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Mientras llegaba la hora de la cita con el rector, Jordi había estado preparando el viaje a Milán previsto para el día siguiente. No tenía mucho que hacer, pero quería tenerlo todo listo. Le había invitado Giampio Pernici, cuando vino a Barcelona para verle, y Jordi había aceptado gustosamente. Tenía que ir a hablar del panglós. El viaje le hacía mucha ilusión porque podía abrirle nuevas perspectivas profesionales… y porque Laura había aceptado acompañarle.

El rector había convocado a Jordi e Ignasi con motivo de la inclusión del panglós en el WCK. La reunión debía ser estrictamente protocolaria porque el rector, en ocasiones como aquélla, tenía la norma de felicitar personalmente al autor del trabajo y al jefe de su departamento.

Jordi e Ignasi no hablaron mucho mientras esperaban que les recibiera el rector. Jordi temía preguntarle cuándo se reunirían para decidir acerca de la propuesta de la utilización del panglós en sus clases, e Ignasi temía que le formulara aquella pregunta. Ambos se esforzaron en no tocar el tema.

Entraron en el despacho del rector. Jordi, satisfecho. Ignasi, como de costumbre, asustado.

—Me alegra mucho volver a verte por un motivo como éste —dijo el rector a Jordi refiriéndose a la enhorabuena que tres años antes le había dado por el sintetizador universal.

—Y yo estoy contento por el honor que me hacéis —respondió Jordi educadamente. Eran compañeros desde hacía muchos años, pero Jordi se esforzaba en darle el trato que se merecía por el cargo.

—Eres tú quien honras a nuestra universidad. Ojalá pudiera felicitar cada día a uno de nuestros profesores por alcanzar un hito como éste.

—No soy yo solo. Ha colaborado mucha gente…

—Lo imagino. Por eso quiero hacer extensiva mi enhorabuena a todo el departamento, y especialmente a su jefe —dijo el rector dirigiéndose a Ignasi.

—Muchas gracias. Lo transmitiré —respondió Ignasi cohibido.

—Por cierto, Jordi, Imma me habló muy bien del panglós, antes de que te lo aceptaran en el WCK. Estaba convencida de que daría mucho que hablar y, según veo, acertó.

—Las mujeres siempre aciertan en estas cosas. Debe de ser aquello de la intuición femenina… —añadió Jordi queriendo bromear un poco.

—Cada día me pasan recortes de prensa relacionados con el panglós. Los del Ayuntamiento parecen muy interesados, ¿no es cierto?

—Están preparando un plan piloto, pero no veo muy claro cómo terminará —dijo Jordi, ahora en tono preocupado.

—¡Bueno, hombre! ¿Y cómo quieres que termine? Pues imponiéndose. Y si no es esta vez, será otra. Nadie puede frenar el progreso, y menos en un caso como éste que beneficia a toda la sociedad —dijo el rector, queriendo animar a Jordi. Y continuó—: Es posible que la diversidad de idiomas sea un patrimonio de la humanidad que deba protegerse, pero en un mundo tan intercomunicado como el nuestro también es una barrera. Y el panglós podría ayudarnos a superarla.

—Sí. En eso confío.

El rector se quedó abstraído durante unos segundos. Parecía estar reflexionando en lo que acababa de decir o en lo que diría.

—¡Lástima que no lo tuvieran los que construyeron la torre de Babel! Quizá las cosas hubieran sido distintas —dijo el rector sonriendo.

—Sí, tal vez. Pero hemos llegado un poco tarde…

—Más vale tarde que nunca —marcó una pausa y, con expresión seria, se dirigió a Ignasi—. Por cierto, Ignasi, ¿habéis decidido ya si permitiréis a Jordi utilizar el panglós en sus clases?

Era lo que se temía Ignasi: que el rector le planteara la pregunta que Jordi no había osado formularle.

Se despidió de Laura a la salida del aeropuerto de Milán.

—Pasaré a recogerte en cuanto termine —le dijo Jordi cuando ella ya estaba en el taxi que la conduciría al hotel y mientras le tendía las dos maletitas en las que llevaban el equipaje para un par de días.

—Ven tan pronto como puedas —respondió Laura, y le mandó un beso con los dedos.

Jordi detuvo otro taxi y al poco rato llegó a la sede del COM’40. Era un edificio noble, grande y antiguo, y se notaba que había estado remodelado recientemente para albergar a todos los órganos del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos.

Giampio Pernici le recibió de inmediato. Después de saludarle cordialmente y de agradecerle su visita le invitó a entrar en su despacho. Mandó llamar a Claudia Demo y, cuando ésta llegó, se la presentó a Jordi como la responsable de relaciones con la familia olímpica.

—Hemos estado estudiando el panglós y hemos llegado a la conclusión de que puede interesarnos, y mucho —dijo Giampio Pernici en un inglés italianizado que Jordi podía entender sin dificultades.

—Muchas gracias. Ya saben que estoy a su disposición para todo lo que puedan necesitar —respondió Jordi también en inglés. Y mientras abría su portapapeles, añadió—: Si lo desean, me pongo un panglós y podemos mantener la conversación en italiano.

—No, no hace falta. Si todo va bien tendremos muchas ocasiones de utilizarlo.

A Jordi le sorprendió el convencimiento con que hablaba de su aparato. No cabía duda de que debían haberlo estudiado realmente a fondo porque parecían tener muy claro lo que querían.

—Hemos pensado que el panglós podría irnos bien para resolver dos problemas muy diferentes al mismo tiempo —prosiguió Giampio Pernici—. Para matar dos pájaros de un tiro, por decirlo de alguna manera. ¿Qué te parece si empezamos por el primero, Claudia?

—Muy bien —respondió Claudia Demo. Y dirigiéndose a Jordi, dijo—: Giampio ya debe haberle comentado que nos preocupa la gran diversidad de idiomas existente entre los miembros de la familia olímpica.

—Sí. Me comentó algo cuando vino a Barcelona.

—También debió decirle que el problema crece con cada edición de los Juegos Olímpicos. Al principio, cuando participaban pocos países y venía poca gente, con un par o tres de lenguas oficiales debía bastar. Pero en los últimos años, las cifras se han disparado. La última vez, en Pekín, participaron más de doscientos países y la familia olímpica constaba de más de cuarenta mil personas.

—¡Casi nada! —exclamó Jordi.

—Ante semejantes cifras, pretender que con unas cuantas lenguas oficiales se resuelve el problema de la comunicación es pura falacia —sentenció Claudia Demo, y prosiguió—. En Pekín se llevó a cabo un estudio según el cual más del cincuenta por ciento de la familia olímpica, descontando a los chinos, no lograba expresarse bien en ninguna de las tres lenguas oficiales.

—Como ve, no puede decirse que eso sea muy olímpico —dijo Giampio Pernici dirigiéndose a Jordi—. Difícilmente podrán hermanarse los pueblos si sus ciudadanos ni siquiera logran entenderse.

—Y por más intérpretes profesionales, traductores y voluntarios que pongamos, no basta —seguía Claudia Demo preocupada—. No tenemos, ni podemos poner un intérprete para cada miembro de la familia. Con los medios actuales, el problema no tiene solución. No podemos conseguir que todos puedan hablar con todos. ¡Pero, con el panglós, sería otra cosa! —dijo esperanzada.

—Ya veo —dijo Jordi, siguiendo el hilo de la conversación.

—Pero nos harían falta unos cuarenta mil pangloses… antes de dos años.

Jordi tuvo un sobresalto. No estaba preparado para oír cifras de aquella magnitud. Ya imaginaba que si le habían invitado a ir a Milán era porque querían pedirle unos cuantos pangloses. Pero él pensaba en decenas o, como mucho, en centenares. En Barcelona también se los pedían, pero no pasaba de las decenas. Oír ahora hablar de decenas de miles le provocaba vértigo.

—Éste es el primer problema que el panglós podría resolvernos —dijo Giampio Pernici sin darle tiempo a recuperarse—. Es el más importante, sin duda. Y la solución no tiene muchos riesgos para nosotros: si por algún motivo de fuerza mayor, al final no lográramos disponer de los pangloses que necesitamos, podríamos recurrir a los intérpretes tradicionales, y más o menos hallaríamos una salida, como lo han hecho los organizadores de las ediciones anteriores.

Jordi pensó que ya podían ir haciéndose a la idea de recurrir a los intérpretes porque no veía la posibilidad material de fabricar tantos pangloses en poco tiempo. Pero Giampio Pernici y Claudia Demo debían opinar diferente porque seguían hablando como si fuera cosa de coser y cantar.

—El otro problema es más político —dijo Giampio Pernici, en el tono que usan los políticos cuando están en el poder—. Usted ya debe saber que en cada edición de los Juegos, los organizadores tratan de presentar un nuevo progreso tecnológico al mundo. Es lo que llamamos el proyecto del prestigio, pensando de cara al lucimiento de los organizadores y del país. Usted, que es un experto en este campo, debe saber que los primeros traductores automáticos texto-a-texto se presentaron en los Juegos de Río de Janeiro del año 20.

¡Claro que Jordi lo sabía! No lo había seguido de cerca en aquel momento, porque no era su especialidad, pero lo estudió después. A finales de la primera década se consiguió un sistema capaz de traducir cualquier tipo de texto, en una estructura que permitía añadir fácilmente nuevas lenguas. Fue un hito científico alcanzado tras casi ochenta años de investigaciones.

—Y también debe saber que los primeros reconocedores automáticos del habla se presentaron en los Juegos de El Cairo del año 28 —añadió Giampio Pernici.

—Exactamente. Tuvieron un impacto extraordinario. Por primera vez cualquiera podía hablar con los ordenadores de cualquier tema y los ordenadores podían saber con quién hablaban sólo por la voz —contestó Jordi, cómodo en un tema que dominaba a la perfección.

—Por eso hemos pensado que sería muy acertado presentar el panglós en los Juegos del 40. Parecería como si hubiera un vínculo entre los Juegos Olímpicos y los progresos en la comunicación humana, y me parece magnífico. Resolveríamos el problema de Claudia y presentaríamos un proyecto de prestigio extraordinario. Hemos estado siguiendo por el WCK todos los progresos que salen últimamente y nos ha parecido que el panglós sería el más conveniente para nosotros.

—Sería realmente bonito, pero me parece imposible —quiso incidir Jordi.

—Pero, a lo que iba —Giampio Pernici parecía no oírle—. En esto no podemos fallar. Nos jugamos demasiado. Si no lográramos tener los pangloses listos nos quedaríamos sin proyecto de prestigio y haríamos un ridículo mayúsculo No creo que le hiciera mucha gracia a nadie. Ni a la ciudadanía, ni a nosotros, ni a los políticos que nos gobiernan. ¿Entiende a lo que me refiero?

Fue a recoger a Laura al hotel. La encontró en el vestíbulo, esperándole para salir a dar una vuelta. Vestía de turista, con una blusa estampada sin mangas y pantalones cortos. Jordi subió a la habitación para cambiarse y ponerse a tono con ella.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó Laura mientras salían del hotel.

—Tenemos que seguir hablando de ello, pero supongo que debería decir que ha ido bien. En todo caso, ha sido sorprendente.

—¿Qué ha pasado? —inquirió Laura intrigada.

—Me han dicho que querían cuarenta mil pangloses para los Juegos Olímpicos —contestó Jordi, mirándola de reojo para ver el efecto que le producía.

—¿Cuarenta mil? ¿Y de dónde van a sacarlos? —dijo admirada, sorprendida y sin terminar de entenderlo.

—Quieren montar una empresa para fabricarlos —dijo contundente—. Y van deprisa: ya han establecido los primeros contactos con una multinacional italiana.

—¿Italiana…? —dijo Laura decepcionada.

—Sí. Es la condición que ponen —confirmó Jordi—. Pero estarían dispuestos a fabricarlos en la división que tienen en Cataluña. Dicen que eso incluso podría irles bien para obtener subvenciones de la Comunidad Europea. Quizá podría llegarse a un acuerdo con la universidad.

—¡Es fantástico! Ya te veo director…

—Es lo que me han propuesto —dijo Jordi envanecido—. Me han propuesto ser el director técnico.

—¡Qué bien! ¡Yo también quiero trabajar ahí! —dijo Laura riendo y medio en broma.

—Les he dicho que no —Jordi le eliminaba de golpe toda posibilidad de sueño. Y se lo explicó—. Yo ya estoy bien en la universidad.

—¡Hombre! Depende de las condiciones… —Laura no quería cerrar todas las puertas.

—Ninguna empresa puede ofrecerme las condiciones de trabajo que tengo en la universidad. En ningún lugar me darán la libertad que tengo ahora para hacer las cosas que quiero. Pueden ofrecerme más dinero, pero no más felicidad —dijo Jordi, repitiendo una afirmación que hacía a menudo.

—¿Quieres decir que estás del todo convencido? —preguntó Laura en tono incisivo.

Laura acertaba de nuevo. No, no estaba del todo convencido. Más de una vez había meditado la idea de mandarlo todo a paseo.

Reconocía que el trabajo le gustaba. Disfrutaba dando clases, estudiando e investigando. Tenía el privilegio, poco común, de poder vivir trabajando en lo que quería. Estaba a gusto con los estudiantes, con los compañeros más cercanos y con los buenos amigos que tenía. ¿Podía desear algo más?

Sí, podía desear estar en un lugar con menos iluminados convencidos de ser mesías portadores de la verdad absoluta. Con menos dogmáticos. Con menos personas convencidas de ser la elite más selecta de la sociedad.

Podía desear estar en un lugar con menos individuos convencidos de ser más inteligentes que los demás. Con menos gente inclinada a creer que lo que hace es más importante que lo que hacen los demás.

Podía desear estar en un lugar donde las personas no estuvieran fastidiándose tanto las unas a las otras. «La gente de la calle tiene una imagen muy equivocada de la universidad —pensaba—. Cuando ven a dos profesores en conversación animada mientras pasean por los pasillos o el jardín, creen que están discutiendo sobre el sentido del giro de los electrones: si va hacia la derecha o hacia la izquierda. Se equivocan: lo más probable es que estén criticando la última jugada de la que han sido víctimas o la que están preparando ellos».

Dejó de pensar en eso. No era ni el momento, ni el lugar.

—Si no hubiera trabajado en la universidad, no te habría conocido…

Estuvieron paseando toda la tarde. Cuando oscureció fueron a cenar. No dejaron de hablar ni un momento: hablaron de todo, especialmente de la cara de sorpresa que ponía la gente que les miraba. Ni Jordi ni Laura se habían sacado el panglós durante toda la tarde. Se lo sacaron a la hora de acostarse. «Para según qué cosas, el panglós es más un estorbo que una ayuda», dijo Laura.

Había quedado en ir a almorzar con Marc Boada antes de salir de viaje a Milán. Laura lo sabía por Jordi y ambos sentían gran curiosidad por ver qué interés podía tener un alto funcionario de la Dirección General de Normalización Lingüística del gobierno catalán en el panglós.

Mientras tomaba asiento en el restaurante, Jordi pensaba que el panglós, cuando menos, le estaba brindando muchas oportunidades de comer bien. No sabía si eso era un buen augurio.

—He preferido que nos viéramos aquí por discreción —dijo Marc Boada en voz más bien baja—. Me parece más oportuno encontrarnos en este local que no en su despacho o en el mío. No me gustaría mucho que nos vieran juntos. Ya sabe, la gente nos conoce; y los periodistas enseguida hacen comentarios…

Jordi dudó si decirle que Laura estaba informada de aquella entrevista. Finalmente le pareció que complicaría las cosas y que no valía la pena.

—Me parece muy bien. Ha escogido un lugar muy bonito, pequeño pero agradable. Se lo agradezco mucho —dijo Jordi en tono de cumplido. Y, tratando de iniciar la conversación, prosiguió—: ¿Cómo va la normalización lingüística? Hace tiempo que no oigo hablar de ella.

—Vamos tirando —respondió Marc Boada en un tono no muy animado.

—Pero el país, parece que va bien, ¿no? —dijo Jordi queriendo animarle.

—¡Qué quiere que le diga! El INLAC hace años que no se mueve…

—¿El INLAC? ¿Qué es el INLAC? —preguntó Jordi sorprendido.

—¿No lo conoce? —dijo Marc Boada extrañado de que Jordi no conociera algo que a él le resultaba tan familiar—. Es el indicador de la normalización lingüística en Cataluña. Es un dato que calculamos mensualmente y que indica el grado de presencia del catalán en el país. Es como una especie de índice de precios al consumo, como una especie de IPC.

—¿Y cómo lo calculan? —preguntó Jordi.

—Es bastante complejo. Sometemos una serie de personas seleccionadas aleatoriamente a una encuesta y les preguntamos qué uso hacen del catalán en sus actividades diarias, en sus casas, en el trabajo, en sus momentos de ocio, etc… Bien, también se incluyen informaciones de los ámbitos colectivos, como la rotulación de los comercios, la publicidad y otras cosas parecidas —dijo Marc Boada sin ganas de profundizar mucho en los detalles.

—Es interesante.

—Sí, pero el problema es que hace años que estamos estancados. No hay forma de progresar —dijo Marc Boada, de nuevo desanimado—. Nuestra burocracia sigue calculando el INLAC cada mes, pero lo cierto es que casi ya ni miramos el resultado. Siempre es el mismo: en torno al sesenta por ciento.

—No está nada mal —insinuó Jordi queriendo animarle.

—A nosotros no nos satisface —replicó Marc Boada quitándole a Jordi las esperanzas—. Algunos incluso empiezan a decir que nuestra tarea no sirve para nada. Y fíjese que, sólo en el gobierno, ¡somos más de doscientas personas trabajando en esto! Nos insinúan desde hace tiempo que, dado que nuestro objetivo es aumentar la presencia del catalán, el INLAC debería ir mejorando. Y como no hay forma de que mejore, dicen que no hacemos nada útil.

—Mantener ese sesenta por ciento debe costar lo suyo —dijo Jordi con la intención de querer reconocer el trabajo que llevaban a cabo.

—¡Desde luego! ¡Y que lo diga! —dijo agradecido Marc Boada—. El catalán es una lengua continuamente amenazada por el castellano y el inglés y, si no nos esforzáramos todos, en poco tiempo quedaría marginada, se lo aseguro. La gente no lo ve así y no nos valora lo suficiente. Pero progresar, lo que se dice progresar, no lo lograremos hasta que cambien las leyes.

—¿Y por qué no las cambian? —preguntó Jordi simulando ingenuidad.

—Dicen que no pueden, y quizá tienen razón. Con la Constitución y el Estatut que tenemos, realmente se puede hacer bien poca cosa. Y usted ya sabe lo que cuesta cambiarlos, y más aún en lo que se refiere a las lenguas. Parecen sagrados. El resultado es que nuestro gobierno no tiene muchas competencias en este campo y, cuando osa avanzar un poco, sale muy escarmentado.

A Jordi empezaba a contagiársele el desánimo de Marc Boada. No tenía tanta información como él, ni estaba al corriente de la situación, pero le creía. Le asustaba pensar que al hombre le preocupara la posibilidad de que el panglós empeorara todavía más la situación. Y le sabía mal. Por eso le sorprendió observar que recuperaba cierto optimismo al decirle:

—Quizás ahora con el panglós las cosas mejorarán…

—¿Por qué? —preguntó Jordi extrañado.

—Quizá nos equivoquemos, pero con el panglós las cosas podrían mejorar, y mucho —repitió de nuevo Marc Boada en tono esperanzado.

—¿Cómo?

—Mire, nuestro objetivo es mejorar el grado de utilización del catalán en las cuatro posibilidades lingüísticas de las personas: hablar, escuchar, leer y escribir. El panglós no altera ni la lectura ni la escritura, ¿no es cierto?

—Sí —confirmó Jordi.

—Pero en cambio altera el habla y la escucha, ¿no? Hasta ahora nos proponíamos mejorar los porcentajes de habla y escucha en catalán de las personas. Y eso es muy difícil. Es un asunto de generaciones.

Tenía razón, pensaba Jordi, y enseguida le vino a la mente la imagen de Esteban y de otros compañeros de la universidad. Debía costar mucho hacer cambiar los hábitos lingüísticos de la gente. Bastaba fijarse, tras más de setenta años de normalización lingüística, en la notable persistencia del castellano en su universidad y en todo el país. Le horrorizaba pensar el tiempo que se necesitaría para normalizar el catalán entre los inmigrantes árabes.

—Pero con el panglós podríamos verlo de otra forma —seguía Marc Boada, siempre optimista—. Si la gente que no habla catalán se acostumbrara a llevar un panglós, podríamos cambiar nuestro objetivo. Podríamos ignorar la lengua que sale de los labios de la gente o que le entra por los oídos. Que cada uno haga lo que le parezca. En calidad de normalizadores lingüísticos quizá sólo nos interesa la lengua que sale del panglós, o la que entra en él, porque es la que va a parar al ambiente, a la colectividad. Vista desde esta perspectiva, la cosa resulta apasionante.

—¿Pero cómo lograrían que la gente emitiera en catalán y no en otra lengua? —preguntó Jordi, que comenzaba a interesarse en aquel objetivo.

—Con eso sí podemos lidiar —respondió Marc Boada, dando a entender que ya se lo habían planteado.

—Puede resultar tan difícil como hacer cambiar la lengua con la que se expresa la gente.

—No lo vemos así, la verdad —dijo Marc Boada, confirmando que lo habían estado estudiando a fondo—. Las personas son más sensibles a la lengua que hablan u oyen; pero si el panglós está equipado con un buen traductor debería resultarles indiferente la lengua que entra o sale de su panglós.

—De todas formas, escogerán la que quieran —objetó Jordi.

—Sí, pero podríamos estimularles para que optaran por el catalán. Hasta podríamos crear alguna ley en este sentido. No existe nada que nos prohíba legislar en cuanto a los pangloses. Afortunadamente, la Constitución y el Estatut no lo mencionan. En la legislación actual, lo más parecido a los pangloses son las emisoras de radio y, en este ámbito, tenemos suerte porque las competencias son nuestras —dijo Marc Boada convencido.

—La gente se tomaría a mal recibir órdenes en cuanto a cómo debe hacer funcionar su panglós. Si el aparato permite escoger la lengua de emisión, no veo cómo lograrán ustedes obligarles a escoger una en concreto.

—¿Por qué no? ¡Cosas peores ordenamos e imponemos a la gente! —dijo Marc Boada riendo. Marcó una pausa y retomando la seriedad, prosiguió—: Ya existen aparatos de consumo generalizado que, por prohibición de los gobiernos, no pueden funcionar al cien por cien. Fíjese en los coches, por ejemplo. Prácticamente todos los coches que existen podrían alcanzar los doscientos por hora y, sin embargo, está prohibido sobrepasar los cien en todas las carreteras de Europa. De todas formas, podría ser una ley blanda, de alcance muy limitado…

—¿Y cómo se haría eso? —preguntó Jordi con curiosidad.

—Muy sencillo —respondió Marc Boada—. Sería suficiente exigir a la gente que usara un panglós que lo hiciera emitir en catalán en los edificios de la administración publica. Sería muy fácil de controlar. En los demás lugares, que emitan en la lengua que quieran. Sólo con eso, estoy convencido de que mejoraríamos mucho —dijo, deseando que llegara el momento.

—¿Está seguro? —objetó Jordi un poco escéptico.

—¡Pues claro! A la gente hay que conocerla. Todos somos perezosos, y si nos piden emitir en catalán cuando vamos al ayuntamiento, a un hospital, al mercado, a la escuela, a la universidad o a comprar un billete para el metro o el autobús, lo más cómodo es dejar que el panglós emita siempre en catalán. ¿Se imagina cómo se dispararía el INLAC…?

Marc Boada puso cara de estar soñando. Jordi lo miraba, contento de que el panglós pudiera inspirarle sueños de bienestar.

—Y en mi universidad, ¿en qué lengua tendrían que emitir los pangloses? —le preguntó, sintiendo despertarle.

—Que yo sepa, su universidad es pública, ¿no?

Jordi se moría de ganas por explicar la conversación a Laura. Imaginaba que le gustaría, pero no sabía si tenía que hacerlo. Seguro que ella le tentaría, y él dudaba de sus fuerzas.