1
Era el día más hermoso que se recordaba en el bosque. El sol brillaba radiante en las alturas. La hojarasca danzaba con suavidad junto al camino, meciéndose entre los árboles. La felicidad inundaba los corazones de todos los animales, desde el más pequeño hasta el mayor y más feroz que se pueda imaginar, y un sopor idiota formado por la unión de todos aquellos corazones felices daba al conjunto esa consistencia de cuento de hadas tan típica de las series infantiles o de las películas americanas.
Esa terrible tontuna, esa vaciedad de personajes planos y maniqueos, les había convertido a todos en protagonistas de dibujos animados, y también era lo que les había traído al final la fama y el reconocimiento en el mundo entero.
Todos ellos eran jodidamente famosos.
En efecto, Banner y Flappy y, por extensión, el conjunto de los habitantes de aquel bosque, eran conocidos en todo el planeta desde el año 1979, momento fatídico que había visto convertida en éxito la historia de dos ardillas juguetonas que acababan casándose y teniendo tres hijos. Durante veintiséis episodios habían corrido mil y una aventuras (lo cual es una forma de hablar, porque habían sido exactamente esas veintiséis), hasta que todo concluyó y la felicidad se instaló para siempre en aquel lugar donde habían acudido huyendo del mal tiempo en el último de los episodios.
Y en aquel lugar seguían.
Y eran felices.
Y tenían toda la comida que necesitaban.
Y nadie se había muerto en cinco años.
Y SIEMPRE hacía un buen tiempo que te cagas.
Si uno tenía un poquito de calor, bajaba por arte de magia un par de grados la temperatura; si tenía frío subía sola. Era como si tuvieran un puto mando a distancia con control remoto en las nubes.
Era el Jardín del Edén de las ardillas.
2
Pero no todos eran felices. No todos eran jodida y estúpidamente felices. Flappy estaba evolucionando. Flappy sentía que debía evolucionar… aunque no sabía la causa.
Estaba en la cocina, mirando una caja de cuchillos que le habían regalado sus amigos del bosque en las navidades. Y, tampoco sabía por qué, la exasperaba.
—Idiotas.
Pensando en todo esto, salió al exterior, al huerto, y suspiró mirando hacia el lejano horizonte. ¿Es que no veían que aquello no servía de nada? ¿Para qué demonios querría una ardilla una caja de cuchillos?
Porque Flappy no era una jodida cocinera sino una ardilla, un precioso espécimen hembra que había enamorado al otro protagonista de la serie, Banner, luego de ofrecerle la primera nuez de su vida. Y es que Banner era un animal atípico, una ardilla que no sabía lo que era una nuez y que ni siquiera era consciente de ser una ardilla porque había sido criado por una gata, de tal suerte que se había creído un gato hasta que había alcanzado la edad adulta.
Sí, en efecto, ya lo habéis entendido: Banner era más tonto que una piedra. Y Flappy, por el contrario, se conducía con inteligencia y decisión. Aquel era el motor de la historia.
El argumento, no cabe duda, es tan estúpido que podría ser una superproducción de Hollywood, pero volvamos al momento presente, cinco años después de la serie, con Flappy casada con Banner el tontorrón, infeliz madre de tres ardillitas también tontorronas y poseedora de una maravillosa e inútil colección de cuchillos de cocina. Ella y solo ella se daba cuenta de que algo iba mal, de que tenía que salir de esa espiral de estupidez y complacencia.
¿Por qué? ¿Por qué quiero cambiar?, se preguntaba, mirándose a un charco, observando la margarita que llevaba en el pelo. Una flor que nunca se ensuciaba, que nunca se le caía, que jamás se marchitaba… y que había llevado anudada a los rizos de su pelo (a pesar de que las ardillas no tienen rizos en la cabeza ni pelo suficiente para llevar prendida flor alguna) durante aquellos malditos veintiséis episodios de la serie y durante todo el tiempo que había pasado desde entonces.
Días, semanas, meses, estaciones corriendo sin pausa, y aquella flor de los cojones cogida de su pelo como una araña muerta.
¿Por qué ya no tengo bastante con todo esto?
Al fondo, junto al árbol gigante donde vivían, Banner jugaba con sus retoños y rodaba por el suelo lanzándoles cáscaras de frutos secos, que rebotaban en sus huecas cabezas.
Y todos reían.
Habían salido al padre.
—¡Flappy, cariño, ven a jugar! —le gritó entonces su esposo, agitando los brazos.
Ese fue el instante en que se rompió el hechizo.
—Vete a tomar por culo, gilipollas —masculló Flappy, en voz baja.
—¿Qué has dicho, amor? —repuso Banner, que apenas había oído un murmullo ininteligible.
Flappy se volvió y estiró la mano con la intención de saludar a su familia, dispuesta a decir algo como: «Ahora mismo voy, mi cielo».
Ella, si pudiera, os juraría que eso era lo que tenía intención de hacer.
Pero su mano actuó por sí sola y, cerrando el puño, mostró sus dos dedos corazón (su mano dibujada era de cuatro dedos), en un gesto conocido en todo el mundo animal como «Que te den por culo».
También su boca habló por sí misma, desobedeciéndola, y repitió lo que antes había mascullado y lo que su mano gráficamente representaba.
—¡He dicho que te puedes ir a tomar por culo, gilipollas!
Entonces Flappy echó a correr, adentrándose en la espesura.
3
Hacía frío. Muchísimo frío. Flappy había olvidado aquella sensación y se sorprendió al comprender que alguna cosa terrible debía estar pasando cuando el clima del bosque, siempre benigno, también evolucionaba, como si todo su mundo (no solo ella) se estuviera desmoronando.
Su actitud de aquel día le recordaba a su primo Lador, siempre rebelde, siempre intentando ponerle pegas a las cosas. Tal vez fuese un estigma familiar. Tal vez ellos trajeran el mal tiempo. Se preguntó por primera vez si sería culpa suya, si aquel rapto de rabia y desazón contra Banner y sus hijos, aquel inconformismo con su necia existencia, podía haber provocado que las fuerzas negras y oscuras de la desgracia se pusieran en marcha para abatirse sobre todo cuanto conocía.
Sin embargo, las fuerzas negras y oscuras estaban muy cerca, y nada tenían que ver con la pequeña Flappy. Cuando, caminando por el final del bosque, llegó a la casa de la señora Lori, pudo darse cuenta de que el peligro estaba acechando desde hacía días, aunque ninguno lo hubiera visto.
La familia de ardillas formada por Lori y su hijo eran los últimos vecinos de la comunidad, y el árbol donde vivían estaba casi en el linde del bosque, junto al primer pueblo de un país llamado España. No era una casa muy grande la que habitaban, y tal vez no eran los más ricos de entre las ardillas, pero eran muy dichosos. Las cosas habían cambiado desde la época en que se emitía la serie, y el pequeño Clay, el dulce y travieso retoño de la señora Lori, ya no era tan pequeño y había dejado también de hacer travesuras. Ahora eran una familia feliz y bien avenida formada por una ardilla macho adulta que cuidaba de una madre anciana.
Al menos eso creía Flappy, sin duda equivocadamente, porque lo que se encontró, mientras avanzaba temblando por los aledaños de la finca, fue a la pobre Lori, moribunda y cubierta de sangre, tirada en el suelo. Al fondo, un grupo de hombres trajeados estaban derribando la casa de la familia (y el árbol entero que la sustentaba). Al pie de sus restos había un cartel: «PRÓXIMA CONSTRUCCIÓN DE CHALETS ADOSADOS».
—¡Ten cuidado, Flappy! —murmuró la señora Lori, justo antes de expirar—. Son los banqueros zombis.
Porque la anciana ardilla había sido devorada por los muertos vivientes y arrojada a una cuneta luego de echarla de su hogar. Ahora era tan solo un pequeño animal temblando entre los estertores de la muerte mientras, en lontananza, un grupo de bestias comedoras de carne humana (o de ardilla) se afanaban en destruir sus posesiones.
Dio su último suspiro cogida de la mano de Flappy. En ese preciso instante, comenzó a oír unos sollozos que se elevaban a su izquierda, detrás de unos matorrales. No le costó reconocer a Clay, arrebujado en el suelo, hipando y golpeándose el rostro.
—Dime lo que ha pasado —exigió Flappy, después de caminar hasta donde se ocultaba su amigo.
Clay abrió mucho los ojos y la miró como si no pudiese verla, con el iris fijo en el cartel que habían clavado en el suelo aquellos hombres trajeados que su madre había llamado banqueros zombis.
—Dime lo que ha pasado, Clay —insistió Flappy.
El silencio del muchacho continuó por más de un minuto.
—Quiero que me digas qué demonios ha…
—Te he oído la primera vez, Flappy —la interrumpió Clay, con una voz distante, fría—. Si lo que quieres es saber la verdad, entonces la sabrás.
Y comenzó a hablarle de la Bruja Avería Z.
4
La Bruja Avería había nacido en un programa de televisión en el año 1984, pocos días después de terminar la serie de Banner y Flappy y de que ellos llegaran a aquel bosque. La bruja era un personaje icónico que trataba de explicar a los niños el peligro que representaba para el futuro del mundo esa rara bestia llamada el capital. Ella era su estandarte, un monstruo que trataba de empobrecer al mundo con inversiones fraudulentas, engaños y estafas, siempre con el objetivo último de arruinar a cuantos seres humanos le fuera posible.
El programa que le había dado vida se llamaba La Bola de Cristal y se emitió durante cuatro temporadas, hasta 1988. El Librovisor, los Electroduendes y la Banda Magnética, así como diversos personajes, secciones, canciones, sueños…, quedaron grabados de forma indeleble en la mente de toda una generación de niños. Pero, por razones políticas nunca del todo explicadas, el programa fue cancelado antes de que calase de verdad en la mentalidad de una época y pudiera cambiar el estado de las cosas.
Se trataba de un programa infantil claramente de izquierdas… y en España gobernaban las izquierdas. Pero, aún así, fue cancelado de forma abrupta, sin explicaciones.
Tal vez fuera demasiado de izquierdas, cuando en realidad los políticos de izquierdas viven de aparentar que lo son y, en modo alguno, de serlo realmente.
Sea como fuere, cuando La Bola de Cristal echó el cierre, la Bruja Avería se negó a quedar olvidada en un baúl con otros títeres y decidió entregarse al mal, al capital, a aquello para lo que había sido concebida.
Y comenzó por hacerse usurera, por firmar hipotecas a incautos que sabía que no podrían pagar los abultados intereses, esos que escondía como trampas explosivas en la letra pequeña de los contratos. De esta forma arruinó a muchas familias… la mayoría dibujos animados descerebrados y con pocas luces, gente como la vieja ardilla Lori y su hijo.
La bruja engañó a Clay y le concedió un préstamo para comprar un flamante granero para las nueces y, luego, cuando ni él ni su madre pudieron hacer frente a las letras, se lo embargó. Más tarde, les quitó también la casa.
Finalmente, el día que expiraba el plazo para abandonar su hogar, mandó a los banqueros zombis a echar a la familia a la calle, a asesinarlos, a robarles la vida luego de haberles arrebatado la dignidad.
5
Clay detuvo su explicación. Se había alzado, como movido por un resorte, y señalaba en dirección a su antigua casa. Fue entonces cuando Flappy se dio cuenta que un grupo de hombres trajeados acudían hacia ellos desde los terrenos que un día habían sido de la señora Lori. Y avanzaban a la carrera, campo a través, aullando un mantra que al principio a Flappy le pareció incomprensible, pero que, al poco, comenzó a reverberar en sus oídos, cada vez más diáfano su significado según se acercaba la horda asesina.
—¿Quieres una hipoteca? ¿Quieres una hipoteca? —chillaban los banqueros zombis de la Bruja Avería, babeando enloquecidos.
—¿Cómo se los puede parar? —inquirió Flappy, aterrorizada, retrocediendo instintivamente un par de pasos.
—Algunos dicen que atravesándoles la cabeza, dañándoles el cerebro. Pero los grandes banqueros, los zombis, no tienen cerebro, funcionan como una colmena, con una inteligencia única de manada de carroñeros. Otros aseguran que disparándoles en el corazón, como a los vampiros, pero ellos tampoco tienen corazón. Eso todo el mundo lo sabe.
Los banqueros estaban cada vez más cerca, habían saltado una cerca y jadeaban como hienas al oler la cercanía de unos incautos a los que estafar… y luego devorar.
—Solo se los puede parar hiriéndolos entre la cuarta y la sexta costilla. Aquí —añadió Clay, poniendo la mano derecha por encima de su barriguita—. Cuando vinieron a echarnos de casa, me resistí y maté a uno clavándole una estaca de madera donde te digo.
—Pero ¿por qué en ese lugar precisamente?
Clay sonrió. Una sonrisa aviesa, pero también triste.
—Ahí, entre esas costillas, llevan la cartera los seres humanos que visten con chaqueta. Ese es su punto débil. Si les das en la cartera, se derrumban como la escoria que son y mueren. Ninguno quiere seguir viviendo sin ella.
A continuación, como intentando probar su aserto, Clay se abalanzó hacia los banqueros enarbolando un trozo de madera sucio de sangre que hasta entonces guardara detrás de su espalda. Cuando estuvo cerca del primero de sus enemigos, dio un gran salto y lo clavó en sus costillas, retorciendo el mango para hacer el mayor daño posible. La bestia se derrumbó, aullando de dolor. Gritaba:
—¡Mi dinero! ¡Mis acciones! ¡Mis stock options! —bramaba, mientras se retorcía en el suelo entre grandes aspavientos.
Antes de que estuviese muerto, Clay ya había recuperado su afilada madera y corría hacia el siguiente banquero zombi.
—¡Sálvate tú, Flappy! —gritó, dando un brinco poderoso y buscando la caja torácica de su nuevo adversario—. Yo causé la ruina y la muerte a mi madre. No merezco seguir viviendo en nuestro bosque. Avisa al resto de criaturas, a todos nuestros amigos. A menos que hagas algo, ellos serán los siguientes.
Flappy, con lágrimas en los ojos, hizo lo que su amigo le pedía. Clay estaba rodeado de al menos una docena de banqueros. Su suerte estaba echada.
—¡Adiós, Clay! —gritó al viento, aunque ya nadie la escuchaba.
Dio media vuelta, saltando al cabo hasta la rama más próxima. Tenía que volver a casa.
6
Había comenzado a llover. Es más, llovía a mares. Flappy avanzaba a duras penas entre el fango y los matorrales, consciente de que el destino de todo el bosque estaba en sus manos. Pero ahora, con toda aquella lluvia azotándole el rostro, apenas sí conseguía avanzar unos pasos por ese dédalo de ramas y follaje y tenía miedo de llegar demasiado tarde, de que los banqueros zombis se le adelantasen.
Los humanos son seres grandes, voluminosos, que pueden avanzar en medio de un aguacero. Pero ella era solo una pobre ardilla, un animalito que en circunstancias normales se habría refugiado de un chaparrón como aquel y habría esperado a que amainase.
Pero no podía hacerlo. Y por dos razones. La primera era su determinación de avisar a sus amigos del peligro que representaban los banqueros zombis. La segunda, que no estaba segura de que el tiempo fuera a amainar.
—El clima y nuestros actos están ligados —murmuró, sin darse apenas cuenta de que había hablado en voz alta.
Así era. Estaban en el Jardín del Edén de las ardillas. Allí todo era buen rollo y la felicidad idiota de los santos varones o los niños. No se morían. No se ensuciaban. No se les caía ni se les marchitaba una flor si se la prendían en el pelo. Todo era perfecto. Incluso el tiempo, que siempre era inmejorable.
Y seguiría siéndolo mientras ellos continuasen actuando como querubines. De lo contrario, todo el maldito Edén se les caería en la cabeza. Por eso, cuando ella había insultado a Banner y había huido de casa, la temperatura había bajado y había empezado a hacer frío. Y, también por eso, cuando Clay había dejado salir su rabia y había asesinado a los zombis que le habían robado la casa, se había puesto a llover.
Si dejaban de ser buenos, hacendosos, amables y dulces… el Jardín del Edén solo sería un bosque cualquiera, con sus días de mal tiempo, sus disputas entre vecinos y toda esa realidad que no sale en los libros de cuentos o las series de televisión infantiles.
Se preguntó por qué demonios, horas antes, había querido cambiar y abandonar su vida regalada. Ahora añoraba la felicidad y la tontuna que antes había detestado. Ojalá ambas regresasen y los banqueros zombis jamás hubiesen existido.
Pensando en todo esto, llegó al árbol gigante donde vivía con Banner.
—¡Cariño! —gritó—. ¡Cariño, baja, he vuelto!
Pero nadie contestó.
—¡Banner, mi niño, perdóname! ¡Estaba loca, no sabía lo que decía!
La casa siguió en silencio. Dominada por un súbito presentimiento, escaló a la carrera el tronco nudoso del árbol. La lluvia le azotaba las mejillas, pero ella no dejó de correr hasta que entró por el hueco que les servía de puerta.
—¡Banner!
No había nadie. Llamó a sus hijos por sus nombres, pero tampoco acudieron. Luego de cinco minutos de búsqueda infructuosa, estaba ya a punto de tener un ataque de nervios cuando encontró una nota en la cocina, justo en la tapa de la gran caja donde guardaban las nueces maduras.
Estoy con los niños en el claro del bosque.
Hay una reunión de vecinos.
Dice Búho que ha llegado una tal señora Avería
para ofrecernos muchos regalos y presentes.
Te espero allí.
Besos.
Banner
A Flappy le rechinaban los dientes mientras leía la nota. Cuando hubo terminado, se volvió hacia su derecha y comenzó a rebuscar en otra caja, en aquella en la que guardaba los enseres domésticos.
—¡Aquí está! —exclamó entonces triunfal, soltando una carcajada.
Había encontrado los cuchillos que le habían regalado las navidades pasadas.
7
En el claro del bosque brillaba el sol. Tal vez fuese una impostura; no sería de extrañar que la Bruja Avería hubiese desplegado un gran foco en la parte superior de una carpa y que a los pobres animalillos del bosque les pareciese que allí (y solo allí) hacía un día estupendo.
Porque precisamente esa era la ilusión que quería venderles la Bruja y sus banqueros: la idea de que solo se puede ser feliz en aquel lugar, en la oficina del gigantesco Banco Z de Avería, donde todos los sueños se hacen realidad… incluso los que uno jamás había tenido hasta ese momento.
¡Manejo cifras y datos y engaño a los animales gilivatios!, suspiraba la Bruja Avería para sus adentros, mientras avanzaba mesa a mesa por la gran carpa del Banco Z y miraba los impresos que aquellos incautos estaban a punto de firmar.
Porque el mismísimo señor Búho, el hombre más sabio del bosque, había hipotecado el precioso poste de madera desde donde observaba el mundo para comprarse cinco postes más en diversos puntos del pueblo. No los necesitaba, por supuesto, ya que podía posarse en cualquier rama, pero los banqueros le habían convencido de que, poseyendo cinco postes, sería el más admirado de la comunidad.
Ya tenía en su ala una pluma estilográfica, dispuesto a poner una gran X al pie del documento.
El abuelito de Flappy, viendo lo que pensaba hacer Búho, había decidido hipotecar su vivienda para adquirir dos árboles nuevos. Pensaba hacer casas rurales para turistas. Al bosque no venían turistas, y el abuelo ni siquiera sabía para qué servía exactamente una casa rural, pero los banqueros Z le habían explicado que esa era la única manera de superar a Búho y ser aún más envidiado que el famoso poseedor de cinco postes.
Al ver que los más sabios del pueblo pedían hipotecas, el resto de la comunidad se había lanzado a las mesas de los banqueros en tropel y empeñaban sus objetos, malvendían su futuro por sacos de frutos secos que no necesitaban, árboles en los que nunca vivirían y objetos superficiales con los que deslumbrar a sus vecinos.
Todo estaba listo para las firmas que los convertirían en esclavos de por vida.
Y la Bruja Avería reía a carcajadas calibrando la próxima ruina de aquellos idiotas o el coste mensual de unas letras que no podrían pagar. Previó embargos, desahucios, lágrimas, vergüenza y, por fin, todo el bosque talado y convertido en un desierto donde edificar una urbanización de lujo.
—¡Por un hercio y un terminal, qué bello es ser ultraliberal! —exclamaba, ahora ya a voz en grito, sabedora de que su engaño había triunfado y de que nada podía deshacer su plan.
O tal vez sí.
Cuando Flappy penetró a la carrera en la carpa del Banco Z, vio a Banner en la primera mesa, rodeado de sus hijos y encorvado sobre un papel. Ella iba a avisarlo del peligro cuando un amable tipo trajeado le salió al paso con la mejor de sus sonrisas.
—Tengo una oferta para usted que no podrá rechazar —le aseguró, todo muecas falsarias y afectación.
—¡Vete a la mierda! —repuso Flappy—. Métete esa oferta donde te quepa.
Pero el banquero la asió de la muñeca y la levantó por los aires.
—Todos están firmando. Tú no serás menos, zorra.
La bestia la miraba a los ojos, y Flappy vio un destello de maldad que se escurría por sus iris sin vida. Y vio también sus dientes sucios de sangre.
—No estés tan seguro, banquero zombi.
La valerosa ardilla cogió el primer cuchillo de su caja y se lo clavó en la cartera, entre la cuarta y la sexta costilla, como le había explicado Clay. Cayó el zombi pesadamente al suelo, arrastrándola en su derrumbe. Flappy tuvo que dar un brinco para evitar al muerto viviente, que aun entre estertores trataba de lanzarle dentelladas mientras decía:
—¡Tienes que firmar una hipoteca! ¡No eres nada sin una hipoteca! ¿Acaso quieres ser menos que tus vecinos?
La bestia murió asiéndose a su cartera, aullando de dolor cuando al abrirla vio que todos sus contratos y su dinero estaban rotos, echados a perder.
Fue entonces cuando la Bruja Avería le salió al paso a la pequeña Flappy. Se trataba de un ser horrendo, una vieja desdentada cuyos cabellos eran cables de colores. Tenía las cejas muy pobladas y una sonrisa perversa de labios muy negros, y vestía una túnica oscura y una bufanda de lana raída. Flappy estaba convencida de que iba a decir algo muy profundo y siniestro, un aserto que justificara su causa desde la grandilocuencia: una defensa a ultranza de un sistema económico que nos invita a creernos ricos para luego arruinarnos y hacer más ricos a los que en verdad lo son, siempre lo han sido y siempre lo serán. Pero la Bruja no dijo gran cosa; sabía que a Flappy no podía engañarla y solo entonó, con voz sibilante como de víbora:
—¡Viva el mal! ¡Viva el capital!
—No me impresionas, Bruja —le espetó Flappy, enarbolando el segundo cuchillo de su colección, uno especial para cortar queso—. Yo sé por qué cancelaron La Bola de Cristal.
Avería esbozó una mueca de incredulidad.
—¿Lo sabes?
Se podía oler su miedo.
—La Bola era un programa que enseñaba a los niños a temer a los bancos, a desconfiar de ti, de esos préstamos que luego hay que devolver y que acaban por arruinarnos. Y los políticos, sean de derechas o de izquierdas (¿realmente hay políticos de izquierdas?), no pueden permitir que eso pase, porque nuestro sistema se basa en una gran falacia: a saber, que si hay vacas gordas todos ganamos, pero cuando hay vacas flacas los ricos siguen ganando y los pobres nos vamos a tomar por culo. Estamos en 1989. Todo va viento en popa todavía, pero esos niños que estaban viendo La Bola de Cristal de 1984 a 1988 en España tendrán en el 2010 entre treinta y cuarenta años. Son precisamente la generación que tiene que arruinarse en la crisis. De no haberse cancelado La Bola, si se hubiesen criado desconfiando de la banca, no habrían caído en el error de pedir préstamos para engordar a los ricos, que siempre tienen que recoger sus beneficios.
La Bruja asintió quedamente, como si estuviera alabando su inteligencia.
—Qué pena que en España nadie pueda oír tu discurso en este año de 1989. Eso podría salvarlos.
Flappy frunció los labios.
—No, nadie puede salvar a los españoles. Pero sí a los habitantes de este bosque. Aquí nadie va a firmar préstamos, nadie se va a arruinar y nadie va a perder su árbol, su hogar y su vida para hacer más rico a un hijo puta que vive en un barrio residencial.
—¿Y cómo lo harás? —La Bruja ensanchó su negra sonrisa.
Flappy levantó su cuchillo de cortar quesos, como si le hiciera una advertencia. Ahora entendía la razón por la que, aquella mañana, alguna cosa se había roto dentro de ella. Se había dado cuenta, o acaso había sido puro instinto, de que no podía seguir siendo buena y dulce. Para sobrevivir, tenía que evolucionar. Para ser la heroína de nuestra historia, debía dejar atrás el pasado y ser una nueva Flappy.
—Lo haré con esto —sentenció, cerrando el hilo de sus pensamientos al mirarse reflejada en la hoja del cuchillo. Y lo que vio le gustó.
Banner, por su parte, se alzó de la mesa donde había estado a punto de firmar con su patita una hipoteca de cincuenta años y se acercó a su esposa. El resto de animales lo imitaron, aterrorizados. La carpa había salido volando por los aires, y el foco se apagó de pronto. Llovía a mares en el bosque y había anochecido; ahora se daban cuenta. Unas lágrimas calientes como el fuego del infierno caían sobre la tierra, levantando nubes de humo.
—¿Quieres que te ayude? —inquirió Banner, que estaba dispuesto a apoyar a su compañera en lo que fuese. Para bien o para mal. Daba igual que le hubiera faltado al respeto por la mañana. Él la amaba incondicionalmente y estaría siempre a su lado.
Flappy sonrió dulcemente a su esposo mientras entregaba cuchillos de cocina a su primo Lador y a algunas otras ardillas jóvenes, las que ella sabía más conflictivas y con más mala leche.
—Tú no hace falta que hagas nada, cariño. Nosotros nos encargamos.
Una fila de banqueros zombis había formado y estaba lista para atacar. La Bruja Avería había levantado una mano y estaba a punto de dar la orden de cargar contra las ardillas.
—¡Soy Avería y aspiro a una alcaldía! —chillaba la Bruja—. ¡Viva la CIA, viva la economía!
De pronto, Flappy se giró hacia la pequeña ardilla que le había robado el corazón. Le besó en la frente.
—Hay una cosa que puedes hacer, Banner.
—¿Sí? ¿Cuál? —repuso este, ansioso.
—Corre a nuestro hogar y refuerza el techo de nuestra casa del árbol.
—¿Por qué? —Banner pareció por un momento desconcertado—. ¿Va a llover todavía más fuerte?
Flappy se echó a reír, recordando que el tiempo que hacía en el bosque dependía de cómo se comportaran: si eran buenos, brillaba el sol… si eran malos, surgían nubes de tormenta. Entonces se dio cuenta de que la mano de Avería había bajado y de que los banqueros zombis se acercaban ya a la carrera.
—Llover, diluviar… Hasta ahora lo que ha caído es poca cosa —le aseguró Flappy a su esposo, mirándose una última vez reflejada en el cuchillo, antes de señalar con la punta hacia el frente, asiendo el mango con todas sus fuerzas—. ¡Aquí va a granizar de la hostia!