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Cuando Jordi entraba en la biblioteca tropezó con Gualbert que salía de ella. Éste le saludó, felicitándole efusivamente por el éxito del panglós en el WCK.
—¿Cómo te has enterado? —le preguntó Jordi, extrañado de que la noticia hubiera corrido tan rápidamente entre los estudiantes.
—Por el sistema de la biblioteca. Estoy suscrito al boletín de novedades del WCK y cuando me he conectado a la terminal he visto que habían aceptado vuestro panglós. Casi me da algo. No sabes lo mucho que me alegro. ¡Os lo merecíais!
—Gracias.
«El boletín de novedades es realmente eficaz», pensó Jordi. Aquella misma mañana le había llamado una persona del COM‘40, de Milán, que había visto la referencia del panglós en ese boletín y quería conocerlo detalladamente. Habían estado hablando más de media hora. El hombre parecía estar muy interesado porque hasta se había ofrecido para venir a ver a Jordi y hablar de ello personalmente con él.
—Por cierto, quería informarte de la reunión de delegados de estudiantes que celebramos ayer —dijo Gualbert.
Decidieron ir a charlar al bar. Se sentaron en una mesa situada en un rincón y pidieron un par de cafés. Estaban un poco alejados del resto de la gente, pero eran objeto de su atención. No era muy frecuente ver a Jordi en el bar, y menos todavía con un estudiante. Gualbert parecía satisfecho. Se notaba que le gustaba hacer de líder estudiantil, quizá más que estudiar. Se sentía como un pez en el agua hablando de política universitaria con delegados, profesores y gente importante.
—¿Así que ayer os reunisteis? —preguntó Jordi para iniciar la conversación.
—Sí, era la reunión que solemos celebrar a fin de curso, antes de que todos regresen a sus casas. Normalmente hablamos de cómo ha ido el curso, del resultado de las encuestas de evaluación del profesorado y de cosas por el estilo; pero ayer el tema estrella fue el panglós.
—¿Y eso? —preguntó Jordi con sorpresa.
—Sí, informé a los delegados de tu propuesta de utilizar el panglós el curso próximo en las clases de Electroacústica y sugerí debatir la actitud que adoptaríamos los representantes en el Comité de Gobierno del departamento. Prefiero discutir previamente los temas polémicos como éste entre nosotros y, si es posible, llegar a un consenso. Pero ayer el consenso no fue posible y tuvimos que votar.
—¿Hubo polémica? —preguntó Jordi.
—¿Polémica, dices? ¡Un poco más y se pegan! —fue la contundente respuesta de Gualbert.
—¿Qué pasó?
—Pues que la mayoría de delegados estaba a favor, pero los españolistas se opusieron a ella de forma radical. No hubo forma de hacerles razonar —dijo Gualbert en tono indignado—. Y no creas que no tratamos de hacerles ver las ventajas del panglós para los estudiantes, pero no querían reconocerlas. Y está clarísimo que son obvias: con el panglós los estudiantes de aquí, que son mayoría, pueden seguir al profesor en su lengua, sin que los demás se sientan perjudicados. Pero ellos ni nos escuchaban y no dejaron de poner trabas absurdas. Para que te hagas una idea, María José, que hace de portavoz de esta gente, decía que asistir a las clases en inglés iba bien para practicarlo.
—¡Vaya estupidez! —se le escapó a Jordi—. ¡Como si la gente no tuviera un montón de ocasiones para practicar el inglés durante todo el día!
—No fue la única. Querían hacernos creer que, con tu propuesta, los que no entienden el catalán estarían discriminados, porque deberían llevar el panglós. Y fíjate que lo decían delegados que entienden perfectamente el catalán, ¡pero no les da la gana de hablarlo!
—El argumento de la discriminación es absurdo. Esta vez las clases las daré yo, en catalán, pero algún día habrá profesores que querrán darlas en castellano, y no habrá ningún problema: sólo tendrán que ponerse el panglós los estudiantes que no lo entiendan.
—¡Eso mismo les dijimos! Pero nos salieron con la sandez de que los catalanes seríamos los únicos que nunca tendríamos que ponernos el panglós porque entendemos el catalán y el castellano. Como si llevar el panglós fuera un castigo para los que no entienden la lengua del profesor.
—Por otra parte —precisó Jordi—, en las clases de inglés ambos grupos estarían en igualdad de condiciones, y los favorecidos, si así quieren llamarles, serían los ingleses.
—¡Ay…!, estos matices, esta gente, ya no puede o no quiere entenderlos —dijo Gualbert en tono despectivo.
—¿Y cómo fue la votación?
—Ningún problema: ganamos por quince a seis —dijo Gualbert sin ocultar su satisfacción por el resultado—. Pero entonces salió María José diciendo que la votación no era vinculante y que votaría lo que le viniera en gana en el Comité de Gobierno. Ahora resulta que se considera la representante de todos los estudiantes que la votaron y no de los delegados. ¡No puedes imaginar el bollo que se armó! Le dijeron de todo. Me vi obligado a poner paz porque de otra forma habría acabado muy mal.
—Lamento estos enfrentamientos. No creía que todo esto fuera tan complicado —dijo Jordi sin poder evitar pensar en lo que Laura le había dicho—. Ayer mismo asistí a una reunión en el Ayuntamiento en torno a un tema parecido y terminó como el rosario de la aurora.
—¿Qué pasó? —ahora el sorprendido era Gualbert.
—Era una reunión para hablar de un proyecto piloto de utilización del panglós en las escuelas de niños árabes. Los del Ayuntamiento querían mantener la enseñanza de las lenguas, pero los árabes se negaron categóricamente. Querían que la enseñanza del catalán, del castellano y del inglés se eliminara del programa. Decían que, con el panglós, no necesitan estas lenguas para nada.
—¡Hombre!, pero el catalán, por lo menos, sí deberán aprenderlo… —dijo Gualbert.
—Decían que tampoco lo necesitaban —observó Jordi fríamente.
—¡Sólo faltaría esto! —saltó Gualbert indignado—. ¡Otros que dicen que el catalán no sirve para nada! ¡Ahora resultará que los árabes les siguen el juego a los españolistas! —Tomó un respiro, se calmó y, en tono dolido, concluyó—: De fuera vendrá quien de casa nos echará…
Jordi volvió a recordar lo que Laura le había dicho. Quizá sí que la lengua era una fibra sensible de mucha gente. Se preguntaba por qué.
Saliendo del bar, Jordi se cruzó con Margaret, que le dedicó una sonrisa y le felicitó por el WCK.
—¿También tú te has enterado? —preguntó Jordi.
—Sí, me gusta estar al día con todos los progresos, aun cuando no sean en mi campo. ¡No todo es Optoelectrónica en este mundo! —dijo Margaret riendo.
Jordi pensó que tenía razón y que también él debería hacerlo. Admiraba a las personas que sabían de todo, aunque sólo fuera un poco. Él estaba demasiado metido en sus propios temas y no dedicaba tiempo suficiente a conocer otros. Le daba pereza estudiar cosas que se alejaban de su campo. Le sabía mal, pero eso era lo que hacía. «Si sigo así, especializándome tanto, terminaré sabiendo mucho de nada» pensó.
—¿Te molesta que no te devuelva el panglós hasta la semana próxima? —preguntó Margaret.
Había prestado un panglós a Margaret y otro a Ferran pocos días antes. A Jordi le gustaba que compañeros suyos de departamento quisieran probarlo. Margaret le había dicho que lo quería para presumir de buen catalán entre sus amistades, y él no tuvo mayor inconveniente. Ferran, en cambio, siempre tan alocado, se lo había pedido para llevárselo a Madrid. «Siempre he soñado ir a Madrid con un intérprete», le había dicho. No le hizo ni pizca de gracia y se lo dejó con la condición de que no lo hiciera.
—No tengo prisa —le dijo Jordi a Margaret—. ¿Cómo te ha ido?
—¡Perfecto! ¡Todos se maravillan ante mi catalán! —dijo.
—¡Pero si ya lo hablas muy bien! —contestó Jordi haciéndole un cumplido.
—No. Gracias, pero no. Tendría que asistir a más cursos de catalán y practicarlo todavía más. Aún se me nota mucho el acento inglés.
Margaret era una chica inglesa, de carácter sencillo y agradable, que se hacía apreciar por todos los que la trataban. Hacía poco más de un año que había entrado en el departamento y no le había costado mucho granjearse las simpatías de la gente. Al poco de llegar quiso aprender el catalán. Más de uno se sorprendió, y se lo hizo saber. La respuesta que daba, «¿Pero acaso no es la lengua de aquí?», era tan ingenua y candorosa que según quién, al oírla, se ruborizaba. Pronto empezó a hablar catalán. Todavía no se atrevía a usarlo en las clases ni en las reuniones, pero aprovechaba las demás ocasiones para hacerlo. A veces alguien le hablaba en inglés para evitarle el esfuerzo, pero ella insistía en proseguir la conversación en catalán.
—Por cierto, tendrás que ponerle ojos a tu panglós —dijo Margaret risueña.
—¿Por qué? —preguntó Jordi con curiosidad.
—Porque a veces le cuesta traducir bien los pronombres del inglés al catalán, y se producen situaciones chocantes.
—¿Como cuáles?
—El otro día fui a comprar fruta al mercado con el panglós. Tenía las sandías frente a mí y mientras las miraba pedí una, pero la verdulera me dio un melón de los que había al lado. Yo no lo quería. Supongo que el panglós traduce el one por «uno», y debió decir «póngame uno» en lugar de «póngame una».
—Sí, claro…
—También me pasó en casa. Llevaba el panglós para presumir de catalán ante mis hijos que se burlan de mí porque lo hablan mucho mejor que yo. Estábamos cenando y les pedí que me pasaran la sal que tenía justo delante mío, y ellos me pasaron el aceite. Supongo que debió traducir el it por «él» y decir «pásamelo» en lugar de «pásamela».
—Tienes razón —aceptó Jordi—. Es un problema de los traductores automáticos. Resuelven los pronombres buscando la palabra anterior a la que pueden referirse. Si antes hubieras dicho que te hacía falta sal, el panglós habría vinculado tu it con «sal» y habría traducido «pásamela». Pero como no lo habías dicho, sino que sólo mirabas la sal, el panglós no ve y no puede saber el género del objeto al que te refieres. También sucede cuando…
—No te preocupes. De todas formas es un aparato perfecto —dijo Margaret sin querer quitarle mérito al panglós.
—Algún día tendremos que ponerle un ojo artificial…
Ya lo había pensado, y mucho. No se lo había dicho a nadie pero, de hecho, dudaba de la eficacia del panglós en las clases justamente por la ausencia del ojo artificial. Él podría hablar en catalán y sus estudiantes escucharle en la lengua que quisieran. Pero ¿qué sucedería con lo que escribía en la pizarra? ¿En qué lengua tendría que escribir las transparencias? Todavía no disponía de una respuesta convincente para estas preguntas y eso le intranquilizaba.
—Pero es bastante difícil —prosiguió Jordi, conocedor de las dificultades técnicas que deberían superarse—. Espero que la gente no deje utilizarlo por eso…
—Yo, por lo menos, no —dijo Margaret convencida—. En cuanto salga en el mercado, compraré uno. ¡Ya no necesitaré aprender catalán!
Jordi se sobrecogió. No le hizo ninguna gracia que, por culpa del panglós, Margaret pudiera dejar de aprender catalán. Pero era incapaz de explicarse por qué razón le disgustaba. Al fin y al cabo él nunca había dado ningún tipo de importancia a las lenguas que la gente hablaba o dejaba de hablar. ¿Por qué iba ahora a preocuparle lo que Margaret pudiera hacer con el panglós?
Pero sentía como si Margaret pudiera alejarse de él. Como si el mero hecho de que Margaret quisiera hablar catalán le uniera a ella mediante un vínculo que el panglós podría aniquilar. ¿Qué vínculo? ¿El de compartir su lengua? ¿Tan importante era ese vínculo como para que le doliera su desaparición?
No cruzaron una palabra hasta que llegó Laura y los presento. Fue ella quien había concertado un almuerzo para hablar del panglós: «Nos encontraremos a las dos en punto. No te retrases porque Lluís es muy puntual». Sí, Lluís había sido muy puntual. Cuando Jordi llegó al restaurante, cinco minutos antes de la hora prevista, él ya estaba. Pero no supo de quién se trataba hasta que llegó Laura… con un cuarto de hora de retraso.
Se sentaron en la mesa que tenían reservada. Jordi se sentó frente a Lluís y al lado de Laura.
—Gracias por haber aceptado venir —dijo Laura intentando crear un clima de cordialidad—. Pretendo hacer un reportaje en torno al panglós y me ha parecido conveniente entrevistaros al mismo tiempo.
—Las gracias te las tenemos que dar nosotros por habernos invitado —contestó Lluís—. Yo, por lo menos, habría venido aunque quisiera entrevistarme por cosas que no tuvieran nada que ver con la sociolingüística… —dijo jovialmente.
—Yo también —añadió Jordi, ligeramente celoso—, pero llegaría un poco más tarde —dijo en tono de guasa, provocando una carcajada.
Jordi tenía curiosidad por ver cómo iría la conversación con Lluís. La propuesta de Laura le gustó de inmediato, como todas las que le hacía. Le habló muy bien de él y dijo que le conocía desde hacía tiempo y que era uno de los mejores expertos en temas de sociolingüística. Trabajaba en la universidad más prestigiosa del país en áreas relativas a las ciencias sociales y era asesor del gobierno en temas de normalización lingüística. Jordi pensaba que conseguiría una visión del panglós desde un punto de vista muy diferente al suyo.
—¿Qué opináis del panglós en vuestra universidad? —preguntó Laura dirigiéndose a Lluís mientras empezaban el primer plato.
—No hablamos mucho de él —contestó éste simulando no interesarse mucho por el tema.
—¿Cómo puede ser? ¡Con el barullo que se ha armado! —dijo Laura, sorprendida—. A mí me parece que es un tema clarísimo de sociolingüística…
—Sí, pero aplicada —matizó Lluís con guasa—. Nosotros nos dedicamos más a la sociolingüística pura, que es la que se valora en la universidad. ¡No nos gustan mucho las aplicaciones! —dijo fingiendo desprecio.
—¡Pero alguna aplicación deben tener vuestros trabajos!
—¡En absoluto! ¿Acaso no sabes que los científicos puros se enorgullecen del hecho de que la ciencia que practican no puede tener utilización práctica en ninguna circunstancia concebible?
Rieron de nuevo. A Jordi, Lluís le caía bien. Le sorprendía su capacidad de reírse de sí mismo. Jordi no podía hacerlo. Tenía una visión trascendente de su trabajo. Todavía creía lo que un día, hacía mucho tiempo, leyó en relación a una poesía: que tenía en sus manos una parte del destino de la humanidad.
—Ahora en serio, porque si no no podrás hacer tu reportaje —prosiguió Lluís—. La verdad es que estamos un poco desconcertados. Los sociolingüistas nos dedicamos al estudio de la utilización de las lenguas en una comunidad determinada. Estudiamos en qué lugares y en qué ocasiones se utilizan o no se utilizan las lenguas, o qué grupos sociales las emplean. Estudiamos también los conflictos lingüísticos que se producen en comunidades que, por una razón u otra, disponen de varias lenguas —marcó una pausa y en tono profundo dijo—. Y el panglós nos lo trastorna todo.
—¿Por qué? —preguntó Jordi haciendo un esfuerzo por ocultar la vanidad que le producía que su invento pudiera llegar a ser tan importante.
—Porque si el panglós acaba por imponerse, ¿de qué lenguas tendremos que estudiar la utilización? ¿De las lenguas que la gente habla, o de las lenguas que emiten los pangloses? —se preguntó Lluís—. Si tenemos que empezar a estudiar los pangloses, no me tocará más remedio que cambiar el nombre de mi disciplina. ¡A partir de ahora deberíamos llamarla sociopanglóstica!
Se desternillaron los tres. Hacía tiempo que Jordi no se divertía tanto en un almuerzo. La comida, el vino, la compañía y la conversación habían creado una atmósfera cordial, muy agradable.
—¿Qué te parece el proyecto piloto del Ayuntamiento de llevar el panglós a las escuelas de los árabes? —volvió a preguntar Laura a Lluís.
—Desde un punto de vista científico no tengo ninguna objeción y me parece acertado —aceptó Lluís—. Existe un progreso tecnológico y el Ayuntamiento quiere estudiar en qué puede afectar a la enseñanza. Tenemos que ver en que terminará y cómo lo encajará la sociedad.
—Pero lo de suprimir la enseñanza de las demás lenguas, ¿cómo lo ves? —preguntó Jordi—. Los del Ayuntamiento estaban muy escandalizados.
—En principio, no veo por qué —respondió Lluís en un tono de autoridad—. Justamente acabo de redactar un artículo, que espero que salga publicado mañana, en el que me planteo hasta qué punto es necesario conocer más lenguas cuando se dispone de los pangloses. Me parece que si se tiene uno, sólo hace falta conocer una lengua y ser capaz de expresarse perfectamente bien en esta lengua. No hacen falta otras. De hecho, el panglós ya las domina por ti.
—Pero ¿y la normalización lingüística de este país? A partir de ahora, ¿qué lengua deberá normalizarse?: ¿la que habla la gente o la que emiten los pangloses? —preguntó Laura satisfecha y preocupada al mismo tiempo por el hecho de que una autoridad en la materia confirmara sus temores relativos al impacto del panglós.
—No lo sé, Laura. Es evidente que en su momento los gobiernos deberán hacer algo si quieren continuar incidiendo en la utilización de las lenguas. Ya veo a nuestros políticos cambiando todas las leyes. Oye —dijo dirigiéndose ahora a Jordi—, ¿se pueden limitar las lenguas que entiende el panglós?
—Hombre, en los pangloses que he hecho hasta ahora he usado un traductor universal. Bueno, ya sabes que esto quiere decir que traduce las 42 lenguas de las que tenemos traductor automático. No costaría nada eliminar algunas, pero la verdad, no veo qué utilidad podría tener…
—¡Pues claro! Haría felices a los políticos —dijo Lluís risueño—. Imagínate que se montara un panglós que sólo pudiera recibir y emitir en una única lengua. En castellano, por ejemplo. Un panglós que únicamente pudiera recibir y emitir en castellano. Entonces podría hablarse de un panglós castellano. La persona que lo llevara podría hablar en cualquier lengua, pero su panglós sólo podría traducir hacia el castellano, y sólo podría entender los mensajes que le llegaran en castellano. Ya imagino a los políticos españoles cambiando el artículo 3.° de la Constitución para que dijera: «El panglós castellano es el panglós español oficial del Estado. Todos los españoles que no conocen bien el castellano tienen el deber y el derecho de usarlo. Los demás pangloses españoles también serán oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas, de acuerdo con sus Estatutos».
—¡También debería cambiarse el Estatut! —añadió Laura, riendo como los demás—. Ya imagino la nueva redacción del artículo 3.°: «El panglòs propi de Catalunya és el planglòs català. El panglòs català és l’oficial a Catalunya, així como també ho és el castellà, oficial a tot l’Estat espanyol».
—¡Y la gente con dos pangloses! ¡Haré doble negocio! —dijo Jordi mondándose de risa.
—¿Te das cuenta?, ya tienes una excusa para pagarnos el almuerzo —aprovechó para decir Laura mientras acercaba su pierna a la de Jordi por debajo de la mesa.
Efectivamente, al día siguiente salió publicado el artículo de Lluís. Jordi se enteró por Albert.
—Hay un artículo que habla del panglós en el diario La Nació. Lo firma Lluís Martín. ¿Quieres verlo ahora? —le pregunto Albert, eficiente como siempre.
—Sí, ¡tú dirás!
—Por cierto, Laura también te lo ha mandado a primera hora de la mañana. Me ha encargado decírtelo en cuanto te viera. Pero yo ya lo había seleccionado antes… —dijo Albert, defendiendo su trabajo.
El artículo ocupaba una columna corta del periódico, dedicada normalmente a temas de lengua. Se titulaba «¿Sigue siendo todavía necesaria una interlingua?». Jordi se dispuso a leerlo con fruición.
«Tras la polémica surgida veinte años atrás a raíz de la proclamación del inglés como lengua común europea, todos tenemos claro el significado del concepto de interlingua. Cuando una sociedad como la europea dispone de grupos que hablan idiomas diferentes, la fórmula más sencilla para que todos puedan comunicarse entre sí consiste en utilizar una lengua común a todos. Éste es un hecho indiscutible. Puede resultar difícil elegir la lengua que deberá servir de interlingua y, en el caso europeo, todos recordamos las dificultades surgidas en su momento. Todavía existen muchas resistencias, minoritarias de momento, ante la aceptación del inglés como interlingua. Pero todos estamos de acuerdo en su necesidad, incluso los que preferiríamos que fuera el francés, el alemán o el esperanto».
En Cataluña no existía mucha oposición al inglés y a nadie se le ocurría proponer que la interlingua fuera el catalán. De hecho, en su momento, los catalanes aceptaron fácilmente la proclamación del inglés como lengua común europea. «Quizás aquí se entendieron los argumentos económicos más fácilmente que en otras partes. Mantener quince idiomas de trabajo en la Comunidad Europea tenía que resultar muy caro», pensaba Jordi. «De hecho, los catalanes conocemos este concepto por partida doble. No sólo tenemos el inglés como interlingua europea. También tenemos el castellano como interlingua española. Somos unos de los pocos casos mundiales en tener dos interlinguas y por este motivo somos uno de los objetivos preferidos del trabajo de los sociolingüistas.
»La aparición del panglós, del que tanto se habla últimamente, puede representar un cambio radical en este sentido. Si el panglós consigue el éxito que muchos le auguramos, nos encontraremos frente a un nuevo progreso tecnológico que revoluciona algún aspecto de la sociedad. En cuyo caso, es posible que el panglós inutilizara el concepto de interlingua.
»Si el panglós permite la comunicación entre personas que hablan idiomas diferentes, ¿qué necesidad habrá de que estas personas aprendan otra lengua que no sea la suya? ¿Qué necesidad tendrá una sociedad de proclamar una interlingua si sus miembros pueden comunicarse perfectamente mediante un pequeño aparato? La lógica elemental nos dice que ninguna.
»Pero en temas de sociolingüística, la lógica elemental no siempre es válida. Por poner un ejemplo, la lógica más elemental induciría a pensar que, si todos los ciudadanos del Estado español sabemos el inglés, no existe la menor necesidad de que los catalanes sepamos el castellano: podemos comunicarnos perfectamente en inglés con nuestros conciudadanos. Es decir, la lógica nos induciría a pensar que el castellano no debería ser más que una interlingua superflua. Pero es obvio que no debe serlo cuando el castellano está proclamado interlingua española en la propia Constitución.
»Hará falta ver qué sucede con el panglós. Cabe la posibilidad de que la racionalidad termine imponiéndose y que el panglós nos libre de la imposición del castellano y del inglés. Pero también podría darse el caso de que las mismas fuerzas, ocultas, que logran mantener una interlingua superflua logren ahora convertir en superfluo el panglós».
Jordi se quedó pensativo durante un rato. ¿A qué se refería Lluís con eso de las «fuerzas ocultas»? ¿Quién las movía, y por qué? Nunca lo había pensado.
El azar, que gobierna buena parte de los destinos de los hombres, quiso que Jordi no tardara mucho en sentir el efecto de las fuerzas ocultas a las que se refería Lluís.
Había quedado con Laura. Tenían que encontrarse a la salida del trabajo. Tenían pensado pasear un rato, hasta que llegara la hora de ir a casa a cenar. Jordi estaba inquieto. Laura no era una desconocida para él, ni se veían por primera vez; pero era la primera vez que se citaban sin el pretexto del panglós.
Le pareció verla venir cuando todavía estaba lejos. Dudó un poco, sin embargo, porque su aspecto no era el habitual. Parecía caminar deprisa, atareada, mirando y hurgando en su bolso. Era ella. Llegaba totalmente rabiosa, descompuesta y a punto de echarse a llorar.
Le habían robado la cartera que llevaba en el bolso. Mientras subía las escaleras del metro, se le había arrimado un joven por detrás, le había abierto el bolso y antes siquiera de poder reaccionar ya lo había perdido de vista.
Intentaron evaluar la situación en la que estaban. El carterista no le había robado mucho dinero, pero se había llevado los documentos y las tarjetas de crédito. A pesar de no ser muy urgente había que hacer algo. Entraron en el primer bar que encontraron. Mientras tomaban una cerveza, Jordi le ayudó a tranquilizarse. «Algún día tenía que sucederte, y podía haber sido mucho peor. Menos mal que no te ha cogido el panglós: cuesta mucho más», dijo Jordi pretendiendo desdramatizar.
Decidieron telefonear a la central de las tarjetas de crédito e ir a presentar denuncia a una comisaría. Jordi se ofreció para acompañarla. Ella, al principio, rehusó el ofrecimiento. «Podrías ponerte en un compromiso», dijo. Pero Jordi insistió y Laura acabó aceptando.
Cogieron un taxi. El tráfico era denso y avanzaba muy lentamente. Hablaron del trabajo de ella: si le gustaba, cuántos eran trabajando, cómo les llegaban las noticias, dónde las mandaban, cómo se documentaban, quién era su jefe… Cuando llegaron a la comisaría tuvieron la impresión de que el tiempo se les había hecho corto. Laura ya se había calmado por completo.
Laura se dirigió al guardia que vigilaba la puerta de entrada:
—Venimos a denunciar un robo —le dijo.
El guardia la miró extrañado, como si no entendiera lo que le decía, o no entendiera la lengua en la que hablaba. Le pidió que lo repitiera.
—Una denuncia —insistió convencida de que no entendía el catalán.
El guardia les indicó en castellano un despacho del primer piso, a mano izquierda. Laura entró y subió los peldaños de la escalera seria y decidida. Jordi le seguía, receloso.
Entraron en el despacho. Había un mostrador alto y largo. En uno de los extremos un funcionario tomaba declaración a un hombre que decía que le habían robado el coche. Laura y Jordi se acercaron al otro extremo.
Al poco rato se les acercó otro funcionario, con cara de pocos amigos y de querer ventilar el asunto cuanto antes.
—Venimos a denunciar un robo —dijo Laura.
El hombre hizo como que no había oído nada y pidió que le hablara en castellano porque no la entendía.
Laura, impertérrita, aunque más despacio, repitió en catalán:
—Por favor. Venimos a denunciar un robo.
El hombre se quedó desconcertado, sin saber cómo tomárselo. Era obvio que estaba acostumbrado a que la gente pasara al castellano a la primera indicación suya, y la insistencia de Laura le sorprendía. Puso cara avinagrada y dijo que no entendía el catalán y que no podía tomarle declaración.
—Lo siento —dijo Laura con firmeza—, pero yo quiero hacerla en catalán. Dígame qué debo hacer.
El policía se enojó. Dijo que allí nadie entendía el catalán; que había quien asistía a cursos de catalán, pero que en aquel momento no estaba, ni sabía cuándo volvería; que si quería podía ir a otra comisaría.
—¿Cuál? —preguntó Laura.
Respondió que no lo sabía, que fueran probando hasta dar con una. Le molestaba que Laura le plantara cara y eso le sacaba de quicio. Dijo que estaba hasta las narices del catalán y de los catalanes; que él sólo tenía que pasar una temporada en Cataluña, que esperaba que fuera lo más corta posible; y que no tenía por qué aprender el catalán.
Jordi no entendía la obcecación de Laura aunque reconocía que, al fin y al cabo, no hacía más que reclamar el ejercicio de sus derechos. Le preocupaba, en cambio, la hostilidad de aquel policía, en absoluto dispuesto a aceptar el catalán o a los que lo hablaban.
Laura sintió miedo durante un momento. Miedo físico a la reacción de un hombre enfurecido y que estaba en su terreno. Un terreno que, sin embargo, también formaba parte de su país. No podía tolerar aquella vejación, por más que Jordi le hiciera señas de calmarse. Se le ocurrió una idea. Abrió su bolso y sacó el panglós. Se lo puso allí mismo, con la máxima naturalidad, y lo sintonizó para emitir en castellano:
—Por favor, quisiera presentar denuncia de un robo.
El policía se quedó atónito. Una de dos: o él alucinaba, o acababa de oír a Laura en castellano. Tenía que ser aquel aparato. La cara de satisfacción de ella le sacaba de dudas. Se sentía vencido, pero ahora carecía de pretexto.
Empezó a tomarle declaración. No entendía nada ni terminaba de creer lo que oía, aunque iba insertando los detalles del robo en el ordenador. Miraba de vez en cuando el panglós. Miraba a Laura y Jordi, y le reventaba la alegría que les producía su desconcierto.
De pronto se detuvo. Había dado con la solución. Les dijo que no podía seguir; que él no tenía ninguna garantía de que lo que oía era lo que ella realmente decía; que no tenía instrucciones para casos como aquél, ni le constaba que el aparato estuviera homologado por la policía. Pidió que le dejara el panglós para ir a consultárselo a su jefe.
—No hace falta —dijo Laura—. Esto que ve es un aparato que traduce lo que yo le digo. Funciona como los traductores que debe tener su ordenador, pero lo hace de voz a voz, en lugar de texto a texto. Usted termine de tomarme los datos y, si están bien, yo firmaré.
Volvía a ganarle la partida, aunque pensó que no del todo. El policía completó la declaración, la imprimió y se la tendió para que la firmara. Ahora era él quien ganaba: ¡estaba en castellano!
Laura la miró y le pareció correcta. Se la devolvió al policía, sin firmarla, y le dijo:
—Gracias. Me parece conforme, pero preferiría firmar la versión catalana. Por favor, ¿puede decirle al ordenador que la traduzca? No le molesta, ¿verdad?