Nieve
JOHN CROWLEY
(noviembre de 1985)

La obra de John Crowley ha sido comparada con la fantasía épica de J. R. R. Tolkien y el realismo mágico de Gabriel García Márquez. Se le considera habitualmente como un autor de fantasía mítica que mezcla libremente elementos de ciencia ficción en la estructura de su obra profundamente simbólica. Sus primeras tres novelas desarrollan tramas de fantasía en ambientes de ciencia ficción. The Deep relata una lucha de poder medieval que convulsiona dos casas feudales en un planeta geográficamente diferente a la Tierra pero históricamente similar. Bestias está ambientada en una América balcanizada del futuro cercano, donde los proponentes de un gobierno totalitario y centralizado se esfuerzan por aplastar una guerra de independencia encabezada por híbridos entre humanos y animales modificados genéticamente. Engine Summer es una historia de rito de paso primitivo en el marco de una América postapocalíptica que ha caído en una nueva edad oscura. La novela ganadora del premio World Fantasy, Pequeño, grande, supuso su alejamiento de las exploraciones de las estructuras sociales humanas en términos de ciencia ficción para pasar al tratamiento moderno de la fantasía tradicional. Teñido de elementos clásicos de la literatura romántica, el relato narra la historia de una excéntrica familia multigeneracional que vive en un mundo moderno de realidad distorsionada y que disfruta de una compenetración con el universo de las hadas amenazado por la llegada de un presidente que siente antipatía por estas criaturas. Considerada un hito de la fantasía moderna, esa novela marca el rumbo de la obra posterior de Crowley con su juguetona descripción de vidas normales tocadas por lo extraño y lo mágico. Aegypto, Amor y sueño y Daemonomania son las primeras tres novelas de un cuarteto con ambición de ser una historia filosófica y totalizadora que mezcle los hechos históricos con el mundo imaginario de la fantasía, el misterio de lo oculto, la metafísica del Renacimiento, la historia alternativa, las leyendas de búsqueda y la mitología clásica. Noveltyes la recopilación de cuatro relatos largos y visionarios de Crowley acerca de la creación artística. Sus relatos cortos han sido recopilados en Antigüedades.

No creo que Georgie se hubiese buscado una por voluntad propia: la muerte la traía sin cuidado y la sobrecogía simultáneamente. No. Había sido su primer marido —un tipo inmensamente rico y (según la descripción de Georgie) extrañamente llorón— quien se la había conseguido. En realidad, claro está, lo había hecho para sí mismo. Él hubiese sido el beneficiario. Solo que murió poco después de que la instalasen. Si instalar es la palabra adecuada. Después de morir su marido, Georgie se libró de la mayor parte de su herencia, la liquidó. De todos modos lo que más le había gustado de su matrimonio era el dinero; pero en realidad no era posible librarse de la Avispa. Georgie fingía que no estaba.

De hecho, la cosa en sí tenía el tamaño de una avispa de las grandes, con su mismo vuelo perezoso y mecánico. Y efectivamente era un incordio, no como insecto, sino como dispositivo de vigilancia. Y por tanto el nombre le iba como un guante: era uno de esos toques poéticos accidentales que el mundo crea inadvertidamente. Oh, Muerte, ¿dónde está tu aguijón?

Georgie fingía que no estaba, pero costaba evitarla; tenía que ser cuidadosa en su presencia; seguía a Georgie a una distancia que variaba dependiendo de sus movimientos y del número de personas que la rodeaban, de la intensidad lumínica y su tono de voz. Y siempre corría el riesgo de que le cerrases una puerta o la derribases con una raqueta de tenis.

Costaba una fortuna (teniendo en cuenta el contrato de acceso y atención perpetuo, todo pagado por adelantado) y, aunque en realidad no era frágil, te ponía nerviosa.

No grababa continuamente. Necesitaba para ello cierta cantidad de luz, aunque no mucha. La oscuridad la desactivaba. Y a veces se perdía. En una ocasión, cuando llevaba algún tiempo sin volar alrededor de Georgie, abrí un armario y salió volando, como si nada. Se fue volando a buscarla zumbando por lo bajo. Debía de llevar días encerrada.

Con el tiempo se agotó, o se averió. Muchas cosas podían salir mal, supongo, siento tan pequeños los circuitos que controlaban tantas funciones. Acabó pasando bastante tiempo golpeando con suavidad el techo del dormitorio, una y otra vez, como una mosca confundida. Luego, un día, las sirvientas la barrieron de debajo del buró, convertida en un cascarón. Para entonces había transmitido al menos ocho mil horas (ocho mil era el mínimo garantizado) de Georgie: de sus días y horas, sus entradas y salidas, sus palabras y movimientos, su ser con vida… todo archivado, ocupando apenas espacio en el Parque. Y luego, cuando llegase el momento, yo podría ir allí, al Parque, a decir una oración un domingo por la tarde, y en el tranquilo paisaje circundante (como lo describía el Parque) localizaría su cámara de descanso personal y allí, en la intimidad, gracias al milagro de los sistemas modernos de almacenamiento y recuperación de información, podría acceder a ella, con vida, a ella tal como era en todo momento, sin cambiar ni envejecer jamás, y más fresca (como decía el folleto del Parque) que en los recuerdos siempre verdes.

Me casé con Georgie por su dinero, la misma razón que tuvo ella para casarse con otro primero, el que firmó el contrato con el Parque. Creo que ella se casó conmigo por mi aspecto; siempre le gustó el buen aspecto físico de un hombre. Yo quería escribir. Hice el cálculo que hacen más mujeres que hombres y decidí que vivir mantenido y pagado por una esposa rica me daría la libertad para hacerlo, para «desarrollarme». El cálculo no me salió mejor que a la mayoría de las mujeres. Yo cargaba con una máquina de escribir y una maleta de papeles variados desde Ibiza a Gstaad, de Bial a Londres, y tecleaba en las playas y aprendía a esquiar. A Georgie le gustaba verme vestido para esquiar.

Ahora que ese buen aspecto ha desaparecido casi por completo, puedo recordar mi antiguo yo como un joven cachas y comprobar que en cierta forma era una rareza, un tipo de persona que abunda más entre las mujeres que entre los hombres, el bello inconsciente de su belleza, consciente de que afecta profundamente a las mujeres y más o menos instantáneamente pero no sabe por qué; cree que le escuchan y le comprenden, que aprecian su alma, cuando todo lo que ven son sus ojos de largas pestañas y una muñeca fuerte, cuadrada y bronceada ejecutando un gesto encantador, apagando un cigarrillo. Es confuso. Para cuando me di cuenta de por qué me habían consentido, cuidado y escuchado durante tanto tiempo, cuando comprendí la razón por la que era interesante, ya no era tan interesante como había sido. Más o menos al mismo tiempo me di cuenta de que jamás sería escritor. La inversión de Georgie empezó a no parecerle tan buena y mi cálculos habían dejado de tener sentido; solo que para entonces, muy inesperadamente, había llegado a amar mucho a Georgie y ella, igual de inesperadamente, había llegado a amarme y a necesitarme, tanto como se puede necesitar a alguien. Realmente nunca nos separamos, aunque cuando murió hacía años que no la veía. Llamadas telefónicas, al alba o a las cuatro de la madrugada, porque ella, a pesar de sus viajes, nunca comprendió que el mundo gira y que las horas de cóctel se van con él. Era una mujer alocada, derrochadora y feliz, carente de cualquier malicia, constancia o ambición: fácil de contentar y fácil de aburrir y extrañamente serena a pesar del ritmo frenético con el que vivía. Apreciaba las cosas, las perdía y las olvidaba: cosas, días, personas. Pero se divertía, y yo me divertía con ella; ese era su talento y su destino, no siempre fácil. En una ocasión, de resaca en un hotel de Nueva York, contemplando a través de un ventanal una súbita nevada, me dijo:

—Charlie, voy a morir de diversión.

Y así fue. Jugando con la nieve en Austria. Fue de las primeras en conseguir uno de esos leopardos de nieve, bestias silenciosas tan rápidas como un fueraborda. Alfredo me llamó a California para contármelo, pero a causa de la distancia, de su acento y de sus ansias de dejar claro que no era culpa suya, no comprendí los detalles. Yo seguía siendo su esposo, su pariente más cercano, heredero de lo poco que tenía y, también, beneficiario del concepto de acceso al Parque. Por suerte, los servicios del Parque incluían recogerla del depósito de cadáveres de Gstaad y depositarla en la cámara de la unidad californiana. Aparte de firmar papeles y aceptar la entrega cuando Georgie llegó en un avión de carga a Van Nuys, no tuve que hacer nada. El representante del Parque fue muy solícito y se aseguró de que comprendiese cómo acceder a Georgie, pero yo no presté atención. Supongo que soy hijo de mi tiempo. Todo lo relativo a la muerte, al hecho de morir, al destino de los restos y la situación de los vivos afrontando el hecho de la muerte me parecía grotesco, vergonzoso, inútil: alguien a quien quería estaba muerto; por tanto, voy a vestirme de payaso, hablar al revés y comprar máquinas caras para compensarlo. Regresé a Los Ángeles.

Más o menos un año después, el contenido de algunas cajas de seguridad de Georgie me llegó a través de su abogado: algunos bonos y demás, y una pequeña caja de acero forrada de terciopelo que contenía una llave, una llave con muchas muescas a ambos lados y con una cabeza de plástico liso, como la llave de un coche caro.

¿Por qué fui al Parque esa primera vez? Básicamente porque lo había olvidado. Recibir esa llave por correo había sido como encontrarse con un montón de viejas fotografías que no miraste cuando eran nuevas porque no contenían el presente pero que al envejecer acabaron conteniendo el pasado. Sentía curiosidad.

Comprendía muy bien que el Parque y su concepto de acceso podía no ser más que una broma cruel a costa de los ricos, para que no perdieran la ilusión de que podían comprar lo que no se puede comprar, como la moda criónica de treinta años antes. Una vez en Ibiza, Georgie y yo nos encontramos con una pareja alemana que tenía un contrato con el Parque; su Avispa flotaba por sus alrededores como un paráclito, y les hacía muy conscientes de sí mismos: parecían estar constantemente ensayando el espectáculo eterno que se almacenaba para sus descendientes. Sus muertes habían acabando controlando sus vidas, como si fuesen faraones. ¿Excluían, se preguntó Georgie, a la Avispa de su dormitorio? ¿O su presencia allí los animaba a esforzarse más, a demostrar el amor eterno y el vigor admirable para que los apreciasen los todavía no nacidos?

No, así era imposible escapar a la muerte, de la misma forma que no se conseguía con las pirámides o con misas a perpetuidad. No me encontraría a Georgie rescatada de la muerte. Pero había ocho mil horas de su vida conmigo, horas de verdad, almacenadas con más cuidado que en mi porosa memoria; Georgie no había excluido a la Avispa de su dormitorio, nuestro dormitorio, y ella, que nunca había fingido para nadie, no concebía fingir para la Avispa. Y también saldría yo, sin duda, atrapado sin querer por la atención de la Avispa: de esas miles de horas habría cientos de mí, y justo en esa época ese yo había empezado a resultarme problemático, a ser algo que era preciso descifrar, algo sobre lo que era preciso reunir pruebas y valorarlas. Tenía treinta y ocho años.

Ese verano, tomé prestado un permiso de acceso a la autopista (las viejas tarjetas HAPpy[11] de la época), de un abogado del condado al que conocía y conduje por la autopista de la costa hasta el Parque, situado al final de una bonita carretera de playa, aislado sobre el mar. Desde fuera parecía el mejor y más tranquilo de los cementerios de campo italianos, con su pared baja de estuco coronada de urnas, entre cipreses, y una puerta en arco en el centro. Una pequeña placa metálica junto a la puerta rezaba: POR FAVOR, USE LA LLAVE. La puerta se abrió, no para dar a una plaza de lápidas a la sombra sino a un pasillo en rampa que descendía: la pared del cementerio era una ilusión, todo era subterráneo. Un silencio, un silencio indefinido como la música de ascensor. Soledad: era difícil saber si los técnicos necesarios estaban discretamente ocultos o no eran necesarios. Desde luego el acceso era simplísimo, al menos en lo que se refiere a la mecánica. Incluso yo, un idiota en lo que se refería a la tecnología de la información, me daba cuenta. La Avispa era un producto de alta tecnología, pero lo que los dolientes recibíamos era tan normal como unas películas caseras o unas cartas atadas por una cinta.

Una pantalla próxima a la entrada me indicó en qué pasillo encontrar a Georgie, y la llave me dio acceso a una salita de visionado donde había un monitor de televisión de tamaño medio, dos sillas cómodas y paredes oscuras recubiertas de un material color chocolate. La triste música dulce de ascensor. La propia Georgie evidentemente estaba por allí, en la pared o bajo el suelo; no daban muchos detalles sobre el aspecto sepulcral del lugar. En el panel de control, delante de la tele, había un ojo para la llave y dos barras: ACCESO y REINICIO.

Me senté, sintiéndome un tonto y un poco asustado, también más incómodo al saberme tan deliberadamente manipulado por el mobiliario neutral y las herramientas sobrias. Me imaginé, a mi alrededor, en otros pasillos, en otras cámaras, a otros en comunión con sus muertos como lo iba a estar yo; imaginaba que los muertos les murmuraban bajo el flujo de la música de ascensor; que lloraban al ver y oír, como podría ser que me pasase a mí. Pero no oía nada. Metí la llave y la pantalla se iluminó. Las luces ya de por sí bajas se atenuaron aún más y la música calló. Pulsé ACCESO, ya que era evidentemente el siguiente paso. Sin duda, hacía mucho tiempo esos procedimientos me los habían explicado en su totalidad en la zona de carga mientras bajaban la caja de aluminio que contenía a Georgie, y yo no había prestado atención. Y en la pantalla ella se giró para mirarme, solo que no era a mí, aunque me sorprendí y tragué aire, sino a la Avispa que la vigilaba. Estaba en mitad de una frase, de un gesto. ¿Dónde? ¿Cuándo? O ponlo en la misma tarjeta que los otros, dijo, volviéndose. Alguien dijo algo, Georgie respondió y se levantó, con la Avispa girándose y moviéndose erráticamente para seguirla, como un aficionado con una cámara de vídeo. Una habitación blanca, sol, mimbre. Ibiza. Georgie vestía una blusa de algodón, abierta; tomó de la mesa una loción, se puso un poco en la mano y se untó el esternón pecoso. La conversación sin sentido sobre poner algo a una tarjeta siguió, acabó. Observé la habitación, preguntándome con qué año, con qué estación, me había topado. Georgie se quitó la camisa; sus pequeños pechos redondeados, de pezones grandes e infantiles, los pechos de niña que seguía conservando a los cuarenta, se agitaron delicadamente. Al salir al balcón, la Avispa la siguió, cegada por el sol, ajustándose. Si quieres hacerlo así, dijo alguien. Luego alguien cruzó la pantalla, un borrón marrón, desnudo. Era yo. Georgie dijo: Oh, mira, colibríes.

Ella los contempló, extasiada, y la Avispa se acercó a su cabeza de pelo rubio corto, también extasiada, y la contemplé contemplar. Se volvió, descansando los codos sobre la balaustrada. No podía recordar ese día. ¿Hubiese debido? Uno de los cientos, de los miles… Miró el reluciente mar, con su cara de sonámbula, la boca parcialmente abierta y, distraídamente, se tocó el pecho con la mano de la crema. Un brillo iridiscente entre las flores era el colibrí.

Sin saber realmente lo que hacía —sentía ganas, ganas de pasado, de más— toqué el botón de REINICIO. El balcón de Ibiza desapareció, la pantalla relució vacía. Toqué ACCESO.

Al principio fue oscuridad, un murmullo; luego la oscuridad desapareció del ojo de la Avispa y apareció una escena oscura con personas. Salto. Otra gente, o la misma gente. ¿Una fiesta? Salto. Aparentemente, la Avispa, estuviese donde estuviese, se estaba activando y desactivando según los cambios de luz. Georgie vestida de oscuro dejando que le encendiesen el cigarrillo: el breve destello del encendedor. Dijo Gracias. Salto. El vestíbulo de un hotel. ¿París? La Avispa bruscamente la buscó entre la gente que iba y venía; no podía hacer una película, establecer planos, transiciones… solo podía seguir fielmente a Georgie, como un marido celoso, sin ver nada más. Era frustrante. Pulsé REINICIO, ACCESO. Georgie se cepillaba los dientes, en algún lugar, en algún momento.

Después de uno o dos de esos saltos terribles lo comprendí. El acceso era aleatorio. No había forma de indicar un año, un día, una escena. El Parque no había suministrado ningún programa, nada; las ocho mil horas no estaban almacenadas en absoluto, eran un caos, como el recuerdo de un lunático, como un mazo barajado. Había supuesto, sin pensarlo realmente, que empezaría por el principio y continuaría hasta alcanzar el final. ¿Por qué no era así?

También comprendí algo más. Si el acceso era realmente aleatorio, si realmente carecía de control, entonces había perdido completamente las escenas que había visto. Las posibilidades eran de ocho mil a una (¿Más? ¿Muchas más? No entiendo de probabilidades). Jamás volvería a recuperarlas pulsando la barra. Sentí una punzada de pérdida por esa tarde en Ibiza. Había desaparecido doblemente. Me senté frente a la pantalla vacía, temiendo volver a tocar ACCESO, temiendo lo que perdería.

Desactivé la máquina (la iluminación de la sala se intensificó, la música de ascensor volvió a sonar) y salí al pasillo, de vuelta a la pantalla de la entrada. La lista de nombres fue pasando lentamente, en verde, como la lista de vuelos de salida de un aeropuerto: a muchos les faltaban los códigos, lo que quizás indicaba que todavía no residían allí, que se les esperaba. Bajo la D, tres nombres y DIRECTOR: oculto entre ellos como si fuese otro de los muertos. Un número de cámara. La encontré y entré. El director parecía más bien un conserje o un vigilante nocturno, el tipo medio retirado que a menudo ves ocupándose de lugares poco frecuentados. Vestía un blusón marrón como la túnica de un monje y preparaba café en una esquina del pequeño despacho, en el que no parecía que se resolviesen muchos asuntos. Cuando entré, alzó la vista sobresaltado, pillado por sorpresa.

—Lo siento —dije—, pero creo que no entiendo bien este sistema.

—¿Algún problema? —dijo—. No debería haber ningún problema. —Me miró con ojos bien abiertos y con timidez, esperando que no le llamasen para resolver nada difícil—. ¿El equipo funciona?

—No lo sé —dije—. No lo parece. —Le describí lo que me parecía haber descubierto sobre el acceso al Parque—. No funciona bien, ¿no? —dije—. El acceso es totalmente aleatorio…

Asentía, todavía con los ojos bien abiertos, prestando atención.

—¿Lo es?

—Es ¿qué?

—Aleatorio.

—Oh, sí. Sí, claro. Si todo funciona bien.

Durante un momento no se me ocurrió nada más que decir, contemplándole asentir tranquilizadoramente.

—¿Por qué? —pregunté—. Es decir, ¿por qué no hay ninguna forma de organizar, de tener algún tipo de acceso ordenado al material? —Comencé a tener la sensación de estupidez grotesca en presencia de la muerte, como si estuviese regateando por los efectos personales de Georgie—. Parece una estupidez, si me disculpa.

—Oh no, oh no —dijo—. ¿Ha leído el material? ¿Ha leído todo el material?

—Bien, a decir verdad…

—Es tal como se describe —dijo el director—. Eso se lo puedo prometer. Si hay algún problema…

—¿Le importa —dije— si me siento? —Le sonreí. Parecía tener tanto miedo de mí y de mi queja, de mí como doliente, posiblemente enloquecido de pena e incapaz de comprender los simples límites de su responsabilidad para conmigo, que él mismo necesitaba que le tranquilizasen—. Seguro que todo está bien —dije—. Simplemente, me parece que no lo entiendo. Soy un poco tonto para estas cosas.

—Claro. Claro. Claro. —Con gesto de lástima dejó de preparar café y se sentó tras la mesa, entrelazando los dedos como si fuese un consultor—. La gente obtiene mucha satisfacción del acceso —dijo—, mucho consuelo, si lo hace con el espíritu adecuado. —Intentó sonreír. Me pregunté qué le habría cualificado para el puesto—. Sobre la aleatoriedad. Bien, está todo en los prospectos. Está la parte legal… No es usted abogado, no, no, claro, no se ofenda. Verá. El material aquí disponible no tiene otro propósito más que la comunión con los demás. Pero supongamos que estuviese programado, que se pudiese buscar. Supongamos que hubiese un problema de impuestos, de herencia o cosas así. Podría haber requerimientos judiciales, abogados por todas partes destruyendo por completo el concepto de conmemoración.

La verdad es que no se me había ocurrido. La aleatoriedad intrínseca evitaba que se pudiese buscar en las vidas de forma sistemática. Y sin duda evitaba que el Parque se viese en el negocio del puro almacenamiento y al otro lado de muchas demandas.

—Tienes que visionar las ocho mil horas —dije—, e incluso si encuentras lo que buscas no hay forma de volver a pasarlo. Habría desaparecido. —Se estaría hundiendo en el pasado aleatorio incluso mientras lo estuvieras mirando, como esa tarde en Ibiza, esa fiesta en París. Perdido. Él sonrió y asintió. Yo sonreí y asentí.

—Le contaré algo —dijo—. Eso no lo previeron. La aleatoriedad. Fue un efecto secundario, un efecto del proceso de almacenamiento. Pura suerte. —La sonrisa se invirtió, la frente se le arrugó por la seriedad—. Verá, aquí almacenamos a nivel molecular. Por los problemas de espacio tenemos que llegar a ese nivel. Si hubiésemos optado por un almacenamiento convencional, ¿cuánto espacio hubiese hecho falta? Si el concepto de acceso se hiciera popular… Mucho espacio. Así que optamos por las trampas de vapor y el seguimiento continuo. Del tamaño de una uña. Todo está explicado en los folletos. —Me miró de una forma extraña. Tuve la sensación súbita de que me engañaban, de que me mentían, de que el hombre del blusón que tenía delante no era un experto, no era un técnico; era un charlatán, o quizás un loco que se hacía pasar por director y que no tendría que haber estado allí. Se me erizó el vello de la nuca y pasó—. De ahí la aleatoriedad —decía—. Fue un efecto de la vía molecular. El movimiento browniano. No haces más que levantar el seguimiento continuo durante un microsegundo y obtienes una reorganización a nivel molecular. Nosotros no introducimos la aleatoriedad. Las moléculas lo hacen por nosotros.

Recordaba el movimiento browniano, apenas, de las clases de física. El movimiento aleatorio de las moléculas, había dicho el profesor; era una demostración matemática. Es como el movimiento de motas de polvo que ves nadando en un rayo de luz solar, como los giros de copos de nieve en un pisapapeles de cristal con una casita nevada.

—Comprendo —dije—. Creo que lo comprendo.

—¿Hay algún otro problema? —dijo, como si creyese que podía haber otro problema, que él sabía cuál era y que esperaba que yo no lo tuviese—. Comprende el sistema, cerradura, dos barras, ACCESO, REINICIO

—Lo comprendo —dije—. Ahora lo comprendo.

—La comunión —dijo, poniéndose en pie, aliviado, ahora seguro de que me iría pronto—. Lo comprendo. Lleva un rato aceptar la idea de la comunión.

—Sí —dije—, así es.

No iba a descubrir lo que había ido a descubrir, fuese lo que fuese. Después de todo, al final, a la Avispa no se le había dado muy bien el almacenamiento, no mejor que a mi alma más joven. Su diminuto ojo se había saltado días y semanas. No había visto bien y de lo que había visto no había podido distinguir lo olvidable de lo inolvidable, como no había podido hacer yo. No lo había hecho ni peor ni mejor que yo… exactamente igual.

Y sin embargo, y sin embargo… Ella se había puesto en pie en Ibiza, se había untado el pecho con loción y me había dicho: Oh, mira, colibríes. Yo había olvidado y la Avispa lo había recordado, y yo volvía a poseer lo que no sabía que había perdido, lo que no sabía que me resultaba preciado.

El sol se ponía cuando abandoné el Parque, el mar satén transformándose en espuma, golpeando aleatoriamente las rocas.

Me había pasado la vida esperando algo, sin saber qué, sin ni siquiera saber qué estaba esperando. Pasando el tiempo. Todavía seguía esperando. Pero lo que había estado esperando ya había sucedido y pertenecía al pasado.

Casi habían pasado dos años, casi, desde la muerte de Georgie; dos años hasta que, por primera y última vez, lloré por ella… por ella y por mí.

Claro que volví. Después de mucho trabajo y algunos dólares correctamente invertidos, me conseguí una tarjeta HAPpy propia. Como mucha gente de esa época, tenía tiempo de sobra, y a menudo en las tardes vacías (nunca un domingo) tomaba por la autopista descuidada y llena de hierba y recorría la costa. El Parque siempre estaba abierto. Me hice a la idea de la comunión.

Ahora, después de centenares de horas pasadas bajo tierra, ahora, cuando hace tanto tiempo que he dejado de atravesar esas puertas (creo que he perdido la llave; en cualquier caso, no sé dónde buscarla), sé que la soledad en la que me sentía inmerso era real. Los observadores a mi alrededor, los oyentes que intuía en las otras cámaras, en general solo estaban presentes en mi imaginación. Allí rara vez había alguien.

Aquellas tumbas estaban tan abandonadas como lo están habitualmente las tumbas en todas partes. O a los vivos no les interesaba demasiado visitar a los muertos —¿les ha interesado alguna vez?— o los compradores esperanzados habían acabado descubriendo el fallo en el concepto de acceso… como lo descubrí yo al final.

ACCESO y ella saca vestidos, uno a uno, del armario, se los pega al cuerpo, estudia el efecto mirándose en un espejo de cuerpo entero y los vuelve a guardar. Tiene esa expresión extraña, que solo pone cuando se mira en el espejo, una expresión que solo está destinada a sí misma, que en realidad es muy poco propia de ella. La Georgie del espejo.

REINICIO.

ACCESO. Por una curiosa coincidencia ahí está mirándose a otro espejo. Creo que a la Avispa la confundían los espejos. Se aparta, la Avispa se ajusta; hay alguien dormido, enredado en las sábanas de una enorme cama de hotel, por la mañana, un carrito del servicio de habitaciones. Oh, el Algonquin: yo mismo. Invierno. La nieve cae al otro lado del ventanal. Busca en el bolso, saca un frasco pequeño, se traga una pastilla con el café, sosteniendo la taza por el cuerpo no por el asa. Me agito, muestro una cabeza de pelo revuelto. Conversación… ininteligible. Habitación gris, luz blanquecina de nieve, color degradado. «¿Ahora —pensé, mirándonos— la poseeré?». ¿La tomaría en la próxima hora, o ella a mí, apartando las sábanas, abriendo su pijama pálido? Ella va al baño, cierra la puerta. La Avispa mira estúpidamente, excluida, transmitiendo la puerta.

Al final pulso REINICIO.

«¿Pero qué —me pregunté— habría visto de haber tenido paciencia y esperado?».

Resulta que el tiempo también requiere un tiempo desmesurado. Su derroche, su pérdida no es un buen espectáculo. Lo divertido que pueda ser sentarse a vaguear con la mirada perdida y saboreando tu propio ser toda una tarde no es nada divertido verlo. La espera es insoportable. ¿Cuán a menudo, en cinco años, en ocho mil horas de luz solar o luz artificial, podíamos haber estado juntos, cuánto tiempo habíamos invertido en hacer el amor? ¿Cien horas, doscientas horas? No era muy probable que diese con una de esas escenas; la oscuridad se había tragado la mayoría y las otras se habían perdido en los intersticios de interminables horas empleadas en comprar, leer, pasadas en aviones y coches, dormidos, separados. Era inútil.

ACCESO. Había encendido una lamparita de noche. Sola. Busca entre los pañuelos de papel y las revistas de la mesilla, encuentra un reloj, lo mira atontada, lo gira, vuelve a mirar y lo deja. Hace frío. Se entierra en las mantas, bostezando, mirando, luego lleva una mano al teléfono, pero se limita a descansarla allí, pensando. Pensando a las cuatro de la madrugada. Aparta la mano, se estremece con el estremecimiento profundo y soñoliento de una niña y apaga la luz. Una pesadilla. Es un instante de la mañana, al amanecer; la Avispa dormía también. Ella duerme profundamente, sin moverse, solo mostrando la cabeza rubia sobre la colcha… y sin duda dormirá durante horas, observada con más atención, con más concentración de la que podría dedicarle ningún mirón.

REINICIO.

ACCESO.

—No lo oigo tan bien como al principio —le dije al director—. Y la definición va empeorando.

—Oh, claro —dijo el director—. Está en los folletos. Tenemos que explicarlo con cuidado. Podría ser un problema.

—¿No se trata del monitor? —pregunté—. Suponía que podía ser cosa el monitor simplemente.

—No, no, en realidad no —dijo. Me pasó el café. Con los meses nos habíamos hecho casi amigos. Creo que, aparte de tenerme miedo, se alegraba de que me pasase a verlo de vez en cuando; al menos uno de los vivos iba por allí, al menos uno hacía uso del servicio—. Se produce una ligera degeneración.

—Todo se está volviendo gris.

Su rostro denota profunda preocupación. No menosprecia el problema.

—Ajá, ajá, verá, la degeneración se produce a nivel molecular. Es simple física. Se vuelve más aleatorio con el tiempo. Así que se pierde… no se pierde ni un minuto de lo grabado, pero se pierde un poco de definición. Un poco de color. Pero se estabiliza.

—¿Lo hace?

—Creemos que sí. Claro que sí, lo prometemos. Predecimos que así será.

—Pero no lo saben.

—Bien, bien, comprenderá que llevamos poco tiempo en este negocio. La idea es nueva. Hay cosas que no podíamos saber. —Seguía mirándome, pero al mismo tiempo parecía haberme olvidado. Cansado. Daba la impresión de que recientemente él mismo había perdido color, envejecido, perdido definición—. Puede que empiece a ver un poco de nieve —dijo en voz baja.

ACCESO REINICIO ACCESO.

Una plaza gris de piedras con dibujos, grises, palmeras agitándose. Georgie se levanta el cuello del suéter entornando los ojos debido al viento. Compra revistas en un quiosco: Vogue, Harper’s, La Mode. Frío, le dice a la chica del quiosco. Frío. El joven que yo era la agarra del brazo: volvemos siguiendo la playa, que está desierta y cubierta de algas traídas por el mar sucio. Invierno en Ibiza. Hablamos, pero la Avispa no nos oye, el sonido del mar la confunde; parece aburrida de sus obligaciones y se queda atrás.

REINICIO.

ACCESO.

El Algonquin, una mañana terriblemente familiar, invierno. Georgie se aparta de la ventana nevada. Yo estoy en la cama y durante un momento, mirando, quedo suspendido entre dos espejos, reflejado interminablemente. Lo he visto antes; lo he vivido en una ocasión y lo recordé en una ocasión y recuerdo el recuerdo, y ahí estaba otra vez, o podía ser simplemente otra mañana, una mañana similar. Había habido muchas como esa, en ese lugar. Pero no; se aparta de la ventana, saca el frasco de pastillas, sostiene la taza de café por el cuerpo: ya antes he visto este momento, no meses antes, semanas antes, aquí, en esta cámara. He encontrado dos veces la misma escena.

«Cuáles son las probabilidades —me pregunté—, cuáles son las probabilidades de volver a dar con los mismos minutos, esos minutos».

Me agito entre las sábanas.

En esta ocasión me incliné para oír lo que iba a decir; fue algo como pero aun así divertido.

Divertido, dice ella, riendo, desgarrada, el sonido degradado de un fantasma gorjeando. Charlie, voy a morir de diversión.

Se toma la pastilla. La Avispa la sigue al baño y se queda fuera.

¿Qué hago aquí? —pensé, y mi corazón resonaba con fuerza y despacio—. ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué hago aquí?

REINICIO.

ACCESO.

Plateadas calles heladas, Nueva York, Quinta avenida. Está bajando, volviéndose hacia el interior oscuro de un taxi. No me grites, le grita a alguien; su madre a la que no conocí, un dragón. Corre por la calle helada con sus paquetes, la Avispa al hombro. Podría tender la mano, tocarle el hombro y hacer que me siguiese al exterior. Alejarnos, perdidos en la masa incolora de tráfico y gente, imposibles de discernir en esa suavizada imagen nevada.

Algo iba muy mal.

Georgie odiaba el invierno. Durante casi todo el tiempo que estuvimos juntos huimos de él, como a principios de año, buscando el sol que se había ido a otra parte; Austria estaba bien unas semanas, los pueblecitos de juguete y la nieve azucarada y brillante, hábiles esquiadores; no era realmente el invierno lo que temía, aunque incluso en chalés calentados por el fuego era difícil desnudarla sin que se le pusiera la piel de gallina y la recorrieran escalofríos a causa de una corriente que solo ella notaba. Éramos castos en invierno. Así que Georgie huía de él: Antigua y Bali, y dos meses en Ibiza cuando florecían los almendros. Era una primavera continua y falsa, insípida, que duraba todo el invierno.

¿Cuántas veces podía haber nevado mientras la Avispa la observaba?

No muy a menudo; en contadas ocasiones, ocasiones que yo mismo hubiese podido contar de haber recordado como recordaba la Avispa. No muy a menudo. No continuamente.

—Hay un problema —le dije al director.

—Ha llegado al máximo, ¿no? —dijo—. ¿El problema de la definición?

—En realidad —dije—, ha empeorado.

Estaba sentado tras la mesa, con los brazos a ambos lados del respaldo y un falso toque rosado en las mejillas, como el maquillaje de un enterrador. Había estado bebiendo.

—No ha llegado al máximo, ¿eh? —dijo.

—Ese no es el problema —dije—. El problema es el acceso. No es aleatorio como me dijo.

—A nivel molecular —dijo—. Es física.

—No lo comprende. No se está haciendo más aleatorio. Se está haciendo menos aleatorio. Se está volviendo selectivo. Está congelándose.

—No, no, no —dijo soñador—. El acceso es aleatorio. La vida no es todo verano y diversión, ya sabe. En toda vida debe haber lluvia.

Tartamudeé, intentado explicarme.

—Pero, pero…

—¿Sabe? —dijo—, me he estado planteando dejar lo del acceso. —Abrió un cajón de la mesa; emitió un sonido vacío. Lo miró sin emoción un momento y lo cerró—. El Parque ha sido bueno conmigo pero, simplemente, no estoy acostumbrado. Antes pensaba que podía ofrecer un servicio, ¿sabe? Vamos, demonios, ya se ha divertido, ¿qué más le importa?

Estaba furioso. Momentáneamente oí los muertos a mi alrededor; saboreé en la lengua el aire cargado y subterráneo.

—Recuerdo —dijo, inclinando la silla y mirando a otra parte—, hace muchos años, cuando me metí en el negocio del acceso. Solo que entonces no lo llamábamos así. Trabajaba en una empresa de metraje. Iba a quebrar, como quebrará este negocio; no debería decirlo, pero usted no me ha oído. En cualquier caso, era un enorme almacén con kilómetros de estantes de acero llenos de latas de películas, latas de películas llenas de viejas películas, ¿sabe? Películas de todo tipo. Y la gente del cine, si quería poner en sus películas escenas de tiempos pasados, nos llamaba y nos pedía lo que quería, encuéntrame esto, encuéntrame aquello. Y lo teníamos todo, todo tipo de escenas, pero ¿sabe lo que resultaba más difícil de encontrar? Simplemente escenas normales de la vida diaria. Quiero decir gente dedicada a sus cosas y viviendo sus vidas. ¿Sabe lo que sí que teníamos? Discursos. Gente dando discursos. Como presidentes. Podíamos tener horas de discursos, pero no gente simplemente, ¿cómo diría?, lavando la ropa, sentada en el parque…

—Podría deberse únicamente a la recepción —dije—. Alguna cosa así.

Me miró un buen rato, como si acabase de entrar en el despacho.

—En cualquier caso —dijo al fin, girándose de nuevo—, pasé allí un tiempo aprendiendo los entresijos del negocio. Y los productores llamaban y decían «consígueme esto, consígueme más». Un productor estaba preparando una película, una película sobre el pasado, y quería escenas viejas, viejas, de gente muy de atrás, en verano; divirtiéndose, tomando helados; en traje de baño; conduciendo un descapotable. De hace cincuenta años. De hace ochenta años.

Volvió a abrir el cajón vacío, encontró un palillo y se lo puso en la boca.

—Así que accedí al material más antiguo. Discursos. Más discursos. Pero encontré escenas aquí y allá: gente en la calle, abrigos de piel, escaparates, tráfico. Gente vieja. Es decir, entonces era gente joven, me refiero a gente del pasado; tienen esos rostros enjutos, los reconoces. Un poco tristes. En las calles de la ciudad, apresurándose, agarrándose los sombreros. Entonces, en las películas, las ciudades eran como oscuras; coches negros en las calles, sombreros negros. Piedra. Bien, no era lo que quería. Le encontré verano, verano en color, pero era nuevo, lo quería antiguo. Seguí retrocediendo. Buscando. Lo hice. Cuanto más retrocedía más rostros enjutos veía, coches negros, calles negras de piedra. Nieve. Allí no había ningún verano.

Con pesadez se puso en pie, encontró una botella marrón y dos tazas de café. Vertió el líquido con torpeza.

—Así que no se trata simplemente de la recepción —dijo—. Supongo que el proceso lleva más tiempo con la película, pero es una cuestión de física. Todo está en la física. Basta con advertirlo de antemano.

El licor era duro, un frío destilado a partir de luz solar del pasado. Quería irme, salir, no mirar atrás. No quería quedarme a mirar hasta que solo hubiese nieve.

—Así que voy a abandonar el negocio del acceso —dijo el director—. Que los muertos entierren a los muertos, ¿no? Que los muertos entierren a los muertos.

No regresé. No regresé nunca, aunque las autopistas volvieron a abrirse y el Parque no está lejos de la ciudad en la que me afinqué. Afinqué; la palabra adecuada. Al final, te devuelve el equilibro, incluso curiosamente la alegría, el descubrir, sin lamentaciones, que lo mejor de tu vida ya ha sucedido. Y todavía me queda en el futuro algo de verano.

Creo que hay dos tipos diferentes de memoria y que solo una empeora a medida que envejezco: la que, por medio de un esfuerzo de la voluntad, te permite reconstruir tu primer coche, el número de serie o el nombre y el aspecto de tu profesor de física del instituto… un tal señor Holm, vestido con traje gris, con barba, delgado, de unos treinta años. La otra no empeora; en cualquier caso, se vuelve más viva. La memoria sonámbula, con la que tropiezas como dar con habitaciones provistas de puertas secretas, de tal forma que de pronto te encuentras con que no estás sentado en el porche delantero sino en un aula. Al principio no sabes dónde o cuándo, y el hombre sonriente de barba hace girar en la mano un pisapapeles de vidrio, en cuyo interior hay una casita en medio de un temporal de nieve.

No hay acceso a Georgie, pero de vez en cuando, impredeciblemente, cuando estoy sentado en el porche, empujando el carrito de la compra o de pie junto al fregadero me visita un recuerdo de ese tipo, vivo y asombroso, como un hipnotizador chasqueando los dedos.

O como esa curiosa experiencia que te sobreviene en ocasiones cuando estás a punto de dormir: oyes cómo alguien que no está presente susurra claramente tu nombre.