3
Tardaron una semana en llegar a Batán. Bob esperaba que el Dr. Víctor Slaughter no se encontrara allí, porque si era así, iba a dificultar sobremanera la labor que había decidido emprender.
Le costó despedirse de Dan. Le había cogido afecto en el poco tiempo que habían estado viajando juntos. El piloto le dijo un optimista «Hasta luego» y desapareció para siempre, aunque ¿quién sabe?, tal vez volverían a encontrarse todos juntos algún día: Harry, Dan y él.
Después de abandonar la terminal del Espaciopuerto de Batán a las 4.00 p. m., hora local, tras ver partir a la Tannhäuser, Bob pudo constatar la soterrada animadversión que producía su presencia en algunos lugareños, lo cual era insólito, y más en una ciudad universalmente reconocida por su importante industria de fabricación robótica. Hasta ahora, el androide había creído firmemente que los humanos aceptaban sin reparos la convivencia con seres de metal. Al menos, su mutua compañía no había resultado nunca particularmente problemática.
Incluso había habido un tiempo en que los robots tenían apariencia humana: réplica de cabello, piel, carne y huesos. Eran idénticos a los hombres y sólo podían distinguirse de ellos por su falta de emociones. A pesar de ser tan perfectos física e intelectualmente, la gente los había rechazado y su producción había acabado siendo un fracaso. Bob podía entender por qué: un ser humano no aceptaba con facilidad que otro fuera mejor que él, por eso competían unos contra otros. Pero era imposible medirse con esos facsímiles que reunían en cada uno de ellos simultáneamente el non plus ultra de las cualidades: eran los más hermosos, los más fuertes, los más inteligentes.
Bob creía que los humanos no debían preocuparse por no ser perfectos; eso los hacía diferentes unos de otros y por ello más interesantes. En cambio, los robots y androides eran todos iguales de cuerpo y mente: imitaciones clónicas fabricadas en serie a partir de un modelo original que pronto se consideraba obsoleto, era actualizado según la demanda, de él volvían a surgir unos cuantos clones más, y así sucesivamente.
Pero algo había sucedido con él que lo hacía diferente a los demás, algo había fallado. Y la clave de todo debía hallarse allí, en el punto de partida de su propia existencia: la Fábrica Crownwell.
Fue fácil llegar hasta su objetivo. El camino hasta la factoría estaba abundantemente señalizado.
Bob admiró el complejo desde la reja de la puerta principal, la misma en la que en el año 2044 se habían encadenado un grupo de manifestantes. La Fábrica la componían tres edificios adyacentes de paredes de ladrillo rojo y techos ondulados. El central era más alto y delgado, con sótano, planta y primer piso, y los dos anexos eran más anchos y de una sola planta. Detrás podía apreciar cinco pabellones de más reciente construcción. También se divisaba desde allí un caserón del mismo estilo arquitectónico que los edificios principales. Podía tratarse de la antigua vivienda del señor Crownwell. Bob no pudo distinguir la Cámara de Cremación a la que había hecho referencia el señor Denholm; seguramente había sido derruida tiempo atrás.
Ensimismado en la contemplación de la factoría, Bob no advirtió la presencia del humano que había salido de uno de los edificios y le observaba desde el otro lado de la reja. El hombre, que vestía una bata de trabajo de color azul oscuro, fue acercándose gradualmente y le habló cuando llegó a su misma altura.
—¡Eres un Crownwell, podría jurarlo! —exclamó.
—Sí, señor, lo soy.
—Dime, ¿de qué año?
—Fecha de fabricación: 2045.
—Lo sabía —dijo el hombre, exultante—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Considera tu amo que necesitas un ajuste?
—Me gustaría ver al Encargado Jefe señor Smokey.
—Estás hablando con él. Dime, androide, ¿qué puede hacer por ti el viejo Smokey?
Bob se sorprendió del tono afable del empleado. Tal vez era porque su condición de androide Crownwell despertaba en la memoria del humano gratos recuerdos de las «épocas gloriosas» de la antigua factoría.
—Soy el ayudante del Dr. Víctor Slaughter —anunció.
—¿Quién?
—El científico que les visitó hace dos semanas.
—Ahora no caigo.
—Usted le enseñó los archivos de fabricación.
—Ah…, sí…, ya me acuerdo. Ese chivo —rió. Abrió la reja e hizo un ademán a Bob para que entrara en el patio—. ¿Es que se le olvidó algo?
Bob cruzó el portal y se detuvo.
—Quisiera que me permitiera examinar de nuevo esos expedientes, señor.
—Bueno, antes deberé consultarlo con el señor Moore. Esos papeluchos son confidenciales. Ven —el hombre se dirigió al edificio central y subió las escaleras que llevaban a las oficinas. Bob le siguió—. En este momento no hay nadie trabajando. Una de las ventajas de pertenecer a una Corporación es la de poder disfrutar de la jornada intensiva. Aunque yo sigo viniendo si hay algo que hacer. Soy uno de ésos a los que llaman adictos al trabajo —abrió la puerta con la llave que llevaba colgada del bolsillo de la bata y entró con Bob pegado a sus talones. El edificio estaba a oscuras—. Espera aquí —solicitó al androide, que permaneció inmóvil en el vestíbulo.
El señor Smokey se introdujo en el primer despacho y encendió la luz. Un ligero tono amarillento inundó la estancia. Llamó por videófono al propietario de la Fábrica.
—No hay problema —dijo a Bob al terminar la conversación y cerrar la emisión—. El señor Moore dice que no tiene nada que ocultar a los eminentes científicos que deseen fisgonear en sus archivos, aunque —aclaró— no lo ha mencionado con estas mismas palabras, desde luego.
—Me alegro de que el señor Moore sea tan comprensivo, señor.
—Vamos por aquí —dijo el encargado, señalando una puerta que conducía al sótano.
Una vez hubieron descendido, Smokey le guió hasta unos archivadores grandes que había en un rincón. Le indicó la gaveta central.
—Ahí están los registros de las unidades, con el número de serie, nombre del comprador y todo eso. Dime, ¿qué tienen de interesante esos documentos para ese doctor… como se llame? Nadie se ha molestado en consultarlos desde hace años.
—El Dr. Slaughter, mi amo —recalcó Bob para dar más verismo a su historia—, está investigando la fabricación de los androides Crownwell durante el período que comprende los años 2025 al 2050. El tema le apasiona tanto que incluso me ha tomado a mí, un modelo Crownwell representativo de esa generación, como su ayudante. Con los datos obtenidos en sus averiguaciones piensa escribir un libro.
—¡Vaya pérdida de tiempo! —opinó el hombre—. Ya casi nadie compra libros. Dile a tu doctor que así no se hará rico —rió—. Oye, ¿no te importa si te dejo solo? Estaré en el piso de arriba. Grita si me necesitas. —Y se marchó canturreando.
En cuanto se hubo quedado solo, Bob abrió la gaveta central. Había carpetas rotuladas dispuestas en dos columnas clasificadas cronológicamente por los números de serie. Escogió la primera que encontró a la derecha y extrajo la ficha que contenía. Correspondía a un androide fabricado en 2043. La estudió. Allí constaban cada una de las reparaciones que se le habían efectuado, los propietarios que había tenido y sus domicilios, las revisiones mensuales preventivas… todo, registrado al detalle. Revisó luego dos carpetas, elegidas también al azar. Finalmente buscó la que correspondía a su propio número de serie. Allí estaba. Sacó la ficha.
Nada. Ni revisiones periódicas, ni lista de compradores. Sólo una breve cita sobre su incautación por parte del Gobierno en 2052, lo mismo que había descubierto Víctor Slaughter hacía dos semanas. Bob había llegado hasta allí, siguiendo los pasos del científico, con la esperanza de encontrar algo que el hombre hubiera pasado por alto.
—Señor Smokey —gritó.
—Voy —contestó el hombre, desde el piso superior.
Bob esperó hasta verle aparecer.
—Hay algo inusual en uno de los androides, señor —dijo.
—Supongo que te referirás al que nunca se vendió y que acabó quedándoselo el Gobierno siete años después de su fabricación. Ese doctor tuyo también me interrogó sobre él. Ya le expliqué que no todos los androides eran vendidos inmediatamente. Algunos se reservaban para Ferias y Exposiciones. Este modelo, por ejemplo. Me figuro que cuando finalmente salió en catálogo ya había quedado anticuado y nadie lo quiso comprar. Puede que el Gobierno se encaprichara de él y lo reclamara. No firmaron ni siquiera contrato de adquisición. Simplemente, las autoridades lo requisaron.
—¿Hubo otros casos similares, señor?
—No, éste fue el único.
Eso no tenía sentido —meditó Bob—. ¿Por qué el Gobierno se interesó exclusivamente por él, cuando podía quedarse con toda una partida? Y si el Gobierno había sido su único propietario, ¿qué significaban esos recuerdos que emergían de su memoria, intermitentemente, acerca de su trabajo como sirviente en una familia y la evocación de una niña pelirroja llamada Amy? A menos que…
—Señor Smokey, ¿estaba permitido a los empleados de la Crownwell disponer de alguno de los androides para su propio uso, sin que ello quedara reflejado en los registros?
—Ahora que lo mencionas… creo que sí. Me han contado que, antes de que yo me incorporara a la Crownwell en 2055, algunos se llevaban los androides a sus casas durante un tiempo. No era algo muy corriente, la verdad —admitió el hombre—, porque iba en contra del reglamento, pero Crown lo permitía, sobre todo en el caso de los diseñadores. Así se podía comprobar con efectividad cómo se desenvolvían los androides en ambientes diferentes.
—¿Podría ver las fichas de los empleados activos durante los años 2025 al 2050, señor?
—Claro. Están en la gaveta de al lado de la que tienes abierta. Tú mismo. Me vuelvo arriba, si no deseas preguntarme nada más.
—Oh, por favor, señor, siga con su trabajo.
El hombre se alejó de nuevo. El androide inspeccionó entonces las carpetas de los trabajadores. Una ficha le llamó la atención. Pertenecía a un diseñador de circuitos cerebrales que había sido despedido en 2052, el mismo año en que él había sido cedido al Gobierno. Pero no figuraban las causas del despido. Al parecer, después de que lo hubieron echado, abandonó el planeta hacia paradero desconocido.
Bob recordó que Phil Denholm había mencionado el nombre de ese diseñador en la entrevista con Slaughter. Si le conocía, tal vez podría aclararle lo que ocurrió.
El androide fue en busca del encargado jefe para decirle que ya había terminado.
—¿Ya has encontrado lo que buscabas? —le preguntó el hombre.
—Puede que sí, señor, aunque yo sólo me limito a pasarle mis notas al Dr. Slaughter, que es quien se encarga de interpretarlas —contestó Bob, en sus estudiado papel de asistente robótico—. Por cierto, señor, ¿recuerda usted a un empleado llamado Anderson?
—No, no llegué a conocer a ningún Anderson. ¿Tiene eso alguna importancia?
—No, señor. No es trascendente —Smokey le acompañó hasta la reja de la puerta que daba a la calle—. Gracias por todo, señor —se despidió el androide—. Mencionaré al Dr. Slaughter su inestimable colaboración en sus investigaciones.
Ahora le tocaba el turno a Phil Denholm. Sin dilación, ya que no sabía de cuánto tiempo disponía antes de que descubrieran su juego, Bob se encaminó hacia el barrio residencial de retiro donde vivía, solo, el ex empleado.
En la dirección indicada en los documentos de Slaughter se hallaba una casa sencilla y de pequeñas dimensiones. Un anciano estaba cuidando las plantas del patio delantero. Llevaba sombrero de paja y un delantal que le llegaba hasta las rodillas. Unos guantes cubrían sus manos. Bob se acercó.
—¿El señor Denholm, Phil Denholm? —preguntó.
El anciano levantó la vista de los rosales y se sorprendió al ver que su interlocutor era un Crownwell de antigua manufactura.
—Sí —contestó, tímidamente.
Bob imitó entonces el tono oficial ampuloso propio de los policías robóticos:
—Pertenezco al Centro Slaughter de Investigación de Relaciones Robo-Humanas. Estoy colaborando con el doctor Slaughter en su estudio de los Androides Crownwell de 4.a Generación. ¿Podría responderme a algunas preguntas?
—Ya le conté al Dr. Slaughter todo lo que él quería saber. No entiendo por qué tengo que hablar con su ayudante, ni siquiera con un asistente androide —Denholm volvió a inclinarse sobre sus flores.
—El Dr. Slaughter ha encontrado algunas lagunas en sus averiguaciones y quisiera que fuera usted tan amable de aclarárselas —insistió Bob.
El hombre le miró fijamente, visiblemente molesto por tener que interrumpir su labor.
—Pasemos dentro —dijo, contrariado.
Entraron. La vivienda se componía de dos o tres estancias separadas por tabiques correderos de madera y papel, que podían abrirse o cerrarse a voluntad y tanto formaban paredes como puertas. La luz se filtraba estratégicamente por las aberturas y el aire circulaba con total libertad por el interior. Una alfombra de material vegetal trenzado fuertemente hacía a la vez de moqueta y cubre-techo. Los muebles, de madera, eran casi inexistentes, y sólo un videófono último modelo ubicado en la sala de estar, adonde acababa de entrar Denholm, parecía fuera de lugar en ese espartano ambiente, humilde pero extrañamente acogedor.
El hombre se sentó sobre un alto y amplio colchón que hacía las funciones de sofá. Se despojó del sombrero, el delantal y los guantes y los dejó a su lado.
—¿Y bien?
—Vive usted en un lugar muy agradable —constató Bob, permaneciendo de pie—. ¿Cuesta mucho conseguir una casa así?
Denholm le miró con franca antipatía.
—¿Es eso una de las cosas que el Dr. Slaughter quiere saber?
—No. Es simple curiosidad.
—Entonces no tengo por qué satisfacer la curiosidad de un androide que irrumpe de pronto en mi casa exigiendo mi atención y robándome mi tiempo.
Está realmente irritado, se dijo Bob.
—En ese caso, iré al grano, señor Denholm. ¿Sabía usted que algunos empleados de la Fábrica Crownwell tenían por costumbre llevarse los androides a sus propios domicilios?
—Eh, ¿no serás del Comité para la Investigación de Actividades Anti-Reglamentarias en las Empresas, verdad?
—No, señor. Como ya le he dicho, formo parte integrante del Centro Slaughter de…
—Sí, ya sé —interrumpió bruscamente el hombre.
—Todavía no ha respondido a mi pregunta —insistió Bob—. ¿Conocía o no esa práctica?
—Sí, sabía que algunos lo hacían, aunque ése no era mi caso. Yo nunca hubiera osado hacer algo semejante.
—¿Por qué?
—Crown no les dejaba jugar con los androides totalmente acabados y que estaban a punto para la venta, así que los que sacaban de la Fábrica no habían sido todavía suficientemente ajustados. Decían que los querían para «verificar su correcto comportamiento social en un ambiente familiar», pero la mayoría los empleaba descaradamente para atender las labores domésticas.
—Señor Denholm, ¿ha tenido usted alguna vez un robot en propiedad?
—Nunca.
—¿Puedo saber la razón?
—Claro, androide: no adquirí ninguno porque no me hacía falta para nada. Aun ahora que soy viejo no necesito que ningún trozo de hojalata andante cuide de mí.
Bob no se sintió ofendido. Más bien intuyó algo de lo que ya había sospechado cuando leyó en la entrevista de Slaughter la manera de cómo Denholm describía la aniquilación de los «especiales».
—Señor Denholm, ¿no será que usted tiene miedo de los androides?
Los ojos del hombre refulgieron de ira.
—Ya he aguantado suficiente. Márchate ahora mismo o llamaré a la Policía —hizo un ademán de levantarse para hacer uso del videófono.
Bob no se inmutó.
—Sabe, señor Denholm, tenía usted razón. En realidad trabajo para el Comité para la Investigación de Actividades Anti-Reglamentarias en las Empresas. Y también el Dr. Slaughter. Puede verse en serias dificultades si no accede a colaborar con nosotros. Incluso podría perder la casa que el Gobierno tan gratamente le ha concedido —aventuró.
El humano sonrió con sorna, dejándose caer de nuevo en el colchón.
—¿Qué es lo que el Comité quiere saber?
Ahora que parecía que Denholm estaba finalmente dispuesto a someterse a su interrogatorio, Bob decidió centrarse en el motivo real de su visita.
—Edward Anderson —mencionó. El hombre dio un respingo—. ¿Por qué fue despedido?
—¿Por qué me preguntas eso? El Comité debería saberlo. ¿A qué viene todo esto? Yo les ayudé a destapar ese desagradable asunto. Me dijeron que no me preocupara. Que nunca se sabría quién le había delatado. Me felicitaron. ¿Qué quieren ahora de mí?
Bob estaba desconcertado. ¿De qué demonios hablaba ese hombre? Resolvió seguir con la farsa.
—Estamos revisando ese caso —dijo—. Necesitamos más información.
—Pero ya les dije absolutamente todo sobre Anderson. Lo que hizo con ese robot. Esa abominación. Yo les dije lo que había visto. Si el Comité después no pudo probar nada no es culpa mía. Yo cumplí con mi deber de buen ciudadano. Era mi obligación colaborar en la defensa de los seres humanos inocentes frente a los locos dementes como Anderson. El Comité no puede tratar así a la gente que los ayuda.
—No estamos juzgando su intervención en el caso, señor Denholm —continuó Bob—. Pero hay ciertas cosas que no están del todo claras. Por ejemplo: el robot.
—Sí, el robot —repitió el hombre—. Yo les aconsejé su inmediata destrucción, pero no quisieron escucharme. El test que le habían aplicado no reveló nada anormal, me dijeron. ¡Por supuesto que no! Anderson era un experto en tests de identificación. Tuvo tiempo suficiente para ajustar al androide antes de que le detuvieran. Así podía evitar su desintegración y se protegían él, su mujer y la niña.
Amy —adivinó Bob, en silencio—. Todo ese enrevesado asunto era demasiado para él. No podía seguir la línea de sus pensamientos. Había en las palabras de Denholm demasiadas revelaciones precipitadas. Sus circuitos no podían absorberlo todo.
—¿Qué pasó con el otro hijo de Anderson, el que resultó herido en el incendio de la Fábrica en 2044? —preguntó, intentando cohesionar el rompecabezas. Sus recuerdos recogían la imagen una niña, pero no incluían a ningún chico.
Bob no supo exactamente en qué se había equivocado, pero, de pronto, el anciano cambió de cara.
—Tú no eres del Comité —acusó al androide—. Querías engañarme para que te lo contara todo, ¿verdad? ¿Quién eres tú en realidad? Si no eres el ayudante de Slaughter ni tampoco eres un investigador del Comité, sólo puedes ser… —pareció como si las facciones del hombre súbitamente se desencajaran. Su mirada reflejó el más puro horror—. ¡Dios mío! ¡Eres el androide de Anderson! ¡Has venido para vengarte!
El hombre se levantó del colchón de un salto increíblemente ágil para su edad y se detuvo. Tal vez quería salir corriendo, pero el pánico le paralizaba. Bob no se movió de donde estaba, indeciso sobre cuál debía ser su próximo movimiento. Realmente había llegado demasiado lejos. No había previsto que Denholm reaccionara de esa manera. Y lo peor es que no sabía la razón de ese extraño comportamiento. El asunto se le estaba escapando de las manos.
Denholm dio un paso hacia la salida de la sala de estar pero tropezó y cayó de rodillas. Bob hizo ademán de ir a socorrerle, pero el anciano se tapó la cara con ambos brazos como para protegerse de una agresión y empezó a temblar. Todo su cuerpo se agitaba. Tembló más y más fuerte hasta que al fin quedó inmóvil y se desplomó de costado. Bob se acercó con cuidado. El hombre tenía los ojos muy abiertos y miraba fijamente. El androide intentó tomarle el pulso. Demasiado tarde. Sus funciones se habían interrumpido. Phil Denholm había muerto.
Bob abandonó el lugar profundamente abatido. ¿Qué era lo que Denholm había visto en él que le había producido ese terror? Ahora sabía mucho más sobre su pasado, pero la cuestión esencial seguía siendo una incógnita: ¿cuáles eran esas importantes modificaciones en sus circuitos?
Resolvió visitar la casa donde habían habitado los Anderson. Tal vez le ayudaría a desvelar esos fragmentos todavía no revelados que se alojaban en algún lugar de su memoria. Sabía dónde debía dirigirse. Había visto la dirección en la ficha de empleado de la Crownwell.
La antigua vivienda de Edward Anderson estaba situada en la cima de una colina, pero no estaba aislada. Parecía como si hubiera sido recientemente remodelada. Todavía podían apreciarse los lugares donde habían sido retirados los elementos originales de la fachada. El jardín era delicioso. Le impresionaba, sobre todo, ese sauce llorón al lado del estanque.
Había alguien dentro de la casa. Bob podía oír el zumbido regular de una pantalla encendida. Llamó al timbre. Una mujer de unos cuarenta años se asomó por entre las cortinas de una de las ventanas y le observó con curiosidad. Después las cortinas se cerraron y la mujer volvió a aparecer, esta vez en el resquicio de la puerta.
—¿Qué quiere? —preguntó a Bob.
—¿Es usted familia de los Anderson?
—Oh, ¿se refiere a los que vivían aquí antes? No.
—¿Sabe adónde se fueron?
—Bueno, los vecinos me han contado que el padre emigró a otro sistema con su mujer y la hija se quedó en casa de sus abuelos y luego también se marchó.
—¿Y el hijo? —preguntó Bob, ansiosamente—. ¿Qué ocurrió con él?
—Murió.
Otra vez estaba al final del camino.
—Le parecerá una petición un tanto extraña en un androide —dijo a la mujer—, pero ¿le importaría dejarme ver su jardín? Verá, yo estuve al servicio de los Anderson hace tiempo.
—Oh —sólo acertó a manifestar la mujer—. No es ninguna molestia. ¿Quiere que se lo enseñe? Pase. Estoy muy orgullosa de él, aunque ésta no es la mejor época para contemplarlo, con esas hojas secas…
Bob cruzó la verja. La mujer le llevó hasta la parte de atrás de la casa.
—Allí a la derecha había antes un columpio —explicó—, pero acabó rompiéndose y lo quitamos. Todavía quedan las marcas de los hierros en el suelo. ¿Puede verlas?
Bob podía verlas, como también podía evocar el columpio reconstruido y a una niña pelirroja subida en él.
—Y allá —la mujer señaló a la izquierda— había una pequeña cabaña donde se guardaban las herramientas para cuidar el jardín. Tuvimos que derribarla para construir la barbacoa.
Bob recordaba la cabaña. Solía esconderse en ella cuando jugaban al escondite. Pero Amy ya sabía que ése era su lugar predilecto para ocultarse y siempre le encontraba.
—El sauce del estanque —advirtió Bob— es muy hermoso.
—Oh, sí, lo es —asintió la mujer, complacida.
Bob se acercó al árbol. Podía sentir las raíces profundamente arraigadas en el suelo. En ese lugar se respiraba paz de espíritu. Se recreó por unos instantes en esa paz que en realidad no le correspondía, quedándose casi en trance.
Al lado del sauce los recuerdos eran más fuertes. Podía percibir la figura pequeña y grácil de Amy arrojando piedrecitas al estanque, abrazándose a las finas ramas del árbol o escribiendo en el tronco. Bob examinó el tronco. Sí, todavía podía distinguirse lo que había grabado en él: «Aloha-Bora». Ése era el exótico lugar al que Amy deseaba ir cuando fuera lo bastante mayor.
Bob ya había visto suficiente. Se despidió de la mujer, agradeciéndole sus atenciones. Sólo quedaba un sitio por visitar, antes de marcharse definitivamente: el cementerio municipal de Batán.
La inscripción en la lápida de la tumba del hijo de Anderson no le sorprendió; la verdad es que esperaba algo así. Decía: «ROBERT E. ANDERSON, 2033-2045. Que en tu reencarnación vivas felizmente».
Por fin lo comprendía todo. Encajaban todas la piezas. Ya sabía por qué no recordaba al hermano de Amy: él era ese niño, ese niño que había quedado terriblemente desfigurado tras el incendio provocado en la Crownwell. «Su padre lo pasó bastante mal cuando vio lo que le había ocurrido», había dicho Denholm en la entrevista. Sí, Ed Anderson era el diseñador de cerebros de los androides, así que para terminar con el sufrimiento de su hijo decidió intentar lo que nadie nunca antes había osado: implantar células cerebrales humanas en los circuitos lógicos de un robot, poniendo con ello en peligro su familia, su trabajo y su reputación.
Y lo más sorprendente —pensó Bob— es que el experimento dio un resultado positivo.
Pero Phil Denholm, al parecer, lo descubrió todo, y erigido en defensor de la pureza de la raza humana, no entendió ese inmenso gesto de amor. Para él, Bob era un híbrido, mitad hombre, mitad «trozo de hojalata andante».
Además, el éxito de la operación demostraba que la mezcla de elementos orgánicos y componentes electrónicos de acabado inalterable era posible. Era, en fin, la prueba de que el hombre, si lo deseaba, podía alcanzar por sí mismo la inmortalidad, la perfección. Y eso, a los ojos de Denholm, era una herejía.
Pero para Bob, sus recién descubiertas «peculiaridades» no le parecían nada malo. Se puso a reflexionar concienzudamente sobre ello. ¡Y pensar que los robots de apariencia humana habían fracasado! Se había, por fin, hallado su verdadera utilidad. No como entidades independientes, sino como carcasas, hogares para células y almas humanas. Los robots ya no serían meros comparsas; una vez suficientemente perfeccionados, ellos podrían formar la población entera del Universo. ¡Y el hombre no se opondría a ello! Cuando el cuerpo humano alcanzase esa edad en que las fuerzas flaquean pero la mente es todavía ágil e inquieta, las células cerebrales podrían ser «trasplantadas» a uno de esos «armazones».
El acuciante problema de la caducidad humana parecía haber sido resuelto. Anderson lo había hecho. Y Bob debía estar orgulloso de ello.
No obstante, existía algo en su lógica que le preocupaba: ¿qué había del desgaste natural de las células orgánicas? ¿Había Anderson, o tal vez debía decir su padre, previsto esa variable? Sus células podían deteriorarse de un momento a otro. Bob se preguntó qué «edad» tendría. A ver, Roben Anderson tenía doce años cuando «murió», según el grabado de la lápida, y después de la fusión, había seguido viviendo con su familia durante siete años, hasta el 2052. Con eso hacían 19 años biológicos.
Entonces fue cuando intervino Phil Denholm, denunciando a Ed Anderson al Comité para la Investigación de Actividades Anti-Reglamentarias en las Empresas. Pero el diseñador retocó sus circuitos otra vez, ocultando su condición humana y haciendo prevalecer la robótica, y le convirtió en RTX 2100-3040-05-2300033022 de nuevo. Y con la recuperación de su antigua identidad pasó a ser propiedad del Gobierno. Había estado ocho años al servicio de las autoridades. Ahora tenía 27 años y ya no pertenecía a nadie.
Si en la segunda modificación su padre había pretendido esconder por completo sus facultades humanas, había fracasado. Todas esas emociones impropias de un ser de metal que de vez en cuando afloraban en la mente de Bob habían sido el motor de su conducta rebelde. Y su necesidad de conocer el porqué de ese inevitable comportamiento suyo le había llevado hasta donde ahora se encontraba: en el cementerio de Batán, junto a la lápida de su antiguo yo.
Ya no podría volver a ser un Anderson, pero a su vez tampoco era un verdadero androide. Bob no podía discernir cuál de las dos vertientes dominaba a la otra. ¿Qué era? ¿Un humano mecanizado o un robot humanoide?
Cabía una tercera denominación: un «especial». Pensó en el resentido Chef y se dio cuenta de la ironía de lo que ambos representaban: los únicos androides capaces de desarrollar sentimientos humanos eran los defectuosos.
Sus reflexiones acerca de los especiales le hicieron acordarse de Slaughter, el «eminente especialista» en relaciones robo-humanas. Bob se preguntó cuán lejos debía haber llegado el doctor en sus investigaciones sobre él. ¿Lo había descubierto todo finalmente?
No tardó mucho tiempo en conocer la respuesta. Percibió la presencia del científico antes de que éste se situara a su lado.
—Te estaba esperando, Bob. Sabía que aparecerías por aquí tarde o temprano.
—Hola, Víctor. ¿Qué piensas hacer conmigo?
Slaughter no contestó. Tenía puesta la mirada fija en la lápida. Bob examinó de reojo las ropas del hombre, buscando un bulto concreto. No, no había rastro de ningún desintegrador. Si el doctor pensaba destruirle ése no debía ser el momento oportuno. Aunque cabía la posibilidad de que ésa no fuera su intención.
—¿Crees que soy un ser superior? —preguntó.
—No más que cualquier otro humano.
—Pero mi presunto carácter inmortal…
—Eso fue un accidente —interrumpió Slaughter—. Nadie debería pretender vivir eternamente. ¿Cómo podría avanzar la Humanidad, sino? Cada nuevo individuo aporta sus nuevas ideas, sus ilusiones. La inmortalidad llevaría al estancamiento de la natalidad y ello significaría el fin de la civilización. La monotonía y la apatía lo invadirían todo. No podría imaginar un futuro más desalentador.
—Entonces, si soy una amenaza para la Humanidad, si represento el fin de la civilización, ¿has previsto mi aniquilación?
—No sería capaz de llevarla a cabo —admitió el hombre—. Ahora que sé quién eres, no podría. Sería un asesinato —hizo una pausa—. Lo que hizo Anderson contigo fue un disparate —continuó diciendo, como si estuviera enojado—. No tenía derecho a manipular la genética de ese modo. Nadie la tiene. Por algo se creó el «Movimiento Universal de la Responsabilidad Científica», para la defensa de un código ético que impidiera tales experimentaciones incontroladas. Debo admitir que en la mayoría de los casos esas «manipulaciones» no tienen éxito. Por ello tu caso es excepcional.
—Sí, pero ¿qué puedo hacer? No puedo integrarme en esta sociedad. Los humanos no me aceptarán como igual y no sirvo como simple robot androide, uno de esos fieles servidores de sus amos. El hecho de acatar órdenes ajenas me convertiría en esclavo. Ya no soy un objeto; he desarrollado mis propias emociones, incluso el enfado, el odio y el instinto criminal —dijo Bob, pensando en Phil Denholm al que inconscientemente había matado, de la misma forma como Dan había eliminado a su molesto enemigo Frank «Sledge».
—He visto el cadáver de Denholm. Tú no le mataste, Bob. Murió por culpa de sus remordimientos.
—También está lo que hice en el despacho del RR. PP. —observó el «androide».
—Sí, Jeffrey cogió una rabieta que le duró una semana entera —confesó Víctor Slaughter, con las comisuras de los labios ligeramente curvadas hacia arriba—. Se lo merecía por descuidado. Además, él te había subestimado. Eres mucho más inteligente de lo que habíamos creído en un principio.
—¿Por qué intentas justificar mis malas acciones? ¿Por qué me halagas? ¿Qué es lo que quieres realmente de mí?
—Sí, quiero pedirte algo —reconoció el hombre—. Vi los progresos que experimentó ese androide especial, ese Chef de la Cocina Auxiliar, después de que Jeffrey iniciara una terapia con él, tal como tú le habías sugerido —miró a Bob con aprecio—. Deseo proponerte que vengas conmigo al Centro Slaughter de Investigación de Relaciones Robo-Humanas.
—Claro, quieres tumbarme en tu diván, abrirme en canal y examinar mis tripas —dijo el «androide», amargamente.
—Oh, no. Te estoy ofreciendo la posibilidad de trabajar a mi lado, como un igual, en el estudio de las relaciones entre robots y personas. Nadie más sabrá quién eres en realidad. ¿Qué dices a eso?
—¿Es que tengo alguna otra alternativa?
—Ninguna, Bob.
—Entonces, está decidido, ¿no?
¿Por qué se sentía tan triste? ¡Pero si su particular cruzada en busca de su pasado todavía no había terminado! Añadió:
—Víctor, debo solicitarle un último favor.
—¿Cuál es?
—Tengo que encontrar a Amy. Debo hablar con ella.
—¿Cómo vas a encontrarla? Podrías pasarte lustros yendo de un sistema a otro, sin conseguir nada.
—Lo sé, pero tengo que intentarlo.
Slaughter le miró, con resignación.
—¿Tienes alguna idea de dónde podría estar?
—Sólo una corazonada —Bob advirtió la expresión de reproche en la cara del científico y agregó—: Y eso me basta para comenzar la búsqueda. Víctor, te prometo que si no la hallo en el lugar esperado, mi siguiente paso será dirigirme a tu Centro para iniciar juntos esas investigaciones.
—Confío plenamente en que así lo harás, Bob —repuso Slaughter, tendiéndole la mano derecha—. Esto es sólo una despedida temporal.
—Sí, Víctor.
El «androide» encajó su mano metálica con la del científico a fin de completar el gesto de compromiso.
—Mucha suerte, Bob —le deseó el hombre—. Supongo que ya me contarás lo que descubras.
—No voy a tener secretos para ti, Víctor. ¡Hasta luego!