Combate aéreo
WILLIAM GIBSON y MICHAEL SWANWICK
(julio de 1985)

William Gibson empezó a publicar en 1977, pero se ganó su reputación con su primera novela, Neuromante, que apareció en 1984, que desde entonces ha adquirido fama de ser una obra revolucionaria en la ciencia ficción contemporánea. El libro, que ganó los premios Hugo, Nebula y Philip K. Dick, se convirtió en la biblia del movimiento ciberpunk. Es una importante novela innovadora que se filtró hasta la cultura popular en la que muchos de los conceptos que examinaba —el ciberespacio, la realidad virtual, Internet, los delitos informáticos, la inteligencia artificial— estaban pasando de la fantasía especulativa a la realidad irrefutable. Fusión entre la novela de detectives y la historia de ciencia ficción más moderna, Neuromante y dos continuaciones de la misma que forman una trilogía temática —Conde cero y Mona Lisa acelerada— recorrieron los territorios inexplorados hasta ese momento de la tecnología informática y las telecomunicaciones avanzadas. Popularizó el concepto de «enchufarse» para conectar directamente el cerebro con la red neuronal de un sistema informático. El interfaz humano/máquina que imaginaba, aunque basado en temas tradicionales de la ciencia ficción, constituyó un giro conceptual que obligó a la perspectiva tradicional de la ciencia ficción, que miraba hacia el exterior, a mirar hacia el interior. La compleja y a menudo inescrutable realidad que extrapola es una en la que los tradicionales límites culturales y geográficos se han desintegrado y han sido reconstruidos por el uso y abuso de los datos informáticos. La subcultura hacker domina el mundo de esas novelas, y sus miembros, a menudo criminales, tienen el estatus de héroes fuera de la ley. Las novelas son también memorables por su estilo trepidante, que actualiza la experimentación estilística del movimiento de la Nueva Ola con tecnojerga contemporánea, cortes narrativos y características del vídeo y el entretenimiento informático. El impacto de la tecnología informática ha sido tan ineludible en el resto de la ficción de Gibson como en el mundo moderno. The Difference Engine, que escribió en colaboración con Bruce Sterling, es una aclamada novela steampunk que describe el mundo tal como podría haber sido si los trabajos iniciales de Charles Babbage sobre ordenadores hubiesen arraigado en la Inglaterra victoriana. Sus novelas Luz virtual, Idoru y All Tomorrow’s Parties comparten personajes y exploran gran variedad de temas informáticos, como la nanotecnología, las personalidades informáticas y los «puntos nodales» o inestabilidades en el flujo de datos, augurios de acontecimientos transformadores de la historia. Los relatos cortos de Gibson se han recopilado en Quemando Cromo, que incluye «Johnny Mnemonic», en el cual está basada la película de Robert Longo del mismo título.

Michael Swanwick se reveló como uno de lo asombrosos nuevos talentos de la ciencia ficción en los años ochenta, al principio con la publicación de sus cuentos, extremadamente polifacéticos y sugerentes, influenciados por el posmodernismo literario y las tradiciones de la fantasía y la ciencia ficción. Sus mejores historias se han recopilado en Gravity’s Angels y Tales of Old Earth, que incluye el ganador del Hugo «The Very Pulse of the Machine». Su trabajo como novelista es igualmente poco convencional; va desde el ciberpunk hasta la fantasía heroica y se centra en la relación entre la nueva ciencia y las viejas estructuras sociales para dar forma a la civilización y al individuo. Su primera novela, En la deriva, está ambientada en una América postapocalíptica donde la catástrofe nuclear crea una sociedad fragmentada que lucha por estabilizarse. Vacuum Flowers, Griffin’s Egg y la ganadora del Nebula La estación de las mareas son exploraciones del impacto de desastres naturales catastróficos y acontecimientos sociopolíticos sobre las sociedades humanas establecidas en mundos alienígenas y que se han alejado de la influencia del planeta madre. Swanwick también ha escrito Jack Faust, una versión moderna del tema de Fausto, y The Iron Dragon’s Daughter, una fantasía épica de alta tecnología. Es autor de varios ensayos provocadores y controvertidos sobre el arte de la fantasía y la ciencia ficción, varios de los cuales se han recopilado en A Geography of Unknown Lands y The Postmodern Archipelago. También ganó el premio Theodore Sturgeon Memorial.

Tenía la intención de seguir adelante, hasta Florida. Trabajar para pagar el pasaje en un transporte de armas, quizás acabar reclutado en algún ejército rebelde de mala muerte en la zona de guerra. O quizá, con aquel billete que era válido mientras siguiese a bordo, simplemente no bajara nunca: el Holandés Errante de Greyhound. Le sonrió a su pálido reflejo en el vidrio frío y manchado mientras las luces del centro de Norfolk pasaban de largo. El bus traqueteaba sobre amortiguadores cansados mientras el chofer le hacía doblar la última esquina. Se estremeció cuando se detuvo en la terminal, una zona de cemento iluminado de color gris como el patio de ejercicios de una cárcel. Pero Deke ya se veía morir de hambre, quizás en una tormenta de nieve en Oswego, con la mejilla contra la misma ventanilla de bus; murmurando por lo bajo, un anciano vestido con un mono gastado barrería sus restos en la siguiente parada. Fuera como fuese, decidió, le importaba una mierda. Solo que las piernas ya se le habían dormido. Y el chofer gritó que la parada duraría veinte minutos: estación Tidewater, Virginia. Era un viejo edificio de ladrillos de ceniza, con dos entradas para cada baño, una reliquia del siglo anterior.

Con las piernas como de madera, hizo un intento poco entusiasta de robar la calderilla del mostrador, pero la muchacha negra que había detrás estaba atenta protegiendo el contenido escaso de la caja de vidrio como si su culo dependiese de ello. Probablemente así es, pensó Deke, alejándose. Junto a los lavabos, una puerta abierta rezaba: JUEGOS. La palabra parpadeaba débilmente sobre plástico biofluorescente. Vio una multitud de los coceadores locales reunidos alrededor de una mesa de billar. Sin objetivo, con el aburrimiento siguiéndole como una nube, metió la cabeza. Vio un biplano con alas no mayores que su pulgar convertirse en una brillante flor naranja de llamas. Girando, soltando humo, se desvaneció en cuanto dio contra el campo de fieltro verde de la mesa.

—Eso es, Tiny —aulló un coceador—, ¡dale al joputa!

—Eh —dijo Deke—. ¿De qué va esto?

El coceador más cercano era un poste con una gorra de red.

—Tiny está defendiendo la Max —dijo, sin apartar los ojos de la mesa.

—¿Oh, sí? ¿Qué es eso? —Pero mientras preguntaba lo vio: una medalla de esmalte azul con la forma de una cruz de Malta, con el eslogan Pour le Mérite dividido entre los brazos.

La Max Azul descansaba en el borde de la mesa, directamente delante de una masa inmensa y completamente inmóvil encajada en una silla de metal cromado con aspecto de ser bastante frágil. La camisa de trabajo caqui del hombre hubiese colgado de Deke como los pliegues de una vela, pero estaba tan tensa sobre aquel torso hinchado que los botones amenazaban con saltar en cualquier momento. Deke pensó en los soldados sureños que había visto de camino; en aquellos extraños cuerpos de vientre pesado en equilibrio sobre unas piernas tan delgadas que parecían prestadas de otro. Tiny hubiese tenido ese aspecto de haberse levantado pero a mayor escala: a los vaqueros les haría falta una cintura de acero para soportar todos esos kilos de barriga hinchada. Si Tiny hubiese podido ponerse en pie… porque Deke se había dado cuenta de que la estructura reluciente era en realidad una silla de ruedas. Había algo inquietantemente infantil en el rostro del hombre, indicios horrorosos de juventud y belleza en rasgos casi completamente enterrados entre pliegues y carrillos. Avergonzado, Deke apartó la vista. El otro hombre, el situado al otro lado de la mesa, tenía unas patillas prominentes y una boca delgada. Parecía estar intentando empujar algo con el poder de la vista, las arrugas de la concentración extendiéndose desde los ojos…

—¿Estás tonto o qué? —El hombre de la gorra se volvió, apreciando por primera vez la vestimenta indoproletaria de Deke, las cadenas metálicas de sus muñecas—. ¿Por qué no sacas el culo de aquí, cabrón? Nadie quiere a los de tu calaña por aquí. —Se giró para volver a prestar atención al combate aéreo.

Se realizaron apuestas, se cubrieron. Los coceadores producían pasta dura, la pasta antigua, los dólares con la efigie de la libertad y monedas de Roosevelt sacadas de tiendas de numismática, mientras que los apostadores más precavidos ponían antiguos dólares de papel forrados de plástico transparente. De la niebla surgió un trío de aviones rojos, volando en formación. Fokkers D VII. La sala guardó silencio. Los Fokkers se inclinaron majestuosos bajo el orbe solar de una lámpara de doscientos vatios.

El Spad azul surgió de la nada. De cerca le siguieron otros dos descendiendo del techo en sombras. Los coceadores soltaron un juramento y uno rio. La formación se dividió. Un Fokker descendió casi hasta el fieltro, sin perder al Spad que llevaba a la cola. Frenéticamente, voló en zigzag sobre la planicie verde, pero sin éxito. Al final se elevó, seguido de cerca por el enemigo, con el morro demasiado alto… y entró en barrena, demasiado bajo para elevarse a tiempo.

Se recogió una pila de monedas.

Los Fokkers ya estaban en inferioridad numérica. Uno tenía dos Spads a la cola. Una línea delgada de balas le atravesó la carlinga. El Fokker giró a la derecha para ejecutar una maniobra Immelmann y quedó detrás de sus perseguidores, y el biplano cayó, rebotando.

—¡Así se hace Tiny! —Los coceadores se acercaron más a la mesa.

Deke estaba paralizado de asombro. Era como nacer otra vez.

La Parada de Camiones de Frank estaba a tres kilómetros de la ciudad, en la ruta de Solo Vehículos Comerciales. Deke lo había fichado, solo por costumbre, desde el bus, antes de llegar. Regresó entre el tráfico y los quitamiedos de cemento. Cada vez que pasaba corriendo un camión articulado, un enorme trasto de ocho segmentos, el impulso del aire amenazaba con echarlo de la carretera. Las paradas de la SVC eran lugares fáciles. Cuando entró en la de Frank nadie puso en duda que hubiese llegado en un camión grande y pudo repasar la tienda de regalos sin darse ninguna prisa. El expositor con las obleas de wetware de proyección estaba situado entre un montón de camisas vaqueras de fabricación coreana y una muestra de guardabarros Fuzz Buster. Sobre el expositor, un par de dragones orientales se retorcía en el aire, ya fuese luchando o follando, no lo tenía claro. El juego que quería estaba allí: una oblea llamada SPADS & FOKKERS. Le llevó tres segundos agenciársela y menos tiempo aún pasar el imán —que los polis de D. C. no se habían molestado en confiscarle— por la banda de seguridad universal.

De camino a la salida, se hizo con dos unidades de programación y un pequeño facilitador/control remoto Batang que parecía un audífono antiguo.

Escogió un apeadero al azar y le puso al agente de alquiler la excusa que usaba desde que le habían retirado los derechos de beneficencia. Nadie lo comprobaba; el estado se limitaba a contar habitaciones ocupadas y pagaba.

El cubículo olía un poco a orina y alguien había garabateado Frente de Liberación de Anarquía Dura en las paredes. Deke empujó la basura a una esquina, se sentó dando la espalda a la pared y abrió el paquete de la oblea.

Contenía una hoja de instrucciones doblada con diagramas de giros, bucles y maniobras, un tubo de pasta salina y una lista informática de especificaciones operacionales aparte de la oblea en sí, de plástico blanco con un logotipo y un biplano azul en una cara y uno rojo en la otra. La giró una y otra vez: SPADS & FOKKERS, FOKKERS & SPADS. Rojo o azul. Se ajustó el Batang tras la oreja después de cubrir la superficie inductora con la pasta, insertó la cinta de fibróptica en el programador y lo enchufó a la toma de la pared. Luego metió la oblea en el programador. Era una unidad barata, de Indonesia, y la base del cráneo le zumbó de forma molesta mientras se ejecutaba el programa. Pero al acabar, un Spad azul cielo se movió inquieto por el aire a pocos centímetros de su cara. Era muy real. Poseía la extraña vida interior que a menudo poseen las maquetas fantásticamente detalladas de los museos, pero mantener su existencia exigía toda su concentración. Si dejaba de prestar atención, si perdía la concentración, se convertía en una mancha borrosa y patética.

Practicó hasta que se agotaron las baterías de la unidad de la oreja, luego se echó contra la pared y se quedó dormido. Soñó con volar en un universo compuesto exclusivamente de nubes blancas y cielos azules, sin arriba ni abajo, y sin campos verdes en los que estrellarse.

Se despertó con el olor de los pastelitos de krill friéndose y se retorció de hambre. Tampoco tenía dinero. Bien, había muchos estudiantes en el apeadero. A alguno le interesaría pillar una unidad de programación. Salió al pasillo con la unidad que le sobraba. A corta distancia había una puerta con un póster que decía: HAY UN UNIVERSO IMPRESIONANTE JUSTO AQUÍ AL LADO. Debajo, un campo de estrella con un montón de pastillas multicolores arrancado de un anuncio de una empresa farmacéutica, pegado sobre una imagen inspiradora de la «colonia espacial» que estaba en construcción desde antes de que él naciese. VAMOS, decía el póster, debajo del hipnótico montaje.

Llamó. La puerta se abrió. La cadena de seguridad le dejó ver una franja de cinco centímetros de la cara de una mujer.

—¿Sí?

—Vas a pensar que es robado. —Se pasó el programador de una mano a la otra—. Lo digo porque está nuevo, prácticamente sin usar, y todavía tiene el código de barras. Pero escucha, no voy a discutir. No. Voy a dejar que te lo quedes por solo la mitad de lo que pagarías en cualquier sitio.

—Eh, guay, ¿en serio, no es broma? —La fracción visible de la boca se retorció en una extraña sonrisa. Tendió la mano con la palma hacia arriba, no del todo cerrada, a la altura de la barbilla.

—¡Mira aquí!

Tenía un agujero en la mano, un túnel negro que le llegaba hasta el brazo. Dos pequeñas luces rojas. Ojos de rata. Saltaron hacia él… creciendo, reluciendo. Algo gris corrió y le saltó a la cara.

Gritó, protegiéndose con las manos. Cayó, agitando las piernas y el programador se destrozó en el suelo.

Los fragmentos de silicio se esparcieron mientras él se agitaba agarrándose la cabeza. Le dolía, le dolía… dolía de verdad.

—¡Oh, Dios mío! —Las cerraduras se abrieron y la chica se le puso encima—. Vamos, escucha, pasa. —Le tendió una toalla de manos azul—. Agarra esto y te ayudaré a ponerte en pie.

Él la miró a través de un velo de lágrimas. Estudiante. Con aspecto de estar bien alimentada, la camiseta demasiado grande, dientes tan rectos y blancos que hubiese podido usarlos como aval para pedir un crédito. Una delgada cadena dorada alrededor de un tobillo (recubierto, comprobó, de un vello fino como el de un bebé). Un corte de pelo irregular de estilo japonés. Dinero.

—Eso iba a ser mi cena —dijo él, con tristeza. Agarró la toalla y dejó que le pusiese en pie.

Ella sonrió, pero se apartó de él con habilidad.

—Deja que te compense —dijo—. ¿Quieres comida? No ha sido más que una proyección, ¿vale?

La siguió al interior, cauteloso como un animal entrando en una trampa.

—Mierda de cojones —dijo Deke—, esto es queso de verdad… —Estaba sentado en un sofá raído, encajado entre un osito de peluche de metro veinte y un montón inestable de discos blandos. La estancia estaba totalmente llena de libros, ropa y papeles. Pero la comida que le sirvió, queso Gouda, carne en lata y galletitas de trigo de invernadero, salía directamente de las Mil y una noches.

—Eh —dijo ella—. Sé cómo tratar a un chico proleta, ¿eh? —Se llamaba Nance Bettendorf. Tenía diecisiete años. Sus dos padres tenían trabajo, avariciosos de mierda, y ella estudiaba ingeniería en William y Mary. Sacaba las mejores notas, excepto en inglés—. Supongo que las ratas te dan miedo. ¿Tienes fobia a las ratas?

Él miró de reojo la cama. En realidad no se veía; no era más que un bulto en la cubierta del suelo.

—No es eso. Simplemente me ha recordado otra cosa, nada más.

—¿Como qué? —Se agachó frente a él, con la enorme camiseta cabalgando los suaves muslos.

—Bueno… ¿Has visto alguna vez el… —levantó la voz involuntariamente y soltó rápidamente las palabras— monumento a Washington? ¿De noche? Tiene dos lucecitas… rojas en lo alto, para avisar a los aviones o algo así, y yo, y yo… —Se echó a temblar.

—¿Le tienes miedo al monumento a Washington? —Nance dio un salto y rodó por el suelo muerta de la risa, agitando las largas piernas bronceadas. Llevaba la parte de abajo de un biquini carmesí.

—Preferiría morir a tener que volver a verlo —dijo con voz neutra.

Ella dejó de reír, se sentó y estudió su cara. Con los dientes parejos y blancos se mordía el labio inferior, como si fuese a sacar un tema que no le apetecía. Al final se decidió.

—¿Cerrojo cerebral?

Sí —dijo amargamente—. Me dijeron que jamás volviese a D. C. Y luego los cabrones se echaron a reír.

—¿Por qué te arrestaron?

—Soy ladrón. —No pensaba decirle que los cargos eran en realidad por hurtos menores en tiendas.

—Muchos viejos piratas informáticos se pasaron la vida programando máquinas. ¿Y sabes una cosa? El cerebro humano no se parece a un puto ordenador, en nada. Simplemente no se programan de la misma forma.

Deke conocía aquel grito desgarrado, aquella desesperada culpa, aquella larga cháchara sin fin que el solitario le suelta al oyente ocasional; lo conocía por un centenar de noches frías y vacías pasadas en compañía de desconocidos. Nance estaba completamente inmersa en lo que decía, y Deke, asintiendo y bostezando, se preguntaba si podría mantenerse despierto cuando llegasen al fin a la cama.

—Yo misma fabriqué esa proyección que te lancé —dijo, abrazándose las rodillas bajo la barbilla—. Es para los ladrones, ya sabes. Resulta que la llevaba encima y te la lancé porque me pareció gracioso que intentases venderme esa mierda de programador indojavanés. —Se echó hacia delante y le volvió a ofrecer la mano—. Mira aquí. —Deke se estremeció—. No, no, no pasa nada, lo juro, esto es diferente. —Abrió la mano.

Una única llama azul bailaba, perfecta y siempre cambiante.

—Mira —se maravilló ella—. Simplemente mira. Lo programé yo. Tampoco es una de esas animaciones cutres de siete imágenes. Es un bucle continuo de dos horas, siete mil doscientos segundos durante los que no se repite nunca, ¡cada instante tan diferente como un puto copo de nieve!

El núcleo de la llama era un cristal glacial, fogonazos de fragmentos y facetas que giraban y desaparecían dejando atrás imágenes casi subliminales tan brillantes y nítidas que dolía mirarlas. Deke hizo una mueca. De gente en su mayoría. Personitas desnudas, follando.

—¿Cómo demonios lo has hecho?

Se puso en pie, pisando las revistas con los pies desnudos y, melodramática, sacó pliegues de papel de impresora de un estante de contrachapado. Él vio una hilera de pequeñas consolas, austeras y con aspecto de salir caras. Fabricadas a medida.

—El material que tengo aquí es de verdad. Facilitadores de imágenes. Aquí está mi módulo de conmutación de fase. Este es mi analizador funcional de mapa cerebral uno a uno. —Recitaba los nombres como una letanía—. Estabilizador de parpadeo cuántico. Divisor de programa. Ensamblador de imagen…

—¿Necesitas todo eso para crear una pequeña llama?

—Vaya que sí. Todo esto es material de última generación, son aparatos para proyecciones profesionales. Está años por delante de cualquier cosa que hayas visto.

—Eh —dijo—, ¿sabes algo sobre SPADS & FOKKERS?

Ella rio. Y luego, porque le parecía que era el momento adecuado, él le agarró la mano.

—No me toques, hijo de puta, ¡jamás me toques! —gritó Nance, y golpeó la pared con la cabeza al echarse atrás, pálida y estremecida de horror.

—¡Vale! —Él alzó las manos—. ¡Vale! No me acercaré a ti. ¿Vale?

Ella se alejó todo lo posible. Tenía los ojos muy abiertos y no parpadeaba; había lágrimas recorriéndole las mejillas. Al final, negó con la cabeza.

—Eh, Deke. Lo lamento. Debería habértelo dicho.

—¿Decirme qué? —Pero tenía la desagradable sensación de que ya lo sabía. La forma en que se agarraba la cabeza. La forma ligeramente espasmódica en que abría y cerraba las manos—. Tú también tienes un cerrojo cerebral.

—Sí. —Cerró los ojos—. Es un cerrojo de castidad. Los gilipollas de mis padres lo pagaron. Por tanto, no puedo soportar que nadie me toque o se me acerque mucho. —Abrió los ojos, llenos de un odio ciego—. Ni siquiera hice nada. Nada en absoluto. Pero los dos tienen trabajo y están tan deseosos de que yo tenga una carrera que no pueden ni mear recto. Temen que me olvide de los estudios si, ya sabes, me dedico al sexo y demás. El día en que se abra el cerrojo cerebral voy a follarme al más vil, grasiento, peludo…

Volvía a agarrarse la cabeza. Deke se puso en pie de un salto y rebuscó en el armarito de las medicinas. Encontró un frasco de vitamina B, se guardó algunas grageas, por si acaso, y le llevó dos a Nance con un vaso de agua.

—Toma. —Tuvo cuidado de mantenerse a distancia—. Esto aliviará lo peor.

—Sí, sí —dijo. Luego, casi hablando consigo misma—: Debes de pensar que soy una imbécil.

La sala de juegos de la estación Greyhound estaba casi vacía. Un solitario chico de catorce años y mandíbula prominente estaba inclinado sobre una consola, maniobrando flotas multicolores de submarinos en la sucia rejilla del Atlántico norte.

Deke entró, ataviado con su nueva prenda coceadora, y se apoyó en una pared de ladrillo suavizada por incontables capas de esmalte verde. Se había quitado el tinte de pelo de chico proleta, había pillado vaqueros y camiseta en una tienda de beneficencia y encontrado un par de botas en el vestuario de la sauna de un apeadero con seguridad de segunda.

—Has visto a Tiny, ¿amigo?

Los submarinos se movían disparados como peces arco iris.

—Depende de quién lo pregunte.

Deke se tocó el control que llevaba tras la oreja izquierda. El Spad se extendió sobre la consola, rápido y delicado como una libélula. Era hermoso; tan perfecto, tan real que hacía que la habitación pareciese una ilusión. Rozó la rejilla, a milímetros del vidrio, aprovechándose del efecto programado de suelo.

El chico ni siquiera se molestó en alzar la vista.

—En Jackman’s —dijo—. Bajando por Richmond, junto a la tienda de excedentes.

Deke dejó que el Spad se desvaneciese en mitad de un ascenso.

Jackman’s ocupaba la mayor parte del tercer piso de un viejo edificio de ladrillo. Deke encontró primero la tienda Best Buy de excedentes de guerra, luego una señal de neón rota sobre un vestíbulo sin iluminación. La acera de enfrente estaba salpicada de otro tipo de excedentes: veteranos tullidos, algunos incluso de la guerra de Indochina. Ancianos que se habían dejado los ojos bajo el sol asiático sentados junto a chicos temblorosos que habían inhalado micotoxinas en Chile. Deke se alegró cuando las castigadas puertas del ascensor se cerraron.

Un viejo reloj de una marca de refrescos, colocado al otro extremo de una sala larga y espectral, le dijo que eran las ocho menos cuarto. Jackman’s había sido embalsamado veinte años antes de que él naciese, sellado con una capa amarillenta de nicotina, betún y brillantina. Directamente bajo el reloj, los ojos inexpresivos del caballo ganador del abuelo de alguien llamado Buck miraban a Deke desde una instantánea enmarcada y ampliada que había adquirido un bonito tono sepia ala de cucaracha. Se oía el golpeteo y el susurro de las bolas de billar, el ruido de botas de trabajo sobre el linóleo cuando un jugador se inclinaba para tirar. En algún lugar por encima de las lámparas con pantalla verde colgaba una cinta de campanillas navideñas de papel que se habían convertido en rosas muertas. Deke miró de una pared llena de cosas a la siguiente. No había facilitador.

—Traed uno, por si hace falta —dijo alguien. Se volvió para encontrarse con los ojos afables de un hombre calvo con gafas de montura metálica—. Me llamo Cline. Bobby Earl. No tiene usted aspecto de que le guste el billar, señor —dijo, pero no había nada amenazador en la voz ni en la actitud de Bobby Earl. Se quitó las gafas de la nariz y limpió los gruesos cristales con un pañuelo de papel. A Deke le recordó a un instructor de taller que pacientemente le había intentado enseñar a realizar una instalación retrógrada de biochips—. Yo apuesto —dijo, sonriendo. Sus dientes eran de plástico blanco—. Sé que no tengo aspecto de hacerlo.

—Busco a Tiny —dijo Deke.

—Bien. —Volvió a ponerse las gafas—. No vas a encontrarle aquí. Se ha ido a Bethesda, a que el servicio de veteranos le limpie las tuberías. De todas formas, no volaría contra ti.

—¿Por qué no?

—Bien, porque no estás en el circuito o yo conocería tu cara. ¿Eres bueno? —Cuando Deke asintió, Bobby Earl gritó al otro lado—: ¡Eh, Clarence! Trae el facilitador. Tenemos a un pilotito.

Veinte minutos más tarde, después de haber perdido el remoto y el efectivo que tenía, Deke atravesaba la zona de soldados tullidos de Best Buy.

—Bien, deja que te diga, chico —le había dicho Bobby Earl con paternalismo y una mano sobre su hombro, mientras acompañaba a Deke al ascensor—. No vas a ganar contra un veterano del combate. ¿Me oyes? Yo ni siquiera soy especialmente bueno, simplemente un viejo soldado que ha tomado hype en quince o veinte ocasiones. El viejo Tiny… él era piloto. Pasó todo su servicio hasta las orejas de hype. Tiene la atenuación de membrana realmente mal… nunca le ganarás.

Era una noche fría. Pero Deke hervía de furia y humillación.

—Dios, qué tosco —dijo Nance cuando el Spad sobrevoló montículos de ropa interior rosa. Deke, tirado en el sofá, se arrancó el vistoso remoto Braun de Nance de detrás de la oreja.

—No empieces tú también, señorita zorra-rica voy-a-tener-trabajo…

—¡Eh, tranquilo! No tiene nada que ver contigo… es solo tecnología. Este cacharro es realmente primitivo. Es decir, en la calle estará bien, pero comparado con las cosas que hago en clase, es… Deberías dejar que te lo reescriba.

—¿Qué?

—Deja que lo mejore. Esos cabrones están escritos en hexadecimal, porque los programadores de la industria son todos piratas informáticos venidos a menos. Piensan de esa forma. Pero deja que lo lleve al lector-analizador del departamento, que le haga algunos cambios, que lo traduzca a alguno de los modernos lenguajes para wetware. Borraré todos los intermediarios redundantes. Eso mejorará el tiempo de reacción, reduciendo a la mitad el bucle de retroalimentación. Así volarás más rápido y mejor. ¡Te convertirás en un verdadero profesional, un as! —Tomó una bocanada del narguile para luego doblarse riendo y tosiendo.

—¿Eso es legal? —preguntó Deke dubitativo.

—Eh, ¿por qué crees que la gente compra remotos con cableado de oro? ¿Por el prestigio? Una mierda. La conductividad es mejor y recorta algunos nanosegundos del tiempo de reacción. Y este es un juego de tiempo de reacción, niño.

—No —dijo Deke—. Si fuese así de fácil, la gente ya lo habría hecho. Tiny Montgomery lo habría hecho. Tendría lo mejor.

—¿Alguna vez prestas atención? —Nance dejó la pipa; cayó al suelo agua marrón—. El material con el que trabajo está tres años por delante de cualquier cosa que puedas comprar en la calle.

—No jodas —dijo Deke después de una larga pausa—. Es decir, ¿puedes hacerlo?

Fue como pasar de un Ford Modelo T a un Lotus del noventa y tres. El Spad se movía como un sueño respondiendo al mínimo pensamiento de Deke. Durante semanas se dedicó a las galerías de juego, sin problemas. Voló contra los adolescentes locales y de uno en uno y de a tres derribó sus aviones. Se arriesgaba, jugaba rápido. Y los aviones caían…

Hasta que un día Deke se estaba guardando su dinero cuando un negro delgado se apartó de la pared. Sus ojos se centraron en la mano de Deke y sonrió. Destelló un diente de rubí.

—¿Sabes? —dijo el hombre—, he oído que hay un tipo que puede volar contra los niños.

—Jesús —dijo Deke, untando mantequilla danesa sobre un palito de algas—. He barrido el suelo con ellos. Además, eran buenos.

—Eso está bien, cariño —murmuró Nance. Trabajaba en su proyecto final, sudando datos en una máquina.

—Creo que resulta que tengo gran talento para esta mierda, ¿sabes? Es decir, el programa me da ventaja, pero tengo lo que hace falta para aprovecharlo. Me estoy ganando una buena reputación, ¿sabes? —Impulsivamente, encendió la radio. Resonó música de Scratchy Dixieland.

—Eh —dijo Nance—. ¿Te importa?

—No, es solo… —Jugó con los controles hasta dar con una basura lenta y romántica—. Vale. Venga, levántate. Vamos a bailar.

—Sabes que no puedo.

—Claro que puedes, pastelito. —Le lanzó su enorme osito de peluche y recogió un vestido de algodón del suelo. Lo sostuvo por la cintura y la manga, colocándose el cuello bajo la barbilla. Olía a pachulí, aunque un poco más dulce—. Ves, yo me quedo aquí, tú te quedas ahí. Bailamos. ¿Lo entiendes?

Parpadeando lentamente, Nance se puso en pie y agarró con fuerza al oso. Luego bailaron, despacio, mirándose a los ojos. Al cabo de un rato Nance rompió a llorar, pero aun así sonreía.

Deke soñaba despierto, imaginando que él era Tiny Montgomery conectado a su reactor. Se imaginó la máquina respondiendo a sus deseos neuronales más sutiles, los reflejos muy acelerados, el hype fluyendo continuamente por sus venas.

El suelo de Nance se convirtió en una jungla, su cama en una meseta entre las colinas andinas, y Deke volaba su Spad a toda velocidad, como si se tratase de una máquina de combate interactiva con conexiones completas. Hipodérmicas computerizadas le inyectaban en la sangre un flujo lento de una combinación de hype. Llevaba sensores conectados directamente al cráneo para ejecutar un giro súbito supersónico en el cuenco verdiazul del cielo sobre el bosque tropical boliviano. Tiny hubiera sentido el flujo de aire sobre las superficies de control.

Allá abajo, los soldados atravesaban la selva con bombas hype fijadas por encima de los codos para ofrecerle un poco de furia mortal extra en el combate, una inyección de infierno líquido empaquetado en un pequeño recipiente de plástico. Quizá solo tuviesen diez minutos de valor a la semana. Pero para descender al nivel de las copas de los árboles, con los reflejos al máximo, volando tan bajo que las tropas de tierra no te veían hasta que no estabas encima, liberar los agentes fosgenos, alejarse y desaparecer antes de que pudiesen disparar… hacía falta un flujo constante de hype. Y el interfaz directo neuronal con el reactor era una calle de dos direcciones. El ordenador de a bordo comprobaba la bioquímica y decidía cuándo abrir la compuerta y darle al componente humano un chute brutal de combate.

Dosis así te comían por dentro. Te comían de verdad, despacio y constantemente, grabando las superficies cerebrales, reduciendo las membranas de las células cerebrales. Si no te sacaban del cielo lo suficientemente rápido acababas con atenuación de las células cerebrales: con reflejos demasiado rápidos para tu cuerpo y el instinto de lucha-o-huida jodido de verdad…

—Lo he clavado, chico proleta.

—¿Eh? —Deke alzó la vista, tomado por sorpresa, cuando Nance entró y lanzó los libros y la bolsa al montón más cercano.

—Mi proyecto final… me han eximido del examen. El profesor ha dicho que no había visto nada parecido. Eh, eh, baja las luces, ¿vale?, los colores son raros.

Él lo hizo.

—Enséñamelo. Enséñame esa cosa maravillosa.

—Sí, vale. —Tomó su remoto, a patadas despejó un trozo de cama y se puso en pose. Una chispa se le encendió en la mano. Se extendió como una línea de mercurio por su brazo, alrededor del cuello y se transformó en una serpiente de cabeza triangular y lengua chispeante. De colores líquidos, naranjas y rojos. Se deslizó entre sus pechos—. La llamo serpiente de fuego —dijo orgullosa.

Deke se inclinó para acercarse, ella se echó atrás.

—Lo lamento. Es como tu llama, ¿no? Es decir, que puedo ver a esos tipos diminutos follando.

—Algo así. —La serpiente de fuego fluyó por su estómago—. El mes que viene voy a juntar doscientos programas de llamas diferentes con una justificación de unión para obtener las imágenes. Luego lo sincronizaré con la imagen corporal mental para que pueda orientarse por sí solo. Así que podrá fluir por todo tu cuerpo sin tener que controlarlo. Podrías llevarlo mientras bailas.

—Quizá sea un tonto. Pero si todavía no lo has hecho, ¿cómo es que puedo verlo?

Nance rio.

—Eso es lo mejor… la mitad del trabajo todavía no está hecho. No tuve tiempo de reunir las piezas en un solo programa. Pon la radio, ¿vale? Quiero bailar. —Se quitó los zapatos. Deke buscó algo rápido. Luego, a insistencia de Nance, bajó el volumen hasta que fue casi un susurro.

—He conseguido dos dosis de hype, ¿ves? —Saltaba en la cama, entrecruzando las manos como una bailarina balinesa—. ¿Lo has probado alguna vez? In-creíble. Te da una especie de concentración absoluta. Mira. —Se colocó en pointe—. Nunca lo había hecho.

—Hype —dijo Deke—. A la última persona que conocí que pillaron con esa mierda la condenaron a tres años en infantería. ¿Cómo lo has conseguido?

—Llegué a un acuerdo con una veterana que hace un posgrado. El mes pasado le fue fatal. Esa cosa me da una visualización perfecta. Puedo sostener la proyección con los ojos cerrados. No fue nada ensamblar el programa de cabeza.

—Con solo dos dosis, ¿eh?

—Una. La otra la reservo. El profesor quedó tan impresionado que va a recomendarme para una entrevista de trabajo. Dentro de dos semanas pasará por el campus un reclutador de I. G. Feuchtwaren. El tipo le va a vender mi programa y a mí, además. Vaya salir de aquí dos años antes, directamente a la industria, sin pasar por la cárcel, sin pagar doscientos dólares.

La serpiente formó una tiara llameante. A Deke le provocaba una extraña sensación la idea de que Nance saliese de su vida.

—Soy una bruja —cantó Nance—, una bruja del wetware. —Se pasó la camiseta por encima de la cabeza y la lanzó volando. Sus bonitos pechos altos se movían libres y gráciles al bailar—. ¡Voy a llegar a lo más… alto! Sus pezones eran pequeños, rosados y estaban excitados. La serpiente de fuego los lamió y se fue.

—Eh, Nance —dijo Deke incómodo—. Tranquilízate un poco, ¿vale?

—¡Lo estoy celebrando! —Se metió un pulgar en sus relucientes braguitas doradas. El fuego recorrió la mano y la entrepierna—. Soy una diosa virgen, cariño, ¡y tengo el poder! —cantaba.

Deke apartó la vista.

—Me tengo que ir —murmuró. Irse a casa y correrse. Se preguntó dónde habría escondido la segunda dosis. Podía ser en cualquier parte.

El circuito tenía un protocolo, un orden tácito de deferencia y precedencia tan elaborado como el de la corte mandarina. No importaba que Deke estuviese de racha, que su reputación se extendiese incontrolablemente. Ni siquiera un volador con nombre podía desafiar a quien quisiese. Había que ascender por la jerarquía. Pero si volabas todas las noches, si siempre estabas dispuesto a que te desafiasen y si eras bueno… bien, era posible ascender con rapidez.

Deke tenía un avión de ventaja. Era un combate de torneo, tres aviones contra tres. No había muchos espectadores, quizás una docena, pero era un buen combate y hacían ruido. Deke estaba inmerso en la tranquilidad maniaca del combate cuando se dio cuenta de que guardaban silencio. Vio a los coceadores agitarse y mirarse. Los ojos miraron a otro lado. Oyó que se cerraban las puertas del ascensor. Con frialdad, se encargó del segundo avión de su oponente para luego arriesgarse a dar un vistazo rápido por encima del hombro.

Tiny Montgomery acababa de entrar en Jackman’s. La silla de ruedas susurró sobre el linóleo marrón, guiada por pequeños impulsos de una mano no del todo paralizada. La expresión era seria, neutra, tranquila.

En ese instante, Deke perdió dos aviones. Uno por falta de resolución, convertido en un borrón y cancelado por el facilitador, y el otro porque su oponente peleaba con toda el alma. El tipo dio un giro completo, reduciendo velocidad y echándose a un lado, y bombardeó el biplano de Deke, que se precipitó envuelto en llamas. Los dos últimos aviones compartían altitud y velocidad, y al girar, intentando situarse, naturalmente adoptaron un patrón circular.

Los coceadores dejaron sitio cuando Tiny acercó la silla a la mesa. Bobby Earl Cline venía tras él, larguirucho y despreocupado. Deke y su oponente intercambiaron miradas y retiraron sus máquinas de la mesa de billar para poder oír al hombre. Tiny sonrió. Tenía los rasgos pequeños apilados en el centro de un rostro blanco y pastoso. Un dedo se estremecía ligeramente sobre el brazo cromado de la silla.

—He oído hablar de ti. —Miró directamente a Deke. Su voz era baja y asombrosamente dulce, una voz de niña—. He oído que eres bueno.

Deke asintió lentamente. La sonrisa desapareció del rostro de Tiny. Sus labios suaves y carnosos formaron un mohín, como si esperasen el beso. Los pequeños ojos relucientes examinaron a Deke sin malicia.

—Entonces, veamos lo que sabes hacer.

Deke se perdió en el frío juego de la guerra. Y cuando el enemigo cayó convertido en llamas y humo, para explotar y desaparecer contra la mesa, Tiny, sin decir palabra, hizo girar la silla, la llevó al ascensor y desapareció.

Mientras Deke reunía sus ganancias, Bobby Earl se le acercó y le dijo:

—Tiny quiere jugar contigo.

—¿Sí? —Deke no estaba lo suficientemente arriba en el circuito para desafiar a Tiny—. ¿Cuál es el truco?

—El hombre que venía mañana desde Atlanta lo ha cancelado. El viejo Tiny estaba encantado de enfrentarse a alguien nuevo. Así que parece que tienes tu oportunidad con la Max.

—¿Mañana miércoles? No me da mucho tiempo para prepararme.

Bobby Earl sonrió afablemente.

—No creo que eso tenga la menor importancia.

—¿Y eso por qué, señor Cline?

—Chico, no tienes movimientos, ¿me sigues? No tienes sorpresas. Vuelas como un principiante, solo que más rápido y más eficientemente. ¿Comprendes lo que intento decir?

—No estoy seguro. ¿Quieres un poco más de acción?

—Para serte sincero —dijo Cline—, tenía esa esperanza. —Se sacó un pequeño libro de notas del bolsillo y chupó la punta de lápiz—. Te daré cinco a uno. Nadie va a ofrecerte nada mejor. —Miró a Deke casi con tristeza—. Pero Tiny es por naturaleza mucho mejor que tú y todo lo que la nena pudiese escribir, chico. Él vive para el maldito juego, no tiene absolutamente nada más. No puede salir de la puta silla. Si crees que vas a superar a un hombre que lucha por su vida, te engañas.

El retrato de Norman Rockwell del coronel miraba desapasionadamente a Deke desde el Kentucky Fried, al otro lado de la calle Richmond, mirando desde la cafetería. Deke sostenía la taza con manos frías y temblorosas. El cráneo le resonaba por el cansancio. «Cline tenía razón —le dijo al coronel—. Puedo enfrentarme a Tiny, pero no ganar». El coronel le devolvió la mirada, tranquila y firme, pero no particularmente benévola, observando la cafetería, el Best Buy y todo su reino de desechos de la calle Richmond, esperando a que Deke admitiese el terrible acto que debía cometer.

De todas formas, la zorra planea dejarme —dijo Deke en voz alta, lo que hizo que la chica negra de la barra le mirase atónita para luego apartar la vista con rapidez.

—¡Ha llamado papá! —Nance entró bailando en el apartamento y cerró la puerta—. Y ¿sabes qué? Dice que si puedo conseguir trabajo y conservarlo durante seis meses, me quitará el cerrojo cerebral. ¿Puedes creerlo? —Vaciló—. ¿Estás bien?

Deke se puso en pie. Ahora que había llegado el momento le parecía irreal, como una película o algo así.

—¿Por qué no volviste a casa anoche? —preguntó Nance.

La piel de la cara de Deke estaba asombrosamente tensa, una máscara de pergamino.

—¿Dónde está tu alijo de hype, Nance? Lo necesito.

—Deke —dijo, esbozando una sonrisa que se desvaneció de inmediato—. Deke, eso mío. Mi dosis. La necesito. Para la entrevista.

Él sonrió desdeñoso.

—Tienes dinero. Puedes conseguir otra.

—¡No para el viernes! Escucha, Deke, es realmente importante. Toda mi vida depende de esa entrevista. Necesito la dosis. ¡Es todo lo que tengo!

—Cariño, ¡tienes el puto mundo! Mira a tu alrededor… ¡Casi dos kilos de hachís libanés! Anchoas en lata. Seguro médico ilimitado, por si te hace falta. —Ella retrocedía, tropezando con las sábanas sin lavar y las revistas arrugadas que se acumulaban al pie de la cama—. Yo nunca pude ni ver algo así. Nunca tuve lo que hace falta para avanzar. Bien, en esta ocasión lo vaya tener. Hay un combate dentro de dos horas que voy a ganar. ¿Me oyes? —Empezaba a enfurecerse y eso estaba bien. Le hacía falta para lo que tenía que hacer.

Nance alzó un brazo con la palma abierta, pero él ya estaba listo y apartó la mano sin ni siquiera llegar a ver el túnel oscuro, y menos aún los ojitos rojos. Luego los dos cayeron y él estaba encima de ella, el aliento de Nance cálido y rápido sobre el rostro de Deke.

¡Deke! ¡Deke! Necesito la mierda, Deke, mi entrevista es el único… Tengo… tengo. Torció la cabeza hacia la pared para apartar la cara… llorando. Por favor, Dios, por favor, no…

—¿Dónde tienes el alijo?

Atrapada contra la cama por su cuerpo, Nance empezó a convulsionarse de terror y dolor.

—¿Dónde está?

El rostro de la mujer estaba formado por carne gris, muerta, sin sangre, con el horror grabado en los ojos. Torció los labios. Ya era demasiado tarde para parar; habría cruzado el límite. Deke se sintió asqueado y repugnado, sobre todo porque hasta cierto punto, inesperado e indeseado, lo estaba disfrutando.

—¿Dónde está, Nance? —Lentamente, con mucha delicadeza, se puso a acariciarle la cara.

Deke llamó al ascensor de Jackman’s con un dedo tan rápido y recto como un avispón que aterrizó tan delicadamente como una mariposa sobre el botón. Rebosaba energía y la tenía toda bajo control. Mientras subía se quitó las gafas y se rio de su reflejo sobre la superficie cromada manchada por los dedos. Los iris de los ojos eran puntitos casi invisibles, y aun así el mundo seguía siendo brillante como un neón.

Tiny esperaba. La boca del lisiado formó una dulce sonrisa al ver los iris de Deke, la tranquilidad exagerada de sus movimientos, el intento infructuoso de imitar la torpeza de una persona sin drogar.

—Bien —dijo con su voz infantil—, parece que voy a disfrutar.

La Max estaba colocada sobre un tubo de la silla de ruedas. Deke ocupó su puesto y se inclinó, con no demasiada ironía.

—Volemos. —Como era el aspirante, volaba a la defensiva. Materializó sus aviones a una altura conservadora, a la suficiente para descender y para estar al tanto cuando atacase Tiny. Esperó.

La multitud le avisó. Un chico gordo con el pelo cargado de brillantina dio un salto, un reventador de ojos vacuos sonrió. Se oyeron murmullos. Los ojos se movieron a cámara lenta en cabezas congeladas para los tiempos de reacción de alguien bajo hype. Le llevó unos tres nanosegundos localizar la fuente del ataque. Deke alzó la cabeza y…

Hijo de puta, ¡estaba ciego! Los Fokkers descendían directamente desde una bombilla de doscientos vatios y Tiny le había engañado para que la mirase directamente. Quedó deslumbrado. Deke cerró con fuerza los párpados para contener las lágrimas y frenéticamente sostuvo la visualización. Dividió el vuelo, llevando dos biplanos a la derecha y uno a la izquierda. Hizo que diesen media vuelta todos a un lado, luego al otro. Tenía que esquivar al azar. No sabía dónde estaban los pájaros hostiles.

Tiny rio. Deke podía oírle a pesar de la multitud, los vítores, las maldiciones y las monedas que parecían casi independientes del curso del duelo.

Cuando un instante más tarde recuperó la visión, un Spad ardía y caía. Los Fokkers seguían a sus aviones supervivientes, uno a uno y dos al otro. Llevaban tres segundos de combate y ya había perdido un avión.

Esquivando para evitar que Tiny le siguiese, hizo un bucle con el avión perseguido por uno y dirigió el otro hacia el punto ciego situado entre la bombilla y Tiny.

Tiny tenía una expresión muy tranquila. Se tragó una ligera sombra de decepción… o quizá de desprecio. Seguía los aviones sin preocuparse, esperando a que Deke jugase.

Luego, justo antes de llegar al punto ciego, Deke impulsó su Spad, los Fokkers lo sobrepasaron y viraron a derecha e izquierda para recuperar la posición.

El Spad se situó debajo del tercer Fokker, situado en posición por el otro avión de Deke. El fuego atravesó las alas y el fuselaje carmesí. Durante un instante no pasó nada, y Deke creyó que había fallado. Luego el pequeño avión rojo viró a la izquierda, descendiendo, dejando un penacho de humo y combustible.

Tiny frunció el ceño. Unos pequeños frunces de desagrado estropeaban la perfección de su boca. Deke sonrió. Estaban igualados, y Tiny mantenía la posición.

Seguía de cerca a los dos Spads. Deke los abrió y luego los volvió a juntar desde lados opuestos de la mesa. Los llevó directamente de frente, neutralizando la ventaja de Tiny… Ninguno de los dos podía disparar sin poner en peligro sus propios aparatos. Deke puso sus aviones a toda velocidad, lanzándolos uno contra el otro.

Un instante antes de que chocasen, hizo que los aviones pasasen uno sobre el otro, abrieran fuego sobre los Fokkers y se desviaran. Tiny estaba preparado. El fuego llenó el aire. A continuación, un avión azul y otro rojo se alzaron libres en dirección opuesta. Detrás dejaban dos biplanos enredados en el aire. Las alas se tocaron, se rompieron y los aviones se partieron. Cayeron juntos, casi en picado, hasta el fieltro verde.

Diez segundos y habían caído cuatro aviones. Un veterano de raza negra apretó los dientes y resopló. Otra persona cabeceó incrédula.

Tiny estaba sentado erguido en su silla, ligeramente inclinado hacia delante, con los ojos fijos y sin parpadear, agarrándose débilmente. Ya no tenía aquella expresión de diversión y chulería; estaba totalmente inmerso en el juego. Los coceadores, la mesa, el propio Jackman’s bien podrían no haber existido. Bobby Earl Cline le puso una mano en el hombro; Tiny no se dio cuenta. Los aviones se encontraban en extremos opuestos de la sala, ganando altitud con esfuerzo. Deke llevó el suyo hacia el techo, apenas visible a través de la niebla de humo. Le dedicó a Tiny un rápido vistazo y sus ojos se encontraron. Frío contra frío.

—Veamos lo que sabes hacer —murmuró Deke entre dientes.

Juntaron los aviones.

El hype estaba al máximo y Deke veía las balas de Tiny recorriendo el espacio entre los aviones. Tuvo que poner el Spad en la línea de fuego para lograr un buen impulso y luego virarlo y ladearlo de forma que las balas del Fokker le pasasen por debajo. Tiny estaba igual de ocupado esquivando el fuego de Deke y pasando tan cerca del Spad que los trenes de aterrizaje casi se tocaron.

Deke hacía un bucle con el Spad, trazando un giro dolorosamente cerrado cuando empezaron las alucinaciones. El fieltro se arrugó y se retorció: se convirtió en el infierno verde de la selva tropical boliviana sobre la que Tiny había volado en combate. Las paredes retrocedieron hasta el infinito gris y sintió a su alrededor el espacio limitado de la carlinga de un reactor cibernético.

Pero Deke había hecho los deberes. Esperaba las alucinaciones y sabía que podía enfrentarse a ellas. Los militares jamás hubiesen tolerado una droga contra la que no se podía luchar. Spad y Fokker se cruzaron otra vez. Leía la tensión en la cara de Tiny Montgomery, los ecos del combate en las profundidades de la jungla. Juntaron los aviones, sintiendo las tensiones de giro que iban directamente de los instrumentos al cerebro, las bombas de adrenalina disparándose bajo las axilas, la fría y rápida libertad del aire fluyendo sobre el reactor y mezclándose con el olor del metal caliente y el sudor de miedo. Las balas pasaron junto a su cara y se echó atrás, viendo que el Spad volvía a pasar junto al Fokker, los dos intactos. Los coceadores se estaban poniendo como locos, agitando gorras y dando patadas, comportándose como idiotas. Deke volvió a mirar a Tiny.

La malicia surgió en su interior y, aunque todos sus nervios estuviesen tan tensos como los hilos de cristal de carbono que impedían que los reactores se desintegrasen cuando ejecutaban giros sobrehumanos sobre los Andes, fingió una sonrisa indiferente y guiñó un ojo, moviendo la cabeza ligeramente a un lado, como si dijese «mira ahí».

Tiny miró a un lado.

Fue solo una fracción de segundo, pero bastó. Deke ejecutó una Immelmann perfecta y rápida, en el límite de la tolerancia teórica, como nunca se había visto en el circuito, y se situó a la cola de Tiny.

Veamos cómo sales de esta, mamón.

Tiny llevó el avión directamente al verde y Deke le siguió. Contuvo el fuego. Tenía a Tiny justo donde le quería.

Corriendo. Como había estado en todas sus misiones de combate. Hasta arriba de adrenalina e hype, quizá, pero corriendo de miedo. Ya estaban en el fieltro, volando sobre las copas de los árboles. «Déjalo», pensó Deke, y aumentó la velocidad. De reojo veía a Bobby Earl Cline, y el tipo tenía una expresión curiosa. Una expresión de súplica. La compostura de Tiny se había esfumado; tenía el rostro retorcido y atormentado.

Tiny sintió pánico y hundió el avión entre la multitud. Los biplanos hicieron bucles y se movieron entre los coceadores. Algunos se echaron atrás involuntariamente y otros les dieron manotazos riendo. Pero había un destello de terror en los ojos de Tiny que delataba una eternidad de miedo y reclusión, dos filos cortándose interminablemente el uno al otro…

El miedo era morir en el aire, la reclusión, estar atrapado en metal; primero el metal del avión y luego el de la silla. Deke podía verlo todo en su cara: el combate había sido la única salida de Tiny y había aprovechado todas las oportunidades. Hasta que algún anónimo nacionalista[10] con un misil anticuado le había sacado del cielo verdiazul de Bolivia y lanzado directamente a la calle Richmond, a Jackman’s y al sonriente muchachito asesino al que se enfrentaba en aquella última ocasión al otro lado de la tela descolorida.

Deke se puso de puntillas, con la cara iluminada por aquella sonrisa de un millón de dólares que era la marca de la droga que ya había freído el cerebro de Tiny antes de que alguien se molestase en borrarlo del cielo en medio de una confusión de metal y carne quemada. En ese momento lo comprendió. Comprendió que volar era lo que sostenía a Tiny. El roce diario de la punta de los dedos con la muerte y, a continuación, salir del ataúd de metal, vivo de nuevo. Había evitado derrumbarse por pura fuerza de voluntad. Si se rompía esa voluntad la mortalidad le caería encima hasta ahogarle. Tiny se inclinaría y vomitaría sobre sus propias piernas.

Y Deke lo logró…

Se produjo un momento de silencio conmocionado mientras el último avión de Tiny se desvanecía en un destello de luz.

—Lo he logrado —susurró Deke. Luego, más alto—: ¡Hijo de puta, lo he logrado!

Al otro lado de la mesa, Tiny se retorció en la silla, agitando los brazos espasmódicamente; la cabeza le caía sobre un hombro. Detrás de él, Bobby Earl Cline miró directamente a Deke con los ojos convertidos en carbones ardientes.

El jugador recogió la Max e hizo un bulto con sus cintas. Sin previa advertencia, lanzó el paquete a la cara de Deke. Sin esfuerzo, despreocupado, Deke lo agarró en el aire.

Luego, durante un instante, pareció como si el jugador fuese a ir por él desde el otro lado de la mesa. Un tirón de la manga le retuvo.

—Bobby Earl —susurró Tiny, la voz ahogada por la humillación—, tienes que… sacarme de aquí…

Rígido, furioso, Cline hizo girar la silla de su amigo y se lo llevó hacia la oscuridad.

Deke echó la cabeza atrás y rio. Por Dios, ¡se sentía genial! Se metió la Max en un bolsillo de la camisa, donde le pesó, fría. El dinero se lo metió en los tejanos. Tío, tenía que saltar, el triunfo lo recorría como si estuviese vivo, tan perfecto y fuerte como los flancos de un caballo en el bosque espeso que una vez había visto desde Greyhound. En aquel momento le parecía que todo había valido la pena, todo el dolor y las penalidades que había pasado para ganar al fin.

Pero Jackman’s estaba en silencio. Nadie le vitoreaba. Nadie le rodeaba para felicitarle. Se tranquilizó y los rostros silenciosos y hostiles quedaron enfocados. Ninguno de aquellos coceadores estaba de su parte. Irradiaban desprecio, incluso odio. Durante un momento interminablemente largo, el aire se estremeció con la posibilidad de la violencia… y luego alguien se volvió, acumuló flema y escupió en el suelo. La multitud se dispersó, murmurando. Uno a uno, todos se perdieron en la oscuridad.

Deke no se movió. Un músculo de la pierna comenzó a temblarle, un heraldo del bajón de hype que se avecinaba. No sentía la parte superior de la cabeza y tenía un sabor desagradable en la boca. Tuvo que apoyarse unos segundos en la mesa con ambas manos para evitar caer eternamente hacia la sombra viva que tenía debajo, mientras colgaba empalado por los ojos muertos del caballo campeón de la foto que había bajo el reloj de la marca de refrescos.

Un poco de adrenalina le sacaría de aquello. Tenía que celebrarlo. Emborracharse, colocarse o hablarlo, repasando la victoria una y otra vez, contradiciéndose, inventando detalles, riendo y jactándose. Una noche estrellada como esa pedía a gritos una buena charla.

Pero allí de pie, con el vasto espacio silencioso de Jackman’s a su alrededor, comprendió de pronto que no le quedaba nadie a quien poder contárselo.

Nadie en absoluto.