La Primera Internacional en España,
entre la organización pública
y la clandestinidad (1868-1889)
Clara E. Lida
El Colegio de México
LOS ORÍGENES
En el otoño de 1868, la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) dio sus primeros pasos en España de la mano de enviados de Mijaíl Bakunin, el reconocido revolucionario ruso. Brevemente, la historia se remonta a Bakunin y a su círculo más cercano, que hasta entonces se habían manifestado como defensores de la organización secreta, la tradición insurreccional y el revolucionarismo radical para lograr la destrucción del orden establecido y, a la vez, abolir las clases y lograr la igualación económica y social. Estos principios, expuestos aquí someramente, constituyeron la base de la Alianza Internacional de la Democracia Socialista, creada poco antes en Suiza, una de cuyas premisas era llevar a cabo la revolución internacional, aunque esto implicara el uso de la violencia política contra los sistemas represores que, según se aducía, eran los que primero recurrían a la violencia amparándose en el poder. Además, entre otros principios, la Alianza favorecía la colectivización de los instrumentos de trabajo, la abolición de los partidos políticos y la sustitución del Estado por la libre federación de asociaciones libres.
La creación de la Alianza en septiembre de 1868, no obstó para que, casi simultáneamente, Bakunin solicitara que esta fuera admitida en el seno de la Primera Internacional, que desde 1864 lideraba Karl Marx, en Londres. A finales de ese año, el Consejo General de la AIT respondió que se rechazaba dicha solicitud, a menos que la Alianza aceptara los Estatutos de la Asociación y que, como organización pública de trabajadores, se transformara en una sección federada de esta. A comienzos de 1869, Bakunin y sus compañeros parecieron aceptar las exigencias del Consejo y declararon disuelta la Alianza secreta, para transformarse en sección ginebrina de la Internacional.
La Asociación Internacional se sustentaba, ante todo, en la organización masiva y pública de los trabajadores y en su eventual transformación en un partido obrero revolucionario; en la noción de que por medio de la lucha de clases se lograría la destrucción de la burguesía y el triunfo del proletariado; que como resultado se establecería un estado socialista en el cual la acción política y la transformación económica estarían indisolublemente unidas, y que, finalmente, la propiedad privada se aboliría y se consumaría la apropiación social de los medios de producción y el producto. Así pues, los principios de la AIT eran irreconciliables con los de la Alianza. Para el Consejo General era inaceptable una organización secreta, en la que participarían sólo los más devotos. Tampoco eran compatibles con los Estatutos que sus seguidores estuvieran abocados a la destrucción de toda forma de estado y que la sociedad se organizara en una libre federación de comunas libres, pregonaran la igualdad social en vez de la lucha de clases, y pensaran que la reorganización económica se basaría en que los instrumentos de producción y el producto pertenecieran colectivamente a los productores según su trabajo. Para la AIT este sistema, que recogía ecos de doctrinas sociales y económicas en boga en el segundo tercio del siglo y las reivindicaciones del mundo artesanal y de los pequeños productores, resultaría en un colectivismo que se podría entender como una nueva forma de propiedad que perpetuaría diferencias de clase.
Giuseppe Fanelli, emisario
de Bakunin en España.
Los emisarios de Bakunin que llegaron a España después de la Revolución de septiembre de 1868, lo hicieron armados de los Estatutos de la AIT y del programa aliancista, sin sospechar que este último había sido rechazado por el Consejo General en Londres. Por ello, cuando comenzaron a difundir los principios internacionalistas entre pequeños grupos republicanos y obreros, lo que en realidad predicaban era una combinación sui géneris de los principios aliancistas y los de la Internacional. En otras palabras, difundían con entusiasmo dos concepciones que de hecho eran antagónicas, lo cual, eventualmente, marcaría un rumbo particular al socialismo anarquista en España, proveyéndolo de una amalgama ideológica que, estrictamente hablando, no era la de la Asociación Internacional de los Trabajadores.
Congreso de la Asociación Internacional de Trabajadores, La Haya (1872).
En el trienio siguiente, si bien se produjeron cambios y precisiones doctrinales, los seguidores de Bakunin y los partidarios de Marx, tanto en la AIT, en general, como en España, en particular, se encaminarían hacia una ruptura irrevocable. En el lenguaje, en la ideología y en la práctica, los internacionalistas bakuninistas y marxistas se enfrentarían con singular encono. A partir de la escisión consumada definitivamente en el V Congreso General, en La Haya, en septiembre de 1872, la Internacional cambiaría su curso. El Consejo Federal, partidario de Marx, se trasladó a los Estados Unidos, y cuatro años después se disolvió. Por su parte, los colectivistas, con centro en Ginebra, se proclamaban como los verdaderos representantes de la AIT, y al año siguiente, en el VI Congreso, votaban por nuevos reglamentos y una organización más descentralizada, con una oficina (bureau) federal internacional que rotaría según qué federación regional organizaba el siguiente congreso, y se ocuparía de la estadística y correspondencia. Si bien este cisma no es tema de estas páginas, el dato debe ser tenido en cuenta, pues en adelante, al hablar del internacionalismo, nos referimos a los colectivistas, o anarquistas, término que ya comenzaba a extenderse por diversos países para designar a los antiestatistas, partidarios de una autonomía radical e igualitaria. Sin embargo, el anarquismo sólo se podrá comprender si se entiende como un socialismo basado en los principios originales de la AIT, cuya meta era construir un movimiento obrero internacionalista, organizado, público y masivo, aun cuando conservara entre sus miembros la vocación insurreccional y secreta de la Alianza.
Volviendo a los orígenes en España, los enviados de Bakunin lograron agrupar a los primeros correligionarios y forjar los primeros grupos internacionalistas-aliancistas sobre la base de un doble nivel organizativo: uno público y otro secreto. Aunque después de la incorporación oficial de los bakuninistas en la AIT los principios de esta adquirieron mayor predominio en la Península, no se logró convocar un primer Congreso Obrero en Barcelona hasta junio de 1870, al que asistieron unos 100 delegados de sociedades obreras de diversas provincias. Allí se fundó entonces la Federación Regional Española (FRE), afiliada a la Asociación Internacional.
A mediados de 1870 parecía que el internacionalismo adquiría en España dinamismo y expansión propios, que se traducían en el desarrollo de nuevas secciones obreras, la publicación de una prensa internacionalista y el creciente reconocimiento entre los trabajadores de un movimiento que defendería sus derechos con mayor intensidad y compromiso que otros ya existentes, como las agrupaciones mutualistas tradicionales o los republicanos, más orientados al cambio político que al social. Pero este proceso, que auguraba un desarrollo sustentado y promisorio, se vio súbitamente alterado en la primavera siguiente, a raíz de la represión que se desató en la Europa continental después del alzamiento de la Comuna de París (marzo-mayo, 1871).
Origen de la sección AIT en España (1868).
De izquierda a derecha, Fernando Garrido,
Arístides Rey, José M.ª Orense (sentado),
Eliseo Reclus y Giuseppe Fanelli.
Una vez ahogada la resistencia parisina, el gobierno provisional de Louis-Adolphe Thiers encabezó la represión masiva contra los rebeldes y, con el apoyo de la amplia y extendida prensa antisocialista convertida en un verdadero cuarto poder, se inició la satanización de la Comuna, del radicalismo republicano y de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Por su parte, Jules Favre, ministro de Asuntos Exteriores, iniciaba una gran ofensiva continental para que los diversos países de Europa prohibieran la Primera Internacional y sus actividades, criminalizando el mero hecho de pertenecer a la Internacional. Así, desde finales de mayo de 1871 se iniciaron acuerdos con otros gobiernos europeos, formando de este modo una especie de «internacional burguesa» contra la Internacional de los Trabajadores, y sus seguidores y contra toda actividad considerada subversiva. En San Petersburgo, Berlín y Viena las leyes y persecuciones contra socialistas que ya existían sólo se endurecieron más; por su parte, los gobiernos de España e Italia también aceptaron la postura francesa, aunque con variantes. En ambos países meridionales se preservó la apariencia de legalidad al proceder jurídicamente, por medio de decretos y leyes, contra una u otra organización anarquista local, lo cual permitía también censurar sus órganos de prensa, clausurar sus locales y acosar a sus militantes.
Pese a las condiciones adversas, las actividades anarquistas en Europa, en general, al igual que en España, continuarían algunas veces a la luz pública, cuando las circunstancias locales lo permitieran, y otras de manera clandestina, cuando la represión fuera efectiva. Así, a mediados de la década de 1870 hay constancia de llamadas a la revolución e intentos insurreccionales para proclamar comunas revolucionarias en distintas ciudades, mientras muchos militantes huían de la persecución en sus países para buscar refugio en otros que, como Suiza y Gran Bretaña, contrastaban notablemente con el resto del continente. Ambos países recibieron exiliados socialistas perseguidos, otorgándoles asilo e, incluso, permitiendo que los recién llegados mantuvieran sus actividades políticas, siempre y cuando no amenazaran la estabilidad ni violaran las leyes del propio país de asilo.
LA FEDERACIÓN REGIONAL ESPAÑOLA HACIA LA CLANDESTINIDAD
Ya se ha señalado que España no quedó al margen de la violencia instrumentada desde el Estado, pero a diferencia de, por ejemplo, Francia, donde la intensa y amplia represión de la Comuna parecía haber decapitado al incipiente movimiento internacionalista, en España la situación fue distinta. Al comenzar a perfilarse su proscripción, la Federación Regional Española (FRE) era una agrupación ya bastante desarrollada numérica y geográficamente, con redes formadas por diversas federaciones regionales y secciones locales que poseían cierta autonomía. Así, cuando a partir de mediados de 1871, la joven Federación Regional Española se aprestó a «trabajar a la sombra» en caso de ser reprimida y declarada fuera de la ley, durante el convulso bienio amadeísta de 1871 a 1873, lejos de desmayarse ante los obstáculos desarrolló consciente y cuidadosamente una estrategia que le permitiera transitar hacia la clandestinidad cuando los contextos nacionales o locales lo exigieran, o permanecer a la luz pública mientras existieran coyunturas propicias.
En efecto, en junio de 1871, cuando a raíz de las negociaciones de Jules Favre con los diversos gobiernos europeos, Práxedes Mateo Sagasta, ministro de la Gobernación, emitió una circular a los gobernadores de provincia alertándolos contra la AIT, el Consejo Federal español decidió protegerse, trasladando a algunos de sus miembros de Madrid a Lisboa. Con razón dice el estudioso anarquista Max Nettlau, con feliz expresión, que ante el temor a las medidas oficiales de fuerza los miembros del Consejo decidieron «volverse invisibles e inasibles» y en caso de peligro hacer lo mismo con sus seguidores. La FRE desarrolló una estrategia que le permitiera transitar hacia la clandestinidad cuando las circunstancias gubernamentales así lo exigieran, o permanecer en la vida pública mientras ello fuera posible. Esto lo sintetiza el Consejo Federal en septiembre de 1872, al recriminar a una federación local por haberse disuelto por las presiones oficiales, en vez de prepararse a resistir de manera pública o secretamente y fortalecerse con la persecución.
Los cambios políticos y la subida del ministerio progresista encabezado por Manuel Ruiz Zorrilla, en julio de 1871, abrieron la posibilidad del regreso a España del Consejo Federal, aunque la caída de este gobierno en octubre de 1871 y el ascenso de uno más moderado, con Francisco de Paula Candau en Gobernación, renovó entre los internacionalistas los temores a una persecución, semejante a la intentada meses antes por el propio Sagasta.
Este miedo no fue injustificado, ya que a mediados de octubre se comenzó a discutir en las Cortes una propuesta para declarar la Internacional fuera de la ley, advirtiendo que la AIT, y por consiguiente la FRE, eran asociaciones delictivas que comprometían la seguridad del Estado, por lo cual debían ser disueltas y sus miembros debían ser considerados como reos y llevados ante la justicia. En consecuencia, cuando en noviembre se aprobó declarar la anticonstitucionalidad de la Internacional, la FRE recomendó a todas las federaciones prepararse para la organización secreta.
El 16 de enero de 1872, Sagasta, como presidente del Consejo y ministro del Interior, nuevamente se dirigió a todos los gobernadores de provincia para que disolvieran las secciones internacionalistas y se sometiera a proceso a sus miembros. Si bien el Consejo Federal paulatinamente constató que las instrucciones de Sagasta no tenían en la práctica mayores consecuencias, y que hacia finales de enero eran contados los casos de persecución, en previsión de cualquier peligro, se prosiguió con la organización secreta y la formación de pequeños grupos integrados por unos pocos individuos «de convicción firme», en aquellos lugares donde la FRE tuviera secciones de oficio y federaciones locales. Es decir, a comienzos de 1872, en previsión de una posible represión, los anarquistas españoles estaban ya dispuestos a continuar activos, «con la ley o a pesar de ella», planteándose dos fórmulas organizativas complementarias, según las circunstancias lo permitieran: la pública, cuando fuera legal, y la clandestina, en caso de quedar prohibida.
Sin embargo, a partir de junio de 1872, con el retorno de Ruiz Zorrilla encabezando un nuevo gobierno, las presiones sobre la FRE parecieron cesar hasta mediar el año siguiente, ya bajo la Primera República. Que la actividad pública pudo transcurrir sin mayores contrariedades, lo demuestra la posibilidad de convocar a un Congreso Obrero en Córdoba, a finales de diciembre de 1872, en el cual se ratifica la ruptura entre anarquistas y marxistas. Pero lo que nos interesa subrayar aquí es que, según la FRE, en esos momentos esta tenía más de 30 000 afiliados, cifra que no es verificable, pero sí indicativa del crecimiento del movimiento anarquista desde sus primeros pasos hasta entonces, con centros importantes en Cataluña y Valencia, pero con una presencia indudable en Madrid, Sevilla, Alicante, Málaga y, aunque más esporádica, en otros puntos de la Península.
Este crecimiento se corrobora si tenemos presente que entre 1869 y 1874, para ampliar la difusión ideológica y desarrollar una cultura política y la concientización entre los asalariados, en España se publicaron más de una docena de periódicos anarquistas y numerosos folletos, lo cual revelaba la existencia de un público afín, así como un significativo nivel de lectura individual y colectiva entre los anarquistas. La convicción de que la alfabetización no debía ser patrimonio exclusivo de otros, permitió a los internacionalistas españoles oponer al discurso dominante su propio discurso y desarrollar instrumentos de comunicación elaborados por y para ellos, y para sus potenciales seguidores.
Volviendo al contexto español más amplio, recordemos que tras la renuncia de Amadeo al trono y de la proclamación en febrero de 1873 de la Primera República, la situación política y social de España fue cambiando rápidamente, y con ella, la de los anarquistas. La activa participación internacionalista en algunas de las insurrecciones cantonalistas del verano de 1873 y la violencia desatada en Alcoy, en julio, marcaron el fin de la tregua, ya que a raíz de la dura represión y consiguiente persecución gubernamental, la Federación española recurrió nuevamente a la estrategia de que las federaciones locales se organizaran en pequeños grupos de carácter secreto.
Ante la multiplicación de noticias provenientes de diversas localidades sobre la creciente persecución y encarcelamiento de los compañeros internacionalistas, especialmente a partir de septiembre, debido al embate del gobierno de Emilio Castelar, la Federación Regional buscó diversas respuestas tácticas ante el peligro de desaparecer. La documentación muestra que el lenguaje de la Comisión se torna más perentorio en el otoño, al aconsejar a sus afiliados que ante la persecución se organizaran en secreto, ya que «si no se permite reunirse a la luz del sol, deben reunirse a la sombra, o por otros medios», sugiriendo que lo hicieran en grupos de ocho o diez, que se pudieran reunir en cualquier lado, en una casa o a campo abierto, y que «si no os fuese permitido reuniros en asambleas públicas hacedlas secretas». En adelante, estas consignas se repetirán con insistencia y variantes mínimas. Por un lado, se reiteraba la fórmula de reunirse en la sombra, o «en las tinieblas», de no ser posible hacerlo en público; por otro, se insistía en la pequeñez de los grupos para que allí donde la represión fuera mayor, los núcleos clandestinos se mantuvieran activos pero invisibles. Finalmente, como complemento de lo anterior, se recomendaba recurrir al disimulo y ocultamiento, y solicitar a los ayuntamientos que aprobaran el establecimiento de un ateneo, una escuela o una sociedad de socorros mutuos que sirvieran «de pantalla» para burlar a las autoridades y poder continuar asociados «dentro de la ley o fuera de ella». Así, a partir de la suspensión por el gobierno de las garantías constitucionales, la Comisión Federal insistía en la urgente necesidad de pasar a la organización secreta, o recurrir a engaños, aparentando cambiar el carácter de la organización, sin traicionar los principios y reglamentos de la Internacional: «de este modo, para la autoridad seréis un Ateneo y para nosotros la Federación local».
Si hasta entonces las recomendaciones habían sido sólo para evitar desaparecer, a medida que las acciones contra la Internacional se tornaban más encarnizadas, el tono de la Comisión también se fue radicalizando. Al discurso sobre la reorganización clandestina se sumó otro que reconocía la violencia como un mecanismo de lucha legítimo contra la represión y contra quienes la promovían. El 10 de noviembre, en su Circular 34, la Comisión establecía que los excesos contra los internacionalistas los empujaban a una respuesta extrema: «a un estado de horribles represalias [… a] la venganza personal», e invocaba como ejemplo a las trade unions inglesas, que en cir cunstancias semejantes se habían visto forzadas a incendiar fábricas o a matar a algún explotador o a un obrero traidor a la colectividad —amenazas que, en efecto, habían circulado en Gran Bretaña en la década anterior—. Aunque ya en junio de 1871, a raíz de la represión de los comunalistas parisinos, algunos internacionalistas españoles habían redactado un manifiesto dirigido «a los poderosos de la tierra», amenazándolos con la «guerra a muerte; guerra del productor contra el parásito y el explotador; guerra entre ricos y pobres», y con volar ciudades, la violencia retórica no había caracterizado el discurso de la FRE. Pero a finales de 1873, ante la represión creciente, la invocación de un ejemplo extranjero se convertía en un recurso retórico legitimador, al invocar como referente ejemplar nada menos que a la civilizada Inglaterra. A partir de entonces, la Comisión Federal planteaba, tal vez sin imaginarlo, los caminos de la violencia discursiva que durante los años de la clandestinidad, a partir de enero de 1874, seguiría el anarquismo en España.
El núcleo fundador de la Internacional en España, 1868: A - Giuseppe Fanelli; B - José Rubau Donadeu; C - Nicolás Rodríguez, lampista; D - José Fernández, broncista; 1 - Ángel Cenagorta, sastre; 2 - Manuel Cano, pintor; 3 - Francisco Mora, zapatero; 5 - Antoni Cerrudo, dorador; 6 - Enrique Borrell, sastre 7 - Anselmo Lorenzo, tipógrafo; 8 - José Posyol, tipógrafo; 9 - Julio Rubau Donadeu, litógrafo; 10 - José Adsuar, cordelero; 11 - Miguel Lángara, pintor; 12 - Quintín Rodríguez, pintor; 13 - Antonio Gimeno, equitador; 14 - Enrique Simancas, grabador; 15 - Ángel Mora, carpintero; 16 - Tomás Fernández, tipógrafo; 17 - Benito Rodríguez, pintor.
Con el golpe de Pavía y el decreto de disolución de la Internacional el día 10 de enero, este discurso se hizo más apremiante. El día 12, la Comisión Federal emitía su Circular número 38, en la que daba instrucciones precisas a toda la Federación Regional Española para defenderse, haciendo que «la organización pública sea secreta», y que los anarquistas se defiendan en nombre de la justicia dentro o fuera «de la ley burguesa». Esto se justificaba aduciendo que «los derechos naturales de asociación y reunión son anteriores y superiores a toda ley, y que nadie puede restringirlos ni atentar a su libre ejercicio». Por lo anterior, la Comisión recomendaba a las federaciones locales poner «en lugar seguro los documentos y objetos de importancia» y reiteraba la necesidad de dividir las secciones en grupos pequeños y secretos, «o adoptando la forma que cada federación en uso de su autonomía considere más acertada». Además, explicaba que en vista de que el gobierno y sus instituciones «se sostienen por la fuerza, sólo por la fuerza pueden ser derribadas», por lo cual las federaciones deberán «organizar todos los grupos revolucionarios que les sea posible, a fin de estar apercibidos y dispuestos para la acción revolucionario-socialista del proletariado».
Desde el punto de vista del lenguaje y del contenido, tal vez esta Circular 38 sea la que más explícitamente marca el paso de un discurso defensivo y de protesta a uno de confrontación e, incluso, de violencia social, como respuesta a la represión y persecución oficiales. Esto se evidencia en el llamado a mantener activa la organización y la propaganda para alcanzar el triunfo de la revolución social, mientras a la vez se advertía en términos francamente bélicos, que «la guerra social, la guerra de clases, la guerra entre pobres y ricos tantas veces provocada por la burguesía, no debe arredrarnos en lo más mínimo, porque tenemos la seguridad de que la Razón y la Justicia están con nosotros, y que el triunfo será de los hijos del Trabajo».
No cabe duda de que a partir del otoño de 1873, hasta su prohibición en enero de 1874, la Federación española formuló de manera detallada y específica, como una respuesta premeditada y razonada contra la represión, las tácticas de reorganización secreta que debían seguir sus asociados. Sobre la base de esas recomendaciones se construirían en adelante mecanismos de supervivencia, a partir de los cuales el anarquismo español lograría seguir activo hasta el otoño de 1881, cuando el regreso de la vida clandestina le permitió resurgir con fuerza renovada bajo el nuevo nombre de Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE). Sin embargo, en este proceso no sólo se exponían las tácticas de reorganización, sino que simultáneamente se iba construyendo un discurso que invocaba la acción violenta y las represalias, entendidas ahora de manera explícita no sólo como una lucha revolucionaria de clases, sino como estímulo simbólico a resistir la posible represión laboral y política manteniendo firmes las convicciones revolucionarias. Ahora bien, contrario a lo que con frecuencia se ha afirmado, nada prueba que más allá de episodios aislados, de carácter individual, en España se pasara de la retórica encendida a la confrontación violenta ni a la destrucción de vidas humanas. En cambio, lo que se manifestará esporádicamente en estos años de persecución y de represión política y de crisis económicas, son acciones a veces colectivas o individuales dirigidas contra la propiedad, tanto en ámbitos urbanos —sabotajes contra la maquinaria; petardos en fábricas, talleres y viviendas de empleadores; mensajes amenazadores—, como en los rurales —quema de cosechas, ataques al ganado, destrucción de máquinas agrícolas, etcétera—. Es decir, más de una vez se recurrió a invocar y ejecutar represalias contra aquellos patronos considerados abusivos e injustos con sus trabajadores.
LA CLANDESTINIDAD ESPAÑOLA
Durante la represión postcantonalista, la dualidad original sembrada por el bakuninismo permitió a la FRE mantener el asociacionismo público mientras fuera posible, pero pasar a la organización secreta en caso de persecución. Analizando la capacidad de los anarquistas para recurrir a esa experiencia fundacional en circunstancias adversas, apreciaremos mejor su capacidad para desarrollar originales patrones clandestinos de organización, de propaganda y de resistencia. Pese a la represión, el anarquismo español no abandonó sus lazos internacionalistas y, en la medida de las posibilidades, participó en los congresos, conferencias y demás actividades de la AIT; se mantuvo al tanto de los desarrollos y transformaciones doctrinarias y organizativas dentro del propio internacionalismo, y mantuvo vínculos con movimientos afines en Europa y América. Por todo esto, durante sus casi ocho años de vida clandestina, entre 1874 y 1881, el anarquismo español sólo se puede comprender en relación con las circunstancias internas de la Península, sin dejar de tener presente su inserción internacional.
En junio de 1874, la FRE se reunió por vez primera en un congreso clandestino en Madrid. En él se acordó ratificar la autonomía de los individuos y los grupos, mantener un estado de «conspiración obligatoria», convocar a la organización secreta, aumentar la propaganda, ejecutar represalias —nombre también de una hoja clandestina publicada entonces— y llevar a cabo actos considerados revolucionarios; finalmente, se exhortaba a acentuar las medidas preventivas que permitieran escapar a la vigilancia oficial. En razón de lo anterior, la FRE se reorganizó en unidades más pequeñas y autónomas, denominadas Comarcas —que correspondían aproximadamente a las regiones geográficas—. Cada una se debía mantener en contacto con sus afiliados, y continuar la organización, la información y las labores de proselitismo. Las Comarcas se reunirían en Conferencias secretas que sustituirían los congresos públicos, a las cuales asistiría solamente un delegado de la Comisión Federal; las funciones de la Comisión, según el modelo de la Oficina federal, serían ser «centro de correspondencia y estadística», y actuar de enlace para toda España y de vínculo con las secciones internacionales.
Al mes siguiente, en julio, un clandestino «Manifiesto a los trabajadores» con retórica inflamatoria advertía que todo explotador y parásito sería alcanzado por las represalias y que sus propiedades serían consumidas por el fuego. Esto lo reiteraría en Bruselas un delegado español de la FRE, que en agosto asistió al VII Congreso Internacional bajo nombre falso, un mecanismo que en adelante sería utilizado una y otra vez para que los españoles pudieran acudir a reuniones internacionalistas con la esperanza de no ser detectados por las autoridades. Allí no sólo afirmó —cierto o no— que las propiedades de varios «infames explotadores» habían sido arrasadas por el fuego, sino que auguró que la «guerra de clases» les seguiría costando cara, ya que aquellos tenían mucho más que perder que los «pobres» y «desheredados» privados de todo. El lenguaje seguía las líneas discursivas marcadas desde enero en la Circular 38. Pero lo que hasta ahora había sido una retórica amenazadora, pero intermitente, en adelante se repetiría con frecuencia, poniendo el acento en la violencia revolucionaria y en la confrontación de clases.
La primera Conferencia Comarcal se celebró en Sants en 1875, y estas continuaron reuniéndose en diversos lugares hasta 1880. Durante ese lustro, la actividad clandestina transcurrió con más o menos altibajos, pero se mantuvo la urgencia por definir «medidas prácticas» para llevar a cabo la revolución por cualquier medio posible. La preocupación por que la actividad federada se sostuviera, hizo que se alentaran la acción y la práctica revolucionarias. Para ello se acordó la creación de grupos de vigilancia y propaganda revolucionaria, así como la organización de «comités de guerra» en cada comarca para llevar a cabo la revolución social, y se advirtió que todas estas actividades debían permanecer en el más absoluto secreto, y que los delatores y traidores serían severamente castigados. Es cierto que pese a la actividad de las distintas comarcas, la FRE sobrevivía con dificultad, pues ni la organización en comarcas autónomas, ni la abundante propaganda difundida en hojas sueltas y periódicos clandestinos podía impedir que el movimiento obrero languideciera ante los embates oficiales. Sin embargo, la Federación se mantuvo activa, sobre todo, en tres regiones principales: en Barcelona, donde se contaba con el apoyo de las sociedades obreras, y en Madrid, aunque las posibilidades de actuar eran más limitadas y la vigilancia oficial más inmediata. En cambio, se informaba de que en Andalucía —especialmente en Sevilla y Cádiz— aumentaba el número de afiliados, así como el de federaciones locales.
Aunque en julio de 1876 se promulgó una nueva constitución, que en principio permitía las asociaciones obreras, en la práctica las de carácter internacionalista continuaron prohibidas y criminalizadas en el Código Penal. El nombramiento de Antonio Cánovas del Castillo como presidente de gobierno tampoco auguraba cambios positivos para la FRE. Por otra parte, al concluir la guerra carlista en 1876 y la guerra de Cuba en 1878, la situación de España era bastante sombría. La situación social reflejaba la grave contracción de la economía, y a partir de 1878 el paro obrero trajo aparejado un fuerte descontento laboral. Paralelamente, el campo andaluz sufrió una fuerte y compleja crisis agraria, en la que incidían sequías, plagas y pérdidas de cosechas. Así, durante casi un lustro, el malestar se extendió desde Barcelona hasta Extremadura, pasando por el Levante y Andalucía. En esta última región la crisis alcanzo magnitudes tales que sumió en el hambre a una gran parte de la población agro-urbana del sur duramente afectada por el paro agrícola, y a comienzos de febrero de 1881 esto dio paso a la caída del gobierno de Cánovas y su sustitución por el de Práxedes Mateo Sagasta. En esta coyuntura, se reconoció el derecho de asociación, lo cual permitió que las organizaciones políticas y sociales que habían permanecido en la clandestinidad resurgieran públicamente. En septiembre, los anarquistas españoles convocaron a un congreso obrero en Barcelona, donde se decidió reconstituir la Federación española ahora bajo el nombre de Federación de Trabajadores de la Región Española.
Durante estos años, aunque la vigilancia y la persecución no les dieron tregua, los anarquistas mantuvieron la actividad propagandística por todos los medios posibles. El contacto entre los españoles y los internacionalistas europeos se mantuvo por medio de viajes, correspondencia, presencia en o adhesiones a reuniones secretas, especialmente las que tenían lugar en Francia (París, Lyon, Marsella), donde las organizaciones obreras comenzaban a resurgir clandestinamente cinco años después de la Comuna. No menor fue la participación española en congresos internacionales: el VIII en Berna, en 1876, y el IX en Verviers, en 1877; un Congreso Socialista Mundial, en Gante, en 1877, y, finalmente, un último X Congreso General, también llamado Socialista Revolucionario, en 1881, en Londres. Si tenemos en cuenta las dificultades políticas y de recursos para desplazarse de un lugar a otro, la intensa actividad desarrollada por los españoles para mantener sus vínculos internacionales y su capacidad de suministrar información amplia sobre lo que acontecía en la Península resulta sorprendente.
Otro medio efectivo de propaganda fue la impresión de una prensa clandestina, en la mayoría de los casos de existencia efímera y formato modesto, pero cuya abundancia y aparición en coyunturas tan poco propicias no deja de sorprender. Entre estas publicaciones, sabemos de la existencia de algunas de corta vida, como A los Obreros (1875), La Revolución Popular (1877), La Bandera Social (1878) y La Comuna Libre (1880). Pero también existieron algunas otras de vida más larga, como La Solidaridad (1874-1876), El Orden (1875-1878) y El Municipio (1879-1880). Pese a la censura, pero conscientes de ella, en estos impresos lo mismo se incluían notas sobre cuestiones doctrinales, como noticias sobre condiciones económicas y sociales, cuidando siempre de evitar dar información que comprometiera a nadie, pero transmitiendo entusiasmo por la acción revolucionaria. A la prensa se sumó la publicación de carteles, hojas sueltas, circulares, así como folletos y demás información impresa generada por la Comisión y por diversas federaciones. Esto sin contar la publicación en Barcelona de La Revista Social, que si bien entre 1872 y 1874 había aparecido en Manresa como «órgano de los obreros manufactureros de España», después lo haría en Barcelona hasta 1880, sin subtítulo alguno, pero dando abundante información sobre los conflictos sociales y del mundo del trabajo dentro y fuera de España, lo cual, nolens volens, permitía a sus lectores tener información sobre esos asuntos. La prensa anarquista se convirtió entonces en un mecanismo con múltiples funciones. Por una parte, contribuyó a forjar una comunidad ideológica, informada y solidaria, y a estimular la vocación militante de sus seguidores; por otra, fomentó la participación de los lectores incitándolos a enviar comentarios y noticias, lo cual convertía a los lectores en corresponsales activos, atentos a los desarrollos y problemas en sus diversas localidades.
También la prensa anarquista europea, tanto la que se publicaba clandestinamente en diversos países como la que en Suiza tenía carácter público, participaba de los mismos mecanismos que la española para proveer a sus lectores internacionales y locales de noticias provenientes de cada país, servir de vínculo entre las diversas federaciones, y mantener así la cohesión y el compromiso internacionalistas. Su amplia distribución en los cantones helvéticos permitía que los militantes, de manera individual u organizada, establecieran desde allí canales para la difusión clandestina hacia aquellos países donde circularía por redes secretas internas, burlando la censura. Estas redes permitían tener información sobre la intensa actividad clandestina en diversas latitudes, incluyendo a España. Hay que tener presente que en estos años el desarrollo de las actividades en un país no se entendería de manera aislada, ya que la imbricación de los grupos nacionales y locales con los internacionales era continua y ampliamente compartida y su difusión dependía de las redes tejidas por los militantes y las federaciones de cada lugar.
No exageramos al reiterar la labor que se realizaba desde Suiza para distribuir información impresa. Por el contrario, vale la pena recordar que entre 1868 y 1878, la importante sección del Jura publicó en La Chaux-de-Fonds, el Bulletin de la Fédération jurassienne, de orientación colectivista, bajo la dirección de James Guillaume. El Bulletin informaba extensamente sobre la organización en diversos países, así como de las discusiones que tenían lugar en los congresos y las conferencias internacionales y las directrices doctrinales que en ellos se aprobaban. También, L’Avant Garde (1877-1878), que servía de órgano quincenal de la recientemente formada sección francesa de la Internacional, difundió información novedosa, inspirado por Paul Brousse, exiliado después de la Comuna. Ahí, al igual que en el Bulletin, colaboró activamente un joven y activo emigrado ruso, miembro de la Federación del Jura, Pedro Kropotkin, así como anarquistas alemanes exiliados en Suiza.
En esos periódicos aparecieron noticias de España; incluso, tras el intento de asesinato de Alfonso XII por Juan Oliva Moncasi, en octubre de 1878, L’Avant Garde alabó su valentía y el «gran servicio a la revolución» (18 de noviembre de 1878). Ya desde antes, el periódico había expresado entusiasmo ante otros intentos fallidos de magnicidio. Los ejemplos no faltaron. Desde Rusia se supo de los ataques llevados a cabo por Vera Zasulich, en enero de ese año, contra el general Fedor Trepov, gobernador militar de San Petersburgo, y por Alejandro Solovev, en abril, contra el zar Alejandro II. Tampoco faltó información sobre los actos contra el káiser Guillermo I, ejecutados en Alemania por Max Hödel y Cari Eduard Nobiling, en mayo y junio, respectivamente. Más adelante, en diciembre, también vio la luz información sobre el intento de Giovanni Passanante de acuchillar al rey de Italia, Humberto I. A raíz de lo anterior, las autoridades suizas consideraron que aplaudir semejantes actos criminales era también alentarlos y que ello quebraba el orden y la neutralidad del Estado, por lo cual Brousse fue arrestado, procesado y expulsado del país, y el periódico prohibido. Pero en febrero del año siguiente surgió Le Révolté (1879-1887), dirigido por una nueva generación revolucionaria nacida al mediar la década; eran activistas el propio Kropotkin, Georges-Henri Herzig, François Dumartheray, y contaron con la colaboración de otros, como Errico Malatesta, Andrea Costa, y el mayor de todos, Élisée Reclus. Le Révolté impulsaría con vigor la tradición de una prensa radical que desde Ginebra informaba sobre el internacionalismo revolucionario y sus acciones en diversos países, pero también daría a conocer desde sus páginas nuevos giros doctrinales y organizativos que, como veremos más adelante, incidirían sobre el internacionalismo. Pese a las políticas coercitivas en diversos países —incluyendo España—, los periódicos se destacaron por difundir entre los militantes noticias sobre los movimientos revolucionarios, no siempre anarquistas, que se desarrollaban en diversas latitudes. De hecho, es notable el intenso activismo revolucionario que aparece en la prensa internacionalista —pero también en otra de tendencias diversas e, incluso, antagónicas— atravesando Europa de este a oeste y de norte a sur en esa segunda mitad de la década.
Atentado cometido por Juan Oliva Moncasi contra Alfonso XII. (La Ilustración Española y Americana, 30 de octubre de 1878).
LA RADICALIZACIÓN EUROPEA Y LAS TRANSFORMACIONES DOCTRINALES
Recordemos algunos ejemplos cuyos ecos resonaron fuertemente en diversos países, incluyendo España, y en el propio movimiento anarquista. A finales de la década de 1870, Rusia ocupó con frecuencia las noticias impresas debido a la intensa movilización de los sectores radicales rusos, con su notable participación de mujeres, contra la autocracia zarista. Los atentados magnicidas se consideraron como una forma de «violencia defensiva» contra blancos determinados que abarcaban, entre otros, a funcionarios y agentes del gobierno; a terratenientes, dueños de fábricas, grandes propietarios y ricos en general; y a espías policiales, traidores y delatores dentro del propio grupo. Desde la década de 1860, la organización populista secreta, Zemlia i volia (Tierra y Libertad) promovió la revolución campesina y la federación de comunas rurales que sustituyeran el autocrático Estado zarista. En 1878, un ala más radical se volcó a la acción directa y preparó el atentado que llevó a cabo V. Zasulich contra el general Trepov. Al año siguiente otra escisión constituyó la sociedad conspirativa, Narodnaia volia (Voluntad del Pueblo), dirigida por un Comité Ejecutivo, con el fin de establecer un socialismo revolucionario y comunalista agrario. Un pequeño grupo, Chernyi peredel (Reparto Negro) retomaría la violencia revolucionaria, hasta lograr asesinar a Alejandro II en marzo de 1881. El magnicidio fue recibido por los internacionalistas como una verdadera hazaña revolucionaria, pero en otros ámbitos, los narodniki («populistas») fueron satanizados por la prensa de la época, e incluso por cierta historiografía posterior que los representó como «nihilistas» ciegamente destructivos, pese a que sus objetivos eran exclusivamente los autócratas y sus colaboradores. En esos años, muchos de esos narodniki huyeron al exilio, y hallaron refugio en Suiza, donde pronto se vincularon con la Internacional, que los reconoció como suyos por su socialismo revolucionario y comunalista.
El movimiento republicano irlandés, llamado Feniano, del cual emergieron diversos grupos radicales por la independencia, como la Irish Republican Brotherhood, también llamó la atención de la prensa general, y de la anarquista en particular. En ella se comentó ampliamente la agitación agraria y la movilización organizada por esa fraternidad contra la presencia británica, así como diversos actos de violencia y atentados contra políticos ingleses cometidos por grupos afines, como The Invincibles (nombre que adoptaría un grupo anarquista en París). Aunque el movimiento irlandés era nacionalista, su carácter agrario influyó en el anarquismo, al mostrar el potencial revolucionario de las poblaciones campesinas.
También se difundió el recurso a la rebelión (fatto insurrezionale) para enseñar con el ejemplo los principios anarquistas en Italia. Destacó especialmente el intento de insurrección campesina en el macizo del Mátese, en el sur de la provincia de Benevento, en abril de 1877, cuya organización se atribuyó a los anarquistas, y se señaló a un populista ruso exiliado en Italia y miembro de la Internacional, Serge Kravchinski (alias Stepniak o Rublev), quien había escrito unas Instrucciones para «la guerra de bandas», es decir, de partidas de campesinos armados. La represión no se hizo esperar y las protestas tampoco. En ciudades importantes, como Florencia y otras, se realizaron amplias manifestaciones que fueron también severamente ahogadas. Como resultado, en noviembre de 1878 se produjo el atentado de Passanante, ya mencionado, contra el rey Humberto I. Poco después, en Florencia, en medio de una demostración de adhesión al rey, estalló una potente bomba que dejó varios heridos, y un episodio parecido ocurrió en Pisa. Aunque no era claro que los internacionalistas fueran directamente responsables, dichos actos de violencia sirvieron de fácil pretexto para reprimirlos. Estos atentados con bombas, semejantes a la empleada por F. Orsini en 1858, contra Napoleón III, caracterizaron la violencia italiana antes de extenderse por toda Europa una década más tarde.
En España estos actos considerados por sus autores como legítimas armas revolucionarias en respuesta a la represión e injusticia, no escaparon al interés público. Tampoco pasó desapercibida la vinculación de estos movimientos con los problemas agrarios y las poblaciones campesinas, ni la idea de establecer la comuna campesina. Era paradójico que los periódicos de amplia circulación, como El Imparcial y otros, comentaran extensamente sobre estos «actos funestos» y que esa prensa más o menos oficial fuera la que contribuyera más a difundir información sobre tales acciones, incluso con mayor amplitud y detalle que las propias publicaciones anarquistas, que a menudo se limitaban a reproducir fielmente las noticias dadas por otros periódicos. Esta argucia tenía una doble ventaja: por una parte, evitaba que la prensa internacionalista fuera censurada, pues era información ya publicada legalmente por otros, pero además, permitía a los anarquistas que sus propios lectores extrajeran las lecciones correspondientes sobre los modos de ejecutar actos revolucionarios y reflexionaran sobre la legitimidad justiciera de llevar a cabo represalias contra tiranos y opresores.
En el plano internacional también se iban definiendo dos líneas doctrinarias de distinto signo: el anarco-colectivismo y el anarquismo-comunista, calificado a veces como socialista revolucionario. Esta división respondía tanto a influencias externas, como a los cambios que tenían lugar en el propio movimiento. A mediados de ese decenio, quienes en los inicios de la Internacional se habían distinguido por su liderazgo, estaban desapareciendo, como Bakunin, quien, ya enfermo, moría en 1876. En su lugar surgían líderes más jóvenes, marcados por la vida clandestina, la represión y el exilio, especialmente en Suiza. Entre quienes comenzaban a destacar estaban P. Kropotkin (ruso), E. Reclus (francés), James Guillaume (suizo), E. Malatesta (italiano), por mencionar sólo algunos. El colectivismo había sido hasta entonces la teoría aglutinadora de los anarquistas. La idea de que los instrumentos de trabajo y el producto debían de estar colectivamente en manos de quienes hubieran contribuido a crearlos por medio de su esfuerzo se resumía, según el propio Bakunin, en una sola frase: «De cada uno según su capacidad, a cada uno según su trabajo», lo cual resultaba especialmente atractivo para los trabajadores manuales en talleres y fábricas, ya que se imbricaba con reivindicaciones de la tradición artesanal.
Élisée Reclus.
Pero a mediados de los años setenta, en las reuniones internacionalistas ginebrinas se empezaba a discutir un nuevo concepto: el anarcocomunismo. El primero en exponerlo fue François Dumartheray, lionés influido en su juventud por el comunismo icariano, y desterrado de Suiza después del fracaso de la Comuna de 1870 en su ciudad natal. En un folleto titulado Aux travailleurs manuels partisans de l’action politique (Ginebra, 1876), trazaba el desarrollo de las ideas comunistas desde Babeuf, pasando por Cabet, hasta llegar a la Comuna de París, para actualizarlas a la luz del anarquismo.
A diferencia de los colectivistas, los anarcocomunistas señalaban que los modos de producción modernos alcanzaban tal grado de complejidad industrial y técnica, que era imposible determinar la proporción exacta del trabajo realizado por cada uno y el pago justo que le correspondería. Intentarlo sería volver al sistema capitalista de salarios y a una sociedad injusta en la que ciertos individuos recibirían mayores ventajas que otros, o que, debido al tipo de trabajo realizado, muchos asalariados quedarían marginados de tales ganancias. Ese proletariado abarcaba desde campesinos y jornaleros sin tierras hasta obreros de fábricas y talleres que no poseían cualificación ni herramientas; trabajadores urbanos en los servicios y empleos domésticos; también se incluía a las mujeres, ocupadas en sus múltiples tareas cotidianas en el hogar sin remuneración alguna, o alquilando la fuerza de sus brazos en trabajos marginales; incluso se pensaba en los viejos y los enfermos, que habían dejado su vida y salud en labores diversas. En otras palabras, para que existiera una prosperidad general justa, era imprescindible la socialización de los instrumentos de trabajo y del producto entre todos los miembros de la sociedad que contribuían a producirla sin más distinción que la de sus capacidades. Así, los anarcocomunistas sintetizaban su pensamiento defendiendo la noción de que el reparto de la riqueza se debía realizar «de cada uno según sus fuerzas, a cada uno según sus necesidades».
Estas ideas se difundieron de inmediato y fueron discutidas y adoptadas por la Federación italiana en el Congreso de Florencia, en octubre de 1876. A la llegada de Pedro Kropotkin a Ginebra, en febrero del año siguiente, él se convirtió en el principal propagador de la doctrina. La primera prueba tuvo lugar durante el Congreso de Verviers, en septiembre de 1877, en el cual se debatió públicamente; tras una reñida discusión entre colectivistas y comunistas, a instancias de James Guillaume se resolvió que, en virtud de la autonomía, cada sección adoptara la postura más apropiada para sus fines. De hecho, muchas de las federaciones mantuvieron su orientación colectivista. Sin embargo, los siguientes congresos y conferencias internacionales, con el apoyo de algunos órganos de prensa obrera, contribuyeron a dar a conocer cada vez más ampliamente las nuevas tendencias, y la difusión del anarcocomunismo alcanzó su cúspide en los congresos de la Federación suiza del Jura, en 1880.
Simultáneamente se planteó la preocupación por aunar el discurso teórico con el práctico. Era evidente que la capacidad represiva de los estados sembraba desánimo entre los militantes y dejaba huella en las organizaciones anarquistas que veían sus fuerzas disminuidas. Estaba clara la necesidad de actuar de modo tal que resurgieran la movilización y el entusiasmo organizativo e ir más allá de la propaganda oral y escrita. Se resolvió entonces que, para movilizar a los militantes, se debía recurrir a la «propaganda por el hecho», a la acción directa y a la violencia revolucionaria como estrategia de negociación colectiva en ausencia de espacios sindicales, y como ejemplo didáctico para desarrollar la conciencia de clase a través de la lucha y los actos revolucionarios. Esta «pedagogía revolucionaria» se debía extender a las regiones agrarias para ampliar y expandir la organización a las poblaciones campesinas e incorporar a los asalariados del campo a la militancia anarquista. Era claro que en países como Rusia e Irlanda, por ejemplo, el apoyo campesino había sido imprescindible en ciertos momentos, lo cual conducía a pensar que también en el sur de Europa, fuertemente agrario y agro-urbano, la radicalización sería posible teniendo una estrategia sencilla y precisa que conjugara la propaganda con la acción. Debía quedar claro, sin embargo, que a diferencia de los atentados personales, tanto en el campo como en la ciudad, la violencia revolucionaria no estaría dirigida contra las personas, sino contra sus propiedades; no se debía entender como una violencia ciega y arbitraria, sino dirigida contra blancos determinados, como cosechas, animales, talleres y máquinas. Se pensaba que así se lograría amedrentar a los patronos y refrenar sus políticas intransigentes y coercitivas: «tranquilizar[los]», diría Kropotkin en una carta inédita de 1881.
Aunque la retórica de la violencia existía desde antes, la decisión de la Internacional adquirió entonces una implicación práctica más amplia al convertirse en principio doctrinal aceptable. Sin embargo, la respuesta no fue unánime y una vez más el anarquismo se dividió entre quienes rechazaban la violencia y los que la defendían como un modo de coadyuvar a la concientización y estimular la militancia proletaria.
LA VUELTA A LA LEGALIDAD, LA CRISIS DE LA MANO NEGRA Y EL COLAPSO DE LA FEDERACIÓN ESPAÑOLA
España no quedó al margen de estos cambios. Aunque en el último lustro del decenio de 1870 sabemos que la discusión entre colectivistas y anarcocomunistas se conocía por la prensa internacional, las discusiones internas y los viajes a reuniones y la correspondencia sostenida entre los internacionalistas europeos y españoles fue menos fluida. Sin embargo, un ejemplo de este ir y venir en secreto fue el propio Kropotkin, quien en junio-julio de 1878 realizó un viaje a España, encubierto por un pasaporte falso a nombre de A. Levashev. Aunque tenemos muy pocos datos sobre sus actividades en la Península, sabemos que estuvo en contacto con diversos militantes en Madrid y Barcelona, y que en esta última asistió a una conferencia comarcal y a alguna otra reunión secreta. No resulta aventurado sospechar que más de una vez predicara con entusiasmo el anarcocomunismo y la propaganda por el hecho, como lo había hecho en el Congreso de Verviers el año anterior.
Es cierto que en España, los colectivistas bakuninianos dominaban el movimiento clandestino, pero no es menos cierto que varios de los líderes que permanecían en contacto con los internacionalistas en otros países se interesaban por el anarcocomunismo y las tácticas de acción revolucionaria. Es posible que los contrastes fundamentales entre el movimiento obrero en los sectores urbanos e industriales de Madrid y Barcelona y el anarquismo en las regiones agrarias determinara también orientaciones distintas. En los centros urbanos, los trabajadores fabriles y manufactureros habían podido continuar organizados en sociedades obreras mutualistas, de socorros mutuos o cooperativas, y aunque en algunos casos sirvieran de disfraz a los anarquistas, que podían recurrir a la resistencia o a la huelga como armas de negociación, la mayoría fue inclinándose por un asociacionismo reformista alejado del socialismo militante.
En el campo, en cambio, la enorme abundancia de braceros sin trabajo facilitaba el reemplazo inmediato y a bajo costo de la mano de obra agrícola, y la huelga parecía ineficaz. Además, la dispersión de los núcleos campesinos en pueblos, aldeas y cortijos aislados, y la vigilancia ejercida por guardias civiles y rurales y por los propios terratenientes, parecían limitar las posibilidades de coordinar una vasta movilización laboral en zonas agrarias. En este contexto, el anarcocomunismo, con la idea de que el usufructo de la tierra y sus productos se distribuyera entre la comunidad, según la necesidad de cada uno, era fácilmente asimilable para una población carente de lo más elemental a pesar de sus afanes. La cuestión no era la etiqueta doctrinal, sino el concepto mismo, ya que el énfasis colectivista en el trabajo era continuar con la misma vida de sacrificios y fatigas con la miseria como la única recompensa.
Por lo que sabemos, la vida clandestina de los pequeños grupos militantes estuvo en estrecha vinculación con la cultura tradicional de su entorno, pues los discursos clandestinos sólo se podrían legitimar si se imbricaban con los de la comunidad. En un «Programa» secreto de esos años para las conferencias comarcales, observamos un discurso recurrente sobre la vida municipal, con sus autonomías y tradiciones comunitarias. En él, como en el anarcocomunismo, se subrayaba la solidaridad con los «inútiles para el trabajo» —los viejos, los enfermos, los débiles—, la responsabilidad mutua y la obligación de repartir las cargas públicas entre todos los adultos capaces. La vinculación con la comunidad fue parte de una estrategia de supervivencia en zonas rurales, que permitió que muchos de los anarquistas pudieran mantener sus actividades y agrupaciones en secreto. Rara vez encontramos escritas las normas de conducta que los guiaban, pero por los fragmentos preservados aquí y allá sabemos que se apoyaban en una larga tradición de hermandad comunal, traducida a la fraternidad de la clase.
La voluntad de los anarquistas por imbricar a los miembros de la comunidad con una cultura de clase compartida, adquiría en los pueblos formas prácticas. Recordemos que a finales de 1873, la FRE recomendaba transformar las federaciones locales en «Centros de instrucción y recreo», para sobrevivir de manera disimulada. Detrás de esta argucia legal, no sólo estaba el deseo de los anarquistas de preservar sus asociaciones amparados en los intersticios de la ley, sino también su afán por instruirse, por reunir en sus locales a hombres y mujeres de la comunidad para socializar, por intercambiar ideas y, especialmente, por enseñar a leer y escribir a los que no supieran. Salvo contadas excepciones, estos eran los únicos ámbitos de escolaridad que los trabajadores tenían a su alcance, y habían sido forjados para sí, por ellos mismos.
Por otra parte, antes de que las nociones de la propaganda por el hecho comenzaran a conocerse en España, ya en vísperas de la clandestinidad, la FRE había anticipado la violencia revolucionaria como táctica de lucha clandestina, lo cual incluía ejecutar represalias contra las propiedades de patronos explotadores y llevar a cabo la «guerra de clases» por todos los medios posibles. La prensa pública y la secreta no cesó de dar noticias de repetidos actos de violencia local aquí y allá, especialmente en la Baja Andalucía. Durante estos años los anarquistas andaluces también recurrieron a la táctica de reunirse en pequeñas células que, aunque dispersas, mantenían la cohesión mediante una disciplina estricta y el más absoluto secreto. A esto contribuían las «excursiones de propaganda» de pueblo en pueblo que, como táctica organizativa, realizaban compañeros designados para ello, incluso en zonas alejadas.
Con estos antecedentes podremos comprender mejor cómo, al volver la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE) a la vida pública en 1881, el perfil de los anarquistas que emergía entonces era muy distinto del que habían tenido al ingresar en la clandestinidad, en 1874. En efecto, al reunirse el segundo congreso anual de la Federación española en Sevilla, en septiembre de 1882, se revela una situación sorprendente. Por un lado, lejos de desaparecer, la nueva Federación resurgía a la vida pública después de casi ocho años perseguida y en la clandestinidad. Frente a los 30 000 afiliados con que la FRE decía contar en 1873, ahora la FTRE aseguraba que sus miembros sumaban cerca de 60 000 afiliados. A diferencia de 1873, cuando predominaban las zonas manufactureras, industriales y urbanas de Barcelona, Valencia (incluyendo Alicante) y Madrid, el perfil de los nuevos militantes en 1882 era fuertemente andaluz, con gran peso de las organizaciones agrarias que durante una década se habían aglutinado calladamente en la Unión de Trabajadores del Campo (UTC), específicamente orientada a organizar al proletariado agrícola dentro de la Federación española. Si bien para la UTC era difícil actuar en las zonas donde el caciquismo y el latifundismo dejaba en manos de los propietarios agrícolas la posibilidad de contratar o vetar trabajadores, según sus antecedentes y militancia, gracias a una labor secreta y efectiva supo reclutar numerosos adeptos.
Detenidos por la causa de la Mano Negra. (La Ilustración Española y Americana, 30 de marzo de 1883).
Desde el punto de vista del anarquismo, la situación no podía ser más promisoria: pese a la represión, la clandestinidad no sólo no había destruido el movimiento, sino que los mecanismos de acción y solidaridad se habían mantenido, permitiéndole volver a la vida pública con renovada energía. Pero este impulso se vería inesperadamente frenado por sucesos dramáticos en la provincia de Cádiz. Allí, después un lustro de crisis, a partir del otoño de 1882 empezaron señales de recuperación y todo permitía suponer que la cosecha cerealista del año siguiente en el vasto término de Jerez sería abundante. Esto despertaba la esperanza de una mejora laboral después del largo paro agrícola. Además, el anuncio de una buena cosecha permitía esperar una bonanza en los precios agrícolas y que esta fuera la coyuntura propicia para obtener una mejora salarial. La Unión de Trabajadores del Campo y las secciones de jornaleros agrícolas planearon las acciones correspondientes, y qué medidas tomar si la negociación con los patronos no daba resultados. Desde finales de 1882 se comenzó a barajar la idea de que si la negociación no prosperaba, los trabajadores del campo se lanzarían a una huelga que, llegado el momento, impidiera segar y recoger la cosecha. Entre los trabajadores rurales comenzó a extenderse la idea de que, al igual que en los centros urbanos, la huelga sería un eficaz instrumento de negociación para los jornaleros organizados.
Inesperadamente, al comenzar 1883, la Guardia Civil, con el apoyo de los latifundistas jerezanos, inició redadas y arrestos contra los anarquistas gaditanos, acusados de pertenecer a una sociedad revolucionaria secreta denominada la Mano Negra y de haber asesinado a uno de sus miembros, si no a más personas. Al participar en una supuesta organización secreta, los anarquistas eran acusados de violar abiertamente la ley y atentar contra la sociedad y el Estado, pues las organizaciones clandestinas permanecían prohibidas por el Código Penal. Para corroborar lo anterior, se dieron a conocer un Reglamento y unos Estatutos que presuntamente revelaban los fines conspirativos y criminales de los asociados. El sensacionalismo periodístico que envolvía estas noticias no permitía reparar en que estos documentos que ahora se desenterraban con propósitos represivos ya se conocían desde la década anterior, y que sus características discursivas —contenido, forma y lenguaje— se asemejaban y se insertaban dentro de todo un corpus de documentos semejantes emanados del internacionalismo europeo durante la clandestinidad. Tampoco se consideró que el nombre no era tan extraño a la tradición clandestina, ya que muchos grupos anarquistas y revolucionarios en Rusia, Irlanda, Francia, Italia, adoptaban nombres de guerra extremosos, como I malfattori o I farabutti, en Italia; Les révoltés, Les incendiaires, Les vengeurs, La Main Rouge, en Francia; o los ya mencionados republicanos irlandeses, Fenians, The Invincibles, entre muchos otros. No habría por qué suponer que España fuera ajena a estos usos; lo novedoso era reflotar entonces documentos recogidos varios años antes, cuando la Internacional y los grupos, con sus respectivos apodos, estaban en la clandestinidad, y aprovechar el sensacionalismo amarillista de la prensa para hacerlos aparecer como contemporáneos. Esta artimaña aparatosa tenía el propósito evidente de atemorizar a la opinión pública, para poder actuar libremente contra los jornaleros organizados.
El acoso por la Guardia Civil e, incluso, por el ejército para perseguir y arrestar a quienes supuestamente actuaban en secreto fue implacable. Al cabo de pocas semanas, las cárceles de Cádiz se llenaron de cientos de anarquistas y jornaleros acusados de pertenecer a la Mano Negra y sociedades afines, y para marzo había ya más de 3000 presos en las cárceles gaditanas. El gobierno, secundado por el sensacionalismo de la prensa diaria, afirmaba que la Mano Negra y la Federación de Trabajadores de la Región Española eran una y la misma cosa, con lo cual, por un acto de prestidigitación discursiva, en el imaginario español, e incluso internacional, el asesinato de un campesino gaditano se convertía en obra de 60 000 federados anarquistas, y la Federación española, pese a ser legal, quedaba equiparada a una asociación criminal secreta.
Era evidente que estas maniobras represivas tenían dos propósitos esenciales. En primer lugar, frenar drásticamente la creciente fuerza de la Internacional en España. El segundo objetivo era más local: se trataba de imposibilitar la organización de los trabajadores del campo e impedir que una huelga agraria obstaculizara recoger la cosecha. Quedaba en claro que los intereses de los hacendados andaluces y el gobierno estaban perfectamente alineados, y que ambos coincidían en tratar de erradicar el anarquismo.
La represión surtió rápido efecto, pues ante el temor de que el asunto de Cádiz se convirtiera en un pretexto para volver a prohibir las actividades de la Federación, el Consejo Federal, con sede en Barcelona, rápidamente se desmarcó del movimiento andaluz e, incluso, algunas voces juzgaron a los andaluces como criminales, haciéndose eco de las acusaciones de la prensa y del gobierno: en otras palabras, las tácticas divisivas del gobierno surtían el efecto deseado y el enfrentamiento e incluso la escisión dentro del internacionalismo fueron en aumento. Las respuestas airadas no tardaron en llegar desde Andalucía; ya en 1882, durante el Congreso de la Federación Regional, en Córdoba, grupos disidentes habían sido calificados como «perturbadores» por la Comisión Federal, debido a sus críticas al asociacionismo colectivista, su defensa del anarcocomunismo y del activismo revolucionario y su defensa de la mayor autonomía de los grupos locales. Las críticas de la Comisión no frenaron la oposición de los disidentes; algunos como «Los Desheredados», continuaron enfrentados y las diferencias se fueron haciendo más intensas e irreconciliables. Si a estas divisiones internas sumamos el miedo y el descrédito, comprenderemos cómo, paulatinamente, las fuerzas de la propia Federación de Trabajadores fueron mermando, hasta que en septiembre de 1888 se decidió su disolución y el establecimiento de una efímera Organización Anarquista de la Región Española que cesó al año siguiente. El anarquismo peninsular no se recuperaría de esta crisis hasta comienzos del siglo XX, pero en el ínterin, los grupos e individuos quedarían a la deriva, sin una estructura definida y sin coordinación alguna.
En conclusión, la década y media que transcurrió entre el ingreso de la Internacional en España en 1868 y la represión de la Mano Negra en 1883 significó para los anarquistas un gran momento de optimismo organizativo y revolucionario. Desde el comienzo el internacionalismo llenó un vacío en cuanto a la organización de las clases trabajadoras en España. Aun en la clandestinidad, la voluntad de lucha se mantuvo, y en 1881 el movimiento regresó a la legalidad con renovado entusiasmo. El éxito anarquista en España no fue ajeno a los desarrollos que tuvieron lugar en otros países y, como ya lo señalamos, desde su inicio mismo, la estrecha comunicación con el exterior alimentó doctrinaria y tácticamente a los militantes españoles. Pero la capacidad del anarquismo de ampliar sus actividades a zonas hasta entonces poco atendidas por otros movimientos políticos y su pujanza organizativa en espacios antes vedados, así como su íntima imbricación con la cultura de las propias comunidades mostró una originalidad y vitalidad sorprendentes. Lo paradójico, y también lo trágico de este proceso, es que este primer internacionalismo peninsular acabara sucumbiendo no por la represión instrumentada desde 1874 hasta 1881, sino por las diferencias y pugnas internas. La persecución por la Mano Negra trató de propinar un golpe de gracia al asociacionismo de los trabajadores del campo y, de paso, a todos los militantes en la Península. Pero que esta táctica acabara por triunfar se debió también a muchos otros factores. Por una parte, el énfasis en la autonomía de los grupos, acentuado durante la clandestinidad, cumplió el propósito de hacerlos invisibles ante las autoridades y sus medidas represivas, pero también incrementó una tendencia centrífuga que acabó por debilitar a la Federación. A esto se deben sumar las profundas diferencias y los desencuentros entre las regiones industriales y las agrarias, entre el norte y el sur, entre colectivistas y anarcocomunistas, entre la acción directa y el asociacionismo reformista. Y todo esto, sin olvidar que en ese contexto saltaban a la arena pública otras organizaciones obreras y políticas que minaban la fuerza y el prestigio hasta entonces prácticamente exclusivo del anarquismo como el gran aglutinador del proletariado español.