Los dos hombres se acercaron a la figura sentada en suelo. Uno llevaba la chaqueta en la mano y las mangas de la camisa recogidas; se abanicaba con el sombrero. El otro era alto, enjuto, vestía un sucio guardapolvo y llevaba la cabeza descubierta; una larga y descuidada barba caía sobre su pecho. El tipo sentado en el suelo parecía dormir, aunque en realidad estaba despierto. Apoyado contra la pared del callejón, casi escondido entre unas cajas y un contenedor metálico, se aferraba a una botella vacía y a una gastada maleta de cuero de buen tamaño. Bajo su abrigo, apenas un taparrabos y unas botas de piel; su corpachón, otrora musculado y firme, se arrugaba fláccido y decadente. El hombre del sombrero y la camisa arremangada se acuclilló para hablarle, pero él apenas pareció notarlo.

—¿Es usted…? —le preguntó. El tipo del suelo se limitó a arquear una ceja y lo miró con un ojo azul claro como el cristal. Al otro ojo lo protegía un parche negro bajo su melena sucia y entrecana—. Somos los periodistas, ¿recuerda?

El tipo dio un trago de su botella. Solo aire acarició sus labios; sin embargo, hizo incluso el gesto de secarse la boca con el dorso de la mano. Su barba rala raspó como papel de lija.

—Claro, esa revista —contestó. El reportero alto, que todavía no había dicho nada, sacó cuaderno y lápiz y se dispuso a anotar cada palabra. La voz del entrevistado era ronca y cansada—. ¿Qué quieren que les diga?

El periodista del sombrero carraspeó. Le empezaban a doler las rodillas.

—Bueno, si quiere podemos ir a otro sitio…

—No tengo otro sitio.

—Bien, no importa. Entonces… Verá, nos cuesta mucho creer que consiguieran salir.

El tipo de la botella frunció los labios y miró al cielo sucio y ensombrecido.

—No todos lo conseguimos —dijo, con un atisbo de tristeza en sus ojos—. Lo cierto es que tuvimos muchas oportunidades de volver, pero siempre algo se torcía.

—¿Algo?

—Aquel jodido enano, el dichoso unicornio, Venger… Por un motivo u otro, acabábamos decidiendo esperar a la próxima. Maldita sea.

Los periodistas se miraron.

—¿Qué cambió esa última vez? ¿Por qué no esperaron?

—Porque todos estaban muertos.

El reportero alto y de barba habló por primera vez. Sus dientes estaban torcidos y amarillentos.

—Bueno —dijo con una sonrisa—, ¡eso facilitaría las cosas!

El tipo le clavó su mirada ciclópea. Bajo el abrigo se vio a la perfección que su disfraz era de bárbaro.

—No, amigo, ese era el problema.

La maleta de cuero saltó de repente, como si algo en su interior se removiera. Los periodistas la miraron asustados, pero el tipo no pareció prestarle más atención. Se fijaron en que estaba atada firmemente con una soga. Arrastraron un par de las cajas del callejón y se sentaron frente a él. El que iba en mangas de camisa se secó la frente con un pañuelo sin dejar de abanicarse; el otro comprobó la punta del lápiz.

—Cuéntenos.

—Recuerdo como si fuera ayer el día que visitamos la feria de atracciones. La culpa fue mía, en realidad. Había un buen número de juegos y actividades pero yo, el más impulsivo, el más pequeño de todos, no hice más que insistir una y otra vez en que nos montáramos en la montaña rusa de Calabozos y Dragones. Ninguno de los demás quería acompañarme; la verdad es que la atracción daba miedo.

—¿Quiénes estaban con usted?

El tipo vestido de bárbaro suspiró; el recuerdo parecía doloroso.

—Mis amigos. Todos —dijo—. Eric, Presto y Hank. Diana. Mi hermana Sheila, que, como siempre, era la más reacia a aventurarnos.

—Pero usted los convenció.

El bárbaro volvió a tomar aire.

—Sí, lo hice. O más bien no supieron cómo pararme.

»La atracción daba miedo, como digo; era extraña, y quizá por eso me atraía especialmente. No hubo modo de hacerme entrar en razón, lo reconozco, así que los demás subieron conmigo. Antes de darnos cuenta nos deslizábamos a toda velocidad por esos carriles enrevesados, sube que te baja, gira a un lado y a otro; la montaña rusa más demencial en la que haya montado nunca. Y, de repente…».

—¿De repente…?

—La realidad desapareció bajo nuestros pies. En un abrir y cerrar de ojos, estábamos cayendo por un vacío de oscuridad y colores. Llegamos a aquel mundo fantástico, lleno de seres…

—¿Extraños?

—Sí, eso. La claridad nos cegaba y el ruido era ensordecedor. Nuestras ropas habían cambiado, llevábamos unos vestidos ridículos, como en un baile freak de disfraces. Fíjense en la locura: una cría de unicornio saltó a mis brazos. Además, sin poder dar crédito, vimos a esa bestia enorme de cinco cabezas venir hacia nosotros escupiendo fuego.

—El dragón Tiamat.

—Sí, ese era su nombre. Y el tipo de un solo cuerno sobrevolándolo en su caballo alado y disparándole absurdas bolas de luz.

El reportero de barba intervino.

—¡Ese debía de ser el terrorífico Venger!

El bárbaro arqueó una ceja.

—¿Terrorífico? Doscientos capítulos detrás nuestro y no nos hizo ni un rasguño. No he visto villano más torpe en…

El entrevistador acalorado decidió retomar la conversación.

—De acuerdo, entonces díganos, Robert. Se llama usted así, ¿verdad? Díganos qué sucedió después, cómo escaparon de esa situación.

El bárbaro apretó los párpados y puso una mueca de asco.

—Pues que entonces apareció el puto enano y me puso en las manos un palo. ¡Un palo! ¿Entienden? Un monstruo de cinco cabezas venía a por mí y el calvo de los cojones me endiña un palo. ¡A Hank le regaló un arco de fuego, joder! Claro que a los demás les dio unos trastos de mierda que, en el mejor de los casos, servían para hacer ruido. Como a Presto, que le calzó un calcetín averiado del que se esperaba que funcionase como gorro de magia. O a Eric, al que le tocó un pedazo de latón, un escudo, dijo, sí, aunque jamás supimos qué coño quería que hiciéramos con eso. A Diana le dio una pértiga; por Dios, le hubiera servido cualquier rama caída por el camino. Y a mi hermana… Bueno, algún día les contaré para qué usaba mi hermana la capa de invisibilidad que le tocó en el reparto. Si nos hubiera soltado un arco de fuego a todos, ¡uy, si nos hubiera dado un arco de fuego a todos!

—Bueno, bueno, pero ¿qué pasó?

—Pues que en pleno calentón por la porquería de poder que me habían dado, sobre todo en comparación con el de Hank, le arreé un palazo al suelo y todo se puso a temblar. Se abrió una grieta, Hank disparó a Tiamat un par de flechas, Venger le hizo tres monerías y conseguimos hacer que la bestia cayera. Huyó, y Venger y su sombra también se marcharon. Entonces el enano salió de su escondite para hablarnos.

—Les explicó dónde estaban y por qué.

—Una leche. No nos explicó nada. Nos soltó una retahíla de acertijos y promesas que resultaron ser falsas, y pasamos cada día desde entonces recorriendo ese mundo raro de cojones buscando la manera de volver a casa, metiéndonos en un lío tras otro cada vez que el calvo de las narices aparecía para calentarnos la cabeza con que fuésemos a ayudar a este o a rescatar al otro a cambio de la respuesta a nuestro problema. Total, para nada.

—¿Nunca les dio la clave? ¿No consiguieron escapar?

El bárbaro meneó la cabeza.

—Estuvimos cerca varias veces, incluso llegamos a pisar la feria durante algunos segundos, pero, al final, los portales dimensionales, las cajas mágicas o las cascadas encantadas terminaban por cerrarse antes de tiempo.

—Tuvo que ser frustrante.

—Lo era. Y así nos fue.

El entrevistador se revolvió incómodo, abanicándose. El calor le resultaba insoportable, pero aún era peor el olor que desprendía aquel hombre.

—Perdone, ¿qué significa que así les fue?

El bárbaro suspiró.

—Diecisiete años después nos importaba una mierda ese mundo extraño y sus seres fantásticos, las hordas de hombres rana, los soldados orcos tan cansinos, las aldeas torturadas por Tiamat y la madre que los trajo a todos. Nos habíamos asentado en un claro a los pies de un risco, junto a las aguas de un arroyo, y no hacíamos ni puto caso a las visitas del Calvo del Calabozo, al que mandábamos al carajo antes siquiera de que terminase sus acertijos. Venger ya ni nos molestaba; había visto que nuestras armas no le iban a servir ni de adorno chusquero y pasaba de nosotros. Supongo que su Sombra Espía nos controlaba y le explicaba que no tenía nada que temer.

—¿Y ustedes qué hacían?

—Pues yo me dediqué a entrenar a Uni, ya más crecidito. Conseguí que me trajera palos y rodara sobre sí mismo. Presto se volvió taciturno; no me extraña, con la mierda de gorro que tenía. Se empeñaba en aprender trucos que siempre acababan mal y practicaba todas las horas del día; yo no sé qué bicho quería sacar de ese sombrero, pero sacó todos menos ese. Mi hermana Sheila por momentos desaparecía; no sabíamos si se ocultaba bajo su capa invisible o si de verdad se marchaba lejos del claro. El caso es que a veces oíamos su voz; jadeos y suspiros, realmente. En fin.

—¿Y los demás?

—Diana se empeñaba en mantenerse en forma. Hacía yoga, taichi y fitness casi sin descanso. Así estaba. Eric la observaba en secreto, tras unas matas, y su brazo se meneaba frenético debajo de su escudo. Se le puso enorme; el brazo, digo. Y Hank solía recluirse, aislarse. Se retiraba a una de las cuevas del risco como si meditara. Algunas veces no sabíamos de él durante horas. Curiosamente, al poco de que regresase era cuando Sheila reaparecía, sofocada y colocándose la ropa.

—¿Y qué sucedió para romper esa existencia idílica?

—Todo estalló un día. Recuerdo que esa tarde Sheila estaba sentada a mi lado, muy seria, mientras yo le tiraba piedras a Uni. Para que me las trajera, entiéndame. Mientras, Presto se hacía trampas a sí mismo a las cartas junto al río. Entonces empezamos a escuchar ruidos extraños. Nos giramos y vimos a Eric sacudiendo su brazo, desatado, escondido tras su escudo y mirando hacia la cueva. Mi hermana utilizó su capucha para hacerse invisible y se dirigió hacia allí, y en ese momento oímos con un estremecimiento su grito descorazonador. Presto y yo corrimos junto a Eric y, créanme, lo que estaban haciendo en la cueva Hank y Diana tenía mucho que ver con acrobacias y disparar flechas.

»Justo en ese instante apareció Tiamat (mi hermana todavía estaba ahogada en lágrimas) lanzándonos fuego y dentelladas, rompiendo las rocas y buscándonos con las garras. No sabía el pobre en qué situación nos pillaba. Todos nos dimos la vuelta (bueno, Eric tardó un poco más) y le pegamos con tanta rabia y mala leche como nunca habíamos hecho. Le caímos con todo lo que teníamos. Presto le lanzó unas cadenas paralizantes; creo que fue el único truco válido que nunca vi salir de ese sombrero. Eric protegió con su escudo a Hank del chorro de fuego mientras él preparaba una flecha de alta potencia. Sheila y Diana se golpeaban y tiraban del pelo detrás de nosotros entre insultos que no me atrevería a repetir, pero, bueno, qué iban a hacer con una capa de invisibilidad y una pértiga contra un monstruo de cinco cabezas. Y, cuando el arquero atravesó con su proyectil al dragón, yo lo golpeé tan fuerte que la flecha explotó haciéndole reventar en seis pedazos.

»Venger nos observaba desde lo alto, a lomos de su caballo alado. Entonces se marchó y tardamos mucho en volver a verlo. Después de eso, nos separamos. No había razón para seguir juntos».

Los dos entrevistadores se enderezaron sobre sus cajas. Llevaban tanto tiempo absortos en la narración que no eran conscientes de cuánto se habían inclinado sobre ese hombre desaliñado y fascinante. La maleta volvió a brincar; el hedor más bien parecía surgir de ella, pero esta vez no le hicieron caso.

—Amigo, vaya historia —murmuró el periodista de barba, que se había esforzado por anotarlo todo.

El otro asintió, ansioso por continuar.

—Entonces se separaron —repitió—. ¿Cómo hicieron para volver a casa?

El bárbaro cambió de postura, se rascó la cabeza greñuda y bebió un trago de su botella vacía. Se palpó los bolsillos del abrigo como si buscara algo.

—Tengo hambre. ¿Ustedes no? —los dos entrevistadores negaron con la cabeza. El gigantón chasqueó una protesta.

«No puedo precisar cuántos años pasaron. Empecé a trabajar en un club nocturno. Las mujeres en ese mundo fantástico son bastante agradecidas, ¿saben?, en especial las divorciadas. Solo tenía que menearme un poco en el escenario, recibir un par de billetes en el taparrabos y después… —los miró con su ojo sano—. Bueno, me daba para comer. Una noche distinguí a Uni mezclado con el público. Hacía mucho que no lo veía, y además me sorprendió encontrar un unicornio entre la audiencia de un nightclub. Me hacía señas con la cabeza, desesperado, por lo que cuando terminé la función le seguí afuera. No entendí ni un gruñido de lo que me decía, pero parecía empeñado en que lo acompañara, así que, tras coger mi garrote, eso hice.

»Caminamos (él trotó) durante toda la noche y buena parte del día siguiente. Al atardecer, llegamos a una aldea junto a un caudaloso río, una aldea que anunciaba encontrarse en fiestas. De todos los puestos feriantes, el que más éxito tenía era el del mago.

»Paseamos entre calles atestadas de visitantes, casetas de mercadillo y algodón de azúcar. Cerca de la orilla, un joven vestido con túnica verde y sombrero de magia reunía una buena audiencia en torno a una mesa con tapete y tres vasos de dados.

»—¿Dónde está el hueso de aceituna? —decía—. ¿Quién se atreve a intentarlo?

»Lo reconocí de inmediato, a pesar de la delgadez y de esa barba descuidada. La gente se acercaba a él, sonriente, y dejaba unas monedas sobre el tapete para poder participar. Presto movía de un lado a otro los cubiletes, pedía al jugador que adivinara y, una y otra vez, el participante acertaba la posición del hueso de aceituna y desplumaba al mago. Me pregunté cuánto dinero perdía mi amigo cada jornada de feria. Cuando lo avisé para que nos acompañara, lo hizo sin dudar y con una clara expresión de alivio.

»No supe explicarle lo que sucedía, y mucho menos lo explicó Uni, gruñido va gruñido viene, pero igualmente nos pusimos en marcha. El unicornio nos guió durante dos jornadas de viaje hacia el sur. Nos detuvimos en un local cochambroso y decadente a un lado de la carretera. El Relax del Caballero se llamaba. Por Dios. Me pregunté por qué Uni nos llevaba hasta él, pero lo descubrí enseguida. El lugar era a medias un bar, a medias un dispensario de revistas. Entramos por la puerta que debía ser la trasera. Había un pasillo estrecho de paredes oscuras en el que distinguimos dos puertas más, cerradas. Se oían ruidos confusos tras una de ellas. Al final del corredor encontramos un largo expositor de revistas en cuyas portadas lucían mujeres desnudas de todas las razas imaginables. También hombres, y a veces las dos cosas, y no pocas criaturas a medio camino entre lo uno y lo otro. Presto se acercó a una de ellas. La protagonista de la portada tenía seis pechos, la piel rugosa y verde y mostraba una lengua bífida anaranjada.

»—¿Qué demonios es esto? —dijo—. ¿Dónde estamos?

»—Creo que ahí está la respuesta —respondí, señalando hacia delante.

»Tras una cortina de cintas de plástico pudimos vislumbrar un extremo de la barra y, en la pared tras ella, un escudo de latón que nos era más que familiar. Entramos y descubrimos a Eric al otro lado del mostrador. El local estaba vacío. Nuestro amigo leía una de sus revistas, y en el momento en que nos vio sufrió un sobresalto. Había ganado peso y perdido pelo. Cuando le pedimos que nos acompañase puso mala cara. Estrechamos con desagrado su mano pegajosa.

»—Ni hablar, chicos —dijo—. Yo no pienso seguir a nadie hacia ningún sitio.

»Empezamos a caminar sin él, pero entonces recompuso su uniforme de caballero, tomó su escudo y nos acompañó sin preguntar más.

»Solo nos llevó unas horas llegar a un edificio bajo y alargado, bastante sobrio y feo. Me sorprendió encontrarlo tan cerca del local de Eric, pero el caballero me explicó que de ahí, por raro que pareciese, salían sus mejores clientes. La puerta estaba abierta y atravesamos un patio donde hombres con sotana araban un huerto, a nuestra izquierda, y recogían frutos de una serie de árboles, a nuestra derecha. Uni nos guiaba con paso firme, y nosotros nos preguntábamos adónde. Cruzamos la cancela que separaba el patio del edificio principal y, tras varios pasillos silenciosos, llegamos a un atrio donde una docena de novicias oraba de rodillas. Una de ellas se levantó al vernos y la reconocí enseguida. Su pelo, de rojo fuego, estaba ahora salpicado por algunas canas, pero, por lo demás, el tiempo no parecía haber pasado por mi hermana. Su semblante era triste. Sin embargo, cuando se lo pedimos, cambió su capa negra por la de invisibilidad que tenía guardada y vino con nosotros.

»Nuestra última parada tuvo lugar dos noches después. Tuvimos que recorrer muchos kilómetros hasta llegar a un local más que concurrido e iluminado con bombillas de muchos colores. Se llamaba La Casa de Muñecas, y la música que salía de su interior se repartía por todo el bosque. Junto a la puerta, un panel luminoso anunciaba la actuación estelar de la noche. Decía: «La sin par Diana».

»Entramos y la sección masculina de nuestra comitiva no pudo contener un suspiro. Escuchamos el entrechocar metálico de nuestro Eric apresurándose a tapar con su escudo una reacción natural, por otro lado comprensible. Sobre el escenario circular había una barra de metal que llegaba hasta el techo y, a lo largo de ella, por ella, desde lo alto de ella, nuestra amiga Diana realizaba todo tipo de proezas físicas de marcado cariz sexual, vestida apenas con un bikini de piel de zorro. Mi hermana nos miró con reprobación. El escudo de Eric empezó a sacudirse. Entonces Presto y yo nos acercamos al escenario y, cuando Diana nos reconoció, efectuó un salto mortal que dejó su cuerpazo (perla negra) tan cerca del mío que, gnmmf, la verdad, no sé cómo pude controlar mis ansias de bárbaro.

»—Qué bueno verlos, muchachos —dijo, entre jadeos. Su pecho subía y bajaba en ese minúsculo bikini en busca de resuello.

»—Necesito que me acompañes —contesté.

»Ella sonrió. Deslizó su dedo por mi barbilla, por mi hombro, por mi brazo. Jugaba con la punta de la lengua ente sus dientes.

»—Me parece bien… —dijo.

»—Quiero decir —me ruboricé— que nos acompañes. Al parecer algo sucede.

»Diana miró por encima de mí y encontró al caballo, a mi hermana y al pajillero. Su gesto cambió.

»—Está bien. Pero será mejor que avisemos a Hank, primero.

»—¿Está aquí? —exclamé con sorpresa.

»Ella asintió.

»—Sí, claro. Venid.

»Diana nos condujo entre las mesas del local, ocupadas por hombres que la miraban con todo menos buenas intenciones, y llegamos a un rincón en penumbra en el que un hombre eructaba sobre una mesa alta. Tenía ante él un cenicero lleno de colillas, varios botellines terminados y sin terminar y un plato con media ración de cortezas. Llevaba la camisa abierta; por ella asomaba una cadenita de oro engullida por el vello rubio. Se rascaba la oreja con la uña del meñique. Cuando nos vio, se atusó la melena sucia y se recolocó el paquete.

»—¡Mira quiénes han venido! —exclamó. Me hubiera gustado tener el escudo de Eric para protegerme de su aliento—. Mis amigos. ¿Qué sucede?

»Pegó los labios al enésimo botellín y, tras un trago largo, eructó de nuevo.

»—Hola, Hank, chico. Te veo bien —le dije. Él sonrió. Conservaba sus ojos vivaces y casi todas sus piezas dentales—. El unicornio nos ha reunido. Debe haber algún problema.

»El arquero abrió mucho los ojos, como si quisiera reconocernos a todos, y cuando vio a Uni sonrió estirando los labios.

»—¿Y qué quiere?

»—No lo sabemos. Tenemos que ir con él —intervino Presto.

»Hank asintió con la cabeza y a la segunda se puso de pie. Tiró de sus pantalones hacia arriba y se abrochó el cinturón.

»—Pues no se hable más. En marcha. Esperad, que me llevo esto.

»Echó las manos a la mesa intentando abarcar todas las botellas todavía por abrir, pero Diana lo detuvo. Regresaba de bambalinas con su vara verde en una mano y el arma de Hank en la otra.

»—Ni hablar —le espetó—. Como mucho te llevarás esto.

»Le lanzó el arco mágico y Hank lo recibió como si fuera un hacha que lo atacara. Tras el susto, y cuando conseguimos sostenerlo, estuvimos listos para la partida. Uni gruñó satisfecho».

«Caminamos durante muchos días. Esa vez sí que fue un coñazo. Cruzamos los bosques de Luhn, los lagos de Lynn y los valles de Lam. Dejamos atrás los picos helados de K-rhay Q’Frioh y atravesamos en barca el mar de Quánt Oh Q-dah. Subimos (o bajamos) el Río Que Llueve De Cabeza y llegamos tarde por unos minutos a la Ciudad Al Filo De La Medianoche. Nos la perdimos. Sin embargo, con tanta vuelta al menos dio tiempo a que Hank se recuperase y volviera a parecer casi normal, salvo por eso de arrastrar las erres y las eses. Por lo demás, no hablamos mucho durante la travesía.

»—Chicos, a mí esto no me parece buena idea —rezongaba Eric de cuando en cuando—. ¿Es que nadie piensa escucharme?

»Lo normal.

»No sé cuánto tiempo después llegamos a un vado yermo, trufado de cadáveres de muchas razas y estandartes diferentes, y distinguimos más allá el único pabellón que se mantenía en pie. Manaba de él un fuerte olor a azufre.

»—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó Sheila.

»—Ha habido una batalla —contestó una voz triste a nuestra espalda—. Una cruel batalla.

»Nos dimos la vuelta a un lado y a otro; era una voz familiar. Cuando la tuvimos delante reconocimos a Sombra Espía, el chivato de Venger, y nos pusimos en guardia. A Hank se le cayó el arco al suelo, Presto sacó un matasuegras de su sombrero y Diana dio dos volteretas, todavía no sé bien por qué.

»—Tranquilos, muchachos —nos dijo—. No es tiempo de pelear. Miren.

»Nos giramos hacia donde nos decía y vimos aterrizar al mismísimo Venger en su caballo alado. Se detuvo ante nosotros, que seguíamos en guardia. Sheila se puso su capucha y desapareció.

»—Niños —nos habló la Fuerza del Mal. Su voz aún retumba en mis oídos. Después nos miró mejor—. Bueno…

»Se bajó del caballo y se acercó a nosotros.

»—Yo les he hecho venir —explicó—. Mandé al unicornio a buscarlos porque hay algo que es preciso que vean.

»Nos hizo señas para que lo siguiéramos al pabellón. Entramos y, bajo el vapor dulzón que emergía de una olla, descubrimos un desastrado camastro en el que descansaba un cuerpecito que apenas podía moverse. Quien removía la olla era la vieja Zandora (Dios, qué tirria), y cada poco mojaba paños en su poción y los llevaba a la frente del Amo del Calabozo, que era el que yacía al borde de la muerte en la cama.

»Nos acercamos con terror y tristeza; bueno, sin exagerar. El pequeño anciano estaba más pequeño y más anciano que nunca (sí, sé que es difícil imaginarlo). Le habían cubierto con un pijama, pero su cuerpo mostraba múltiples heridas.

»—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hank.

»Venger había entrado detrás de nosotros.

»—Hubo una guerra y ustedes no estaban —nos dijo—. Multitud de razas, de criaturas, de clanes, combatiendo unos contra otros. El anciano tuvo que empuñar las armas él mismo. Yo llegué tarde; ustedes… más.

»Miramos al enano con pesar. Sintiéndonos de algún modo culpables.

»—¿Y ahora?

»Venger torció una sonrisa malévola.

»—Ya no quedan combatientes —explicó formando una pequeña bola de luz en su palma—. Pero para el maestro es demasiado tarde.

»—¿Y por qué nos has traído, entonces? —preguntó Diana.

»—El viejo me lo pidió. Quería verlos. Despiértalo, Zandora.

»La diminuta anciana agitó su mano sobre la frente del moribundo y este despertó con suavidad. Nos miró uno a uno, con sus ojillos cansados, y se esforzó por hablarnos.

»—Chicos… —murmuró—. Cabrones…

»Hank apretó los párpados y los demás nos miramos desconcertados.

»—Discúlpenos, Calvo de los… Amo del Calabozo.

»—Venger nos ha reunido, nos ha traído ante usted —añadí.

»—Mi tiempo se agota… —susurró el anciano, con lo que pareció un trabajo tremendo—. Hay algo que debo decirles.

»—¿La manera de regresar a casa? —intervino Eric.

»—¡Pero no seas bruto, hombre! —exclamó Presto sacudiéndole una colleja—. El viejo se muere y tú solo pensando en…

»—Pues sí, era eso —le interrumpió el anciano. Nos acercamos más para oír; al pobre le costaba mucho hablar en sus últimos momentos—. Atención… El odio, el miedo, la agresividad… el lado oscuro ellos son…

»—¿Pero de qué coño está hablando? —exclamé.

»—Mira a ver si tiene fiebre —dijo Sheila.

»—Él y sus malditos acertijos —protestó Eric.

»—Calla y escucha —le espetó Diana. Al maestro se le acababan las fuerzas—. ¿Cómo encontraremos el camino a casa?

»—Izquierda… izquierda, derecha… derecha. Delante… detrás. Un… dos… tres.

»La cabeza del anciano cayó sobre su hombro. Cuando ya nos retirábamos, movió apenas su manita para sujetar la manga de Hank. En un último aliento susurró:

»—Hay otro…

»Su voz se apagó, esa vez para siempre. Presto saltó, arrancándose el sombrero.

»—¡Esto no puede ser! ¡Me niego! —y empezó a hacer gestos de prestidigitador sobre la abertura de su gorro.

»—¡Leia es mi hermana! —exclamó Hank.

»—¡Pero qué dices, borracho! —le chilló Eric.

»El mago continuó sus pases de magia sobre el sombrero, muy concentrado. Zandora y Venger se apartaron; este cerraba los ojos.

»—¡Lo curaré! —gritó Presto. Levantó sus manos y del gorro brotó una luz, como polvo de estrellas, que cayó sobre el Amo del Calabozo—. ¡Vive!

»Fue rápido como una centella. El puto viejo, que ya la había palmado, se incorporó ágil como un chaval y agarró con la mano la barbilla pelirroja de Uni. Antes de que pudiéramos sujetarlo, se abalanzó sobre el cuello del unicornio y empezó a devorarlo con una ferocidad aterradora. Uni cayó al suelo entre borbotones de sangre, chillando de dolor. El Calvo del Calabozo (jamás lo vimos tan vivaz al tío jodío) saltó de su lecho y se puso a roerle las patas como si fueran de cordero asado. No podíamos dejar de mirarlo.

»—¿Y qué hacemos? —preguntó Hank.

»No supimos responderle. Venger gritó desde nuestra espalda.

—¡Pero quítenle eso de encima al pobre animal!

»Intenté acercarme, pero el enano me lanzó una dentellada que casi me deja sin mano. Suerte que no me alcanzó. Sus ojos habían perdido el brillo y parecían hundidos, su piel amarilleaba entre burbujas de pus, la sangre empapaba su barbilla y de su boca brotaban un gruñido estridente y un vaho apestoso. Diana consiguió apartarlo a un lado con su vara.

»—¡Golpéalo! —me gritó.

»Activé mi bastón golpeándolo contra el suelo y arreé tal zambombazo al enano que su cabeza salió disparada contra la carpa del pabellón. Seguía mascando mientras resbalaba por la tela blanca, pero su cuerpo dejó de moverse.

»Hank se miraba el rostro sucio de sangre.

»—El Amo del Calabozo quería mordernos a todos… —dijo.

»—¿Y ahora? —intervino Sheila, reapareciendo tras quitarse la capa. Era irritante que siempre hiciera eso.

»—Menudo genio, Presto —apuntó Eric—. ¡Mira lo que provocaste!

»El mago se estremeció al borde de las lágrimas.

»—¡Bueno, ya está! ¡Pasó!

Venger pegó un brinco y nos llamó al exterior de la tienda.

»—¡La luz se extiende por el erial!

»Nos asomamos, como decía, y el alma se nos cayó a los pies. Mi hermana volvió a ponerse la capucha.

»—Pero qué has hecho, Presto… —protestó Eric.

»Nuestro torpe amigo temblaba de arriba abajo y hubiera querido que se lo tragase la tierra. Quizá hubiera buscado un hechizo para eso en su gorro si hubiera confiado en no volver a cagarla. Todos los cadáveres del campo de batalla se estaban levantando. El claro se llenó de sonidos guturales y del olor de las vísceras putrefactas. Orcos, hombres lagarto, enanos barbudos; se estremecían hambrientos y olisqueaban en busca de carne viva que saciara su ansia. Y lo único vivo allí éramos nosotros.

»Activamos nuestras armas y conseguimos mantenerlos a raya mientras se acercaban despacio. Un grupo de hombres mono buscaba con sus garras a Hank, pero no se atrevían a acercarse a sus flechas de fuego. Sus mandíbulas se habían caído y sus ojos sin luz no miraban a ningún sitio. El arquero atravesó a dos de ellos, pero, lejos de caer, siguieron avanzando. Yo contenía a un grupo de fantasmas stalkers con la amenaza de mi garrote, y Diana hacía lo propio con su vara. Golpeamos a diestro y siniestro, pero según caían volvían a levantarse. Nuestro exiguo círculo de protección se reducía. Media docena de bogbestias, seres bípedos con apariencia de rana, buscaban alcanzar a Eric, pero este los repelía con la energía de su escudo, o al menos eso creíamos que estaba haciendo.

»Presto gritó desde nuestra espalda. Sacaba uno tras otro ridículos sonajeros y abrebotellas de su gorro.

»—¿Dónde está Sheila? —chilló.

»Que dónde estaba Sheila… Se había escondido en el pabellón junto a Zandora. El mago las encontró agazapadas detrás de una mesa y varias maletas de viaje, con la cabeza del Calvo del Calabozo lanzándoles dentelladas desde el suelo. Las mujeres pataleaban con las piernas en un intento de alejarla.

»—¡Quítanosla! —exclamó Sheila.

»Presto cogió su gorro y comenzó a pasear los dedos por encima. Unas chispas anaranjadas brotaron de su interior. Las mujeres estaban aterradas.

»—¡Zacaladín, zacalaverga, llévate ya al enano de mierda!

»Al instante, del gorro del mago surgió un gracioso martillo de punta gorda. Presto encogió los hombros y la emprendió a golpes con el cráneo del anciano. Las mujeres lo jaleaban. Al tercer mazazo, la cabeza se chafó como un huevo de pascua y el Calvo dejó de moverse.

»—Hay que darles en la cabeza… —murmuró Presto. Salió corriendo hacia la puerta y gritó para nosotros—: ¡Pegadles en la cabeza!

»Dicho y hecho; para qué quisimos más. Hank se lio a ensartar cabezas de gigante con sus flechas de energía, yo sacudí tantos cráneos de orco como si estuviera jugando al béisbol, la vara de Diana entraba y salía de los ojos de decenas de esas cosas muertas con una puntería inusitada y hasta Eric, siempre a la defensiva, cogió su escudo como si fuera una pala y se puso a aplastar melones como en ese juego de la maza y las pelotas que suele triunfar en las ferias. Sin embargo, por cada enemigo revivido que abatíamos, parecían atacarnos tres más; aquella jauría decrépita no se quedaba nunca sin efectivos.

»Presto se unió a nosotros y empezamos a colaborar. El arquero lanzó una flecha especial que retuvo en un lazo a un buen número de hombres lagarto a medio descomponer, y el mago dio buena cuenta de ellos cascando uno a uno su frente con el martillo, como huevos duros babeantes. Repitieron la operación con otros grupos de enemigos. Yo me aupé a la pértiga de Diana, que me lanzó hacia Eric; después este me hizo rebotar con su escudo y volé durante no pocos metros golpeando cráneos de enano como un ariete. De repente, algunas de las cabezas de nuestros enemigos empezaron a explotar como bengalas; era Venger, que desde su caballo alado disparaba bolas de luz contra los muertos andarines.

»—A buenas horas —le espeté.

»—¿Dónde demonios estabas? —añadió Eric.

»—No se angustien más, muchachos —contestó la Fuerza del Mal—. Fui a buscar a mi arma final, ¡Demodragón!

»Con solo pronunciar su nombre pareció hacerse el silencio. El suelo comenzó a temblar. Demodragón, la criatura creada por Venger para vencer a Tiamat, se abrió camino en el claro pisoteando zombis. De su tronco nacían dos cuellos con sendas cabezas, una roja que escupía fuego y otra azul que disparaba rayos de hielo. Así quemó a unos cuantos y congeló a otros, lo que no le valió un carajo contra aquellas alimañas que ya estaban muertas. Los orcos, los gigantes y los hombres rana resucitados se le echaron encima, voraces. Mordieron sus patas, su vientre, treparon sobre él y desollaron sus dos cuellos. La bestia se puso histérica, aterrada y empezó a disparar contra todo lo que se moviera.

»—¡Demodragón está fuera de control! —chilló Venger.

»—¡Joder, te pasa todas las putas veces! —le reprendió Eric. Y era verdad.

»El dragón cayó muerto y al instante se levantó cubierto de pus y verrugas palpitantes, babeando por una de sus cabezas y con un ojo colgando de una de las cuencas de la otra. Empezó a oler mal. Escuchamos el quejido sordo de Venger y entonces supimos que algo había flaqueado en el interior de nuestro archienemigo.

»La mala bestia bicéfala empezó a lanzar su rayo combinado de hielo y fuego contra nosotros. Intentamos huir, pero las criaturas nos rodeaban por todas partes. Hank, flipándolo como siempre, nos gritó que nos pusiéramos a salvo, que él entretendría a las alimañas mientras escapábamos. Fue lo último que gritó porque, cuando una pareja de hombres sapo, dos stalkers y un trío de orcos le agarraron las extremidades, no le dio tiempo a chillar más. Menuda se montó para dilucidar quién le hincaba el diente primero. No nos pusimos demasiado tristes, la verdad.

»Sin embargo, de repente nos vimos atrapados. Nos agrupamos espalda contra espalda, remachando los cráneos de quienes se acercaban demasiado, pero no teníamos ni idea de cómo salir de allí. Venger, ocupado volviendo a matar a Demodragón, no podía ayudarnos. Entonces, unos brazos enormes agarraron la pértiga de Diana y levantaron a nuestra amiga por los aires. Eran varios gigantes. Uno de ellos tiró de sus brazos hacia arriba, otro de sus piernas hacia abajo y, tras un chasquido espeluznante, la chica cayó a nuestros pies partida por la mitad.

»—¡Diana! —chillé.

»—¡Es horrible! —gritó Presto.

»—¿Puedo quedarme con una de las dos mitades? —intervino Eric.

»De pronto el torso de la acróbata se giró hacia nosotros y trató de alcanzarnos con los brazos mientras su cabeza nos lanzaba dentelladas. Sus ojos parecían cuencas aguadas y sus dientes se partían con cada mordisco al aire.

»—¡Esa mitad no!

»Un grupo de bogbestias a medio pudrir se adelantó a los gigantes y, en cuestión de minutos, no quedó de Diana ni el hueso. Yo conseguí arrear un palazo al suelo y el temblor despejó durante unos segundos la marabunta. Corrimos al interior del pabellón. Los muertos vivientes venían detrás de nosotros, de modo que Presto recurrió a su sombrero para dejarlos afuera.

»—¡Poró pompón, poró pompero, ponme aquí una puerta de acero!

»El gorro del mago empezó a vibrar y cubrió la entrada con una cortinilla de bolitas de plástico de colores muy mona.

»Dentro de la carpa, Sheila y Zandora se afanaban en mantener con vida a nuestro unicornio.

»—¿Cómo está Uni? —les pregunté.

»—¡Agoniza! —contestó mi hermana—. Ha perdido demasiada sangre.

»El unicornio intentaba ponerse de pie, pero la cabeza se le caía hacia un lado, con el cuello colgando apenas de un jirón de músculo. Parecía un flexo de capa caída. Eric dio un paso adelante.

»—¡Debemos paliar su dolor! —exclamó. El caballero utilizó su escudo de canto, como una cizalla, y se lanzó sobre el malherido animal y lo golpeó una y otra vez en la garganta. La sangre salpicaba por todas partes. Presto tuvo que sujetarme.

»—¡Pero qué haces, hijo de la gran…!

»—Ya está —exclamó ante nuestro terror, agotado, cuando consiguió separar del cuerpo la cabeza de mi Uni—. Mira que le tenía ganas…

»Presto alucinaba.

»—Tú estás mal, tío. Estás mal.

»Eric se sacudió del peto los restos de carne de caballo y con la capa limpió la sangre de su escudo. Sin embargo, la cabeza de Uni se estremeció y con una sacudida atrapó la pierna del caballero con los dientes. La piel del unicornio bullía y sus labios babeaban una suerte de pus negra. Tanto jaló de la extremidad de Eric, que acabó tirándolo al suelo.

»—¡Quitádmelo! —gritaba el caballero—. ¡Me va a matar!

»La cabeza del unicornio subía y bajaba, saltando de algún modo sobre el cuerpo de Eric. Le mordía la cara, las manos, las piernas; no sabíamos cómo contenerlo.

»—Le va a matar… —repitió Presto—. ¿Sabes lo que eso significa?

»Lo miré.

»—Sí, que él también se convertirá en uno de esos muertos vivientes.

»Nos miramos.

»—Debemos evitarlo —dijo.

»Sin pensarlo más, empezamos a patear al caballero a la vez que el unicornio lo desangraba. Le pegamos, lo pisamos, le escupimos, le golpeamos con un candelabro. Sheila se levantó del suelo y unió las suyas a nuestras patadas. Hasta Zandora se nos acercó y le sacudió un puntapié en el bajo vientre con su diminuto zapatito. De pronto, el caballero se transformó y centramos todos nuestros esfuerzos en su cabeza. Madre, qué asco. Cómo lo dejamos.

»Eric era papilla de caballero, pero Uni seguía a la greña.

»—Y con este qué hacemos —me preguntó el mago.

»—Aquí no pienso dejarlo —repliqué.

»—Deberíamos…

»Presto hizo ademán de golpear la cabeza de Uni con el pie.

»—Tócalo y necesitarás toda tu magia para sacarte mi bastón del culo. Y conociendo tu sombrero yo no me arriesgaría.

»Se lo pensó.

»—Vale —me dijo—. Ven, mételo en una de estas.

»Vaciamos una de las maletas del Calvo del Calabozo e introdujimos con sumo cuidado la cabeza de Uni en ella. Tuvimos que afianzarla con una cuerda para que no la abriese a empellones. Mientras tanto, Sheila se había asomado a la cortina de bolitas. Los no muertos nos rodeaban; podíamos escuchar sus gruñidos desde dentro. Venger seguía ocupado intercambiando golpes con Demodragón.

»—Chicos, va estar muy fastidiado salir por aquí.

»Presto sacudió la cabeza.

»—Tenemos que volver a casa…

»—¿Qué dijo el Amo del Calabozo? —pregunté—. Algo sobre subir para bajar y luego girar el picaporte.

»Sheila intervino entonces.

»—Que había que juntar los talones y repetir tres veces…

»—No —interrumpió el mago—. Había que pensar en algo encantador.

»—Me cago en…

»Intenté evaluar las posibilidades, pero solo se me ocurría una.

»—Zandora, necesitamos tu caja —le dije a la anciana. Ella se me quedó mirando. Sonreía—. Vamos, espabila. ¿La has traído?

»La mujer abrió las manos.

»—Pues claro. —Rio. Casi le parto la cara—. Está ahí detrás.

»—Corre, ábrela.

»El mago y mi hermana se acercaron a la dichosa caja, pero Zandora los detuvo.

»—Recuerda, bárbaro, que si utilizas la caja en el lugar inadecuado te llevará lejos de tu destino.

»—Joder —exclamé—. Es cierto.

»—¿Y sabes dónde debemos situarla? —le preguntó Sheila. Escuchábamos los gruñidos cada vez más cerca. Las criaturas estaban a punto de entrar.

»—No, pero podría averiguarlo —respondió la anciana con placidez.

»—Venga, dínoslo —le pidió Presto.

»—Tendría que mirar el mapa.

»—¡Zandora! —chillé. La mujer se sobresaltó y pegó un respingo.

»—Vale, vale.

»Hizo unos pases mágicos con sus manos y en el aire se formó un pequeño pergamino. Después de estudiarlo varios segundos, con mi hermana y el mago sujetándome para que no saltara, nos miró.

»—Debéis colocar la caja en lo alto de esa colina.

»Los tres miramos a donde nos señalaba. Una maraña de manos y cuerpos putrefactos de diferentes razas y un dragón zombi de dos cabezas nos separaban del lugar.

»—La madre que…

»A pesar de todo, nos pusimos en marcha. Salimos por detrás. Presto y yo cogimos entre los dos la caja. Yo llevaba además la maleta con la cabeza de Uni. Zandora nos seguía con sus pasos más cortos y mi hermana se nos adelantó, amparada en la invisibilidad de su capa. Si alguno de los resucitados se nos acercaba, le atizábamos con lo que podíamos. Mientras, desde el aire, Venger torturaba con sus bolas de energía al terrible Demodragón, al que eso de estar muerto y revivido le sentaba tan mal que lanzaba sus rayos de fuego y hielo sin dirección ni sentido.

»Golpeé a un par de hombres mono con la maleta y Presto desconcertó a tres orcos con los pequeños dardos con ventosa que disparaba desde su sombrero. Nuestro camino hacia la colina parecía despejarse cuando, de repente, el aire se incendió a pocos pasos de nosotros. Una llama con forma humana flotaba en el vacío. Demodragón había alcanzado de pura casualidad a mi hermana, que ahora ardía como una cerilla invisible.

»—¡Sheila! —chillé.

»Miré a Presto, pero este solo pudo abrirse de brazos.

»—Está resultando una mañana horrible.

»Llegamos a lo alto de la colina esquivando las bocanadas caóticas de Demodragón, al que Venger era incapaz de contener. Zandora revisó el mapa y colocamos la caja según sus indicaciones. Una bola de energía golpeó el suelo a nuestro lado tirándonos hacia atrás.

»—¿A dónde creen que van? —nos gritó Venger, planeando sobre su caballo—. No consentiré que se marchen hasta que este caos esté arreglado.

»Levanté la cabeza y oteé el campo de batalla. Decenas, cientos de cadáveres se habían alzado y caminaban con torpeza hacia nosotros. La horda de muertos vivientes no desfallecía jamás, y encima se multiplicaba. Sus gruñidos llenaban el valle.

»—Tú estás tonto, Venger —le dije—. Nos vamos.

»Presto abrió la tapa de la caja de Zandora, pero la Sombra Espía la cerró de golpe.

»—No… —murmuró con su voz trémula.

»Le arreé un zurriagazo con el bate que lo mandó muy lejos de allí, con un crujido de dientes rotos. Volvimos a abrir y, al poco, tomaron forma los escalones que descendían.

»—¡Márchense! —gritó Zandora—. Yo contendré a Venger.

»La anciana disparó un rayo de luz, pero la Fuerza del Mal lo desvió sin esfuerzo.

»—Sí, claro —apunté—. Será mejor que venga con nosotros, vieja.

»La mujer negó con la cabeza.

»—No. Cerraré la caja y la moveré para que no pueda seguirlos.

»Las malditas criaturas estaban cada vez más cerca y Venger caía sobre nosotros lanzándonos sus bolas de energía, pero a demasiada distancia aún para ser eficaz. Demodragón lo buscaba, los zombis gruñían. Saltamos al interior de la caja y, antes de cerrar la tapa, Zandora me guiñó un ojo con una sonrisa. Qué coño significaría eso. Después, todo desapareció. Intenté regresar a ayudarla, pero la abertura no estaba. No se oía nada tampoco y la escalera parecía suspendida en el vacío».

—¿Qué cree que sucedió tras su marcha?

—¿Cómo saberlo? Bajamos la escalera y encontramos el viejo carrito de la atracción de Calabozos y Dragones esperándonos. Montamos y nos devolvió a la feria, ahora convertida en el aparcamiento de un supermercado.

—¿Y qué ha sido de Presto?

El bárbaro negó con la cabeza.

—No hemos vuelto a hablar —dijo—. Él se lo montó mejor que yo en este regreso. Utiliza sus dotes de mago en un programa de tarot de madrugada.

—¿Solo?

—No. Le han puesto un guitarrista detrás.

El entrevistador se frotó la cabeza y se puso la chaqueta y el sombrero. Había caído la noche y ya no estaba sudando. Miró a su compañero, al que el cuaderno se le agotaba, y suspiró.

—¿Cómo sabemos que es verdad lo que nos ha contado?

Bajo la manaza del bárbaro, la maleta, sujeta con un cordón, pegó un brinco.

—Ábrela si tienes cojones —le dijo. Se llevó dos dedos al parche y se lo levantó mostrando lo que había debajo—. Esto me lo hizo con el cuerno.

El periodista tragó saliva. Había entendido de repente de dónde procedía el olor a carne muerta. Preguntó a su compañero si lo tenía todo y aquel asintió, así que se alejaron de allí mientras contemplaban cómo el hombre echaba un trago a su botella vacía y acariciaba con mimo su vieja maleta de cuero. Murmuraba entre dientes una curiosa letanía: «Tú, el bárbaro, tú, el arquero…».