I

El camino trepaba hacia la mansión por una pendiente encajonada entre hileras de nogales criollos. Unos quinientos metros más allá, al final de la cuesta, la casa de dos plantas y paredes de yeso blancas saludó a Marco con un silbido provocado por el viento, que soplaba desde el bosquecillo situado detrás del edificio.

El muchacho recolocó el hacha española en la vaina a su espalda, firme entre su cuerpo y el pequeño baúl que colgaba de sus hombros. Aunque el camino hasta la casa parecía despejado, se aseguró de que las boleadoras continuaran también sujetas a su cinturón. Se ajustó las tiras de cuero que fijaban el baúl a la espalda, resopló y reanudó la marcha.

Un sonido de hojas removidas surgió tras un nogal a su derecha, atravesó la copa del árbol y saltó sobre el camino, dibujando una sombra por encima de la cabeza de Marco hasta aterrizar en uno de los nogales del otro lado. Allí, con las cuatro patas apoyadas en una delgada rama y con la cola alzada detrás de su pequeño cuerpo, el mono de carita blanca le dedicó una mirada poco amistosa, toda llena de dientes, antes de escupir desde las alturas una mezcla de saliva y moco que aterrizó demasiado cerca de las botas del muchacho.

El chico y el mono cruzaron las miradas. El bicho se alzó sobre dos patas y agitó una de las superiores hacia delante dibujando un gesto confiado. Marco captó el mensaje y siguió andando.

Un nuevo crujido de ramas pisadas se abrió paso a unos diez metros por delante de ellos. Dos muertos se tambalearon entre los arbustos que crecían a los pies de los nogales y se plantaron en medio del camino.

Marco se llevó automáticamente la mano a las boleadoras de su cinturón y, antes de que los muertos lo localizasen y arrastraran sus pies hacia él, el chico ya había desplegado las boleadoras y las agitaba en círculo sobre su cabeza. El silbido de las bolas de piedra forradas de cuero se inició despacio y aumentó hasta igualarse a los rugidos de los muertos que se acercaban.

Uno de ellos era grande y pesado y no movía la pierna derecha, torcida a la altura de la rodilla. El otro era un cadáver más entero y más delgado. Sin embargo, a medida que se le acercaba, Marco pudo ver que le faltaba gran cantidad de carne alrededor de la boca y del cuello. Rugía con los huesos de la mandíbula al aire.

Marco soltó las boleadoras y el silbido se alejó en dirección al más delgado. Los caminos del arma y del cadáver se cruzaron a unos cinco metros del chico. Las finas tiras de cuero se enroscaron alrededor del maltrecho cuello del muerto, con las bolas girando a su alrededor en una órbita cada vez más cercana. El cadáver se detuvo con expresión de sorpresa. Las dos bolas de piedra se encontraron al fin y chocaron con un sonido sordo al tiempo que, con un chasquido, el cuero le quebraba el cuello. La cabeza cayó hacia atrás y el cadáver se derrumbó en el mismo instante.

El segundo muerto sobrepasó a su compañero caído arrastrando la pierna derecha junto al cuerpo decapitado. Marco se llevó la mano a la espalda y extrajo el hacha española. Desvió un instante la mirada del cadáver que se acercaba y la dirigió hacia el mono, que los observaba tranquilo, desde la rama, hurgándose con parsimonia la nariz.

El chico esperó a que el rugido del muerto casi le escupiese en la cara. Volteó decidido el hacha sobre su cabeza y, de un tajo seco, cercenó su cabeza, aunque el cadáver todavía siguió caminando unos pasos más. Marco se quedó quieto, con el hacha manchada en las manos, observando como aquel pollo sin cabeza se estrellaba contra una roca al borde del camino.

Oteó el horizonte unos segundos hasta que estuvo seguro de que no se acercaban más enemigos. Guardó entonces el hacha y caminó despacio hacia el primer muerto, para recuperar las boleadoras y guardárselas en su cinturón. El mono saltó de nuevo por encima del camino hasta la copa del nogal más cercano a Marco, a la derecha del chico. Desde allí le rugió con la pata delantera extendida, señalando hacia delante, hacia la casa en la cima de la colina, como si quisiera apremiarle para continuar el recorrido. El chico maldijo por lo bajo al bicho antes de seguir andando cuesta arriba.

II

Dos años antes, cuando el muchacho solo tenía trece y vivía en un pequeño pueblo italiano, al pie de las montañas y en una humilde morada, su madre tuvo que tomar una terrible decisión.

El modesto negocio de su marido no daba lo suficiente para mantener a los cuatro miembros de la familia, por lo que ella, siguiendo los pasos de otras animosas mujeres del pueblo y de la región, se vio obligada a emigrar.

Del otro lado del océano llegaban noticias de las riquezas que obtenían todos aquellos que viajaban al Nuevo Mundo. Algunos conciudadanos de la familia, y muchos otros vecinos de los alrededores, habían ido emigrando en los últimos años hacia la Argentina y el Uruguay, e incluso hacia Brasil y los Estados Unidos. Gracias a la mediación de un familiar que se había marchado a Buenos Aires, la madre de Marco consiguió un empleo limpiando en la casa de una adinerada familia del país.

El día de la despedida en el puerto fue el más triste que el muchacho recordaba. No solo él y su madre lloraron desconsoladamente, también su hermano mayor y su padre fueron incapaces de contener las lágrimas. Los cuatro se abrazaron hasta que las sirenas del barco los obligaron a separarse. El padre y el hermano pronto se retiraron y regresaron a casa, cabizbajos y apoyados uno en el otro, pero Marco permaneció sentado en el muelle largo rato. Primero vio cómo se alejaba el barco en el que se marchaba su madre, y luego siguió allí sentado mientras el sol se ponía sobre el horizonte del mar y la noche se tragaba sus lágrimas.

Al cabo de un mes llegó la primera carta. A pesar de la melancolía y la nostalgia que destilaba, las palabras de ánimo de la madre llenaron a toda la familia de esperanza. Los dueños de la casa en la que limpiaba la habían acogido con cariño y con respeto, y le pagaban bien. Quizás en un año podría regresar con una buena cantidad de dinero ahorrada o, si la situación de la familia no mejoraba, tal vez podrían marchar todos allí a buscar una nueva vida.

La segunda carta llegó dos meses más tarde, aunque estaba fechada solo un mes después de la primera. La tercera y la cuarta se retrasaron un poco más, pero la alarma cundió en la familia cuando, pasados más de tres meses desde la última misiva, aún no habían vuelto a tener noticias de su querida madre.

El padre y sus dos hijos se dirigieron al consulado argentino en Génova una calurosa mañana de agosto. El funcionario, con muestras de evidente nerviosismo, no supo darles una respuesta clara sobre cómo podrían contactar con la mujer. A los pocos días empezaron a circular rumores preocupantes entre los familiares de los emigrados: las comunicaciones con el continente americano parecían haberse interrumpido. Incluso la línea telegráfica transatlántica, que no llevaba ni cinco años en funcionamiento, de forma misteriosa había dejado de operar.

Al poco, el consulado cerró sus puertas y dejó de atender las peticiones. Cada mañana, los familiares de los emigrados se reunían a las puertas del edificio intentando hallar respuesta a sus temores y, como no recibían contestaciones oficiales, las más siniestras especulaciones empezaron a circular entre ellos. Las historias de las últimas noticias se mezclaban unas con otras. Por ellas, Marco y su familia supieron del rumor de una plaga que se habría originado en algún punto de la Argentina, pero de la que no se conocían ni sus causas ni sus efectos.

Las protestas de los familiares empezaron a subir de tono, y entonces aparecieron los policías militares. Una mañana, bajo una pálida lluvia de primeros de septiembre, los carabineros disolvieron a golpes una concentración ante el consulado argentino. A partir de ese momento, el padre prohibió a sus dos hijos que regresaran allí. El hermano mayor encontró trabajo en otra población más al Norte y se tuvo que trasladar, no antes de que su padre le prometiera que lo mantendría informado de cualquier novedad. Cada mañana, Marco se encaramaba a un edificio a unos doscientos metros del consulado y desde allí contemplaba a su padre en medio de la multitud y cómo, igual que los demás, suplicaba noticias de sus allegados.

La mañana del 13 de septiembre de 1886, el gobierno permitió al fin la difusión en la prensa de la noticia de que una epidemia mortal asolaba todo el continente americano. Se trataba de una enfermedad contagiosa en extremo, y por ello se habían cortado todas las comunicaciones civiles con América. Aquella misma mañana, contingentes militares se desplegaron por todos los puertos de la costa. El gobierno avisó de que había fletado destructores por todo el océano y de que cualquier barco civil que se dirigiera a América sin permiso sería detenido sin contemplaciones. Ante las súplicas de los familiares de los emigrados, el gobierno dejó claro que ellos se encargarían de lo poco que se pudiera hacer por aquellos. Los italianos debían ocuparse de cuidar a sus familiares vivos y rezar por que aquella enfermedad mortal, más terrible que cualquier peste conocida (pero de la que se negaban a dar más detalles) no lograse cruzar de alguna manera el océano.

Durante los meses siguientes llegaron noticias desde toda Europa e, incluso, de Asia. Describían cómo en todos aquellos países los gobiernos habían extendido las mismas perturbadoras noticias y también cómo numerosas tropas controlaban las costas. Incluso se decía que el zar de Rusia, el emperador de China y el emperador de Japón habían formado una triple alianza para organizar el mayor ejército nunca conocido, el cual se había asentado en las penínsulas de Kamchatka y de Chukchi, desde donde podían controlar que ningún barco de infectados llegase desde América atravesando el estrecho de Bering.

Los grupos de alborotadores concentrados a las puertas del consulado disminuyeron poco a poco. Al cabo de un tiempo, hasta el padre de Marco dejó de ir. Cuando este le preguntó qué le había pasado a su madre, el hombre le dijo que ella había muerto y que, a partir de ese momento, él debía preocuparse solo por cuidar a sus hijos.

El hombre se metió en la cama y empezó a llorar. Marco lo cubrió con una manta y lo cogió de la mano hasta que lo vio dormirse, agotado. Luego se apartó de él, con cuidado de no despertarlo, sacó un pequeño baúl desgastado de un armario del desván, lo llenó con cinco latas de conservas, una cantimplora y una muda. Cogió un poco del dinero que su padre escondía bajo la cama, lo miró una vez más mientras dormía y se despidió en silencio, camino del puerto.

III

La casa de paredes blancas estaba rodeada de muertos. Marco contó hasta siete de ellos, que deambulaban sin sentido alrededor del edificio, cambiando de dirección aleatoriamente. Como hacen los muertos, pensó él; siempre buscando su alimento.

Aquella era una mansión magnífica que pertenecía al ingeniero Mequínez, cuya familia había dado trabajo a la madre de Marco. Se habían trasladado desde Buenos Aires poco antes de que se extendiera la enfermedad. Si su madre seguía viva, aquel era el lugar donde podría encontrarla.

Oteó las ventanas más allá del grupo de cadáveres andantes, pero no pudo apreciar si se movía alguien en las habitaciones del interior. El mono, que reptaba incómodo por el pequeño baúl a su espalda, se detuvo sobre su hombro.

—Allí —dijo el chico, y señaló hacia la casa.

Sin embargo, el mono solo miró el dedo y no a la puerta barrada con maderas y clavos, que alguien se había molestado en asegurar para impedir el acceso de los muertos al interior.

Marco sujetó al animal y bordeó la periferia de la casa, escondiéndose entre los árboles y los arbustos de los muertos que se paseaban por la explanada que rodeaba el edificio. En la fachada trasera había otra puerta tapiada, pero una en el lateral no estaba bloqueada por maderos y clavos.

Esperó a que los muertos desaparecieran de allí y corrió hasta la puerta. Forcejeó con el pomo, pero el acceso estaba cerrado por dentro. Sacó el hacha de la espalda, clavó la hoja de acero en forma de ala de murciélago entre la jamba y la puerta e hizo palanca hasta que astilló un pedazo de madera y consiguió que cediera.

La entrada se abría a un pasillo sin iluminación. Marco cerró detrás de él, aunque no logró que la cerradura se enganchase ya que al forzarla había reventado el mecanismo. Miró afuera y vio que un par de muertos regresaban hacia allí desde la esquina derecha. Apretó la puerta todo lo que pudo contra el marco y se adentró en la casa buscando algo, una silla o lo que fuese, que pudiera bloquearla.

Caminó en absoluto silencio por un pasillo en tinieblas que lo llevó hasta un pequeño salón. La luz del exterior se filtraba por las estrechas franjas de cristal que no estaban cubiertas por las contraventanas cerradas. Justo a su izquierda, una escalera subía pegada a la pared hacia el piso superior. En el centro de la sala había una mesa grande de madera rodeada por tres sillas, así como un sofá cercano a la pared que estaba frente a la escalera. Marco soltó al mono encima de la mesa, descolgó el baúl de su espalda y agarró una de las sillas.

Se disponía a regresar junto a la puerta cuando escuchó un gemido en el corredor, atravesando la entrada que él acababa de cruzar. Miró al mono con pánico, pero este ya corría a esconderse tras el sofá.

Regresó cauteloso hacia el pasillo, con la espalda pegada a la pared para mantenerse oculto de quien pudiera haber atravesado el umbral. No le hizo falta asomarse; desde allí escuchó bien claros los pasos torpes de un muerto que chocaba contra la puerta de la entrada.

Volvió con sigilo al salón, miró desconfiado a la escalera que subía al piso superior y decidió correr a refugiarse tras el sofá, donde el mono esperaba, extrañamente quieto y con las patas superiores cubriéndole el rostro. Marco se sentó a su lado y escuchó los pasos a su espalda, ya en la habitación. Con cuidado, asomó el rostro por un lado, con la mejilla pegada al suelo de madera. El muerto se había detenido al pie de los escalones. Otro chocó con la espalda del primero y este inició un lento ascenso, apoyado contra la pared a la izquierda de la escalera. Con mucho esfuerzo, unos segundos después, los dos muertos habían desaparecido en la planta de arriba.

Marco esperó un poco más antes de salir de su escondite y asomarse sigiloso al pie de la escalera. Desde allí ya no se veía a los muertos. Cogió la silla que había abandonado junto al pasillo y corrió a bloquear la puerta de entrada. Estaba bastante seguro de poder con aquellos dos, pero no quería arriesgarse a que entraran más. Quería poder investigar con calma la casa donde le habían asegurado que vivía (o había vivido) su madre.

Una vez bloqueada la puerta, sacó el hacha de la vaina amarrada a su espalda y se dirigió a los escalones. El mono había salido de su escondite, pero lo estaba mirando con calma, sentado sobre la mesa, y el chico supo que no le iba a servir de ninguna ayuda.

Al final de la escalera se abría un pasillo recto hacia la derecha, con dos puertas cerradas a cada lado y una abierta al final del corredor. Por los ruidos que se escuchaban desde allí, tuvo bien claro dónde se habían refugiado los muertos.

Preparó el hacha y avanzó decidido, pero se detuvo, paralizado, al alcanzar la puerta abierta. Dentro de la habitación no encontró solo a los muertos que lo habían precedido desde el piso inferior. Aquellos dos se habían detenido y observaban, curiosos, a un tercero. Era una mujer, con el vestido blanco cubierto de sangre y restos humanos. El pelo negro desgreñado enmarcaba unos ojos enloquecidos. La mirada desorbitada permanecía baja, como si estuviera fija en los pies de los muertos, que no acababan de reaccionar.

Ninguno de los tres se movió hasta que al chico se le escapó un gemido de dolor, provocado por la pena de encontrar a su madre en aquellas terribles condiciones. Entonces los dos muertos fueron conscientes de su presencia y se lanzaron a por él.

IV

En el puerto de Génova, a pesar del control militar, a Marco no le costó demasiado colarse en uno de los vapores de carga que se preparaban para partir hacia la Argentina.

Las noticias que habían difundido los periódicos no dejaban lugar a dudas sobre la virulencia que mostraba aquella enfermedad desconocida. Los comunicados gubernamentales tampoco lo dejaban acerca de que quien la contraía moría de una forma horrible (aunque no especificada por ninguno de los diarios). Además, era de conocimiento común que, en aras de proteger al planeta de una posible infección mundial, los militares de todo el continente tenían órdenes de disparar a matar a quien se atreviera a saltarse los bloqueos. En aquel contexto, ejercían un efectivo trabajo disuasorio las historias que llegaban del lejano norte sobre los cosacos rusos, que no dudaban en fusilar a todo el que pareciera contagiado.

Marco había conseguido, dos días antes, un trabajo de ayudante de estibador en el puerto, lo que le permitió acercarse al vapor Trinidad lo necesario como para esconderse entre los bultos de suministros médicos que aguardaban su turno para ser embarcados. Allí esperó con paciencia desde que terminó su turno de carga hasta que acabaron los trabajos, cayó la noche y el ejército vació el área de seguridad portuaria.

En medio de la oscuridad, permaneció escondido hasta que pasó la ronda de vigilancia. Corrió entonces hacia el borde del muelle de carga y hasta la soga de amarre del Trinidad, un vapor de desteñido color azul. Como un ladrón de Bagdad, trepó por ella para cruzar por encima de las oleosas aguas del puerto, colgado de pies y manos de la cuerda. Alcanzó el barco, se coló por una escotilla y escapó hacia abajo, huyendo de las voces de los marinos que faenaban en la cubierta y en los pasillos superiores. Se refugió en una bodega oscura y se acurrucó entre dos grandes cajas fabricadas a base de listones de madera. Al cabo de unas horas, el barco inició la marcha.

Pasaron los días, solo distinguibles para Marco por la claridad de luz solar, que aparecía y desaparecía por un ojo de buey situado en las alturas de la bodega, demasiado lejos de su alcance. Racionó el agua y la comida que llevaba en la mochila. Había calculado que, bebiendo y comiendo menos de lo justo, los víveres le llegarían para los veinticinco días que había oído que duraba el viaje cuando aún lo realizaban los barcos de pasajeros, antes de la epidemia. Sin embargo, ya en el decimoséptimo día se dio cuenta de que sus cálculos de niño ignorante habían fallado y que no tendría comida para todo el tiempo que había supuesto.

Se le acabaron los suministros en el vigésimo día. Aguantó dos jornadas más, racionando las pocas gotas de agua que le restaban y sin nada sólido que llevarse al gaznate. Tres días después, cuando el hambre le hacía clavar los dientes en las cajas de madera del almacén, se vio obligado a salir de su escondite a pesar del temor a que lo descubrieran y lo encerraran, y a que por tanto no pudiese ir junto a su madre. O, peor aún, a que decidieran arrojar al polizón por la borda, como le había contado su hermano mayor cuando años antes le narraba historias de piratas.

Salió a hurtadillas del almacén y logró alcanzar el primer pasillo, donde las voces de dos marineros que hablaban en castellano le obligaron a retroceder. Se enroscó de nuevo entre las cajas y lloró por el hambre y el cansancio hasta quedarse dormido de pura debilidad.

Cuando volvió a despertar, solo la luz de la luna aclaraba la oscuridad del ojo de buey. A pesar de que en un barco como aquel la calma nunca era total, con la noche descendió el ir y venir de los marineros y Marco pudo avanzar por el pasillo en el que no había podido dar ni un paso unas horas antes. No sabía siquiera adónde se dirigía. Buscaba comida, agua, alguna cosa que llevarse a la boca, pero no tenía ni idea de dónde podría encontrarla.

Una conversación que se acercaba le forzó a decidirse por una puerta lateral. La abrió y cruzó a la oscuridad del otro lado. Se quedó esperando con la oreja pegada al frío del metal, escuchando a los hombres, que parecían haberse detenido en el pasillo. Debido al temor a que entrasen y lo descubrieran, se decidió a avanzar en las tinieblas.

Estuvo a punto de caer cuando dio un traspié en el primer peldaño de una escalerilla, la cual descendía a un metro escaso de la puerta de entrada. Se apoyó en la baranda de metal y tanteó con mucho cuidado los escalones. Descendió los cinco peldaños cuidándose de casi no respirar.

Al pie de la escalera se detuvo en un pequeño espacio libre, a la espera de que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad reinante, solo interrumpida por la luz filtrada por debajo de la puerta y por unos ojos de buey suspendidos a unos tres metros de altura, los cuales dejaban pasar los escasos rayos de luna.

En la semioscuridad se adivinaban algunos bultos, las formas inconfundibles de varias cajas enormes que se alzaban hasta llenar toda la altura de la bodega. Con cuidado de no hacer ruido, se acercó a una de ellas y se sorprendió al palpar tela de lona cuando esperaba encontrar madera. Y todavía sintió mayor confusión cuando se dio cuenta de que la tela ocultaba los barrotes de una jaula.

En el momento en el que ya había empujado media mano sobre la tela que cubría el espacio vacío entre dos barrotes, le sobresaltó un gemido que procedía de la jaula. De un bote, se apartó metro y medio. El gemido se repitió, ahora una octava más alto y transformado en grito. Al aullido se le unió otro más, y al momento toda la sala reverberaba de gritos que en nada parecían humanos.

El chico se quedó paralizado hasta que escuchó un forcejeo al otro lado de la puerta de la bodega. Logró camuflarse tras la estructura cubierta de lona solo un instante antes de que la luz de una lámpara de aceite se derramase por toda la estancia. Escuchó los pasos de dos hombres bajando la escalera metálica. Tras el bloque cubierto por la lona había un montón de cajas con un pequeño hueco libre en la parte inferior, de tamaño suficiente para que Marco se escondiera en él. Los dos hombres se detuvieron ante el bloque misterioso, se dijeron algo en castellano y uno de ellos tiró de la lona.

El estrépito de aullidos hizo que el chico gritara por el susto. Por fortuna, los chillidos de los monos atrapados en aquella jaula de metal evitaron que los dos marineros lo descubrieran.

El interior de la jaula estaba dividido en cuatro compartimentos aislados. En cada uno de ellos, un monito pequeño de cara blanca golpeaba nervioso los barrotes de su diminuta prisión y gritaba a los dos humanos, que observaban a la nerviosa manada con una expresión de burla. Los chillidos de los simios recibían un eco de los que provenían de las otras jaulas cubiertas que atestaban la bodega. Uno de los hombres le dijo algo al otro, que soltó una carcajada. Le pasó el brazo sobre el hombro y los dos se retiraron escaleras arriba hasta salir de la estancia, dejando la bodega de nuevo a oscuras, puesto que se llevaron la lámpara de aceite.

El chico se quedó quieto en su escondite entre las cajas, temeroso de que aquellas bestezuelas pudieran echarle una garra encima si se atrevía a salir. En medio de la negrura aún escuchaba los ruidillos de los animales, que se fueron calmando a medida que se acostumbraban de nuevo a la falta de luz.

Se quedó dormido, agotado por la emoción y el hambre. Cuando abrió los ojos, la luz del sol entraba de nuevo por la claraboya. Asomó la cabeza. Dos monos de la jaula descubierta dormitaban en sus jaulas, en la parte superior. Uno de los de abajo jugaba con el cuenco vacío del agua, sin prestar atención a Marco. El otro lo estaba mirando con un plátano entre las manos. Lo dejó en el suelo de la jaula, en la esquina más cercana a donde estaba él. Luego se retiró al otro extremo, sin dejar de observarlo. Parecía como si lo estuviera retando.

El hambre del muchacho le hizo perder el miedo, tanto a los animales como a que pudieran descubrirlo. Salió de su escondite y estiró la mano para coger el plátano, pero el mono dio un salto y se lo robó, y regresó a su esquina para acunar la fruta como a un bebé. Marco estaba a punto de ponerse a llorar. Estiró los brazos en una súplica silenciosa; una lágrima se deslizó por sus ojos. El mono se lo quedó mirando y empezó a pelar el plátano con toda tranquilidad. Marco gimió de pura desesperación y se agarró las tripas, que ya empezaban a devorarlo por dentro. El mono lanzó la piel fuera de la jaula y se quedó mirado al chico con el plátano junto a la boca. Marco cayó de rodillas ante la jaula, llorando, y apretó los puños contra la cara con rabia.

Notó que le tocaban en el rostro y abrió los ojos. El plátano estaba delante de su nariz. Lo agarró con violencia y se lo llevó a la boca. Lo devoró casi sin morderlo y luego recogió los trozos que se le habían caído y se los metió en la boca también. El mono no le quitó ojo y, cuando el chico terminó con las últimas migajas de plátano, estiró el brazo invadiendo la jaula de uno de sus compañeros de prisión y le robó una manzana pocha. De un salto se colocó otra vez ante Marco y se la ofreció. El muchacho la cogió.

—Gracias —le dijo.

Llegaron a puerto tres días después. Marco sobrevivió gracias a los alimentos que compartía el mono con él. Cada día, a media mañana, tres marineros entraban a la bodega, destapaban las jaulas, rellenaban los cuencos de agua de los animales y les ponían fruta. Si era necesario, abrían alguna de las jaulas para retirar un pedazo de mierda o restos de comida. Para ello usaban una llave colgada en un tablero de madera junto a la puerta. Después cubrían de nuevo las jaulas con las lonas. El chico salía entonces de su escondite y se colaba siempre por la misma esquina, bajo la tela de la jaula de su nuevo amigo. Este siempre le esperaba para compartir con él alguna de las piezas de fruta.

El día de la llegada a puerto, Marco esperó a que la luz del sol se apagase en el ojo de buey y se dirigió en silencio hacia la escalera que conducía a la salida de la bodega. Se detuvo un instante al pie de los escalones y le dedicó una sonrisa de despedida al mono. Se giró de nuevo, pero el animal lo detuvo con un intenso gruñido. El chico retrocedió deprisa para acallar al animal con un gesto perentorio antes de que el resto de animales se uniera al coro y lo descubriesen.

—No puedo llevarte —le dijo.

El mono se agarró con las cuatro patas a los barrotes de su celda y los agitó. Soltó otro gruñido y se retiró al fondo de la jaula, entre los restos de la comida que habían compartido ese mismo día. Cruzó los brazos y le clavó al chico una mirada demasiado humana. Este agitó la cabeza y se dirigió al tablero de las llaves.

Salió del barco del mismo modo en que había entrado más de veinte días antes: en completo silencio y colgado de brazos y piernas de la soga de amarre. Solo que ahora llevaba a un pequeño mono pendido de su cuello igual que él lo hacía de la soga.

Ya en tierra firme, Marco corrió hacia el interior de la ciudad mientras dejaba atrás el barco que lo había transportado, que ahora descansaba fondeado en el Río de la Plata. Buenos Aires se le presentaba como un conjunto de casas blancas bajas, alineadas en una cuadrícula perfecta. El chico se había aprendido de memoria la dirección de la familia del ingeniero Mequínez, el hombre que había dado trabajo a su madre, pero se sintió abrumado por el tamaño de aquella ciudad. No sabía muy bien por qué se había imaginado un poblado más pequeño, quizás algo más parecido al lugar del que él mismo procedía.

Aunque era temprano, ya había gente por la calle, trabajadores somnolientos a los que Marco asaltó con impaciencia, uno a uno, preguntándoles por la dirección que había memorizado. Los pocos que se paraban a hacerle caso no entendían su castellano italianizado y despedían de mala manera a aquel niño extranjero, dedicándole expresiones cuyo significado, aunque Marco no comprendía, no le costaba adivinar.

Al final logró dar con un emigrante lombardo que, con su mezcla de acentos castellano e italiano, le supo explicar que la casa que buscaba se encontraba a una media hora de allí, hacia la salida norte del pueblo.

El chico se despidió mientras ya salía corriendo, tan deprisa que el mono subido al baúl de su espalda tuvo que agarrarse con fuerza a su hombro para no caer en medio de la carrera. Siguió las indicaciones del lombardo por aquella cuadrícula encajonada entre casas bajas y blancas, cada una gemela de la siguiente, y, al cabo de algo menos de la media hora indicada, llegó a una casa con un enorme desconchado junto a una puerta de madera oscura. Sobre el dintel se leía el nombre del propietario: ingeniero Mequínez. Cuando ya llegaba, lo adelantaron al trote una docena de militares, enfundados en sus uniformes azules y con los fusiles al hombro, pero Marco casi no les prestó atención. En aquel momento, su cabeza solo podía concentrarse en la idea de que estaba punto de reencontrarse con su madre, al fin, después de tanto tiempo.

Con el corazón a punto de saltarle del pecho, el chico golpeó con los nudillos la puerta de entrada. Una mujer mayor apareció, sofocada, en el marco, con una expresión llena de terror que se relajó un poco al ver que el causante del alboroto era solo un muchacho.

—¿A quién buscas? —le preguntó en castellano la mujer.

—¿El ingeniero Mequínez?

La mujer negó con la cabeza. Marco insistió, repitiendo el nombre del ingeniero, lo único que sabía decirle. Pero la mujer solo negaba y hablaba en castellano, diciéndole frases que Marco no acababa de entender. El muchacho cada vez estaba más agitado y también la mujer parecía a punto de perder la calma. Al final, con un gesto perentorio, ella le hizo callar. Se quedó pensativa unos momentos y, luego, chapurreando despacio unas pocas palabras en italiano, le dijo que la familia Mequínez y toda la gente a su servicio se habían trasladado a la ciudad de Tucumán, en los Andes, ya hacía al menos tres semanas.

Marco se sintió enfermar. El agotamiento por las privaciones del viaje cayó como un chaparrón sobre su pequeño cuerpo. El llanto se agolpó en su garganta al tiempo que negaba, primero con la cabeza y después a gritos. No era posible, con todo lo que había sufrido para llegar hasta allí, no podía haber fracasado así.

Escapó corriendo con los ojos en lágrimas. La mujer que le había dado las malas noticias salió tras él, trotando con pesadez y llamándolo a gritos para que se detuviera, pero su voz fue quedando atrás poco a poco. La casa del ingeniero Mequínez estaba a poca distancia de la salida del pueblo, por lo que el chico no tardó en alcanzar esta.

Se detuvo sorprendido ante el tumulto que se había organizado allí. Por delante de un grupo de ciudadanos alborotados, los soldados que le habían adelantado antes apuntaban sus fusiles hacia una alta valla de madera que parecía aislar la salida del pueblo de los alrededores.

Marco se secó las lágrimas en el dorso de la mano y se coló entre las piernas de los cotillas, hasta que se detuvo delante de una mujer que lloraba a lágrima viva mientras, con una expresión de terror en el rostro, miraba hacia los militares. El muchacho siguió su mirada hacia más allá del pelotón de soldados y de la valla.

Al otro lado, un grupo de siete u ocho personas chocaban contra ella con desesperación. Gemían y estiraban sus brazos hacia los soldados. Sus ojos febriles no conseguían fijar la mirada.

A uno de ellos le colgaba de la cara el hueso limpio de la mandíbula. Al que tenía al lado le faltaba el brazo derecho, remplazado por un muñón sanguinolento. Una mujer se coló entre los otros dos y se pegó a la valla.

Marco soltó un aullido de terror cuando las tripas de la mujer se desparramaron por entre los listones de madera del vallado mientras no cesaba de bramar, señalándolo.

Los disparos de los soldados ahogaron el aullido del chico, que cayó al suelo de rodillas, con las manos en la cabeza, mientras contemplaba horrorizado cómo los hombres y mujeres del otro lado de la valla se negaban a morir pese a los disparos que les agujereaban el rostro, el cuello y el torso. Marco se desplomó en el suelo, enloquecido por lo que estaba viendo, y perdió la consciencia. La mujer de la casa del ingeniero Mequínez llegó hasta él en aquel momento y, con la ayuda de dos hombres, se llevó de allí al muchacho.

V

El primer muerto saltó encima de Marco. El chico no reaccionó, impactado como estaba por la visión de su madre, cubierta de sangre y de restos humanos y con aquella mirada inhumana en el rostro. El mono aulló desde el otro extremo del pasillo, pero el sonido casi no atravesó su conciencia aturdida. El muerto estiró los brazos hacía él; un pedazo de lengua descolorida le colgaba de entre las fauces abiertas.

Se escuchó un silbido y, con un chasquido seco, la cabeza del muerto voló hacia la pared izquierda de la habitación. El cuerpo decapitado trastabilló y cayó hacia Marco, que reaccionó a tiempo para ponerse a un lado y esquivar su caída.

Tanto el chico como el segundo muerto se quedaron quietos, con la vista clavada en la mujer, que blandía un inmenso cuchillo de cocina. Marco miró a los ojos a su madre y vio que habían recuperado su humanidad. O al menos parte de ella, ya que, aunque ahora ya parecían capaces de enfocar, mostraban la fiereza de una bestia salvaje.

El muerto, sin dejar todavía de observarla, olisqueó el aire y giró el cuerpo hacia Marco. Rugió como un animal enloquecido y se lanzó a por él. La mujer aprovechó el flanco desguarnecido y, barriendo el aire en semicírculo con el cuchillo, se llevó por delante la cabeza del demonio.

El chico permaneció inmóvil unos segundos más, ignorante de los dos cuerpos caídos y concentrado en su madre. Entonces dio un paso hacia ella, pero la mujer alzó el gigantesco cuchillo de cocina y lo dirigió, amenazador, en su dirección.

—¿Marco? —le preguntó, en un tono que sugería que no podía creer lo que estaba viendo.

—Madre. —Dio un paso hacia ella, pero la mujer mantenía alzado el cuchillo—. ¿Qué te ha pasado? —Marco no podía dejar de mirar la sangre y los restos humanos que la cubrían.

—Cuando llegó la enfermedad, nos culparon de ella a los emigrantes. Me echaron de la casa. La única manera de sobrevivir ahí fuera es oler como ellos para que no te encuentren. —Hizo una pausa y lo contempló en silencio—. ¿De verdad eres tú?

—¿Por qué no dejas que me acerque, madre?

—¿Tienes alguna herida?

—No me han mordido, si es lo que preguntas.

Tras él, el mono chilló y saltó histérico al pie de las escaleras. Un estruendo de muebles golpeados, de una multitud que se apretujaba, invadió el piso inferior. El mono correteó por el pasillo, pegado a la pared, y adelantó a Marco y a su madre para esconderse en la habitación del fondo. Los pasos de los muertos subían por la escalera.

—Ven, deprisa —le ordenó su madre.

Marco obedeció y la siguió a la habitación. Miró por encima del hombro a los dos primeros muertos que asomaban por el final de la escalera, empujándose uno al otro para llegar hasta los dos vivos.

Entró en la habitación cuando su madre ya cerraba la puerta. Los muertos la alcanzaron dos segundos después. No tenía cerradura, por lo que Marco y su madre apretaron sus cuerpos contra ella para evitar que los muertos se metieran dentro.

Marco se giró sin dejar de presionar la puerta, pero aun así el movimiento facilitó que sus enemigos lograran ganar unos centímetros de abertura. Examinó la habitación en busca de una posibilidad de huida. Al fondo había una ventana con la cerradura echada. Se preguntó si les daría tiempo de llegar hasta allí, descorrer la cerradura y abrirla antes de que los demonios los alcanzaran. Como si leyera su mente, el mono corrió hacia ella y empezó a saltar y chillar, agitado, junto a la cerradura.

—Son demasiados —gritó su madre—. No podremos detenerlos.

—Corre hacia la ventana. Yo los aguantaré.

Los muertos, quizás excitados por los gritos de sus presas, empujaron todavía con más fuerza y la defensa de los dos vivos cedió. Marco cayó de culo tras la puerta abierta y su madre retrocedió unos pasos hacia la ventana, blandiendo el cuchillo de cocina hacia los muertos, que entraron en tromba en la habitación.

VI

En Buenos Aires, Marco consiguió plaza en una caravana que se dirigía a Santiago, pero en la que podría realizar acompañado parte del camino a Tucumán. Tuvo que rogarle al dueño para lograr la plaza, ya que aquel solo quería hombres hechos y derechos. En aquellos días de muertos que se alzaban, el camino que iban a recorrer resultaba demasiado peligroso para mujeres y niños.

El muchacho suplicó y suplicó y, la mañana en que la caravana partía, se presentó allí de nuevo con su mono. El hombre lo echó de una patada en el trasero, pero Marco siguió a los carromatos cuando estos se pusieron en marcha. Seis horas después, a mediodía, cuando los hombres de detuvieron para comer en una explanada en la que pudieran controlar la presencia de los muertos vivientes, el niño seguía allí. El líder de la caravana los vio, a él y a su mono, mientras ambos los contemplaban desde la distancia. Al anochecer, cuando volvieron a detenerse para pasar la noche, el niño todavía los seguía.

A medianoche, el líder del grupo se acercó al bulto tembloroso que intentaba dormir abrazado a su mono, en medio de la oscuridad, a diez metros de los carromatos y de las armas que los protegían a todos, y lo despertó de un puntapié. Le hizo una seña y el chaval y su mono lo acompañaron a uno de los carros, que permanecían cerrados desde el interior durante toda la noche para evitar sorpresas desagradables con los muertos.

El líder de la caravana se llamaba Jorge y alardeaba de ser el último de los indios pampa. Chapurreaba algo de italiano gracias a los negocios que había mantenido con un mercader originario de la región del Lazio. Llevaba, en una vaina colgada a la espalda, un hacha española del siglo XVI. En una ocasión le contó al chico que su tatarabuelo se la había arrancado de las manos a un conquistador español un instante antes de usarla para cortarle la cabeza. Ahora él la utilizaba para cortar las de los muertos andantes.

Jorge le empezó a encargar al chico algunos trabajos; le dio una excusa para ganarse el pan. Al resto de miembros del grupo no les caía bien. No les gustaban los extranjeros, a los que culpaban de haber traído la enfermedad a su país, y lo trataban a patadas. Marco intentaba ganárselos realizando todos los trabajos que nadie quería hacer y, poco a poco, fueron aceptándolo, hasta que llegó la noche en que le hicieron un hueco en el círculo alrededor de la hoguera en el que se agrupaban para cenar. El mono intentó seguirlo y uno de los hombres le arrojó un puñado de tierra para ahuyentarlo. Todos se rieron mientras el mico se alejaba a una esquina, frotándose los ojos con gesto enrabietado. El chico también se rio de su amigo; llevaba demasiado tiempo sin compañía de otros seres humanos y solo quería que lo aceptaran. Más tarde buscó al mono por el campamento para darle algo de fruta, pero el animal no volvió a mostrarse hasta la mañana siguiente.

El pampeño Jorge le enseñó a usar las boleadoras. Eran unas especiales, fabricadas con una cuerda fina como un hilo de pescar que unía las dos esferas. La tercera cuerda, tradicional, de cuero, servía para poder voltearlas sin que los dedos salieran lanzados con ellas. Cuando alcanzaban a un muerto, las dos pesadas bolas giraban alrededor de su cuello tensando la fina cuerda hasta que esa podrida parte del muerto se quebraba, decapitándolo e imposibilitando que volviese a atacar a un vivo.

También le enseñó a usar el hacha española que, según le explicó, le había sido mucho más útil que las boleadoras cuando había tenido un encuentro cercano con un muerto. En las discusiones con sus compañeros, alrededor de la hoguera, el indio Jorge era un arduo defensor de aquellas armas. Sostenía que las armas de fuego, como el Remington Patria del ejército o los más modernos Winchester que poseían un par de sus compañeros, solo resultaban eficaces cuando el tirador era bueno y los muertos estaban lejos. Sin embargo, y como todos bien sabían, los muertos eran mucho más peligrosos en las distancias cortas, cuando lograban aproximarse sin ser detectados. Y, en aquellas circunstancias, un buen manejo de las boleadoras, o de un hacha, una espada o un buen cuchillo, podía salvarte la vida.

Todo aquello lo observaba el mono desde la distancia, con aire despechado en la mirada. A Marco a veces le entristecía ver a su amigo apartado de los demás, pero en otras ocasiones se recordaba a sí mismo que solo era un animal. El chico temía acabar convirtiéndose él mismo en un animal si volvía a mantenerse tanto tiempo alejado de los seres humanos, en compañía de aquel bicho y rodeado de muertos vivientes.

Una noche, el chillido del mono junto a su oído lo despertó de una pesadilla en la que los muertos invadían su hogar de hacía años y acababan con sus padres y con su hermano.

Cuando logró volver por completo a la realidad, deseó con toda su alma haber continuado soñando. Delante de él, a un metro escaso, un muerto agarraba a Jorge y le desgarraba el cuello a mordiscos, entre los aullidos de terror del viejo indio pampeño. Otro muerto bloqueaba el marco de la entrada. El mono soltó un grito histérico como si quisiera obligarle a despertar, y el chico saltó sobre el hacha española, colgada junto al camastro de Jorge, cuya manta rayada estaba ahora cubierta por su propia sangre.

La extrajo de la vaina y, con un golpe furioso, decapitó al de la puerta, que ya se le echaba encima. El que estaba sobre Jorge se volvió hacia él y le mostró una mirada lechosa, posiblemente cegada por la enfermedad, pero que ahora parecía conferirle una expresión de gozo al ver satisfecho su apetito. El chico lo atacó con rabia y le clavó el hacha en el medio de la frente, con tanta fuerza que tuvo que empujar el cuerpo del muerto con la pierna derecha para recuperar el arma.

Afuera, los gritos y los aullidos de terror se multiplicaban. El mono saltaba histérico junto al muerto decapitado, que todavía se retorcía en el suelo en medio de espasmos. El animal le señalaba a Marco, con urgencia, la puerta de huida.

Tumbado en su camastro, con el pecho y el cuello desgarrados, con los ojos anegados en lágrimas, Jorge solo alcanzaba a emitir un susurro ahogado. Marco alzó el hacha; casi no veía a través de su propio llanto. Decapitó a su amigo de un fuerte hachazo.

Ni siquiera tuvo tiempo de detenerse a lamentar su pérdida. Recuperó la vaina del hacha y las boleadoras, colgadas al lado. Se amarró su pequeño baúl a la espalda y miró una última vez a la puerta del carro y a la cerradura abierta, sin llegar a entender qué podía haber pasado. Siguió al mono afuera del carruaje y los dos se escabulleron en la noche para huir de aquella caravana condenada que ya había caído en manos de los muertos vivientes.

VII

Desde el suelo, caído tras la puerta, Marco no pudo evitar que los cuatro muertos se abalanzaran sobre su madre. A pocos pasos de ella, el mono saltaba y aullaba con grititos histéricos mientras se daba tirones de los pelos de la cabeza.

Marco se levantó de un salto, ya con el hacha en la mano, justo en el momento en que el quinto atravesaba el umbral para encararse con él. El muchacho volteó el hacha sobre su cabeza y seccionó el rostro del engendro a la altura de la nariz. La mitad superior quedó colgando hacia atrás y el muerto trastabilló, momento que Marco aprovechó para derribarlo de una patada hacia afuera de la habitación. Acto seguido avanzó hacia su madre, rodeada por tres muertos y desarmada después de haber perdido el cuchillo de cocina, que ahora descansaba clavado en medio de la cabeza del primero que la había alcanzado.

La mujer se defendía a patadas, peleando por librarse de los tres pares de garras que la habían atrapado y tiraban de ella hacia las fauces de sus dueños.

Marco alzó el hacha y la clavó en el cogote del muerto más cercano. Tiró para atrás con fuerza y los sesos del monstruo salieron disparados contra la pared. Se dispuso a dar de cuenta de los otros dos, que ahora dudaban entre atacar a su madre o ir a por él, pero un movimiento del mono junto a la ventana lo despistó.

El pequeño mico trasteaba con la cerradura de la ventana. ¿Qué demonios estaba haciendo? El mono movió con agilidad sus dedos larguiruchos y descorrió el cerrojo. Al momento abrió la hoja de un empujón y saltó al exterior.

La imagen de los cerrojos de los carros abiertos, aquella última noche que había pasado en la caravana, regresó con claridad a su mente. Marco maldijo en silencio a aquel bichejo en el mismo instante en que uno de los muertos caía sobre él y lo empujaba hacia la ventana.

Las fauces del muerto apestaban muy cerca de su rostro, los dientes mordían con fuertes chasquidos el aire delante de su cara. Marco sintió entonces unas manitas peludas que se aferraban a su cuello y escuchó el grito del mono pegado a su oído. El pequeño animal le estrangulaba la nuez mientras colgaba sobre el vacío, asiéndose con fuerza al cuello de Marco.

Entre los tirones del mono y el empuje del engendro, Marco sentía que estaba a punto de desfallecer. Agitó con fuerza la cabeza para librarse del animal mientras con los brazos intentaba apartar al muerto.

Un brazo del mico se desprendió de su cuello y el mono, presa del pánico, clavó sus dientes en el cuello del muchacho. Marco aulló de dolor y, alejando un brazo del muerto, sacudió un codazo a la cabeza peluda del animal.

Le oyó gritar mientras caía, y luego el golpe seco contra el suelo varios metros abajo.

El muerto venció la oposición del único brazo que le separaba de Marco y se abalanzó hacia su garganta. Marco sintió un impacto seco y entonces todo se detuvo. Los dientes podridos se quedaron a escasos centímetros de su carne. Luego, poco a poco, el muerto retrocedió. Y, un instante después, se desplomó cuando la madre de Marco le arrancó el hacha de la parte superior de la cabeza.

El chico se incorporó con esfuerzo, peleando por recuperar el aire. Su madre se giró, con el hacha en la mano, para asegurarse que nadie más que ellos dos se movía en la habitación. En el suelo descansaba el último de los atacantes, con un profundo tajo atravesándole la frente.

Marco salió corriendo de la habitación y descendió las escaleras. Tras comprobar que no quedaban muertos a la vista, salió de la casa y la bordeó hasta el lugar donde había caído el mono, seguido de cerca por su madre.

El pequeño mono se movía con dificultad en el suelo, en el mismo sitio donde se había precipitado desde la ventana abierta, a unos tres metros por encima de ellos. Marco se arrodilló a su lado, pero no lo tocó. Sintió la presencia de su madre a sus espaldas.

—¿De dónde has sacado a ese animal? —le preguntó ella.

—Del barco en el que vine. Estaba en una jaula. —Marco le acarició la cabeza al mico, que se agarró a su dedo. Marco sonrió—. Compartió su comida conmigo.

—¿Qué piensas hacer con él? Me parece que se ha roto una pata.

—¿Sabes?, creo que hizo algo horrible. Por su culpa murió la única persona que me ha ayudado en este país.

—Marco, hijo, solo es un animal. ¿Por qué iba a hacer eso?

—Creo que tenía miedo de que lo abandonara.

—¿Y ahora qué vas a hacer? No creo que vaya a servirte ya para nada.

—Es mi amigo. Tengo que cuidar de él.

Marco lo recogió con suavidad. El mono se acunó en sus brazos y cerró los ojos como un bebé. El muchacho se volvió hacia su madre. Ella retrocedió un paso y alzó el hacha a media altura.

—Te ha mordido. —La madre señaló la herida sangrante en el cuello de Marco.

—Solo es un arañazo.

—He oído que los médicos experimentan con monos, por la enfermedad.

—¿Quieres decir que podría haberme contagiado?

Ella no respondió. Marco se encogió de hombros:

—Supongo que habrá que esperar, a ver qué pasa.

—Será mejor que esperemos dentro, hijo.

Entraron en la casa, Marco con su amigo en brazos y su madre sin soltar el hacha en ningún momento, por lo que pudiera pasar.