A Víctor, Javier, Vanessa, Ángel Luis, Manuel, Daniel, Darío, Miguel, Ignacio y Juan Miguel, correligionarios de servilleta. Por aquella noche. Por esta locura.

En ese maldito planeta, la tierra lleva muerta diez veces diez mil años. Hace tanto tiempo… que hasta el recuerdo del agua y de los árboles se ha olvidado.

Cementerio sin límites, el planeta sería el desierto perfecto si no fuera por la caprichosa ubicación de un conjunto de doce colosales piedras que, enhiestas, apuntan al cielo. Igual que falos gigantescos. Las más altas alcanzan los cinco kilómetros de altura.

A simple vista parecería arbitraria su localización. Pero no es así. Zeus, con el círculo perfecto de las piedras, ha querido señalar la existencia de la Sima. Ella, la eterna hambrienta.

Cuando los descendientes de los humanos todavía exhalaban el anhídrido carbónico de sus pulmones, las leyendas afirmaban que ella atravesaba el planeta hasta su mismo corazón, como si de una puñalada titánica se tratase. En su honor se practicaron innumerables sacrificios humanos. De la sangre vertida no queda el más mínimo rastro. Hace milenios que la piedra se la bebió.

Es una vagina muerta en mitad de un cadáver, olvidada por el resto de la galaxia. Todo lo contrario que lo que ocurre con Sarlacc, el vertedero de basura de las dunas de Tatooine, tan famosa en los terrenos de Jabba el Hutt. Nadie ha oído hablar de la Sima.

Sin embargo, esta mañana sucede algo verdaderamente excepcional.

Sí. Algo se mueve en las proximidades. Es una sombra. Lástima que solo esté ella y nadie sea testigo del milagro.

Por la manera de caminar, se diría que es un heredero de los humanos. Su radio de acción tiene como centro la vulva descarnada. Ladilla en tierra extraña, el hombre aparece y desaparece al abrigo de la sombra de uno de los menhires gigantescos. Se acerca al borde, ocultando la nariz bajo un pañuelo. Y es que el hedor que exhala la vagina de piedra es tan pútrido como el de mil embarcaderos.

Si el humano conoce la historia de la Sima, es un verdadero temerario por acercarse hasta sus labios. Si no, tan solo queda pensar que es un inconsciente.

LA SIMA

(Relato basado libremente en la serie de dibujos animados Ulises 31)

1

Desde el espacio exterior nada de esto es perceptible, no ya la lucha del desgraciado sobre el borde la Sima, sino incluso la caprichosa formación de los falos de piedra en torno a la vagina pétrea. En el cuadro de mandos de la nave espacial, el planeta se muestra con el tamaño de una cabeza reducida por los jíbaros. A su derecha se especifican las diferentes características del mismo:

Masa: 6,4185 × 1023 kg

Volumen: 1,6318 × 1011 km³

Densidad: 3,9335 ± 0,0004 g/cm³

Y bla, bla, área de superficie, diámetro, gravedad, velocidad de escape… Datos y más datos. Naderías que únicamente alcanzan a entender cuatro cerebritos que nunca tripularán una cafetera como esta.

Por supuesto, yo sé interpretarlos, y eso que no soy un ingeniero de aquellos. Que conste. Ciertamente, los datos no son más que una abstracción, pero mi olfato de hijo de inmigrantes judíos detecta con idéntica facilidad un peligro inaprensible y unas lustrosas botas nazis a cien kilómetros a la redonda. La cuestión es que este jodido planeta hiede como el mismísimo Reichstag.

Antes de que sea demasiado tarde, y en mi función de ordenador nodriza, advierto de la inconveniencia de proseguir con la maniobra de aproximación. Mi voz brota a través de los altavoces de la Sala del Navegante. Carezco de garganta, pero no porque haya padecido cáncer de faringe. Mi enfermedad es otra.

—Mantengamos el rumbo previsto, capitán.

Frente al panel de navegación, permanecen sentados un hombre y un robot. El humano no es otro que el capitán, Odiseo/31. Desconozco quiénes son los treinta Odiseos que lo precedieron. Ignoro si gastaban la misma barba rubia e idéntica cabellera que las de este. Odiseo/31 podría ser la mujer barbuda más bella que he visto en mi vida… lo cual no dice mucho en mi favor. Ni en el de él.

En mi condición de subordinado, obviaré el resto de excentricidades del capitán. Olvídense, por tanto, del osito al que se abraza de noche o de la fotografía de Scarlett Johansson que lo consuela cuando se aburre en el urinario. Porque negaré ante un tribunal todo lo dicho.

El robot se llama Nodo. A pesar del nombre, nada le emparenta con la casposa propaganda de la dictadura de Franco. Apenas levanta un metro del suelo —en esto es igual al déspota español— y es de refulgente metal rojo. Añadir que su voz es un chiste: parece que se ha tragado un pato de goma o, en su defecto, un dictador de pacotilla.

—Groucho, ¿pretendes que desoiga el SOS? —me pregunta Odiseo/31.

Troya, la nave de clase A en que viajamos, fue diseñada hace más de cien años por el profesor Mitroglou, un ingeniero espacial tan superlativo que la mayoría de sus colegas de profesión lo acusaron de estar loco y, el resto, de borracho.

Cierta madrugada, hizo el hallazgo de los hallazgos. Ya se sabe lo provechosas que pueden resultar las noches si uno se aleja de las mujeres y de las copas. Aquella madrugada ideó la fuente energética que movería Troya. Y es que las dimensiones y peso de esta nave necesitaban de una genialidad. Los motores se alimentarían de una energía diferente a la atómica o la nuclear.

Os explico: en las bodegas viven por y para el funcionamiento de la nave un millar de parejas prisioneras, mil muertos vivientes machos y mil muertos vivientes hembras. Divididos en dos turnos de doce horas —es necesario que ellos se repongan y ellas se laven—, follan incansablemente al ritmo de una selección de los mejores pasodobles: Suspiros de España, Pepita Creus, El Gato Montés

La energía que desprenden estos dos mil cuerpos durante la cópula es la que mueve la nave de Odiseo/31. Recibida a través de unos complejos sensores neuronales, se vuelca todo su caudal en un transformador. Este, a su vez, se encarga de adaptarla para el óptimo consumo de los motores.

Se preguntarán, entonces, ¿quiénes son estos dos mil zombis que posibilitan la navegación de Troya? Esa es otra historia… y ahora no hay ocasión de horrorizarlos con ella.

2

Silencio en la Sala del Navegante, denso como crema de cacahuetes. He asistido a funerales más ruidosos que este par de botarates. Así que tomo de nuevo la palabra. No soy como Buster Keaton, que sabía poner cara de acelga y morir en el intento antes que dar los buenos días a su madre.

—Mantengamos el rumbo previsto. —Y añado—: Atender este SOS es como acudir a una cita a ciegas.

—Calla, Groucho —me reprende el capitán.

Una vez iniciado el chiste, este bulle en mi memoria electrónica. Sé que desobedeceré la orden recibida. Si no fuese un ordenador y aún conservase mi cuerpo humano, me fumaría un puro; todo con tal de quedarme callado. Es más, incluso sería capaz de comérmelo. Porque a veces es preferible permanecer en silencio y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente. Pero, llamándome Groucho y apellidándome Marx, es imposible que sea fiel a mis principios, ¿no creen?

Segundos después, el chiste se ha convertido en una bola de pelo que anida dentro del estómago. Tengo que vomitarlo o sufriré cirrosis informática.

—Una cita a ciegas puede convertirse en un cerdo con sombrero y un bolso de mujer —digo al fin.

Hombre y robot ni se miran. Es innecesario; ambos odian mis astracanadas. Pobres y tristes infelices.

—Eres un caso perdido —gruñe Odiseo/31.

Pese a que no soy un ordenador de la serie 9000, tampoco les conviene contrariarme. Soy el verdadero timonel de Troya, una suerte de dios en miniatura, y en esta nave todo se hace bajo mi supervisión. Por eso el capitán se conforma solo con reprenderme.

Sin embargo, algo imprevisto sucede de pronto: Nodo abre la boca. Del interior de sus tripas escapa un borboteo más que sospechoso.

Qué diablos le pasa ahora al condenado robot.

—Deberías cuidarte, Nodo —apunta Odiseo/31, que aprovecha la coyuntura para ponerse de pie.

Detecto que algo incomoda al capitán, y no es el estado de su amigo. Últimamente no aguanta mucho tiempo sentado. Pareciera que le quema el sillón. A pesar de que ha pretendido ocultar la mueca de dolor, a mí no me engaña. Quien debería cuidarse es él, y no Nodo. Eso, o hacer comidas más ligeras. A este paso no podrá ni sentarse. Pero, por ahora, obviaremos este tema.

—Deberías concertar una revisión de tus engranajes —añade.

Odiseo/31 y yo conocemos la auténtica edad de Nodo. Cuando se superan los cien años después de la Primera Muerte, hay que empezar a cuidarse.

—No es eso, capitán —objeta la voz de pato—. Es algo más grave. Me encuentro verdaderamente mal.

Es entonces cuando una arcada sacude al robot. Si Nodo tuviese vello, se le erizaría. Si tuviera, porque carece de él y de epidermis. En realidad es un robot poco corriente. ¿Que no me creen? Nuestro amigo no es otra cosa que una cabeza y un tronco humanos, despellejados por completo, sobre los que se ha ensamblado una armadura robótica. Igual que un perrito caliente del Yankee Stadium, pan-salchicha-pan, salvo porque es metal-carne-metal y le falta la mostaza oscura.

Unos afirman que, muerto Benito Mussolini, por un exceso de celo de sus verdugos se troceó el cadáver del dictador italiano, y que los pedazos de su cuerpo fueron esparcidos a lo largo de los cinco continentes. Se dice que el corazón se envió sin remite a la Atlántida. Y que cada pedazo vivió su muerte por separado a la espera de que el doctor Hawthorne, reconstructor de cadáveres, obrase el milagro. Pero las piernas y los brazos se metieron en problemas, empeñaron hasta sus articulaciones en distintas timbas, y nunca regresaron a casa.

Fue el citado doctor quien ensambló la cabeza y el tronco zombis de Mussolini dentro de la armadura carmesí. Y dicen que Odiseo/31 compró aquello y lo bautizó Nodo.

Parpadean las esferas oculares del robot, señal de que algo marcha verdaderamente mal dentro de sus tripas. Él lo sabe. Odiseo/31 también. Yo me temo lo peor.

Con dificultad, el pequeñajo abandona el sillón para alejarse del cuadro de mandos. Aunque se apresura a abandonar la sala, una segunda arcada le detiene a un par de metros de la puerta. ¡Alerta roja! El robot se encoge sobre el vientre.

—Nodo, si sigues cumpliendo años —apunto con mi mala leche habitual—, acabarás muriéndote por segunda vez.

Gracias a la megafonía, mi voz resuena con la cualidad de un dios a quien fuera imposible rebatirle nada. Me acuerdo en este momento de la gravedad de Zeus o Jehová, permanentemente malhumorados, pero a los que nadie cuestiona. Quién pudiese ser como ellos.

—Déjalo en paz, Groucho.

Como era de temer, el robotito termina vomitando. Chorro viscoso con la potencia de un géiser. A continuación, algo sólido cae al suelo: es un pie humano.

Odiseo/31 y Nodo observan la pieza de carne. Si fuese una mano en lugar de un pie y alguien la azuzara con un bastón, la escena me recordaría una viejísima película muda de la que he olvidado el título. Perdónenme.

Bilis, jugos intestinales y sangre adornan el premio. Apostaría una caja de puros a que es un pie de mujer. Tal vez de una geisha, por lo pequeñito que es.

—El planeta —apunta Nodo, enigmático.

—¿A qué te refieres? —pregunta el capitán.

—Me está llamando desde…

No acaba la frase. La culpa es de una nueva arcada. Se dobla sobre la cintura. Tras casi desencajar la mandíbula de metal, Nodo vomita una mano. Pero esta no pertenece a una geisha. Demasiados callos, pelos y suciedad bajo las uñas. Parece de un camionero.

Ahora que lo pienso, lo de anoche fue una advertencia. Les cuento. Soñé con travestis chinos que se empolvaban la cara y se pintaban los labios. Que escondían sus atributos masculinos bajo el kimono. Que mataban a sus amantes para cortarles los pies y después colocarlos en lugar de los suyos con la naturalidad de quien reemplaza los zapatos viejos por unos nuevos. Danzaban alrededor de Nodo. Las supuestas geishas aguardaban a que el pequeñajo acercase la boca a las entrepiernas y las transformara en verdaderas mujeres.

Aunque les parezca increíble, los ordenadores soñamos. Creo que solo conocen esta capacidad el doctor Chandra y cuatro ratones de laboratorio como él. Mejor así. Ustedes me confundirían con un nuevo HAL 9000. Mis sueños no son mucho más retorcidos que los de un humano cualquiera. Solo que yo no me excito con ellos, ni sufro poluciones.

Pero esta es otra historia, y no pretendo aburrirles con ella ahora.

3

Mitad zombi, mitad robot, en realidad Nodo no es ni una cosa ni otra. Personalmente, preferiría que cabeza y tronco reptasen por la nave igual que Prince Randian, el medio hombre de Freaks, ¿recuerdan? O que, en su defecto, no fuese más que una armadura robótica deshabitada, algo similar a lo apuntado por Italo Calvino.

No lo soporto. Los robots y los ordenadores nodrizas nunca hemos hecho muy buenas migas. Ellos se llevan el cariño de los humanos, y nosotros la regañina. Me comprenderá todo aquel que tenga un hermano pequeño.

—El planeta me está llamando desde hace un rato —masculla con dificultad. Imagino su garganta como una carretera sin asfaltar o la vagina reseca de una virgen cuarentona—. Tenemos que acudir al SOS.

Espero que el capitán no sea tan gilipollas como para tragarse semejante bobada. Eso espero.

—Groucho, pon rumbo al planeta.

Eso espero.

—¿Me has oído?

Eso espero.

—Es una orden, señor Groucho Marx.

—Y dos huevos duros —añado en un susurro.

¿Es que este hombre no hay visto Alien, el octavo pasajero? Descartando la sonrisa de una suegra en el Día de Acción de Gracias, no hay nada más sospechoso que una llamada de socorro proveniente de un planeta supuestamente deshabitado, joder.

—Recuerde, capitán, lo que le sucedió al Nostromo —apunto.

—Tonterías del cine. Inicia la maniobra de aproximación.

Lo más oneroso de la situación es que Odiseo/31 haya visto la película, y que yo, sabiéndolo, le haga caso. De estar en mi lugar, HAL 9000 tomaría el mando de la nave. Ahí, con dos cojones.

Me gustaría decirle al capitán que el cine, en muchas ocasiones, se ha basado en hechos reales. Recuerdo, por ejemplo, el Imperio Galáctico y los rebeldes liderados por la Princesa Leia. La guerra por Dune. O mismamente la desgracia del carguero Nostromo.

Al final opto por la sumisión, qué coño. En realidad, prefiero que aprenda a base de golpes.

Una hora más tarde, hemos atravesado la atmósfera del planeta —muy similar a la terrestre— y Nodo ha devuelto ya doce brazos, catorce pies, veinte manos y treinta kilos de orejas. Solamente el doctor Hawthorne sabría qué hacer con todo ese popurrí. La cantidad de Durmientes que sería capaz de componer con lo vomitado.

Nodo permanece sentado en su sillón, sosteniendo una olla entre las extremidades superiores e inferiores de metal rojo. Tan pronto como vomita una nueva pieza sobre ella, Odiseo/31 retira la olla y la vuelca sobre una trampilla que hay justo debajo de la pantalla que me sirve de rostro.

La nave hiede a bilis, a vómito. Es un hedor tan untuoso que se me ha metido en los circuitos y se mofa de mí haciéndome un corte de mangas cada vez que trato de olvidarme de él.

—Groucho, ¿se sabe de dónde procede la llamada de socorro?

—Del interior del desierto, capitán —respondo sucintamente.

—Todo el planeta es un desierto —bufa, huraño.

—Cuando digo que proviene del interior, quiero decir justo eso. Que hay que buscar una entrada subterránea.

Nodo sigue a lo suyo: ahora vomita unos genitales masculinos. De inmediato, pienso horrorizado que a lo mejor mis sueños son más premonitorios de lo que he imaginado. Los geishas con manos de camioneros, la castración ansiada para convertirse en mujeres.

El capitán alcanza la olla y se dispone a volcarla sobre la trampilla. Será mejor no pensar en eso. O terminaré imaginando que la dichosa trampilla es mi garganta. Por ahora he obviado la colección de extremidades y orejas, pero se me hace casi imposible con los genitales.

—Groucho, ¿has rastreado la superficie del planeta?

—Acabo de hacerlo —digo, con esa pizca de orgullo con que afrontaba las entrevistas cuando aún era humano y humorista. En el infierno, Bill Cosby aún se acordará de mí.

—¿Y?

—La he encontrado. Está en el centro de doce rocas gigantescas. Alcanzaremos su vertical en menos de una hora.

—Convoca a Belémaco y a Bhais. Quiero que ellos permanezcan en la Sala del Navegante cuando bajemos al planeta.

—Descuide, capitán.

Por supuesto, Nodo sigue a lo suyo y devuelve cuarenta kilos de intestino grueso, que va extrayendo de su cuerpo con la donosura de un mago durante su truco más esperado.

Belémaco y Bhais, dice el muy gilipollas. Menuda gracia. ¿Saben una cosa? En el hotel Overlook, Jack Torrance sufría menos alucinaciones que el capitán dentro de Troya. Que convoque a su hijo y a la niña de piel azul. Joder, no me he reído tanto desde que bailé sobre la tumba de Hitler.

Podría hablarles de las alucinaciones holográficas que sufre el capitán. Y afirmar que Belémaco no es su hijo, que nunca ha estado casado con Penélope. Que Bhais no es una niña extraterrestre. Podría contarles que no son más que materializaciones de sus deseos. Solo eso.

Que nunca han existido más que dentro de su cerebro. Porque no es verdad que, a la caída de la noche, Bhais se haga mayor para, con veinte años y el rostro de Scarlett Johansson, practicarle una felación completa a Belémaco. Luego llegará el momento de la penetración, una vez que los genitales del supuesto hijo de Odiseo/31 se hayan repuesto de la primera descarga. Pero no, no es cierto porque ninguno de los dos existe. Solo copulan en las alucinaciones más húmedas del capitán.

Podría decir que, al alcanzar el orgasmo, ambos se funden en un único cuerpo que se acaba transformado en un oso de peluche de más de veinte metros de altura y quinientas toneladas de peso. Esta aparición atormenta a Odiseo/31 mientras duerme abrazado a su osito. Pero no es verdad.

Ahora, ¿cómo ha alcanzado el capitán semejante grado de paranoia? Tal vez alguno de ustedes apuntará, y no sin razón, que el desdichado ha leído demasiado a Philip K. Dick, que de alguna manera está obsesionado con ovejas eléctricas y con los complementos de Perky Pat, o que ha visto mucho cine de la Nouvelle Vague o de David Lynch.

Bien sea por una circunstancia o por otra, lo cierto es que está peor que Jack Torrance. Pero esa es otra historia y ahora no es conveniente distraerles con ella.

4

Cuando Troya se encuentra sobre la vertical de la Sima, a Odiseo/31 se le han multiplicado los problemas. Ya no se enfrenta a uno solo, el incierto origen del SOS. Ahora tiene otro que resolver: Nodo. Y no me refiero a su fiebre vomitera, sino a la trágica consecuencia que se ha derivado de la misma.

Que yo recuerde, al menos han existido dos casos como este en la historia. Curiosamente, ambos han sido inmortalizados por la literatura: recuerdo la historia de Chinaski (Quince centímetros) y la de Scott Carey (El increíble hombre menguante). Lo cierto es que a Nodo le está ocurriendo lo mismo que a los citados. Está menguando a medida que expulsa el contenido de su estómago.

Al principio, durante los primeros minutos de vomitera, ha sido un proceso casi imperceptible. Sin embargo, ahora la evolución resulta exponencial. Es tan grave la situación, que el robot se ha visto obligado a soltar la olla; de lo contrario, habría corrido el riesgo de morir aplastado bajo su peso. Y es que en estos momentos es tan grande como él.

Nodo tiene que ponerse de puntillas para vomitar en su interior un nuevo pedazo de carne. A este paso, en un par de segundos, le será imposible hacerlo y vomitará sobre el sillón.

—Capitán, busquemos el origen del SOS —sugiere el pobrecillo. Su voz de pato o de dictador de pacotilla se ha convertido en un silbido, en un agudo de prima donna.

—Groucho, prepara la lanzadera.

Impresionado por lo que está sucediendo, Odiseo/31 me mira. Lo que antes de convertirme en ordenador nodriza había sido mi rostro —las cejas pobladas, las gafas y el bigote pintado con betún— ahora no es más que una pantalla. ¿Qué puedo decirle, que coja a Nodo, o lo que queda de él, se lo meta en el bolsillo y busquemos el hospital de urgencias galácticas más cercano? ¿O que, por el contrario, busque un desguace de cargueros espaciales y que los mecánicos lo conviertan en un llavero?

Así veo yo el problema. Cuanto más próximos estamos del origen del SOS, mayor es la frecuencia de los vómitos y menor el tamaño del robot. Existe alguna relación que, de momento, desconocemos. Así que lo más lógico sería regresar por donde hemos venido y olvidarnos de todo. Es la única manera de que el robot recupere su tamaño natural, si es que este proceso es reversible.

—Nodo y yo bajaremos a echar un vistazo —señala el capitán.

A juzgar por la decisión tomada, Odiseo/31 puede parecer un idiota. Es más, mientras se recoge la melena en una cola de caballo, actúa casi como un idiota. Pero no se dejen engañar: es realmente un idiota.

El tamaño del robot es tan ridículo que, ahora, el capitán parece King Kong y Nodo la rubia platino de sus amores. Sin embargo Odiseo/31, idiota entre los idiotas, continúa perdiendo tiempo. Se atusa la barba y plancha a manotazos su capa de oficial.

Nodo es más pequeño que una pelota de béisbol cuando desencaja la mandíbula para expulsar una cabeza jibarizada a la que los jugos intestinales le han borrado los rasgos faciales. El robot resbala por culpa de los vómitos y cae en el sillón.

En cuestión de segundos, Nodo-Pelota de Béisbol se ha convertido en Nodo-Canica. Y la canica, en una pelotilla de mocos casi invisible.

Cuando el capitán se acerca a auxiliarlo, de su amigo únicamente quedan los vómitos y la olla llena de pedazos de carne cada vez más pequeños.

—¿Dónde está Nodo? —pregunta el maldito idiota.

No lo ve, pero está ahí, delante de sus narices. Lo que pasa es que tiene el tamaño de una hormiga enana que se dedicara a la mendicidad callejera para subsistir. El capitán vacía la olla sobre la trampilla y busca denodadamente a su amigo en el sillón. Ni con la lupa de Sherlock Holmes lo encontraría, y es que ya ha alcanzado el minúsculo tamaño del ácaro de la sarna… y, un segundo después, el de un leucocito.

Se preguntarán cómo soy capaz de verlo aún. Muy fácil. Recuerden que en vida llevaba gafas y que, además, acostumbraba a leer la letra pequeña de los contratos. Un agente es casi tan peligroso como un planeta que se supone deshabitado.

Antes de que el capitán se aleje de la silla, Nodo da un brinco de pulga circense y se esconde entre la textura de su uniforme. Ya da igual el lugar, más que nada porque el ojo humano es incapaz de distinguirlo.

—Groucho, dile a Nodo que he bajado al planeta.

—Descuide, capitán —respondo, con la insensibilidad de un ordenador de la serie 9000.

¿Para qué voy a contarle que su amigo descansa bajo el círculo gigantesco de un botón? Paparruchas, que diría el señor Scrooge.

Dado que soy el ordenador nodriza, dispongo de sensores ópticos en toda la nave. También en la lanzadera Monteverdi, para presenciar lo que ocurre dentro y fuera de Troya.

Odiseo/31 pone un pie sobre la desértica tierra del planeta. Cuenta con la compañía del microscópico Nodo, aunque él no lo sabe. Observa el círculo perfecto de los menhires y luego la vulva pétrea, en teoría abierta a la espera de la pertinente penetración.

El SOS ha sido enviado por un hombre llamado Sísifo. Tiempo atrás, Sísifo desobedeció cierta orden de Zeus, por lo que fue castigado a vigilar la Sima para toda la eternidad. ¿Con qué objetivo? Evitar que lo que anida dentro de su útero salga al exterior. Así que Sísifo, ladilla incansable, aguarda a la sombra de uno de los doce menhires a la espera de su momento. En cuanto un brazo asoma por entre los labios de la vagina muerta, se pone en pie.

Guarda la precaución de llevar tapada la nariz bajo un pañuelo con objeto de mitigar el hedor que asciende de dentro, tan intenso como el de mil embarcaderos. De la Sima escapan gritos y alaridos de una intensidad desconocida, un billón de veces más insoportable que el berrido de un recién nacido o que el chillido de un cerdo sacrificado. Sísifo es capaz de soportarlos porque ya está acostumbrado, lo que no quiere decir que no anhele otro destino mejor. Es más, por ello emitió el SOS al espacio exterior a través de su reloj de pulsera.

Cuando era humano, me llamaba Groucho Marx. Vamos, igual que ahora; en esto nada ha cambiado. Pero, joder, tenía unas hermosas piernas sobre las que sostenerme y un inquieto puro al que complacer en las más sarnosas camas de Hollywood. Tengan en cuenta que el que mordisqueaba en las películas era otra clase de puro.

Pocas horas antes de morir, y de paso dejar de pagar a mi representante, mi adorable familia firmó un contrato con la multinacional Dallapicola S.A. Previo pago, esta multinacional extrae la información almacenada en el cerebro del moribundo y la almacena en un chip, que entrega a los clientes una vez fallecido el familiar en cuestión. Con esta técnica, lo que muere no es más que una cáscara.

Por supuesto, trajinaron a mis espaldas. Lo mismo que desobedecieron mi última voluntad, el epitafio que había elegido personalmente: «Perdonen que no me levante». Es lo que tiene morirse antes que tu adorable familia.

Tal vez porque dejé atrás a tres exesposas —Ruth, Kay y Eden— y a tres hijos —Arthur, Miriam y Melinda—, porque eso no era una familia sino un circo, se trapicheó de manera artera con el chip. Creo que Bill Cosby intentó comprarlo para que lo ayudase con los chistes. Recuerdo que los suyos eran tan desternillantes como un discurso de Nixon.

Con posterioridad he sabido que, tras no pocas compraventas, acabó en el bolsillo del profesor Mitroglou, el ingeniero la nave de clase A Troya. Pero… cómo llegó hasta él es otra historia, y ahora no tengo tiempo para contársela.

5

Cincuenta por ciento de buena fe y cincuenta por ciento de estulticia, Odiseo/31 se acerca a Sísifo, que en ese momento se aleja de la vulva calcárea después de cumplir con su cometido, la hoja del hacha mancillada por la sangre gomosa del último zombi escapista.

Nodo presencia la escena desde la portañica del pantalón de su amigo, el diálogo que se establece entre el capitán y Sísifo, y cómo Odiseo/31 zancadillea y empuja al otro al interior de la vulva.

No hace falta decir lo que es evidente: Sísifo muere despedazado por los zombis subterráneos. Odiseo/31 sonríe de forma estúpida al escuchar los postreros lamentos de aquel. Desconoce que el castigo que Zeus impuso al rebelde recaerá ahora sobre él. Nada, dicho y hecho. Impelido por una fuerza invisible, Odiseo/31 recoge el hacha del suelo y reemplaza al fallecido en su labor de ladilla vigilante.

Nodo intuye que ha de hacer algo para salvar a su amigo. Y rápido, o la condena del eterno retorno nos alejará del todo de la Tierra.

—Nodo a nave Troya. Trataré de tomar el control del cuerpo de Odisea/31 —su voz suena por telepatía dentro de mis circuitos—. ¿Me recibes, Groucho?

Por primera vez en mucho tiempo, comparto objetivo con el pequeñín. Me gustaría decirle que tenga cuidado, ya que, en esta ocasión, mi deseo sería totalmente sincero. Pero… guardo silencio. Nunca se sabe si podré usarlo en mi propio beneficio.

Desde su posición, Nodo transmite una señal de vídeo a la nave. En cuestión de segundos, descubro que la señal no es otra cosa que lo que ven sus globos oculares. Del tamaño de un leucocito, Nodo atraviesa un interminable paraje infectado de troncos negros, infinitos en su altura. Ahora no camina sobre el uniforme del capitán. ¿Dónde demonios se encuentra? ¿Habrá llegado a la piel? Si es así, ¿qué son esos troncos?

Pese a que nunca he sido un lince como mi hermano Harpo, un día después encuentro la respuesta por mí mismo. Aunque, la verdad, más me valdría no haberlo hecho. Recorriendo el cuerpo de Odiseo/31, Nodo se acerca a otra sima del tamaño de un agujero negro, muy diferente a la que alberga a los muertos vivientes. Esta se asemeja más al vertedero de basura de las dunas de Tatooine, a Sarlacc. Alrededor de este vertedero, Jabba el Hutt no maquina sus más perversas ejecuciones. Sin embargo, es tan mortífero como Sarlacc. Espero que el cabeza de chorlito sepa lo que está haciendo.

Dificulta su avance el que el capitán no sea demasiado limpio en lo referente a su higiene íntima. El robot ha de trasegar sobre un terreno parduzco, casi tan traicionero como arenas movedizas. En ocasiones, sus pies quedan atrapados por las heces y le cuesta sangre, sudor y lágrimas salir del atolladero. Cuando está próximo al objetivo, el agujero negro tiembla y expele un vendaval que lanza a Nodo por los aires. Si el hedor de la vagina era equivalente al de mil embarcaderos, el del ano del capitán solo es comparable al de un millón de toneladas de basura en estado de putrefacción.

Vuelta a empezar. Tarda seis horas en recuperar el terreno perdido, y entonces una nueva ventosidad lo aleja otra vez. No repara en ello, pero Nodo a su manera está reviviendo la experiencia de Sísifo respecto al eterno retorno.

El robot avanza protegiéndose detrás de cada tronco infinito, de cada pelo. Así le es más sencillo combatir la violencia de las ventosidades del capitán. Es más, si lo cree necesario se esconde debajo de una costra de heces. Todo con tal de no perder terreno.

Ahora se dirige hacia una grieta sanguinolenta que descubre en la piel, muy próxima a la colosal entrada del ano. En comparación con el tamaño del robot, las hemorroides tienen el tamaño de un planeta.

Sí, es cierto. Ya conocen la verdadera razón de que Odiseo/31 no aguantase mucho tiempo sentado en su sillón. ¿Recuerdan que afirmé que el capitán debería hacer comidas más ligeras? Pues nada, enigma resuelto.

Nodo se desliza en el interior de la grieta sin dificultad, pues no en vano mide varios miles de kilómetros de ancho. Bucea entre la sangre en busca de una de las venas rectales. Consciente de que ha de salvar a su amo de la maldición que recaía sobre Sísifo, bracea con fuerza por entre el torrente sanguíneo. Con rapidez, accede a la vena mesentérica inferior. Al unirse a la esplénica y a la mesentérica superior, forman la vena porta. Esta, a su vez, conecta en el interior del hígado con la cava inferior. Desde mi posición en el interior de Troya, supongo que su intención es llegar al cerebro para, como anunció telepáticamente, tomar el control del capitán.

Cuando el robot microscópico desemboca en la vena cava superior, la señal de vídeo, lejos de perderse, se complementa con la de audio. Resuenan unos estampidos a lo lejos. Conforme avanza, se hacen más fuertes. Segundos después son mil veces más potentes que el cañonazo de un trueno. Ni todos los tambores de todos los ejércitos del mundo armarían un estruendo similar.

El cuerpo de Nodo al completo vibra. Lo percibo en el temblor de la imagen. Sin embargo, no es momento de echarse atrás.

Nodo penetra en el corazón, en concreto en la aurícula derecha. Atraviesa la válvula tricúspide, cae al ventrículo derecho. Deja atrás la válvula pulmonar y luego abandona el corazón a través de la arteria pulmonar. La fuerza del torrente sanguíneo le conduce hasta los capilares pulmonares. Gracias a las venas también pulmonares, regresa de nuevo al corazón, rumbo a la tamborrada.

En esta ocasión, accede a la aurícula izquierda. Atraviesa la válvula mitral y cae al ventrículo izquierdo. Deja atrás la válvula aórtica. Definitivamente, el corazón tiene más puertas que la Casa Blanca o Disneyworld.

El robot toma la arteria aorta en dirección a su destino, la arteria carótida interna, que desemboca en el cerebro. Por fin ha llegado. Ahora imagino a Nodo como una suerte de Koji Kabuto, sentado a los mandos del planeador una vez ha aterrizado sobre la cabeza hueca de Mazinger Z; en este caso, la cabeza hueca del capitán.

Solo le queda el trabajo más complicado: interceptar los impulsos neuronales y organizar el cotarro. Supongo que la cabeza de Odisea/31, por culpa de la maldición que antes recaía sobre Sísifo, estará más saturada que un camarote de barco de seis metros cuadrados en que se apretujasen treinta personas, un mudo y dos huevos duros. Infernal.

El cuerpo del capitán desobedece los primeros intentos de Nodo por gobernarlo. Tanto es así que Odiseo/31 se aproxima a la carrera hasta el borde de la Sima, hacha en mano. Encaramado a los labios pétreos, descubre el cuerpo de un zombi vestido con esmoquin. Alza el hacha, bien arriba, y a continuación descarga un tajo en mitad de la espalda. A ver qué modista cose ese desgarro en la ropa. Pese a la fiereza del hachazo, el zombi persevera en su intento por escapar de la Sima. En el empeño por ayudarse con las piernas, se le escapa una ventosidad. Y otra al capitán.

Imagino que semejante contrariedad no afecta a Odiseo/31. Es mucho peor el aliento de la vagina de piedra que el pedo de un muerto viviente. El capitán repite la acción: levanta el hacha, las dos manos aferrando el mango. Ahora su objetivo es el cráneo, que parte limpiamente en dos. Patea las mitades, una a la derecha, la otra a la izquierda, con la habilidad de un jugador de fútbol americano. Ese zombi se ha muerto definitivamente o a mí se me ha parado el reloj.

De regreso a la sombra de uno de los doce falos de piedra, el capitán se sienta con sumo cuidado. No quiere despertar el dolor de las hemorroides. Este es el momento que Nodo ha de aprovechar, una vez que ha pasado el minuto frenético de la ejecución del zombi. Es ahora o nunca. El robot se interpone entre los impulsos neuronales y susurra nuevas órdenes a su amo.

—Levántate y anda —escucho que le dice.

A desgana, Odiseo/31 se incorpora. ¡Lo ha conseguido el pequeñín!

—Camina hacia la lanzadera.

Hay un instante en que el capitán duda. Tal vez porque percibe la llamada de la Sima. Hay otro zombi que trata de escapar. Sin embargo, hace oídos sordos al aullido de los que viven en el útero de la tierra y deja caer el hacha.

—Nodo a nave Troya. Groucho, ¿me recibes?

Mantengo silencio. Debería felicitarlo por la hazaña realizada. Pero se me ha ocurrido una maldad. La cabeza y el tronco de Benito Mussolini, habitantes de la armadura carmesí, se merecen todo mi desprecio. Bailaría sobre su tumba, como hice con la de Hitler, si hubiese una lápida sobre la que dar los primeros pasos de un foxtrot.

Mientras tanto, Odiseo/31 ha accedido a la lanzadera Monteverdi. El capitán se sienta a los mandos e inicia la maniobra de despegue, sin sospechar que quien lo conduce a él es su amigo Nodo.

Una semana después, la Sima no es más que un recuerdo borroso en el disco duro del capitán. Nos dirigimos rumbo al sistema Demóstenes.

Durante todo este tiempo, Odiseo/31 no ha dejado de buscar a su amigo Nodo. Por supuesto, he desoído y sigo desoyendo la llamada de socorro que el robot me hace llegar telepáticamente junto con la señal de vídeo. Aún se encuentra en el cerebro de su amo, instalado en él igual que el mencionado Koji Kabuto en Mazinger Z.

Semanas después, una vez alcanzado el planeta Némode, Odiseo/31 se empeña en encontrar a su amigo. Rastrea Troya de arriba abajo. Incluso llega a buscarlo en las bodegas donde follan las parejas zombis al compás de los pasodobles; eso sí, sin interrumpir a los esforzados motores de la nave.

Del robot, por ahora, solo queda el recuerdo. Con un poco de suerte, si mantengo silencio, me desharé finalmente de su compañía. En un último y desesperado intento, Odiseo/31 contrata a una médium, con un bigote más pertinaz que el que yo me pintaba con betún cuando era humano. Todo el mundo debe creer en algo. Si tuviera garganta, creo que me echaría un trago. Tampoco voy a criticar al capitán porque sea un perfecto soplapollas que crea en espíritus y otras zarandajas. Por supuesto, las sesiones espiritistas no dan resultado alguno. Era de suponer. Pocas veces he visto un timo mayor que el de los médiums.

—Nodo a nave Troya. Groucho del diablo, ¿me recibes?

Es el lamento diario del pequeñajo. Acostumbrado al mismo, no le hago caso.

Cómo Nodo consiguió abandonar el cerebro de Odiseo/31 y deshacer el viaje realizado a través del cuerpo del capitán en sentido inverso, es otra historia. Cómo se enfrentó de nuevo a la tormenta del corazón, cómo arribó al intestino grueso y por dónde salió al exterior, también. Casi tan asombrosa como la del restablecimiento de su estatura inicial.

Pero es mucho más escatológica que esta, se lo aseguro. Por su propio bien y por el mío, me olvidaré de ella. De modo que mandaré su recuerdo al intestino grueso de mis gags fallidos y de mis perversiones más inconfesables, a mi propia sima: la papelera de reciclaje.