Era de noche, la ciudad olía a alcantarilla y a arroz hervido y solo se escuchaban pisadas que corrían de aquí para allá, coches que derrapaban y algún disparo aislado. Y gritos. Y ahí estaba yo, harto, mirándolo todo por la ventana del club con un traje prestado, una pistola bajo la chaqueta y cada vez más convencido de que jamás encontraría a Sayaka. El mundo se había vuelto un asco y Mazinger era el único que podía salvarlo. Como siempre. Pero hacía tiempo que ya no me daba la gana hacerlo.
La música del club era lo mejor que me había ocurrido en toda la semana, y eso no era decir gran cosa. Desde que había recibido aquel soplo, me había pasado días recorriendo los callejones de esa colmena de antros ilegales que llamaban Tokyo, pagando a adictos al licor no-muerto por confidencias que no valían nada, evitando que las hordas de casquitos de hierro me devorasen el cerebro y dando alguna que otra paliza para conseguir más porquería de información. Apenas había podido pegar ojo en hoteles de mala muerte porque sabía que cualquiera de sus huéspedes podría venderme por un yen. No solo los muertos y ese mafioso en que se había convertido el Jefe, mi antiguo amigo, me odiaban; también los vivos, fuese porque les debía dinero o fuese porque me echaban la culpa de ser un cobarde, de haberlos abandonado en vez de haber ido a salvarlos con mi Mazinger. A pesar de todo, yo me empeñaba en continuar buscando a Sayaka, en rescatarla de donde quisiera que estuviese. Koji Kabuto, por qué siempre eres tan imbécil.
La cantante desafinaba en los tonos largos del Put the blame on Mame, un intento de imitar aquella mítica escena de Gilda en la que se empezaba a quitar los guantes. El intento era muy mejorable, la verdad, sobre todo cuando llegaba al «when they got Dan McGrew», pero daba igual, era una mujer impresionante, todo curvas y pechos, de esos que a los japoneses nos gusta exagerar. ¿Implantes de silicona habiéndose ido el mundo a la mierda? Sí, por qué no. Además, le servirían como protección para los mordiscos de los casquitos de hierro, llegado el caso.
Llevaba allí dentro tantas horas que los camareros ya me conocían y muchos de los elegantes bebedores de licor no-muerto ya me habían echado el ojo. Eso no era bueno, porque sin duda el Jefe ya se habría enterado de que estaba allí y sus casquitos estarían haciendo guardia en la puerta, esperando como perros con hambre. El Jefe me la tenía jurada porque pensaba que Sayaka había muerto y que había sido por mi culpa. O que estaba zombificada y que yo también era el responsable. No era cierto, o al menos yo me empeñaba en convencerme de ello; si no, no llevaría seis años buscándola por todo Japón, justo desde que había empezado toda esa mierda de apocalipsis. Pero al Jefe le daba igual, quería matarme y punto. Sus casquitos eran más rencorosos aún; les había hecho demasiadas perradas y no iban a dejarme escapar. Me pregunto de qué se quejaban, si por muchos de ellos que pisoteara siempre salían más. Eran peores que setas.
Por suerte, el club pertenecía al canijo de Nuke, antiguo colega del Jefe y actual enemigo, y yo le caía más o menos bien. Le seguía colgando aquel moquillo de la nariz y seguía siendo igual de tonto que siempre, pero ahora nadie podía decirle nada de eso porque también tenía una horda de casquitos zombificados a su servicio. Como tantos otros en esa maldita ciudad. La mejor forma de sobrevivir que habían encontrado muchos era hacerse mafiosos y crear su propia banda de matones comecerebros. Resultaba que los casquitos de hierro, como muertos vivientes tontos que eran, obedecían a cualquier tipo malvado que fuera capaz de someterlos por la fuerza bruta; al más puro estilo macho alfa. Supongo que sería un resto subconsciente de su época al servicio del doctor Infierno, el barón Ashler y otros tantos engendros inverosímiles. Una vez controlados, los nuevos mafiosos usaban a los casquitos para extorsionar a los pobres ciudadanos asustados. Si pagaban, los protegían y evitaban que los zombis descontrolados que plagaban las calles los mordiesen. Si no pagaban, los mordían ellos mismos. Era un buen negocio, y por eso había más bandas por metro cuadrado que ciudadanos normales. No me extraña que la gente se enganchase al licor no-muerto para olvidar.
¿Y por qué estaba yo allí en lugar de haberme largado de esa utópica ciudad del crimen antes de que me mataran? Ya lo he dicho: porque soy idiota. Lo era y lo sigo siendo. Nuke me había avisado de que esa noche habría alguien que me podría ayudar a encontrar a Sayaka, pero nunca me hubiera imaginado que iba a ser el mismísimo doctor Infierno. Ironías de ese estúpido mundo que me había tocado vivir. Ahí lo tenía, vestido con un esmoquin blanco, y con su melena absurda peinada hacia atrás con kilos de gomina. Le hacía la frente aún más grande, que ya era decir. Pedí otro whisky. Acercarme al tipo que había provocado todo la basura en que vivíamos y no partirle la cabeza me iba a costar unas copas más. Aparte de sus matones armados hasta los dientes y del par de zombis que tenía detrás, hipnotizados y bien controlados, el maldito cabrón estaba rodeado de tantas mujeres y tan poca ropa que distaba mucho de no parecer un viejo verde. Cuánto carisma puede dar ser el mayor traficante de licor no-muerto de Japón. Y cuánto dinero. Todos los desgraciados que abarrotaban el local eran solo de dos clases: adictos muy bien vestidos que necesitaban su dosis o mafiosos improvisados que acababan de formar su propia banda de descerebrados comecarne. Los adictos se emborrachaban con esa porquería para vivir algo que solo el licor les proporcionaba. Imaginaos qué se puede sentir cuando las neuronas se detienen, todas a la vez, y lo que a uno le inunda es un ansia descontrolada por comer carne, cerebros, ojos y otras cosas blandas. Sí, lo sé, es un asco, pero qué le voy a hacer yo. Y lo peor era que los mafiosos que plagaban la ciudad eran los que prosperaban traficando con esa basura. Lo poco que quedaba de la policía intentaba perseguirlos para erradicar ese contrabando clandestino, pero a la vista estaba lo eficaz que resultaba. Me bebí el whisky de un solo trago.
En ese momento oí un grito y vi cómo saltaba sangre a chorro al fondo del local. La música se paró y mi Gilda de mentira dejó de cantar. Es asqueroso escuchar cómo mastican carne. Todo estaba ocurriendo entre unos tipos también de esmoquin, alrededor de una mesa. Empezaron entonces a caer sillas y se formó un apelotonamiento de cabezas y cuerpos según los demás intentaban alejarse del tipo que se había rayado, y que tenía la camisa ya a rebosar de la sangre del incauto al que había mordido. Era solo uno de tantos accidentes; a veces la mezcla era demasiado fuerte y las neuronas se fundían de verdad. Hay gente que no aprende nunca. Sonó un disparo y el tipo violento se quedó tieso, con un agujero en la sesera. Luego se desplomó, todavía con un pedazo de músculo entre los dientes. Los demás se giraron y me vieron a mí de pie, con una Smith & Wesson del cuarenta y cinco echando humo y con cara de haber metido la pata. Debí haber pensado antes de actuar si quería haber mantenido el anonimato. Sí, ya os dije que soy un imbécil integral. Ahora ya solo me quedaba actuar.
Todo el club me estaba mirando; unos, esperando a que hiciera cualquier movimiento para salir por piernas del local, y otros, para reventarme a tiros. Por eso yo, con tranquilidad, me alisé el traje e intenté colocármelo de la forma más digna que pude. Me estaba algo grande porque, por supuesto, Nagai «el Pintamonas» ya había sabido que ni se lo iba a devolver ni se lo iba a pagar, y por eso no se había molestado en darme uno bueno. Bien, al menos así no le molestaría que le salieran unos cuantos mordiscos y agujeros de bala. Como iba diciendo, me alisé el traje, ladeé el sombrero y, con toda la parsimonia de la que soy capaz, es decir, una cantidad infinita, levanté la pistola con dos dedos en una postura totalmente inofensiva y me dirigí hacia mi gran amigo el doctor Infierno.
De cerca, el aspecto del doctor era aún peor. Ese maquillaje violeta que se echaba en la cara no le favorecía lo más mínimo y, por si fuera poco, seguía pintándose el borde de los ojos. Me di cuenta también de que el amarillo que le rodeaba las pupilas era natural y de que debía denotar alguna enfermedad de hígado. Además, tenía tantas arrugas que parecía que hubiera cumplido cien años por lo menos. Quién dijo que bicho malo nunca muere; yo podía apostar que a ese le quedaba poco.
El doctor no se asustó ni se enfadó por verme allí. Es más, parecía contento. Aquello no podía ser bueno. Hizo un gesto a sus matones para que bajasen las armas y a sus zombis para que dejaran de gruñir, echó a un par de fulanas de su lado y me hizo sitio. Eso fue lo que calmó los ánimos de la gente del club, y pronto todos volvieron a sus quehaceres; o sea, a darle al licor y a babear con la cantante, que se había quedado blanca al ver aquella carnicería.
Me senté frente a él y dejé la pistola en la mesa. El doctor me inspeccionó en detalle y luego sonrió con esa malicia suya que, obviamente, no había perdido con los años.
—Ya no eres un crío, Kabuto.
—Gracias, usted está peor.
Se echó hacia atrás en su asiento y entonces sí me pareció un viejo de verdad.
—Es cierto, y sé lo que me vas a decir. Pero déjame aclararte una cosa: aunque no te lo creas, nada de esto es lo que yo quería.
—Claro que no —le respondí, y busqué un vaso vacío para probar el whisky de su mesa. Irlandés de veinte años. Impresionante—. Usted quería el mundo destruido por completo.
El doctor se rio con esa carcajada diabólica que, si no era la que le había dado nombre, debió haberlo sido. Por un momento sentí nostalgia de aquellos tiempos en los que lo único que yo tenía que hacer era dormir en clase y pegarme de vez en cuando con los monstruos mecánicos absurdos que él sacaba de su isla.
—Es un placer verte otra vez, Kabuto.
—Buen whisky, doctor.
—¿Quieres licor no-muerto de primera calidad?
—¿Está de broma?
—Claro que no.
Di otro trago mientras lo miraba de reojo. Para qué iba a contestarle nada.
El doctor se puso las manos en el regazo y me sonrió. El viejo zumbado estaba feliz, sin duda recordando los tiempos en los que él era el mal a temer, el gran líder, aquel al que todos querían destruir. Ahora no era más que un destilador de brebajes muy bien pagado, pero al servicio de las bandas, al fin y al cabo. Y atrapado por ellas. La cosa era así: una vez que les había mostrado el gran negocio que suponía el licor, gracias al cual muchos mafiosos sacaban tajada de una situación apocalíptica como esa, al doctor más le valía seguir produciéndolo o tendría que vérselas con ellos.
Pero maldito sea si me daba pena.
—Usted sabe dónde está Sayaka —le dije, mientras me acercaba tanto que olía el potingue violeta que se ponía en la cara.
Me miró sin entender.
—¿Sayaka? ¿Es una de mis damas?
—¿Se refiere a sus putas?
—A mis damas.
—No, idiota senil. Hablo de Sayaka, la hija del doctor Yumi.
—Ah, tu novia —dijo, y se rio otra vez con esa carcajada infernal—. Pensé que te parecía una niña tonta por la que no merecía la pena interesarse.
He de confesar que me sonrojé como si fuera un colegial. La última vez que había visto a Sayaka en realidad yo aún lo era, así que tal vez resultase que me había quedado en la etapa de enamoramiento adolescente, a pesar de todo lo que me habían endurecido aquellos años en ese mundo de apocalipsis. Claro que también me irritó tanto la risa del doctor que estuve a punto de cruzarle la cara. Allí mismo, y que los matones me reventasen a palos si querían.
—Hace seis años que desapareció del Centro de Investigaciones Fotoatómicas, doctor —le dije al final—. Y usted sabe dónde está.
El doctor Infierno era cada vez más feliz.
—Ah, el Centro de Investigaciones. Qué recuerdos. ¿Cómo puede una obsesión tan absurda hacer así de feliz a un hombre?
Yo iba enfadándome más, y sabía que si seguía apretando el vaso de esa manera me reventaría en la mano. Lo cual sería un fastidio porque me iba a hacer falta para abofetearlo hasta que le saltara la dentadura.
—Nos estuvo amargando la existencia durante años —dije—. Usted y su empeño en destruir a Mazinger.
El doctor sonrió más aún, casi en éxtasis.
—Sí, ¿verdad? Maravilloso.
No respondí nada. Estaba calculando cuántos milisegundos me llevaría coger la pistola, descerrajarle dos tiros entre ceja y ceja y luego acribillar a los matones y a los zombis antes de que me destriparan.
—Usted destruyó el centro. Creó esta maldita plaga para que se propagase desde el interior y así matar a todos de una vez, y luego la extendió por el mundo entero.
Para mi sorpresa, el doctor se puso serio.
—No, Koji Kabuto, yo no quería contaminar el mundo. Hubiera sido un salvaje si lo hubiese querido.
—¿Ah, no? ¿Prefería destruirlo con sus monstruos mecánicos? ¿Eso sí estaba permitido?
Vi cómo al doctor se le iluminaban sus ojos amarillos. Con ese borde negro maquillado, era otra vez como estar viéndolo hacía seis años en las pantallas desde las que lanzaba sus mensajes megalómanos. Estaba zumbado entonces y seguía estándolo ahora.
—Por supuesto. Había belleza en mis robots, en su forma de destruir. Poesía. Era un duelo entre ellos y Mazinger Z, y tú no me dejabas ganarlo. El virus fue solo una rabieta, pero te juro que no quería que esto pasara.
—Pues pasó, maldito loco.
De repente, el anciano desequilibrado de cara ridícula se puso triste. Y juro que vi cómo le caía una lagrimita por la mejilla.
—La culpa la tuvo Ashler. Me abandonó.
—¿El barón Ashler?
—La baronesa —dijo—. Mi bella baronesa Ashler.
No me lo podía creer; el maldito se había emocionado. Emocionado al hablar de un engendro esquizofrénico de dos caras. Era lo último que me faltaba por ver.
—Doctor —le dije—, si ahora mismo tuviera que pensar en tirarme a alguien, le juro que la última persona a la que elegiría sería a esa cosa llamada Ashler. ¿Cómo demonios puede meter alguien algo ahí dentro? Si solo debe de tener la mitad de lo que sea. Y la otra mitad prefiero no imaginarla.
El doctor suspiró y ni se molestó por mi burla.
—No tienes ni idea de lo que es el amor, Kabuto. Hay cosas que no importan.
Tuve que llenarme el vaso hasta arriba. Me preguntaba qué podía tener alguien como Ashler para enganchar así al doctor. Con suerte, media botella de whisky de altísima calidad me bastaría para quitarme esa imagen tan desagradable de la cabeza.
—Me traicionó —siguió diciendo, aunque malditas las ganas que tenía yo de escuchar todo ese aburrido lamento—. Me abandonó y se fue con otra.
—¿Con otra mujer? ¿Y cuál era la actual? Acaba de decir que estaba con usted, y usted es un… Venga, no me irá a decir que lo que le interesaba de Ashler era su mitad masculina, porque… —Fui incapaz de seguir; la imagen era demasiado antiheroica incluso para un canalla como el doctor Infierno—. Déjelo, no me diga nada. ¿Podemos volver a Sayaka?
—Sayaka está muerta. ¿Por qué la buscas?
—No está muerta, y usted lo sabe.
—Te has obsesionado, Koji. Está muerta. Nadie pudo salir de allí sin quedar infectado.
—Está viva.
Entonces el doctor sonrió otra vez con esa malicia suya tan característica. Tenía bien aprendidas las dichosas sonrisas, el viejo.
—Vale, se me olvidaba que eres un cabezota. Dejaré de mentirte: búscala en el monte Fuji.
Intenté disimularlo, pero supongo que notó que me puse pálido. El monte Fuji era la madriguera de los monstruos mecánicos infectados.
Sí, he dicho infectados. El doctor Infierno sería un megalómano empeñado en algo tan enfermizo como destruir el mundo a base de pisotones de robots, pero era el mayor genio que había conocido la humanidad. Cuando ideó la forma de convertir en zombis a todas las personas del Centro de Investigaciones Fotoatómicas, creó un virus de doble núcleo, o algo así. El muy bastardo era capaz de infectar tanto cerebros humanos como cerebros de robots. Estaba claro que su objetivo final era infectar a Mazinger y así quitárselo de en medio. ¿Cómo había sido capaz de desarrollar un virus así? Ni idea, yo no soy científico, y me temo que los que conocía, si aún vivieran, tendrían ahora menos seso que yo. Pobre profesor Yumi, el padre de Sayaka; y pobres profesores Sewashi, Nossori y Morimori. Yo mismo tuve que matarlos antes de que siguieran comiéndose los cerebros de los pocos empleados no infectados que quedaban en el centro. Juro que sigo teniendo pesadillas con sus caras aplastadas por el pie de Mazinger. Joder, asco de mundo apocalíptico.
El caso es que el centro cayó porque el doctor Infierno se las apañó para colar el virus dentro; todos los que estaban allí en ese momento se contaminaron o murieron, así que no hubo nadie para levantar las defensas cuando los casquitos de hierro del doctor atacaron. Pero lo que ocurrió fue que, en ese ataque, los idiotas de los lacayos de casco también se infectaron, y realmente fueron ellos los que después propagaron la plaga por la ciudad y por el mundo. Y ahora los tenemos por todas partes, formando bandas comandadas por mafiosos de medio pelo que los usan como medio de extorsión. Cuando esto ocurrió, yo estaba a mi aire, como siempre, haciendo el idiota con la moto, así que me libré del virus. Al llegar al centro, ya estaban todos muertos y caminando en círculos. Hasta que me vieron, claro. Lo que más lamento es lo de mi hermano Shiro, tan pequeño como era. Estaba comiéndose el hígado de uno de los encargados de la limpieza del Mazinger. Menuda escena. Tuve que retorcerle el cuello con mis propias manos porque estuvo a punto de conseguir morderme. Jamás me lo perdonaré, pero ¿qué podía hacer? Después vi al profesor Yumi y al resto, todos caminando hacia mí con intenciones más que evidentes. Así que saqué a Mazinger y… En fin. Maldita vida.
Todo lo que tuve que hacer allí me enfureció y perdí el control, así que, cuando terminé, me volví a subir al Mazinger y juré que destruiría la base secreta del doctor, piedra por piedra. Al encontrarme a los monstruos mecánicos la primera vez, no estaba preparado. Pensé que serían otros robots más, y no lo eran. Ignoro cómo se infectaron también, pero lo hicieron. El virus hacía dos cosas: una, que actuasen por voluntad propia, sin el barón Ashler gritándoles órdenes idiotas; dos, que fueran mucho más duros e implacables. No bastaba con inutilizarles una pierna o el cuerpo, o con desmontarlos en piezas; había que reducirlos a cenizas. Claro que eso lo averigüé después, con los años y centenares de peleas. En ese momento, sin embargo, tuve que huir después de que estuvieran a punto de morderme varias veces; había tantos robots que no pude seguir avanzando. Parecía como si todos se hubieran escapado a la vez de las porquerizas donde el doctor los tendría guardados.
Cuando recapacité, lejos, sentado en lo alto de una montaña a lomos de mi Mazinger, me di cuenta de que no había visto a Sayaka por ninguna parte en el Centro de Investigaciones. Y eso que había sido muy meticuloso. Esa fue la razón de que me agarrase a la esperanza de que aún seguía viva. Habría escapado, la habrían capturado o yo qué sabía, pero estaba seguro de que seguía viva, así que hice el juramento de que la encontraría fuera como fuera.
Seis años después no me había topado aún con ella, pero eso no me había desanimado; en el fondo era bueno porque tampoco la había visto convertida en una zombi cualquiera.
¿Cuál era la razón de que me hubiera obsesionado con encontrarla? Tal vez que en realidad sí era lo más parecido a una novia que había tenido. Sayaka era bastante tonta y caprichosa, me ponía de los nervios y siempre andaba metiéndose en líos para demostrar que su Afrodita A era capaz de derrotar a cualquier bicho que se le pusiera por delante. Pero, la verdad, ese robot era una piltrafa; nunca entendí por qué no la reconstruyeron con más armas que esos dos misiles. De nuevo, he ahí la obsesión japo con los pechos enormes. Yo reconozco mi parte de culpa; muchas veces tenía sueños húmedos en los que veía cómo Sayaka decía esa frasecita suya tan famosa, «Pechos fuera», y cómo luego… Bueno, fantasías de adolescente. El caso es que juraría que ella nunca llegó a decir aquello cuando estaba subida en Afrodita; igual me inventé la frase yo mismo. Fuera como fuese, Sayaka siempre provocaba que yo tuviese que salvarla. Reconozco que la chica me resultaba un tanto irritante. Sin embargo, cuando el mundo se va a la mierda, uno tiene que buscar algo a lo que agarrarse. Y, además, para qué engañarnos, siempre tuvo unas curvas muy bonitas, de esas que casi parecían dibujadas.
Pensar en silencio durante tanto rato cuando tu interlocutor está delante hace que, al volver en ti, te des cuenta de que estabas poniendo cara de tonto. Eso debía estar haciendo yo, porque el doctor me miraba y se lo estaba pasando tan bien como seguramente no había hecho en años.
—Vale —le dije, recuperando mi pose de tipo duro—, ¿por qué me da esa información así como así? ¿Y desde cuándo lo sabe?
Al doctor le brilló un ojo. Esos brillos eran bastante molestos, aparte de irreales, porque ni lo suyo era un ojo de vidrio ni había una luz que se reflejara ahí en ese justo momento. Pero ya me había acostumbrado a que a todos los malvados les brillase un ojo cuando pensaban cosas… eso, malvadas.
—Quiero que me lleves contigo.
—Y una mierda.
—Dentro del Mazinger Z.
Fui yo quien se rio entonces.
—Claro, ahora mismo. ¿Cómo se atreve a pedirme eso después de todo lo que ha pasado entre nosotros?
El doctor se acercó a mí y me agarró de la mano. Qué sensación tan desagradable fue aquella. Me pregunté si tenía en los dedos algo aparte de huesos y una piel que parecía plástico arrugado. Por si fuera poco, me miraba con una súplica que encajaba más con un viejo con demencia que con un maníaco del mal.
—Por favor…
Otra vez sonreí. Cuánto iba a disfrutar ese momento. Iba a obligarlo a rogar unas cuantas veces más y al final decirle que se fastidiara. Pero en ese instante oí disparos en la puerta y vi a la policía entrar dando gritos haciendo una redada.
Joder, eso sí que tuvo gracia. Para una que hacen cada mil años y justo me toca a mí. Aunque, mirando el lado bueno, gracias a eso pude escaparme del doctor y de sus matones así sin más. Tampoco tuve que romperme la cabeza para hacerlo. Digamos que un local plagado de bebedores de licor no-muerto es un sitio delicado para entrar de esa manera. A los clientes que llevaban ya tres o cuatro copas y estaban en pleno éxtasis de no-pensamiento y de hambre-no-humana se les fue el control por el susto, y sus neuronas implosionaron de repente. Os lo podéis imaginar. Qué le pueden importar las balas y las órdenes de «Alto, queda detenido» a alguien que, de repente, solo piensa en qué rica está la carne cruda. Por eso el licor no-muerto siempre me había parecido una muy mala idea. En fin, aprovechando los mordiscos, la sangre, las tripas y los huesos que se rompían como palillos, me colé en el lavabo y salí por la ventana trasera. Un clásico.
Lástima que el Jefe también conociera ese clásico. Menudo mamón. Antes de que me diese cuenta ya me había dado en toda la mandíbula con ese puño de bestia que tenía. Qué daño.
—Koji Kabuto, te voy a arrancar la piel a tiras.
Caído en el suelo, me froté la boca. Sospecho que el diente que me falta lo perdí en ese momento. El Jefe seguía igual: enorme como un armario, con cara de bruto y con apenas una neurona.
—Joder, Jefe. Y pensar que hubo un momento en el que te traté como a un amigo.
—Los amigos no matan a las novias de sus amigos.
Siempre con unos pensamientos tan claros y elaborados. Alrededor suyo había al menos cinco casquitos de hierro, con sus chapas abolladas y llenas de costras de sangre, por supuesto, y con su faldita ridícula de hoplita griego y sus espadas no tan ridículas. Los prefería antes; también eran tontos, pero al menos no gruñían y no tenían unos dientes tan afilados y manchados.
En el fondo, el Jefe me daba pena pero, bueno, qué le iba a hacer. Saqué la pistola y le pegué un tiro en la frente. Si vas a matarlo, hazlo de manera que no se pueda levantar para comerte los higadillos.
Me hubiera gustado quedarme allí a rellenar de plomo también a esos casquitos bastardos, pero las balas son caras y ya nadie me fiaba nada, aparte de un traje que no era de mi talla. Así que le hice una llave de judo a uno de ellos para tirarlo contra los demás y salí corriendo a toda velocidad.
Tenía suerte porque el planeador estaba aparcado muy cerca. Pero no tenía tanta porque los casquitos no eran idiotas del todo y seguían sabiendo conducir esos vehículos absurdos que les había fabricado el doctor Infierno, esos que parecían carros antiguos pero sin caballos. Así que se avecinaba una persecución. El planeador estaba bastante roto, para qué voy a mentir, y hacía tiempo que no volaba. Culpa de tantos monstruos mecánicos zombificados, que lo primero que hacían era intentar mordisquear la cabeza de Mazinger. Las alas con las hélices horizontales las había perdido hacía mucho. Sin embargo, yo había aprovechado la situación para camuflar el planeador como otro coche más, pintándolo de negro y apañándole unas ruedas. Si no, hubiera sido imposible entrar en las ciudades sin que a los dos minutos todo el mundo viniese a por mí, fuera para comerse mi cerebro o fuera para apalearme como venganza por no salvar el mundo. La gente estaba loca, eso sin duda.
Aceleré a fondo y dejé atrás los cacharros que ya salían en mi persecución. Tuve que hacer unos cuantos giros peligrosos por callejones llenos de contenedores de basura, y conseguí que un par de vehículos se estampasen y que los casquitos que lo conducían salieran volando. Entonces empezaron a aparecer por todas partes hordas de más casquitos, y también de ciudadanos zombificados caminando en masa. Se me hacía complicado esquivarlos porque, como siempre pasaba con los dichosos muertos, aparecían de todas partes y a decenas. Cada vez que ocurría me preguntaba de dónde salían, si es que estaban escondidos debajo del suelo esperando a que cruzara alguien despistado por allí. Un mundo raro este.
Aunque frené de golpe, me llevé por delante a un contable, a un cocinero y a un par de señoritas de la calle. Todos gruñeron según los aplasté contra la pared con el planeador, pero aun así siguieron moviendo las manos como si fueran garras e intentando alcanzarme a través del parabrisas. Esas bocas que goteaban sangre siempre me dieron mucho asco. Retrocedí y embestí un par de veces, y luego salí pitando de allí.
Cuando fui capaz de perder de vista la ciudad y los vehículos de los casquitos, por fin pude dejar de pisar a fondo el acelerador. Las afueras de cualquier ciudad eran una auténtica tierra de nadie. Aún había carreteras, aunque tan agrietadas y con tantos agujeros que había que ir con cuidado, pero ni las gasolineras ni las casas de los alrededores habían sobrevivido. Estaban todas aplastadas por pies gigantes, quemadas, atravesadas por rayos, mordidas… Aquellas eran las zonas de los monstruos mecánicos. Evitaban las grandes ciudades y se las dejaban a sus primos pequeños de carne y hueso, para que se comiesen a los vivos que quedaran. La razón era sencilla: ahora que eran robots muertos vivientes, no les llamaba la atención destruir edificios y personas, como habían hecho antaño tantas veces sobre la misma ciudad, pobrecita. Ahora lo que querían era comer carne, pero carne metálica, claro, y a ser posible la de Mazinger. Era por eso por lo que siempre tenía que esconder a mi querido y viejo robot. La carne más preciada del planeta; aleación Z servida en su punto. Por suerte, cuando se cansaban de buscarlo se daban unos mordisquitos entre ellos, para ir calmando el hambre. Bichos idiotas.
Mientras conducía evitando las carreteras y manteniendo los ojos bien alerta, recapacité sobre la situación. Estaba realmente furioso por lo que me había dicho el doctor Infierno. Me preguntaba desde hacía cuánto tiempo Sayaka estaba prisionera en el monte Fuji. No me quería imaginar por lo que había debido de pasar allí encerrada. Por Dios, tal vez la habían convertido en una zombi hacía años y la tenían encadenada en algún subterráneo, comiendo carne humana y a saber qué más. O la habían matado hacía tiempo. O todo era una trampa para atraerme hasta aquel lugar. Daba igual, estaba tan enfadado que no pensaba detenerme a esas alturas. Aceleré el planeador y, ya de noche, llegué hasta donde estaba escondido quien lo salvaría todo: el Mazinger Z.
No era el sitio más bonito ni el más idílico, aunque sí muy práctico. Y muy irónico. Tenía a Mazinger enterrado en un cementerio. Al fin y al cabo, por allí ya nunca pasaba nadie; todos los cadáveres hacía tiempo que se habían largado a deambular como tontos por las ciudades y, obviamente, ya nadie enterraba a sus muertos porque no se dejaban. Así que tenía el lugar para mí por completo. El pobre Mazinger llevaba semanas bajo tierra. Se había enterrado él mismo, por supuesto, no iba a coger yo una pala para hacer el agujero. No me hacía gracia tenerlo así, pero podréis entender que cada vez que lo sacaba de paseo llamaba demasiado la atención y venía alguien a molestar. Avancé hasta la puerta del cementerio, activé el megáfono y, con la mejor voz de la que fui capaz, esa que hacía ecos y reverberaba desde allí hasta el bosque de al lado, grité: «Maaaziiingeeer». Como en los viejos tiempos.
Sonó un crujido como para salir corriendo y no volver. Las lápidas empezaron a partirse y los ataúdes fueron saliendo a la superficie, vacíos y rotos. El olor a podrido que empezó a inundar el aire era espantoso y tuve que cerrar las ventanillas del planeador. El suelo empezó a levantarse a lo largo del cementerio, decenas de metros, y con ella los árboles que habían empezado a crecer entre las tumbas. Como era de noche, lo primero que vi fue una sombra enorme y oscura saliendo de debajo de la tierra. Era uno de los puños. Luego oí el chirrido mecánico de sus articulaciones y enseguida vi cómo asomaba la cabeza. El hueco para el planeador estaba lleno de barro y cascotes que, según el robot se elevaba, empezaban a derramarse por los lados. Debajo de mí todo temblaba y tuve que retroceder para no caerme en el enorme foso que estaba provocando. Pronto Mazinger estuvo de pie y salió fuera.
Ahí estaba el salvador de la humanidad. El que, por mucho que se empeñaran los pazguatos que me acusaban de cobarde, no podía hacer nada para frenar aquella plaga, y mucho menos toda la mezquindad que ellos mismos habían desarrollado. Pero sí era el que iba a salvar a Sayaka. Lo tenía más que decidido. Me miró desde decenas de metros de altura, iluminado desde atrás por la luna. Estaba muy dañado después de todos esos años de enfrentamientos con monstruos mecánicos zombificados. Para empezar, estaba manco. Al principio del todo, en una pelea, se me había ocurrido la feliz idea de lanzar los puños contra un robot. Ya sabéis, aquello de «¡Puños fuera!». El bicho había agarrado uno de ellos y se lo había comido. Había sido una gran estrategia por mi parte. Por otro lado, los cuernos amarillos de la cabeza estaban rotos. Es normal, nunca fueron la parte más robusta y sobresalían demasiado. Supongo que alguno de los monstruos mecánicos se los habría comido como si fueran colines. Los pectorales, esas placas rojas que lanzaban el fuego de pecho, estaban arañados, rotos y llenos de grietas. Mazinger tenía además un agujero en un costado. Por suerte, no lo había causado un mordisco, porque si no él mismo se hubiera infectado también, o eso creo; lo había provocado uno de esos rayos rompetodo que les instalaba el doctor Infierno a los monstruos mecánicos y que uno aún había sido capaz de utilizar. Aun con todo aquello, Mazinger seguía siendo mi robot y también el robot más fuerte del mundo. Aleación Z, por grande que sea la ironía de tu nombre, recuérdame decirte que te quiero.
Mazinger bajó el brazo hasta el planeador, lo agarró y se lo colocó en la cabeza. Era una buena forma de hacerme subir hasta allí arriba. Entonces se le encendieron los ojos y, como siempre hacía, levantó los brazos en el gesto que usan los cachas para mostrar lo bíceps tan grandes que tienen. Claro que, con un brazo amputado a la altura del codo, no quedaba igual. No importaba, yo estaba tan furioso que, en cuanto estuve acoplado al robot, lo puse a toda marcha en dirección al monte Fuji.
Hacía demasiado tiempo que no me acercaba hasta ese lugar. En concreto, desde que el Centro de Investigaciones Fotoatómicas había sido destruido y todo el mundo había muerto; mi hermano, el profesor Yumi, los demás científicos. Jamás había sufrido tanto como aquel día. Ahora regresaba con la intención de destruir a todo aquel que me impidiese rescatar a Sayaka.
Después de unas horas de camino a paso de robot gigante, aparecieron las primeros monstruos mecánicos. Los muy bastardos me rodearon. Delante tenía a Gelbros J-3, el monstruo de tres cabezas que me las había hecho pasar canutas hacía años y al que, por supuesto, había destruido en su momento. Ahora me miraba con una cabeza caída sobre el pecho y las otras dos tuertas. Le faltaba la mitad del tronco y estaba oxidado y con los colores desgastados, pero le animaba la furia del muerto que quiere vengarse de quien lo mató. A los lados estaban Belgas V-5 y Bazil F-7, con las piernas y brazos llenos de pinchos y cuchillas, aunque la mitad de ellas estuvieran rotas, sus cuerpos estuviesen aplastados y se les vieran los cables y los engranajes en las piernas y el cuello. Por último, detrás estaba Desma A1, alias «Carachepa», el monstruo que con la máscara que tenía en su espalda me había metido en una ilusión que casi me había hecho perder la cordura. En resumen, cuatro bichos del tamaño de un rascacielos, gruñendo furiosos y avanzando despacio hacia mí, y yo atrapado en el centro.
Bien, era justo lo que necesitaba en ese momento; desahogarme. Ahora fue a mí a quien le brilló el ojo, mostrando mis pensamientos malvados.
Pegué un salto con los propulsores, que me empujaban lo justo para elevarme unos pocos metros, y en el proceso le di una patada en el cogote al Desma A1. Tenía dos cogotes igual que tenía dos caras, así que daba igual que no apuntase bien. Los robots zombificados se habían vuelto brutos hasta lo indecible, pero también eran mucho más tontos que cuando los controlaba el barón Ashler, y más lentos, así que Desma ni me vio venir. Salió dando volteretas hacia los dos que tenía al lado, Belgas V-5 y Bazil F-7, y les hizo perder el equilibrio y caer con él, llevándose además veinte o treinta árboles por delante. Al otro, Gelbros J-3, el de las tres cabezas, directamente le lancé desde arriba el ataque del huracán (grité: «Huracán, fueraaaaaaaa», con ese eco que me encantaba exagerar) y lo empujé hacia los tres que estaban en el suelo. Mantuve el huracán así hasta que el robot se cayó encima de los otros y, juntos, formaron una pila de chatarra oxidada que no paraba de gruñir y de agitar los brazos y las piernas como si fueran un Frankenstein de hojalata. Entonces, cuando ya los propulsores no me podían mantener más y empezaba a descender, les disparé el fuego de pecho y asunto resuelto. Una estupenda hoguera de metal donde se cocían y fundían. Aunque los malditos siguieron revolviéndose y gruñendo hasta que no quedó de ellos más que una pelota sin forma.
La verdad, en aquella maravillosa época en la que cada día me enfrentaba a un monstruo mecánico distinto, nunca tuve muy claro por qué no usaba directamente el fuego de pecho nada más encontrarlos, sino que me empeñaba en enfrentarme con ellos al estilo honorable del samurái. Supongo que era joven y necesitaba diversión y emociones. Ahora lo que me encantaría es poder pasar el resto de mi vida en un resort de esos de pulserita y todo incluido.
El monte Fuji estaba ya a la vista, así que aceleré el paso. La pelea con los monstruos mecánicos no me había calmado, sino que me había despertado el ansia guerrera. O, mejor dicho, el ansia de aniquilar. No iba a dejar nada en pie en esa maldita montaña como hubieran hecho daño a Sayaka. Los siguientes robots que aparecieron, en total ocho, directamente los achicharré con el fuego de pecho según fueron viniendo. Eso sí, agoté tanta energía que ya no me quedaba para muchos disparos más, pero no había tenido tiempo para delicadezas y, menos aún, había querido darles opción de morderme.
Pronto llegué al monte y me pregunté cómo demonios podía entrar. Hasta que vi a otro monstruo mecánico salir de una gigantesca compuerta de piedra camuflada. Este robot me pareció bastante peligroso. Era Baras K-9, un bicho volador plagado de misiles y de pinchos que ya me lo había hecho pasar muy mal años atrás, antes de todo este caos zombi. Yo hacía tiempo que había perdido mi Jet Scrander, el que me permitía volar, así que, si me pillara, el monstruo podría zurrarme y mordisquearme a gusto con cualquier ataque en picado. Encendió motores y salió volando para ir en mi búsqueda, pero por suerte no me vio porque era de noche y yo me había pegado a la base de la montaña. Lo dicho, nada tan idiota como un robot zombificado. ¿Cómo se puede no ver un armatoste de decenas de metros pintado de blanco, negro, azul y rojo? En fin. Me apresuré y me colé por aquella compuerta antes de que se cerrara.
El interior era un desastre. En su momento, lo habían decorado con columnas y escalinatas al estilo griego clásico, como si fuese un templo de verdad. Todo era de un tamaño descomunal, a medida de los robots, pero ahora las columnas estaban rotas y caídas por todas partes y los escalones mordidos; sí, mordidos. Peor aún, las paredes y el suelo estaban manchados de sangre seca y restos de vísceras. ¿Una matanza de hacía años? ¿Restos de zombis aplastados por máquinas estúpidas? Mejor no saberlo.
Era un lugar enorme, y había más monstruos mecánicos por allí. Los escuchaba gruñir y hacer temblar el suelo mientras caminaban en círculos por el fondo de la montaña. No tenía muchas opciones, así que subí por las escaleras para evitar encontrarme con ellos. ¿Habéis visto alguna vez un robot gigante intentando no hacer ruido al caminar? Cuesta. Cuando llegué arriba, me quedé impresionado. Era un auténtico templo griego, con estatuas gigantes de dioses y diosas al fondo y relieves a los lados. La de Zeus estaba en el centro de todas ellas, y solo verla me causó un respeto que jamás antes había sentido. No sé por qué, pero me dio por pensar que los relieves contaban el mito de la lucha entre los dioses y los titanes. Aunque yo no soy un erudito, así que a saber.
Había poca luz, la justa que proporcionaban unas cuantas antorchas, y por eso no lo vi antes. Cuando asomé un poco más la cabeza del Mazinger, entonces sí que me enfurecí de verdad. En el fondo del templo estaba Sayaka, y frente a ella se encontraba el barón Ashler. O la baronesa, qué más daba. Sayaka estaba colgada de la pared por las muñecas y los tobillos. Tenía las piernas muy abiertas y los brazos extendidos por culpa de las cuerdas. Y estaba completamente desnuda. En la piel tenía marcas de latigazos y muchos moratones que podían ser ya antiguos. Tenía más cuerdas en el cuerpo; unas le rodeaban los pechos y se los apretaban como si quisieran que explotasen, y otras se enredaban en los muslos hasta llegar a las ingles. Una correa le sujetaba el cuello contra la pared. Tenía los ojos cerrados y gemía de dolor y de miedo. Desde allí le oía gritar: «No, Ashler, ya basta, por favor». Delante estaba ese engendro inhumano que era Ashler, con su aspecto de medio hombre y medio mujer, y ninguno de los dos del todo; dos mitades de personas cortadas en vertical y pegadas en un solo cuerpo. Siempre me había dado asco, pero ahora me resultaba repugnante; iba vestido solo con cintas de cuero cruzadas en el pecho, con un collar de pinchos al cuello y con un espantoso tanga también de cuero. Solo se había dejado puesta esa capucha azul y violeta. Se veía claramente cómo tanto su cara como su cuerpo tenían dos partes muy diferenciadas, una blanca y otra color tostado. Y no, no había un hilo cosido que uniera las dos.
El barón le habló con sus dos voces. Primero con la masculina, que era la mitad tostada, y dijo: «Hoy por fin tenemos lo que queríamos, baronesa. Por fin, por fin». Luego se dio la vuelta para que se viese su otra mitad, la blanca femenina, y se contestó a sí mismo: «Oh, sí, barón. Sí. El placer es nuestro, sin duda». Le vi golpear con el látigo a Sayaka y decirle: «Disfruta este dolor, Sayaka, disfrútalo, te lo ordenamos». Ella chilló como si le hubiera desgarrado la piel, y entonces salté como un resorte y en dos pasos me planté con el Mazinger frente a Ashler. No se lo esperaba; se aterrorizó nada más verme, tiró el látigo y empezó a gemir y a encogerse como el cobarde que siempre había sido.
—No —chilló con las dos voces a la vez, tanto la del barón como la de la baronesa—, el Mazinger Z aquí. No puede ser. No puede ser.
—Koji, has venido a salvarme —gritó entonces Sayaka.
Mi pobre Sayaka. Sentí tanta rabia que ni siquiera pensé lo que hice a continuación.
—Nunca debiste nacer, maldito engendro —fue lo único que dije.
Después grité a Mazinger: «¡Rayos fotónicos, adelante!». La explosión me deslumbró y estuvo a punto de reventar el suelo del templo. Al momento, ya no quedaban más que cenizas en vez del barón Ashler. Cuando salí de mi estado de shock y me acordé de Sayaka, quise estar junto a ella enseguida, abrazarla, consolarla. Hice que Mazinger me bajara rápidamente, salté del planeador y corrí hasta donde estaba. Ella no hacía más que repetir: «Oh, Koji, vete, no me veas así. Oh, Koji», mientras volvía la cabeza a un lado, sonrojada. Como ya dije, Sayaka podía ser así de tonta a veces. La solté de la innumerable cantidad de cuerdas que la ataban y la tapé con mi chaqueta. Ella se encogió en el suelo, todavía sin mirarme.
—No puedo creer que me hayas tenido que encontrar justo así —se puso a decirme—. Después de tantos años deseando que me rescataras.
Yo la abracé. Toda la ira que había sentido mientras me había dirigido hasta allí y toda la obsesión por encontrarla que no me había dejado vivir se convirtieron en un enorme abrazo del que no quise soltarme. Y, entonces, ella por fin volvió la cabeza y me besó. No tenía claro cuánto tiempo había pasado desde la última vez que me había besado alguien, pero ese fue el momento más feliz de mi vida. Por fin algo amigable y cariñoso en aquel mundo de mierda. Cuando abrí los ojos, vi que Sayaka me miraba, sonrojada de nuevo. Los dos estábamos en el suelo, abrazados el uno al otro. Entonces, ella se quitó la chaqueta muy despacio y yo me fijé por primera vez en su cuerpo desnudo. Y me di cuenta de que, a pesar de los moratones y los latigazos, era impresionante. Tanto tiempo escondiéndolo detrás de un mono de piloto o de una camisa que jamás tenía escote, qué desperdicio. Mi erección fue inmediata, por supuesto. Años antes, Sayaka me hubiera gruñido y abofeteado si hubiese intentado darle un beso, pero ahora era ella la que se estaba tumbando encima de mí, abriéndome la cremallera del pantalón y rompiéndome los botones de la camisa de ese absurdo traje que me quedaba grande. Maravilloso, mi sueño húmedo de la adolescencia hecho realidad. Pero no voy a entrar en detalles, así que olvidadlo. Es privado.
Cuando terminamos, nos hicimos muchas preguntas. Me contó que Ashler la había hecho prisionera justo antes del ataque al Centro de Investigaciones, así que no había estado dentro cuando se había desatado la infección del virus. Me reveló que había sido mi propio hermano Shiro el que había contaminado el centro; había bastado con que le arañara un gato infectado metido a propósito en su habitación para que todo comenzase. Entretanto, Ashler se había encaprichado de Sayaka y había decidido no matarla. La había convertido en su esclava sexual en juegos sadomasoquistas cada vez más perversos. Yo estaba impactado por todo lo que oía.
—Qué bizarro tuvo que ser, Sayaka —le dije—. Y qué desagradable. Pobrecita, no me puedo imaginar a un engendro como ese haciéndote… bueno, lo que acabamos de hacer.
En ese momento, Sayaka me sonrió enigmáticamente. Me dio un beso breve y se giró para ponerse de nuevo mi chaqueta.
—No te creas —dijo.
—¿Cómo que no? Era un ser repelente. Solo pensar en ello…
—La verdad, Koji Kabuto, es que Ashler era mejor amante que tú. No te imaginas lo que tenía ahí debajo.
Me quedé con cara de idiota ante eso. Entonces ella se dio la vuelta y vi que me apuntaba con mi propia pistola. La que había dejado en la chaqueta, claro. Mi cara de idiota fue mayor aún.
—¿Qué haces?
—Has tardado mucho tiempo en venir. Una no puede vengarse bien después de seis años. No es lo mismo, ¿sabes?
—¿Vengarte?
—Claro que sí, Koji, estúpido.
Volvía a chillarme igual que hace años, cuando nos peleábamos en el Centro de Investigaciones, con esa voz aguda y caprichosa.
—Pero si no te he hecho nada. He venido a salvarte.
—¿Que no me has hecho nada? —ahora estaba furiosa y la voz le salía más aguda todavía, más infantil, exactamente igual a como la recordaba—. A ver, ¿quién dijo esto un día?: «Voy a levantarte la falda y a darte una buena azotaina».
Tuve que hacer memoria. La verdad, hacía demasiado tiempo de aquello. Me arriesgué.
—¿El Jefe?
—No, estúpido. Fuiste tú.
—¿En serio? No sé, tal vez. Supongo que si lo dije fue porque te lo habrías ganado.
Ella se enfureció de verdad y empezó a chillar más mientras amartillaba la pistola.
—¿Ves? Pero ¿quién te crees que eres para decidir que me tienes que dar una azotaina? ¿Un machito? ¿El que siempre salva a la niña tonta?
Aquello estaba empezando a pintar mal. Sayaka sabía manejar un arma. Y tenía buena puntería.
—Bueno, no diría yo tanto.
—¿Y quién me llamó «pecho liso» una vez? ¿Eh? ¿Quién?
De eso sí que me acordaba. Mira que era tonto yo antes llamándola así, si me habría bastado con esperar unos años. No tenía más que mirarla ahora. Con tanto chillido, se le había resbalado la chaqueta un poco por los hombros y se veía a la perfección que no eran nada lisos. Madre mía. Pero, vale, no era momento de distraerse.
—Lo siento, Sayaka. No tenía ni idea.
Ella sujetó el arma con las dos manos, apuntando a mis testículos sin desviarse ni un centímetro.
—Claro que no, ni te esforzaste en tenerla. Siempre burlándote de mí y de mi Afrodita, siempre apartándome o empujándome para llevarte tú toda la gloria.
—Por Dios, Sayaka, ten cuidado con la pistola.
Empezó a respirar tan agitada y a apretarla tanto que pensé que iba a disparar en cualquier momento. Pero, entonces, así sin más, se calmó y empezó a reírse con una malicia que nunca antes le había visto. Y le brilló un ojo. Maldita sea.
—Ven, Afrodita A —gritó de repente con todas sus fuerzas, dirigiéndose al aire.
Unos pasos hicieron temblar el suelo y del fondo del templo vi aparecer a Afrodita. O, más bien, a algo parecido a ella. Sus colores naranjas y rosas se habían fundido en un tono sucio, tenía un preocupante agujero en uno de los pechos, que dejaba al descubierto su maquinaria, y… tenía boca. Una boca manchada por lo que podría ser sangre y con unos dientes feos de metal oxidado. Una robot zombificada. Alguien se había olvidado de contarme algo.
—Devóralo —gritó ella.
Joder. Cuando Afrodita empezó a avanzar, me encogí sobre mí mismo, con los pantalones bajados y la camisa medio rota y asustado como hacía mucho que no lo estaba. Sin embargo, la monstruo pasó de largo con sus pies enormes y se fue a por Mazinger. No. Mi Mazinger. Creo que grité, pero dio igual. Afrodita lo agarró de la cabeza y de un solo mordisco le hizo un agujero en el cuello. Ni aleación Z ni gaitas. Me dolió hasta a mí.
Entonces pasó algo que solo había imaginado en mis pesadillas: Mazinger se empezó a mover solo. De repente se le iluminaron los ojos, igual que cuando colocaba el planeador en su cabeza, y las rejillas que tenía en lugar de mandíbulas se agrietaron y formaron una boca. Una espantosa, en la que las propias rejillas rotas eran los dientes, irregulares y afilados. Y empezó a gruñir. No hay nada más horrible que ver cómo aquello que adoras se convierte en un monstruo sin cerebro que solo hace ruidos estúpidos. Dios, eso no tenía que haber ocurrido. Mazinger movió la cabeza hacia los lados, desorientado, como si estuviera viendo todo por primera vez, y yo me encogí todavía más. En ese momento localizó el planeador y soltó otro nuevo gruñido, uno en el que juro que me pareció entender «Cerebrooo», dicho así, alargando la o. Lo agarró, lo levantó y empezó a devorarlo a mordiscos ansiosos. Aquello era un maldito desastre. ¿Cómo iba alguien a poder parar al robot más poderoso de la tierra si le daba por tener hambre y comerse todo y a todos?
Lo peor vino después. En cuanto Mazinger terminó de devorar el planeador, Afrodita se tiró encima de él y los dos rodaron por el suelo. El golpe fue tan bestial que retumbó en todo el templo, nos tiró y agrietó el techo. Cayeron piedras y nos tuvimos que tapar la cabeza. Era una escena bizarra; estaban revolcándose, primero Afrodita encima de Mazinger, mordiéndolo como una amante frenética, y luego Mazinger sobre ella, abriéndole las enormes piernas metálicas y rugiendo como si estuviera poseído. ¿Estaba viendo bien? ¿Dos robots gigantes fornicando desesperados? Con cada rugido y con cada vuelta, el suelo temblaba y las paredes del templo se agrietaban más. Y, claro, las columnas empezaron a derrumbarse y las estatuas a caerse.
Sin embargo, Sayaka no se daba cuenta y no paraba de reír. Estaba loca, pero loca del todo, y lo peor era que se le había pegado la misma risa que tenía el doctor Infierno. Y yo, con los pantalones bajados aún, no hacía más que dar vueltas sobre mí mismo para evitar los cascotes que me venían encima.
—Detén esto, Sayaka. A ti te obedecerán. Detenlo.
—No se puede detener, Koji —dijo, sin dejar de reír—. Es el comienzo de una nueva vida, ¿no lo entiendes?
—Maldita sea, Sayaka. Tú no eres esta. Tú no estás loca. ¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha hecho así?
—El amor, Koji, el amor —dijo, mientras los embates de Mazinger eran tan fuertes, metal contra metal, que retumbaban en toda la sala y hacían que la grieta del techo se agrandara más aún. Se veía el cielo ya, y una piedra enorme cayó a apenas unos metros de nosotros—. Ashler era una persona tan completa… No imaginas todo lo que aprendí con ellos, con el barón y la baronesa.
Mazinger soltó un último gruñido, uno tan fuerte que el techo finalmente cedió y la montaña entera empezó a desmoronarse. Se puso de pie entonces y golpeó con su brazo entero y con el otro tullido las paredes, rugiendo eufórico, haciendo que todo se cayera más rápido aún. Malditos robots vírgenes, pierden el control en cuanto mojan la primera vez.
Sayaka seguía riéndose. Me subí los pantalones como pude y decidí agarrarla y llevármela de allí, pero, cuando me fui a acercar, una piedra enorme se desprendió por sorpresa y la aplastó. Solté un grito de espanto, de dolor y de rabia. No pude hacer nada, solo alcancé a ver parte de mi chaqueta bajo la piedra. Tampoco tuve tiempo para más porque empecé a correr como un desesperado hacia fuera. La escalera hecha a medida para robots gigantes fue muy dura de descender; era como descolgarse por una cornisa rocosa mientras no hacían más que desplomarse bloques enormes detrás de mí. Me tuve que dejar caer varias veces y me llevé una torcedura de tobillo y decenas de contusiones en los hombros y la espalda, y tal vez algo roto, pero al final conseguí salir al exterior por la compuerta, que se había hecho pedazos ya. Me alejé lo que pude, arrastrando el pie herido, y, cuando me di la vuelta, contemplé cómo el monte Fuji se hundía. Adiós al símbolo del Japón. Eres un héroe, Koji.
Pasaron horas. La tierra no dejó de temblar hasta que amaneció. Fue entonces cuando me acerqué de nuevo y me dejé caer junto a una de las piedras ciclópeas que habían rodado por allí. Después de tanto esfuerzo, todo se había ido al garete. Y el monte se había convertido en un conjunto de cascotes sin ningún tipo de dignidad. Apoyé la cabeza en uno y me sentí deprimido al pensar en Sayaka. ¿Qué hubiera pasado si la hubiese rescatado hacía seis años, justo cuando había desaparecido? ¿La hubiera encontrado loca ya o se había vuelto así con los años de convivencia con Ashler? ¿Me había jurado venganza incluso antes de que la secuestraran? ¿Me hubiera matado entonces por la espalda al salvarla? No pude evitar preguntarme si no había sido acaso muy torpe al no haber podido encontrarla hasta después de tanto tiempo, y si no podría haber evitado todo esto. No tenía respuestas, y me llegué incluso a plantear qué era lo que habían visto en ese engendro de Ashler tanto ella como el doctor Infierno. ¿Tan especial era? ¿Qué demonios había tenido ahí debajo, entre las piernas?
Sí, deprimido era lo que mejor definía mi estado. Había pasado demasiados años con el único objetivo de encontrarla, y ahora me había quedado sin nada; sin objetivo y sin Sayaka. Asco de mundo, desde luego. Y pobre Sayaka.
Cuando las piedras se movieron y empezaron a saltar a los lados, no me sorprendí mucho. No era la primera vez que le caía una montaña encima a Mazinger. Tenía unas cuantas abolladuras más y la parte superior de la cabeza, donde solía estar el planeador, estaba aplastada. Irónico. Por supuesto, seguía teniendo esa boca de dientes de hierro y continuaba gruñendo. Terminó de apartar las piedras, se incorporó y se me quedó mirando desde lo alto. Yo me puse también de pie, con el poco orgullo que me podían dar mi camisa de botones rotos y mis pantalones grandes. Si hubiera tenido un cigarro, lo hubiera encendido con toda parsimonia. Como no lo tenía, metí las manos en los bolsillos y lo miré con mi mejor pose de tipo duro.
—Bien, chaval —le dije—. Esto se ha acabado.
Mazinger, ahora Z de verdad, el muy bastardo, soltó un gruñido que no era muy distinto al de hacía unas horas en el templo.
—De repente te has hecho mayor, así que ya está —seguí—. Cada uno tiene que irse por su lado.
Otro gruñido, exactamente igual que el anterior. Yo, en cambio, suspiré.
—Te voy a echar de menos, joder.
Lo miré de nuevo mientras me esforzaba por mantener mi expresión dura y no soltar ninguna lágrima. No hubiera sido propio. Entonces me di la vuelta.
—Cuídate —le dije, sin mirar atrás—. Y no se te ocurra comerme.
Me alejé sin que él me siguiera, lo cual en el fondo fue una suerte terrible. Aunque, bueno, esa suerte tampoco me dejaba en una situación para tirar cohetes. Hacía un día de mierda en un mundo de mierda. Ni había pájaros ni habían quedado árboles que no hubieran sido pisoteados por los monstruos mecánicos. Ni siquiera se veía bien el sol por culpa de la nube de polvo que había levantado el Fuji. Y ¿qué iba a hacer yo ahora con mi vida? Ni idea. Igual podía pedirle trabajo al doctor Infierno. Traficar con licor no-muerto, como los demás. Pasarme las noches viéndole los pechos de silicona a la que intentaba cantar como Gilda mientras yo me acordaba del «pecho liso» de Sayaka. Huir de mis acreedores. Hacerle la pelota a Nuke.
Qué desastre; ni robot, ni chica, ni futuro. Ahora solo faltaba que me mordiera un casquito de hierro.