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Jordi estaba nervioso. Tenía que salir al escenario y sentía el mismo miedo que cuando le hacían salir a hacer de angelito en las representaciones de els pastorets del teatro de la escuela treinta años atrás. Había crecido mucho desde entonces, pero cada vez que tenía que aparecer en público sentía la misma vergüenza. Pensaba que nunca se la sacaría de encima, por mucha experiencia que tuviera.

Deseaba que no llegara nunca el momento de su intervención, que se cancelara, por ejemplo, y al mismo tiempo deseaba que ya hubiera pasado. Se sentía solo; y no porque lo estuviera en aquella sala, llena hasta la bandera, sino porque nadie podía ayudarle en el trance que se le acercaba. Sólo el recuerdo de la llamada de Laura al hotel le reconfortaba un poco: «Ánimo. Estoy segura de que todo te saldrá bien».

Le impresionaba estar en un auditorio de la UCLA, la Universidad de California en Los Ángeles. Pero todavía le imponía más respeto estar en el MT/38, la reunión de aquel año de la sección de Traducción Automática de la ICLA, la Academia Internacional de Lingüística Informatizada. No tenía amigos ni conocidos en este campo. Jordi trabajaba en el campo del tratamiento digital de las señales en el que era conocido y en el que había hecho muchas amistades, pero en el campo de la lingüística informatizada no tenía otros contactos que la gente de su universidad. Se sentía solo y en un lugar desconocido.

Sin embargo, había ido porque había querido. Creía que el panglós era un concepto nuevo y que valía la pena darlo a conocer. Por este motivo, había escrito una memoria para describirlo y la había presentado al MT/38. Se había hecho muchas ilusiones en cuanto a su aceptación, pero había muy pocas esperanzas. Era muy difícil que un recién llegado a un campo científico pudiera estar entre los seleccionados porque las academias siempre querían jugar sobre seguro y rara vez aceptaban el trabajo de un desconocido. Por ello le sorprendió y le alegró mucho recibir la comunicación oficial de aceptación de su memoria para debatirla. Había dado un paso muy importante.

Se lo comunicó a Ignasi, pero éste sólo le felicitó por compromiso. Los compañeros del laboratorio, en cambio, quisieron celebrarlo a pesar de las reticencias del propio Jordi: «No hay que vender la piel del oso antes de haberlo matado», pero Montse decía que todo iría bien y que cuando el panglós estuviera en el WCK volverían a celebrarlo.

El WCK era la base de datos que contenía todo el conocimiento común mundial. Se había creado veinte años atrás como respuesta a lo que dio en llamarse «crisis de conocimientos». La crisis no se debió a la ausencia de conocimientos, sino a su dispersión. Llegó en un momento en que resultaba imposible estar al día de los libros y las revistas que se publicaban en todo el mundo, y seguir los avances que se presentaban en los congresos. Por más que los conocimientos se fueran fragmentando en especialidades, ningún especialista podía disponer del tiempo necesario para llegar a dominar su materia. Si alguna vez alguien lo conseguía le duraba muy poco, porque los conocimientos no dejaban de aumentar y muchos se hacían obsoletos en muy poco tiempo.

Por otra parte, no siempre lo que se publicaba era correcto, novedoso y acabado. Muchas veces se publicaban cosas que eran incorrectas. El mismo Jordi perdió una vez dos meses tratando de entender una anomalía detectada en un artículo sobre codificación de señales hasta darse cuenta de que no se trataba más que de un uso incorrecto del algoritmo de Kalman.

También era decepcionante constatar que los mismos conocimientos se publicaban una y otra vez como novedosos. A veces los investigadores actuaban de buena fe y sencillamente redescubrían lo que otros ya habían descubierto previamente. Reinventar la rueda, se le llamaba. Otras veces, sin embargo, un mismo investigador publicaba sus descubrimientos en tantos lugares como podía, cambiando sólo algún pequeño detalle.

Era una práctica habitual, difícil de criticar. Ni Jordi podía decir que estaba libre de culpa en ese sentido. El sistema de promoción universitaria y, en general, la evaluación de los proyectos de investigación se basaban en el número de artículos publicados y todo el mundo intentaba publicar cuantos más mejor. Era frecuente publicar diversas versiones del mismo tema en diversos congresos y revistas. Los investigadores no se percataban de que cada publicación innecesaria iba en detrimento del conjunto de lectores que podían estar interesados en ellas. Los investigadores, en general, sólo prestaban atención a la ampliación de su currículum. Por eso a nadie le sorprendía que una persona publicara muchos artículos diferentes diciendo prácticamente lo mismo.

La solución llegó tras una cumbre de organismos internacionales de investigación y educación. Consistía en crear el WCK, un gran sistema informático que contendría todos los conocimientos mundiales de interés común. La creación y el mantenimiento de este sistema serían responsabilidad de unas academias internacionales especializadas en cada rama del saber. La ICLA era una de ellas. El WCK debería ser accesible a todos los centros de investigación, a todas las escuelas, a todas las empresas e incluso a todos los hogares del mundo.

El WCK tuvo un gran éxito. Costó ponerlo en marcha, pero desde entonces se había transformado en una herramienta imprescindible para toda la humanidad. Para los investigadores era el punto de referencia: todo lo que se sabía estaba en el WCK, y si algo no aparecía en él era que no se sabía. Las escuelas se basaban en el WCK para diseñar y actualizar sus programas de estudios. En las bibliotecas se enseñaba el lenguaje de acceso al sistema y se hacían prácticas de localización de los datos que podían interesar en una situación determinada. Las empresas consultaban el WCK cada vez que se les presentaba un problema nuevo. Incluso los profesionales como los médicos o los ingenieros dependían del sistema para actualizar sus conocimientos.

Jordi ya había tenido el honor de contribuir al WCK con su sintetizador universal. Desde entonces, todo aquel que se formaba en síntesis del habla tropezaba con su aportación y su nombre al consultar el WCK. Había sentido varias veces el orgullo de saber que figuraría para siempre en la historia de los conocimientos. Lo recordaba cada vez que sus estudiantes descubrían maravillados que él, ¡su profesor!, constaba en el WCK. No era el único de su departamento con semejante honor, porque Esteban también había hecho una aportación relativa a los radioenlaces digitales.

Le había llegado su turno. Subió al escenario con las piernas temblorosas. Se instaló en el lugar desde el que debía hablar e hizo un esfuerzo por serenarse. Observó que los ocho miembros de la sección, sentados en la mesa del escenario, tenían un ejemplar de su memoria entre las manos. Esperó a que le presentaran y le autorizaran a hablar.

Le salió una exposición impecable. Jordi pensó que se lo merecía, por lo mucho que había trabajado. Presentó el panglós, no como un concepto que hacía obsoletos los anteriores traductores automáticos, sino como una generalización de éstos. Definió el panglós como un sistema que traducía mensajes verbales de una lengua a otra cualquiera, tiempo real y manteniendo la voz invariada. Relacionó este concepto con los que ya existían en el WCK y, en particular, con el del sintetizador universal.

Para insertar un nuevo concepto en el WCK no bastaba con definirlo. No se trataba de la Academia de Ciencia Ficción, y debía demostrarse que lo que uno proponía era factible. Jordi debía demostrar a la Academia que existía, por lo menos, un prototipo que materializaba su concepto. Sin esa demostración no sería incluido en el WCK. Fue entonces cuando llegó el momento que más temía. Mostró un panglós a los miembros de la sección y al auditorio y se lo colocó en la cabeza. Comenzó a hablar en catalán y el panglós emitió en inglés, la lengua oficial en aquellas reuniones. «Podrán observar que este aparato que uso emite en un inglés más correcto que el mío, gracias a la calidad de los traductores de los que disponemos, y en mi propia voz», dijo.

Cuando hubo terminado la exposición llegó el turno de intervenciones. La primera fue del secretario de la sección que comunicaba a la audiencia que no había inconveniente alguno en incluir el panglós en el WCK. El pleno de la sección había analizado la memoria presentada por el autor y consideraban que el concepto de panglós era correcto y novedoso, y la realización suficientemente acabada a pesar de no ser más que un prototipo. En consecuencia, recomendaban la inclusión de este nuevo concepto en el WCK.

Los asistentes no se opusieron a las conclusiones de la sección. Le hicieron muchas preguntas relacionadas más con el aparato que había presentado que con el concepto propuesto. Se notaba que muchos presentes no estaban muy familiarizados con la tecnología electrónica del reconocimiento y de la síntesis del habla. Quizá por eso quedaron tan impresionados ante el panglós.

Alguien a quien no conocía le preguntó por qué lo había bautizado con el nombre de «panglós». Jordi contestó que había estado dudando mucho. En un principio había pensado llamarlo «políglota», pero no acababa de convencerle. El nombre de «panglós» se lo había sugerido un compañero de su departamento y le gustó porque combinaba los prefijos «pan» y «gloss», con la pretensión de significar «todas las lenguas».

Recibió un largo aplauso que le emocionó cuando el secretario concluyó que, dada la conformidad general ante la recomendación de la sección, el panglós se incluiría en el WCK.

Después, Jordi recibió muchas enhorabuenas por parte de los asistentes, que agradeció por ser necesariamente sinceras. A la hora del almuerzo alguien a quien tampoco conocía se le acercó y le dijo que encontraba muy acertado el nombre de panglós. «Mucho mejor que el de Espíritu Santo, que sonaría irreverente a pesar de que hace lo mismo que el panglós: otorga el don de lenguas a quien lo lleva», dijo bromeando.

De regreso a Barcelona, Jordi tomó un taxi para ir del aeropuerto a su casa. El trayecto era largo y pensó que quizá le entretendría charlar un rato con el taxista.

—Ya debe haber terminado la campaña electoral, ¿no? —dijo simulando no saber nada.

—Sí, gracias a Dios. ¡Ya estaba hasta el gorro! Y total, para lo que sirven… ¡Siempre ganan los mismos! —respondió el taxista en un tono despectivo. Jordi pensó que no debía gustarle mucho la política, y los políticos menos todavía.

—¿Ganó el alcalde? —continuó Jordi fingiendo no conocer el resultado.

—¡Pues claro! Como le votaron todos los árabes…

—¿Los árabes? ¿Por qué? —preguntó Jordi, esta vez muy sorprendido.

—Cómo… ¿no lo sabe? Pues mire que se ha montado un buen escándalo…

—No sabía nada. He estado fuera estos dos días y no he podido seguir el final de la campaña, ni pude votar… —dijo Jordi, ahora con gran sinceridad.

—Su voto tampoco habría servido de nada. Ya estaba todo decidido.

—¿Qué pasó? —preguntó Jordi intrigado.

—Pues que el alcalde compró los votos de todos los árabes —el taxista se giró para ver el efecto que causaba a Jordi—. Les prometió que si ganaba no tendrían que aprender ni el catalán ni el castellano, y claro, le votaron todos. No falló ni uno.

—¡Qué me dice!

—¡Lo que oye! ¿No se ha enterado de que han inventado un aparato, panglós creo que le llaman, que traduce y puede llevarse siempre encima? —preguntó el taxista deseoso de comunicarle la noticia.

—Oí algo antes de irme…

—Pues el alcalde les prometió comprarles uno a cada uno. ¡Sólo nos faltaba esto! Y además, pagando nosotros, ¡naturalmente!

—Me parece muy extraño.

—¡Cosas más raras se han visto! —dijo el taxista convencido de que las cosas irían cada vez peor—. Estos políticos, con tal de conservar el cargo, son capaces de vender el alma al diablo. Porque, ¿no le parecía ya extraño eso de enseñar a los críos en árabe? ¡Pues mire cómo ha terminado!

El taxista tenía su pizca de razón, pensó Jordi. A pesar de que hacía de eso más de quince años, el mismo Jordi lo recordaba perfectamente. Hubo una campaña muy intensa de los árabes en pro de la enseñanza en árabe. No hubo manera de frenarla, ni aquí ni en muchos otros lugares de Europa. Y no porque se tratara de un colectivo con mucha fuerza, y menos aún en aquella época, pero sabían organizarse y luchar por los derechos que los organismos internacionales reconocían a las minorías. Por otra parte, contaban con el apoyo de los países de la Liga Árabe, algunos de los cuales promovían y financiaban movimientos fundamentalistas. Ya entonces, los inmigrantes árabes podían participar en todas las elecciones y no se privaban de votar masivamente. Los partidos integristas sacaban cada vez más votos.

No tardó mucho en sonar la alarma. Las políticas de integración social y cultural corrían el riesgo de terminar en agua de borrajas y peligraba la estabilidad del país. Los partidos tradicionales no tuvieron más remedio que ir asimilando algunas reivindicaciones de los árabes si querían sobrevivir. La de la enseñanza primaria en árabe fue una de ellas.

—No creo que existan tantos pangloses como eso. Por otra parte, esta gente no llevará puesto el panglós todo el día —dijo Jordi, tratando de tranquilizar al taxista.

—No lo sé. La verdad, yo no he visto ninguno.

—Y no les tocará más remedio que aprender el catalán y el castellano si quieren vivir e integrarse aquí…

—¿Integrarse aquí? ¿Usted cree que quieren integrarse? ¡Lo que quieren es vivir aquí como si estuvieran en su casa! Mejor dicho, ¡mejor que en su casa! ¿No se da cuenta de cómo van vestidos y de cómo celebran sus fiestas, y de cómo comen? ¿No ve dónde van de vacaciones? ¿No se da cuenta de que no paran de construir mezquitas? ¿A eso le llama usted integrarse? Desengáñese. Si seguimos haciéndoles la pelota, ¡pronto dejará de ser una broma aquello de que África empieza en los Pirineos!

Aquella mañana, lo primero que Jordi hizo al llegar a la universidad fue ir a ver a Ignasi. Y no porque le apeteciera mucho, sino porque pensaba que después de haber estado fuera tantos días la más elemental de las cortesías le obligaba a visitarle.

—Ah, ¿ya estás aquí? —dijo Ignasi cuando Jordi abrió la puerta de su despacho.

—Sí, llegué ayer de Los Ángeles…

—Me alegro. ¡Por fin podré olvidar a tus pelmazos de periodistas! —dijo Ignasi visiblemente enojado.

—¿También llamaron aquí? Mi mujer me dijo ayer que habían llamado varias veces a casa…

—Pues aquí no han parado de llamar, ni de venir. Preguntaban por ti, y como no estabas pedían por el director del departamento. Al menos podrías haberme avisado —dijo Ignasi con enfado—. ¡Estos días no he podido hacer otra cosa que atender a los periodistas! Y te aseguro que tenía trabajo…

—Perdóname, pero… —dijo Jordi dolido.

—Y menos mal que Josep me ha ayudado un poco, porque de lo contrario habría sido insoportable —replicó Ignasi sin muchas ganas de aceptar disculpas.

—Lo lamento de veras, pero difícilmente podía imaginar que vendrían hasta aquí a molestaros.

—¡Pues no era tan difícil imaginarlo! Con el numerazo que montaste en el Centro Cultural Árabe ya podías prever que los periodistas querrían saber más. Y yo he tenido que representar el papel del imbécil porque no estaba enterado de nada.

—¡Hombre!, repito que me sabe mal que te hayan molestado, pero decir que no estabas enterado de nada…

—¿Y cómo iba a saber yo lo que querías explicar? Lo del panglós no es mi especialidad y no conozco todos los detalles. En el departamento se llevan a cabo muchos proyectos que no conozco a fondo. Los periodistas preguntaban cosas sobre las que no tengo ni idea. Querían tomar fotografías y yo no sabía qué modelo exacto querías enseñar. Tampoco sé exactamente para qué lenguas funciona esto.

Jordi se ofuscó, pero prefirió correr un velo. Era evidente que Ignasi no daría ningún paso en favor del panglós. Sería preferible procurar que no diera ninguno en contra.

—Por cierto, los de la Academia han aceptado incluir mi memoria en el WCK —dijo Jordi consciente de que no provocaría ningún tipo de entusiasmo.

—¿Ah sí? Enhorabuena… —respondió Ignasi, efectivamente, sin ningún tipo de entusiasmo.

Cuando salió del despacho, Jordi no pudo evitar pensar en lo que un amigo suyo le había dicho un día y que le costó poder entender: «En la universidad, y quizá también en otros lugares, existen muchas personas que se toman los éxitos de sus compañeros como fracasos propios. Les costará mucho admitirlo y lo negarán, pero es la verdad. Para algunos, los éxitos de los demás ponen en evidencia su no-éxito o su menos-éxito-que-el-otro. También están los que interpretan el éxito de sus compañeros como una disminución de sus propios éxitos. Por este motivo, en la universidad nunca recibirás muchas congratulaciones sinceras».

Dejó de pensar en eso cuando encontró a Montse en el pasillo. Se la veía contenta y con ganas de felicitarle. Le dio un abrazo cordial.

—¡Ya te decía yo que todo iría bien! Hemos de celebrarlo hoy mismo. Voy a avisar a los demás y a encargar el cava.

—Muchas gracias. Tú también has contribuido al éxito del panglós. Es un éxito de todos —reconoció sinceramente Jordi.

—Yo he hecho poco, pero gracias. ¿Te han contado ya que estos días hemos recibido a un montón de periodistas?

—Sí. Me lo ha dicho Ignasi, y estaba muy enfadado.

—No me extraña. No hacían otra cosa que preguntarle su opinión sobre la utilización del panglós en las escuelas.

—¿Eso le preguntaban? ¿Y él qué decía? —preguntó Jordi con curiosidad.

—Decía que era prematuro pronunciarse y que el propio Ayuntamiento lo planteaba como una experiencia piloto. Los periodistas no quedaban muy satisfechos —dijo Montse—. ¡Y le presionaban preguntándole si utilizaríamos el panglós en las clases de la universidad!

—No me ha comentado nada —dijo Jordi extrañado.

—Claro que no. Ante una pregunta tan directa no sabía qué cara poner ni qué decir, el pobre Ignasi. Se liaba diciendo que existía una propuesta, pero que todavía la estaba estudiando una comisión. No pudo aclarar quién formaba parte de esta comisión. Un papel de lo más lúcido. El alcalde, va y promete llevar los pangloses a las escuelas de los árabes, y resulta que el director del departamento que ha inventado el panglós no ve claro utilizarlo en las clases de su propio departamento. ¡Los periodistas se han puesto morados! ¡Nos hemos dado un hartón de reír!

Preveía una mañana ajetreada repasando todo lo que Albert le tendría preparado, especialmente las noticias de los periódicos que hablaban del panglós, del alcalde, de los árabes, de su departamento o de él mismo. Pero no habría podido imaginar que Laura vendría a verle.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Jordi, sorprendido por la visita.

—Quería felicitarte personalmente, aunque sólo fuera un momento —dijo Laura en tono alegre—. Espero no molestarte…

—Al contrario, pasa —dijo mostrándole la silla que estaba frente a su escritorio—. Justamente estaba leyendo lo que habéis escrito los periodistas.

—Espero que te guste. Le pedí a Albert que me avisara de tu llegada. No te sabe mal, ¿verdad? —dijo Laura un poco temerosa ante la reacción de Jordi.

—No, ¡qué va! Pero no me ha dicho nada… —y desvió la mirada hacia Albert.

—Porque le pedí que no te lo dijera. Quería darte una sorpresa. No te lo tomarás a mal, ¿verdad?

Le habría resultado imposible tomárselo a mal. Estaba realmente contento de volver a verla. Le sorprendía, y le gustaba, el carácter decidido de Laura y las iniciativas que tomaba. Como la de lograr enterarse del hotel donde se alojaba en Los Ángeles y llamarle un par de veces. Él todavía no había osado nunca llamarla a la agencia.

—¿Qué te parece el follón que ha provocado el panglós? —dijo ansiosa para comunicarle las últimas novedades.

—Quizás un poco exagerado. La verdad, no hay para tanto. No deja de ser un aparato más, de los muchos que salen continuamente. Si cada vez que saliera un nuevo aparato al mercado, los políticos y los periodistas —y le dedicó una sonrisa— montarais este barullo, sería el no va más.

—Este caso es un poco especial —dijo Laura en tono convencido.

—¿Qué tiene de especial?

—Afecta a la lengua y al habla de la gente. Toca la fibra sensible de muchas personas.

Jordi se sorprendió. Siempre la había oído preguntando y ahora la oía respondiendo. La notaba segura de lo que decía. Descubría una nueva faceta suya.

—Me parece que exageras. El panglós no deja de ser una evolución natural de los traductores. Es un poco especial, si quieres, pero traductor al fin y al cabo —Jordi recobraba su tono profesoral—. Si no recuerdo mal, cuando se popularizaron los traductores automáticos y la gente empezó a comprarlos, nadie se maravilló. El público los aceptó porque representaban un progreso: daban acceso a una información y a un conocimiento mucho mayor en la propia lengua. Como máximo, protestaron los colegios profesionales de traductores, por el trabajo que podían quitarles. Y hoy en día no conozco a nadie a quien se le excite la fibra sensible, como dices tú, ante un traductor. Y mira que los utilizamos…

—¡Tú tienes una visión del mundo muy panglossiana!

—¿Qué? —preguntó Jordi sorprendido.

—Una visión muy optimista. Crees que las cosas siempre irán bien y que en este mundo todo concuerda para que todavía vayan mejor.

—¿De dónde has sacado esto?

—¿No has leído a Voltaire?

—No —tuvo que confesar Jordi—. Me suena de cuando hacía bachillerato pero…

—Pues si hubieras leído Cándido sabrías que unos trescientos años atrás ya existían los que se reían del doctor Pangloss.

—¿Y tú, cómo sabes estas cosas? —Jordi estaba maravillado de lo que oía.

—A veces, los de letras sabemos cosas que a los de ciencias os iría bien saber —sentenció Laura. Y volviendo al tema de conversación, continuó—: Me parece que eres un poco ingenuo, si permites que te lo diga —definitivamente Laura también adoptaba un tono profesoral—. A ti te parece que el panglós será un aparato que la gente se pondrá y se sacará, sin mayores consecuencias que las que representa que la gente se ponga y se quite los zapatos cada día.

—Tan poco como esto, no; pero tanto como dicen algunos diarios tampoco.

—Pues a mí me parece que si esto del panglós acaba teniendo éxito, y no dudo de ello, puede llegar a tener consecuencias de la misma magnitud que en su día tuvieron, cuando tú y yo todavía no habíamos nacido, el coche o la televisión. A niveles muy diferentes, pero de la misma magnitud, cuando no mayor.

—Gracias por darle tanta importancia, pero me parece que te pasas —dijo Jordi desconcertado.

—No lo sé. El coche alteró la movilidad de las personas. Permitió que la gente pudiera desplazarse a voluntad de un lugar a otro. Permitió que la gente viviera alejada del lugar de trabajo. La televisión alteró las relaciones sociales y familiares. Alteró el ocio de las personas. Cambio la manera de informarse de lo que sucedía en el mundo. El panglós puede modificar los hábitos lingüísticos de la gente. Puede modificar las lenguas que se utilizan en las relaciones interpersonales.

—Pero esto tendría una importancia muy limitada…

—Puede alterar el equilibrio lingüístico de algunos países —Laura parecía no escucharle—. Podría modificar el status de algunas lenguas.

—No lo creo —dijo Jordi, parándose en seco y pretendiendo frenarla.

—Podría hacer estallar un nuevo conflicto lingüístico en nuestro país.

A Jordi le dolía no acabar de conectar con Laura.

Entró en el aula a las diez en punto. A Jordi le gustaba ser puntual porque así podía sacar provecho de los cinco minutos de margen que había antes de las clases. Podía preparar tranquilamente las transparencias que traía, comprobar el proyector, borrar la pizarra o atender alguna consulta de los estudiantes.

En la pizarra había un desorden total. Frases a medio terminar, escritas con desgana y encabalgándose las unas con las otras. Gráficos trazados sin cuidado, llenos de anotaciones que, más allá de la primera fila de la clase, resultaban ilegibles. Fórmulas con errores medio corregidos de cualquier manera. Ninguna relación entre la medida de las letras y la importancia de lo que debía explicarse. Fragmentos inconexos colocados uno junto al otro. Fragmentos relacionados colocados a ambos extremos, unidos a veces por flechas que cruzaban toda la pizarra. Rincones llenos de letras luchando entre sí por hacerse un lugar, mientras que en otras zonas gozaban del privilegio de campar a sus anchas.

A Jordi le pareció que la pizarra reflejaba, indudablemente, la personalidad de quien la había llenado, del profesor que le había precedido en el aula: Santiago.

Mientras la borraba, se fijó en que estaba escrita en castellano. No le sorprendió porque ya hacía muchos días que entraba en aquella clase después de Santiago y siempre había encontrado igual. Pero nunca se había parado a pensarlo. Aquel día, en cambio, era diferente. Jordi estaba bajo el influjo de la conversación con Laura y empezaba a fijarse en esos detalles.

Recordaba que cuando Santiago entró en el departamento ya empezó dando las clases en castellano. Alguien manifestó su sorpresa y le preguntó cómo era posible que un catalán como él, que hablaba normalmente en catalán, diera las clases en castellano. A Jordi se le quedó grabada la respuesta que dio en tono de disculpa: «Porque estoy preparándome para las oposiciones. Deberé dar una clase en castellano y no creo que al tribunal le guste mucho oír catalanadas. De forma que prefiero entrenarme un poco».

Pero Santiago ganó las oposiciones y siguió dando las clases en castellano. Ahora ya no tenía que hacérselo perdonar: tenía el puesto de trabajo bien asegurado y nadie podía exigirle ningún tipo de explicación. Pero siempre que venía a cuento no perdía la ocasión de explicarlo. Decía que él no daba ninguna importancia a la lengua que utilizaba y que daba las clases en castellano por si había alguien que no entendía el catalán. Que era una bobada atrincherarse en el tema de la lengua, y bobos los que lo utilizaban como bandera.

Cuando estaba a punto de tener la pizarra totalmente borrada se le acercó el delegado de la clase. Contento, aunque un poco tímido, le dijo:

—El otro día Gualbert nos explicó la propuesta que hiciste al Comité de Gobierno del departamento, y yo estoy totalmente de acuerdo.

—Gracias. Espero que todo vaya bien —respondió Jordi.

—Yo también. Gualbert dice que nos convocará para una reunión conjunta de todos los delegados y estoy seguro de que recibirás el apoyo de todos nosotros.

—¿Todos? —preguntó extrañado Jordi.

—Bueno, siempre hay alguno que quiere poner trabas —respondió el delegado sin darle importancia—, pero son minoría. De no ser porque hay profesores que los envalentonan, no osarían decir ni mu —dijo moviendo ostensiblemente la mirada hacia el trozo de pizarra que todavía no estaba borrado.

Jordi se percató de ello y entendió perfectamente el gesto del delegado de los estudiantes, pero hizo como si nada. No le habría costado mucho aceptar la complicidad que le ofrecía, ponerlo de su bando y dedicarse a criticar a su compañero de departamento. Pero no le gustaba trasladar las peleas entre profesores a las aulas, aunque sabía que era ahí donde se ganaban o perdían esas peleas. Los votos de los estudiantes habían decidido más de una vez los asuntos de los profesores.

—Un día tienes que dejarme probar un panglós —le pidió el delegado.

—Con mucho gusto. Pasa por mi despacho y te dejaré uno. No tengo muchos, pero si sólo es para unos días…

El delegado dudó unos momentos, pero al final confesó, con malicia, las razones de su interés:

—Si me animo me lo pondré en la clase de Santiago…

—¿Y eso? —preguntó Jordi desconcertado.

—Me revienta que dé las clases en castellano, y sobre todo que no haga el menor esfuerzo para que entendamos lo que nos explica. Así que puestos a no entenderlo, prefiero no entenderlo en catalán.

Le alegró volver a ver a Abassi Haschani. Le pareció que estaba contento y satisfecho, aunque un poco temeroso por lo que pudiera pasar. Esta vez estaban en el despacho de la responsable de programación escolar del Ayuntamiento, María Casas. Les había convocado para planificar la utilización del panglós en las escuelas municipales de enseñanza primaria.

—Ya saben que el alcalde tiene un interés muy especial en someter el uso del panglós a un proyecto piloto. Nos ha encargado que preparemos un plan de cara al curso próximo —dijo para centrar el objeto de la reunión y en un tono que demostraba que el plan le interesaba—. Nosotros habíamos pensado seleccionar una escuela con diversos grupos de niños con el árabe como lengua materna y utilizar el panglós en alguno de ellos. Así podríamos analizar el comportamiento del grupo piloto y compararlo con los demás.

—¿Y no sería mejor utilizarlo en todos los grupos de una escuela? —preguntó Abassi Haschani, temiendo que las promesas del alcalde terminaran sólo en migajas.

—No creo que dispongamos de tantos pangloses —dijo dirigiéndose a Jordi.

—No. No podemos comprometernos en montar más de los treinta que prometí —respondió Jordi, pensando que necesitaba veinte más para sus clases—. Los hacemos de forma casi artesanal y no podemos hacer tantos como quisiéramos.

—Con treinta quizá baste. Todo depende de quién se los ponga —observó Abassi Haschani astutamente—. Si hay pocos, quizá podríamos lograr que se los pusieran los profesores que no hablan árabe, en lugar de los niños. Si los profesores emitieran en árabe el efecto sería el mismo, pero podríamos abastecer hasta a treinta grupos de niños.

—No me parece conveniente —dijo María Casas, asustada—. No olvide que es un plan piloto y debe tener un alcance muy reducido. Tenemos que ser prudentes y avanzar con calma. En cuestiones educativas, los fracasos pueden tener efectos muy negativos y conviene limitarlos al máximo. Debemos meditar mucho cada paso que damos y no dar el siguiente hasta estar bien seguros. Por otra parte, no olvide que es posible que algunos profesores no acepten ponerse un panglós de buen grado, y no nos conviene enfrentarnos con ellos. Bastantes problemas tenemos con ellos como…

—Bien, en este caso, de momento, no me opongo —aceptó resignado Abassi Haschani pensando que, efectivamente, bastante costaría convencer a los profesores—. Pero nos gustaría que empezaran a pensar en un futuro menos próximo porque estamos convencidos de que será un éxito absoluto.

—Nosotros también, y por eso hacemos este plan piloto —rubricó María Casas. Y añadió—: También hemos pensado que no haría falta que los niños usaran el panglós todo el rato. Hay algunas clases que ya se dan en árabe y no lo necesitarán para nada. Las clases de catalán, castellano e inglés deben de hacerse, por supuesto, en estas lenguas, y tampoco lo necesitarán. Sólo tendrán que ponérselo para…

—Un momento —cortó Abassi Haschani en tono seco—. Nos dijeron que eliminarían las clases de lenguas.

—¡Pero esto es imposible! Hay una programación general de la enseñanza, trazada por el gobierno, que fija las materias y las horas de clases, y nosotros no podemos saltárnosla. Todas las escuelas del país tienen que ceñirse a esta programación. El Ayuntamiento no puede hacer nada contra esto —sentenció María Casas.

—Esta programación fue hecha cuando todavía no existía el panglós. Ahora es diferente. Ha aparecido una nueva circunstancia. ¿Acaso no dicen ustedes que la enseñanza debe adaptarse a los cambios de la realidad social? Pues ahora estamos en un momento de cambio —dijo Abassi Haschani, queriendo ponerse en el mismo terreno de los educadores.

—Pero son procesos que requieren su tiempo. Los gobiernos no cambian las leyes de un día para otro. Nos guste o no, las leyes siempre van detrás de la sociedad. Usted ya sabe cuánto tiempo hizo falta para poder dar clases en árabe.

Abassi Haschani no quería ceder más. El alcalde había prometido que revisarían la enseñanza de lenguas y ahora resultaba que no se podía cambiar. La promesa quedaba en agua de borrajas, como tantas otras veces, pero esta vez no estaba dispuesto a aceptarlo.

—Podría hacerse una excepción en este caso —trataba de encontrar una salida—, ya hay precedentes. Cuando la realidad no encaja con la programación escolar, el propio gobierno permite introducir cambios. Fíjese en el caso de las escuelas para niños japoneses. No me diga que esas escuelas también siguen nuestra programación. Bien autorizaron un programa diferente…

—No es el mismo caso —replicó María Casas, con paciencia y en un tono de autoridad—. Estas escuelas son para extranjeros, para niños y niñas que estarán aquí poco tiempo. Vienen con sus padres para pasar sólo unos años, y si siguieran nuestra programación no podrían continuar bien los estudios en su propio país. Es un caso especial. Las escuelas municipales, en cambio, atienden a niños del país. Da igual de dónde procedan ellos o sus padres. Lo único importante es que son ciudadanos de este país, y todos los ciudadanos deben seguir la misma enseñanza.

—En esto tiene razón —replicó condescendientemente Abassi Haschani—. Pero también la tengo yo cuando digo que los gobiernos, si realmente lo desean, pueden hacer excepciones. Y en este proyecto piloto también podría hacerse una excepción. Podrían suprimirse todas las clases de lenguas, salvo las de la lengua materna, el árabe.

—¡Pero qué dice! —exclamó indignada María Casas. Miró a Jordi, como para solicitarle apoyo, pero éste estaba fascinado por la conversación y no tomaba partido por ningún bando—. ¿Qué tipo de niños se imagina usted que formaríamos si no supieran las demás lenguas? ¿Cómo se comunicarían con otras personas? ¿Cómo podrían jugar con los otros niños? ¿Cómo podrían viajar por Europa? Por otra parte, recuerde que el catalán es la lengua propia de Cataluña, el castellano es la lengua oficial en el estado español y el inglés la lengua oficial en toda Europa. Y eso, quiera o no, se aplica a todos los ciudadanos de este país.

—A mí me parece que usted todavía no se ha dado cuenta de que nuestros hijos pueden ser tan catalanes como el que más sin saber catalán, españoles como los demás sin saber castellano, y europeos de primera clase sin saber inglés —dijo seguro de sí mismo Abassi Haschani. Y concluyó en tono enérgico—: Sólo les hace falta saber su lengua materna y tener un panglós.