República y guerra civil

Julián Casanova

Universidad de Zaragoza

CUANDO LLEGÓ LA REPÚBLICA, el 14 de abril de 1931, la CNT apenas tenía veinte años de historia. Aunque muchos identificaban a esa organización con la violencia y el terrorismo, en realidad eso no era lo más significativo ni lo más sorprendente de su corta historia. El mito y la realidad de la CNT, el único sindicalismo revolucionario y anarquista que quedaba ya en Europa, se había forjado por otros caminos, por el de las luchas obreras y campesinas, un sindicalismo eficaz que ganaba conflictos a patronos intransigentes con los trabajadores. La CNT desarrolló sus lenguajes de clase y sueños revolucionarios en la prensa, en los talleres y fábricas, en las calles. Así, a través del adoctrinamiento y de las reivindicaciones laborales, quedó sellada su definición ideológica, su impronta antipolítica y antiestatal, su sindicalismo de acción directa, independiente de los partidos políticos, llamada a transformar revolucionariamente la sociedad.

Las críticas de la CNT al Estado y a los partidos políticos fueron puestas a prueba con la proclamación de la Segunda República y sobre todo con la llegada, por primera vez en la historia de España, de los representantes socialistas y de la UGT al gobierno. Autoexcluidos de la representación política, los dirigentes de la CNT, especialmente los que comenzaron a dominar la organización desde comienzos de 1932, pudieron mantener la llama de la pureza, la fuerza del mensaje anarquista enfrentado al proyecto democrático y republicano. Y ahí se manifestó claramente la atipicidad española: la existencia de un sindicalismo antipolítico de masas que podía defender su proyecto al margen de las instituciones políticas y parlamentarias. En el resto de Europa, un sindicalismo de ese tipo había pasado ya a la historia.

La CNT mantuvo relaciones muy difíciles con la República y conoció diferentes estados de ánimo, desde las expectativas iniciales de algunos a las insurrecciones inútiles de otros, pasando por la hostilidad de la mayoría de sus afiliados. Cuando estaban rehaciéndose todos esos caminos, llegó la sublevación militar de julio de 1936. De súbito, el anarcosindicalismo se encontró con lo que tanto había buscado sin éxito, con su oportunidad histórica de hacer la revolución, de convertir en realidad el sueño igualitario. Esa historia, de ocho años, y la de su trágico final, es la que se cuenta en las páginas que siguen.

MOVILIZACIÓN Y PROTESTA SOCIAL

La República abrió muchas puertas al sindicalismo revolucionario de la CNT, roto diez años antes por el pistolerismo anarquista y de la patronal y silenciado por la Dictadura de Primo de Rivera. Permitía, antes que nada, ocupar de nuevo el espacio público y poner en marcha todos los ritos movilizadores que identificaban a republicanos, socialistas y anarquistas desde comienzos del siglo XX. Manifestaciones con banderas y música, himnos revolucionarios y, sobre todo, el mitin: esas grandes reuniones donde se mezclaban la fiesta, la propaganda y las incitaciones a la acción revolucionaria. Para la CNT, la proclamación de la República no era sino un «hecho político» que había que convertir en «una revolución esencialmente transformadora de todos los valores políticos y económicos», con los medios propios y características del anarquismo: la acción directa y la lucha en la calle.

A esa República, «salida del pueblo», preferible a «una Monarquía por la gracia de Dios», se le pedían muchas cosas, pero sobre todo libertad. La CNT, que no confiaba en que los gobiernos republicanos modificaran la estructura social de clases, esperaba al menos un régimen de libertades que le permitiera aumentar la capacidad de organización de sus sindicatos o, dicho de otra forma, poder defender con éxito, con más éxito que sus rivales ugetistas, los intereses de las clases trabajadoras. Eso es lo que aparece escrito a comienzos de la República en los principales órganos de expresión de la CNT y de la FAI, algunos de los cuales sólo pudieron ver la luz gracias al triunfo de las candidaturas republicanas.

Aunque tales declaraciones siempre iban acompañadas de una enérgica ratificación del carácter antiparlamentario y revolucionario de la CNT, la negación a dar la batalla desde el principio al régimen republicano reflejaba las ilusiones que impregnaban la atmósfera española en el momento en que el rey Alfonso XIII tuvo que abandonar el trono. Galo Diez lo veía muy claro y así se lo dijo a sus compañeros en el Congreso Extraordinario de la CNT celebrado en Madrid en junio de ese año, dos meses después de la proclamación de la República. Al pueblo no sólo había que hablarle de sueños revolucionarios, sino también «de sus deseos, de sus necesidades, de sus miserias, de sus derechos». Comparada con la Dictadura, la República ofrecía muchas más cosas y, por lo tanto, no era prudente «perder lo poco, seguro, por lo mucho, inseguro». La mayoría de los españoles, pensaba ese dirigente, eran republicanos y estaban con su República «como niños con zapatos nuevos». Lo más sensato era «esperar que se gaste la ilusión por la República para emprender luego, con los republicanos desilusionados, el camino hacia un ideal mejor». Las circunstancias exigían cautela y no confundirse «con la causa de la reacción». Cuando el pueblo destrozara los zapatos, «ya los destrozará», la CNT se convertiría en la auténtica esperanza.

Mientras eso ocurría, la CNT aprovechó las libertades y esperanzas de los primeros momentos para fortalecer la organización. Su crecimiento fue al principio notable y en su momento de mayor apogeo, a finales de 1931, sus sindicatos contaban con unos 800 000 afiliados. El Congreso de junio fue el primero que pudo celebrar después de doce años, desde aquel de 1919 donde se había afirmado su definición ideológica, y eran muchos los anarcosindicalistas que no estaban dispuestos a desaprovechar esa oportunidad histórica de legalidad y crecimiento sindical.

Quienes ocupaban sus principales puestos de dirección no eran, como Juan García Oliver transmitió en sus memorias, «obreristas cansados» que habían abandonado «su línea de activistas revolucionarios» y se habían «apoderado» de esos puestos «valiéndose de la persecución de los disconformes». Eran anarcosindicalistas que se tomaron en serio la organización, sus luchas diarias y sus sueños utópicos, que forjaron sus rebeldías en los años de la Primera Guerra Mundial y que participaron en la definición ideológica de ese sindicalismo en sus principales congresos (1918, 1919 y 1931). Ahí sobresalieron gente como Ángel Pestaña, Eleuterio Quintanilla, José Villaverde o Joan Peiró. Ahora, a comienzos de la República, recogían los frutos de una actividad de lucha continua por la legalidad, que desde las fábricas y talleres, desde las reuniones sindicales, había parecido durante bastante tiempo, durante la Dictadura de Primo de Rivera, inútil. Su prestigio residía en las muchas horas dedicadas a la propaganda, a la reorganización de los sindicatos y a mantener desde la clandestinidad periódicos, revistas y panfletos.

Pero la luna de miel con la República duró poco. La República llegó a España en medio de una crisis económica internacional sin precedentes y aunque los factores económicos, como han mostrado los especialistas, no determinaron su trágico final, sí que complicaron el gobierno y la puesta en marcha de las reformas. La lucha por el control del trabajo disponible, por el reparto del espacio sindical, y la confrontación en torno a los jurados mixtos, el entramado corporativo propuesto por Francisco Largo Caballero desde el Ministerio de Trabajo, constituyeron los hilos conductores básicos de la agitación anarquista, de las huelgas planteadas y de los duros enfrentamientos entre los dos sindicalismos ya arraigados entre las clases trabajadoras.

La UGT, desde el gobierno, legislando y utilizando el aparato del Estado, ocupó un espacio cada vez más extenso en el campo de las relaciones laborales. La CNT lo percibió como una intromisión que limitaba enormemente su campo de actuación y optó por la acción directa, sin intermediarios estatales, por la calle como escenario de lucha y enfrentamiento con el Estado, y su sector radical comenzó a anunciar la revolución a fecha fija y a golpe de disturbio e insurrección. Esa pugna disparó las acusaciones e insultos y situó frente a la República a un sector importante de la clase obrera organizada.

Las movilizaciones cenetistas, y los conflictos en el campo y en las ciudades, ofrecieron muy pronto la oportunidad de comprobar que las fuerzas del orden, en especial la Guardia Civil, actuaban con la misma brutalidad que con la monarquía. En el primer año de la República hubo decenas de conflictos que se extendieron por áreas de latifundio, como Badajoz, o por zonas de pequeña propiedad y de aparente calma, como en Arnedo (La Rioja) y Epila (Zaragoza), que provocaron abundantes muertos, resultado casi siempre de choques con la Guardia Civil, que disparaba a concentraciones y manifestaciones de trabajadores ante la pasividad de algunas autoridades gubernativas.

El sector más puro del anarquismo encontró en los muertos y la represión un resorte para la movilización contra la República y contra quienes dirigían la CNT en ese momento. «El crimen, método de gobierno», comenzó a difundirse en los medios libertarios. Y fue a partir de enero de 1932, tras los sucesos de Arnedo, que dejaron once muertos, y la represión de la primera insurrección, cuando esa retórica sobre el derramamiento de «sangre proletaria» se incorporó a los medios de difusión anarquista. De la protesta se pasó a la insurrección. Tres tentativas de rebeldía armadas en apenas dos años, incitadas por militantes anarquistas y que contaron con algún apoyo obrero y campesino. Las dos primeras fueron dirigidas contra el gobierno de coalición de republicanos y socialistas que se había establecido desde la llegada de la República. La tercera, la que más víctimas mortales dejó en los combates, ocurrió en diciembre de 1933, a los pocos días de que los republicanos radicales de Alejandro Lerroux y la derecha de José María Gil Robles ganaran las elecciones.

INSURRECCIONES

El 19 de enero de 1932, mineros de la colonia de San Cornelio, en Fígols, comenzaron una huelga, se apoderaron de las armas del somatén y el conflicto se propagó a otras localidades del Alto Llobregat y Cardoner. La fuerza insospechada con la que arrancó ese conflicto minero nada tuvo que ver, por lo tanto, con las posteriores insurrecciones de 1933, anunciadas a fecha fija y ordenadas por los grupos dirigentes de la CNT y de la FAI. Las duras condiciones en las minas, con largas jornadas de trabajo y sin seguridad en el fondo de los pozos; la frustración de las expectativas que se habían creado para cambiar esa situación con la llegada de la República; y la lucha por los derechos de reunión y asociación, que ni con la nueva situación política estaban allí reconocidos, alimentaron un importante foco de descontento que se encendió la mañana del 19 de enero de 1932. En principio, era sólo una huelga, con esperanzas de modificar esas condiciones, aunque los más conscientes anunciaron el comunismo libertario. Convencidos de que sólo triunfaría si lograban apoderarse de las armas y frenar así la respuesta de la dirección de las minas, desarmaron al somatén y comenzaron a patrullar las calles.

La resistencia se extendió al día siguiente a otros pueblos ribereños. En Berga, Sallent, Cardona, Balsareny, Navarcles y Súria, pararon las minas, cerraron los comercios. En Manresa, piquetes de trabajadores impedían el acceso a fábricas y talleres. La interrupción de comunicaciones telefónicas y la sustitución de banderas republicanas por otras rojas y negras en algunos ayuntamientos de esas localidades anunciaban que aquello era algo más que la declaración de una huelga reivindicativa.

El 21 de enero, Manuel Azaña, presidente del gobierno, se dirigió a las Cortes. Nadie podía ponerse «en actitud de rebeldía» contra la República. «A mí no me espanta que haya huelgas … porque es un derecho reconocido en la ley». Pero frente a los «desmanes», la fuerza militar tenía la obligación de intervenir. Efectivamente, el 22 llegaban a Manresa los primeros refuerzos militares procedentes de Zaragoza, Lleida, Girona y Barbastro. El 23 habían ocupado todos los pueblos de la zona, excepto Fígols. Allí llegaron al día siguiente y comprobaron que los mineros habían volado el polvorín y habían huido por las montañas. El 25 se había restablecido el orden. Los mineros fueron despedidos. Los vecinos que se habían opuesto al conflicto colaboraron en la represión.

Las ilusiones de los mineros se malograron. La subversión del orden en las minas acabó muy pronto. Tampoco hubo saqueos, ni abolición de la propiedad privada, ni muertos. El Comité Nacional de la CNT, sin embargo, espoleado por las ganas de «hacer la huelga revolucionaria» que manifestaron algunos dirigentes sindicales de Barcelona, acordó, en su reunión del 23 de enero, cuando el levantamiento minero ya tocaba a su fin, «dar la orden de paro en toda España, aceptándola con todas sus consecuencias». Sólo algunos pueblos aislados del País Valenciano y Aragón respondieron. Tropas de infantería de Barcelona y Zaragoza se encargaron de sofocar los disturbios. El 27 todo se había acabado.

Un año después, en enero de 1933, la CNT, de la que habían desertado ya varias decenas de miles de militantes, volvió a la carga y las huelgas e incidentes con explosivos alcanzaron de nuevo a algunas poblaciones de Aragón y del País Valenciano. El ejército y las fuerzas de policía ocuparon posiciones estratégicas en las ciudades donde se preveían desórdenes. Los dirigentes sindicales fueron detenidos y las culpas y reproches se multiplicaron. Cuando todo parecía acabado, comenzaron a llegar las noticias de disturbios en la provincia de Cádiz, donde grupos anarquistas y comités de defensa locales amenazaban el orden en la capital, Jerez de la Frontera, Alcalá de los Gazules, Paterna de la Rivera, San Fernando, Chiclana, Los Barrios y Sanlúcar de Barrameda. La línea telefónica había sido cortada en Casas Viejas, una población de apenas dos mil habitantes a diecinueve kilómetros de Medina Sidonia. Grupos de campesinos afiliados a la CNT tomaron posiciones en el pueblo la madrugada del 11 de enero.

Visita de la Comisión parlamentaria a Casas Viejas. (Mundo Gráfico, 1 de marzo de 1933).

Tras algunos choques armados, las fuerzas del orden, mandadas por el capitán de la guardia de Asalto, Manuel Rojas, asesinaron a doce campesinos. Los enfrentamientos y esa masacre concluyeron con diecinueve hombres, dos mujeres y un niño muertos. Tres guardias corrieron la misma suerte. La verdad de los hechos tardó en conocerse, porque las primeras versiones situaban a todos los campesinos muertos en enfrentamientos con las fuerzas del orden, pero la Segunda República ya tenía su tragedia.

El gobierno, dispuesto a sobrevivir al acoso que desde la izquierda y la derecha emprendieron contra él por la excesiva crueldad con la que se había reprimido el levantamiento, eludió responsabilidades. «No se encontrará un atisbo de responsabilidad para el gobierno», declaró Azaña en su discurso a las Cortes del 2 de febrero de ese año. «En Casas Viejas no ha ocurrido, que sepamos, sino lo que tenía que ocurrir». Frente a «un conflicto de rebeldía a mano armada contra la sociedad y el Estado», él no tenía otra receta, les repitió varias veces a los diputados, aunque se corriera el riesgo de que algún agente del orden pudiera excederse «en el cometido de sus funciones».

La historia se repitió: tras una insurrección, la CNT convocaba movilizaciones para protestar contra la represión. Se pasó el resto del año protestando por los presos que iba acumulando en las cárceles y preparando intensamente la revolución que, por el momento, adquiriría de nuevo, unos meses después, la forma de otra insurrección abortada.

El 8 de diciembre, el día de la sesión de apertura de las Cortes, tras el triunfo del centro y de la derecha en las elecciones de noviembre, ante los rumores sobre la preparación de un movimiento revolucionario, el gobernador de Zaragoza, Elviro Ordiales, ordenó la clausura de todos los centros de la CNT. Al día siguiente, sábado, los enfrentamientos y tiroteos se extendieron por todos los barrios céntricos de la ciudad. El paro en el comercio, taxis, tranvías y autobuses era general y hubo intentos de incendiar algunos conventos.

Los incidentes continuaron hasta el 14, pero la batalla entre autoridades e insurrectos se desató también en numerosos pueblos de la región. Dejando de lado aquellos lugares en los que sólo hubo alteraciones del orden o meras adhesiones al movimiento revolucionario, los hechos adquirieron mayor gravedad allí donde se intentó proclamar el comunismo libertario. Así ocurrió en varias localidades de Huesca, Teruel y La Rioja. Fuera del área de influencia, los ecos insurreccionales alcanzaron puntos aislados de Extremadura, Andalucía, Cataluña y la cuenca minera de León. El 15 de diciembre se habían apagado. Cinco días había durado la insurrección que cerró el ciclo de ensayos de comunismo libertario. Fue la que más huella dejó de las tres: 75 muertos y 101 heridos entre los que subvirtieron el orden; 11 guardias civiles muertos y 45 heridos; 3 guardias de asalto muertos y 18 heridos. La CNT estaba rota, desarticulada, sin órganos de expresión. Retazos, en suma, de lo que dos años antes prometía ser una fuerza devastadora.

Como ya había ocurrido en las dos ocasiones anteriores, los dirigentes sindicalistas más moderados, que habían sido expulsados de la CNT, reaccionaron con dureza. «Entre la FAI y las masas de la CNT —escribió Joan Peiró días después de la insurrección— impera el más profundo de los divorcios». Acusó a aquella de emplear «dinero a espuertas en una campaña antielectoral que sólo podía favorecer a la reacción». Las revoluciones, concluía, «se hacen sumando fuerzas no dividiéndolas» y esa era «la lección severa» que tenía que asumir «la grey faísta». Peiró no hacía sino ser fiel a la valoración oficial de la Federación Sindicalista Libertaria, la organización que agrupaba a los sindicatos escindidos de la CNT: aquello había sido «un movimiento de pequeños grupos, de guerrilleros»; nada que ver con un movimiento de masas.

Todos los sucesos trágicos que acompañaron a esas insurrecciones anarquistas tuvieron como origen el enfrentamiento con las fuerzas armadas. No hubo excesos ni venganzas anticlericales y tampoco sus autores ejercieron violencia alguna contra los propietarios o los símbolos de la explotación económica, por nombrar algunos blancos contra los que sí apuntó el anarquismo en la revolución emprendida tras el golpe de Estado de julio de 1936. Que la violencia no se ejerciera en ese sentido, sin embargo, no dulcifica el carácter de ese método de coacción contra la autoridad establecida. Detrás de él había, esencialmente, un repudio del sistema institucional representativo y la creencia de que la fuerza era el único camino para liquidar los privilegios de clase y los abusos consustanciales ál poder.

Insurrección anarquista en Zaragoza. (La Estampa, 16 de diciembre de 1933).

Que la preparación y puesta en marcha de esas insurrecciones fue obra de grupos anarquistas iluminados por visiones catastrofistas es algo difícil de discutir. Detrás de esa supuesta revolución no había, ni podía haber, muchos campesinos o trabajadores de las ciudades. Quienes habían decidido la oportunidad del movimiento insurreccional no mostraron la misma capacidad para organizado. Entre otras razones, porque no había mucho que organizar. Una cosa era una huelga, un conflicto por las malas condiciones de vida, por el incumplimiento de las bases de trabajo o una protesta contra la represión, y otra muy distinta una insurrección armada. Una acción desvinculada absolutamente de la usual práctica obrera basada en el sindicalismo, que era al fin y al cabo donde residía la fuerza de la CNT, no podía ser apoyada por los sindicalistas moderados, que fueron desplazados de la dirección por negarse precisamente a adoptar esa táctica, que ellos consideraban errónea y suicida, de enfrentamiento abierto con el poder republicano.

Y es que el ciclo insurreccional contribuyó a desgarrar las heridas que habían sido abiertas en el verano de 1931, cuando treinta dirigentes de la CNT firmaron un escrito, «el manifiesto de los Treinta», en el que criticaban el «concepto simplista, clásico y un tanto peliculero, de la revolución», que se había instalado en algunos grupos de la FAI y de los llamados hombres de acción que encabezaban Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso y Juan García Oliver. Para los firmantes de ese manifiesto, entre quienes se encontraban Ángel Pestaña, Joan Peiró, Juan López y Francisco Arín, la algarada y el motín, «la preparación rudimentaria», debían dar paso a la previsión, a la disciplina y a la organización.

Las huelgas, las insurrecciones, el enfrentamiento con la República y las disputas por el poder inauguraron una etapa de recriminación y reproches entre los diferentes sectores en pugna, especialmente «treintistas» y la FAI, que aspiraban a controlar los importantes recursos movilizadores con que la CNT contaba en algunas ciudades españolas. Varias decenas de miles de militantes abandonaron la disciplina cenetista. Más dura, por lo que eso suponía para las ideas anarquistas, fue la posición que asumió Ángel Pestaña con la creación del Partido Sindicalista. Seguido sólo por unos cuantos, escandalizó y enfadó a muchos de sus compañeros, pero inauguró una nueva ruta que, en condiciones de estabilidad electoral y de no haber sido interrumpida por la guerra civil, hubiera podido forzar notables cambios en la relación hasta entonces infeliz entre sindicalismo y política.

Después de la insurrección de diciembre de 1933, la CNT estaba sumergida en una profunda crisis, escindida y sin recursos para plantear alternativas sólidas a los avances de la derecha y de la patronal. Tras el fin del ciclo insurreccional, durante el bienio gobernado por los republicanos radicales y la CEDA, las injurias y calumnias bajaron de tono. En el Pleno Nacional de Regionales de enero de 1936, la representación asturiana pidió «que se invite a los sindicatos de oposición a ingresar de nuevo en la CNT». Salvo el grupo de Pestaña, volvieron casi todos los que a comienzos de la República estaban en la dirección de la CNT, encabezados por Joan Peiró. En total, 69 621 afiliados y 85 sindicatos reingresaron en la organización en el Congreso que se celebró en Zaragoza en mayo de 1936.

La victoria de la coalición del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 permitió de nuevo a la CNT ocupar el espacio público, movilizar a sus afiliados y reorganizar sus efectivos. Atrás quedaban el tono victimista de sus declaraciones y el lenguaje agresivo contra republicanos y socialistas. Los vientos que soplaban entre los sindicatos de la CNT eran muy diferentes a los de 1933. Los centros obreros se reabrían. Las heridas ocasionadas por la escisión se cerraban. La prensa confederal, con censuras, pero sin suspensiones, se recuperaba. El Congreso de mayo de Zaragoza, en el que pudieron reunirse 649 delegados que representaban a 988 sindicatos y 559 294 afiliados, daba de nuevo motivos para el optimismo, incluso para la euforia.

El golpe de Estado de julio de 1936 cambió bruscamente ese rumbo. Lo que en la primavera de 1936 era debilidad, incertidumbre, vuelta a empezar, se tornó en el verano en fortaleza y revolución social. La guerra civil que siguió a esa sublevación impuso una lógica militar y frente a ella el sindicalismo de protesta y la clásica crítica al poder político quedaron inservibles. Una vez puesto en marcha ese engranaje de rebelión militar y respuesta revolucionaria, las armas fueron ya las únicas con derecho a hablar.

GUERRA Y REVOLUCIÓN

La sublevación militar no derribó al Estado republicano pero, al ocasionar una división profunda en el ejército y en las fuerzas de seguridad, destruyó su cohesión y le hizo tambalearse. El jefe de gobierno, el republicano Santiago Casares Quiroga, temeroso de la revolución y del desorden popular que podía estallar, ordenó a los gobernadores civiles que no repartieran armas entre las organizaciones obreras. Poco más pudo hacer porque la celeridad de los acontecimientos se lo tragó. Dimitió el 18 de julio por la noche. La mañana del 19 de julio aceptó el encargo de formar gobierno José Giral, amigo y hombre de confianza de Manuel Azaña. En ese gobierno sólo había republicanos de izquierda, prácticamente los mismos que estaban ya con Casares Quiroga, y fue Giral quien dio el paso decisivo de armar a los militantes obreros y republicanos más comprometidos, que salieron a las calles a combatir a los sublevados allí donde la fidelidad de algunos mandos militares, o la indecisión de otros lo permitió. Madrid y Barcelona, constituyen buenos ejemplos, aunque también Valencia, Jaén o San Sebastián.

Resulta innecesario, por lo tanto, seguir alimentando mitos. No fue el pueblo, «el pueblo en armas», quien venció solo a los rebeldes en las calles de las principales ciudades españolas. El Estado republicano, sin embargo, al perder el monopolio de las armas, no pudo impedir que allí donde los insurgentes fueron derrotados se abriera un proceso revolucionario, súbito y violento, dirigido a destruir las posiciones de los grupos privilegiados. Las calles se llenaron de hombres y mujeres armados, nuevos protagonistas, muchos de los cuales se habían significado por su vigorosa oposición a la existencia de ese mismo Estado. No estaban allí exactamente para defender la República, a quien ya se le había pasado su oportunidad, sino para hacer la revolución. Adonde no había llegado la República con sus reformas, llegarían ellos con la revolución. Los medios políticos dejaban paso a los procedimientos armados.

Un golpe de Estado contrarrevolucionario, que intentaba frenar la revolución, acabó finalmente desencadenándola. No era la primera vez, ni sería la última, que eso pasaba en la historia. Es muy probable que sin ese golpe, y sin ese colapso de los mecanismos de coerción del Estado, la apertura del proceso revolucionario nunca se hubiera producido. Por supuesto, si hubiera habido unanimidad a favor de la sublevación en las fuerzas armadas, cualquier resistencia hubiera sido vencida fácilmente. Las milicias sindicales, incluso armadas, no hubieran podido hacer nada frente a un ejército unido. Las organizaciones revolucionarias tenían capacidad para minar y desestabilizar a la República, pero no para echarla abajo y sustituirla. En el ejército español de julio de 1936 no había apenas conexiones con las propuestas revolucionarias, mientras que un buen número de jefes y oficiales mostraba claras simpatías por la causa autoritaria y contrarrevolucionaria.

Barcelona, 19-20 de julio de 1936.

«Si la sublevación militar ha desembocado en una gran guerra, se debe sobre todo a nuestra intervención combativa», afirmaba el anarquista Diego Abad de Santillán al recordar aquellos hechos, alimentando la leyenda de que todo se redujo a un enfrentamiento entre el ejército sublevado y el pueblo trabajador organizado en la CNT: «No fue la República la que supo y la que fue capaz de defenderse contra la agresión; fuimos nosotros los que, en defensa del pueblo, hemos hecho posible el mantenimiento de la República y la organización de la guerra».

De esa victoria de los libertarios al frente del pueblo trabajador quedó para la posteridad la imagen de una delegación de la CNT-FAI acudiendo al palacio de la Generalitat a entrevistarse con el presidente Lluís Companys. Iban «armados hasta los dientes … descamisados y sucios de polvo y humo», según el relato que entonces escribió Juan García Oliver. Companys los recibió «emocionado» para decirles que, aunque en el pasado nunca habían sido tratados como se merecían, «hoy sois los dueños de la ciudad y de Cataluña porque sólo vosotros habéis vencido a los militares fascistas». «Si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Cataluña, decídmelo ahora, que yo pasaré a ser un soldado más en la lucha contra el fascismo». Y la CNT y la FAI, que tenían al fascismo vencido, al pueblo en las calles y al poder político rendido a sus pies, «se decidieron por la colaboración y la democracia, renunciando al totalitarismo revolucionario … a la dictadura confederal y anarquista». Pudiendo «ir a por el todo», abandonaron esa ambición en un acto de «ética libertaria».

Abad de Santillán, que estuvo en esa reunión, explicó el porqué de ese comportamiento tan «ejemplar»: «Nosotros no creíamos en la dictadura cuando se ejercía contra nosotros y no la deseábamos cuando la podíamos ejercer nosotros en daño de los demás. La Generalidad se quedaría en su puesto con el presidente Companys a la cabeza y las fuerzas populares se organizarían para continuar la lucha por la liberación de España». Así surgió el 21 de julio el Comité Central de Milicias Antifascistas, compuesto por cinco anarquistas, tres dirigentes de la UGT, uno del PSUC, uno del POUM, uno de Esquerra Republicana, uno de la Unió de Rabassaires, uno de Acció Catalana y varios asesores militares. Según la literatura anarquista, con él nacía un modelo de organización y de poder revolucionarios, frente al gobierno «central» de José Giral en Madrid. En realidad, en los dos meses que funcionó, hasta su disolución a finales de septiembre con la entrada de los anarquistas en el gobierno de la Generalitat, poco o nada hizo para «ordenar» la actividad económica y política de Cataluña. Sus decretos fueron más bien orientados a crear mecanismos de control del orden revolucionario, reclutar y adiestrar milicias, donde destacaron García Oliver y Abad de Santillán, y dirigir el «mando único» de las operaciones de guerra en tierras aragonesas.

Muchos anarquistas vieron sus sueños cumplidos. Soñaron despiertos. Duró poco, pero esos meses del verano y otoño de 1936 fueron lo más parecido a lo que ellos creían que era la revolución y la economía colectivizada. Poco importaba que la revolución se llevara por medio a miles de personas, «excesos inevitables», «explosión de las iras concentradas y de la ruptura de cadenas», en palabras de Abad de Santillán. La necesaria destrucción de ese orden caduco era algo insignificante, en cualquier caso, comparado con la «reconstrucción económica y social» que se emprendió en julio de 1936, sin precedentes en la historia mundial. Esa es la imagen feliz del paraíso terrenal que transmitió la literatura anarquista, las declaraciones de Buenaventura Durruti a los corresponsales extranjeros, o en la prensa que podían leer los obreros de Barcelona y los milicianos en el frente de Aragón: «Los trabajadores se posesionaron de toda la riqueza social, de las fábricas, de las minas, de los medios de transporte terrestre y marítimo, de las tierras de los latifundistas, de los servicios públicos y de los comercios más importantes».

Milicianos en el Frente de Aragón.

En realidad, a esas transformaciones políticas y sociales del verano de 1936 y a la creación y organización de milicias, consideradas las máximas manifestaciones del poder popular, siempre les acompañó la violencia. La tea purificadora alcanzó en esas primeras semanas a políticos conservadores, militares, propietarios, burgueses, comerciantes, clero, trabajadores significados en las fábricas por sus ideas moderadas, católicos, técnicos y jefes de personal de las diferentes industrias. Antes de construir, había que eliminar de raíz el mal social y a sus principales causantes. Y la sangre corrió derramada por los múltiples comités de empresa, barrio y pueblo que se crearon al calor de la revolución; por los «grupos de investigación y vigilancia» encargados de limpiar la atmósfera de gente «malsana». Cualquiera podía llevar una pistola o fusil en aquel momento.

En las primeras semanas de guerra, por lo tanto, la «caza de fascistas», la defensa de la revolución y la persecución de sus adversarios fueron fenómenos inextricablemente unidos y en la práctica resultaba muy difícil de hallar la línea divisoria. Esa violencia empezó con la eliminación de quienes habían participado en la sublevación contra la República, siguió como una tarea urgente para suprimir la contrarrevolución y desembocó en una cuestión de ley y orden revolucionarios. Había llegado por fin la hora de que el pueblo se liberara de sus cadenas y muchos compartieron entusiasmados esa retórica extremista. El fuego purificador alcanzó con especial virulencia al clero. De los reproches éticos y las actitudes ofensivas, elementos comunes a la cultura anticlerical de republicanos, socialistas y anarquistas desde principios de siglo, se pasó definitivamente a la acción.

El recuerdo de esa revolución provoca, por lo tanto, posiciones enfrentadas: convulsión destructiva y radical para unos; demostración, para otros, de la capacidad creadora de los trabajadores en industrias y tierras sin dueños; autogestión obrera o imposición de los postulados de una minoría dirigente. Es una ambivalencia, por otro lado, presente en todos los fenómenos revolucionarios y períodos de cambio social que históricamente han ido acompañados de guerras y presiones internacionales. La revolución española, que los anarquistas consideraron exclusivamente suya, tuvo en las milicias, en las colectivizaciones y en los comités sus principales señas de identidad.

Las milicias eran la parte más importante de lo que los anarquistas llamaban «el pueblo en armas», columnas formadas por obreros, campesinos y residuos de unidades del ejército y de las fuerzas de seguridad no sublevadas. Las milicias dominaron en aquellos primeros meses de la guerra extensos territorios, crearon comités revolucionarios en los pueblos por donde pasaban, los sustitutos de los viejos ayuntamientos, ajustaron cuentas con las gentes de orden, con los derechistas y el clero, y propagaron la revolución expropiadora y colectivista. Todos los máximos dirigentes de esas columnas anarquistas, desde Durruti y Ricardo Sanz, que le sucedió al mando de la futura 26 División tras su muerte, pasando por Antonio Ortiz, Cipriano Mera o Gregorio Jover, que mandó después la 28 División —columna «Ascaso»—, fueron «hombres de acción», miembros de los principales grupos anarquistas de la FAI durante la Segunda República.

Esa atmósfera cálida del verano de 1936 envolvió también el nacimiento de las colectivizaciones campesinas. La explotación en común se organizó principalmente en aquellas tierras de propietarios absentistas, asesinados o huidos, o en las fincas incautadas directamente por grupos armados y por los comités revolucionarios. Evidentemente, las coacciones fueron mayores en las comarcas elegidas por las columnas como centro de operaciones.

Las colectivizaciones sólo pudieron crearse por el desmoronamiento de la legalidad vigente que siguió al golpe de Estado y no fueron el resultado natural del empuje o intensidad de las luchas sociales, aunque, antes de julio de 1936, estas habían dejado más huella en las zonas latifundistas de Castilla-La Mancha o Andalucía que en el campo catalán, valenciano o aragonés. De esos nuevos poderes locales amparados por las armas nacieron las incautaciones y de estas surgieron las explotaciones colectivas.

Esa inversión del orden social fue también un fenómeno genuino de la revolución en la Cataluña industrial. En los primeros momentos cundió la desorganización, con los propietarios, directores y gerentes eliminados o abandonando sus puestos temerosos de su destino. Era la hora de los sindicatos o, para ser más precisos, de aquellos militantes que ya se habían destacado en las luchas sociales de los años republicanos. El Pleno Regional de Grupos Anarquistas de Cataluña, celebrado el 21 de agosto de 1936, primer testimonio documental sobre este tema, discutió y aprobó «la incautación y colectivización de los establecimientos abandonados por sus propietarios … el control obrero de los negocios bancarios … y el control sindical obrero sobre todas las industrias que continúen explotadas en régimen de empresa privada».

La Generalitat tardó en reaccionar. Un mes después de la incorporación de la CNT a su gobierno, se promulgó, el 24 de octubre de 1936, el Decret de Col-lectivitzacions i Control Obrer del Consell d’Economia, fruto de ásperas discusiones entre las fuerzas políticas en él representadas, que proporcionaba aires de legalidad a los cambios revolucionarios. De acuerdo con su contenido, deberían colectivizarse las empresas cuyos propietarios hubiesen sido declarados fascistas por la sentencia de un tribunal popular o las hubieran abandonado; las empresas que antes del 30 de junio tenían más de cien trabajadores; y las empresas de cincuenta a cien trabajadores, si así lo decidían las tres cuartas partes de la plantilla. A las sucursales de empresas extranjeras se les daba un trato especial, precaución que ya había sido defendida por la CNT desde las primeras manifestaciones del control sindical.

Muchos anarquistas creyeron que, con la destrucción de la legalidad vigente y ese cambio de propietarios, la revolución era ya una cosa hecha. Los acontecimientos de julio de 1936 habían proporcionado, efectivamente, un ascenso fulminante de la CNT. En Cataluña, en la mitad oriental de Aragón y en algunas comarcas del País Valenciano, sus militantes de siempre se imaginaban dueños absolutos de la situación. Ya no eran «desheredados», carne de presidio, blanco favorito de la reacción y de los gobernantes. Ahora el pueblo —es decir, ellos— estaba armado y nada ni nadie podría detenerlo. Todos querían tener un carné de la histórica CNT. El periódico Solidaridad Obrera, que se repartió gratis en los primeros días en las calles de Barcelona, alcanzó pronto su apogeo, con tanta gente ávida de noticias frescas sobre la guerra y la revolución. Su tirada se disparó: los 31 000 ejemplares de comienzos de julio pasaron a 70 000 pocos días después de la sublevación y a 150 000 a finales de agosto.

Pero por muy destructiva y radical que se manifestara en el verano de 1936, la revolución no había hecho sino empezar. Los hechos enseguida demostraron que el horizonte no estaba tan despejado. La brecha abierta por los revolucionarios con la victoria lograda en Barcelona ni siquiera pudo extenderse hasta Zaragoza. Después de unas semanas en que todas las organizaciones políticas parecían aprobar esas formas de expresión de poder popular, de derribo del viejo orden, muy pronto quedó claro que el proceso revolucionario, o lo que otros definían como un combate contra el fascismo en una guerra civil, era en primer lugar una lucha por el poder político y militar. Una pugna por controlar las armas y los cambios por ellas favorecidos; por reconstruir ese Estado debilitado por la sublevación y el empuje popular.

ANARQUISTAS EN EL GOBIERNO

Como José Giral, el presidente de gobierno, no representaba a esa nueva movilización social y política abierta con la rebelión militar, dirigida también contra lo que quedaba del propio Estado republicano, ni a los múltiples poderes revolucionarios y sindicales que emergieron, los únicos que mandaban en ese escenario caótico del verano de 1936, tuvo que dimitir y dejar paso a Francisco Largo Caballero, quien formó gobierno el 4 de septiembre de 1936. Fue el primer y único gobierno de la historia de España presidido por un dirigente obrero y la primera vez que había ministros comunistas en un país de Europa occidental, aunque más extraordinario resultó lo que ocurrió después, cuando llegaron al gobierno los anarquistas.

El 4 de noviembre de 1936 cuatro dirigentes de la CNT entraron en el nuevo gobierno de la República en guerra presidido por el socialista Francisco Largo Caballero. Era un «hecho trascendental», como afirmaba ese mismo día Solidaridad Obrera, el principal órgano de expresión de la CNT, porque los anarquistas nunca habían confiado en los poderes de la acción gubernamental y porque era la primera vez que eso ocurría en la historia mundial. Anarquistas en el gobierno de una nación: un hecho trascendental e irrepetible.

Pocos hombres ilustres del anarquismo español se negaron entonces a dar ese paso y las resistencias de la «base», de esa base sindical a la que siempre se supone revolucionaria frente a los dirigentes reformistas, fueron también mínimas. El verano, sangriento pero mítico verano revolucionario de 1936, ya había pasado. Anarquistas radicales y sindicalistas moderados, que se habían enfrentado y escindido en los primeros años republicanos, estaban ahora juntos, esforzándose por obtener los apoyos necesarios para poner en marcha sus nuevas convicciones políticas. Se trataba de no dejar los mecanismos del poder político y armado en manos de las restantes organizaciones políticas, una vez que quedó claro que lo que sucedía en España era una guerra y no una fiesta revolucionaria.

El Comité Nacional de la CNT eligió los cuatro nombres destinados a tan sublime misión: Federica Montseny, Juan García Oliver, Joan Peiró y Juan López. En esos cuatro dirigentes estaban representados de forma equilibrada los dos principales sectores que habían pugnado por la supremacía en el anarcosindicalismo durante los años republicanos: los sindicalistas y la FAI. Joan Peiró y Juan López, ministros de Industria y Comercio, quedaban como indiscutibles figuras de aquellos sindicatos de oposición que, tras ser expulsados de la CNT en 1933, habían vuelto de nuevo al redil poco antes de la sublevación militar. Juan García Oliver, nuevo ministro de Justicia, era el símbolo del «hombre de acción», de la «gimnasia revolucionaria», de la estrategia insurreccional contra la República, que había ascendido como la espuma desde las jornadas revolucionarias de julio en Barcelona. A Federica Montseny, ministra de Sanidad, la fama le venía de familia, por ser hija de Federico Urales y Soledad Gustavo, y de su pluma, que había afilado durante la República para atacar, desde el anarquismo más intransigente, a todos los traidores reformistas. Ella iba a ser además la primera mujer ministra en la historia de España.

Del paso de la CNT por el gobierno quedaron escasas huellas. Entraron en noviembre de 1936 y se fueron en mayo de 1937. Poco pudieron hacer en seis meses. Se ha recordado mucho más lo que significó la participación de cuatro anarquistas en un gobierno que su actividad legislativa. Como la revolución y la guerra se perdieron, nunca pudieron aquellos ministros pasear su dignidad por la historia. Y como no podía ser menos, a semejante acto de ruptura con la tradición antipolítica se le achacaron todas las desgracias. Para la memoria colectiva del movimiento libertario, derrotado y en el exilio, de aquella traición, de aquel error sólo podían derivarse funestas consecuencias.

Anarquistas en el gobierno republicano. De izquierda a derecha y de arriba abajo: F. Montseny, García Oliver, J. Peiró y J. López-Sánchez.

Se menospreció así, en ese ajuste de cuentas con el pasado, lo que de necesario y positivo hubo en aquel giro extraordinario. Necesario, porque la revolución y la guerra, que los anarquistas no habían provocado, obligaron a articular una solución que, evidentemente, debía alejarse de las doctrinas y actitudes que históricamente les habían identificado. Positivo, porque esa defensa de la responsabilidad y de la disciplina, que convirtió precisamente la participación en el gobierno en uno de sus símbolos, mejoró la situación en la retaguardia, evitó bastantes más derramamientos inútiles de sangre de los que hubo y contribuyó a mitigar la resistencia que la otra estrategia disponible, la maximalista y de enfrentamiento radical con las instituciones republicanas, había alimentado.

Es evidente que un análisis de este tipo, que separa al historiador del juicio de autenticidad sobre la pureza doctrinal de aquellos protagonistas, lleva a considerar otras facetas olvidadas. Como la de que fuera un «anarquista de acción» como García Oliver quien consolidara los tribunales populares o creara los campos de trabajo, en vez del tiro en la nuca, para los «presos fascistas». O que a un sindicalista de toda la vida como Joan Peiró le correspondiera regular las intervenciones e incautaciones de las industrias de guerra. O que una mujer, en fin, escalara a la cúspide del poder político, un espacio negado tradicionalmente a las mujeres y que Franco volvería a negar durante décadas, desde donde pudo emprender una política sanitaria de medicina preventiva, de control de las enfermedades venéreas, una de las plagas de la época, y de reforma eugenésica del aborto que, pese a quedarse en una mera iniciativa, avanzó algunos debates todavía presentes en nuestra sociedad actual.

Los trágicos sucesos de mayo de 1937 en Barcelona, una «guerra civil» dentro del bando republicano, que dejaron decenas de muertos y heridos por las calles, aceleraron la pérdida del poder político y armado de los anarcosindicalistas. Esa violencia política en la retaguardia era la mejor prueba de que la República tenía un grave problema en su desunión interna, un verdadero obstáculo para ganar la guerra. La perdieron los republicanos, finalmente, por el desequilibrio de las fuerzas materiales de los dos bandos, por la política de no intervención de las potencias democráticas, por la intervención de la Alemania nazi y de la Italia fascista, porque Franco tenía las tropas mejor preparadas del ejército español. Pero también, por el fraccionamiento político y las disputas que siempre acompañaron a la República. Las grietas, como se comprobó en mayo de 1937, eran profundas, un abismo de desconfianza y división muy difíciles de salvar.

Bastante antes de perder la guerra, la revolución ya había dejado de ser para los anarquistas la referencia ineludible, aquella fuerza devastadora que se había llevado por delante en el verano de 1936 el viejo orden. Desapareció de la agenda de la CNT, incluso de su discurso.

El movimiento entró, desde la primavera de 1938, en fase de liquidación. Cada vez quedaba menos territorio que defender. Algunos de los periódicos libertarios no superaron esos difíciles meses y ni siquiera llegaron hasta el final. La penuria alcanzó también a Solidaridad Obrera, que había vivido su edad de oro, plena de abundancia, en los primeros meses de la revolución. Desde mayo de 1937 comenzó a faltarle el papel y la censura se ensañó con el diario que había encarnado el poder de la CNT. El 24 de marzo de 1939 apareció su último número. Unos días después, el 14, se publicó en sus locales de la calle Consell de Cent Solidaridad Nacional, el «Diario de la Revolución Nacional Sindicalista».

Todo se había acabado. Tras la conquista por el ejército de Franco de todo el territorio fiel a la República, el orden social fue restablecido con la misma rapidez con la que había sido derrocado. Las cárceles, las ejecuciones y el exilio metieron al anarcosindicalismo en un túnel del que ya no volvería a salir.