En aquel atardecer estival, los rayos del sol se posaban sobre la ladera del monte Parnaso, acariciando con sus dedos luminosos cada recoveco entre las rocas desnudas de las cimas y los riscos. Las crestas se elevaban sobre el lugar con grandeza, provocando miradas de asombro en las personas que las contemplaban. La falda de la montaña extendía su fresca belleza hacia la vasta llanura cuajada de olivos; aquella verde alfombra que desplegaba durante kilómetros su magnificencia, hasta las costas del golfo de Corinto. Entre las ruinas de Delfos soplaba una brisa suave que hacía tremolar los cabellos de los turistas, los cuales se afanaban en fotografiar hasta el último rincón de aquellos arcaicos vestigios. Pretendían llevarse a sus hogares, desmenuzada en docenas de fotografías, toda aquella mística belleza que los rodeaba. Los guías se esmeraban en trasladar a su atenta audiencia, a través de explicaciones sencillas, la filosofía enterrada desde siglos atrás bajo aquellos suelos. Prendida aún en el corazón mismo de las piedras, grabada en los ecos que flotaban entre las paredes montañosas, y dormida pero latente en cada partícula de aire, podía aún percibirse la esencia de unos tiempos pretéritos preñados de magia, pasión y arte.

Sin embargo, bajo aquella tierra milenaria latía todavía algo más. Era algo que había permanecido dormido durante eones. Algo cargado de odio y resentimiento, furia y sed de venganza. Su energía se estaba despertando por fin, desperezándose bruscamente del sueño en el que había estado sumida a lo largo de aquellos millones de años. Su fuerza fue adquiriendo vigor despacio, transmitiéndose luego a cada palmo de tierra, a cada roca y a cada columna restaurada por el ser humano contemporáneo. La pista, a tramos pedregosa, a tramos terrosa, que ascendía en zigzag hacia la cima del santuario donde estaba el estadio de Delfos, retumbó con la fuerza de aquel creciente temblor e hizo que varios turistas perdieran el equilibrio y se estrellaran contra las ruinas que tenían más cercanas o que rodasen por el suelo.

Cerca de la explanada que había a mitad del ascenso al santuario, allí donde todavía reposaban las ruinas del templo de Apolo, con su planta rectangular elevándose varios palmos sobre el suelo y con sus escasas columnas de discos oscurecidos por el tiempo, un guía, que había estado explicando cómo allí mismo una pitonisa siglos atrás entraba en trance para lanzar sus crípticas predicciones, sintió cómo un alarido iba creciendo a sus espaldas. Primero fue como un simple silbido casi imperceptible, pero, a medida que el temblor hacía agitar todo bajo sus pies, el alarido fue también adquiriendo un tono grave y espantoso. Una grieta se fue abriendo paso con rapidez a lo largo de la planta del templo. Entonces, entre nubes de gases y vaporosos cortinajes, se alzó un silbido que parecía el de una serpiente enfurecida. A esas alturas, ya había muchos heridos tumbados en posturas complicadas sobre el suelo, e incluso la sangre manaba entre los caminos del santuario, goteando entre las piedras y tiñendo de rojo el ágora que había a la entrada de aquel sitio, así como las columnatas y los tesoros de piedra restaurados.

Un coro caótico se alzó desde las entrañas del lugar. Eran los lamentos de dolor y las voces de incertidumbre de los cientos de turistas y guías, quienes no alcanzaban a comprender lo que allí estaba sucediendo. Algunos interpretaron aquel temblor como la clara consecuencia de un terremoto.

El guía que había estado explicando a los turistas el procedimiento mediante el cual la pitonisa lanzaba allí, siglos atrás, sus ambiguas predicciones, pudo ponerse en pie de nuevo. Se había golpeado el brazo derecho con violencia y sentía la cabeza embotada por aquella nube de gases que envolvía ahora los alrededores. Apenas podía ver lo que tenía a un palmo de su rostro. Sin embargo, sí pudo distinguir cómo una sombra gigantesca emergía entre vapores pestilentes por aquella grieta colosal que dividiera en dos las ruinas del templo.

Una voz profunda y cavernosa sonó entonces en su mente. No es que alguien hubiera pronunciado las palabras y él las escuchase, sino que retumbaron directas en su cerebro, provocando un reverberar doloroso que azotó con furia el interior de su cabeza.

Mientras las palabras iban adquiriendo sentido para él, la sombra fue acercándose despacio. Era una nebulosa volandera que se alzaba al menos doce metros sobre el suelo. Al principio no parecía tener forma identificable alguna, tan solo era una masa oscura y vaporosa. Sin embargo, luego el guía creyó ver cómo tomaba la apariencia de una enorme silueta humanoide. El silbido que surgía de la grieta se entremezcló con un poderoso grito surgido justo del lugar donde la sombra se encontraba. Hizo retumbar las paredes del monte y el suelo volvió a temblar bajo los pies del paralizado espectador.

«El tiempo de la cosecha ha llegado». Esas fueron las últimas palabras que el hombre pudo escuchar en vida. Luego un destello nació de alguna parte dentro de esa forma oscura y la sangre salpicó los suelos áridos del lugar.

Atenea estaba triste. Reposaba su frente inmaculada sobre el brazo derecho con gesto abatido. Acababa de conocer la suerte que habían corrido ya más de un millón de seres humanos en el mundo en apenas veinticuatro horas. Un mal más viejo que la propia diosa, más antiguo que el mismísimo Zeus, se había despertado tras milenios de letargo. El advenimiento de una nueva era parecía ya inminente. Había consultado con el resto de dioses del Olimpo y todos tenían clara una cosa: había que detener cuanto antes aquella tempestad de muertes. Tenían que poner freno a esa ola de violencia desmedida. Pero ¿cómo? ¿Acaso existía fuerza alguna en el universo capaz de detener a la entidad más poderosa y eterna que hubiera jamás concebido la larga historia del cosmos?

El escenario que envolvía a la diosa, con su luminosidad casi cegadora, no se correspondía en absoluto con sus negros pensamientos. El impoluto mármol resplandecía bajo los rayos de un sol regio e imponente, bañando de luz lo alto de aquella cima. El templo de altas columnas se alzaba desde el suelo con un halo de divinidad y armonía. Capiteles jónicos soportaban los frisos y frontones donde se representaban relieves contando historias antiguas.

—Hay que combatir este mal antes de que sea demasiado tarde —musitó la diosa con honda preocupación—. Pero ¿cómo mandar a una muerte casi segura a unos hombres sin sentir la tristeza que eso conlleva? El propio Zeus elude la responsabilidad que a él le correspondería. Está seguro de que, si engañamos a nuestro enemigo y lo distraemos un tiempo, podrá preparar un contingente digno del Averno para poner freno a este tormento que se ha cernido sobre la faz de la Tierra. Me pregunto si tal vez será posible algo como lo que pretende. Si mis caballeros mueren, espero que al menos que no sea en vano.

Absorta estaba la encarnación de la diosa en cuerpo de mujer cuando sintió cómo alguien ascendía los últimos peldaños hasta la cima de aquel monte. Se incorporó de inmediato, dejando que su larga cabellera de extraños brillos color lila fuera mecida por la brisa. Su rostro mostraba tristeza, pero procuró que la misma no empañara por completo ese halo de grandeza que se desprendía de su mirada dulce.

—Ya estamos aquí para servir a nuestra diosa —fue lo primero que dijo uno de los jóvenes que habían llegado prestos ante la llamada de Atenea. Su voz denotaba una profunda devoción—. Esperamos no haber tardado demasiado —el que dijera aquello fue un joven de cuerpo fibroso, vestido con una sencilla camiseta color rojo de mangas recortadas, y con muñequeras y pantalones vaqueros ajustados. Se trataba del caballero Pegaso.

—¿En qué podemos servir a nuestra diosa? —añadió de inmediato el caballero de pelo alborotado y rubio, el cual vestía igual que su amigo pero con camiseta azul. Él era el Cisne.

—Algo muy terrible se ha materializado sobre nuestro mundo, como ya habréis tenido tiempo de comprobar —empezó a explicar la mujer sin más dilación—. Se trata de una fuerza poderosa capaz de hacer temblar los pilares del Olimpo. Los mismos dioses se muestran temerosos ante la sola mención de su nombre. En muy pocas horas ha extendido por todo el mundo una ola de muertes espantosas. Tiene aterrorizado al planeta entero. Solo podremos hacer frente a todo este mal haciendo uso de la inteligencia. Enfrentar a esta entidad directamente supondría un grave error y una manera imposible de vencer. Necesito una vez más de vuestro valor y devoción. Habéis de luchar, entregando vuestras vidas si ello fuera necesario, todo el tiempo que os sea posible. De esta manera pretenden los dioses distraer a su enemigo para poder llevarlo al terreno donde pueda ser vencido y encadenado de nuevo.

—Nuestra diosa sabe que puede contar con nosotros siempre —aseguró con gesto firme el caballero de Pegaso—. Estamos dispuestos a luchar cuanto haga falta para detener este mal. Pero también nos gustaría poder conocer la identidad de tan terrible adversario.

—Su nombre no puede ser pronunciado. Es alguien que lleva muchos eones apartado y encerrado más allá de los confines del Averno mismo. Me llena de tristeza no poder siquiera revelároslo, pero tenéis que comprender que no puede esto ser de otra manera.

Con cada brillante destello, una vida expiraba entre lluvias de sangre. Miríadas de gotas escarlata salpicaban en derredor cada vez que aquel filo mortal hacia silbar el aire. Ciudades enteras se estremecían de espanto bajo el tormento que había caído en cuestión de horas sobre toda la Tierra. Los gritos de angustia que flotaban en el aire no podían ser aliviados por nada ni nadie. Lo peor de todo era cómo los cadáveres, que yacían tendidos en el suelo en imposibles posturas, eran luego devorados sin compasión por aquella sombra cuya silueta nadie conseguía distinguir con claridad. El terrible sonido de unas mandíbulas gigantescas masticando aquella carne humana llenaba los oídos de los desdichados que sobrevivían. Dientes invisibles desgarrando músculos y tendones, quebrando huesos entre chasquidos horrendos. Labios sorbiendo la sangre con avidez y una lengua relamiéndose con satisfacción. Eso era una pesadilla imposible de asimilar. En ocasiones, la gigantesca sombra era capaz de dividirse en mil sombras más pequeñas. Entonces era como si un ejército salido del Averno infestara las calles de la ciudad azotada. Los que tenían la desdicha de ver de cerca a aquellas sombras comprobaban horrorizados cómo el aspecto de las presencias neblinosas se asemejaba al de muertos recién salidos de sus tumbas. Esos rostros cadavéricos, esos brazos raquíticos donde la carne de aspecto pútrido apenas cubría los huesos y esos jirones de piel que colgaban entre los raídos ropajes eran una imagen muy difícil de digerir. Pero aún había más. Aunque las presencias eran fantasmagóricas, como nebulosas que flotaban en el aire, no solo su aspecto desmentía en cierto modo esa naturaleza gaseosa. También arrastraban consigo un hedor insoportable que llenaba ya las entrañas de docenas de ciudades. Sin embargo, lo más extraño de todo consistía en que aquel olor era el mismo que el de los cuerpos en avanzado estado de putrefacción, y no el de un simple y único gas.

Allá donde la presencia iba, dividiéndose luego en miles de sombras de rostros marchitos, llevaba consigo el sonido de voces angustiosas. Era un coro enloquecedor, como el de docenas de almas en pena. El mismo Averno se materializaba sobre el asfalto y las calles.

Todo empezaba con un silbido ensordecedor que inundaba el aire de la noche. Luego las señales de televisión, radio e incluso internet eran bruscamente interrumpidas. Entonces ya todos estaban perdidos. Ni en su casa ni en las calles podían permanecer a salvo de la muerte, que arrastraba su negro manto por todas partes. Los ciudadanos deambulaban desorientados por entre las brumas que de improviso envolvían todo a su alrededor, hasta que de pronto un destello brillaba con rapidez fantasmal ante sus ojos llenos de espanto. Las cabezas rodaban por los suelos y los gritos de dolor iban siempre acompañados por un gutural estertor surgido entre cuajarones de sangre, desde el interior de los cuellos cercenados. El tiempo de la cosecha había llegado.

Ya era la quinta noche desde que el mal surgiera de las profundidades del monte Parnaso. El mundo entero vivía atemorizado ante aquella tragedia. Cualquier ciudad podía ser la siguiente en recibir el azote de la ola de muerte, pues no había orden alguno en su elección, ningún criterio discernible en todo ello.

En Atenas caminaba un viejo con aire distraído. Llevaba su periódico bajo el brazo e iba un poco encorvado hacia delante. Por su mente bullía aquella noticia que, por entonces, estaba en boca de todos. Debido a eso mismo, las calles permanecían solitarias y silenciosas. El mundo entero se estaba paralizando, presa del terror. Incluso las fábricas habían dejado de funcionar con normalidad, y todo parecía que se podía hundir de un momento a otro.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac. El reloj de pulsera de aquel hombre esparcía sus débiles ecos entre las paredes húmedas del callejón que atravesaba, hasta que de pronto el sonido se congeló por completo. El desdichado anciano quedó paralizado sobre el sitio, con una profunda mueca de espanto grabada en el rostro. Algo iba mal. A continuación vino la bruma, envolviendo su cuerpo estremecido entre lenguas de frío. La muerte había llegado a su ciudad.

Sin embargo, antes de que la sombra pudiera cercenar la cabeza de ese desdichado, absorbiendo su alma para llevársela entre los negros jirones de tiniebla que arrastraba a todas partes, la voz de un joven se alzó entre aquellas paredes.

—Detén tu mano de una vez, ser de más allá del Averno —gritó el caballero Pegaso, sin dejar que el miedo hiciera temblar su voz en momento alguno. Alzó su mano ante la presencia neblinosa que se había materializado ahora frente al viejo asustado. Llevaba puesta una armadura de bronce conformada por peto, hombreras anchas, espinilleras y un yelmo con forma de cabeza de caballo—. Hemos venido para enviarte de nuevo allí de donde nunca debiste salir.

Por toda respuesta, el caballero, junto con los otros tres que lo acompañaban, pudieron escuchar sobrecogidos el sonido cavernoso de unas carcajadas. Aquella presencia, por supuesto, no estaba dispuesta a dejarse amedrentar tan fácilmente. Su forma oscura se alzó todavía más al otro lado del callejón, donde el terreno se abría hasta los suelos húmedos de un alargado puerto costero.

—Se ríe de nosotros, muchachos —dijo el Cisne, enfurecido, mientras permanecía al lado de su amigo en actitud vigilante y defensiva, como quien anticipa ya la lucha inminente—. Quienquiera que esté detrás de esa fachada oscura parece que no nos tiene el menor miedo.

—Ya veremos si eso sigue siendo así cuando hayamos empezado a combatirlo —añadió el caballero Dragón con firmeza. Estaba también muy atento a lo que pudiera ocurrir, pero no dejó que el miedo hiciera oscilar su voz. Su verde armadura brillaba con el reflejo de una luz débil que provenía de alguna farola al fondo.

—Ni siquiera sabemos a qué nos estamos enfrentando, muchachos —objetó, un tanto dubitativo, el caballero Andrómeda—. Pero por Atenea que no pienso dejarme atemorizar —agregó inmediatamente, quizás para que sus compañeros no temiesen que el joven se fuera a echar atrás.

Sin embargo, aquella risa malévola volvió a alzarse desde el otro lado del callejón, haciendo temblar los diques del puerto y produciendo ondas en el agua de la costa, donde los barcos permanecían dormidos aquella noche.

—Solo sois unos estúpidos insensatos —dijo al fin la sombra, con una voz que parecía surgida de un profundo abismo—. No me llevará mucho tiempo convertir vuestros tiernos cuerpos en una masa derretida y pegajosa que se descompondrá muy despacio entre los oleaginosos humores de mi vientre. Llevo anidando en las profundidades abismales del cosmos mucho más tiempo del que podáis si quiera llegar a imaginar. Vosotros para mí sois simples insectos insignificantes que no podrán entorpecer mi paso inquebrantable más de lo pudiera hacerlo la presencia de una hormiga ante la bota gigantesca de un coloso. Mi momento ha llegado al fin. He permanecido demasiados siglos dormido entre las paredes invisibles de un lugar más allá del tiempo y del espacio, esperando con paciencia que el mundo diera la espalda a esos dioses miserables que me sometieron a tan vergonzante ostracismo. Ahora que la humanidad ha decidido ya ignorar casi por completo a las divinidades que me arrebataron el trono de una forma tan miserable, podré poner en marcha mi venganza de una vez.

—¡Basta ya de cháchara, criatura del abismo! —lo cortó bruscamente el Dragón.

El caballero había alzado sus manos ante el rostro en actitud ofensiva mientras avanzaba ya a la carrera para salir del callejón y entrar en el puerto donde estaba la presencia oscura. Su verde armadura reflejó la luz de las farolas que había allí afuera, y un destello de ira ardió en su mirada mientras los largos cabellos oscuros fluctuaban a causa de un repentino viento que se había levantado.

Al mismo tiempo que los otros caballeros corrían junto a él, un silbido ensordecedor comenzó a llenar el lugar y el viento se volvió tan fuerte que hizo temblar las farolas del puerto. El mar se encrespó de forma inesperada, alzando olas espumosas que rompían contra la quilla de los barcos para luego azotar con furia el duro suelo de aquel puerto.

—Ahora vais a conocer una mínima parte de mi poder, desdichados —bramó aquella voz abismal, mientras su oscura silueta adoptaba la forma de un coloso cuyas fauces se abrían como la boca de un abismo insondable. De allí surgieron cientos de criaturas espantosas cuyos rostros mostraban la decrepitud de la muerte en su estado más deplorable.

Todos aquellos seres menores se abalanzaron como una tempestad sobre el cuerpo del caballero Dragón con inusitada rapidez. Buscaban su carne con aquellas bocas pestilentes de dientes ennegrecidos. Sin embargo, el caballero barrió a más de dos docenas de ellos haciendo surgir de su mente una fuerza devastadora, una energía de color verde esmeralda cuya silueta recordaba a la de un dragón enardecido. Las criaturas caían por docenas bajo su poder, pero al mismo tiempo otras muchas surgían del interior de aquel pozo abismal que era la boca de la presencia. El caballero empezó entonces a sentirse extenuado, y al mismo tiempo su rival lanzó algo parecido a una sonrisa atronadora. Parecía disfrutar con la contienda y en absoluto mostraba signos de fatiga o temor. Al final, Dragón se vio doblegado por varias de aquellas cosas. Hundieron sus dientes mellados en la carne de sus brazos, y algunos intentaron llegar hasta su cuello para cercenarlo. Desgarraban la piel entre tormentas de sangre, laceraban sus músculos abriendo surcos profundos en el hueso. Sin embargo, antes de que el joven cayera destrozado por completo, Pegaso se alzó varios metros sobre el suelo de un salto. Un aura plateada envolvía su cuerpo y su armadura. A continuación surgieron bolas de fuego de sus puños, que impactaron una tras otra sobre aquellas cosas de aspecto aterrador. Un grito de furia acompañaba cada arremetida del caballero. No estaba dispuesto a dejar que aquel mal se llevara la vida de su fiel amigo. Los otros dos no se quedaron quietos ni se limitaron a presenciar lo ocurrido. Adoptando una postura mística, Cisne hizo surgir por todos lados nubes de apariencia cristalina y brillante. Aquellas formaciones de aspecto gélido pronto congelaron varias de aquellas sombras de pútrida apariencia. Luego Andrómeda hizo surgir sus cadenas rematadas en punta de flecha para dirigirlas como un ejército de eslabones hacia las presencias congeladas. Estas explotaron en cientos de pedazos cristalizados por todas partes. Las cadenas surcaban el aire estirándose o se alzaban verticalmente como columnas delgadas que buscaban a otras víctimas que aún no hubieran descendido desde el abismo de aquella boca oscura.

Sin embargo, pronto la presencia volvió a dejar que su risa espantosa anegara los confines del mundo. Parecía que todo eso no hubiera sido para él más que un simple juego. Una forma de tantear a sus oponentes, incluso de engañarlos haciéndoles pensar que podrían luchar contra él con alguna posibilidad de vencerlo.

—No ha estado mal del todo para tratarse de unas simples alimañas mortales —se burló de los caballeros, mientras estos intentaban recuperar un poco el resuello tras el primer encontronazo con aquel ser—. Pero ahora siento deciros que endureceré un poco el combate.

Dicho esto, empezó a lanzar una salmodia horrible donde predominaban unos extraños nombres, imposibles de pronunciar por humano alguno. Era una lengua desconocida por los seres encarnados y tan solo comprensible para las divinidades más ancestrales del cosmos. Al mismo tiempo que aquella aberrante llamada crecía en intensidad, el suelo del puerto comenzó a temblar con fuerza. Bajo los pies de los caballeros empezaron a surgir unas formaciones sinuosas y oscuras. Eran como ramas espinosas que al momento envolvieron sus tobillos, apretando con fuerza la carne hasta llegar al hueso allí donde no estaba protegida por el metal de las espinilleras.

—¿Qué diablos es todo esto? —preguntó confundido Pegaso, quien no había esperado un ataque desde allí abajo y se había visto sorprendido por el repentino abrazo de aquellas ramificaciones—. Es como un bosque de espinos que crece a una velocidad increíble.

—Tenemos que escapar de aquí antes de que estas ramas nos engullan por completo —indicó Andrómeda, espantado por lo que estaba ocurriendo.

No obstante, él mismo era el más afectado por aquel nuevo azote de la bestia. Su cuerpo ya estaba atrapado de cintura para abajo y era incapaz de mover las piernas. Hizo que sus cadenas envolviesen al momento gran parte de aquellas ramificaciones, intentando que su acero las quebrara. Sin embargo, las formas retorcidas eran de una naturaleza mucho más dura que sus cadenas y no se partieron bajo el fiero abrazo de los eslabones. Ninguno de los compañeros de Andrómeda pudo ir en su ayuda. Todos tenían ya las piernas paralizadas por aquellas cosas. Pero aún hubo más. Mientras aquella inmensa urdimbre de plantas espinosas cubría los suelos húmedos del puerto, haciendo saltar el pavimento en miles de pedazos, unas sombras que parecían las de muertos errantes empezaron a llenar el lugar. Surgieron de las entrañas mismas de la niebla que flotaba en el muelle. Se arrastraban como si no tuvieran fuerzas, pero, una vez hubieron llegado hasta el cuerpo de Andrómeda, comenzaron a devorarlo sin piedad. Sus bocas destrozaron la armadura por completo entre chasquidos, para luego arrancar a mordiscos todos y cada uno de sus miembros. Entre estallidos de sangre, gritos de dolor y espanto, sonido de mandíbulas desgarrando, quebrando y triturando, Andrómeda fue engullido por aquellas cosas, todo delante de la mirada de horror y frustración de sus amigos.

—¡Andrómeda, no! ¡Andrómeda! —gritó Pegaso, mientras presenciaba el crudo final de su compañero al borde del llanto y sin poder asimilarlo—. Tenemos que hacer algo antes de que sea tarde.

—Mucho me temo que para vuestro amigo ya es demasiado tarde —se burló la presencia oscura, con hondo regocijo—. Y pronto todos los demás lo acompañaréis en su suerte. Aunque… No sé, quizás decida divertirme un poco más y prolongue vuestra agonía. El tiempo es algo que siempre ha estado a mi favor. Sí, caballeros míos, el tiempo siempre lo ha estado.

Ante aquellas enigmáticas palabras, una sombra de duda pasó por la mirada de Cisne. ¿Había interpretado bien el mensaje que quería lanzarles la presencia oscura? Sin embargo, a la vez que reflexionaba de forma frenética sobre aquello, tratando a la vez de evitar que las lágrimas anegaran sus ojos y enturbiasen su vista, empezó a mover sus muñecas y a forzar músculos y tendones. Un brillo gélido fue surgiendo entonces de sus brazos mientras el frío que desprendía su cuerpo comenzaba a arrebatar hasta el último aliento de calor de aquellas ramificaciones, que intentaban envolverlo por completo. Pronto, las mismas se empezaron a quebrar al ser despojadas de toda la negra esencia que les daba vida, y Cisne pudo librarse del duro abrazo. Estaba muy concentrado ya por entonces y la energía de su alma hizo brotar una aurora boreal sobre sus cabezas. Las ramas palpitaron sobre el suelo un segundo antes de recibir una lluvia de fuego que las hizo estallar en miles de pedazos por todas partes. Mientras Cisne gritaba enardecido, desencadenando su poder mucho más allá de lo nunca lo hubiera hecho, sus dos compañeros vivos consiguieron liberarse de las ramas. Dragón corrió envuelto en furia hacia su rival. Una vez a los pies de la gigantesca nebulosa, juntó con fuerza sus manos para descargar un potente golpe de energía azulada contra ella. Pegaso le siguió también a la carrera para dar un salto sobre el Dragón. Se impulsó con ambos pies sobre sus hombreras y luego hizo surgir un rayo luminoso en dirección al pecho de la sombra. Fue la primera vez que hicieron que se tambaleara un poco. Estaban tan tristes y furiosos por la muerte de su compañero que aquella ira había inflamado la energía de sus almas hasta cotas nunca antes alcanzadas.

—Vaya, vaya. Después de todo, parece que os he subestimado un poco. Sin embargo, esto no me desagrada para nada. Ya estaba empezando a aburrirme de devorar sin más a simples mortales que no podían ni hacer que sintiera cosquillas bajo los pies.

Las palabras de la sombra seguían destilando confianza en sí mismo. No parecía albergar el menor rastro de duda acerca de su inmensa superioridad en la contienda.

—Pegaso, Dragón, creo que ya sé a quién nos estamos enfrentando —les gritó entonces Cisne, quien, tras haber liberado a todos ellos del abrazo de las ramas, corría con la respiración agitada hasta donde estaban sus amigos—. Él mismo nos ha dado una pista importante.

Sin embargo, Cisne tuvo que apartarse en mitad de la carrera para esquivar una pestilente ola de vapor surgida de la boca abismal y que iba en su dirección. Una vez sorteado el peligro, lanzó una lluvia de cristales gélidos en respuesta al ataque. Los punzantes trozos impactaron sin demasiado éxito sobre la sombra, aunque sirvieron para darles un poco más de tiempo a los caballeros. Un poco más de… tiempo. No obstante, las fuerzas de los tres caballeros ya estaban muy mermadas por entonces. Y fue en ese momento cuando algo rasgó el cielo oscuro de la noche para materializarse de golpe con alas de fuego ante el abismo de aquella boca oscura. Era una sombra con la forma de un humano alado, con una cola de plumas redondas y anaranjadas. Se trataba del caballero Fénix, quien venía embargado por la pena y, al mismo tiempo, enfurecido más allá de lo humanamente comprensible. Su yelmo astado apenas ensombrecía una mirada ya de por sí cargada de tormentosos pensamientos. Permaneció erguido ante el abismo de la boca, con gesto de desafío y músculos en tensión. Sus alas crepitaban en la noche, haciendo retroceder la bruma que lo envolvía todo.

—Tú, sombra de más allá del Averno, has destrozado mis entrañas al devorar a mi pobre hermano. Ahora pagarás por todo lo que has hecho. No he podido llegar a tiempo de salvarlo y jamás podré dormir ya con la conciencia tranquila, pero te juro que mis cenizas solo reposarán en paz cuando el fuego que las haya consumido sea el mismo que te dé final para el resto de los tiempos.

Dicho esto, el caballero Fénix se dirigió a los otros tres y les pidió que aunaran sus cosmos, para así dirigir esa energía al unísono hacia la sombra abismal.

—No me hagas reír, miserable mortal. Acabaré contigo igual que hice con tu hermano, e igual que haré con estos desdichados que tienes por amigos.

La ciudad de Atenas fue testigo mudo aquella noche de la pugna de poderes más sobrecogedora que había acontecido en miles de años. Fuegos de distintas tonalidades resplandecieron en el cielo durante horas, entre gritos de guerra y de dolor. Las gentes se arrebujaban temerosas bajo sus mantas, al endeble amparo de sus hogares, tapando sus oídos con miedo de oír aquello que no estaban preparados para asimilar. El suelo retumbó varias veces como si fuera a hundirse para siempre bajo los edificios. El mar se encrespó, azotando la costa con bravura y haciendo que barcos enormes estrellaran sus cascos contra los muros del muelle.

Cuando ya moría la madrugada y el cielo comenzaba a teñirse con el débil brillo del crepúsculo, una risa horrenda sacudió una vez más los cimientos de la ciudad. Con un grito triunfal, la sombra irguió su negra silueta. Había devorado al caballero Fénix y ahora su cadáver se disolvía en las profundidades de sus entrañas. Pegaso, Cisne y Dragón permanecían arrodillados sobre el suelo. Sus fuerzas estaban por completo consumidas y ya no podían hacer frente por más tiempo a la criatura. Sus heridas sangraban con profusión y ya no quedaba un solo hálito de energía en sus almas.

—Pobres desdichados. Creísteis que podíais enfrentar al más poderoso de todos los seres del cosmos. Ahora se ha terminado al fin vuestro tiempo y el de todos vuestros dioses patéticos. Tendrán que abandonar el Monte Olimpo para dejar paso a quien allí reinará de nuevo.

Sin embargo, en ese mismo instante algo hizo estremecerse al coloso. Sus entrañas rugieron y del abismo de su boca surgió un mar de fuego. Unas ostensibles convulsiones sacudieron toda su presencia oscura, y entonces los caballeros aún vivos observaron asombrados cómo se tambaleaba, para segundos después ver cómo se incendiaba por completo bajo océanos de fuego.

—El ave Fénix siempre renace de sus cenizas —masculló Dragón, con mirada torva y gesto triunfal—. Tú has engullido su cuerpo, y ahora este resurge una vez más y ahora desde dentro de tus entrañas, calcinándote por completo, consumiendo toda esa negra esencia que te mantiene en nuestro mundo.

Atenea vertió con actitud ceremonial aquellas cenizas oscuras sobre la grieta que se había formado, entre muchas otras, allí donde antes se encontraba la piedra onphalós, la que marcaba en el monte Parnaso el ombligo del universo. El mismo Apolo había descendido al mundo para restaurar el santuario de Delfos, ayudado por Dionisos, ahora que el mal había sido reducido a cenizas crepitantes. Tenían que deshacerse de ellas antes de que estas volvieran a recomponerse para formar la sombra que había aterrorizado al mundo durante días. Era muy importante devolver al ser a su prisión más allá de los límites del tiempo y el espacio, lejos incluso del propio Estigia, que recorría las entrañas del Averno.

—Tus caballeros han luchado con valor y entereza —admitió Apolo, acerándose a Atenea con semblante triste y reflexivo, mientras esta aún vertía las cenizas por el hondo agujero que había quedado en el lugar donde debería estar la onphalós—. Lamentamos la muerte de Andrómeda y de su hermano Fénix, pero no pudo ser de otra manera. Había que poner freno a esa tempestad de sangre y muerte. El mundo vuelve a ser un lugar seguro ahora que el innombrable ha sido de nuevo doblegado.

—Fénix volverá, lo sé. Estoy segura de que una vez más renacerá de estas mismas cenizas para salvar la distancia del tiempo y del espacio, aunque tenga que recorrer infiernos gélidos infestados de males insondables. Pero Andrómeda ya nunca más podrá estar entre nosotros. Sin embargo, lo que más me perturba, Apolo, no es eso. ¿Crees que de verdad hemos hecho lo correcto? Hace muchas eras, cuando Zeus era todavía un niño, puso fin a la existencia de su propio padre. Este había devorado a todos sus hermanos, nacidos antes que él. Luego, Rea, la madre de nuestro querido Zeus, escondió a su último hijo para que su padre no lo devorara, y así fue como pudo salvarse de seguir la misma suerte que sus hermanos. Todo esto lo sabemos, al igual que también sabemos que Zeus puso fin a su padre y lo mandó lejos del mundo, más allá del propio Averno, adonde ahora nosotros lo devolvemos. Pero, como te decía, hay algo que me tiene atormentada. Cuando el padre de Zeus regía los designios del destino, la humanidad era libre y no había guerras ni absurdos derramamientos de sangre. Fue la época dorada. Puede que… Puede que Crono fuera un azote para el resto de los dioses, pero también que lo hiciese para proteger a la humanidad de la cruel insensatez de muchos de ellos. ¿No piensas que quizás ahora tan solo quisiera despojar a los humanos de sus cárceles terrenas, de sus carcasas materiales, para liberar sus almas de este infierno en que hemos convertido al mundo?

—Conócete a ti misma, Atenea. Conócete a ti misma —fue la enigmática respuesta de Apolo, en cuya mirada brilló un indescifrable destello.

En sus manos doradas y brillantes sostenía un objeto afilado. Era la hoz de Crono, y de su superficie acerada surgían destellos bajo la luz del sol. La arrojó al profundo agujero y el destello de su hoja se apagó para siempre. O quizás no para tanto… tiempo.