Vasijas
J. CHERRYH
(1985)

J. Cherryh es la creadora de la larga serie de historias futuristas sobre la Unión y la Alianza, que describe un intrincado juego de comercio intergaláctico y política miles de años en el futuro. La serie incluye, entre otras, las novelas ganadoras del Premio Hugo Estación Downbelow y Cyteen, destacable por su estudio de la naturaleza humana a través de la creación de clones con recuerdos programados. Alabada por sus imaginativas extrapolaciones de las ciencias clínicas y sociales, y por su hábil mezcla de tecnología e interés humano, la serie abarca varias famosas subseries, una de ellas su Trilogía del Sol Moribundo (Kesrith, Shon’jir, Kutath). Su ciclo de Chanur (El orgullo de Chanur, La aventura de Chanur, La venganza de Chanur, El regreso de Chanur, El legado de Chanur), que también forma parte de la serie, trata acerca de una especie de criaturas leoninas inteligentes y destaca por su punto de vista alienígena y la esclarecedora perspectiva de la especie humana vista desde fuera. Gran parte de la ficción de Cherryh se ocupa de la influencia del entorno (familia, política, cultura) en los valores y la ideología de los individuos. En Cuckoo’s Egg construye una versión del tema de Tarzán, imaginando a un niño humano educado hasta la madurez por una especie de felinos inteligentes. En Heavy Time compara la personalidad de sus dos protagonistas, uno educado en un cálido entorno humano y otro cuyo desarrollo social se ha visto atrofiado por una educación deformada por manipuladores intereses corporativos. Su reciente cuarteto de novelas, formado por Foreigner, Invader, Inheritor y Precursor, ha sido alabado por su sensibilidad: describe las diferencias culturales y raciales que una colonia humana debe superar para forjar una alianza con los alienígenas que habitan el planeta. The Gene Wars es una mezcla de fantasía épica y ciencia ficción ambientada en un futuro en el que la nanotecnología es usada como arma. Cherryh también es autora de la serie de fantasía heroica de Morgaine, en cuatro volúmenes, y de la épica trilogía de espada y brujería de Galisien, que incluye Fortress in the Eye of Times, Fortress of Eagles y Fortress of Owls. Es la creadora de la colección Noches de Merovingen y, en colaboración con otros, de la antología en varios volúmenes Heroes in Hell.

El descenso de la lanzadera a la superficie ventosa fue un viaje sumamente desagradable. Con el traje, entorpecido por el soporte vital, Desan salió del andén y anadeó hacia el mundo, rechazando la atención solícita de los pequeños robots de servicio de aspecto arácnido:

—Ciudadano, por aquí, por aquí, ciudadano, tenga cuidado… Mire dónde pisa; desgarrarse el traje es peligroso.

Servidores de bajo nivel. Desan los detestaba. El jefe de operaciones le había enviado las criaturas en un transporte IA de ocho ruedas, que había decidido aparcarse a unos buenos quinientos pasos de distancia de la zona de aterrizaje de la lanzadera, lo que lo obligaba a dar un paseo incómodo por la polvorienta llanura metido en el crujiente y pesado oxitraje. Desan se volvío, echó una ojeada melancólica a la lanzadera posada sobre su tren de aterrizaje, una cuña plateada de morro inclinado bajo el cielo gris plomo que descansaba en un paisaje de ocre y óxido. Se estremeció, dejó el equipaje a los irritantes cuidados de los robots de servicio y anadeó despacio hacia el transporte IA.

—Buenos días —dijo el vehículo, insípidamente, abriendo una puerta—. Mi compartimiento de pasajeros no tiene atmósfera respirable: ¿comprende, lord Desan?

—Sí, sí. —Desan entró y se acomodó en el asiento delantero, con un pequeño rebote de los amortiguadores del transporte. Los robots revolotearon alrededor con indecisión de insecto, colocando delicadamente su equipaje, ajustándolo una y otra vez hasta que estubo tal como indicaba su prefabricado interno, su noción robótica de cómo debía ejecutarse el trabajo. Irritante. La típica eficiencia robótica. Desan palmeó el asiento sensible a la presión.

—Vamos, movámonos, ¿de acuerdo?

El IA habló con sus torpes primos, un gañido que los dispersó de inmediato.

—Cuidado con la puerta, ciudadano. —La puerta descendió y se aseguró. El IA puso en funcionamiento su ruidoso motor—. ¿Quiere oscurecer las ventanas, ciudadano?

—No, quiero ver este lugar.

—Será un placer, lord Desan.

Sin duda para el IA lo era.

La estación estaba situada a bastante distancia, al otro lado de la llanura. Un polvo cada vez más fino se levantaba y cubría el parabrisas trasero, un polvo suave, suelto; de vez en cuando un bache creado por el viento hacía brincar el transporte…

—Perdóneme, ciudadano. ¿Está cómodo?

—Mucho, mucho, eres muy hábil.

—Gracias, ciudadano.

Y por fin —¡por fin!— apareció un relieve en el llano paisaje, leves indicios de colinas y una anomalía montañosa, una larga y enorme barra que empezaba como una neblina y se hacía sólida; se convertía en una suave regularidad detrás de los leves pliegues marrones de colinas apenas dignas de tal nombre.

Montaña. Parecía una formación sedimentaria o volcánica en la distancia, un testarudo y extraño saliente en aquella yerma planicie donde todo lo demás había declinado a la entropía; absoluta, lisa, llana. Pero cuando el IA pasó junto a ella, resultó que la montaña tenía grietas y juntas, los rasgos de algo manufacturado. A pesar de que sabía de antemano lo que era, conduciendo a la vista de las junturas, aquel trabajo de manos Antiguas… heló el alma viajera de Desan. La estación en sí apareció recortada contra las erosionadas colinas, una colección de cúpulas de llamativo verde en el mundo marrón y muerto. Pero Desan ya había visto cúpulas así. Con el IA como único testigo, Desan se volvió en su asiento, apretó la burbuja flexible del casco contra la ventana de doble cierre y miró y remiró las piedras hasta que quedaron atrás y el polvo las ocultó.

—Vea, lord —dijo el IA, siempre alegre—. Ya casi estamos en la estación; una subidita nada más. Lo hago muy suavemente.

Flexión e inclinación; desvío y giro. Las cúpulas se acercaron por el parabrisas delantero y el motor gimió.

—He disfrutado mucho sirviéndole.

—Gracias —murmuró Desan previendo otra caminata, el ascenso por la pasarela de plástico hasta la escotilla, y ningún comité de bienvenida.

Más robots de servicio, correteando hacia ellos mientras el transporte se detenía y se asentaba con un gemido neumático.

—Gracias, lord Desan, cuidado con el casco, compruebe las conexiones de su sistema de apoyo vital, mire dónde pisa, por favor. El polvo es resbaladizo…

—Gracias. —Con un IA no había alternativa.

—Gracias a usted, mi señor. —La puerta se alzó; Desan salió con dificultades al suelo polvoriento, protegiendo su oxitraje y jadeando por su desacostumbrado peso en aquella gravedad. Los robots de servicio recogieron su equipaje mientras Desan avanzaba anadeando testarudamente, subiendo por la pasarela de plástico hacia las cúpulas verde lima. Plástico. Plástico que no podía siquiera tener su origen en esa desolación, sino que provenía de la biomasa extra de sus naves. Allí todo estaba muerto, aterradoramente vacío, incluso la señal que le guio hasta el lecho del lago era robótica, al igual que el anuncio de que un transporte iría a recogerle.

La puerta de la escotilla se abrió y apareció personal vivo: por fin, tres personas de carne y hueso que caminaron hacia él para darle el recibimiento adecuado. Pero más allá de la montaña de piedra, más allá de las chillonas estructuras verdes y de toda la parafernalia robótica de investigación que producía todos los informes… Desan seguía sintiendo la desolación del lugar. Avanzó, tocó las manos enguantadas que le ofrecían, recibió los esperados saludos y caminó por el pasillo de plástico hacia la escotilla abierta. Su médula rehusaba entrar en calor. El lugar se negaba a definirse del todo, como un mal sueño con elementos familiares horriblemente distorsionados.

Habían pasado cien años de viaje desde que había visto aquel mundo por última vez y entonces fue solo desde la órbita, recibiendo informes de tercera mano. Cien años de trabajo en aquel planeta precedían aquel corto trayecto desde el puerto hasta el centro de investigación, bajo el cielo amenazador, en ese lugar situado junto a una montaña que una vez fue la presa de un lago que ya no existía.

Estaban los hallazgos de la luna, por supuesto. Algunos artefactos.

Una tela con símbolos. Primitivo, inconcebiblemente primitivo. Los primeros heraldos de los descubrimientos en aquel mundo marrón óxido, descarnado.

Acompañó al comité de bienvenida hasta la escotilla de la cúpula principal, esperó durante el ciclo y respiró con alivio cuando las luces indicadoras pasaron del blanco al naranja y la puerta interna les permitió el acceso. Avanzó, se quitó el casco y respiró una honda bocanada de aire con un inesperado y desagradable olor. El patio de la cúpula principal era sencillo y funcional; paredes de plástico, conductos visibles. Algunas plantas luchaban por sobrevivir en un macetero, en el centro. Enfrente un pilar negro con el emblema habitual: una placa con dos figuras alienígenas desnudas, el diagrama de un sistema estelar reproducido hasta el más mínimo detalle, con sus cicatrices y cráteres. En algunos sitios sería corriente, anodino.

Pertenecía a ese lugar, pertenecía a ese lugar y allí nunca sería anodino aquel mensaje de los Antiguos.

—Lord Desan —dijo una voz femenina, y él se volvió, torpe dentro del traje.

Era la doctora Gothon en persona, una inconfundible anciana con el uniforme azul de una científica. El infrecuente honor le apabulló y borró toda la falta de hospitalidad habida hasta el momento. Ella le tendió la mano. Sobresaltado, él hizo lo mismo, recordó que llevaba guantes y apartó apresuradamente la mano para quitárselos. El gesto de ella fue elegante y él se sintió como un tonto fuera de su elemento, con su mano tocando, no, firmemente asida a la mano vieja y encallecida de aquel legendario intelecto. Suavizada por la edad y enérgica al mismo tiempo. Vejez y vigor. Le fallaron las palabras y se sintió desbordado recordando su propósito.

—Pase, deje que le libren de ese traje, lord Desan. Querrá descansar tras su viaje, una siesta, una taza de té quizá. Los robots llevarán su equipaje a su habitación. Los alojamientos aquí no son lujosos, pero creo que los encontrará cómodos.

Más y más cortesía. Uno podía perder todo sentido de la orientación en aquel lugar, dejarse desarmar por la amabilidad, por la simpatía, por la vergüenza a resistirse.

—Quiero ver lo que he venido a ver, doctora. —Desan desabrochó más cierres, se libró del traje y se alisó el mono. ¿Había sido demasiado brusco, imperdonablemente impaciente?—. No creo que pueda descansar, doctora Gothon. Descansé a bordo de la lanzadera. Me gustaría al menos visitar este lugar, si alguien de su personal tuviera la amabilidad de mostrármelo…

—Por supuesto, por supuesto. Esperaba esa petición; venga, por favor, permita que sea su guía. Le explicaré tanto como pueda. Quizá pueda convencerle mientras caminamos.

Quedó anonadado desde el principio; había esperado a algún oficial de alto rango, probablemente el director de operaciones, no a Gothon. Caminó un poco por detrás de la doctora, de la presencia encorvada que pasaba entre los estudiantes y el personal como una bendición… He visto a la Doctora, solían decir los jóvenes en un susurro, en la nave, cuando Gothon paseaba con aire ausente por un pasillo en sus poco frecuentes intervalos de vigilia. He visto a la Doctora.

Por el tono de voz parecía que hubiesen visto una epifanía.

No la despertaban casi nunca, porque investigadores de menor rango bastaban para la mayoría de los mundos, mientras que él era el quinto lord-navegante, el cuarto nacido durante el viaje, una insignificancia en el tiempo dilatado, cincuenta y dos años de vida de vigilia y apenas dos mil años de viaje frente a… eones de la vida durmiente de Gothon.

A Desan le dolía hasta la médula la elegancia de aquella encorvada estudiosa de piel moteada, de aquel sabueso que descifraba pacientemente el mayor misterio del universo. Le invadió la piedad. Él había sufrido, pero no como Gothon lo había hecho en la quietud interior que dedicaba a pensamientos que la tripulación de la nave tenía órdenes estrictas de no perturbar.

Los estudiantes se apresuraban a abrirles las puertas, se apretaban contra las paredes y permitían que se adentraran más y más en el laberinto de cúpulas. Pasaba junto a manos que le rozaban las mangas, dando la bienvenida al actual lord-navegante; respondió con tanta atención como pudo dedicar a la cortesía en su desazón. Su corazón se esforzaba, poco acostumbrado a la gravedad, su nariz recogía no solo los efluvios de los plásticos de la cúpula, los recicladores y tantos cuerpos viviendo juntos; también un olor amargo, duro, como a electricidad o a polvo seco. Imaginó alguna filtración tóxica de la atmósfera al interior de la cúpula: un pensamiento desasosegante. Los peligros de aquel lugar se le hicieron patentes, y deseó haberse ido ya.

Gothon había aguantado allí mientras él viajaba, siete años más de la vida que le quedaba a Gothon; la habían despertado cuatro veces y esa era la cuarta. Había permanecido continuamente activa desde hacía cinco años, su mayor periodo de vigilia hasta el momento. Había encontrado datos que finalmente merecían consumir su vida, y la quemaba sin escatimar. Ella creía. Creía lo bastante como para morir por ello.

Desan se estremeció de pies a cabeza y siguió a Gothon a través de una puerta hermética hacia otra cúpula: se le encogió el estómago; había estanterías a cada lado llenas de cráneos amarillos, hileras interminables de cuencas oscuras y mandíbulas sonrientes. Algunos tenían la nariz larga; otros, corta. Algunos cráneos pequeños, casi sin nariz, tenían colmillos que les daban un aire sabio e inteligente. Como gente en miniatura, como bebés con rasgos de adulto. Aquella debía de ser la primera reacción de todo el que los viera en los halos o que viera los especímenes llevados a los laboratorios orbitales. Pero la capacidad craneana de los más cercanos era insuficiente. Los sapientes de verdad ocupaban las estanterías más alejadas, hilera tras hilera de cráneos sin ojos de generosa frente, sonriendo dentudos, permanentemente horrorizados… provocando un horror profundo en quienes los descubrían allí, en aquella desolación.

Gothon se detuvo, escogió uno de los cráneos sapientes pequeños, muy reconstruido: Desan sabía al menos distinguir el hueso de verdad del plastihueso unido a él. Aquel cráneo era mucho más delicado que los otros, con la mandíbula más pequeña. Los dos dientes delanteros eran restructos, así como uno lateral.

—Era una niña —dijo Gothon—. La llamamos Missy. Fue la primera que encontramos en este sitio, en las colinas, en el lecho de un río. Sus pies habían prácticamente desaparecido pero, aparte de eso, está intacta. Missy estaba sola, abrazada a un animalito. Los guardamos juntos, nos saltamos la catalogación. —Alzó un cráneo anómalo y muy reconstruido de la estantería de los sapientes; con colmillos y delicado—. Hasta los arqueólogos tienen sentimientos.

—Ya… veo. —Indefenso, atrapado en las cortesías, Desan tocó renuente el cráneo con un dedo.

—A dormir. —Gothon devolvió ambos cráneos con ternura a la estantería y echó a andar, seguida por Desan. Cruzaron una puerta sencilla y entraron en una sala llena de actividad con bancos de trabajo cubiertos de una mezcolanza de artefactos.

El personal empezó a levantarse de su polvoriento trabajo con sobresalto.

—No, no, seguid —dijo Gothon con calma—. Solo estamos de paso; ignoradnos. Aquí, ¿lo ve, lord Desan? —Gothon alargó el brazo junto a un investigador y recogió del banco una botella alargada y estriada, con la pátina opalescente que denota un largo enterramiento—. Encontramos muchas de estas. Producción en serie. Industria. No solo en este continente. Esta misma botella se encuentra por todo el mundo en el estrato superior. El mismo diseño. Poco antes de la calamidad. Reconstruimos el comercio y las alianzas mundiales por cosas pequeñas como esta.

La dejó en el banco y tomó una vasija prácticamente completa, muy remendada.

—Siempre son las vasijas, lord Desan. Por las vasijas y las botellas los rastreamos a través del tiempo. De muchas capas. Tuvieron un pasado largo y complejo.

Desan tocó con la mano la superficie marrón y corroída de la vasija y descubrió un único resto de esmalte azul entre las incrustaciones grises de su largo enterramiento.

—¿Cuánto tiempo… cuánto tiempo hace falta para que acabe reducida a esto?

—Depende del suelo, de la humedad, de la acidez. Esta procede de los alrededores. —Gothon la depositó tiernamente en un estante y siguió andando, una figura frágil y encorvada, por los pasillos llenos de pasado—. Pero hace falta mucho, mucho tiempo para borrar tanto… Casi todos los artefactos han desaparecido. Los metales se oxidan; el plástico se pudre; la ropa desaparece muy rápidamente; el papel y la madera duran mucho tiempo en un clima desértico, pero también acaban desapareciendo. La humedad borra los detalles de las esculturas. Solo los metales nobles quedan intactos. El movimiento del suelo dobla incluso la piedra, aplasta el metal. Incluso las mejores vasijas están hechas pedazos, como piezas sueltas de un rompecabezas. Aunque son frágiles, sobreviven a los monumentos, duran tanto como la tierra que las acoge, en tierra seca, en tierra húmeda, incluso bajo el mar, donde no hay vida marina que las perturbe. Esa botella y esa vasija son tan venerables como la gran presa. Sus fabricantes no se lo hubieran imaginado, ¿verdad?

—Pero… —La mente de Desan vaciló recordando la gran llanura, los sedimentos y los secretos enterrados tan hondo.

—¿Pero?

—Sin duda podría perderse algún detalle importante. Todo un mundo que investigar. Podría pasar algo por alto y malinterpretar todo el resto.

—Oh, sí, puede ocurrir. Pero que encontremos cosas donde esperamos que estén es una pista importante, lord Desan, una confirmación. Uno solo tiene que sospechar dónde mirar. Primero localizamos el sitio que ofrece mejores posibilidades. Un lugar hundido, un lugar elevado en esas fotografías que pedimos que tomen los orbitales; pero una desarrolla un instinto acerca del terreno… mejor que las sondas mecánicas, lord Desan. —Gothon entornó los ojos, perdida en pensamientos indescifrables, y Desan se perdió en la mentalidad inimaginable de la mujer. ¿Qué hacía una mente a esa edad? ¿Divagar? ¿Podía la gran doctora haber caído en el misticismo? Si informaba de tal cosa… resolvería una dificultad. Pero tener ese lamentable deber…

—Se trata de un instinto para encontrar vida, lord Desan —continuó Gothon de pronto—. Es mirar la tierra y decir: si esto fuera hace mucho tiempo, si pensara en construir, si pensara en comerciar, ¿adónde iría? ¿Dónde vivirían mis vecinos?

Desan tosió delicadamente, deseando devolver la conversación a los hechos.

—Y las sondas robóticas, por supuesto, ayudan.

—Las sondas, lord Desan, son cosas sin corazón. Un robot puede ser muy hábil, pero un investigador lo dirige solo a distancia, ciego a las oportunidades y a la auténtica percepción del terreno. Pero usted nació en el espacio. Quizá no le encuentre sentido.

—Aceptaré su palabra —dijo Desan con seriedad. Sentía el peso del cielo sobre sus hombros. El horrible cielo plomizo, la cubierta leprosa y enfermiza entre ellos, la estrella y la única luna. Gothon recordaba el mundo natal. Recordaba el mundo natal. Era famosa en su profesión incluso allí. La vieja científica afirmaba llegar a un paisaje como aquel y encontrar cosas porque veía cosas que los ojos de los robots no veían, porque reproducía los pensamientos que aquellos cráneos polvorientos habían albergado en su carne… ¿hacía cuánto?

—Buscamos montículos —dijo Gothon, caminando pasillo abajo con su andar frágil, entre las cabezas inclinadas y las miradas tímidas del personal y los estudiantes dedicados a su meticulosa tarea. A su alrededor seguía el trabajo de pequeñas agujas electrónicas, la paciente limpieza de incrustaciones para sacar a la luz las antiguas superficies—. Construían estructuras enormes. Rascacielos. Algunos debieron de durar, oh, miles de años intactos; pero cuando se hicieron inestables cayeron y su caída dejó montañas de escombros, y el viento sopló y los ríos cambiaron su curso alrededor de las ruinas y, por supuesto, el peso del sedimento aumentó, llevado por el agua y el viento. A partir de ahí, su propio peso lo movió y lo deformó y complicó nuestro trabajo. —Gothon se detuvo de nuevo junto a una mesa más apartada donde había algunas holoplacas inactivas. Movió la mano y apareció un paisaje, una hilera sinuosa de sillares que atravesaba una depresión—. Mire ese muro. No lo construyeron así, torcido a un lado y a otro, arriba y abajo. La gravedad y el movimiento del suelo lo deformaron. Estaba enterrado hasta que lo desenterramos. Si no, el viento y la lluvia lo hubieran destruido hace siglos. Como pasará ahora si el tiempo no lo vuelve a enterrar.

—Y este gran montón de piedra… —Desan movió un brazo, indicando hacia donde imaginaba que estaba la gran presa y dándose cuenta de que estaba desorientado—. ¿Cómo es de antiguo?

—Tan antiguo como el lago que creó.

—Pero ¿contemporáneo de la caída?

—Sí. ¿Sabe?, esa mole podría seguir en pie cuando la estrella muera. Algunas de las grandes presas, de las pirámides que encontramos aquí y allí por el mundo… Solo podemos hacer hipótesis sobre su antigüedad. Durarán más que cualquier rasgo de la superficie salvo las montañas mismas.

—Sin vida.

—Oh, pero sí que hay vida.

—En declive.

—No, no. En declive no. —La doctora movió la mano y apareció un estanque en la segunda holoplaca, lleno de verdes algas cuyas frondas plumosas ondeaban en el leve oleaje—. La luna aún protege este mundo de la entropía. Hay agua, no tanta como la que almacenaba esta presa. Es el alga, esa pequeña alga la que da esperanza a este mundo. Las vidas pequeñas, las cosas que vuelan y reptan, los líquenes y la vida de las llanuras.

—Pero nada que ellos conocieran.

—No. La vida ha evolucionado con nuevas respuestas. La vida empieza de nuevo.

—No tiene mucho con lo que empezar, ¿no es cierto?

—No mucho. Una pregunta que interesa al doctor Bothogi es si a la vida que está empezando aquí le queda tiempo y si la curva de consumo no lleva al fracaso. Pero eso la vida no lo sabe. Nos preocupa mucho la contaminación. Pero nos tememos que es inevitable. Y quién sabe, quizás haya reportado algún beneficio. —La doctora Gothon encendió otro halo con un gesto de la mano. Una estilizada criatura de seis patas correteaba enérgicamente sobre musgo seco, agitando las antenas con frenesí y aparentemente sin ir a ninguna parte.

—Los herederos del mundo. —La angustia heló la médula de Desan.

—Pero cada generación de estas pequeñas criaturas es un éxito sin paliativos. Es una tragedia cuando el último perece, por supuesto, pero no tienen conciencia de ello. La conciencia tardará en aparecer, oh, quinientos millones de años, y entonces, quizá, lo hará, si la estrella no muere; ya va muy avanzada en su secuencia. —Otro holo, la imagen de un desierto, arena en el aire, junto al holo de la masa de algas del estanque—. La vida crea vida. Esa planta que ve está ocupada generando vida. Incorpora, convierte y construye una cadena que permitirá que otros seres se nutran de ella, mientras que ella se reproduce. Es lo que hace la vida. Está ocupada, al azar y sin intención, por supuesto, en crear para sí una manera de salir del planeta.

Desan le dirigió una incómoda mirada interrogativa.

—Oh, sin duda. Biomasa. Productos petroquímicos. Un almacén de eones de energía esperando el uso de una conciencia. Y esa conciencia, si llega, dominará el mundo, porque la percepción del yo es la manera de crear vida más eficaz. Pero la conciencia es peligrosa, lord Desan. Es un ordenador con sus propias percepciones, que hace cálculos por sí mismo, al servicio de esa alga; miles de millones de ordenadores todos funcionando y calculando más y más rápido, ajustándose a sí mismos y a su entorno ecológico, ¿y qué pasa si se produce un minúsculo, un insignificante error de software al principio?

—Usted no cree tal cosa. No nos reduce a eso. —Desan sentía tambalearse su fe; aquella buena mujer no estaba desequilibrada, aquel gran intelecto había sufrido una crisis de fe, eso era; la gran y amable doctora, a su inimaginable edad, se había vuelto cínica, y él combatió su cinismo con sus escasos cincuenta y dos años—. Sin duda, doctora, sin duda esto no es una prueba, esto pudo haber sido a consecuencia de alguna calamidad natural.

—Oh, sí, el impacto del meteorito. —La doctora agitó la mano, haciendo pasar una serie de holos a una cuarta holoplaca, y apareció una vista aérea de un enorme cráter, un cráter tan vasto que la imagen mostraba la curvatura planetaria—. Pero este sistema solar muestra cicatriz tras cicatriz de tales eventos. Un sistema de muchos planetas como este, una estrella bien surtida de fragmentos de rocas en su viaje por la galaxia… Mire todos los cuerpos sin atmósfera, las lunas, considere el número de impactos de meteoritos que los cubren. Dígame, viajero del espacio, ¿no tengo razón?

Desan tomó aliento, aliviado de que le preguntaran sobre su elemento.

—Por supuesto, el sistema es propenso a ese tipo de accidentes.

Pero ese cráter es causa más que suficiente…

—Si cayó cuando aún había sapiencia aquí. Pero este martillazo cayó en un mundo muerto.

Él miró el cráter erosionado, la costra fundida en el impacto, ahora barrida por la arena, prueba clara de su edad.

—Tendrá usted pruebas.

—Estratos. Vasijas. Es irónico, debieron de temer enormemente un suceso así. Parece que debían de estar invadidos por una sensación de catástrofe inminente, quizá por la evidencia de su luna, o porque entendían la mecánica de su sistema solar, o quizás en tiempos primitivos hubo un impacto similar que recordaban. Se puede captar un destello de la mente que miraba desde aquí… lo que pensaba, lo que buscaba.

—¿Cómo podemos saber tal cosa? Siempre superponemos nuestra mente a sus expectativas. —Desan se obligó a callar, avergonzado, aterrorizado. Era casi una herejía. Había estado a punto de cometer una irremediable indiscreción y los lores-magistrados de la estación orbital la oirían a la hora de la cena para su eterno descrédito.

—Estamos en sus tierras, manipulamos sus huesos, nuestras manos de carne sostienen sus cráneos e intentan pensar en su mundo. Estamos aquí, bajo el cielo amenazador. ¿Qué haremos?

—Intentar escapar. Intentar salir de este mundo. Ellos salieron. Los artefactos celestiales…

—La arqueología es mucho más fácil en el espacio. Un millón de años, dos y las cosas todavía brillan. Los documentos se pueden leer. Los colores relucen sin apagarse durante eones cuando sobre ellos incide la luz. Un lado corroído por micropartículas de polvo y el otro tan prístino como el día en que la mano de su creador lo tocó. Me pregunta usted por la antigüedad de estas ruinas. Pero lo sabemos, ¿no es verdad? Sospechamos, en el fondo, a qué edad quedaron en silencio.

—¡No pudo haber pasado entonces!

—Venga conmigo, lord Desan. —Gothon agitó una mano, apagando todos los holos, y siguió caminando, abriendo otra puerta hacia otro pasillo—. Hay mucho que catalogar. Es gran parte del trabajo que se lleva a cabo en esta sala. Son estudiantes, en su mayoría. Restauran lo que pueden; numeran, inventarían. Trabajo de bibliotecario, solo para saber dónde están archivadas las cosas. Dentro de quinientos años más de restauración y documentación intensiva, quizá los conozcamos lo bastante bien para saber algo de sus mentes, aunque quizá nunca encontremos nada de su lenguaje escrito aparte del de los artefactos de la luna. Un lugar de maravillas. Un lugar de maravillas continuas, en el caso de la tarea del doctor Bothogi. Un alga que empieza de nuevo todo el proceso. Quizá no por primera vez… una idea interesante.

—Quiere decir… —Desan dio unos pasos rápidos que resonaron en el estrecho pasillo estéril y alcanzó a la doctora—. Quiere decir que… antes de que los sapientes evolucionaran hubo otras calamidades, otros reinicios.

—Oh, mucho antes. Da escalofríos, ¿no es verdad?, pensar lo increíblemente testaruda que puede ser aquí la vida, lo persistentes que son las calamidades de los cielos… Las algas y las cosas reptantes y la lenta, lenta escalada hasta la posición de dominio…

—¿Sapientes previos?

—Una pregunta interesante de por sí. Pero no hace falta ser sapiente para dominar un mundo, lord Desan. Solo resistente. Solo eficiente. ¿No han probado eso los mundos? La sapiencia superior es una gema escasa. Muchos éxitos acaban siendo callejones sin salida. Aletas, no manos. Falta de aparato vocal: a menos que crea en la telepatía, cosa en la que yo desde luego no creo. No. La vocalización es necesaria. Algún tipo de comunicación a larga distancia. Destellos de luz, sonido, algo. Si no, los individuos hacen descubrimientos en solitario y redescubrimientos y se multiplican los esfuerzos. Incluso contando con una conciencia, concediendo incluso tan raro atributo, cuántas especies hay a las que les falta algo esencial o que tienen algún impedimento que las detiene antes de llegar a la civilización, antes de la tecnología…

—Antes de que abandonen el planeta. Pero ellos lo hicieron, fueron la posibilidad entre un millar. Sin ellos…

—Sin ellos. Sí. —Gothon volvió hacia él sus hermosos y amables ojos y durante un momento él sintió una quietud terrible, como la de la tumba—. Aquí termina la infancia. De uno u otro modo, termina aquí.

Él se quedó sin habla. Se quedó paralizado un momento, con la mente en caída libre; luego parpadeó y siguió a la doctora como un niño, incapaz de hacer otra cosa.

Dejadme descansar —pensó entonces—, olvidemos este principio y este día, dejadme sentar y beber algo caliente para quitarme el frío de la médula y empecemos de nuevo. Quizá podamos empezar con hechos y no con fantasías

Pero no iba a descansar. Temía que en aquel lugar no había posibilidad de descanso, que en cuanto el cuerpo dejara de moverse el peso del cielo descendería, el cielo letal que había traído destrucción durante toda la historia de aquella especie perdida, y la edad de la Tierra se colaría en sus huesos y perseguiría sus sueños como la infinitamente mayor escala de las estrellas no había hecho.

He viajado todos estos años, doctora Gothon, todos los años de mi vida buscando de estrella en estrella. La relatividad nos ha hecho huérfanos. Nuestro mundo la habrá santificado. A mí nunca me conoció. Un cuarto de millón de años… nos habrán olvidado; oh, doctora, sabe mejor que yo cómo envejece un mundo. Ha visto un cuarto de millón de años y ambos somos huérfanos. Yo, continuamente clonado. Usted en su largo sueño, sus clones a la espera en el suyo durante eones… Oh, doctora, la recrearemos. Pero no será realmente usted nunca más. No más de lo que yo soy un Desan-primario. Soy solo el quinto lord-navegante.

Dentro de un cuarto de millón de años nuestra especie habrá evolucionado, y quizás encuentre un transporte más rápido y nos encuentre, a sus precursores de eones atrás. Y no nos reconoceremos, doctora Gothon; ¿cómo podríamos reconocernos, si nos encuentran? Pero no lo han hecho; nos hemos convertido en el frente de onda de una búsqueda que nunca nos alcanza, nunca nos supera.

Dentro de un cuarto de millón de años, ¿habrá caído sobre nosotros una calamidad y será nuestro mundo como este, de ocre y óxido mortal?

Mientras, nosotros somos clones e hijos de clones, fósiles genéticos, anomalías de nuestra gente.

¿Qué son ellos para nosotros y nosotros para ellos? Buscamos a los Antiguos, los creadores de la sonda.

La mente de Desan daba vueltas; por bueno que fuera con los cálculos de tiempo relativo, por acostumbrado que estuviera a las inmensidades estelares, su mente vacilaba y tuvo que luchar para volver al pasillo que recorrían él y la doctora. Apresuró el paso de nuevo y alcanzó a Gothon en la siguiente puerta.

—Doctora —interpuso la mano, deteniéndola, y temió su propia pregunta para no caer él en la herejía con la que intentaba tentarla—. ¿No le cabe duda? Debe de tener alguna duda. Podrían simplemente haber abandonado este mundo tras su calamidad.

De nuevo el impacto de aquellos ojos amables, devastadores.

—Dígame, dígame, lord Desan. En todos sus viajes, en las estrellas cercanas que ha visitado en un siglo de esfuerzo, ¿ha encontrado indicios?

—No. Pero podrían haber ido…

—¿Sin dejar indicios, excepto en su luna?

—Podría haber otros. El equipo que investiga el cuarto planeta…

—No encuentra nada.

—Usted misma dice que tiene que estar sobre el terreno, que tiene que pensar como ellos… Quizás el doctor Ashdot no haya llegado a la colina adecuada, a la llanura correcta…

—Si hay artefactos, hay apenas unos pocos. Le diré por qué lo sé.

Venga, venga conmigo. —Gothon agitó una mano y la puerta se abrió a otro laboratorio más.

Desan avanzó. Hubiese preferido caminar en la letal superficie que cruzar aquella sencilla puerta hacia la respuesta que Gothon le había prometido, pero se dejó llevar por el hábito; el hábito, el deber… la necesidad. Su vida no tenía otro propósito que aquel. No le quedaba ningún otro, lord-navegante, quinta encarnación de Desan Das. Habían enviado a su original sin otro propósito, a su segunda encarnación le quedaba menos y, el tiempo y las sucesivas encarnaciones, le habían despojado de todo lo demás. De modo que avanzó hacia un lugar a la vez demasiado cotidiano y demasiado extraño para ser totalmente sensato; cotidiano porque era estéril como cualquier laboratorio, una estancia bien iluminada con mesas repletas y unos cuantos investigadores, y extraño porque había cientos y cientos de cráneos y huesos apilados en estanterías, amontonados contra la pared, testigos silenciosos. Un esqueleto articulado colgaba de un marco; el esqueleto de un animal pequeño corriendo en macabra rigidez sobre la mesa.

Se detuvo. Miró a su alrededor, perdido un momento ante la mirada de todas aquellas cuencas sin ojos de hueso erosionado.

—Permita que le presente a mis colegas —decía Gothon; Desan registró las palabras tarde y parpadeó confuso mientras Gothon pronunciaba una retahíla de nombres. Bothogi el zoólogo era uno, más joven que el resto, decimoséptima encarnación, derrochando sus años sin mesura: igual que todas las encarnaciones de Bothogi Nan. El resto de los nombres pasó por sus oídos sin dejar huella: completos desconocidos, los verdaderos nacidos, hijos e hijas del viaje. Estaba tan perdido ante sus miradas como ante las de los cráneos, ojos tras los cuales las sombras y el polvo eran la verdad, miradas llenas de secretos y herejías.

Lo conocían a él, pero él a ellos no, ni siquiera a lord Bothogi. Sintió su soledad, la futilidad de sus convicciones perdidas en el polvo y los silencios.

—Kagodte —dijo Gothon a un individuo con la espalda arqueada y orejas blancas—. Kagodte, lord Desan ha venido a ver tu modelo.

—Ah. —Los ancianos ojos se movieron, nerviosos.

—Muéstraselo, por favor, doctor Kagodte.

El jorobado fue hacia la mesa, tendió las manos. Apareció un agujero y Desan parpadeó; había esperado alguna imagen horrible, enfrentarse a una reconstrucción. En vez de eso en el aire se alzaron columnas de palabras azules y verdes. Aparecieron números, se multiplicaron. En su desconcierto se perdió el principio y no consiguió seguirlos.

—No veo…

—Aquí hablamos con estadísticas —dijo Gothon—. Hablamos con datos; vestimos nuestras herejías con fórmulas matemáticas.

Desan se volvió y miró asustado a Gothon.

—No tengo nada que ver con herejías, doctora. Yo trato con datos.

He venido aquí a encontrar datos.

—Siéntese —dijo la amable doctora—. Siéntese, lord Desan. Aparte esos huesos, por favor; a sus propietarios no les importará; así, muy bien.

Desan se dejó caer en un taburete frente a una mesa blanca. Mirando hacia arriba por instinto, atrajo su mirada una piedra colgada de la pared con la imagen borrosa de una cara, erosionada, atenuada por el tiempo…

La yuxtaposición de imagen y huesos le mareó. Los dos cuerpos completos de la placa. La escultura. Las hileras de cráneos descarnados.

Muertos. Un mundo golpeado por meteoros, la vida luchando en sus formas más rudimentarias. Muertos.

—Ah —dijo Gothon. Desan miró alrededor y vio que Gothon también miraba la pared—. Sí. Eso. Encontramos muy pocas esculturas. Unas cuantas que atesoramos. De vez en cuando la caída de una piedra protege una superficie. Confirmación. Así es. Pero los cráneos nos cuentan mucho. Con mediciones y holos podemos ponerles carne. Podemos darles… más vida. ¿Quiere verlo?

Desan movió la boca.

—No. —Una palabra pequeña, una palabra de cobarde—. Más tarde. Esto era un lugar. Todavía no me convence su tesis, doctora, lo lamento.

—El lugar. El mundo de origen. Un mundo de muchas capas. Las últimas capas son ricas en artefactos de una cultura mundial. Luego silencio. Especies extinguidas. Estrato sobre estrato de desolación. Millones de años de registro geológico…

Gothon rodeó la mesa y se sentó en la silla opuesta, con los codos sobre la mesa, unos huesos esparcidos entre ellos. Sus ojos verdes brillaban acuosos, había arrugas en torno a su boca, diminutas grietas, como de barro viejo.

—Las estadísticas, lord Desan, las áridas estadísticas nos lo dicen.

Nos hablan de centros de producción de artefactos como los que tenemos; nos hablan de composiciones, de procesos que los Antiguos conocían, y no hay progreso a materiales avanzados. Ninguno de los materiales que damos por supuestos, metales que hubieran durado…

—Pero quizás encontraron nuevos procesos, materiales que se degradaban completamente. Quizá su almacenamiento de información se hizo en materiales cada vez más perecederos. Quizá desarrollaron esos materiales en el espacio.

—La tecnología tiene etapas. Los números, los números secos y aburridos, la aparición y concentración de objetos, los números y las vasijas, siempre las vasijas, lord Desan; y las piedras inmortales; y los meteoritos, el hecho innegable de los impactos de meteoritos. ¿No podemos nosotros evitar tal calamidad en nuestro mundo? ¿No podríamos hacerlo, oh, medio siglo antes de nuestra partida?

—Estoy seguro de que lo recuerda, doctora Gothon. Estoy seguro de que lo recuerda mejor que yo. Pero…

—Ve usted la evidencia. Quiere aferrarse a sus esperanzas. Pero solo hay una pregunta… no, dos. ¿Es esta la especie que lanzó la sonda? Sí. O bien la evolución y la coincidencia han cooperado prodigiosamente. ¿Es este el único mundo que habitaron? Sin duda alguna. Si hay artefactos en el cuarto planeta están desgastados por sus tormentas, enterrados, perdidos.

—Pero podrían estar ahí.

—No en abundancia. No hay progreso, lord Desan. Esa es la clave.

No hay nada aparte de esas sustancias, esos materiales. Esta no era una civilización espacial. Lanzaron sus lentas sondas sin tripulación, con cámaras sus ojos robot, pero no para nosotros. Siempre lo hemos sabido. Recibimos desechos. Restos de un naufragio en la playa.

—¡Esto ya estaba decidido! —siseó Desan, temblando, rodeado por todos ellos, un creyente solitario entre la tranquila herejía de la habitación—. Doctora Gothon, su puesto es un puesto de confianza, de profunda confianza; le ruego que considere el efecto que tiene…

—¿Me amenaza, lord Desan? ¿Para eso ha venido, para hacerme callar?

Desan miró desesperado a su alrededor, al repentino silencio que se había hecho en la sala. El leve golpeteo de agujas y lancetas se había detenido. Todos los ojos le miraban.

—Por favor —dijo, devolviendo la mirada—. He venido aquí a recopilar datos; esperaba una simple reunión, algunas reuniones de personal… para considerar las cosas con calma.

—Le he perturbado. Se pregunta qué pasaría si los lores-magistrados se pusieran en mi contra. Soy consciente de ser una institución, lord Desan. Recuerdo a Desan Das. Recuerdo el lanzamiento, las cinco naves originales. He despertado a todas sus encarnaciones menos a una. Sin mencionar las numerosas encarnaciones de los lores-magistrados.

—¡No puede dejarlos de lado! Ni siquiera usted. Déjeme que se lo ruegue, doctora Gothon, sea paciente con nosotros.

—No necesita darme lecciones de paciencia, Desan-Cinco.

Se estremeció convulsivamente. A pesar de la sonrisa de Gothon, amable, inofensiva.

—Debe proporcionarme datos, doctora, no comunión mística con el paisaje. Los lores-magistrados aceptan que este es el mundo de origen. Le aseguro que nunca hubieran dedicado tanto tiempo a crear aquí una base si ese no fuera el caso.

—Vamos, mi señor, los sistemas de energía de la sonda, tanto tiempo muertos… ¿para qué eran en realidad, sino para explorar alguna región muy cercana? Incluso la ortodoxia admite eso. ¿Y qué tenían cerca más que su propio sistema solar? Vamos, yo he visto el artefacto original y la tableta original. He tocado ambos con mis manos. Aquello fue una exploración primitiva, diseñada para cruzar su propio sistema solar… para lo que no tenían capacidad.

Desan parpadeó.

—Pero el propósito…

—Ah. El propósito.

—Dice usted que se sitúa en el paisaje y que piensa como ellos.

Muy bien, doctora, use esa habilidad que dice tener. ¿Qué pretendían los Antiguos? ¿Por qué enviaron un mensaje?

Los viejos ojos chispearon, profundos y tranquilos y llenos de dolor.

—Un oráculo, lord Desan. Un mensaje a la oscuridad de su propio futuro, sin propósito, sin objetivo. Sin respuesta. Sin esperanza de respuesta. Conocemos la duración de su viaje. Ocho millones de años. Hablaban al universo en general. Esa sonda partió y ellos quedaron en silencio poco después; la profundidad de este lago de polvo, lord Desan, es de ocho millones doscientos cincuenta mil años.

—No puedo creer eso.

—Hace ocho millones doscientos cincuenta mil años, lord Desan. La calamidad cayó sobre ellos, una calamidad global y completa un siglo, quizás una década después del lanzamiento de la sonda. Quizá la calamidad les vino del cielo; pero, demostrablemente, fue atómica y de su propia cosecha. Estaban en esa etapa tan delicada. Y la destrucción de los grandes centros de población es catastrófica y solo aparece en un nivel. Destrucción centrada en lugares densamente poblados. Elementos traza. Eso es lo que dicen las estadísticas. Atómicas, lord Desan.

—¡No puedo aceptar eso!

—Dígame, viajero espacial, ¿entiende los mecanismos del clima?

Lo que podían hacer los impactos de meteorito podía hacerlo también el polvo levantado por las bombas atómicas, con la misma eficacia. Olvidemos la radiación que por sí sola habría matado a millones; olvidemos la destrucción de los centros de gobierno: hablamos de una catástrofe global, del oscurecimiento del sol por el polvo, de océanos y lagos llenos de fotosintetizadores moribundos por un invierno sin sol, del fin de la cadena trófica desde la base…

—¡No tiene pruebas!

—La universalidad, la ruina de los centros de población. Se puede argumentar si tenían o no la capacidad de prevenir el impacto de un meteorito. Eso es debatible. Pero no me cabe duda alguna de que la destrucción simultánea de los centros de población apunta a las bombas atómicas. Las estadísticas, las vasijas y los fríos números, lord Desan, nos llevan a esa respuesta. La pregunta ha sido contestada. No hubo descendientes, nadie escapó del mundo. Sé destruyeron a sí mismos antes de que el meteorito impactara.

Desan apoyó la boca en las manos unidas. Miró a la doctora, indefenso.

—Una mentira. ¿Es eso lo que dice, que buscábamos una mentira?

—¿Es culpa suya que les necesitáramos tanto?

Desan se levantó y permaneció en pie con un esfuerzo titánico.

Gothon le miraba sentada con aquellos terribles ojos oscuros.

—¿Qué hará, lord-navegante? ¿Silenciarme? La vieja se ha acabado volviendo difícil: ¿despertará a mi clan por fin, le dirá… lo que los lores-magistrados elijan que se le diga? —Gothon movió una mano indicando el personal, la docena de ojos vivos entre los muertos—. ¿A Bothogi también, a los que tengamos clones?, ¿y qué pasará con el resto del personal? ¿Qué hará falta para hacernos callar a todos?

Desan miró a su alrededor, temblando.

—Doctora Gothon… —Apoyó las manos en la mesa para mirarla—. Se equivoca conmigo. Se equivoca conmigo por completo. Los lores-magistrados podrán tener la estación, pero yo tengo las naves, yo, yo y mi personal. No propongo tal cosa. He vuelto a casa.

—La desacostumbrada palabra se atascó en su garganta; la consideró, la sopesó, la aceptó al menos en el plano emocional. —He vuelto a casa, doctora Gothon, tras cien años de búsqueda, para encontrarme con este argumento y esta disensión.

—Formularán cargos de herejía…

—No se atreverán a formularlos contra usted. —Soltó una carcajada amarga—. Contra usted no tienen nada que hacer y usted lo sabe bien, doctora Gothon.

—Contra su violencia, lord-navegante, no tengo defensa alguna.

—Sí que la tiene —dijo el doctor Bothogi.

Desan se volvió, echó un vistazo a la dura mirada en los ojos verdes de Bothogi y luego a la más dura piedra que empuñaba. Se volvió de nuevo, bruscamente, las manos sobre la mesa, abandonando la defensa de su espalda.

—¡Doctora Gothon! ¡Se lo ruego! ¡Soy su amigo!

—En cuanto a mí —dijo la doctora Gothon—, no ofrecería resistencia alguna. Pero, como usted dice, no tienen nada que hacer contra mí. De modo que debe ser una catástrofe general; los lores-magistrados deben silenciar a todo el mundo, ¿no? No puede quedar nada en esta base. Quizás hayan liberado un asteroide o dos y los hayan puesto en curso de colisión. Achacándolo a un accidente de minería, quizá silencien para siempre este pobre y viejo mundo, a mí y al resto de las reliquias. Es siempre más seguro venerar las reliquias perdidas y los muertos distantes, ¿no es así?

—¡Eso es absurdo!

—O quizá se hayan vuelto más impacientes ahora que sus naves están aquí y su juicio ha sido puesto en duda. Ellos tienen bombas atómicas a su alcance, lord-navegante. Pueden inutilizar su lanzadera con fuego de rayos. Pueden simplemente darle la bienvenida a la lista de bajas: un cargo de herejía. Algo sacado de contexto, ¿quién sabe? Después de todo, todos los lores son inmediatamente duplicables, los capitanes están acostumbrados a obedecer a los lores-magistrados, a los pocos que estén despiertos, ¿no tengo razón? Si una institución como yo puede ser amenazada, ¿dónde figura el quinto lord-navegante en sus planes? Y de golpe esos planes se moverán muy deprisa.

Desan parpadeó.

—Doctora Gothon, le aseguro…

—Si usted es mi amigo, lord-navegante, espero que sobreviva. Los robots son suyos, ¿entiende? Sus baterías son suficientes para transmitir información a los IA de la base, y del centro de comunicaciones esa información pasa a los satélites y de los satélites a la estación y a los lores-magistrados. Esta sala está a salvo de su vigilancia. Nos hemos ocupado de eso. No pueden oírle.

—No puedo creer esas acusaciones, no puedo aceptarlo…

—¿Es el asesinato algo tan novedoso?

—¡Entonces venga conmigo! Venga a la lanzadera, nos enfrentaremos a ellos…

—El transporte hasta el puerto es suyo. No lo permitirán. El IA del transporte se resistirá. Los aviones tienen componentes IA. Y quizá nunca lleguemos a las pistas.

—Mi equipaje. Doctora Gothon, mi equipaje… ¡Mi unidad de comunicación! —A Desan se le cayó el alma a los pies cuando se acordó de los robots de servicio—. La tienen ellos.

Gothon sonrió, una sonrisa pequeña, divertida.

—Oh, viajero espacial. Tantos científicos reunidos aquí, ¿y no podríamos haber improvisado una cosa tan sencilla? Tenemos un emisor receptor. Aquí. En esta sala. Rompimos uno. Rompimos otro. Constan como rotos en el registro. ¿Qué es otro trozo de chatarra en este pobre planeta? Pensábamos ponernos en contacto con las naves, llamarle a usted, lord-navegante, cuando volviera. Pero nos ha ahorrado el trabajo. Ha caído sobre nosotros como un rayo. Como los pájaros que usted nunca ha visto, mi señor nacido en el espacio, cerniéndose en picado sobre su presa. ¡Las reuniones, las prisas que debió de inspirar usted en la estación… si los lores-magistrados han planeado lo que tanto sospecho! Le felicito. Pero sabiendo que tenemos un transmisor, con su lanzadera en este mundo, tan vulnerable como este edificio, ¿qué hará usted, lord-navegante, ya que ellos controlan el relé del satélite?

Desan se hundió en su silla. Miró a Gothon.

—Nunca ha planeado matarme. Todo esto… lo manipuló para que me uniera a usted.

—Tenía esa esperanza, sí. Conocí a sus predecesores. También sé de su reputación personal. Es un hombre que quema sus años uno tras otro como si no tuvieran fin. A diferencia de sus predecesores. ¿Qué es usted, lord-navegante? ¿Un fanático? ¿Un hombre obsesionado? ¿Cuál es su postura en este caso?

—¿En qué…? —Su voz sonó ronca y extraña—. ¿En qué está tratando de convertirme, doctora Gothon?

—En nuestro rescatador de los lores-magistrados. En el rescatador de la verdad.

—¡La verdad! —Desan hizo un gesto desesperado—. No la creo, no puedo creerla, y usted me habla de planes tan fantásticos como sus investigaciones e intenta implicarme en sus políticas. Estoy tratando de encontrar la pista de los Antiguos, una pista, un artefacto que nos dirija…

—¿Otra placa?

—Se burla usted. Cualquier cosa. Cualquier indicación de adónde fueron. Y se fueron, doctora. No me convencerá usted con sus estadísticas. Lo imprevisto y lo imprevisible no entran en sus estadísticas.

—De modo que seguirá buscando… lo que nunca encontrará. Servirá a los lores-magistrados. Sin duda cooperarán con usted. Aprobarán su búsqueda y dejarán este mundo… después de la gran catástrofe. Después de la catástrofe que nos aniquilará, a nosotros y todos nuestros archivos. Un asteroide. ¿Quiénes trazan su curso, si no los robots? ¿Quién sabe lo cerca que está en este momento?

—¡La gente sabrá que es un asesinato! ¡No podrán ocultarlo!

—Le digo, lord Desan, que usted está en un lugar y mira a su alrededor y se pregunta: «¿Qué sería natural en este lugar? En este mundo devastado y cubierto de cráteres, en este sistema solar caótico, lleno de escombros, ¿no será más creíble un accidente en la entrada de datos de un minero de asteroides que las atómicas?». Le digo que cuando su lanzadera aterrizó pensábamos que actuaba en nombre de los lores-magistrados, que podía llevar un arma en el equipaje que los robots evitarían detectar deliberadamente. Pero le creo, lord-navegante. Está tan atrapado como nosotros. Con solo un transmisor y un sistema de relés por satélite que controlan ellos. ¿Qué hará? ¿Convencer a los lores-magistrados de que los apoya? ¿Convencerlos de que le apoyen a usted en ese viaje futuro, a cambio de su apoyo ahora? Quizá le escuchen y le dejen partir.

—Lo harán —dijo Desan. Respiró hondo y miró de Gothon a los otros y luego de nuevo a Gothon—. Mi lanzadera es mía. Con mis sistemas robóticas, doctora Gothon. De mi nave y enlazados a ella. Y lo que necesito es ese transmisor. Acójase a mi protección si cree que es tan urgente. Confíe en mí. O no confíe en nada y todos esperaremos aquí y veremos cuál es la verdad.

Gothon se metió la mano en el bolsillo y sacó un curioso objeto de metal. Sonrió. Aparecieron arruguitas en torno a sus ojos.

—Una cosa anticuada, lord-navegante. Decimos «llave» en estos días y queremos decir una cosa completamente diferente, pero yo misma soy una reliquia del pasado, recuérdelo. Confunde totalmente a los robots, Bothogi. Conecta la antena y abre el armario y veamos lo que el lord-navegante y su lanzadera saben hacer.

—¿Le ha oído? —preguntó Bothogi, con la expresión inocente y preocupada de un muchacho en su cara tersa. Todavía tenía la piedra en la mano, como si se le hubiera olvidado. O como si tuviera miedo de los robots. O como si se propusiera usarla si detectaba una traición—. ¿Se está moviendo?

—Te aseguro que se está moviendo —dijo Desan, y apagó el transmisor. Tomó una profunda bocanada de aire, cerró los ojos y vio la lanzadera despegar, una cuña plateada desplegando las alas hacia casa. Mortal si era atacada. No la atacarán, no deben atacarla, nos llamarán cuando sepan que la lanzadera ha despegado y entonces veremos que todo esto es un ridículo malentendido. Y, sin mirar a ningún lado—: Los relevos han partido; nada la detiene y sus defensas son considerables. Los lores-navegantes no somos tontos, ciudadanos: exploramos mundos con nuestras lanzaderas y las queremos de vuelta. —Se volvió y miró a Gothon y al resto del personal—. El mensaje ha salido. Y como soy un hombre prudente… ¿hay suficientes trajes para todo el personal? Recomiendo que vayamos por ellos. Por si hay un accidente.

—La alarma —dijo Gothon de inmediato—. Neoth, haz sonar la alarma. —Y, cuando el interpelado se movió—: La alarma de presión de la cúpula. Eso confundirá a los robots. Todo el personal debe ir por sus trajes de presión; todos los robots a buscar el daño. Estoy de acuerdo en lo de los trajes. Id por ellos.

La alarma saltó, un aullido sobre sus cabezas. Desan miró instintivamente al techo blanco y mudo…

… Oscuridad, oscuridad sobre ellos, donde la lanzadera alcanzaba el delgado límite azul del espacio. La estación ya sabía que algo había ido muy mal. Querrían saber, enviarían una solicitud inmediata al planeta…

El personal había abierto un segundo armario. Sacaron trajes, no uno o dos para una salida de emergencia de la sala hermética, sino un apretado paquete de trajes. El laboratorio parecía un silo de defensa, una fortaleza camuflada que olía a conspiración desde la base, de todo el personal, todos estaban implicados en ella.

Parpadeó cuando le ofrecieron un traje, con los oídos aturdidos por la sirena. Miró a los ojos a Bothogi, que era quien se lo había dado. No habría llamada, no habría solicitud de los lores-magistrados. Empezó a convencerse de ello, por el modo serio y lúcido en que se comportaba aquella gente; no había lunáticos, no había paranoicos. La verdad. Le habían contado la verdad tal como la veían, como la veía toda la base. Y los lores-magistrados la llamaban herejía.

Su corazón latía tranquilo de nuevo. Las cosas volvían a tener sentido. Sus manos encontraron los movimientos familiares, poniéndose el traje, cerrando los sellos.

—Hay un IA en la oficina del controlador —dijo un miembro del personal—. Tengo una llave.

—¿Qué harán? —preguntó un miembro más joven, con un deje de pánico—. ¿Las armas de la estación llegarán hasta aquí?

—Está demasiado alejada para emprender acciones repentinas —dijo Desan—. Demasiado lejos, porque los rayos y los misiles son lentos. —Su corazón se tranquilizó más. El traje lo cubría con una sensación familiar; mundos hostiles y armas: más terreno familiar. Sonrió, no fue una sonrisa agradable, sino una sonrisa de labios extendidos sobre dientes fuertes y largos—. Y una cosa más, joven ciudadano, sus naves son de transporte. Mineras. Las mías son cazadoras. Lamento decir que hemos llevado armas durante los últimos doscientos mil años y que mis tripulaciones conocen su oficio. Si los lores-magistrados atacan la lanzadera cometerán un error. Ayuda a la doctora Gothon.

—Lo tengo, joven lord. —Gothon cerró el sello del cuello—. He manejado estas cosas más tiempo que…

Una explosión resonó a cierta distancia. Gothon miró hacia arriba.

Todo movimiento se detuvo. Y la corriente de aire murió en los conductos.

—El sistema de oxígeno —exclamó Bothogi—. ¡Malditos sean!

—Lo son —dijo Desan fríamente. No se dio prisa. Realizó con cuidado todos los ajustes finales del traje. «Según el protocolo; un ejemplo para los jóvenes: el lord-navegante, jovenzuelos, demuestra su habilidad. Prestad atención»—. Y esa es la respuesta de los lores-magistrados. Necesitamos llegar hasta ese IA y neutralizarlo. Que no cunda el pánico. Supongamos que mi lanzadera ha salido de la atmósfera…

Sobre las nubes grises, el horror de la superficie. Una aguja de plata apuntando al corazón de los lores-magistrados.

Alerta, alerta, aullaría, alerta, alerta, alerta. El mensaje no dependería de satélites, la precedería como una ola poderosa. Tripulantes en el mundo en peligro. Y luego, el código que ningún lord-navegante había esperado transmitir, una serie de números enlazados con sintaxis:

Traición; los lores-magistrados son traidores; ayuda y rescate. Alerta, alerta, alerta…

Un grito angustiado desde un mundo de polvo; un sitio de cráneos; la tumba de la búsqueda.

¡Traición, alerta, alerta, alerta!

Desan no era un hombre violento; nunca se había considerado violento. Era un buscador, un hombre con una misión.

No sabía nada de la certidumbre. Creía en una mujer de un cuarto de millón de años de edad, porque… porque Gothon era Gothon. Gritó traición, desató el caos sabiendo todo el rato que el traidor podía estar a su lado, podía ser aquella mujer de ojos amables, aquella coleccionista de cráneos.

¡Oh Gothon! —le hubiese preguntado de haberse atrevido—: ¿Quién de vosotros miente? Forzar a los lores-magistrados a golpear con la violencia suficiente para condenarse, ¿es eso lo que quieres? En comparación con un cuarto de millón de años de vida, qué son mis cinco encarnaciones: una mera congruencia genética, sin memoria. Soy incapaz de aprehender tu perspectiva.

¿Has planeado esto durante mil años, durante diez mil?

En este lugar, ¿piensas con la mente de criaturas que llevan muertas incluso más tiempo del que tú has vivido? ¿Sostienes sus cráneos y piensas sus pensamientos?

¿Fue deliberado, hace ocho millones de años?

¿Fue, es, horror de horrores, un error por ambas partes?

—Lord Desan —dijo Bothogi, poniéndole una mano en el hombro—. Lord Desan, tenemos una llave maestra. Tenemos armas. Estamos esperando, lord Desan.

Sobre ellos, el holocausto.

Era solo un robot de servicio. No fue consciente de su destrucción.

No como el IA de la base, en la oficina del director, que se había resistido cerrando las puertas y eliminando la atmósfera, para desgracia del director…

—¡Qué tragedia! —dijo Bothogi, de pie junto al pequeño cadáver mellado, en la arena ocre, ante los edificios. El humo se alzaba desde una planta de soporte vital saboteada situada a la derecha de las cúpulas; el aire del mundo había entrado por la brecha de la cúpula central. El primer acto de sabotaje del IA: perforar los muros de plástico—. Microorganismos sueltos en el mundo, ¡idiotas, idiotas arrogantes!

Desan no temía los microorganismos. Temía el transporte IA de ocho ruedas que maniobraba para atacar de nuevo en las dependencias de hibernación. Había sido prudente meterse en una sala cerrada con el resto de los científicos y esperar a que llegara el rescate; pero el IA se lanzaba contra los muros de plástico y blancos vivos lo distraían de los clones durmientes, indefensos: el clan más joven de Gothon; el de Bothogi; los de una docena del personal más antiguo.

Y distraerlo era cada vez más difícil.

Hora tras hora habían esquivado sus cargas, torpes ataques y retiradas en los trajes que dificultaban sus movimientos. Lo habían dañado tanto como habían podido mientras el personal trataba de encontrar una manera de detenerlo; cojeaba con un gran trozo de alambre en torno a su rueda trasera derecha.

—¡Maldita sea! —gritó una joven bióloga cuando el IA maniobró hacia su posición. A este juego jugaban los jóvenes ágiles y un lord-navegante maduro que era el único luchador del grupo.

Esquivar, esquivar y esquivar.

—¡Te atrapará contra la oxiplanta, jovencita! ¡Por aquí! —El corazón de Desan latía con fuerza mientras la joven galopaba en el pesado traje, perdiendo la carrera contra el transporte—. ¡Oh, maldita sea, lo ha adivinado! ¡Bothogi!

Desan asió su lanza-sonda y se adelantó al trote.

—¡Distráelo! —gritó. Una distracción era todo lo que podían esperar.

Se volvió hacia ellos, con un gemido del motor, una flexión serpentina de su cuerpo de metal y una cascada de arena de sus ocho ruedas.

—¡Corra, mi señor! —jadeó Bothogi tras él. Todavía estaba girando; ahora apuntaba hacia ellos y, desde otro ángulo, una figura de blanco lanzó una roca para distraerlo otra vez.

Siguió yendo hacia ellos. El IA. Una inteligencia de ocho ruedas y cuerpo flexible que de pronto había decidido que su comportamiento no era adecuado y había cambiado el programa, rehusando distraerse. Un monstruo de ventanas selladas que seguía cada movimiento que hacían.

Más y más cerca.

—¡Sensores! —gritó Desan, girando en el polvo resbaladizo; perdió pie y lo recobró, aferró su lanza y apuntó al conjunto de sensores de debajo del parabrisas delantero.

¡Plaf! El cielo polvoriento se volvió azul y de pronto estaba de espaldas, patinando en la arena con las grandes ruedas batiendo la arena a uno y otro lado.

¡El traje!, pensó, con el horror de un espacial a la abrasión, mientras a la vez se daba cuenta de que estaba siendo arrastrado debajo del IA y que cada articulación y centro nervioso le latía conmocionado por el alto voltaje de la lanza-sonda.

De pronto todo quedó muy tranquilo, la confusión se detuvo. Yacía aturdido mirando al cielo azul rojizo, y lo veía adornado por un hilo de plata.

Ya vienen —pensó, y se acordó de su clan mayor, durmiendo a sus bien educados veinte años. Un chico guapo. Hablaba con él de vez en cuando—. Pobre chaval, el título es tuyo. Tu predecesor fue un tonto.

Una sombra se movió sobre su cara. Era otra cara dentro de un traje, mirando la suya. Algo pesado se posó en su pecho.

—Quita —dijo.

—¡Está vivo! —gritó la voz de Bothogi—. ¡Doctora Gothon, sigue vivo!

El mundo no mostraba más cicatrices que al principio: flotaba como una esfera en el holotanque junto a su estación de mando. Un gesto de su mano podía mostrarle la oscuridad del espacio; las formas iluminadas de diez naves de caza que acababan de volver del espacio profundo y que volverían a él para continuar la Misión, como esbeltos peces alzándose y hundiéndose de nuevo en un metafórico océano negro. Muchos soles habían brillado sobre sus cascos, pero aquel sol las había visto más que ninguno desde su lanzamiento inicial.

El hogar.

La estación espacial volvía a funcionar. Los cadáveres fueron enviados al sol que la Misión había buscado tanto tiempo. Y el control de la Misión estaba por el momento únicamente en manos del lord-navegante, por la circunstancia sin precedentes de la muerte simultánea de los cinco lores-magistrados. Sus clones aún no habían sido activados para empezar su mayoría de edad.

—Más tarde será el momento de despertar a los nuevos lores-magistrados —decretó Desan—, en algún otro mundo de la búsqueda. Que oigan este suceso como historia.

Cuando pueda manejarlos personalmente, pensó. Miró a Desan Seis, de veinte años, y el joven le devolvió una mirada seria con la cara que Desan había visto en el espejo hacía treinta y dos años de vigilia.

—¿Lord-navegante?

—Despertarás a tu hermano cuando nos hayamos ido de aquí, Seis.

Inmediatamente después. Permaneceré despierto gran parte de este Viaje.

—¿Despierto, señor?

—En efecto. Quiero que pienses en algunas cosas. Hablaré contigo y con Siete.

—¿Sobre los lores-magistrados, señor? Desan alzó las cejas.

—Tú y yo ya nos entendemos bastante bien, Seis. Triunfarás joven.

¿Lamentas haber perdido este tiempo?

—¡No, lord-navegante! ¡Le aseguro que no!

—Buen cerebro. Yo debería saberlo. Ve a tu puesto, Seis. Da las gracias por no tener que lidiar con el nuevo título y, además, con cinco nuevos lores-magistrados y un cisma reciente.

Desan se recostó en su asiento mientras el joven cruzaba el puente y ocupaba un puesto de tripulante, junto al capitán. El lord-navegante era más que un mascarón de proa para comandar las setenta naves de la Misión, con sus capitanes y sus tripulaciones. Que el muchacho practicara su habilidad en aquel terreno. Desan tenía intención de vigilarlo. Se inclinó a un lado con una mueca; la sacudida eléctrica que lo había tumbado entre las ruedas de la IA le había salvado de algo peor que un brazo y una pierna rotos; y el personal médico se había ocupado de ello. Tenía el brazo y la pierna casi curados, con solo un vendaje ligero de protección. También llevaba las costillas apretadamente vendadas y le dolían más que todo el resto.

Con un escaneo habían localizado, efectivamente, tres asteroides errantes, tres rumbos que los ordenadores de la estación, erróneamente, no habían registrado como en trayectoria hacia el planeta… hasta que el personal de las naves empezó a efectuar sus propias observaciones. Los asteroides fueron desviados.

Bajas. Destrucción. Luchas internas en la Misión. La culpabilidad de los lores-magistrados era completa y estaba más allá de cualquier duda.

—Lord-navegante —dijo el oficial de comunicaciones—. La doctora Gothon le devuelve su llamada.

Adiós —le había dicho a Gothon—. No acepto su veredicto, pero dedicaré mis energías a perseguir el mío y permitiré que cualquiera que lo desee vaya a residir a la estación. Hay algunos voluntarios; no digo que los entienda. Pero puede confiar en ellos. Puede confiar en que los lores-magistrados han aprendido una lección. Yo se la he enseñado. Ningún miembro de esta misión verá sus opiniones censuradas mientras mi influencia persista. Y me aseguraré de ello. Duerma de nuevo y ojalá podamos vernos una vez más en nuestras vidas.

—Lo recibiré —dijo Desan, complacido y nervioso a la vez por recibir respuesta de Gothon; activó el control de comunicación. La electrónica de la nave tocó su oído, implantada para mayor comodidad. Oyó el habitual pitido y la charla de los protocolos mecánicos de comunicación, y luego la voz tranquila de Gothon.

—Lord-navegante.

—La escucho, doctora.

—Gracias por el sentimiento. Yo también le deseo bien. Le deseo lo mejor.

La placa estaba montada frente a él, sobre la consola. Millones de años atrás una pequeña sonda había salido de aquel mundo con el original. Dos alienígenas de pie, desnudos, uno con la mano alzada. Una serie de diagramas que, aunque parcialmente borrados, habían servido para guiar la Misión a lo largo de los siglos. Una sonda portadora de un mensaje. Cámaras muertas hacía siglos e instrumentos sencillos.

Saludos, extraño. Venimos de este lugar, de este sistema estelar. Mira, la mano, el apéndice de un constructor: esto tendremos en común.

Los diagramas: tenemos conocimientos; no os tememos, extraños que leéis esto, quienesquiera que seáis.

Sabios tontos.

Una vez, hacía mucho, otros tontos habían salido a su encuentro por un vasto desierto de estrellas. Tontos que habían necesitado desesperadamente pruebas, hacía un cuarto de millón de años, de que no estaban solos. Habían encontrado un artefacto alienígena cubierto de polvo, hacía muchísimo tiempo, solitario y a la deriva.

Hola, decía.

Los fabricantes, los pacíficos Antiguos, se habían convertido en leyenda. Se convirtieron en propósito, en inspiración.

El imperativo y obsesivo por qué que había salvado a una especie, que la había apartado de la guerra, le había dado las estrellas.

—Lo digo muy en serio, espero que descanse, doctora; guarde algunos años para los que aún no han nacido.

—Mi clon mayor está despierta. He perdido mis ilusiones de inmortalidad, lord-navegante. Pero ella confía en conocerle.

—Aún podría abandonar ese mundo y venir con nosotros, doctora.

—¿A buscar un mito?

—No es un mito. Nunca estaremos de acuerdo en eso. Doctora, doctora, ¿qué bien puede hacer su presencia ahí? ¿Qué pasa si tiene razón? Es un callejón sin salida. ¿Qué pasa si yo me equivoco? Nunca dejaré de buscar. Yo nunca lo sabré.

—Pero conocemos a sus descendientes, lord-navegante. Nosotros. Somos nosotros. Hemos esparcido su leyenda de estrella en estrella, se han convertido en una fábula. Los Antiguos. Los Pioneros. Un centenar de civilizaciones han adoptado el mito. Un centenar de civilizaciones han incorporado esa creencia durante su existencia y han engendrado otras civilizaciones que contarán su historia. ¿Qué pasará si los encuentra? ¿Los reconocerá, reconocerá lo que la evolución haya hecho de ellos? Quizá ya los hayamos encontrado, en alguno de los mundos que hemos visitado, y no los reconocimos.

Era ironía. Amable buen humor.

—Quizás, entonces —dijo Desan, a su vez—, descubriremos que la pista nos lleva de vuelta a casa. Quizá seamos sus hijos, ocho millones doscientos cincuenta mil años alejados.

—Oh, creadores de mitos. Haz tu trabajo, viajero estelar. Enreda la madeja con leyendas. Enseña fábulas a las especies que encuentres. Ilumina con ellas el universo. Tengo fe en ti. ¿Sabes?, este mundo es todo lo que vine a encontrar pero tú, hijo del viaje, tú has de tener más. Para ti el viaje es la Misión. Adiós. Ve en paz. Nada es una calamidad completa. La ecuación aquí ha cambiado por la multitud de microorganismos que han sido liberados; Bothogi ha dejado de lamentarse y ha empezado a pensar de manera completamente diferente sobre el asunto. Sus estanques de algas podrían producir otra especie esta vez, el cambio de una proteína aquí y allá en la cadena genética… ¿quién sabe lo que producirá? Un software diferente esta vez, quizá. Buen viaje, lord-navegante. Busca a tus Antiguos bajo otros soles. Nosotros esperaremos a sus descendientes aquí, bajo este.