Arnold remataba ya su primer kilómetro, avanzando metódicamente a lo largo del herboso sendero sembrado de guijarros junto a la línea de árboles que dominaban el Red River del norte, cuando el viento le habló por primera vez.

Sopló en el atardecer. Las ramas crujieron y las recién caídas hojas repiquetearon contra los troncos de los olmos y los bojes.

El bosque susurró su nombre.

Imaginación, por supuesto.

El río bajaba cargado al doblar el recodo. El sendero de jogging crujía bajo sus pies, las ramillas se agitaban en los árboles.

Arnold.

Más claro esta vez. Una fría brisa onduló a través de él.

El sonido murió, como ahogado por la capa de hojas sobre su cabeza.

Moderó gradualmente el paso, se detuvo. Miró a su alrededor. Parpadeó furioso hacia los árboles. El río era gris a la muriente luz.

—¿Hay alguien ahí?

Un gorrión alzó el vuelo desde un roble colorado y surcó el cielo, cruzó por encima de los árboles del cortavientos, por encima del agua, por encima de la orilla opuesta, y se adentró en Minnesota. Desapareció de la vista.

La corriente murmuraba más allá de un amasijo de oscuras rocas en el centro de la corriente. En alguna parte en la distancia oyó el resonar de la puerta de un garaje al cerrarse. Siguió adelante. Pero esta vez corrió más lentamente.

Arnold.

Se detuvo de nuevo, estuvo a punto de perder el equilibrio. Se inmovilizó.

Esta vez no había ningún error: el sonido era sólo un susurro, un distante suspiro. Pero había pronunciado un nombre. Lo había inspirado, lo había exhalado. Era algo compuesto de río y viento y árboles. Lo oyó en las pequeñas ondulaciones del agua junto a la pedregosa orilla y en el rodar de las hojas muertas.

No era un grupo de chicos escondidos detrás de los bojes. No era nadie que pudiera imaginar. No era en absoluto una voz humana. Su corazón se puso a latir con fuerza.

El valor nunca había sido una de las virtudes de Arnold Whitaker. Temía los enfrentamientos, temía a los médicos, temía al dolor, temía a las mujeres. Y, aunque no creía en fantasmas, y de hecho se preocupaba mucho de sonreír cínicamente ante las historias sobre temas sobrenaturales o paranormales, no le gustaban los lugares oscuros, ni siquiera el corto trayecto desde su garaje hasta su casa cuando la luna estaba llena. (De pequeño había visto demasiadas películas de hombres lobo).

Se detuvo cerca de un negro peñasco de granito, se volvió de espaldas al río y escrutó el bosque. Estaba en el cortavientos que rodeaba Fort Moxie, un estrecho cinturón de árboles de no más de treinta metros de anchura. Nada se movía entre los bojes y los álamos. Nada le seguía por el sendero de jogging. Y, tras un último barrido de la zona, vio que nada flotaba en el río o se alzaba allá en la orilla opuesta.

El negro peñasco era uno de los muchos de la zona que habían sido empujados desde Manitoba y depositados allí por los glaciares antes de que iniciaran su larga retirada a finales de la última era glacial. Se alzaba hasta la altura del hombro, y su áspera superficie era fría.

Arnold permaneció muy inmóvil. Los árboles oscilaban suavemente bajo los primeros vientos del otoño. Los pájaros cantaban. El río burbujeaba. La forma más rápida de salir de allí era abandonar el sendero, cortar por entre los árboles del cortavientos y descender directamente hasta la ciudad. Pero eso requería que admitiera algo que no estaba dispuesto a admitir. El día era demasiado agradable, demasiado soleado, demasiado plácido para dejarse asustar por el viento. ¿No era eso lo que decían siempre en las películas de casas encantadas? Sólo es el viento.

Descubrió que estaba casi agazapado detrás del peñasco. Se obligó a erguirse y, con pasos que de pronto adquirieron vigor, se lanzó hacia delante. Siguió el sendero por entre los árboles y fuera de ellos. Corrió a toda velocidad bajo la filtrada luz del sol. Ocasionalmente, allá donde el sendero trazaba una curva, él no. Saltaba sobre troncos, cortaba a través de claros, avanzaba entre la maleza. Emergía con frecuencia junto a la orilla del río, sólo para volver a hundirse entre los árboles. Finalmente, siguiendo aún el sendero, se apartó del Red y cortó colina abajo por entre los últimos vestigios del cortavientos. Jadeaba cuando salió a los campos de Lev Anderson, y cruzó exhausto la puerta trasera del Centro Histórico de Fort Moxie.

Asustó terriblemente a Emma Kosta, que estaba de turno, y a su amiga Tommi Patmore. Emma saltó de su silla y derramó su taza de té, mientras que Tommi, sentada de espaldas a la puerta cuando Arnold la abrió de golpe, se cayó literalmente de su silla. Arnold cerró la puerta, trató de cerrarla con la aldaba, fracasó, corrió a ayudar a Tommi, y tuvo que volver junto a la puerta e intentarlo de nuevo porque la puerta no había quedado bien cerrada, nunca cerraba bien, y el viento la había abierto.

Al final Tommi tuvo que volver por sí misma a su silla. Las dos damas miraron asombradas a Arnold.

—Vaya, Arnold —dijo Emma—, ¿qué le ha ocurrido?

Arnold se había derrumbado virtualmente contra la pared, exhausto por su esfuerzo, con los pulmones ardiendo

—¿Eh? Nada —dijo—. Nada en absoluto. ¿Qué le hace suponer que me ha ocurrido algo? —Necesitó otros treinta segundos para poder terminar su frase—. Sólo estaba practicando jogging.

Arnold Whitaker era el propietario y principal empleado de la Lock’n’ Bolt, la ferretería de Fort Moxie. Era un hombre de proporciones modestas y rasgos normales, mediada la treintena. Tendía a ser discreto, no se sabía que jamás hubiera ofendido a nadie y, en general, se preocupaba mucho de la etiqueta social: abría las puertas a las señoras, sólo gastaba bromas a costa de sí mismo, y hablaba con tonos cuidadosamente modulados. Nadie había oído nunca que Arnold alzara la voz.

Sus clientes lo consideraban una persona firme en la que se podía confiar, de la misma forma que es firme y se puede confiar en una buena llave inglesa y unos buenos tornillos. No había nada extravagante en su aspecto, nada chillón o llamativo en su tienda o en el cartel luminoso de la misma; todo austero y sencillo, todo dentro de los parámetros del manual de instrucciones.

Era soltero. Vivía en el piso de arriba de la tienda, en un espartano apartamento de dos dormitorios. Los muebles eran discordantes: la mesa de mimbre minaba el espíritu de su escritorio de tapa corredera; el efecto seductor del sofá de piel negra resultaba completamente destruido por el conservador sillón de orejas color oro tostado. Arnold había adquirido la mayor parte de su mobiliario en las rebajas en Fargo y Grand Forks. Sus ropas también reflejaban una tendencia a considerar antes el presupuesto que el gusto. De hecho, podía decirse que la propensión de Arnold hacia los descuentos reflejaba una tendencia natural a evitar en la vida todo aquello por lo que tuviera que pagar lo que valía.

Tenía un buen televisor, veintisiete pulgadas, ochocientas líneas de definición y sonido envolvente. (Pasaba mucho tiempo viendo la televisión, pero había esperado a comprarlo hasta conseguir el precio que deseaba pagar). Una buena cadena de alta fidelidad adquirida en una tienda de oportunidades dominaba la sala de estar. Las paredes de todo el apartamento habían sido convertidas en estanterías, llenas de catálogos de ferretería y tecno-thrillers en ediciones de bolsillo.

Dormía en la habitación central, dominada por una cama doble que hacía sólo de tanto en tanto y una enorme cómoda a la que le faltaban varias manijas. (Estaba buscando un buen reemplazo). En un rincón había un televisor más pequeño y un vídeo, y en otro un árbol de caucho. Una foto de una antigua amiga a la que no veía desde hacía años dominaba la cómoda.

La habitación de atrás miraba al barrio noroeste de Fort Moxie. Las casas de la ciudad fronteriza estaban muy separadas entre sí, incluso detrás de la zona comercial. Los terrenos raras veces medían menos de dos mil metros cuadrados. Había pocas farolas, y en consecuencia la zona era muy oscura por la noche. Por eso Arnold había elegido aquella ventana de atrás para instalar su telescopio.

El telescopio era tal vez la única propiedad de Arnold que había adquirido a su precio real. Era un reflector 2080 Schmidt-Cassegrain con un ocular de 25 mm. Le ofrecía vistas espectaculares de la Luna, de Júpiter y de Saturno, en especial en las frías noches de invierno en las que el aire parecía cristalizarse y las moléculas de polvo se helaban y caían al suelo, dejando expuestos los corazones de los grandes planetas.

La ambición secreta de Arnold, una que nunca había compartido con nadie, era descubrir la aproximación de un cometa. Ser el primero, y dar la noticia. El cometa Whitaker.

Sus vecinos conocían la existencia del telescopio y asignaban su presencia a alguna idiosincrasia menor, la excepción en el tranquilo y ordenado fluir de la vida de Arnold.

El cual, incidentalmente, era apreciado por casi todo el mundo. No daba lugar a pasiones: nadie en Fort Moxie perdía el sueño pensando en él. Y nadie podía recordar haberse irritado nunca realmente con él. Simplemente estaba allí, en el centro comercial de la ciudad, una educada presencia en la que se podía confiar, una parte tan genuina de la ciudad como la oficina de correos o la comarcal 11 o el cortavientos. Lo que más gustaba a la gente de él (aunque probablemente nadie lo expresaría jamás con palabras) era que a Arnold le gustaba realmente la ferretería. Los martillos y los cortafríos, con sus pulidos mangos de madera y sus cabezas metálicas brillantes y limpias, le deleitaban. Manejaba los destornilladores, las cajas de clavos, las clavijas y las bases de enchufe con evidente afecto. E incluso sus clientes más jóvenes trazaban una conexión entre el sólido y responsable estilo de vida de Arnold y los tornillos y tuercas de su negocio.

La tarde del incidente en el cortavientos, que fue el primer suceso no planificado en su vida desde las inundaciones de 1978, Arnold regresó a la tienda en un estado de considerable agitación. Cerró con llave las dos puertas de abajo y comprobó todas las ventanas, una rutina que no siempre seguía en una ciudad sin delitos importantes como Fort Moxie. Y se retiró arriba, a la habitación de atrás, donde permaneció largo tiempo sentado al lado del telescopio, observando cómo la oscuridad descendía sobre la distante linea de árboles.

Ni por un momento dudó que había oído realmente su nombre ahí fuera. Arnold era una persona demasiado firme, demasiado estable, para dudar de sus sentidos. No creía que se tratara de una broma, como tampoco veía, caso de serlo, cómo podía haber sido ejecutada.

Pero, entonces, ¿de que se trataba? A la firme y dura luz de su habitación, podía desechar lo sobrenatural. Pero ¿qué quedaba entonces? ¿Era posible que algún truco del viento, alguna improbable disposición de las ramas y de las corrientes de aire y de la temperatura, hubiera producido un sonido tan parecido a «Arnold» que su mente hubiera llenado el resto?

Permaneció sentado durante casi una hora con la barbilla apoyada en sus manos, mirando a través de la ventana las distantes copas de los árboles.

Más tarde salió a cenar, a Clint’s. Era una excepción, pero esta noche creía tener derecho. Deseaba gente a su alrededor.

La rutina habitual era que Arnold abriera a las nueve. Tenía dos empleados a tiempo parcial: Janet Hasting, un ama de casa que acudía a sustituirle a la hora de comer, y Dean Walloughby, un quinceañero que venía a las tres. Si las cosas estaban tranquilas, Arnold trabajaba en el inventario, o en la declaración de impuestos, e iba al banco. Cerraban a las cinco. Dean se marchaba a casa, y Arnold iba a hacer jogging.

Pero hoy, el día después del incidente que Arnold empezaba a llamar El Encuentro, así, con mayúsculas, tenía que tomar una decisión. Le gustaba correr. En especial le gustaba la soledad del anillo de árboles, y correr contra el viento en la pradera. Le gustaba el limpio olor a rocas y agua del Red River y el lejano sonido de los cláxones en la I-29. Era pasado el Día del Trabajo, y el corto verano de Fort Moxie se estaba marchando aprisa. No quería perder el poco buen tiempo que quedaba, en especial por culpa de una aberración, un truco de los sentidos.

Arnold se notaba trastornado por la experiencia. Temblaba ante la perspectiva de ir hasta allá de nuevo, y se daba cuenta de que podía perfectamente mantenerse alejado de aquel lugar, y nadie sabría nunca que se había dejado dominar por su miedo. Era posible que durante un tiempo se preguntara qué había ocurrido en realidad ahí fuera, pero sabía que finalmente adjudicaría el suceso a una imaginación demasiado activa.

Ése parecía el camino más seguro.

Sí. Podía permanecer alejado del lugar. No tenía sentido tentar al destino. ¿Por qué buscarse problemas? Esta tarde podía limitarse a correr por la ciudad. De todos modos, la estación ya estaba terminando. Así que, una vez tomada su decisión, esperó a que Janet Hasting llegara a las once y poco después salió a comer con la conciencia tranquila.

Saludó con la cabeza al pequeño núcleo de clientes regulares de Clint’s y se sentó en una silla al lado de Floyd Rickett, que estaba desmembrando un pollo. Floyd era alto canoso, de nariz afilada y aspecto delgado, muy digno en su uniforme postal. Tenía recias opiniones, y un intenso sentido de la importancia de su propio tiempo. Ve al fondo, acostumbraba a decir, haciendo un gesto como de apuñalar con los tres dedos medios de su mano derecha, como si se abriera camino con ellos. Floyd se abría camino por todas partes: se abría camino en las conversaciones, se abría camino entre la oposición política en el club (del que era secretario de actas), se abría camino en colas y multitudes. La vida es corta. No hay tiempo que perder. Ve al fondo. En la oficina de correos, se especializaba en destacar los problemas causados por el público en general. Floyd no toleraba un paquete mal envuelto, una dirección escrita a mano con letra poco legible, la ausencia del código postal.

—Pareces trastornado —dijo, mirando a Arnold.

Arnold se sentó y negó con la cabeza.

—Estoy bien.

—Creo que no. —Puñalada—. No tienes buen color. —Puñalada—. Y eludes el contacto visual. —Corte.

Arnold intentó establecer de inmediato contacto visual. Pero ya era demasiado tarde.

—Es algo que me ocurrió ayer.

Ve al fondo.

—¿Qué? —Floyd se inclinó hacia delante con interés. Los sucesos fuera de lo común, en especial los del tipo que podían borrar la ecuanimidad en un ciudadano tan sólido como Arnold Whitaker, eran raros en Fort Moxie.

—En realidad no sé cómo explicarlo. —Arnold observó a Aggie acercarse a tomar su orden. Cuando se hubo marchado repitió su observación.

—Ve al grano —dijo Floyd.

—Ayer estaba haciendo jogging en el cortavientos. Voy ahí cada día, después de cerrar.

Floyd se removió en su silla.

—Oí una voz —dijo Arnold.

Floyd se metió un trozo de pollo en la boca, masticó y frunció el ceño cuando no oyó nada más.

—Me rindo —dijo al fin—. ¿Qué voz?

—No había nadie allí.

—Tenía que haber alguien. Alguien escondido detrás de un árbol.

—No.

—Entonces, ¿qué era?

—No era una voz como la tuya o la mía. Quiero decir, no era la voz de una persona.

Floyd frunció el ceño.

—¿Qué otros tipos de voces hay?

—No lo sé.

—Está bien. ¿Qué dijo?

—Nada.

—¿Nada?

—Bueno, pronunció mi nombre.

—¿Y eso fue todo?

—Sí.

Floyd inclinó la cabeza hacia un lado, sonrió y terminó su té helado.

—Tengo que irme —dijo. Se había dado cuenta de que aquélla era una conversación que no iba al fondo. No valía la pena perder el tiempo con ella—. Mira, Arnold, lo que oíste fue un eco. O el viento. Que a veces juega extrañas pasadas. —Se palmeó los labios con la servilleta—. Quizá necesites tomarte unos días de descanso.

Así que Arnold regresó a la tienda, y reconsideró su decisión de permanecer alejado del cortavientos. No podía permitirse que lo asustara y le alejara de algo que realmente disfrutaba hacer. Sobre todo cuando no tenía ninguna explicación, ni siquiera para sí mismo. A las dos, había decidido enfrentarse a lo que fuera que acechara (ésa era la palabra que no dejaba de acudir a su mente) entre los árboles. Y al diablo las consecuencias. Pero, a lo largo de la siguiente hora, las fuerzas de la cautela volvieron a tomar el mando y reconquistaron la colina.

Pensó en invitar a Dean, su empleado a tiempo parcial, a ir con él. Pero ¿cómo explicarle su petición? Y de todos modos, el muchacho estaba en unas condiciones físicas horribles, y sólo lo frenaría si tenía que salir rápidamente del lugar.

A la hora de cerrar había cambiado varias veces de idea, y al final alcanzó un compromiso: permanecería fuera de los árboles, pero correría tan cerca de ellos como pudiera, sin abandonar las calles.

Su rutina habitual, después de cerrar y ponerse el chándal, era conducir hasta el Centro Histórico y aparcar allí, luego regresar corriendo a lo largo de la avenida Bannister que cruzaba la ciudad y conectar con el sendero de jogging del lado oeste. Seguía el sendero bordeando el perímetro norte de Fort Moxie, pasaba junto al lugar de El Encuentro, y finalmente volvía a salir al Centro Histórico. El camino tenía en total unos ocho kilómetros. En realidad no corría toda esa distancia, no podía correr tanto, pero usaba una combinación de jogging y caminar. Y a veces simplemente se paraba. De hecho, lo hacía a menudo. En total, podía necesitar de una hora y cuarto a dos horas para completar todo el circuito.

Hoy, por supuesto, sería diferente. Para empezar, dejó su coche en el garaje. Echó a andar por Bannister, pasó frente a la oficina de correos y el banco y el bar Prairie Schooner y el supermercado de Mike y la tienda de electrodomésticos Intown Video. Pero, en vez de seguir todo el camino hacia la salida del lado oeste, giró al norte en la calle Quinta y cruzó el terreno sembrado de hojas secas de la escuela elemental Thomas Jefferson.

Al frente mismo, a unas seis manzanas, podía ver la línea de olmos y bojes. Sus copas se agitaban bajo un recio viento de la pradera. Parecían inofensivos. También parecían profundos: cuando era un muchacho, la imaginación de Arnold se había recreado en convertir el estrecho anillo de árboles en un enorme bosque, antes que en un solitario puesto de avanzada en la pradera.

Dejó atrás la escuela, pasó por delante de bloques de casas y la panadería y los apartamentos Estrella del Norte. Dos manzanas más allá de Bannister pasó junto a la casa de Floyd. Era un edificio de dos pisos de color gris claro inmaculadamente cuidado, con un porche frontal cerrado. Dos viejos bojes crecían en un espacioso patio delantero recientemente rastrillado. (Las hojas secas estaban alineadas en una pared lateral, metidas en sacos). Amplios setos cuidadosamente manicurados marcaban los límites del terreno. Un surtido de arbustos cuidadosamente dispuestos señalaba la casi obsesiva afición del propietario por la simetría y el orden. El periódico de la tarde, el Grand Forks Herald, estaba en medio del césped, doblado y enfajado.

Su Nissan rojo estaba aparcado en el sendero. Y el propio Floyd apareció en la puerta, saludó a Arnold con la mano y se dirigió en busca del periódico.

Arnold le devolvió el saludo.

—¡Vigila esa cosa en el bosque! —le indicó Floyd, cuando Arnold ya casi había pasado.

No hubiera debido decirle nada. Arnold incrementó ligeramente el paso, notó que sus mejillas se encendían.

Se acercaba ahora a la biblioteca de Fort Moxie.

La biblioteca era el orgullo de la ciudad. Los contribuyentes la habían financiado con una emisión de bonos, un arquitecto de Bismarck había diseñado la estructura para que semejara un pequeño templo griego, y las contribuciones tanto de libros como de dinero la mantenían bien provista.

El templo griego dominaba una pequeña altura rodeada de un césped que empezaba a volverse amarronado. Dos olmos, el asta de una bandera, una estatua de un soldado de caballería (de los días en que la ciudad era realmente un fuerte), y unos cuantos arbustos de verbena y madreselva contribuían en cierto modo a desconectarla del mundo exterior. La biblioteca era un bucle temporal, en una ciudad que ni siquiera tenía un agente de policía. Era en parte helénica, en parte estilo 1910. Un sendero de grava, flanqueado de bancos pintados de verde, serpenteaba por el terreno. Los bancos solían estar ocupados por adolescentes o por residentes ancianos que disfrutaban de los últimos días de verano. Y en uno de ellos, el que estaba delante mismo del templo, de cara a él, estaba sentada ahora una desconocida, una mujer joven a la que Arnold no había visto nunca antes. Era, observó, al tiempo que se quedaba sin aliento y doblaba la próxima curva, una mujer de sorprendente belleza.

Sería una exageración decir que Arnold nunca había tenido suerte con las mujeres. Había habido algunas en su vida, quizá media docena que se habían acostado con él, e incluso una o dos que hubieran podido llegar al altar. Pero ninguna de ellas, a plena luz del día, fue capaz de encender sus hornos, por así decir. Las mujeres que hubieran podido conseguirlo siempre lo habían asustado, y por ello terminaban inevitablemente en brazos de algún otro hombre mientras Arnold mantenía su frágil ego intacto. Podía afirmar, para su vergüenza, que ninguna mujer realmente hermosa lo había rechazado.

La mujer del banco era realmente hermosa.

Tenía unos líquidos ojos verdes y un pelo rubio rojizo cortado a la altura de los hombros. Cuando se movía, el pelo se agitaba y atrapaba la luz. Sus rasgos estaban finamente tallados, eran aristocráticos en su estilo más delicado, y estaban iluminados por una energía interior que hizo que la presión sanguínea de Arnold ascendiera hasta la zona de peligro. Su expresión sugería muy claramente que sería inabordable.

Tenía un libro abierto sobre su regazo, y un gastado maletín portadocumentos de piel sintética se había caído de lado a sus pies. Llevaba una conservadora blusa marrón claro y una conservadora falda marrón oscuro.

No hace falta decir que nunca se le hubiera ocurrido a Arnold alterar su camino, aventurarse a decir hola, o siquiera saludarla con la mano al pasar. Se limitó a seguir adelante, mirando como mejor pudo hasta que hubo cruzado la calle Pratcher y la hermosa joven desapareció de su vista cuando dobló el edificio amarillo de la casa de Kaz Johansen.

La calle Quinta terminaba más o menos allí, se convertía en un camino de tierra, y avanzaba a lo largo de otra manzana donde había varias casas en construcción y donde sólo vivía por ahora Al Conway. Arnold pasó junto a la casa de Al y siguió hasta el final de la calle.

Había un solar abandonado allí, más allá de las construcciones, cubierto de hierba alta y hojas muertas. Ascendía gradualmente hasta el cortavientos. Arnold frenó la marcha pero no se detuvo. Se preguntó si realmente había llegado a dudarlo alguna vez mientras avanzaba por el irregular terreno, ascendía la corta cuesta y penetraba entre los árboles.

El propósito oficial de estos anillos de árboles es proteger las ciudades de los vientos que soplan de la pradera. Durante la primavera anterior, un poeta que había venido de St. Louis para dar una conferencia en la biblioteca había dicho que la auténtica razón de los cortavientos no tenía nada que ver con el viento; era que dolía a la gente contemplar todo aquel vacío, hasta el horizonte, y por eso construía murallas a su alrededor. El poeta, suponía Arnold, no había estado nunca en Fort Moxie durante el invierno.

El estrecho cinturón de árboles estaba muy tranquilo.

Redujo su marcha a un mero caminar. El viento soplaba suave por entre las ramas más altas, creando cambiantes dibujos de luz. Sus temores se habían apaciguado; el bosque tenía un aspecto tan poco amenazador, tan pacífico, que el incidente del día anterior parecía irreal y muy lejano. Aquéllos eran sus árboles. Nada aterrador podía moverse entre ellos.

Aceleró un poco el paso. El sendero de jogging apareció a su izquierda, y lo tomó. El aire era fresco y vigorizante, pero sabía que arrastraba consigo los primeros heraldos del largo invierno por venir.

Pensó en llamar a la voz. Desafiarla. Hey, Voz. He vuelto. Pero no había recobrado hasta tal punto el valor. El bosque se agitó a su alrededor. Las ramas oscilaron, y los insectos susurraron en la maleza, y los sonidos de su paso le devolvieron sus ecos.

Apareció el río, al nordeste. Se estaba acercando al lugar donde se había producido El Encuentro.

Arnold retuvo su marcha y avanzó a un paso deliberadamente lento, ahorrando energías. El sendero discurría ahora por el otro extremo de los árboles, la parte exterior del cortavientos, que proseguía recto mientras el río torcía hacia el interior. El peñasco negro apareció delante.

Se detuvo.

El viento sopló sobre él, agitó sus ropas, onduló la hierba.

—¿Estás aquí? —preguntó con voz muy suave, no completamente seguro de haber llegado a pronunciar las palabras.

Las ramas crujieron y suspiraron.

El río siguió discurriendo.

Arnold se sintió mucho mejor y emprendió un vivo y triunfante trote.

El viento pareció envolverle. Olía a agua y madera verde. El follaje se agitó. La luz del día cambió de complexión, como si algo se hubiera interpuesto entre él y el sol. Había nubes en el cielo, hacia el este. El aire empezaba a oscurecerse.

Y el viento habló.

No…

Las rodillas de Arnold se bloquearon. Cayó de bruces, cuan largo era. No había nada a sus espaldas. Nada en ninguna parte que pudiera ver. El sonido tenía una cualidad estereofónica: procedía de todas direcciones.

… tengas miedo.

Si había algo que tuviera más posibilidades de aterrar a Arnold que una aparición inesperada en un claro solitario, era la petición, procediera de donde fuese, de que no se dejara dominar por el pánico. Permaneció tendido en el suelo, con el corazón latiendo alocado. Nada se movió entre los árboles. El río estaba tranquilo, el sendero desierto hasta donde podía ver. La voz sonaba demasiado cercana para proceder de la otra orilla.

Ninguna garganta humana podía haber emitido ese sonido susurrante, como de hojas agitadas por el viento.

—¿Quién está ahí?

Su corazón estaba desbocado, le costaba respirar, pero consiguió mantener a raya el enfermizo pánico del día anterior.

Hola, Arnold. Las copas de los árboles se bambolearon lentamente a uno y otro lado, como si la mano de un invisible gigante estuviera jugueteando con ellas. Esperaba que volvieras.

Una cálida brisa rozó su mejilla.

—¿Dónde estás?

Aquí. Algo como una ligera risa agitó el follaje. Estoy a tu lado.

—¿Dónde? Déjate ver. —Arnold luchó contra el creciente pánico mientras se ponía en pie.

No tengo nada que mostrar.

—Dilo de nuevo.

No hay nada que ver. A menos que la luz sea la correcta.

Tenía que ser un truco. Alguien debía de estar grabando aquello. ¿Iba a verlo aparecer cuando se reuniera con los Elks el próximo sábado por la noche?

—Estés donde estés, no me hace ninguna gracia. —Seguía sin hablar con voz fuerte—. ¿Eres tú, Floyd?

El silencio rodó por los árboles y se derramó en el río.

La ráfaga cruzó el claro donde estaba.

¿Quién es Floyd?

—Un amigo.

¿Un amigo que hace trucos?

—No lo sé. ¿Dónde estás, Floyd?

Aquí no hay nadie excepto tú y yo.

—¿Quién eres? De veras.

Un visitante.

—¿Un turista?

Podría decirse así. Escucha, Arnold, ¿por qué no te sientas? No pareces estar muy cómodo.

—¿Por qué no sales a donde pueda verte? ¿De qué tienes miedo? ¿Cómo haces ese truco de la voz?

Estoy en tu campo de visión.

—¿Dónde? ¿Detrás de un árbol?

Aquella suave risa de nuevo, ondulando por entre olmos y bojes.

Estoy a tu lado, Arnold. Una repentina corriente de aire cálido fluyó a su alrededor. Me alegra tener la oportunidad de hablar contigo.

Arnold seguía escrutando los árboles.

—¿De qué se trata? ¿Altavoces ocultos en alguna parte?

Eres difícil de convencer.

—¿Convencer de qué?

Está bien. Te haré una demostración. Elige un árbol.

—¿Qué?

Elige un árbol. Cualquier árbol. Sonó impaciente.

—Está bien. —Señaló hacia un olmo americano—. Ése.

Era el árbol más grande de la zona, casi veinte metros de alto. Su tronco tendría quizás ocho metros de circunferencia y estaba recubierto por una gruesa corteza pardo grisácea. Casi a un tercio de su altura se abría en recias ramas, que se dividían y subdividían en una hojosa telaraña que se entremezclaba con las ramas de sus compañeros. Había una ardilla en el rugoso tronco, con sus oscuros ojos clavados en él.

Ahora observa.

—Estoy observando.

El viento se agitó sobre su cabeza. Las ramas superiores crujieron, se movieron, empezaron a oscilar. Danzaron una única danza sincronizada, como lo harían durante una tormenta. Pero el aire allá donde estaba Arnold permanecía casi inmóvil.

Cayeron hojas. Y ramitas. Derivaron plácidamente hacia abajo por entre la griseante luz.

Arnold notó la boca seca.

—¿Qué eres? —preguntó con voz lenta—. ¿Qué quieres?

Busco lugares interesantes. Viajo.

—¿Por qué no puedo verte, Viajero? ¿Eres invisible?

En realidad no. ¿Es invisible el viento?

—Sí —dijo Arnold—. Por supuesto que sí.

Oh.

—No comprendo lo que está pasando. —Cautelosamente—: No eres un fantasma, ¿verdad?

No. Hay algunas especies avanzadas en las que la esencia sobrevive a la envoltura. Pero la mía no está entre ellas.

Arnold frunció el ceño y pensó en las implicaciones.

—¿Y la mía? —preguntó.

Oh, no. Por supuesto que no. Al menos, creo que no. No. Definitivamente, no.

—¿De dónde vienes?

Recientemente he estado explorando las praderas.

—No. Me refiero a de dónde vienes originalmente ¿Dónde naciste?

No nací, en el sentido que tú le das a la palabra. Los árboles guardaron silencio. Arnold escuchó los sonidos lejanos, los cláxones, el ladrido de un perro, un avión. Supongo que no hará ningún daño decírtelo. Vi mi primer amanecer en un mundo artificial muy lejos de aquí. Mi sol no es visible desde este lugar. Al menos, no es visible para mí. Y dudo que lo sea para ti.

Arnold sintió que le abandonaban las fuerzas. Quizás hasta aquel momento, había esperado que las cosas se arreglaran de alguna forma racional. Pero ahora sabía que tenía que enfrentarse, por así decirlo, con la dimensión desconocida.

—¿Eres un alienígena? —preguntó.

Eso es un asunto de perspectiva. Pero si vamos a dedicarnos a adjudicar nombres y a categorizar, será mejor que no olvides tus propias características simianas.

—No, escucha. Hablo en serio. Y no eres hostil, ¿verdad?

Una brisa repentina remolineó en sus tobillos.

Arnold, las formas de vida inteligentes son, por definición, racionales. Razonables.

—Maravilloso. —Se agitó sobre un pie, luego sobre el otro—. Escucha, Viajero. Me alegra conocerte. Me llamo Arnold… —Se detuvo—. Tú sabías mi nombre antes incluso de hablar conmigo.

Sí.

—¿Cómo es eso? ¿Qué ocurre? No serás la vanguardia de alguna invasión, ¿verdad?

No estamos muy interesados en invadir, Arnold. Esto corresponde más a tu tradición.

—¿Cómo es que sabes mi nombre?

Conozco a alguna gente en Fort Moxie. No paso todo mi tiempo aquí en el cortavientos, ¿sabes?

—¿Con quién más has hablado?

Con nadie.

—¿Nadie más sabe que estás aquí? —Arnold empezaba a tener visiones de su rostro en la portada del Time.

No.

—¿Por qué hablas conmigo?

Arnold captó de nuevo el movimiento de corrientes de aire.

Porque deseaba hablar.

—¿Sobre qué?

Simplemente hablar.

—¿Estás solo?

Sí. Lo estoy.

—¿Por qué yo?

No entiendo.

—¿Por qué yo? ¿Por qué no Alex Wickham? ¿O Tom Lasker? ¿Por qué hablar conmigo? —Arnold no estaba seguro de por qué se centraba en aquella cuestión. Quizás había algo especial en él, algo que esta criatura sobrenatural podía ver y que los habitantes de la ciudad no. Si poseía alguna cualidad especial, debía saberlo.

Eres casi el único que viene por aquí. La señora Henney hace jogging por la mañana, pero es un tanto nerviosa, y si me revelara a ella sospecho que podía sufrir un colapso cardíaco a causa de la impresión.

—Pero has dicho que también viajas por la ciudad.

Así es. Pero no puedo comunicarme con nadie allí. No hay bastantes árboles. Y no hay agua.

—¿Qué quieres decir?

No tengo lengua, Arnold. Como puedes darte cuenta. Hablo manipulando otras sustancias. En realidad me enorgullezco de que es algo que domino bastante bien.

El Viajero sonaba orgulloso de sí mismo. Si en el alma de Arnold quedaba todavía alguna sensación de inquietud, fue despejada en ese momento.

—Escucha, ¿qué te parecería hablar con un periodista?

No creo que me gustara.

—¿Por qué no? Éste es un asunto que sacudiría el mundo. El primer contacto con otro ser inteligente.

No preguntaré quién más se supone que es inteligente en esta ecuación. Pero no, gracias. Sólo quería hablar contigo. No con el mundo.

—Pero nadie lo creerá si no traigo hasta aquí algún testigo. ¿Qué te parece Floyd Rickett, entonces? ¿Hablarías con él?

La voz se echó a reír. Una cascada de hojas y ramillas estalló en las ramas superiores de un viejo boj.

Me pregunto si elegí mal.

—Está bien. Está bien, escucha, no te enfades, ¿de acuerdo? ¿De qué quieres hablar?

De nada en particular.

—¿No tienes algún mensaje? ¿Una advertencia? ¿Algo que deseas que comunique al mundo?

Tienes un sentido muy fuerte de lo melodramático. No: simplemente te veía venir aquí cada día, y pensé que sería agradable decirte hola.

—Vamos, esto es ridículo. ¿Se trata del primer contacto entre dos especies inteligentes, y todo lo que tenemos que decirnos es hola?

Arnold: probablemente éste no es el primer contacto. Las reglas se quebrantan constantemente. Y, además, ¿qué otro saludo hay que sea más significativo?

—¿Quieres decir que ha habido otros antes de ahora?

Por supuesto. No conmigo, entiéndelo. Pero, estadísticamente, vosotros sois insignificantes. ¿Cuáles son las posibilidades de que tú estés manteniendo la primera conversación con alguien de otro mundo?

—Entonces, ¿por qué no he oído hablar nada al respecto? ¿Por qué no ha aparecido en la televisión?

Porque no se supone que debiera hacerlo. Nadie quiere posar para las cámaras. Escucha, tengo que irme.

—¿Quieres decir que esto es todo?

Me temo que sí, Arnold. Ha sido muy agradable hablar contigo.

—Espera un minuto…

Probablemente será mejor que no digas nada a nadie. Ya sabes cómo es la gente. Y, por cierto, hay una razón por la que te elegí a ti. Aparte del hecho de que vengas aquí regularmente.

Aquello le hizo sentirse mejor.

—¿Cuál?

El telescopio. Me gusta la gente que desea ver lo que hay realmente ahí fuera. Más allá del horizonte. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Escucha, Viajero. ¿Te veré de nuevo? Quiero decir, ¿hablaré contigo de nuevo? ¿Vives aquí?

El río gorgoteó contra las piedras de la orilla.

He estado usando este lugar como base. Sí. Por supuesto. Pásate por aquí de nuevo. Cuando quieras.

Arnold agitó los pies.

—Una cosa más.

Dime.

—No sé cómo llamarte. ¿Tienes un nombre?

No usamos nombres.

—Necesito tener alguna forma de llamarte.

Busca una tú mismo.

—Viajero.

Suena agradable. Me gusta.

—¿Estarás aquí cuando vuelva?

No puedo prometerlo. Pero normalmente regreso a esta hora.

Arnold contempló el árbol más alto de la zona, el olmo americano que había servido como demostración. Tenía la sensación de estar hablándole a él.

—Me ha encantado conocerte.

Y a mí conocerte a ti. Buenas noches, Arnold.

—Volveré mañana.

Una cálida brisa giró a su alrededor, luego partió hacia el otro lado del río. Un estallido de espuma hendió la superficie del agua.

Arnold cruzó los árboles y corrió hacia el sur hasta la calle Quinta, lleno de exuberancia. Lo primero que debía hacer era encontrar a alguien a quien contárselo. Arch Johnson estaba fuera en su porche delantero, y Sal y Ed Morgan llevaban leña para la chimenea al cobertizo de atrás. Amos Sigursen estaba con la cabeza metida en el capó de su furgoneta. Sintió deseos de ir a cada uno de ellos y apoyar una mano en su hombro y decirles: Hey, acabo de hablar con un visitante de otro mundo; está ahí fuera, en el cortavientos, pero cada vez que visualizaba su reacción sabía que iban a mirarle de reojo y harían alguna broma, o quizá sólo lo mirarían de reojo. Pensó en ir a casa de Floyd y llamar a su puerta, decirle a él lo que había visto. Pero Floyd era un tipo demasiado pragmático, no creería ni una palabra a menos que el Viajero estuviera con él y dispuesto quizás a meterle a Floyd un invisible dedo en el ojo.

Así que llegó hasta su casa, con el secreto de todos los tiempos metido aún a buen recaudo debajo de su chándal. Entró por la puerta de atrás, subió al primer piso y se dejó caer en la cama al lado del teléfono.

Pero tampoco había nadie a quien pudiera llamar. Arnold no tenía mucha familia. Sólo un par de tíos y tías que pensaban ya que estaba loco porque nunca había abandonado su remota ciudad fronteriza. Y aquella noche, con el rostro enrojecido aún por la alegría de su descubrimiento, se dio cuenta de que no conocía a nadie con quien poder compartir una experiencia significativa. En lo único en que podía pensar era en arrastrar a Floyd hasta el cortavientos y mostrarle allí lo equivocado que había estado. Y eso era patético.

Se duchó, se sentó ante su escritorio de persiana y tomó un fajo de hojas amarillas. Escribió en ellas todo lo que podía recordar de su conversación con la criatura de viento. Registró no sólo el texto de su conversación, sino sus impresiones del tamaño de la cosa (más grande que el olmo más grande), la sugestión de movimiento entre los árboles y sus estimaciones acerca de la temperatura y dirección del viento. Escribiré un libro sobre este día, se dijo a sí mismo. Y deseaba estar preparado desde un principio.

También había preguntas para las que era necesario hallar respuestas. ¿De dónde vienes? ¿Qué piensas de la especie humana? ¿Qué tipo de anatomía es la tuya? ¿Cómo funcionan tus sentidos? Las registró más o menos a medida que se le ocurrían, llenando páginas y páginas y apilándolas en un ordenado montón.

Finalmente se había hecho oscuro. (Fort Moxie estaba en el borde occidental de la Zona Central de Tiempo. El sol permanecía hasta tarde en el cielo vespertino). Se sentó junto a la ventana y miró hacia el cortavientos, incapaz de verlo excepto como una oscuridad más profunda que el resto, allá hacia el norte. Y se preguntó si el Viajero estaría allí ahora, moviéndose entre los árboles, observando lo que ocurría en Fort Moxie. Pero ¿de qué le serviría hacerlo? Nunca ocurría nada en Fort Moxie. ¿Qué interés podía tener una pequeña ciudad fronteriza como aquélla para una entidad de otro mundo?

La noche estaba llena de estrellas. Aunque no podía verla desde su ventana trasera, una luna nueva dominaba el cielo. La ciudad se extendía tranquila bajo sus dispersas farolas. Le gustaba pensar en Fort Moxie como en un lugar donde se crearía historia. Se preguntaba si su nombre podría llegar a convertirse algún día en sinónimo de una nueva era. El Acontecimiento de Fort Moxie.

Arnold nunca bebía a solas. De hecho, raras veces bebía. El peso no era ningún problema para él, pero sabía que podía llegar a serlo si daba rienda suelta de forma regular a su afición por la cerveza fría. Pero esta noche era una excepción. Merecía un reconocimiento, necesitaba algo que la señalara, algo que recordar cuando hubieran transcurrido algunos años.

No guardaba cerveza en la nevera, pero tenía coñac. (No le gustaba el coñac, pero había sido un regalo de cumpleaños de los chicos de los Elks). Tomó la botella del armarito donde guardaba los cacharros, la abrió y echó un poco en un vaso. Permaneció de pie al lado de su telescopio, acarició satisfecho su cilindro verde grisáceo, y apuntó el ocular hacia la dirección general del cortavientos. Éste es por ti, Viajero. Y por el futuro.

Mañana hallaría una forma de convencer a la criatura de que se sometiera a una entrevista con la televisión.

Arnold despertó en su sillón. Los recuerdos de los sucesos del día anterior regresaron a él como una inundación. No ha sido un sueño. En la mesilla al lado del sillón había una taza de café frío. Está de veras ahí fuera. Páginas amarillas llenas con sus garabatos se amontonaban en el sofá de piel negra.

Y es amistoso. Y le gusta hablar.

Volvió a su dormitorio y miró por la ventana. El cortavientos tenía una apariencia brumosa e irreal a la grisácea luz.

Se duchó y se vistió y desayunó con entusiasmo. Aquel iba a ser un día ideal para darle un buen empujón a la tienda. Por Dios, se sentía estupendamente, y a las nueve en punto abrió de par en par las puertas de la Lock’n’ Bolt al mundo. Nunca se le ocurriría mantener la tienda cerrada todo el día para regresar a El Encuentro y saborear el momento. La Lock’n’ Bolt no era nada si la gente no podía confiar en hallarla abierta a sus horas. Se enorgullecía afirmando que ninguna catástrofe local le había obligado nunca a cerrar durante las horas normales de apertura. Había capeado las inundaciones de 1978, las nevadas de 1987 y de 1988, la gran tormenta de Navidad de 1991 e incluso el tornado de 1992. No importaban. Ocurriera lo que ocurriese en el orden cósmico, Fort Moxie podía estar segura de que la Lock’n’ Bolt abriría a las nueve en punto. Orden y continuidad eran lo que habían hecho grande al pueblo norteamericano.

Durante el transcurso del día atendió al habitual número de clientes, se quedó sin mazos (la gente estaba empezando a preparar sus casas para el invierno), mostró a Ep Colley lo que iba mal en su segadora, aconsejó a Myra Schjenholde sobre cómo panelar sus paredes, y hubo un cierto movimiento en la sección de estufas. Toda aquella gente eran sus amigos y vecinos, y Arnold sentía deseos de llevarlos aparte, se moría de ganas de agarrarlos por el cuello y decirles lo que estaba ocurriendo. Pero Ep nunca comprendería nada acerca de extraterrestres (Ep ni siquiera estaba seguro de dónde estaba Júpiter). Y Myra estaba demasiado absorta en visualizar cómo quedaría su nueva sala de estar para preocuparse por una voz en el cortavientos. Y así sucesivamente. Uno necesitaba un alma gemela para poder efectuar un anuncio de aquella magnitud. Y el día se fue arrastrando lentamente mientras Arnold buscaba inútilmente esa alma.

Cuando llegó Dean terminó de poner al día los papeles, hizo un rápido viaje a un proveedor en Hallock para buscar algunos rastrillos, y volvió justo antes de las cinco. Cerraron la tienda, y Arnold no perdió tiempo en ponerse el chándal. Recogió las preguntas que había anotado la noche anterior y se las metió en un bolsillo. Hoy estaba preparado. Y, cuando volviera aquella noche, tendría algunas respuestas. Y, esperaba, habría persuadido al Viajero de que celebrara una conferencia de prensa.

Tomó el camino corto, calle Quinta arriba. Hoy avanzaba rápido, no con su habitual paso relajado sino con un vivo sprint. Las calles estaban llenas de chicos jugando al balón. El tiempo había refrescado, con el sol en un cielo sin nubes. Sabía que, cuando llegara a los árboles, el mundo se abriría ante él hasta el horizonte.

La encantadora joven con el pelo rubio rojizo estaba otra vez frente a la biblioteca. Se había sentado en un banco diferente esta vez, en el extremo más alejado, junto al aparcamiento. Contuvo el aliento y frenó la marcha. Estaba sentada con una rodilla cruzada sobre la otra, al parecer absorta en su libro. El tráfico de rutina de un miércoles por la tarde se deslizaba a su alrededor: adolescentes, madres con sus niños pequeños, y algunos de los jubilados de la ciudad.

Pero todo eso no formaba más que el telón de fondo Los bancos y los bojes, la gente y las casas al otro lado de la calle, incluso la propia biblioteca en su pequeño edificio griego, no eran más que el escenario donde ella actuaba. Arnold siguió andando, poniendo un pie delante del otro sin saber qué otra cosa hacer. Quizás hubiera algún lugar donde un encuentro fuera inevitable, donde pudiera ser abordada sin necesidad de forzar la situación. Quizá, si se hacía famoso mundialmente como el amigo de la Criatura del Viento, el hombre que había presidido el último acontecimiento histórico, la situación se volviera más favorable.

Disculpe, Arnold. Sé que no hemos sido presentados, pero me preguntaba si no podríamos ir a algún lado y hablar un poco del Viajero.

Ella alzó la vista. Arnold no fue lo bastante rápido, resultó atrapado mirando. Y por un breve y electrizante momento se examinaron el uno al otro con los ojos, sin acabar de conectar. Incluso desde aquella considerable distancia, Arnold captó su poder.

Es decir, si no es demasiada molestia.

Flotó al cruzar la calle, con sus esperanzas en meteórico ascenso, viendo por primera vez todas las posibilidades de la situación.

Arnold en Sesenta minutos: ¿Y qué pensaba usted, señor Whitaker, cuando se dio cuenta de que estaba hablando con un ser de otro mundo?

La biblioteca, y la mujer, desaparecieron de su vista detrás de la casa de Conway.

La Academia Nacional de Ciencias desea entregar su galardón más preciado, el… —¿qué tipo de premio entregaban, de todos modos?—… la Medalla del Gato de Schroedinger a Arnold Whitaker, propietario de la ferretería Lock’n’ Bolt de Fort Moxie, Dakota del Norte.

El solar vacío al final de la calle Cinco estaba lleno de roderas, cubiertas de densas hierbas. Arnold retuvo el paso, pero seguía avanzando demasiado aprisa cuando llegó al final de la calle pavimentada y empezó a ascender la cuesta hacia los árboles. Perdió pie casi de inmediato en el irregular terreno, y cayó de bruces al suelo. Pero no sufrió más daño que una rozadura en la rodilla. Cojeó el resto del camino hasta el cortavientos.

Los árboles se cerraron sobre él. Se abrió camino entre la maleza llena de montones de hojas secas. Los pájaros cantaban y aleteaban sobre su cabeza. Se metió las manos en los bolsillos y caminó vivamente por el estrecho cinturón de árboles. El temor que sentía ahora era que el Viajero, de alguna forma, se hubiera marchado. Se lo habría pensado mejor, quizás. O tal vez todo el asunto hubiera sido consecuencia de un enorme fallo de alguna ley física que ahora ya había sido reparado.

Deseaba llamar en voz alta al Viajero, gritarles un saludo a los árboles, pero todavía estaba demasiado cerca de Fort Moxie. No quería que la gente viera al viejo Arnie ahí arriba entre los árboles hablando consigo mismo.

Llegó al sendero de jogging y lo siguió hasta el río, y finalmente hasta el peñasco negro; se detuvo. Escuchó durante varios minutos, sin oír nada fuera de lo usual.

—Viajero —llamó, en tono conversativo—. ¿Estás ahí?

El viento se alzó.

Arnold, ¿por qué recorres incesantemente la zona exterior de un lugar tan solitario como éste?

Lo directo de la pregunta lo tomó momentáneamente por sorpresa.

—Me gusta hacer jogging —dijo.

El río murmuró soñadoramente.

—Me alegra que te hayas quedado. No estaba seguro de que lo hicieras.

Yo tampoco.

—Pero has vuelto.

Sí.

—¿Adónde vas cuando no estás aquí?

A la pradera. El viento sopló más fuerte. Me gusta cabalgar el viento en la pradera.

—Pero tienes que haber ido a alguna parte, ¿no? ¿A Grand Forks, quizás? ¿A Fargo?

Sólo a la pradera.

Arnold miró hacia el oeste, a través de la enorme extensión llana como una piscina. Era deprimentemente monótona. Se preguntó si era posible que su visitante no fuera demasiado inteligente. Dios mío, qué desastre sería eso. El primer visitante de las estrellas, y resulta que es un tonto.

—Ayer dijiste algo acerca de reglas. ¿Quién hace las reglas? ¿Hay alguna especie de gobierno ahí fuera?

Hay una civilización.

—¿Qué tipo de civilización?

No lo sé. ¿Qué tipos hay aquí, aparte de los lugares donde la gente es civilizada? Rió.

—Quiero decir, ¿es una de esas cosas como en Star Trek, con gran cantidad de mundos?

No conozco la referencia.

Arnold se sacó disimuladamente sus hojas del bolsillo.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó con aire casual.

Ya respondí a esto ayer.

—Dijiste que eras un turista. Pero ¿qué es lo que te interesa? ¿La arquitectura? ¿Nuestra tecnología? ¿Qué?

Me interesa cabalgar el viento.

—Oh. —Arnold se sintió ligeramente decepcionado—. ¿Eso es todo?

Éste es un mundo tan violento. Es muy agradable.

—¿Violento? —Sintió que un estremecimiento ascendía por su cuerpo desde un lugar muy profundo: sonaba tan complacido con la idea—. El mundo, este mundo, no es violento. No hemos tenido ningún crimen en Fort Moxie desde los años treinta. Y, bueno, ocasionalmente tenemos alguna guerra. Pero son de tamaño reducido.

No hablo de la gente, Arnold. Me refiero al clima.

—¿El clima?

Sí. Vuestra atmósfera es turbulenta. Excitante. Por ejemplo, en esta zona un viento de ochenta kilómetros por hora no es nada raro.

—¿Y qué?

Vengo de un lugar compuesto por claros y prados y arroyos tranquilos. Todo es siempre muy tranquilo. Muy pacífico. Aburrido. ¿Sabes lo que quiero decir? No como aquí.

Arnold encontró un tronco cercano y se sentó.

—¿Qué hay acerca de nosotros?

¿Quiénes?

Nosotros. La gente. ¿Cuál es tu conexión con nosotros?

No tengo ninguna conexión con vosotros.

—¿Sólo estás interesado en las praderas? ¿Es eso lo que dices?

Mi interés se centra en vuestras corrientes térmicas. En vuestros vientos y huracanes y tormentas.

Arnold no pudo reprimir una carcajada.

—¿Y nosotros no te importamos?

¿Por qué habríais de importarme? No, lo que me gusta es dejarme llevar por el aire. Arnold, no tienes idea de la deliciosa y excitante atmósfera en la que vivís.

—Bueno, sé que a veces se pone un poco demasiado fuerte.

Tú tienes un cuerpo sólido, Arnold. Estás a salvo. Si una tormenta fuerte me atrapara a mí ahí fuera en la pradera, o incluso aquí dentro entre los árboles, me dispersaría más allá de toda posible recuperación.

—Entonces, ¿por qué sigues aquí? ¿Por qué no vas a algún lugar más seguro? Como Nueva York.

Si quisiera seguridad, me habría quedado en casa.

—Es por eso por lo que vienes al cortavientos, ¿no? —dijo Arnold—. En busca de refugio. ¿No es así?

Exacto. Sí, es muy reconfortante acomodarse aquí entre los arboles por la noche.

—¿Cómo llegaste hasta aquí? A la Tierra, quiero decir. ¿Viniste en un OVNI?

¿Qué es un OVNI?

—Un objeto volante no identificado. Se ven por todas partes. Algunos piensan que son naves interestelares.

Oh.

—Bien. ¿Viniste en uno?

Oh, no. ¿Encerrarme dentro de una nave para viajar entre las estrellas? No, gracias. No creo que nadie fuera a ninguna parte si tuviera que viajar de este modo. ¿Estás seguro acerca de esos objetos?

—No. En realidad no.

Si yo fuera tú, no me tomaría demasiado en serio esas historias.

Arnold consultó su lista.

—¿Te quedaste aquí anoche?

Sí.

—¿Dormiste?

Razonablemente bien, gracias.

—Entonces, ¿duermes?

Por supuesto, Arnold, todo el mundo duerme. Es un fenómeno universal.

—¿Sueñas?

Oh, sí.

Los insectos murmuraron.

—¿En qué?

Una brisa repentina arrancó las hojas de sus manos. Contempló las páginas amarillas revolotear aire arriba, donde fueron atrapadas por una corriente rápida y arrastradas sobre el río. Se posaron como mariposas en el agua.

Prefiero simplemente hablar, dijo el Viajero. No siento ningún interés en ser entrevistado.

—Lo siento —dijo Arnold.

Está bien.

—Quiero decir, tan sólo deseaba asegurarme de que no me olvidaba de preguntarte algo importante.

Hubo como una ligera inquietud en los árboles.

Supongo que no hubiera debido empezar esto. El aire se agitó y empezó a moverse.

—¿Qué ocurre?

Adiós, Arnold.

—Por favor, no te vayas. —Las corrientes de aire susurraban entre el follaje—. Hey —llamó de pronto—. ¿Por qué estás solo aquí? ¿Qué le ocurrió al otro?

La tarde se inmovilizó.

Eres perceptivo, Arnold.

—¿Qué ocurrió?

Escucha, dejémoslo correr, ¿eh?

—¿Algún accidente? —Al cabo de un largo momento—. Lo siento.

Sobreviviré.

—¿Cuándo volverás a casa?

Cuando se den cuenta de que no he regresado. Necesitarán organizar una partida de rescate.

—¿Quiénes?

No importa. No resulta fácil de explicar.

—¿Cuánto tardarán?

Es difícil de decir. Podría ser mañana. Lo más probable es que sea la próxima primavera.

—¿Cómo sabrás que han venido?

No vendrán exactamente. Pero sabrán encontrarme.

—El compañero que perdiste, ¿era tu pareja?

Ondulaciones en el agua.

El término posee connotaciones que no se aplican.

—Lo siento.

Las ramas oscilaron. Camina conmigo.

—Claro. ¿En qué dirección?

Hacia la carretera. A lo largo del río.

El aire era cálido y olía a bayas y a menta.

—¿Cuánto tiempo permanecerás aquí? ¿En Fort Moxie?

No lo sé. Hasta que decida marcharme.

—Simplemente seguir al viento, ¿eh? —Arnold sonrió, complacido consigo mismo.

Caminó lentamente. El río discurría a su lado, y el bosque se agitaba, y el sol se hundía en el oeste. El Viajero no habló mucho. Parecía más bien reaccionar a los cambiantes colores del paisaje y a los estallidos ocasionales de los vientos altos allá en el norte.

Mira a tu izquierda.

—¿Eh? ¿Qué es? —Arnold escrutó los espacios abiertos entre los árboles. No había nada. Quizás una esquina del garaje de Mark Hassle.

Una mariposa.

Tenía que reprogramarse, cambiar sus perspectivas. El color aleteó a la luz del sol. Una monarca. Negra y anaranjada, extendía sus alas y las agitaba con una magnífica despreocupación sobre una madreselva.

Es única en la Tierra.

Sintió como si el bosque respirara. Una brisa aleteante alzó el insecto. Voló en un rumbo en zigzag y se posó en una hoja.

—Es el final del verano —dijo Arnold—. Pronto hará demasiado frío.

Hablaron de las corrientes del viento y de la ferretería y del telescopio de Arnold.

Te envidio, dijo el Viajero.

—¿Por qué?

Yo no puedo mirar por un telescopio.

Arnold frunció el ceño.

—¿No tienes ojos?

No. Pero no carezco de visión. El Viajero intento describir entonces cómo se sentía cabalgando ante el viento, deslizándose en silencio sobre los enormes y ondulantes terrenos herbosos. Es mejor permanecer a poca altura, cerca del suelo. Ahí consigues una sensación de movimiento. Más alto, entre las nubes, todo se vuelve muy inmóvil.

Ocasionalmente, el Viajero se alejaba entre los árboles. Parecía inquieto, y ramas y arbustos se agitaban a su paso.

—¿Ocurre algo? —preguntó Arnold al fin.

¿Por qué lo preguntas?

—Te mueves mucho de un lado para otro.

Es mi naturaleza. No me resulta fácil permanecer en un mismo sitio.

El sol estaba rozando el horizonte.

—Me gustaría pedirte un favor —dijo Arnold. Había estado esperando que el Viajero le diera pie, dijera algo que le permitiera introducir la posibilidad de traer a otras personas al cortavientos. Arnold tenía, por ejemplo, a Ted Kopper en mente. Pero no se había presentado ninguna oportunidad, de modo que decidió actuar directamente—. Tengo un amigo que daría casi cualquier cosa por hablar contigo.

No.

—Le he dicho que tú estabas aquí arriba, y me ha pedido conocerte. —Dos ardillas cruzaron a toda velocidad el sendero y treparon a un árbol—. No hará ningún daño a nadie. Sólo unas palabras, ¿sabes? Sólo decir hola, como hiciste conmigo. —Sintió una oleada de desesperación—. No es justo, ¿sabes? Quiero decir, empezaste esto. A ti no te importó usarme para tener a alguien con quien hablar. Pero no te importa en absoluto lo que esto me haga a . Tengo en mi poder el secreto más grande del mundo, y no puedo decírselo a nadie.

El Viajero no respondió.

—Es fácil para ti, ¿verdad? No es tu problema. —El viento del norte agitó las hojas—. Bueno, puedes quedarte sentado aquí todo el resto del invierno por lo que a mí respecta. No pienso volver.

Y Arnold caminó con paso rápido sendero de jogging adelante. Todavía seguía caminando, y sintiéndose absurdo, cuando cruzó los campos de Lev Anderson y llegó a la parte de atrás del Centro Histórico.

De una forma que le costaba definir, toda la cualidad ultraterrena del encuentro parecía estar menguando. El hormigueo a lo largo de la espina dorsal, los profundos miedos, la sensación de maravilla, se desvanecían. Pese a su estructura etérea, el Viajero poseía una realidad más prosaica que, digamos, la señora de Mike Kramer, que vino con su esposo y, mientras él seleccionaba un martillo, no paró de hablar acerca del nuevo proyecto del coro de la iglesia. O Bill Pepperdine, el entrenador de fútbol del instituto que estaba preocupado por el bajo nivel de ferocidad de su línea defensiva este año.

Floyd Rickett apareció alrededor de las tres y se abrió camino por entre varios clientes que se aprovechaban de la oferta anual de otoño de pinturas de Arnold.

—Hoy estuve en el cortavientos —dijo significativamente, hablando por encima de la señora Mellon, que estaba intentando decidirse sobre la carta de colores.

Los ojos de Floyd conectaron con los de Arnold. Eran azules, pero como mármol antes que como agua de mar.

—¿Y…? —preguntó Arnold, esperanzado.

—Éste —dijo la señora Mellon, y señaló el bronce atardecer.

Arnold asintió.

—Sólo un par de minutos. —Tomó los primarios, midió un poco de rojo, y lo metió todo en la mezcladora. Activó el aparato y se volvió hacia Floyd, que aguardaba cerca del exhibidor de linternas. Floyd parecía desconcertado, y quizás un poco asustado. Vendió dos latas de pintura blanca a Lev Anderson, ayudó a Eddie Miranda a elegir un color para su porche, volvió y entregó a la señora Mellon su bronce atardecer.

—¿De qué se trata? —preguntó ansiosamente cuando sus clientes hubieron menguado—. ¿Oíste algo?

—Una voz —dijo Floyd.

—¿En el cortavientos?

—Sí. —Ve al fondo—. Arnold, yo estaba caminando ahí fuera, pensando en lo que tú habías dicho. Y la oí. Clara como el día. Susurrando en la copa de los árboles. —Los ojos azules le miraron desde ambos lados de la larga y afilada nariz—. Nunca podré olvidarlo, Arnold.

—¿Qué es lo que dijo?

—Al principio resultó difícil de entender. Pude distinguir mi nombre, pero había algo más.

Miranda todavía no había abandonado la tienda y mostraba interés en la conversación. Pero a Arnold no le importaba.

—¿Pudiste entender el resto?

—Puedo decirte más o menos cómo sonaba.

—¿Qué era lo que sonaba? —preguntó Miranda.

—Sonaba como… —Floyd bajó la voz, y pronunció sus siguientes palabras en un tono conspirador—: Otro tonto a la vista.

Arnold sintió que sus ánimos se hundían.

—Disculpa, Floyd. —Se alejó.

—¿Quién lo dijo? —preguntó Miranda.

—La voz de Arnold. Arnold dice que hay una cosa invisible ahí fuera en el cortavientos que predice los resultados del fútbol. —La sonrisa de Floyd era tan ancha como el Red River.

Miranda se echó a reír, y ninguno se tomó aquello demasiado en serio. Sin embargo, cuando se fueron, Arnold se quedó mirando al otro lado de la avenida Bannister. Sus mejillas estaban encendidas. Siempre se había considerado a sí mismo como un hombre de temperamento tranquilo, y ése era un juicio certero. Este día, sin embargo, se preguntó si unos cuantos mamporros bien dados no le hubieran relajado.

Cerró a las cinco en punto. E ignoró muy deliberadamente su ritual de jogging. Se puso ropa de calle, subió al coche, condujo hasta la autopista y giró al norte, hacia Canadá. El cortavientos, a su derecha, pasó rápidamente por su lado y se empequeñeció a sus espaldas. Cuando alcanzó la frontera, a cinco kilómetros al norte de Fort Moxie, se había convertido en un insignificante punto verde en la interminable pradera.

Cenó en Winnipeg y fue a ver una película. Pero no dejó de revisar una y otra vez sus conversaciones con el Viajero, las cosas dichas y no dichas, y se preguntó qué estaría pensando de su ausencia. ¿Lamentaría la forma como lo había tratado? ¿Le importaría que no hubiera vuelto?

El viaje de regreso fue largo y desolado, cien kilómetros por un paisaje vacío, interrumpido sólo por un par de ciudades en la pradera. La noche era clara, y una luna redonda y luminosa encendía el cielo.

La sensación de su propio aislamiento lo inundaba. Y eso parecía extraño, porque nadie en la ciudad tenía más amigos que él. La gente siempre lo invitaba a sus casas. Y nunca había habido una Navidad en la que hubiera comido solo. Las tarjetas de felicitación llovían cada año en su cumpleaños. Los sábados por la noche tenía a los Elks. Y era un cliente habitual del Clint’s y del Prairie Schooner. Todo el mundo en Fort Moxie conocía a Arnold Whitaker. ¿Qué más podía desear nadie?

Arnold, ¿por qué recorres incesantemente la zona exterior de un lugar tan solitario como éste?

¿Por qué, realmente?

Al día siguiente, a última hora de la tarde, Arnold fue a su escasa biblioteca y extrajo dos novelas sobre la Guerra Civil, la Historia del mundo antiguo de Brice (un recuerdo de su único año en la UND) y una antología de relatos de misterio. Envolvió los cuatro libros en una bolsa del supermercado, bajó a la tienda y ayudó a cerrar. Tenían a un par de clientes de última hora, Harry Sills, que buscaba una pareja para un tornillo de cabeza hexagonal de tres octavos, y Walter Koss. Walter raras veces compraba algo, pero le encantaba husmear entre los artículos.

En consecuencia, era más tarde de lo habitual cuando Arnold se cambió a su atuendo de jogging. Seleccionó su chándal preferido, blanco ribeteado en rojo, una prenda que le hacía parecer particularmente atlético. Por segunda vez varió su rutina habitual y dejó el coche en el garaje. En vez de conducir, caminó con paso enérgico hacia el oeste por Bannister, sujetando su bolsa de libros.

Ella estaba allí. Había vuelto al banco central, al situado directamente delante del pórtico. Esta vez ni siquiera se dio cuenta de si había alguien más por los alrededores: no vio a nadie más que a ella. El gastado maletín portadocumentos estaba a su lado. Tenía el libro abierto entre sus manos.

Caminó con aire casual a lo largo del arco de cemento, mirando ostensiblemente las columnas griegas pero en realidad buscando alguna señal de que ella se hubiera dado cuenta de su presencia. Los ojos de la mujer nunca abandonaron la página impresa.

Llegó a unos pocos pasos de ella, e imaginó que podía sentir una oleada de calor procedente de la mujer. Se volvió hacia la columnata con un suspiro, subió los escalones y entró.

Jean DiLullo estaba de turno. Jean era amistosa, de una forma un tanto desapegada. Llevaba unas gafas de montura estrecha sobre sus ojos oscuros y tendía a hablar con susurrada autoridad, a la manera de una persona que tiene firmemente asida la Verdad. Su mundo era inteligible, abierto a la investigación, y bien organizado dentro de los límites del sistema decimal Dewey.

Arnold depositó su bolsa sobre el mostrador mientras ella terminaba de registrar los libros de dos muchachos adolescentes. Le sonrió y guardó con energía su sello de estampillar.

—Me alegra verle, Arnold —dijo.

Arnold asintió y le devolvió el saludo. Sacó los libros de la bolsa.

—Quería donar éstos.

—Bien, gracias. —Tomó un formulario de debajo del mostrador, escribió «CUATRO LIBROS, TAPAS DURAS», le dio la vuelta a la hoja y se la tendió—. Para el IRS —dijo. Las donaciones desgravaban de impuestos—. Ponga usted mismo el valor.

—Muy bien.

Preguntó cómo iban las cosas, cómo se las arreglaba su sobrino Pete en la UND. Y luego, en tono intrascendente:

—¿Quién es esa mujer de ahí fuera? La conozco de alguna parte, pero no puedo situarla.

Jean salió de detrás del mostrador, fue a la puerta principal y miró fuera.

—Es la nueva maestra de cuarto grado —dijo—. Se llama Linda Algo.

—El nombre no me dice nada —murmuró Arnold—. Pero estoy seguro de que la he visto antes.

—¿Por qué no se lo pregunta? —dijo Jean mientras volvía a su puesto.

Nada podía estar más lejos de los pensamientos de Arnold.

—Sí —dijo con tono indiferente—. Quizá lo haga.

Su pelo rubio rojizo resplandecía a la luz del sol. Hoy llevaba una chaqueta blanca sobre una blusa y una falda azules. Mientras la observaba al descender los escalones de piedra, mirándola pero sin mirarla, ella depositó el libro sobre su regazo y frunció el ceño. Sus ojos se clavaron en un lugar allá en el cielo, y Arnold tuvo la sensación de que podía pararse justo delante de ella y no ser visto.

Sin embargo, no probó su teoría. Avanzó rápidamente, sin dar ninguna indicación (creyó) de haberla visto a ella Un niño con una pelota chocó contra él, rió quedamente y corrió por la hierba. Arnold inició un trote corto cuando alcanzó de nuevo la calle Quinta, y unos pocos minutos más tarde ascendía la pequeña ladera hacia el cortavientos. Se sentía emocionalmente débil.

Los signos de la presencia del Viajero aparecieron tan pronto como entró en los árboles: soplos cálidos, movimientos desincronizados de los arbustos y el follaje, una intensificación gradual de la presión del aire.

Hola, Arnold.

Arnold se sopló en las manos e intentó dar la impresión de que estaba en el cortavientos con el único propósito de correr y para nada más. Incrementó ligeramente el paso.

—Hola, Viajero.

Te eché en falta ayer.

—Estaba cansado. Me tomé una pausa en la rutina. Supongo que no voy demasiado rápido para ti.

No. Es más fácil para mí de este modo. Los olmos y bojes cerraban el cielo sobre su cabeza. Pensé que tal vez estuvieras irritado.

—¿Yo? No. ¿Por qué debería estarlo?

Tuvimos un desacuerdo.

La sensación de victoria de Arnold no dejaba de estar mezclada con una cierta culpabilidad.

—Lo siento —dijo—. No creía que el no estar aquí te alterara. —Corrió un poco más aprisa—. ¿Cuánto tiempo hace que estás solo? Si no te importa que te lo pregunte.

Desde el último invierno.

—¿Eres macho?

El término no se aplica. Al menos, no estrictamente.

—¿Qué quiere decir eso?

Resulta complicado. No encajo fácilmente en vuestras categorías.

—¿Cómo te reproduces?

Necesitarías poseer una instrucción muy detallada. De todos modos, me siento incómodo hablando de ello.

—¿Eres tímido? —Arnold sonrió ampliamente.

No me considero de esta forma. Una pausa. ¿Quizás a ti no te importaría describir vuestro método reproductivo? ¿De una forma que alguien no familiarizado con vuestra anatomía pueda entender fácilmente?

Arnold sonrió.

—De acuerdo. —Recogió una ramita, la miró, y la arrojó a unos pocos pasos de distancia—. Un punto a tu favor. —El bosque estaba tranquilo. Intentó imaginar cómo debía ser el sentirse completamente solo en un lugar extraño—. ¿Estás bien? —preguntó—. ¿Hay alguna cosa que yo pueda hacer por ti?

Ya lo has hecho. Gracias.

Ninguno de los dos habló durante largo rato. Arnold, corto de aliento, había disminuido el ritmo, y ahora se detuvo por completo y se sentó en un tronco caído.

—Bien. ¿En qué estás pensando ahora?

En lo reconfortante que es el cinturón de árboles. En casa, los espacios abiertos son muy atractivos. Aquí están llenos de peligro. Así que disfruto ocultándome de ellos. ¿Tiene esto sentido para ti?

—Sí. —No lo tenía, pero Arnold no deseaba parecer poco inteligente.

Ésta es una de las cosas que tenemos en común, Arnold.

—Creo que no entiendo.

Tú también te sientes más confortable en el cortavientos que en la ciudad. ¿Por qué?

—No es así.

Por supuesto que es así. ¿Por qué lo niegas, cuando es evidente?

—Tan sólo ocurre que me gusta la vista desde aquí.

Y la soledad.

—Eso también.

Un punto a mi favor.

Arnold echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—A todo el mundo le gusta estar solo a veces. No hay nada inusual en ello.

Quizás tengas razón.

—Por supuesto que la tengo.

Se levantó, hizo un par de flexiones y empezó a caminar.

¿Sabes?, eres una buena compañía, Arnold.

—Gracias.

Un muro de aire le tocó. Parecía casi sólido. Se apretó contra él, sorbió sus ropas, recorrió sus piernas, exploró su garganta, empujó la chaqueta de su chándal hacia arriba y dejó al descubierto su estómago.

—Para esto —dijo Arnold.

La risa onduló entre los árboles.

Avanzaron por el anochecer y se detuvieron en la arboleda, mirando hacia el río.

—Cuando era un muchacho solía jugar aquí arriba.

¿Estabas solo entonces?

—No. Nunca.

¿Dónde están los otros ahora?

—La mayoría se han casado. Están ocupados con sus propias vidas. Uno ha muerto. En la guerra. Y está Floyd.

¿Qué pasa con Floyd?

—Nada. Ha cambiado. Estuvo fuera muchos años. Volvió para reclamar su propiedad cuando sus padres murieron. Pero no era el mismo cuando regresó.

¿Qué quieres decir?

—No lo sé. Sólo que era diferente.

¿Había desaparecido la intimidad de vuestra relación?

—Sí.

Pero suena como si ya no estuvieras cerca de ninguno de tus antiguos amigos.

—A eso se le llama «crecer». —¿Cuándo fue la última vez que subieron juntos aquí arriba, él y Floyd y Susan Halley y Hunt Jacoby y los otros? ¿Cuándo habían decidido que las incursiones en la Selva Negra ya no tenían ninguna finalidad y debían cesar? Habían fallado en marcar la ocasión con una ceremonia adecuada. Y eso era lo que le apenaba, no el que hubieran cerrado con llave su frío imperio en el bosque, sino que no hubiera habido ninguna reunión final de las fuerzas, ningún último adiós, ninguna apreciación de lo que había significado—. Y , Viajero: ¿qué es lo que te impulsa a ti a venir hasta tan lejos?

Arnold empezaba a sensibilizarse a los cambios de talantes de la criatura, como quien lee el temperamento de un humano por su expresión o su tono. Podía sentir su incertidumbre, observar el movimiento de sus corrientes entre las hojas que alfombraban el suelo del bosque, observar su lento paso por entre las zarzas y las ramas.

Me encanta este mundo, Arnold. Me encanta reunir su cálida atmósfera a mi alrededor, y cruzar los océanos delante de las hirvientes tormentas. Surcar en silencio los desiertos, y cabalgar sus corrientes térmicas hacia arriba en las torres de roca del oeste. Me gustaría que hubiera alguna forma de compartir estas sensaciones contigo.

—¿Estás ansioso por volver a casa?

Un lugar está tan cerca de casa como cualquier otro. Quizá ninguno más que la Tierra.

—No comprendo.

La criatura guardó silencio.

—Si no te importa que te lo pregunte, ¿tu compañero resultó muerto cerca de aquí?

Sí.

Los árboles se agitaron de nuevo.

—Viajero —preguntó Arnold, cambiando de tema—, tú no comes, ¿verdad?

No. Recojo directamente la energía.

Un largo silencio. El susurrar de las olas. El agitarse de hierba y hojas.

—¿Estás bien?

. La palabra creció, se expandió, se alzó y flotó alejándose sobre los árboles. Luego, más cerca, seca: Tenemos visitantes.

El atardecer daba sus últimas boqueadas.

—¿Quién, Viajero? ¿Quién está aquí?

—¿Con quién estás hablando, Arnold? —Era la voz de Bill Pepperdine. Arnold se volvió en su dirección, y le vio de pie junto a un olmo. Se encendieron algunas linternas. Eran cuatro. Mike Kramer estaba a la derecha. Y Tom Pratkowski. Y, medio oculto detrás de Pepperdine, Floyd.

—¿Alguien ve a un monstruo por alguna parte? —preguntó Kramer.

Se echaron a reír.

Pratkowski juntó las manos alrededor de su boca, haciendo bocina.

—¡Hey, bicho! —canturreó—. ¡Bienvenido a Fort Moxie!

Las risas se convirtieron en risotadas. Aullaron y se dieron golpes en la espalda y se tambalearon de un lado para otro. Uno de ellos tendió una cerveza a Arnold.

—Tenemos visitantes —dijo Pepperdine—. Hola, ahí fuera.

Floyd se rezagó.

Arnold miró desesperadamente hacia las copas de los árboles.

—Di algo, Viajero. Diles que estás aquí.

Se estaban dando palmadas los unos a los otros, se lo estaban pasando en grande, agitaban la cabeza de la forma que hace a veces la gente cuando descubre a un viejo amigo al que parece que se le han aflojado un poco los tornillos.

—Sí, di algo —exclamó Kramer, hablándole a un viejo boj—. No te quedes ahí.

El único de ellos que no se rió fue Floyd.

La mirada de Arnold los barrió. Resultaba difícil de creer: eran sus amigos y vecinos desde hacía años.

—Arnold —dijo Floyd—. Lo siento. —Avanzó unos pasos.

Kramer sonreía.

—Tranquilo, Arnold. Todos tenemos nuestras pequeñas excentricidades.

Arnold caminó entre ellos, pasó junto a Floyd sin mirarle, y regresó a la ciudad por el mismo camino por el que había venido.

El día siguiente fue un poco extraño en la Lock’n’ Bolt. La gente acudió como siempre. Compró destornilladores y papel de lija y estanterías como siempre. Pero no pidieron muchos consejos ni ayuda, y sus ojos parecían desviarse hacia todos los lados cuando llegaba la hora de pagar. Nadie le miraba directamente, y Arnold tuvo la sensación de ser un elemento extraño en su propia tienda.

Pensó en no ir a Clint’s a la hora de comer, porque Floyd estaría allí, y posiblemente alguno de los otros. Pero tal vez aquél fuera un momento importante para él, y no debía permitir dejarse llevar por el miedo.

Floyd estaba en una mesa al fondo, con Lem Harkness y Rob Henry, ambos del Edificio Federal.

Max Klinghofer, el propietario de Clint’s, estaba limpiando la barra. Cuando vio a Arnold se puso a limpiar con más energía. Y Arnold notó que el calor ascendía hasta su rostro. Floyd estaba de espaldas a la puerta, pero alguien debió de alertarle. Se volvió y le saludó alegremente. Como si no hubiera ocurrido nada. Pero su rostro enrojeció.

El local estaba lleno, como siempre al mediodía. Gente a la que conocía desde hacía mucho tiempo alzó la vista, saludó con la cabeza, sonrió. Pero había una cierta distancia en algunas expresiones, y nerviosismo en otras. Cuando su mirada barría una mesa, sus ocupantes guardaban silencio. Arnold recordó aquellos antiguos westerns en los que alguien famoso entra en el Saloon del Filón Perdido.

Tomó un Herald y se sentó a solas en una mesa del rincón. Aggie anotó su pedido, atún con patatas fritas, y Arnold se enfrascó en su periódico. Se ocultó literalmente tras él, y Aggie tuvo que pedirle que lo retirara cuando le trajo la comida.

—¿Estás bien? —preguntó, gravitando sobre él.

Apreciaba a Aggie. Siempre la había apreciado.

—Sí —dijo—. Estoy bien.

—Si no te sabe mal que te lo pregunte… —mantuvo la voz muy baja—, ¿qué ocurrió ayer por la noche?

La miró. ¿Qué había ocurrido ayer por la noche?

—Es difícil de explicar —dijo. Voy a tener que mudarme de este lugar.

—Si necesitas alguna ayuda —dijo ella—, aquí estoy.

Y más tarde, cuando se estaba acabando ya las patatas fritas, Floyd apareció a su lado.

—Escucha —dijo—. Lamento como fueron las cosas, pero no fue culpa mía. —Su largo y delgado rostro era una máscara.

Arnold le miró directamente a los ojos. Floyd desvió la vista.

—Olvídalo.

—Hice lo que pude. —Alzó las manos, impotente, hacia el techo—. Bueno, maldita sea, ¿qué esperabas con una historia como ésa? —Permaneció allí de pie, temblando de rabia, como si de alguna forma Arnold le hubiera traicionado a él. Luego se dio la vuelta sin más palabras y se dirigió a largas zancadas hacia la puerta.

Medianoche en el semicírculo occidental del cortavientos.

No deberíamos encontramos así, Arnold.

Su coche estaba estacionado en el aparcamiento detrás de la estación de autobuses, bien fuera de la vista.

Ahora estás dispuesto a hablar. ¿Dónde estabas cuando te necesité?

No tengo intención de hablar con ninguna multitud.

—Lamento que estés atado por todas estas reglas. Pero ahora toda la ciudad piensa que estoy loco.

Creía que habíamos acordado que no dirías nada acerca de esto.

Arnold se metió las manos en los bolsillos de su chaqueta.

—Lo siento, ¿vale? Cometí un error. Pero ahora tengo que irme de esta ciudad, ¿sabes? No puedo seguir en Fort Moxie después de esto.

Creo que estás reaccionando excesivamente.

—Es muy fácil para ti decirlo.

Escucha, Arnold: ¿tienes alguna idea de lo que hubiera ocurrido de haberles dicho hola a esa gente ayer por la noche?

—Tal vez la mitad de la ciudad no pensaría que estoy loco.

Puede que pensaran cosas peores de un hombre que habla a voces en el bosque. Voces que le contestan.

—Bueno, sea como sea, ya está hecho —gruñó Arnold.

Dudaba de volver a verte.

—Pensé en mantenerme alejado. Si me descubren aquí las cosas se pondrán peor.

Creo que sería un error cambiar tus esquemas.

—No hay nadie por los alrededores, ¿verdad?

No.

—¿Estás seguro? Casi cayeron sobre ti ayer por la noche.

Fue una distracción. Una larga pausa. ¿Cuándo piensas marcharte?

—Tan pronto como pueda vender la Lock’n’ Bolt.

¿Adónde irás?

—No lo sé. Quizás a Fargo.

¿Dónde está eso?

—A unos doscientos cuarenta kilómetros al sur.

¿Cuánto es un kilómetro?

Arnold se puso en pie y caminó hasta el extremo exterior de los árboles. Podían ver el río, curvándose hacia dentro desde la frontera, y allá en la distancia la estación fronteriza. La señaló.

—Esos edificios están a unos ocho kilómetros.

Fargo parece cerca.

Arnold captó un reproche.

—¿Qué sugerirías tú?

Un lugar más alejado que tan sólo la curva del horizonte.

—Lo que tú digas.

Pareces amargado.

—Bueno, ¿qué esperas? Lo peor que me pudo haber ocurrido nunca fue conocerte. Tienes razón, ¿sabes?; no deberías decir ni una palabra. A nadie.

Las ramas se agitaron.

¿Por qué se lo dijiste a Floyd?

Arnold se reclinó contra un boj. Un coche acababa de salir de la estación fronteriza e iniciaba el camino hacia el sur por la I-29. Contempló los faros durante un rato.

—Sabía que no debía decírselo a nadie. Pero él era un amigo. Al menos, yo creía que lo era. Prometió no divulgarlo.

Hubiera debido honrar su compromiso.

—Sí, maldita sea, hubiera debido hacerlo.

Ésta es la tradición, ¿no?

—Y que lo digas. ¿Sabes qué me gustaría hacer? Ir tú y yo hasta su casa y darle un susto de muerte. —Arnold miraba fijamente al suelo. Resultaba difícil hablar con alguien a quien no podías ver. Nunca sabías dónde mirar—. Supongo que no consentirías hacerlo, ¿verdad?

Eres vengativo, Arnold. El viento de la pradera se estaba alzando. Empezaban a caer hojas de los árboles. No, no lo haría.

—Eso es lo que pensé.

Estaba refrescando, y Arnold pensó que no iba a quedarse mucho tiempo esa noche.

—¿Tú sientes el frío?

No a este nivel. Puedo generar calor interno. Pero en lo más fuerte de vuestro invierno, sí. Hace demasiado frío para mí.

—Todo este asunto es culpa mía.

Me alegra que puedas verlo así.

—Pero no sé qué hacer al respecto.

Olvídalo. Tus conciudadanos lo harán.

Una autocaravana retumbó hacia el norte en la autopista.

—Para ti es muy fácil decirlo.

Arnold, ¿importa tanto el que puedas demostrar que yo estoy aquí?

—Sí. Maldita sea, importa. Me gustaría que alguien supiera que no estoy loco.

Entonces, ¿ese alguien debería de ser alguien importante para ti?

—Sí.

De acuerdo entonces. Lo haré.

—¿Hablarás con alguien?

. La palabra flotó allí, a la luz de la luna.

—Traeré a Floyd aquí arriba mañana.

No. Floyd no.

Oh, sí, por favor. Floyd. Déjame restregarle la nariz con la verdad. Habla con él de la misma forma que hablas conmigo. Asústale. Haz que salga corriendo del cinturón de árboles. ¿Es pedir demasiado?

—Me gustaría que fuera Floyd.

Hay una joven que se sienta cada día en el parque frente a la biblioteca.

—Linda Tollman. —Una sensación de inquietud reptó por el cuerpo de Arnold.

No sé su nombre. Es muy atractiva. Según los estándares simianos.

—¿Qué pasa con ella?

Hablaré con ella.

—¿Estás loco? No la conozco. ¿A qué viene todo esto?

Ella es importante para ti. Cumple con tus requerimientos.

—Eso no es cierto. Ni siquiera conozco a esa mujer.

Ésta es mi oferta.

—Has estado espiándome. —La repentina comprensión lo irritó.

Dio la casualidad que estaba allí.

—Por supuesto. ¿Y deseas que yo me acerque a una mujer desconocida y le pida que venga a pasear conmigo al bosque para que una cosa invisible pueda hablarle?

No soy una cosa.

—Olvídalo.

Es tu decisión, Arnold.

—Escucha, intenta comprender el problema. —Adoptó un tono razonable—. He tenido un éxito moderado con las mujeres. —Nunca había mantenido contacto visual con ésa—. Pero me estás pidiendo que aborde a una mujer a la que nunca he sido presentado. No soy bueno en eso. No es mi estilo. Si no te gusta Floyd, ¿qué te parece si te traigo, digamos, a Tom Pratkowski? Estuvo aquí ayer por la noche. Un poco pasado de rosca, quizá. Pero me vale. Lo aprecio. Es importante para mí.

La mujer. Nadie más.

Su primer cliente por la mañana fue Robert Schilling. Rob era el aficionado oficial a los trenes a escala de la ciudad, un inspector de aduanas retirado que acudía ocasionalmente a la tienda a buscar cable, tornillos y plastilina. Rob había cumplido ya los ochenta y se movía, podía decirse, con gran deliberación. Arnold no creía que sus bajos niveles de energía fueran un efecto de la edad. Incluso cuando Arnold era un muchacho, Rob no era el hombre que desearías que dirigiera la evacuación de un teatro en llamas. Pero hoy entró en la Lock’n’ Bolt en un estado de considerable excitación.

Cruzó la puerta inmediatamente después de que Arnold hubiera abierto los cerrojos.

—Es la cosa más malditamente condenada que haya visto nunca —dijo.

Arnold sonrió.

—¿De qué se trata?

—¿Has estado en lo de Floyd? —Rob tenía los ojos muy abiertos, y parecía que le faltara el aliento. Rob nunca se trastornaba. Nunca.

—No —dijo—. ¿Por qué?

—Ve a verlo. —No se apartó de la puerta.

—¿Ir a ver qué?

—La casa de Floyd. Eso es obra del diablo. —Salió bruscamente, cruzó la calle a largas y seguras zancadas y entró como una tromba en el supermercado de Ed. Arnold se lo quedó mirando. Era la primera vez que oía a Rob pronunciar una palabra que tuviera algo que ver con la religión.

Había una cierta cantidad de tráfico en la calle: la gente salía del Café del Centro y del Edificio Federal. Algunos señalaban más o menos en dirección hacia él. O hacia la calle Quinta. Entonces el supermercado empezó a vaciarse. Ep Colley, con un largo suéter gris de dos veces su talla, salió del banco en la puerta contigua de la Lock’n’ Bolt. Maude Everson, la contadora, le pisaba los talones, Arnold se reclinó en la puerta.

—Hey, Maude, ¿qué ocurre?

—Algo acerca de que Floyd ha quedado enterrado. —Lanzó las palabras por encima del hombro mientras seguía andando.

Oyó sirenas.

Arnold jamás consideraría la posibilidad de simplemente abandonar la tienda. La tradición pesaba demasiado. En vez de ello, llamó a Janet y la invitó a acudir un poco antes («si quiere»). Cuando llegó, treinta minutos más tarde y sin aliento, parecía asustada.

—Algo realmente extraño le ha ocurrido a Floyd. —Pero su explicación era demasiado confusa para entenderla fácilmente, así que la dejó a media frase y se apresuró a salir. Las sirenas, por aquel entonces, ya habían cesado. El flujo de coches seguía avanzando, pero un guardia fronterizo de paisano se había hecho cargo de controlar el tráfico en la intersección con la Quinta y no dejaba girar a nadie allí. Un gran número de personas acudía desde las calles laterales de la parte sur de la ciudad y corrían y andaban, agrupándose en una firme corriente que avanzaba más allá de la escuela Jefferson y del guardia fronterizo en dirección norte.

Obra del diablo.

Floyd.

Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Arnold. Se había quejado amargamente de Floyd al Viajero. Había sugerido una acción conjunta contra él.

Pero la criatura de viento no era humana. ¿Había olvidado ese punto esencial? ¿Y la había espoleado a cometer alguna terrible atrocidad?

Cruzó los terrenos de la escuela Jefferson y se unió al pequeño ejército que avanzaba por la calle Quinta. La estatura de Arnold le impidió conseguir una buena vista hasta que llegó a una manzana de distancia. Y entonces se le congeló la sangre. La multitud se arracimaba en torno de la propiedad de Floyd, y los vehículos atestaban la calle, pero no fue eso lo que atrajo su atención: algo oscuro y enorme, alguna cosa mesozoica, se había pegado a la parte delantera del modesto edificio. Las luces de emergencia parpadeaban, y un par de bomberos voluntarios intentaban mantener el control en ausencia de la policía. (Fort Moxie no tenía policía. Arnold supuso que un comisionado de Cavalier debía estar ya en camino).

Se acercó más, y la cosa mesozoica se concretó gradualmente en un enorme montón de hojas muertas. El en su tiempo exquisito patio delantero de la casa de Floyd estaba lleno de ellas. Se alzaban en enormes montones, se derramaban desde la parte superior de su porche, enterraban las ventanas del primer piso, enterraban los bojes, enterraban el camino y quizás incluso el Nissan. Se desparramaban hasta la calle y rebosaban de la propiedad por todos sus lados.

Arnold buscó nerviosamente a Floyd, y se sintió aliviado al verle a un lado, haciendo gestos frenéticos a un bombero. El bombero estaba allí con el equipo de rescate, que contemplaban el espectáculo tan asombrados como la multitud. Floyd estaba apuñalando alternativamente con ambas manos y alzando las palmas hacia arriba, implorando a los cielos que se abrieran y ahogaran a alguien.

Algunos espectadores señalaban en varias otras direcciones y hablaban con considerable excitación. Habían observado que, excepto las inmediaciones de la casa de Floyd, que habían sufrido algo a causa de su proximidad a la casa, cada césped visible, cada espacio de terreno al aire libre, incluidos la biblioteca y el instituto, estaban inmaculados. Parecía como si algo hubiera barrido con cuidado todas las hojas muertas de varias manzanas y las hubiera depositado en el terreno de Floyd. Y el terreno de Floyd estaba ahogado por una montaña de restos vegetales.

Un niño surgido de ninguna parte se lanzó a la carrera por entre el equipo de rescate y trepó a uno de los montones. Su madre apareció inmediatamente detrás, tiró de él y lo arrastró de vuelta a la multitud, pateando y chillando.

Alguien rió quedamente. Los voluntarios sonrieron. El guardia fronterizo soltó una carcajada. La gente del Edificio Federal rugió. La multitud ululó. Y vitoreó. Fue como si se hubiera desatado una oleada: auténticos accesos de risa barrieron la multitud. Arnold se unió a ellos de todo corazón.

Bruscamente, Floyd estuvo de pie ante él, con el rostro contraído en una mueca que le daba un aspecto de ladrillo rojo. Señaló a Arnold con un dedo tembloroso.

hiciste esto —chirrió. Luego, a toda la asombrada multitud—: Fue Whitaker.

Linda Tollman estaba sentada en el banco central cuando Arnold llegó unos pocos minutos después de las cinco aquella tarde. Había cambiado su chándal por unos pantalones, una camisa de tenis y un suéter amarillo que ya no le iba.

Se apostó a unos quince metros de distancia, en otro banco, fingiendo leer una novela rusa. Pero su corazón latía fuertemente, y su sangre batía en sus sienes, y su nivel de terror ascendió. Se aferró al libro, lo sujetó con dedos blancos, como si fuera lo único que lo anclaba a su segura y predecible existencia.

Era la mujer más encantadora que jamás hubiera visto.

No podía distinguir el título del libro que leía. Una bolsa de plástico vacía, de la que había estado dando de comer a las ardillas (¡oh, felices animales!) estaba en el banco a su lado. No leía, sino que parecía mirar a la distancia, y Arnold observó con satisfacción que no prestaba atención a las miradas admiradoras que despertaba a todos los que pasaban, tanto hombres como mujeres.

Intentó atraer su mirada, ver si podía suscitar alguna débil reacción que le animara. Pero ella nunca miró en su dirección.

Tendría que levantarse y acercarse a ella. ¿Qué le podía decir?

Hola. Me llamo Arnold Whitaker. ¿Puedo sentarme a su lado?

No. En todo caso hubiera debido intentarlo cuando llegó. Ahora ya era demasiado tarde. Sería un intento excesivamente llamativo.

Podía caminar en la dirección general donde estaba ella. De una forma casual. Con las manos en los bolsillos, fingiendo admirar el roble que había detrás de ella, o las columnas griegas de la fachada de la biblioteca. Hermosas columnas. Dóricas, ¿no?

El pulso martilleaba en sus oídos. Se aferró a los brazos del banco.

Había más tráfico del normal en la calle Quinta, pero todos se encaminaban a la casa de Floyd, para mirar con la boca abierta y tomar fotos. El mundo nunca se da cuenta de los dramas auténticamente significativos.

Intentó sorprenderse a sí mismo y lanzó una rápida orden a sus músculos: En pie.

Ninguna respuesta.

Ve hacia ella. Di hola.

Una brisa pasajera agitó el pelo de la mujer. Con un gesto dolorosamente femenino, lo volvió a colocar en su sitio. Intentó imaginar aquella mano sujetando su muñeca. Acariciando su mejilla mientras aquellos ojos alegres se derramaban en los de él.

Hazlo.

La brisa alzó la falda de Linda Tollman. Y mientras él permanecía sentado, desesperadamente consciente de la dura superficie de su banco, de las tablas individuales y de los espacios intersticiales entre ellas, y de la textura del camino pavimentado, ella cerró su libro, se puso en pie, se alisó la falda con un gracioso movimiento de su mano izquierda, tomó su maletín y (por todo lo que él podía decir) sin siquiera mirarle, se alejó.

¿Qué ocurrió?

El cielo olía a inminente lluvia.

—Olvídalo. En realidad no quiero jugar a nada contigo.

Está bien. El sonido rodó por entre los árboles, chapoteó en el agua, hendió las pequeñas ondulaciones. Se movió entre los bojes. Empujó hojas muertas ante él, tiró de sus pantalones. Y finalmente desapareció.

—Sabes que no puedo traerla aquí.

¿Por qué no?

Arnold tembló. Aquí, en este sólido suelo norteamericano, a orillas del Red River, Dakota del Norte, era agudamente consciente de estar de pie en el umbral de otro mundo, contemplando desde la cima de un bosque que rodeaba el mundo múltiples lunas y extrañas constelaciones.

—Porque es una desconocida. No invitas a una mujer desconocida al bosque.

No tendrás miedo de ella, ¿verdad, Arnold?

—Por supuesto que no.

Entonces, ¿por qué no haces el esfuerzo?

—¿Por qué tiene que ser ella? ¿Por qué no Aggie? ¿O Rob Schilling? ¿O casi cualquier otro de la ciudad?

La mujer del banco es muy atractiva.

—¿Qué tiene que ver eso?

Me gustaría conocerla.

—¿Por qué?

Te lo diré de la manera más simple que puedo: comparto tu apreciación de las cosas hermosas. Me gustará hablar con ella.

—No lo dices en serio.

Arnold, has expresado el deseo de que tú y yo jamás hubiéramos hablado. Puedo asegurarte que, si ella practicara el jogging, tú y yo nunca lo hubiéramos hecho.

Arnold suspiró.

—Nos has llamado simios. ¿Por qué te preocupas por un simio? —Estaba reclinado contra un árbol al borde del claro.

Dime: ¿estás familiarizado con la gacela?

—Sé cuál es su aspecto.

¿Dirías que el animal es hermoso?

—Por supuesto. Sin ninguna duda.

Imagina a la gacela, con sus grandes ojos y sus limpios rasgos inocentes. Dótala de inteligencia. Observa que su compasión excede ya el estándar para la mayoría de humanos. Añádele consciencia de sí misma, del tipo que posee la mujer. ¿No hallarías al animal atractivo?

La sospecha había empezado a crecer en el corazón de Arnold.

—No estarás planeando algún tipo de asalto, supongo.

Por supuesto que no. Arnold, ¿estás pensando en sexo?

—Creo que no. No eres capaz de practicar el acto sexual, ¿verdad?

El Viajero fue lento en responder.

—¿Lo eres?

No estrictamente hablando.

—¿Y hablando no estrictamente?

Soy capaz de una respuesta orgásmica.

Arnold se estremeció.

—¿Cómo?

No tenéis ninguna palabra para definirlo. Una pausa. Absorbiendo algo cálido e inteligente y hermoso.

Arnold empezó a retroceder.

—¿Absorbiendo?

No es como parece. Nadie sufre daño.

—Parece… pervertido.

Tu término no me es familiar. Pero puedo imaginar el significado. Las relaciones emocionales entre especies inteligentes no son algo desconocido, Arnold.

—Sigue sin sonarme natural.

Ni siquiera son raras.

—Violada por un viento tormentoso.

Deja de pensar en sexo, Arnold. Estamos más allá de eso. Hablamos de una emoción más alta.

—¿Amor?

Quizá.

—El amor es un desequilibrio químico temporal.

Otros lo definirían de una forma distinta.

—¿Cómo lo definirías tú?

Como una sublime apreciación de las más nobles cualidades en otra criatura. El afecto encendido por la pasión. En los seres superiores, esto se ve acompañado por una obsesión hacia el bienestar del objetivo.

—No voy a entregarte a Linda Tollman. La idea misma es obscena.

No confías en mí. Sonó genuinamente ofendido. Nunca haría daño a nadie.

—Ja —dijo Arnold—. Mira lo que le hiciste al pobre Floyd.

Floyd es una excepción. Y ahora sientes pena por él, ¿no?

—Yo no diría eso. De todos modos, ella no va a venir. Ni aunque yo lo deseara vendría.

De nuevo un movimiento inquieto entre los arboles.

Por supuesto que no, si tú insistes en permanecer sentado allí toda la tarde mientras ella se levanta y se marcha. ¿Piensas que ella se te acercará y te invitará a ir a dar un paseo por la orilla del río?

Arnold se dio cuenta de que sus mejillas enrojecían

—Estabas ahí hoy, ¿verdad? No me dijiste que estarías ahí.

La hierba onduló.

—Quiero que permanezcas alejado.

Como quieras.

Arnold comprendía la inclinación de Linda Tollman, mientras el tiempo se mantuviera, de visitar el parque cada tarde. Los inviernos de Fort Moxie eran largos y duros; uno no malgastaba los días de sol, en particular en septiembre, cuando quedaban tan pocos.

Hoy hacía más frío. El sol estaba oculto tras un torbellino de nubes grises.

Esta vez se dio instrucciones a sí mismo mientras se acercaba por el camino pavimentado: ve directamente hacia ella. Dile hola de la forma más casual que puedas, y siéntate. (Había esperado que los otros bancos estuvieran todo ocupados, pero pudo ver de inmediato apenas salir del aparcamiento que había todo el sitio que quisiera para él).

Notó que se le secaba la boca. Pudo sentir su pulso acelerarse.

Ella había apoyado el libro en su regazo y parecía estar absorta en él. Varios niños jugaban en el césped a sus espaldas, sin que al parecer se diera cuenta de su presencia. Llevaba unos pantalones azules, una blusa blanca y un suéter. Un pañuelo multicolor excesivamente grande colgaba de uno de sus hombros. Arnold se preguntó cómo sería el tener a una mujer así en su vida. Sospechaba que tenía que existir un marido o un novio en alguna parte.

Apeló a todo su coraje y se detuvo frente al banco. Se detuvo realmente. Fingió contemplar el boj que había tras ella, esperando sugerir apreciación hacia su sutil belleza. Mientras tanto, tensó su visión periférica en busca de alguna señal de respuesta por su parte.

Ella giró una página.

—Hermoso día —dijo Arnold, con voz estrangulada.

Torpe. ¿No podía hacer nada mejor que aquello?

Los ojos de ella le rozaron apenas. Eran vívidamente, eléctricamente verdes. Unos ojos brillantes, luminosos, que podían haberle engullido.

—Sí —dijo, con una voz neutra y desinteresada—. Lo es. —Y aquella magnífica mirada se deslizó por su hombro derecho y se centró de nuevo en aquel maldito libro.

Nuestro amigo mutuo, observó. Dickens.

Un helado escalofrío se expandió en el estómago de Arnold. Esto no va a funcionar.

—La vi a usted aquí ayer.

Ella asintió, sin alzar la mirada.

Arnold realizó una especie de cuenta atrás mental, de seis a cero, y se zambulló de cabeza:

—¿Le importa si me siento? —Sus pulmones no funcionaban bien, su voz tenía un registro demasiado alto, y balbuceó las últimas dos palabras. Quizá todas las palabras.

—En absoluto —dijo ella, con una inflexión que ni le invitaba ni le rechazaba. Se echó a un lado para hacerle sitio. Mucho sitio.

—¿Viene usted aquí a menudo?

Ella siguió estudiando la página.

—Sólo a leer.

Un terrible silencio se asentó sobre el parque. Tres muchachas adolescentes salieron de la biblioteca. Reían de forma conspiradora, como hacen todas las mujeres en todas partes. Arnold se sentó en su extremo del banco, se apretó contra las tablas, sintió que el acaloramiento ascendía por su rostro. Intentó desesperadamente pensar en algo más que decir.

¿Le gustaría cenar conmigo? Podríamos hablar de Dickens.

¿Qué le parecería un paseo por la orilla del río?

—¿Qué tal es el libro?

Ella iba por la mitad.

—Muy bueno —respondió con voz alegre. Le miró de nuevo, y Arnold sintió que aquélla era su oportunidad. Pero ¿qué decir a continuación? Sólo podía pensar en el dolor que significaría ser rechazado por aquella encantadora criatura. Y en la seguridad de que ella respondería a cualquier iniciativa precisamente de aquel modo. Permanecía sentada, resplandeciente a la luz de la última hora del atardecer, deslumbrante contra el opaco mundo pedestre a su alrededor. ¿Cuán a menudo, se preguntó, había flotado el Viajero, invisible, al lado de ella?

¿Estaba ahí ahora? (No debía tomar necesariamente sus afirmaciones al pie de la letra).

Ella pareció recordar, de pronto, algo que había olvidado. Alzó una delicada muñeca para mirar su reloj de pulsera y frunció el ceño.

—No me había dado cuenta de que ya era tan tarde —dijo. Se levantó y, sin otra palabra, cogió su bolso y echó a andar hacia la creciente oscuridad.

Se sentía demasiado azorado para volver al cortavientos. La perspectiva de intentar explicarse al Viajero era dolorosa. Maldita sea. Arnold permaneció despierto hasta tarde aquella noche, viendo la televisión, leyendo un tecno-thriller, incapaz de concentrarse en ninguna de las dos cosas. Linda Tollman llenaba su mente. Y el hombre del tiempo de Grand Forks predecía para los próximos días fuertes vientos y desacostumbradas lluvias en aquella estación.

Empezó a primera hora de la mañana. Cuando bajó a abrir la tienda se había desarrollado un ventarrón de ochenta kilómetros por hora. Hacía resonar el viejo edificio que albergaba la Lock’n’ Bolt y ahuyentaba a todo el mundo de las calles.

Arnold se ocupó de una tienda vacía. Puso un poco de cinta en las ventanas como precaución e instaló un televisor portátil junto a la caja registradora para seguir los informes meteorológicos. Grand Forks creía que las condiciones mejorarían poco después del mediodía. Mientras tanto, fuertes vientos azotaban la pradera desde el norte de Manitoba hasta Dakota del Sur.

Estaban causando algunos daños. Rompieron unas cuantas ventanas del garaje de Curt Gaarstad y arrancaron el nuevo y resplandeciente rótulo de metal del supermercado de Ed y se lo llevaron consigo. Nadie volvió a verlo nunca. También se llevaron una carga de ripias y otros materiales para techumbres del patio del almacén de maderas y las dispersaron por toda la ciudad. El resto de las hojas muertas depositadas en casa de Floyd (casi la mitad habían sido retiradas ya con camiones) partieron hacia el sur, y ellas también se desvanecieron en la pradera.

El viento sopló durante toda la mañana. Golpeó y repiqueteó y martilleó en la tienda, pero Arnold se sentía seguro porque había pasado por tormentas similares incontables veces antes. Ocasionalmente caía una ligera lluvia, cuyas gotas eran arrastradas por las ráfagas y manchaban las ventanas.

Janet llamó a las diez para explicar que habían perdido una de las puertas contra tormentas y que bajaría tarde. Arnold sugirió que se quedara en casa hasta que mejorase el tiempo.

—De todos modos, aquí no viene nadie.

Contempló la desierta calle y se preocupó por el Viajero. Los pocos árboles que franqueaban la avenida Bannister se estremecían y bamboleaban.

Finalmente, no pudo soportarlo más. A las once menos cuarto rompió su costumbre, su férrea ley, y cerró la tienda. Sacó su coche del garaje, condujo hasta la calle Quinta y giró a la derecha. No había ningún otro tráfico.

Se acercó tanto como pudo al cortavientos y salió del coche. El viento le golpeó y le dejó sin respiración. Se debatió cuesta arriba, hasta los árboles. No proporcionaban ningún refugio. Puso las manos formando bocina en torno a la boca e intentó gritar por encima del incesante rugir.

—¡Viajero!

Pero era inútil. Ramillas, piedrecitas, residuos de todas clases martilleaban su cuerpo. Retrocedió hasta el sendero de jogging y lo intentó de nuevo.

Pudo ver en la distancia que se aproximaba más lluvia.

—¡Viajero!

La tormenta aullaba.

Y al cabo de poco rato, mientras las láminas de lluvia atravesaban como cuchillas el cortavientos, Arnold se retiró, frío, empapado, sin aliento, a su coche.

Fue un día largo, lúgubre y aterrador. No estaba seguro de las capacidades de su visitante ni de sus limitaciones. Pero temía lo peor. Una densa lluvia sucedió a los vientos cuando éstos menguaron. Golpeó firme e insistentemente contra las ventanas de Clint’s, mientras Arnold comía sin apetito una hamburguesa con patatas fritas. Permaneció más tiempo de lo habitual en el restaurante, pidió café, y luego cerveza, deseoso de compañía humana esta noche. Y, muy especialmente al anochecer, se lamentó por el Viajero. Es posible que te haya perdido, y no hay nadie a quien pueda hablarle de ello.

Todavía llovía con fuerza cuando cruzó de vuelta a la ferretería y subió a su apartamento para aguardar a que cesara la tormenta. Las noticias de las diez informaron de que ya había terminado, pero Arnold no vio ningún cambio hasta bastante después de medianoche. Entonces, cuando la noche se calmó de pronto, regresó una vez más al cortavientos.

Hola, Arnold. La voz le alcanzó cuando estaba aún en la pequeña ladera.

—Viajero, ¿estás bien?

Sí.

—¿Dónde estabas ayer? No pude encontrarte.

Estaba aquí mismo.

—¿Por qué no me contestaste?

La risa onduló entre los empapados árboles.

Demasiada competencia. La voz de la tormenta era mucho más fuerte que la mía. Pero me emocionó tu preocupación.

A Arnold le hubiera gustado abrazar a la criatura, palmearle el hombro, estrechar su mano.

—Me gustaría poder tocarte —dijo.

Una corriente cálida fluyó a su alrededor.

Hazlo.

El suelo estaba empapado. No había ningún lugar seco donde sentarse.

—Sólo deseaba asegurarme de que estabas bien.

Estoy bien.

Arnold estaba solo en el linde de los árboles. Sus zapatos y la parte baja de los pantalones estaban empapados a causa de las altas hierbas.

—Me voy a casa. Te veré mañana.

¿Qué hay de la mujer?

—No funcionó.

¿No hubieras podido hacer algo más con el libro? Era tu palanca, Arnold.

—Hice todo lo que pude.

A veces te comportas como si hubieras vivido la mayor parte de tu vida en otro mundo.

El Viajero, de alguna forma, parecía más grande. Como si hubiera absorbido río y árboles. Y la ciudad, e incluso la interminable llanura más allá.

—Mira —dijo—, la única forma en que podría traerla hasta aquí sería a punta de pistola.

Te subvaloras a ti mismo. De hecho, eres muy apuesto, excepto cuando intentas causar impresión. O cuando estás asustado.

—No es eso lo que quiero decir —respondió, a la defensiva.

Deberías intentarlo de nuevo.

—Ya he tenido suficiente.

Necesitas erguirte. Te encorvas cuando te hallas bajo presión. Mírala directamente a los ojos. Ve a por el libro. Ésa es tu llave.

—No puedo hacer nada de esto. Me estás pidiendo que cambie los hábitos de toda una vida.

Ayudaría el que abandonaras ese aspecto descuidado. Haz que te planchen los pantalones. Invierte quizás en una chaqueta de ante. Líbrate de este suéter que te cuelga por todos lados.

—Me gusta este suéter. Hace mucho tiempo que lo tengo.

Lo sé.

—Y además, ¿sabes lo que vale una chaqueta de ante?

¿No crees que ella vale la pena?

—No. No volveré allí. Ella se fue y me dejó allí sentado en el banco. No siente ningún interés hacia mí.

Está bien, Arnold. Esta vez te ayudaré.

—¿Qué quieres decir?

Puedo mover el aire caliente. La estimulará. Te encontrará muy atractivo.

—No puedes hacer eso. —Arnold se sentía horrorizado—. ¿En qué estás pensando?

Aquella noche estuvo llena de visiones de Linda Tollman. Apartó a un lado las empapadas sábanas, miró sin ver el oscuro abismo de encima de su cama, y escuchó los elementos juguetear contra el lado de la casa. ¿Dónde estaba el Viajero ahora? ¿Tal vez lo estaba influenciando de alguna forma oscura y sutil, del mismo modo que afirmaba que podía influenciar a la mujer? La criatura parecía tan amistosa que se sentía inclinado a olvidar lo retorcida que podía llegar a ser.

Pero existía la deliciosa posibilidad de que pudiera realmente agitar las emociones de Linda Tollman. ¿La aceptaría ella en esos términos? Intentó imaginar aquellos ojos fundiéndose en pasión por él, aquellos labios apretados contra los suyos.

La suerte estaba echada.

Anticipó una y otra vez su conversación con ella, insertando variaciones, hábiles frases; empleando una sonrisa casual, segura de sí misma. Ella le devuelve la sonrisa y toma su mano. Te he estado aguardando toda la vida, Arnold. Está tan cerca de él que puede oír los latidos de su corazón.

El asiente.

Y yo a ti.

Ella sólo es una gacela.

El sábado por la mañana aún llovía. Dejó que Janet y Dean se hicieran cargo de la Lock’n’ Bolt durante todo el día y se encaminó al sur.

La I-29, entre la frontera y Grand Forks, es una larga cinta de asfalto de ciento treinta kilómetros, casi recta y sin nada digno de mención. El terreno es llano y sin rasgos distintivos, interrumpido tan sólo por la ciudad de Drayton, con sus chimeneas, a mitad de camino. El asfalto humeaba, y el cielo gris colgaba literalmente sobre la pradera.

Arnold llegó más o menos a las once, se concedió un buen almuerzo en el Village Inn y se encaminó a las galerías comerciales. Era un comprador impaciente, y a las dos había comprado dos pares de tejanos, unas cuantas camisas deportivas y un par de zapatos. Y una chaqueta de ante. La chaqueta era color tostado, quizás un poco conservadora para los gustos de Arnold, pero la vendedora la admiro, y parecía tener estilo. Costaba trescientos dólares.

Regresó a Fort Moxie, y giró impulsivamente al norte en la calle Quinta, pasó la casa de Floyd y se dirigió a la biblioteca. La lluvia se había convertido en una suave llovizna.

El templo griego estaba iluminado. Un par de muchachos hablaban de pie entre las columnas. El banco preferido de Linda Tollman parecía haber atraído una aureola amarillenta.

Pasó el fin de semana leyendo Nuestro común amigo. Leyó en las comidas, en las largas tardes, hasta muy entrada la noche. Todos los demás proyectos quedaron en suspenso. No lo estaba haciendo sólo por ella, se dijo a sí mismo, sino porque se trataba de un libro que debía leer.

Supuso que ella no acudiría al parque el fin de semana, y además el lugar estaba aún mojado por la lluvia, y el tiempo era frío y desapacible. La estación ya estaba lo bastante avanzada como para que no hubiera más días agradables, en cuyo caso no tendría otra elección que llamarla. U olvidarla. (Ella no figuraba en el listín telefónico, pero Información tenía su número). Este enfoque requeriría, por supuesto, que planteara directamente sus intenciones. No era una técnica que encajara bien con el estilo de Arnold, más adaptado a defender el fuerte que a organizar su asalto.

A última hora de la tarde paseaba bajo el desapacible tiempo hasta el cortavientos, y se acurrucaba, frío y mojado, bajo un olmo que le proporcionaba un refugio puramente simbólico. Y él y el Viajero hablaban.

Arnold gruñía acerca de su tarea, pero el Viajero se negaba a seguir sus objeciones. En vez de ello hablaba de la configuración de algunos picos particularmente interesantes de las Rocosas canadienses. Y del choque de las corrientes de aire cerca de algunas zonas costeras. (Lo que no quedaba claro era qué zonas costeras). Y comentaba desfavorablemente el deterioro de la atmósfera del planeta.

Desequilibrada. Yo diría que hay demasiada gente.

—Supongo —dijo Arnold— que ésa es una fase por la que atraviesan la mayoría de las culturas.

Piensa en ello más bien como en un test de inteligencia. La mayoría de las especies obtienen una buena puntuación en cuidar de sus mundos. Al menos, es común entre los tipos simianos.

Hablaron acerca de las armas nucleares:

Muy pocas especies han visto alguna utilidad en construirlas.

Y de las religiones organizadas:

Normalmente limitadas a las culturas primitivas.

—No puedes hablar en serio.

La única especie que conozco que ha retenido una estructura religiosa más allá del desarrollo primario son los kuanaamali.

—Me alegra oír que alguien ahí fuera sigue actuando de una forma responsable.

Los kuanaamali tienen también una fijación hacia el pecho materno.

—¿Qué?

Sólo estaba bromeando.

Y acerca de Linda Tollman:

—En realidad me gustaría no hacerlo.

Arnold, hazlo por mí.

—No puedo creer que te importe realmente. Sólo estás insistiendo en ello para azorarme.

No. Eso no es cierto. ¿Quieres la verdad?

—Eso sería una buena idea.

Ya he intentado hablar con ella. Hay un olmo fuera de su apartamento. Pero resulta demasiado limitado.

—¿Por qué?

Porque ella es una criatura exquisita. Tan sólo deseo que sepa que existo. Y que la admiro.

—Estás bromeando.

El domingo a última hora, temblando en el húmedo frío y dispuesto ya a marcharse, Arnold preguntó de pronto:

—Cuando llegue el momento de que vuelvas a casa, ¿habrá alguna advertencia?

¿Qué quieres decir?

—¿Habrá alguna posibilidad de decirnos adiós? ¿O simplemente una noche ya no estarás aquí?

No estoy seguro, Arnold. ¿Importa?

—Supongo que no.

El cielo no se aclaró hasta el martes por la mañana. El sol salió al mediodía, y las calles se secaron. Un poco después de las cuatro de la tarde, Arnold, con su blazer de ante, condujo hasta el aparcamiento de la biblioteca. Una repentina ráfaga de viento sacudió su coche. Cuando pisó el suelo de grava tiró de sus ropas y se arregló el pelo.

—Estás aquí, ¿verdad? —dijo mientras miraba de lado a lado, como si el Viajero fuera a materializarse de un momento a otro. Mantuvo la voz baja. Había gente en el aparcamiento, chicos con libros, un joven de aspecto impaciente tras el volante de una camioneta Ford, un grupo de niños jugando a la pelota.

El viento se agitó contra él de una forma seductora.

—Hey —susurró—. Ella. No yo.

La hierba onduló a su alrededor.

Linda Tollman, vestida hoy de verde vivo, con una chaqueta dorada, se acercaba por el otro lado. Cruzó la intersección de la Quinta y Gunther, caminando con pasos largos y confiados. Se detuvo para dejar pasar una camioneta y siguió adelante.

La mayoría de los bancos estaban ocupados por quinceañeros. Sólo uno, cerca de la estatua ecuestre, estaba vacío. Se dirigió a él, se sentó, abrió su maletín, sacó el libro y miró a su alrededor. Miró a su alrededor. ¿Buscándole a él, quizá? Todavía estaba en el aparcamiento, no era fácil que le viera.

Empezó a leer.

El parque y la gente que iba y venía con las manos llenas de libros, y los pequeños y hermosos edificios de las casas que franqueaban la calle Gunther, y el cielo azul sin fondo, todo formaba un telón de fondo perfecto para ella. El mundo se centraba en el banco y en la mujer de ojos verdes.

La respiración de Arnold era irregular.

Linda debía de tener otros hombres en su vida. Probablemente montones. ¿Qué posibilidad tenía él?

Seguro que se sentiría irritada al ver que él seguía importunándola.

Márchate. Vuelve a casa. Olvídalo.

Y paga el precio de los cobardes. Como siempre había hecho.

El aire cálido fluyó a su alrededor. El Viajero.

Se dirigió al camino pavimentado y echó a andar en dirección a ella. Mantén las manos sueltas a los costados Intenta parecer seguro de ti mismo.

No te detengas.

Ella miró en su dirección, pareció no reconocerle. Él se acercó más, retuvo el paso, decidido a mantenerse dentro de su estrategia. Caminó hasta más allá de ella, se detuvo como si acabara de reparar en algo.

—¿No es Nuestro común amigo? —Habló de una forma lenta, deliberada, obligando a su voz a adoptar un registro bajo, luchando por contener el pánico que ascendía por todos lados.

—¿Eh? Sí. —Le miró de nuevo. Su ceño se frunció. Arnold vio que el reconocimiento prendía en aquella mirada verde. Sintió una suave brisa cálida moverse a su lado—. ¿Lo ha leído?

—Por supuesto. —Intentó una sonrisa casual. Pero sus labios y su boca estaban tensos—. Hace tiempo. Nunca lo he olvidado. —Animado, dio un paso hacia ella.

Ella usaba un cupón de una caja de cereal como punto. Lo insertó en la página, pero no cerró el libro.

—Es una novela espléndida. Una de sus mejores novelas.

—Estoy de acuerdo. Es inolvidable. —Había un timbre de repetición en aquello, pero ya era demasiado tarde.

—Me encanta Dickens —dijo ella.

—También a mí.

—¿Qué es lo que encuentra más particularmente memorable?

Aquello era fácil.

—Bella Wilfer —dijo—. Creo que me enamore de Bella Wilfer. —Aquello sonaba un poco atrevido.

Ella le sonrió. El día se volvió más cálido. Las hormonas fluyeron en su sangre.

Ella le hizo sitio a su lado, esta vez sin que él se lo pidiera. Y hablaron sobre el señor Boffin y Silas Wegg y los males de los matrimonios convenidos. Ella estaba llegando al clímax, y esperaba terminar aquella noche la novela. (¿Significaba eso que después de todo no había ningún hombre dominando su tiempo?).

—No me diga cómo termina —suplicó. Y luego, desconcertantemente—: ¿Qué más ha leído de él?

¿Qué, realmente?

Una ligera brisa otoñal agitó las hojas muertas sobre la hierba.

¿Qué películas basadas en obras de Dickens había visto? ¿Qué era lo que podía recordar? Recientemente, había empezado a ver Nicholas Nicklebey en la televisión, pero pronto se había aburrido y había cambiado a una serie policíaca. Grandes esperanzas tenía en su argumento un convicto y un niño.

Sintió los ojos de ella clavados en él, se dio cuenta de que todo se le escapaba de las manos. Iba ya a probar su suerte con el convicto cuando vio la obvia escapatoria:

—Scrooge —dijo—. La Canción de Navidad. Pese a todas las veces que la he leído y visto, sigue impresionándome.

—«Marley estaba muerto». —Había un asomo de desaprobación en su voz, pero no supo dilucidar si era por su elección, por la forma de expresarla o por algo que se le había escapado. Probablemente esperaba algo más exótico. Edmund Drood quizá, la novela que Dickens no había llegado a terminar. ¿Pero qué otra cosa, aparte del hecho de que había quedado incompleta, sabía Arnold sobre Edmund Drood?

Hablaron largamente sobre el autor y su obra, un diálogo que consistió en agudas observaciones por parte de Linda y bien planteadas generalizaciones por parte de Arnold, acompañadas por asentimientos con la cabeza y afirmaciones estratégicamente situadas. A la primera oportunidad que tuvo, hizo derivar la conversación hacia canales más seguros.

Linda (habían empezado ya a llamarse por sus nombres de pila) describió su trabajo como maestra de cuarto grado y Arnold mencionó que era el propietario de la Lock’n’ Bolt. Hablaron del estado de la educación norteamericana y del fracaso a todos los niveles del gobierno a la hora de sostener las escuelas, y Arnold comentó las condiciones de la economía, y lo afortunados que eran en Fort Moxie por conseguir atraer buenos maestros.

—Es una ciudad segura —dijo—. La temperatura suele estar por debajo de cero la mayor parte del invierno. No hay pandillas por aquí, se lo aseguro.

Ella admiró abiertamente su chaqueta de ante, y él le tendió orgulloso la manga para que la tocara.

Las sombras se alargaron, la temperatura descendió, y Linda Tollman se frotó las manos y anunció que se había hecho tarde, y que tenía que irse.

Arnold se dio cuenta de que había llegado el momento de la verdad y lanzó las precauciones al viento.

—¿Puedo persuadirla de que cene conmigo?

Ella se puso en pie y lo evaluó sin ningún intento de disimulo.

—¿Esta noche?

—Si está usted libre.

—Sí —dijo ella—. Estoy libre.

El Depósito, en Minnesota, en la carretera 75, era de rigueur para comida y romance. Ofrecía buena música, rincones discretos, una chimenea, y velas de oscilante llama en botellas de vino tinto. Los precios eran moderadamente altos, pero esta noche eso no era ninguna consideración. Pidieron chablis, y Linda Tollman se sinceró con él. Era nueva en Fort Moxie, explicó, se había mudado de Fargo para hacerse cargo del cuarto grado de la escuela Thomas Jefferson. Le gustaba su trabajo. Le encantaba. Y Arnold empezó a tener la sensación de que el campo estaba libre para él.

—Normalmente no tenemos tanta suerte —dijo, lanzándose—. En un lugar tan remoto como éste, la gente se siente más inclinada a marcharse que a venir.

Ella le sonrió por encima del borde de su copa.

—Se está preguntando por qué he venido aquí.

—Sí. Siento curiosidad. Si no le importa.

—No. —Sin embargo, pareció vacilar—. En absoluto. La escuela Jefferson me proporciona mucha libertad para hacer lo que quiero hacer. Me gusta leerles a los niños, y me gusta poder escoger lo que leo.

—¿No podía hacer eso en Fargo?

—Dentro de unos límites. —Una sombra, un momentáneo pesar, cruzó su rostro. Había dejado algo atrás.

Ella hizo preguntas sobre la vida de él, sobre la historia de la pequeña ciudad fronteriza, y sobre su interés en Charles Dickens. ¿Cómo se había producido? Y algo en sus rasgos sugirió que su juego había quedado al descubierto. Que ella sabía, y que eso no había cambiado su consideración hacia él. De hecho, parecía divertida por ello.

La velada fluyó. Pidieron chuletas y una segunda ronda de chablis. Las velas relucían en los ojos de ella y en el vino. Tenía unos hermosos y blancos dientes, y la cambiante luz creaba sombras en la línea de su mandíbula y en la base de su garganta.

—Crecí en Bismarck —dijo ella.

—¿Cómo llegó a Fargo?

—Deseaba cambiar de código postal. —Sonó completamente seria.

—¿Alejarse de la familia?

—Eso también.

Fuera casi era oscuro. La llanura se extendía ininterrumpida hasta la curva del horizonte. Había unos cuantos clientes más en El Depósito, dispersos entre las mesas de madera, susurrando a la parpadeante luz. (Todo el mundo usaba tonos bajos aquí).

—¿Le gusta hasta ahora Fort Moxie?

—Es encantadora —dijo ella—. Aunque no hay muchas distracciones. —Y su mirada fue hacia dentro—. Eso casi te obliga a preguntarte qué es lo que cuenta realmente.

Él untó de mantequilla un panecillo, dio un sorbo a su café.

—¿Y qué cuenta realmente?

Los ojos de ella se clavaron en los de él.

—¿Aparte de mis estudiantes? No lo sé. Todavía estoy trabajando en ello. —Sus labios se curvaron en una sonrisa—. Sé lo que no cuenta. No es acumular horas. O preocuparte por el futuro. Y lamentarte. —Sus dedos se curvaron exquisitamente en torno de la copa.

Arnold la observó a la parpadeante luz.

—Lo que cuenta para mí —dijo galantemente— es una velada como ésta. —Sin aliento a causa de su recién hallado valor, adelantó una mano sobre la mesa y la apoyó en la de ella. Era la primera vez que sentía su piel contra la suya. Sus mareas internas se desbocaron—. A fin de cuentas, eso es todo lo que importa.

Sus ojos se encontraron, y Arnold se dio cuenta de que, ocurriera lo que ocurriese, su vida ya no volvería a ser la misma.

Pero ahí delante había un Viajero enfermo de amor. Hay alguien que me gustaría que conocieras.

—¿Corre usted? —preguntó.

—Sólo cuando me persiguen. —Se rió, cortó un trozo de su chuleta, lo deslizó entre sus labios—. Pero usted sí, por supuesto.

—Sí —dijo él—. Hay un sendero de jogging que sigue el cortavientos. Va hasta más allá del río. En una noche como ésta, es algo encantador. —Y un poco inusual.

Los ojos de ella se llenaron de regocijo.

—¿Quiere ir ahí fuera? ¿Es eso lo que está sugiriendo?

—Le encantará —dijo él.

Ella adelantó la mano sobre la mesa y apretó la de él.

Soplaba un viento vivo procedente del río. Las copas de los árboles ocultaban una luna en sus tres cuartos. Era muy consciente de la presencia física de Linda mientras caminaban.

La noche era brillante y clara, un momento magnífico para caminar con una mujer hermosa junto al Red. Pero el Viajero estaba cerca. Sentía su presencia. Cuando hablara, no podría evitar el asustarla. Y, ocurriera lo que ocurriese, ella se daría cuenta finalmente de que Arnold formaba parte del plan. ¿Qué estaba haciendo si no ahí arriba?

La miró.

—Una noche llena de estrellas —dijo ella—. Fue una buena idea.

El viento se agitó.

—Quizá debiéramos volver al coche —dijo él.

—¿Tiene usted frío?

El río gorgoteaba, y algo cerca de ellos chapoteó. Más allá de los árboles, en dirección a la ciudad, ladró un perro. La música de un distante estéreo hendía la oscuridad.

—No —dijo. Y no pudo pensar en nada para explicar su observación.

Lo sintió avanzar a través de la noche, sintió alzarse el viento, vio la luna danzar en el río. Linda caminaba a su lado, cálida y luminosa. Su cadera rozó la de él, sus dedos se entrelazaron en los suyos.

—Está tan oscuro ahí fuera —dijo, soltándole y abriendo los brazos a la noche. Se volvió para mirarle de frente. Sus labios eran húmedos a la luz de la luna, y lo envolvió con su mirada esmeralda.

Muchos años después, cuando hiciera mucho tiempo desde que el Viajero se hubiera ido, Arnold deseó desesperadamente que hubiera alguien con quien compartir la experiencia. Y quizá la pérdida.

Pero debería ser Floyd. O Mike Kramer. O Aggie.

Ella estaba en sus brazos. Su aquiescencia, la docilidad de sus hombros, lo electrificaron. Y ella le besó a él. Fue algo fugaz: sintió la breve presión de sus labios, y desapareció antes de que se diera cuenta de que había ocurrido.

—Probablemente tienes razón, Arnold. ¿Por qué no lo dejamos por esta noche?

Él asintió.

La luz de la luna cambió. Se oscureció.

Los árboles se agitaron.

—No —dijo él, al Viajero.

Linda le miró con curiosidad.

—¿Estás seguro de que te encuentras bien? —Le lanzó una sonrisa maliciosa, que sugería que sabía que su beso había sido dinamita, y que, si él se sentía un poco trastornado por ello, lo comprendía.

No. No te acerques.

La rodeó con un brazo. Y aguardó de pie, atento.

Los árboles se inmovilizaron por completo.

—Sí —dijo Arnold—, quizá debiéramos empezar a volver. —Él la había traído. Si el Viajero era lento en responder, no era culpa suya.

Intentó hacer que se apresurara sin traicionar sus intenciones. O su nerviosismo. Los guijarros crujían bajo sus pies, y habló de cosas intrascendentes, de cómo llevaba practicando el jogging allí desde hacía años, de lo buena que era antes la pesca.

Pero la oscuridad junto al río era completa. Y en su apresuramiento perdió pie, se enredó en algo. Nunca supo lo que era, una zarza, una piedra, una raíz. Pero cayó de bruces al suelo, y oyó un seco crac, como el de la madera al partirse. Una puñalada de pura agonía ascendió por una de sus piernas.

Linda estuvo a su lado de inmediato.

—No te muevas —dijo—. ¿Qué ha sido?

—Un tobillo. —Se sentía mortificado. Y asustado.

Cuidadosamente, ella desató su zapato, se lo quitó. Dolió.

—Está roto. —Agitó la cabeza y le sonrió—. Necesitaré las llaves del coche.

—¿Por qué?

Ella se quitó la chaqueta, se la puso debajo de la cabeza.

—Para poder sacarte de aquí. Voy a necesitar ayuda.

Él rebuscó en sus bolsillos, se las tendió.

—Vaya torpeza —murmuró.

Ella tomó las llaves, se inclinó sobre él, alzó su cabeza y le besó. Esta vez fue más largo y profundo, y su pelo descansó contra la mejilla de él, y su mano le sujetó la nuca.

—Quédate quieto, boy scout —dijo con un guiño—. Volveré tan rápido como pueda.

—Espera —dijo él.

Pero ya se había ido. Y el viento suspiró entre los árboles.

Hizo un esfuerzo por levantarse, se lo pensó mejor y se quedó tendido de espaldas. Maldita sea.

Arnold.

Cerró los ojos.

—Hola, Viajero.

¿Te has hecho daño?

—Sobreviviré.

No tenía idea de que fueras tan torpe.

—Es culpa tuya.

Probablemente.

—¿Quieres decirme ahora a qué vino todo esto? Cuando me caí, estabas tan asustado de ella como yo.

El Viajero se rió.

Arnold, pareces irritado.

—Me he roto el tobillo, maldita sea. Tú también pareces irritado. ¿Quieres responder a mi pregunta?

Por supuesto. Te quiero, Arnold. La voz salió de entre los árboles y flotó sobre el río. Se estaba volviendo blanda. Cambiaba. Te echaré en falta.

Arnold se alzó sobre un codo.

—No te estarás yendo, ¿verdad?

Sí.

—¿Han venido a por ti? ¿Tus amigos?

Todavía no.

—Entonces, ¿por qué te marchas?

Porque me estoy empezando a interesar demasiado en ti

—¿En mí? Pensé que estabas interesado en Linda. —Se preguntó por qué sonaba malhumorado.

Eres, Arnold. Siempre has sido tú. La voz parecía muy cercana.

—Estás bromeando.

¿Cómo puedes no haberte dado cuenta? Un repentino soplo de viento agitó los árboles. Pero, al nivel del suelo, la noche era tranquila. Una brisa le rozó. He disfrutado de nuestro tiempo juntos.

Arnold oyó ponerse en marcha un coche. Y alejarse.

—¿Cuándo te vas?

Esta noche.

—No lo hagas. —Arnold pensó en lo vacío que iba a quedarse el cortavientos sin su etéreo ocupante—. Quédate un poco más. No hay prisa.

La risa resonó a su alrededor. Pero era suave. Y gentil.

—No es como si fueras a volver por aquí dentro de poco tiempo.

Contempló su tobillo.

—¿Adónde irás?

Todavía no lo he decidido.

—¿Qué pasa con Linda? ¿Por qué querías que la trajera hasta aquí? ¿De verdad querías?

¿No lo sabes?

—No tengo la menor idea.

Vaya decepción.

Arnold aguardó.

Quería creer que tú me echarías en falta. Y deseaba aliviar el dolor de la separación. Las corrientes de aire fluyeron, se hicieron más frías. Se estaba retirando de él. Algo largo y flexible se movió contra la luna. Quizá fue un error por mi parte. Una bruma, iluminada por la luz de las estrellas, o posiblemente desde dentro, flotó justo encima del río. Era grácil y sinuosa y, mientras observaba, se alzó en una fuente viva. Remolineó alejándose sobre las oscuras aguas, empujada por un repentino soplo de viento, y se reformó en la orilla opuesta.

—Viajero —dijo Arnold—, no te vayas. —Intentó ponerse en pie, pero el dolor de su tobillo lo atravesó de nuevo como una daga y dejó escapar un grito. Como hiciera Linda, el Viajero acudió rápidamente a su lado. Las luces oscilaron a su alrededor y se cerraron en un abrazo etéreo. En ese momento, junto a la orilla, entre la estrecha pantalla de bojes y arbustos, su dulce y cálido aliento jugueteó sobre él, se aferró a él.

Ella se aferró a él. Arnold le asignó un género.

—No te olvidaré nunca —dijo.

Ni yo a ti.

—¿Volverás?

El viento se agitó a su alrededor.

No es probable, Arnold.

—Naves en la noche.

Por favor, explícate.

—Gente que se encuentra, se une emocionalmente por un tiempo, y luego sigue cada cual su camino.

Me gustaría que lo hubiéramos hecho algo mejor.

Se oían coches que se acercaban. Chirriaron frenos, sonaron portezuelas. Oyó una sirena en la distancia.

—Viajero…

¿Sí?

—Gracias.

A ti también. La presión del aire empezó a relajarse. Otra cosa que tienes que saber. Tuviste éxito con Linda Tollman por ti mismo. Yo no intervine. La sintió retirarse, sintió que las cálidas corrientes se enfriaban. Sintió que el dolor volvía a su tobillo.

—¿Viajero?

No sabía si aún podía seguir oyéndole.

—Te quiero.

Los árboles oscilaron. Pudo ver las luces del equipo de rescate avanzar por el sendero.

A finales de la semana, un campanilleante móvil apareció fuera de la ventana del dormitorio de Arnold. Era un móvil magnífico, cuyas águilas en pleno vuelo, hechas de peltre, chocaban musicalmente con la brisa entre sí y con el arco también de peltre encostrado de hiedra. Los paseantes de última hora de la tarde que recorrían la avenida Bannister se detenían a menudo para escuchar las exquisitas notas que sonaban entre los tejados.

Años más tarde, cuando Arnold y su familia se mudaron de Fort Moxie para abrir una ferretería de oportunidades en Fargo, se llevó el móvil consigo.