sobre las clases trabajadoras, condujo a la fundación de Solidaridad Obrera en 1907 y de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) en 1910. Si algo definía al anarcosindicalismo era, desde luego, su antipoliticismo. La presunción en que se apoyaba la nueva idea era que los trabajadores, aunque en principio no se unieran al movimiento más que para conseguir mejoras laborales, en la medida en que no se dejaran seducir por «tentaciones políticas» acabarían sintiéndose atraídos por el ideal revolucionario; pero los ideólogos se cuidaron de infiltrarse en los sindicatos para reorientarlos, en caso de que así no ocurriera, hacia el sendero de la pureza maximalista. Cuando, en los dos últimos años de la Guerra Mundial se produjo la gran expansión de la CNT, se reveló la existencia de dos líneas dentro de la organización, una de las cuales se llamaba a sí misma «idealista» o «purista» y la otra «sindicalista» o «pragmática». En las polémicas de aquellos años, y de los quince siguientes, la primera tendió a idealizar un comunismo agrarista, y a pronunciarse en favor de acciones radicales, mientras que la segunda se inclinó por aceptar la industrialización y responder a ella con una organización no sólo más burocrática y disciplinada, sino más proclive a aceptar pactos políticos.

A partir de 1920 llegó el retroceso, debido a las bajas causadas por las tácticas pistoleras que se impusieron en Barcelona, al agotamiento tras el gran esfuerzo huelguístico de los meses que siguieron al final de la Guerra Mundial y a la desilusión y divisiones que acompañaron a las primeras noticias fiables sobre la Revolución rusa. El golpe de Primo de Rivera fue casi providencial para la CNT. Significó detenciones y exilios, supresión de periódicos y cierre de locales sindicales, pero las muertes violentas de sindicalistas disminuyeron o cesaron por completo. Durante los siete años siguientes, la casi inexistente actividad sindical se vio sustituida por interminables debates doctrinales, mientras los hombres de acción se convertían en leyenda con atracos, huidas y viajes transoceánicos. Y las conspiraciones para restablecer las libertades constitucionales hicieron que ambos, revolucionarios y reformistas, colaboraran con los «políticos». En la clandestinidad se fundó la Federación Anarquista Ibérica (FAI), organización cuya importancia se demostraría en la década siguiente. Al caer el dictador, la mala racha de 1920-1923 se había olvidado y se produjo el mayor crecimiento que ninguna organización anarquista había vivido nunca en el país; bien es verdad que otras organizaciones de izquierdas crecieron también de forma espectacular en medio de la euforia que acompañó a la proclamación de la República.

La instauración de aquella república, no sólo anticlerical y progresista, sino incluso «de trabajadores», volvió a enfrentar a los anarquistas con su eterno dilema doctrinal: o aprovechar las ventajas de las libertades legales recién establecidas para fortalecer la organización o lanzarse a exigir cambios revolucionarios sin aceptar demoras de ningún tipo. A comienzos de los años treinta, todo parecía conspirar a favor de la opción radical: el clima revolucionario que dominaba Europa, las expectativas milenarias típicas de los campesinos iletrados —que se incorporaron por primera vez de forma masiva al movimiento, a la vez que a la UGT—, la limitada capacidad reformista de los gobiernos republicanos, su intolerancia ante cualquier síntoma de desorden o insubordinación y, por último —pero quizás lo más importante—, la política laboral de Largo Caballero, que amenazaba con convertir a la UGT en árbitro único del mercado laboral. En 1932-1933 los anarquistas «puros» o «de acción» desataron un ciclo insurreccional que no desembocó en la revolución, sino en el triunfo electoral de la derecha en noviembre de 1933 y el inicio de un período de gobiernos republicanos conservadores. Todos, incluidos socialistas y republicanos «burgueses», etiquetaron aquella fase como Bienio Negro, deslegitimaron a sus gobernantes y exigieron una «respuesta contundente», que acabó plasmando en la insurrección de octubre de 1934. Pero esta no se vio ya impulsada principalmente por los anarquistas, sino por socialistas e incluso comunistas, que proponían ahora «Alianzas Obreras» y «Frentes Populares» alrededor de programas básicamente antifascistas. Los anarquistas estaban agotados tras los desastres de 1932-1933, o quizás habían aprendido algo de ellos. Y cuando, ante la nueva convocatoria electoral de febrero de 1936, toda la izquierda se unió en un Frente Popular, aunque no entraron formalmente en ella, le prestaron, en la práctica, su apoyo.

La situación cambió en julio de 1936. Que los anarquistas no parecían preparados para lo que les vino encima parece indicarlo el congreso cenetista celebrado en Zaragoza un mes antes, en el que se aprobó una resolución que intentó definir, por primera vez en su historia, lo que significaba el «comunismo libertario», razón de ser, en principio, de aquella organización sindical. Tras largos debates entre muy variadas tendencias, que oscilaban desde la posición de un Abad de Santillán, favorable a la industrialización y la planificación económica, hasta el agrarismo y espontaneísmo de Urales y Sánchez Rosa, se acabó llegando a una resolución sintética, más cercana a los últimos que al primero. Pero el estallido de la guerra civil convirtió en letra muerta todos aquellos planes. Los «puros» pudieron sentirse seguros de que, por fin, había llegado la oportunidad revolucionaria. Pero l§s circunstancias y necesidades bélicas, a la vez que abrían vacíos de poder y resquicios para experimentos hasta entonces impensables, limitaban también las posibilidades de acción. En muchos casos, sobre todo en las retaguardias urbanas, todo lo que pudieron hacer los «hombres de acción» fue entregarse a una orgía de ejecuciones de enemigos indefensos. En otros, se emprendieron colectivizaciones, principalmente de tierras en Aragón y fábricas en Barcelona; pero estas tuvieron que funcionar con recursos muy escasos, por las circunstancias bélicas, o tuvieron que adaptarse a la satisfacción de las necesidades que aquellas circunstancias imponían. Los agraristas, en definitiva, cedieron ante quienes proponían convertir el sindicato industrial, o de ramo, en pieza central de una economía coordinada inevitablemente por el Estado. Y, sobre todo, se hizo necesario colaborar políticamente con la República, reconociendo que, por muy «burguesa» que fuera, una democracia era preferible a una dictadura fascista. Eso explica que, en un giro nunca visto en la historia libertaria, cuatro anarquistas —algunos de ellos pertenecientes a los sectores más radicales— se convirtieran en ministros del gobierno. El anarquismo «se adaptaba a la historia», como dijo uno de ellos, Juan Peiró, dirigente sindical perteneciente a la rama posibilista.

8 de junio de 1928: sentados, y de izquierda a derecha, Max Nettlau, Federico Urales y, tras este, María Anguera y Federica Montseny.

Del largo debate desatado entre analistas políticos e historiadores sobre la actuación de los anarquistas en la guerra civil, lo más relevante en relación con el tema del antipoliticismo es la discusión sobre si la República merecía ser defendida, porque era significativamente diferente al «fascismo», o si era un régimen burgués que sólo podía tener utilidad como tránsito hacia la revolución social. La segunda de estas posiciones, la dominante entre anarquistas y trotskistas, fue derrotada —recurriendo, cuando fue necesario, al uso de la fuerza, como en la Barcelona de mayo del 37— y se impuso la primera, la moderada, apoyada por el Partido Comunista y los republicanos no revolucionarios. No importa que aquella defensa de la democracia parlamentaria fuera para muchos sólo una maniobra táctica, de carácter oportunista. El PCE, el PSOE y desde luego los partidos republicanos lo acabarían incorporando de manera estable en sus programas y sería un factor crucial cuarenta años después, en la Transición. La CNT y la FAI, que no lo hicieron, sobrevivieron hasta el final de la guerra, pero perdiendo cada vez más prestigio, afiliados e influencia política. Incluso se debatió seriamente la posibilidad de convertir la FAI en un partido político, el síntoma quizás más evidente de hasta qué punto se había deteriorado su posición inicial. Todo terminó, en un catastrófico cuadro de encarcelamientos, ejecuciones y exilio, a partir de abril de 1939. Los anarquistas ni siquiera disfrutaron de la aureola demoníaca conferida por la propaganda franquista y las exigencias de la Guerra Fría a los comunistas, vistos como única y omnipresente oposición al régimen. Cuando la dictadura fue desmantelada, en 1976-1977, la CNT no supo sumarse a la postura común de los partidos de oposición, que exigía únicamente el restablecimiento de las libertades democráticas, y no resurgió.

Este rápido repaso por la historia, centrado en el tema del antipoliticismo, debería completarse con el planteamiento de algunos otros de los dilemas y contradicciones que acosaban, y en muchos casos dividían, a quienes se adscribían a una posición política y doctrinal, en principio, única, como era el anarquismo.

Uno de aquellos puntos conflictivos u oscuros era la filosofía moral que respaldaba las actitudes libertarias. Lo cual nos retrotrae a la pregunta inicial de este artículo: ¿por qué ha de ser el anarquismo una ideología de los humildes, de los trabajadores, del pueblo oprimido y explotado, y no una ideología elitista, de los fuertes, de unas minorías que se atreven a declararse libres o no sometidas a ninguna norma? En los Estados Unidos se utiliza hoy habitualmente la etiqueta de Libertarians para referirse a grupos políticos de extrema derecha cuya característica es abogar por una reducción drástica del papel del Estado en la economía y en la vida social. Se rebelan contra toda injerencia del poder público, cuya autoridad moral para regular sus vidas se niegan a reconocer; los individuos pueden y deben actuar en un mercado totalmente libre, sin regulaciones, y si necesitan defensa o protección física, pueden y deben hacerlo solos, con sus propias armas. Es decir, que la exigencia de que el Estado desaparezca de las vidas de los ciudadanos no viene de la izquierda, sino de medios ultraconservadores, que parten de una autosuficiencia aristocrática. En la época del anarquismo clásico en Europa hubo también expresiones de este tipo, abundantes sobre todo en medios artísticos e intelectuales, que, a partir de filosofías como la nietzscheana, proclamaban su desprecio hacia las masas, que tildaban de resignadas, pasivas o borreguiles. Frente a la solidaridad predicada por el anarquismo obrero o popular, proclamaban el egoísmo como principio moral; y exaltaban la acción, la fuerza, la rebeldía, frente a la fe en la razón y la capacidad liberadora de la ciencia que caracterizaba a la versión popular y solidaria del mensaje libertario. Esta última fue la que arraigó en España, y es muy sintomático que el más leído de los autores anarquistas fuera Kropotkin, que proclamaba como modelo de organización social a las abejas y las hormigas; colmenas y hormigueros, lo más opuesto al individualismo. La primera actitud, en cambio, la individualista y hedonista, fue típica de sociedades como las nórdicas o anglosajonas, y en España estuvo representada por muy pocos ejemplos (Baroja, el primer Maeztu, Julio Camba), ninguno de ellos obrero.

Pedro Kropotkin.

Un segundo y muy grave problema doctrinal —o nudo de problemas— no resuelto por el anarquismo fue la actitud frente al poder. En principio, su posición era de absoluta repulsa: ni en las organizaciones anarquistas existentes en la sociedad actual —aunque luchando por cambiarla— podía haber «dirigentes» ni ejercerse «poder» en ninguna de sus formas, ni en la sociedad postrevolucionaria se establecería una autoridad, y mucho menos una dictadura revolucionaria, por mucho que se declarara de carácter transitorio. En ambos casos, el principio proclamado era la ausencia de poder coactivo, sustituida por la acción libre y espontánea de los sujetos sociales. Sabemos, sin embargo, que en las organizaciones anarquistas, como la CNT, se ejerció un dirigismo encubierto, a veces a cargo de organizaciones clandestinas como la FAI. En cuanto al poder en situaciones revolucionarias, lo que hicieron las milicias anarquistas entre julio del 36 y mayo del 37, a las que hay unanimidad en culpar de la mayor parte de las ejecuciones de los considerados «fascistas», fue sin duda un ejercicio de poder; no hay mayor demostración de poder que quitar la vida a otro. Y, precisamente porque no se había pensado sobre el sistema de autoridad anarquista, ni había previsión alguna sobre las normas o contrapesos que limitarían su ejercicio, se hizo de una forma arbitraria y despótica. También es ingenuo suscribir versiones idílicas sobre el grado de libertad o espontaneísmo con que se tomaron las decisiones de colectivizar tierras o fábricas durante el primer año de guerra; con las milicias libertarias recién llegadas y tras haber llevado a cabo una primera ronda de fusilamientos, no es tan raro que pueblos en los que no existía previamente ni una mera sección de la CNT se pronunciaran unánimemente por la colectivización.

Un tercer aspecto en el que también fue compleja y oscilante la posición teórica de los anarquistas fue el de la aceptación de la ciencia y el progreso técnico o la defensa del retorno a un idealizado mundo rural. En la onda positivista y progresista de la Europa del XIX, la mayoría de los anarquistas —de nuevo, con la excepción de círculos nietzscheanos— confiaban de forma ciega en el avance científico como instrumento liberador de la humanidad. Esa actitud se prolongó, en España, hasta el final de la guerra civil. Las dudas sólo llegaron bajo el franquismo tardío, alrededor del 68, cuando la nueva izquierda mundial comenzó a extender actitudes críticas, impulsadas por el emergente ecologismo, frente a los males derivados de un crecimiento industrial incontrolado. Se dio entonces un giro de ciento ochenta grados y los grupos, o grupúsculos, que se han proclamado herederos del anarquismo clásico en las últimas décadas han incorporado de forma unánime una conciencia ecologista o antidesarrollista, como si fuera un derivado lógico de sus posiciones anticapitalistas y antiestatales. Pero no había sido así en la época anterior a la guerra civil.

Con toda esta complejidad y con sus múltiples contradicciones internas, el anarquismo se convirtió en un rasgo innegable de la cultura política española de las últimas décadas del XIX y primeras del XX. España, para quienes no tenían de ella más que una imagen simplificada, se asociaba con el anarquismo, tanto si esta palabra significaba esperanza como temor. Ya hemos advertido sobre los límites y las discontinuidades cronológicas y geográficas del fenómeno pero, incluso teniéndolas en cuenta, no hay duda de que algo de razón tenían los que establecían esa asociación; el anarquismo, tanto por sus dimensiones como por su pervivencia en el tiempo, tuvo en España una manifestación excepcionalmente fuerte. No es ilógico, por tanto, terminar este artículo con algunas reflexiones sobre las posibles causas del arraigo del fenómeno libertario en este país que, a la vez, arrojarán luz sobre otras dimensiones de su filosofía política.

No será preciso aclarar que descartamos establecer la vinculación entre anarquismo e historia de España a partir de nada misterioso o idiosincrásico, es decir, relacionado con características raciales o «formas de ser» colectivas. Algunas referencias a remotos «antecedentes» que a veces se mencionan para hacer de este rasgo algo esencial o eterno en el país versan en realidad sobre protestas típicas de los motines del Antiguo Régimen, sin ninguna especificidad española. Y para explicar el ciclo contemporáneo, como para explicar cualquier otra serie de acontecimientos, debemos recurrir a los factores habitualmente utilizados por cualquier historiador actual, como los económicos, políticos o culturales.

Comenzando por los primeros, muchos autores, especialmente vinculados a la historiografía marxista, se han referido al desarrollo tardío y desigual en el país —sus islotes industriales, dominados por pequeñas empresas familiares, rodeados por un océano agrario cuasimedieval—, como explicación del peso de ideales precapitalistas, comunitarios y autosuficientes, donde el dinero desaparecería, así como del recurso a tácticas insurreccionales y espontaneístas, no muy alejadas de las típicas jacqueries del Antiguo Régimen. Ninguna doctrina o actitud política se adecúa mejor a una situación de este tipo que el anarquismo, tal como lo predicaron Proudhon, Bakunin o Kropotkin. Esta explicación, interesante en principio, no tiene sin embargo en cuenta el hecho de que un mismo mensaje doctrinal arraigó en medios tan diferentes como el campo gaditano y el área industrial barcelonesa, y que fue precisamente esta última la que se convirtió en el baluarte más permanente y masivo de militancia libertaria. En términos socioeconómicos, sin embargo, Barcelona no se diferenciaba sustancialmente de cualquier otra ciudad industrial europea, donde el proletariado solía pivotar en torno a partidos y sindicatos socialistas. Tampoco es obvia, desde el punto de vista doctrinal, la conexión entre el anarquismo y el agrarismo. Como hemos visto, los elogios fisiocráticos a la agricultura que se encuentran con cierta frecuencia en las publicaciones libertarias se combinan con innumerables cantos al progreso y a la capacidad liberadoras de las máquinas. Pero, sobre todo, es que en toda la historia del anarquismo español nunca hubo un programa de demandas específicamente agrarias. Más convincente resulta la conexión de estos esquemas políticos con la mentalidad artesanal. En conjunto, con todo, los límites a la capacidad de respuesta que tiene la explicación socioeconómica son excesivos y obligan a recurrir a otros factores.

En la esfera política encontramos explicaciones que parecen muy pertinentes para entender el caso español. No es exagerado decir que el Estado español de finales del XIX era centralizado, ineficaz, autoritario, incapaz de crear servicios sociales o de ofrecer reformas laborales creíbles, muy distante respecto de la realidad social en la que se movía y siempre dispuesto a dar una respuesta militarizada a cualquier problema de orden público. Lo cual explica bastante sobre el fracaso de los planteamientos moderados en el obrerismo. La burocracia era más una fuente de empleos para las clases medias que un mecanismo regido por criterios de buena gestión o servicio público. Las prestaciones que el Estado proporcionaba, hacia 1900, eran casi inexistentes. El presupuesto público se dedicaba a gastos militares, la casa real, el mantenimiento del orden público (especialmente en el mundo rural, a través de la Guardia Civil) y el presupuesto de culto y clero. Cuando se enfrentaban con demandas o protestas sociales, los gobiernos —fuesen conservadores, progresistas o liberales moderados— respondían con el silencio o con la represión armada. Los cambios políticos eran, desde este punto de vista, minúsculos o ficticios, y la opinión pública sentía que los caudillos o dirigentes, incluso los que habían iniciado su carrera como tribunos de la plebe, traicionaban de forma sistemática sus promesas. Es comprensible que se extendiera la creencia de que las exigencias del Estado eran abusivas y que la vida sería mejor si no existiese un poder público, especialmente en áreas rurales que en lo esencial eran autosuficientes y que del gobierno no recibían más que recaudadores de impuestos o agentes de reclutamiento de mozos para el ejército; o en áreas como Barcelona, donde a la rivalidad crónica con la capital se añadía la falta de reconocimiento de sus peculiaridades lingüísticas o culturales. La distancia entre la «España oficial» y la «España real», el desprecio hacia las normas legales y el recurso a la «acción directa» eran rasgos que Ortega analizó como típicos de la política española; el anarquismo se limitó a llevarlos al extremo.

Pero la política no lo explica todo, ni siquiera en relación con un fenómeno tan político como este. También debemos tener en cuenta el ambiente cultural, que en la España de los siglos XIX-XX se caracterizaba, entre otros rasgos, por un bajo nivel de alfabetización y un abrumador protagonismo de la Iglesia católica. Este protagonismo había disminuido a partir de las décadas centrales del XIX: las tierras eclesiásticas habían sido desamortizadas, un alto número de órdenes religiosas y monasterios habían sido disueltos, amplias capas de la población habían abandonado las prácticas religiosas y hasta se habían producido muchas explosiones de violencia anticlerical en las ciudades, con el resultado de algunas docenas de curas y frailes muertos y algunos centenares de edificios religiosos quemados. Pero no era fácil liquidar un pasado católico tan fuerte como el español en una o dos generaciones. La pérdida de credibilidad de la Iglesia no eliminó la mentalidad religiosa y el catolicismo fue reemplazado por otras promesas redentoristas. Los ambientes políticos radicales y marginados eran un medio muy adecuado para este tipo de transferencia. Gerald Brenan escribió que el anarquismo era el protestantismo español. Díaz del Moral observó el fervor y el ascetismo casi fanáticos de los «apóstoles» anarquistas. La exigencia de «pureza», que el clero católico tan frecuentemente dejaba insatisfecha, parecía en cambio encarnar en estos personajes, cuyo prestigio se basaba en su rigor moral y vida austera más que en la profundidad o brillantez de su pensamiento o en los éxitos de su liderazgo político.

No pretendo explicar el anarquismo español solamente a partir de estos rasgos morales y religiosos. Ese tipo de moralismo existió en otras corrientes. Los llamados «santos laicos» fueron típicos de toda la izquierda española, desde la Institución Libre de Enseñanza hasta los comunistas, pasando por socialistas y republicanos. Pero los anarquistas fueron especialmente intransigentes con cualquier acomodación o concesión ante una realidad política y social que creían intrínsecamente perversa. Y es un factor en el que debemos insistir, porque fue descartado demasiado a la ligera por los historiadores llamados «sociales». Por otra parte, el anarquismo no sólo se caracterizó por el moralismo, sino por heredar una serie de mitos escatológicos ancestrales en los que habían creído los habitantes del mundo mediterráneo durante siglos o milenios. Entre estos viejos mitos, que sin duda encuentran ecos también, en menor medida, en otros movimientos políticos radicales, podríamos mencionar un planteamiento de tipo redentorista y apocalíptico. Uno puede encontrar en los textos anarquistas muchas referencias a una lucha permanente entre dos grandes poderes que ha inspirado los conflictos sociales a lo largo de los tiempos: el progreso, la libertad o el pueblo, enfrentados con la reacción, la autoridad o los privilegiados. No es exagerado ver en ellos reencarnaciones de las viejas divinidades del bien y el mal, dos polos éticos una vez más a punto de enzarzarse, o enzarzados ya en este momento, en la gran batalla final. Lo cual habría de conducir al triunfo del bien y la erradicación definitiva del mal en el mundo, pues así lo garantizaba la ciencia —la «palabra de Dios» contenida, no en la Biblia, el libro por antonomasia, sino en «los libros», a los que con tanto respeto se refieren los analfabetos.

El apocalipsis redentorista lleva consigo una serie de leyendas colaterales, como el paso por un período de prueba y purificación, caracterizado por la violencia y un breve dominio por parte del Mal, como tránsito necesario hacia el paraíso. El anticristo (el capital, el Estado, la Iglesia) extremaría sus maldades durante esa fase hasta un grado insoportable, pero en definitiva sería el anuncio de su próximo fin. Frente a él se alzaría un mesías o redentor carismático, cuya virtud y fortaleza habría de dirigir a las fuerzas del bien hacia la victoria; un mesías que podía ser individual o colectivo, pero que en cualquier caso se distinguiría por la pobreza y el sufrimiento, señales inequívocas de pureza, de no contaminación por la venalidad del ambiente, y garantía de su fidelidad al ideal revolucionario; y el no menos desposeído proletariado (pueblo de Dios) que habría de seguirle aportaría el número, la fuerza incontenible de las masas, a la que ningún dique sería capaz de contener. Se lograría así el reingreso en el paraíso, entendido como retorno al orden natural, armonioso y fecundo, del que la humanidad fue expulsada en el origen de los tiempos, cuando cayó bajo el dominio de las fuerzas del mal: cuando el Estado sustituyó a las comunas libres, como explicaba Kropotkin; cuando la propiedad privada y el capital reemplazaron las formas de vida comunitarias propias de las sociedades primitivas, como decía cualquier manual socialista.

Estos rasgos culturales, junto con los factores políticos, pueden ayudar a entender un fenómeno tan complejo y característico de la historia española como fue el anarquismo, y cuyo significado y atractivo para muchos de sus seguidores no está suficientemente reflejado en el contenido literal de sus mensajes doctrinales. Pueden, también, explicar por qué no reapareció tras la muerte de Franco. Durante el año y medio que siguió a aquella muerte hubo, sí, en Madrid y Barcelona algunos mítines multitudinarios —todos lo eran en aquellos tiempos— convocados por el movimiento libertario. Algunos creyeron que la «eterna España anarquista» estaba resurgiendo de sus cenizas. Pero no era difícil predecir que no volvería a existir nada semejante a la legendaria CNT. La secularización de la sociedad española, por un lado, y por otro la fuerte expansión y relativa modernización de los servicios públicos, con el correspondiente crecimiento del Estado, del que hoy es imposible pensar en prescindir, serían las claves que explicarían la erosión de la influencia anarquista. Y esos mismos cambios políticos y culturales convierten en muy poco probable que los años venideros sean de nuevo testigos de un fenómeno similar al anarquismo clásico. Algo muy distinto es que existan núcleos libertarios en universidades o en medios artísticos minoritarios. La presencia de «ácratas» sólo confirmaría que han pasado a la historia los viejos «anarcosindicalistas».