Una obra de arte
JAMES BLISH
(julio de 1956)

A James Blish se le considera un escritor que añadió complejidad intelectual a los temas habituales de la ciencia ficción. Miembro del grupo Futurians, la famosa organización de ciencia ficción, Blish comenzó a publicar en 1940. Poco después, publicó su relato «Sunken Universe» (uno de los cuentos que acabaría reuniendo para formar su novela Semillas estelares), una primera exploración de las implicaciones y las consecuencias de la ingeniería genética, en el que la humanidad siembra las estrellas con versiones biológicamente alteradas de sí misma ajustadas a las condiciones ambientales alienígenas y que, inevitablemente, debe acabar encarándose con los estándares psicológicos, sociológicos y biológicos que se emplean para definir la humanidad. Cities in Flight está compuesta por cuatro novelas They Shall Have Stars, Life for the Stars, Earthman Come Home y The Triumph of Time que describen un futuro en el que ciudades enteras migran a través de la galaxia en busca de oportunidades más favorables pero, en general, se encuentran con los problemas repetidos e ineludibles de la historia. La obra individual más famosa de Blish es sin duda la novela ganadora del Hugo Un caso de conciencia, un impresionante ejercicio de escatología sobre un misionero en otro planeta que descubre una especie alienígena que está libre del pecado original y por tanto desafía los fundamentos de su religión terrestre. Las historias de Blish, que suelen tratar acerca de temas densos como la divinidad, la estética, la relatividad especial y la naturaleza de la conciencia humana, se han recopilado en Grupo galáctico, So Close to Home y Anywhen. Su obra como novelista incluye las novelas históricas Doctor Mirabilis y Black Easter y su continuación, The Day of Judgment, certeros análisis del bien y el mal bíblicos en un contexto de fantasía oscura. Entre sus contribuciones más importantes a la ciencia ficción y la fantasía se encuentran sus estudios críticos y reseñas de ciencia ficción publicados con el seudónimo William Atheling y recopilados en los volúmenes The Issue at Hand, More Issues at Hand y The Tale That Wags the God.

Al instante recordó haber muerto. Pero lo recordaba como si estuviese a doble distancia… como si recordase un recuerdo más que un hecho en sí; como si él mismo no hubiese estado allí en el momento de su muerte.

Sin embargo, el recuerdo era desde su punto de vista, no desde el de algún observador distinto e incorpóreo que pudiera considerarse su alma. Sobre todo había sido consciente de los movimientos ásperos y desiguales del aire en su pecho. Difuminándose con rapidez, había tenido encima el rostro del médico, alzándose, acercándose a continuación para desvanecerse en el momento en que la cabeza quedó por debajo de su ángulo de visión al ponerse de lado el doctor para auscultar sus pulmones.

Todo se había oscurecido con rapidez y luego, solo entonces, había comprendido que esos eran sus últimos instantes. Intentó respetuosamente pronunciar el nombre de Pauline, pero sus recuerdos no contenían aquel sonido… solo la respiración ruidosa y la capa oscura que iba cerrando el aire, ocultándolo todo un instante.

Solo un instante y, a continuación, el recuerdo concluía. La habitación volvía a estar iluminada y el techo, observó asombrado, se había vuelto de un verde suave. El doctor volvió a levantar la cabeza y le miró.

Era un doctor diferente: un hombre mucho más joven, de rostro ascético y ojos relucientes, casi de loco. No cabía duda. Uno de sus últimos pensamientos conscientes había sido de gratitud porque el médico que le atendía al final no era uno de los que le odiaban en secreto por su asociación en el pasado con la jerarquía nazi. El médico, por el contrario, tenía una expresión divertidamente apropiada para el caso de un experto suizo convocado al lecho de muerte de un hombre eminente: una combinación de preocupación por perder a un paciente tan destacado y la complacencia de saber que, dada la edad del anciano, nadie culparía a su médico si moría. A los ochenta y cinco años, la neumonía es un asunto serio, se tenga o no se tenga penicilina a mano.

Ahora está —bien dijo el nuevo médico, retirando de la cabeza del paciente una serie de barritas de plata sostenidas por una redecilla—. Descanse un minuto e intente tranquilizarse. ¿Sabe su nombre?

Respiró cautelosamente. Ya no parecía tener ningún problema pulmonar; es más, se sentía plenamente sano.

—Claro —dijo, algo irritado—. ¿Sabe usted el suyo?

El doctor sonrió torcidamente.

—Parece que se comporta como debe ser —dijo—. Me llamo Barkun Kris; soy escultor mental. ¿Se llama usted?

—Richard Strauss.

—Muy bien —dijo el doctor Kris y se volvió. Pero una nueva particularidad había desviado la atención de Strauss. En alemán, Strauss era un nombre propio y un sustantivo común con muchos significados: avestruz, buqué; Von Wolzogen se lo había pasado de fábula metiendo todos los chistes posibles en el libreto de Feuersnot. Y resultaba que era la primera palabra en alemán que él o el doctor Kris habían pronunciado desde ese momento de la muerte. Tampoco hablaban en francés ni en italiano. Probablemente fuese en inglés, pero no en el inglés que conocía Strauss; aun así, no tenía ningún problema para hablarlo, ni siquiera para pensar en él.

Bien —pensó—, después de todo podré dirigir El amor de Dánae. No todos los compositores estrenan póstumamente su propia ópera. Sin embargo había algo curioso en todo aquel asunto… lo más curioso era que tenía el convencimiento, que no desaparecía, de que en realidad había estado muerto muy poco tiempo. Claro estaba que la medicina avanzaba mucho, pero…

—Explíqueme todo esto —dijo, apoyándose en un codo. La cama también era diferente, y ni de lejos tan cómoda como aquella en la que había muerto. En cuanto a la habitación, parecía más el cobertizo para una dinamo que el cuarto de un enfermo. ¿La medicina moderna tenía la costumbre de revivir los cadáveres en el suelo de una planta Siemanns-Schukert?

—Enseguida —dijo el doctor Kris. Terminó de llevar alguna máquina a un lugar que Strauss, impaciente, supuso que era su sitio en el almacén y atravesó el espacio—. Bien. Hay muchas cosas que tendrá que aceptar sin intentar entenderlas, doctor Strauss. No todos los elementos del mundo de hoy se explican en términos de sus suposiciones. Por favor, recuérdelo.

—Muy bien, adelante.

—La fecha —dijo el doctor Kris— es 2161, según su calendario… o, en otras palabras, han pasado doscientos doce años desde su muerte. Naturalmente, comprenderá que después de todo ese tiempo no queda nada de su cuerpo excepto los huesos. El cuerpo que tiene ahora se ofreció voluntario para su uso. Antes de que se mire en el espejo para ver cómo es, recuerde que la diferencia física con el que solía tener es a su favor. Está en perfecto estado de salud, tiene un aspecto agradable y su edad fisiológica es de unos cincuenta años.

¿Un milagro? No, seguro que no en esa nueva era. Debía de ser simplemente obra de la ciencia. Pero ¡qué ciencia! El eterno retorno de Nietzsche y la inmortalidad del superhombre en combinación.

—¿Y dónde estamos? —dijo el compositor.

—En Port York, parte del estado de Manhattan, en Estados Unidos. Descubrirá que el país ha cambiado menos en algunos aspectos de lo que supongo imagina. Otros cambios, por supuesto, le parecerán radicales, pero me resulta difícil predecir cuáles. Le valdrá la pena cultivar cierta fortaleza mental.

—Comprendo —dijo Strauss, sentándose—. Una pregunta, por favor: ¿en este siglo sigue siendo posible que un compositor se gane la vida?

—Sí que lo es —dijo el doctor Kris, sonriendo—. Y esperamos que lo haga. Ha sido uno de los motivos para… traerle de vuelta.

—Supongo entonces —dijo Strauss con cierta sequedad— que todavía hay público para mi música. Los críticos de antaño…

—No es exactamente así —dijo el doctor Kris—. Tengo entendido que se siguen interpretando algunos de sus trabajos, pero sinceramente no sé cuál es su valoración actual. Mi interés se centra más bien…

Se abrió una puerta y entró otro hombre. Era de mayor edad, más pesado que Kris y con un aire académico, pero también vestía aquella bata de cirujano de extraño diseño y miraba al paciente de Kris con los ojos ansiosos de un artista.

—¿Un éxito, Kris? —dijo—. Felicidades.

—Todavía no está verificado —dijo el doctor Kris—. La prueba final es lo que cuenta. Doctor Strauss, si se siente con fuerzas suficientes, al doctor Seirds y a mí nos gustaría hacerle algunas preguntas. Querríamos asegurarnos de que sus recuerdos son claros.

—Por supuesto. Adelante.

—Según nuestros registros —dijo Kris—, en una ocasión conoció a un hombre de iniciales R. K. L.; fue mientras dirigía en la Staatsoper de Viena. —Pronunció la doble «a» al menos dos veces demasiado larga, como si el alemán fuese una lengua muerta que estuviese intentando pronunciar con acento «clásico»—. ¿Cómo se llamaba y quién era?

—Sería Kurt List… su nombre de pila era Richard, pero no lo usaba. Era ayudante de dirección de escena.

Los doctores se miraron.

—¿Por qué se ofreció a escribir una nueva obertura para La mujer sin sombra y entregar el manuscrito a la ciudad de Viena?

—Para no tener que pagar el impuesto de recogida de basuras de la villa Maria Theresa que me habían entregado.

—En el patio trasero de su casa, en Garmischi-Partenkirchen, había una tumba. ¿Qué tenía escrito?

Strauss frunció el entrecejo. Era una pregunta que hubiese preferido no ser capaz de contestar. Si uno va a gastarse bromas infantiles, es mejor no grabar la broma en piedra y dejarla donde no puedas evitar verla cada vez que sales a trastear con el Mercedes.

—Dice —respondió sin ganas—: «Dedicada a la memoria de Guntram, Minnesinger, horriblemente asesinada por la orquesta sinfónica de su propio padre».

—¿Cuándo se estrenó Guntram?

—Veamos… En 1894, creo.

—¿Dónde?

—En Weimar.

—¿Quién era la prima donna?

—Pauline de Ahna.

—¿Qué fue de ella?

—Me casé con ella. ¿Está…?, empezó a decir ansioso.

—No —dijo el doctor Kris—. Lo lamento, pero carecemos de datos para reconstruir a personas más o menos normales.

El compositor suspiró. No sabía si preocuparse o no. Había amado a Pauline, claro; por otra parte, sería agradable poder vivir la nueva vida sin estar obligado a quitarse los zapatos al entrar en casa para no rayar el suelo de madera. Y también sería agradable, quizá, que llegasen las dos de la tarde sin oír el eterno «Richard… ¡jetzt komponiert!», de Pauline.

—Siguiente pregunta —dijo.

Por razones que Strauss no comprendió y se contentó con asumir, se le separó de los doctores Kris y Seirds tan pronto como los dos quedaron satisfechos de que la memoria del compositor era fiable y su salud estable. Su herencia, se le había dado a entender, había quedado dividida hacía mucho (un triste final para la que había sido una de las principales fortunas de Europa), pero se le entregó dinero suficiente para buscar alojamiento y reanudar su vida activa. También se le entregaron presentaciones que resultaron valiosas.

Le llevó más tiempo del que había esperado adaptarse a los cambios en la música. La música era, empezó a sospechar con rapidez, un arte moribundo que pronto disfrutaría de una posición no muy superior a la de los arreglos florales en su propia época. Ciertamente no podía negarse que la tendencia hacia la fragmentación, ya visible en su propio tiempo, se había completado casi totalmente en 2161.

No prestó más atención a la canción popular americana de la que se había molestado en prestarle en su vida anterior. Sin embargo, era evidente que su método de producción en serie (todos los compositores de baladas empleaban sin disimulo un dispositivo similar a una regla de cálculo llamado Máquina de Éxito) ya tenía su equivalente casi en toda la música seria.

En los tiempos que corrían, por ejemplo, eran considerados conservadores los compositores dodecafónicos; siempre, en opinión de Strauss, de una sequedad mecánica, pero nunca tanto como ahora. Sus grandes figuras (Berg, Schönberg y Webern) eran dioses para el público de los conciertos, quizás un poco abstrusos pero tan merecedores de reverencia como cualquiera de las Tres B[7].

Sin embargo, un ala de los conservadores había mejorado aún más el sistema dodecafónico. Esos hombres componían la llamada «música estocástica», creada escogiendo cada nota tras consultar tablas de números aleatorios. Su Biblia, su texto básico, era un volumen llamado Estética operacional, que a su vez derivaba de una disciplina llamada teoría de la información, ni una palabra de cuyo contenido hacía referencia a las técnicas y convenciones de composición que Strauss conocía. El ideal de ese grupo era producir música «universal»; es decir, música carente de cualquier rastro de la individualidad del compositor: la expresión musical de las leyes universales del azar exclusivamente. De acuerdo que las leyes del azar parecían tener un estilo propio, pero a Strauss le parecía el de un niño idiota al que, para evitar que se metiese en líos, le habían enseñado a golpear el piano con un martillo.

Sin embargo, con diferencia, la mayor cantidad de obras producidas encajaba en la categoría de la engañosamente llamada «música científica». El término se refería a los títulos de las obras, que trataban acerca del vuelo espacial, el viaje en el tiempo y otros temas de naturaleza romántica o improbable. La música en sí no tenía nada de científica, ya que consistía en una mezcolanza de tópicos e imitaciones de sonidos naturales. Strauss quedó horrorizado al encontrar su propia imagen distorsionada y diluida en ella.

La forma más popular de música científica era una composición de nueve minutos llamada concierto, aunque no se parecía en absoluto a la forma clásica de este tipo de composición; era una especie de rapsodia libre lejanamente emparentada con Rachmaninoff… muy lejanamente. Una típica muestra (Canción del espacio profundo se llamaba, escrita por alguien llamado H. Valerion Krafft) empezaba con un estridente asalto al tam-tam, tras lo cual todos los instrumentos de cuerda subían al unísono por la escala, seguidos a respetuosa distancia por el arpa y un clarinete. En la cima de la escala entrechocaban címbalos, forte possible, y toda la orquesta se lanzaba a tocar una especie de melodía lastimera; la orquesta al completo, excepto las trompas de pistones, que pesadamente bajaban por la escala en lo que evidentemente se suponía que debía ser una contramelodía. La segunda frase del tema la recogía un solo de trompeta con aires de trémolo, la orquesta moría para esperar el siguiente estallido y, en ese punto (como podría haber predicho hasta un niño de cuatro años) entraba el piano.

Tras la orquesta aguardaba un grupo de treinta mujeres listas para intervenir con un coro sin palabras que se suponía que sugería el misterio del espacio profundo… pero también en este punto Strauss había aprendido a levantarse de la butaca e irse. Después de algunas experiencias similares también aprendió a contar con encontrarse en el vestíbulo a Sindi Noniss, el agente al que el doctor Kris le había presentado y que se encarga de la producción del compositor renacido, la que había hasta ahora. Sindi por su parte había aprendido a esperar aquellas salidas de su cliente y le aguardaba pacientemente, de pie bajo un busto de Gian-Carlo Menotti; pero cada vez le gustaban menos y últimamente las recibía poniéndose rojo y blanco alternativamente, como una barra de barbería.

No deberías haberlo hecho —le soltó después del incidente Krafft—. Uno no se va de la representación de una nueva composición de Krafft. El tipo es el presidente de la Sociedad Interplanetaria para la Música Contemporánea. ¿Cómo voy a convencerlos de que eres un contemporáneo si los rechazas continuamente?

—¿Qué más da? —dijo Strauss—. No saben ni quién soy.

—Te equivocas; lo saben muy bien y controlan todos tus movimientos. Eres el primer compositor importante al que se han enfrentado los escultores mentales y la SIMC estaría encantada de darte una nota de rechazo.

—¿Por qué?

—Oh —dijo Sindi—, hay muchas razones. Los escultores son unos esnob; también los chicos de la SIMC. Los unos querrían demostrar a los otros que su arte es superior a todos los demás. Y luego está la competencia; sería más cómodo suspenderte que permitirte llegar al mercado. La verdad es que creo que deberías volver a entrar. Podría inventarme alguna excusa…

—No —dijo Strauss de inmediato—. Tengo trabajo.

Pero precisamente se trata de eso, Richard. ¿Cómo vas a conseguir producir una ópera sin el SIMC? No es como si escribieses solos de theremín o algo que no costase ta…

Tengo trabajo dijo, y se fue.

Y efectivamente, así era, un trabajo que le absorbía como ningún otro proyecto en los últimos treinta años de su antigua vida. Apenas había pasado la pluma sobre el papel pautado (dos cosas asombrosamente difíciles de conseguir) cuando comprendió que nada en su larga carrera le había aportado las piedras angulares con las que juzgar la música que debía escribir ahora.

Los viejos trucos regresaron a millares, claro: el cambio súbito e inesperado de clave en la cresta de la melodía, el ampliar los intervalos, el jugar con los armónicos sobre el ya agudo clímax, el correr y el ajetreo a medida que las frases pasaban como rayos de una zona de la orquesta a otra, el estallido de los metales, la risa de los clarinetes, la enredada mezcla cromática para resaltar la tensión dramática… todos ellos.

Pero ya ninguno le satisfacía. Se había contentado con ellos gran parte de su vida y les había sacado un provecho asombroso. Pero había llegado el momento de empezar de nuevo. Lo cierto era que algunos de los trucos le repelían profundamente: ¿de dónde había sacado la idea, a la que se había agarrado durante décadas, de que los violines gritando al unísono en algún punto de la estratosfera era un sonido tan interesante como para que mereciese la pena repetirlo en una misma composición, e incluso en todas?

Y nadie, reflexionó satisfecho, se había enfrentado a un nuevo comienzo mejor equipado que él. Aparte del pasado que tenía disponible en su memoria, siempre había contado con un armamento técnico superior al de los demás; incluso los críticos hostiles lo habían admitido. Ahora que, en cierto sentido, componía su primera ópera (¡la primera después de quince años de óperas!), tenía todas las oportunidades de convertirla en una obra maestra.

Y esa precisamente era su intención.

Había, por supuesto, muchas distracciones insignificantes. Una era buscar papel pautado antiguo y pluma y tinta para escribir. Resultaba que muy pocos de los compositores modernos escribían su música. La mayoría de ellos usaban cinta: unían trozos de tonos y sonidos sacados de otras cintas, superponían cintas y modificaban el resultado girando un complejo sistema de controles. Por otra parte, casi todos los compositores de 3-V escribían directamente en la pista de sonido, garabateando rápidamente líneas aserradas y onduladas que, al pasar por un circuito de audio con fotocélula, producían un ruido razonablemente similar a una orquesta tocando, con sus armónicos y todo.

Los conservadores de la última trinchera que escribían notas sobre el papel lo hacían con ayuda de una máquina de escribir musical. El dispositivo, debía admitir, parecía al fin haber sido perfeccionado; tenía teclas y registros como un órgano, pero no era más que unas dos veces más grande que una máquina de escribir estándar y producía una página perfecta. Pero él estaba contento con sus propios manuscritos floridos y muy legibles, y se negaba a abandonarlos, por mucho que la pluma que había podido conseguir arañase el papel. Le ayudaba a conectar con su pasado.

Para unirse al SIMC también había pasado malos ratos, incluso después de que Sindi se encargase de los detalles políticos. El representante de la Sociedad que había examinado sus credenciales como miembro había recorrido el cuestionario sin más interés que el que podría haber manifestado un veterinario examinando una cabra enferma.

—¿Has publicado algo?

—Sí, nueve poemas tonales, como trescientas canciones, un…

—No cuando estabas vivo —dijo el examinador, lo que lo inquietó un tanto—. Me refiero a desde que los escultores te crearon.

—Desde que los escultores… Ah, comprendo. Sí, un cuarteto de cuerda, dos ciclos de canciones, un…

—Bien. Alfie, apunta «canciones». ¿Toca algún instrumento?

—El piano.

—Mm. —El examinador se miró las uñas—. Oh, bien. ¿Lees música o usas un Escriba, un mezclador o una Máquina?

—Leo.

—Toma. —El examinador sentó a Strauss delante de un visor, donde sobre una superficie iluminada viajaba una cinta sin fin de papel translúcido. En el papel había una banda de sonido muy ampliada—. Tararea esa música y dime a qué instrumento pertenece.

—No leo ese Musiksticheln —dijo Strauss con voz helada—, y tampoco lo escribo. Uso la notación estándar, sobre papel pautado.

—Alfie, apunta «solo lee notas». —Sobre el vidrio del visor colocó una hoja grisácea de música impresa—. Tararea eso.

«Eso» resultó ser una tonada popular llamada Garfios, coñac y tienda a crédito que un político que fingía tocar la guitarra había escrito en una Máquina de Éxito en 2159 para cantarla en un acto de campaña (en algunos aspectos, reflexionó Strauss, Estados Unidos no había cambiado tanto). Se había hecho tan popular que cualquiera podía tararearla solo con saber el título, supiese leer música o no. Strauss la tarareó y, para demostrar su capacidad, añadió:

—Está en Si bemol.

El examinador se acercó a un piano de pared pintado de verde y golpeó una grasienta tecla negra. El instrumento estaba espantosamente desafinado (la nota estaba mucho más cerca del La estándar a 440/cps que del Si bemol), pero el examinador dijo:

—Así es. Alfie, apunta, «también lee bemoles». Vale, hijo, eres miembro. Es un placer tenerte con nosotros; ya no hay mucha gente que sepa leer la vieja notación. Muchos lo consideran indigno de ellos.

—Gracias —dijo Strauss.

—En mi opinión, si valía para los viejos maestros, vale para nosotros. A mí me parece que hoy en día no tenemos gente como ellos. Excepto el doctor Krafft, claro. Los había geniales en el pasado… hombres como Shilkrit, Steiner, Tiomkin y Pearl… y Wilder y Jannsen. Verdaderos genios.

Doch gewiss —dijo Strauss cortésmente.

Pero el trabajo avanzaba. Ya ganaba un poco de dinero, por pequeñas obras. La gente parecía sentir un interés especial por un compositor surgido de los laboratorios de los escultores mentales y, además, el material en sí, de eso Strauss estaba seguro, tenía méritos propios que ayudaban a venderlo.

Sin embargo, lo importante era la ópera. Creció y creció bajo la pluma, tan nueva y fresca como su nueva vida, fundamentada sobre el conocimiento y la madurez al igual que su larga y repleta memoria. Al principio había sido problemático encontrar un libreto. Si bien era posible que existiese algo adecuado entre los guiones corrientes para 3-V (aunque lo dudaba), se vio incapaz de distinguir lo bueno de lo malo debido a la niebla que los cubría, producto de instrucciones técnicas de producción que le resultaban totalmente incomprensibles. Finalmente, y solo por tercera vez en toda su carrera, había recurrido a una obra escrita en una lengua diferente a la suya, y (por primera vez) decidió dejarla en esa lengua.

La obra era Venus observada de Christopher Fry, en todos los aspectos el libreto de ópera perfecto para Strauss, como fue comprendiendo poco a poco. Aunque era en principio una comedia con una compleja trama burlesca, se trataba de una obra en verso de considerable profundidad con varios personajes que pedían a gritos vivir musicalmente en tres dimensiones, además de una profunda corriente oculta de tragedia otoñal, de la caída de las hojas y la caída de las manzanas; era justo el tipo de mezcla contradictoria que Von Hofmannsthal le había ofrecido en El caballero de la rosa, en Ariadna en Naxos y en Arabella.

Lo sentía por Von Hofmannsthal pero ya tenía otro dramaturgo fallecido hacía mucho que parecía tener casi el mismo talento, y las oportunidades musicales eran inmensas. Estaba, por ejemplo, el incendio que cerraba el acto segundo: ¡qué regalo para un compositor que consideraba la orquestación y los contrapuntos tan vitales como el aire y el agua! O el momento en que Perpetua disparaba a la manzana en la mano del Duque: ¡en ese momento, una única referencia pasajera añadiría el marmóreo Guillermo Tell de Rossini a la textura musical, creando una nota irónica! Y el gran monólogo del Duque comenzaba:

¿Debo sentir pena de mí mismo? En nombre de la mortalidad.

Sentiré pena de mí mismo. Ramas y brotes,

colinas marrones, los valles brumosos,

un lago bruñido…

Ese era un discurso para un gran actor trágico con el espíritu de Falstaff: la unión final de la risa y el llanto, puntuados por comentarios soñolientos de Reedbeck, con cuyos sonoros ronquidos (trombones, no menos de cinco, ¿con sordina?), la ópera terminaría tranquilamente…

¿Qué podía ser mejor? Y sin embargo, había llegado hasta esa obra gracias a una serie improbable de accidentes. Al principio había planeado una farsa al estilo de La mujer silenciosa, solo para practicar. Recordando que Zweig le había adaptado ese libreto antaño, a partir de una obra de Ben Jonson, Strauss había empezado a buscar obras inglesas del periodo posterior a Jonson y había dado con un horrible espécimen rico en pareados heroicos llamado Venecia preservada, de un tal Thomas Otway. La obra de Fry estaba justo después de la de Otway en el catálogo de tarjetas y la había consultado por pura curiosidad; ¿por qué un dramaturgo del siglo XX iba a estar haciendo un chiste con el título de una obra del XVIII?

Después de leer dos páginas de la obra de Fry, el detalle menor del chiste desapareció por completo de su mente. Estaba recuperando la suerte; tenía una ópera.

Sindi hizo milagros preparando la representación. La fecha del estreno se fijó incluso antes de que terminase la partitura, con lo que Strauss recordó con agrado los días caóticos en los que Fuestner recogía de su mesa el final de Electra página a página, incluso antes de que se secase la tinta, para llevarla corriendo al impresor antes de que se cumpliese la fecha límite. Sin embargo, la situación presente era más complicada, porque para adecuarse a las nuevas técnicas de representación parte de la partitura se debía pasar a escriba, parte tenía que grabarse y parte debía imprimirse a la antigua; hubo momentos en que Sindi se puso gris.

Pero Venus observada surgió, como era habitual, completa de la pluma de Strauss con tiempo de sobra. Escribir el primer borrador de la música había sido un trabajo infernal, mucho más parecido a un renacimiento que aquel despertar confuso en el laboratorio de Barkun Kris, con sus connotaciones de estar muerto, pero Strauss descubrió que conservaba su capacidad de hacer arreglos casi sin esfuerzo a partir del borrador, tan ajeno a las perturbaciones apenas audibles de Sindi en la habitación como a los terribles estallidos supersónicos de los cohetes que sobrevolaban invisibles la ciudad.

Cuando terminó todavía faltaban dos días para empezar los ensayos, durante los cuales no tendría nada que hacer. Las técnicas de representación de la nueva época estaban tan absolutamente entremezcladas con las artes electrónicas que toda su experiencia (la suya, la del Kapellmeister) resultaba primitiva hasta lo indecible.

No le importaba. La música, tal como estaba escrita, hablaría por sí sola. Mientras tanto, agradeció la oportunidad de olvidarse del escenario durante meses. Regresó a la biblioteca y hojeó despreocupadamente viejos poemas, buscando textos para una o dos canciones. Sabía que no debía molestarse en leer la poesía reciente; no le decía nada y lo tenía claro. Los americanos de su propia época, pensó, podrían ofrecerle alguna pista para comprender la América de 2161; y si alguno de esos poemas daba a luz una canción, pues mejor.

La búsqueda le resultó relajante y se entregó a su disfrute. Finalmente dio con una grabación que le gustó; una grabación de una vieja voz rota con acento de Idaho, como había sonado aquella vez en 1910, en la antigua juventud del propio Strauss. El nombre del poeta era Pound. Decía en la grabación:

… las almas de todos los grandes hombres

siempre nos atraviesan,

y nos fundimos en ellas, y dejamos de ser

excepto como un reflejo de esas almas.

Por tanto, soy Dante un instante y soy

un tal François Villon, señor de las baladas y ladrón,

o soy tales santos que no voy a escribir,

no sea que me acusen de blasfemia;

dura un instante y la llama se apaga.

Es como si en nuestro interior reluciese una esfera

de oro fundido translúcido, que es el «yo»,

y en ella se proyectara alguna forma:

Cristo, o Juan o también el florentino.

Y en cuanto ese espacio no existe

si una forma no tiene superpuesta,

así cesamos nosotros de ser para el tiempo,

y ellos, los maestros del Alma, siguen viviendo.

Sonrió. La lección se había repetido una y otra vez desde los tiempos de Platón. Sin embargo, el poema describía su propia situación, era una especie de teoría de la metempsicosis que había sufrido, y resultaba emocionante a causa de su estilo formal. Sería adecuado convertirlo en un pequeño himno, en honor a su renacimiento, y a la perspicacia del poeta.

Oyó interiormente series ordenadas de acordes solemnes y sin aliento, sobre los cuales las palabras podrían repetirse con un susurro suave al comienzo… y luego un pasaje dramático en el que los grandes nombres de Dante y Villon resonarían como desafíos al tiempo… Tomó notas un rato en el cuaderno antes de devolver la grabación a su estante.

«Estos —pensó— son buenos auspicios».

Y así llegó la noche del estreno. El público llenaba la sala, las cámaras 3-V cabalgaban soportes invisibles por el aire y Sindi calculaba su parte de las ganancias del cliente con un complicado juego de dedos cuyo principio básico parecía ser que uno más uno sumaban diez. La sala se llenó hasta los topes con gente de todas las condiciones sociales, como si fuesen al circo y no a una ópera.

Había, sorprendentemente, casi cincuenta altivos y aristocráticos escultores mentales, vestidos formalmente con versiones exageradas y negras de sus batas de cirujano. Habían adquirido unos asientos en las primeras filas del auditorio, desde donde las gigantescas figuras 3-V que pronto llenarían el «escenario» que tenían delante (los verdaderos cantantes actuarían en un pequeño escenario en el sótano) tenían que parecer monstruosamente desproporcionadas, pero Strauss supuso que ya lo habían tenido en cuenta y no le dio más importancia.

Una oleada de susurros y una corriente de profunda emoción, cuyo significado Strauss desconocía, recorrió el público cuando los escultores empezaron a entrar. Pero no se esforzó en comprenderlo; luchaba con su propia oleada creciente de tensión por la noche de estreno, que, a pesar de los años, nunca había podido controlar del todo.

La luz suave y sin fuente aparente del auditorio se apagó y Strauss se colocó frente al atril. En él había una partitura, pero dudaba de que fuese a hacerle falta. Directamente delante, sobresaliendo de entre los músicos, estaban las inevitables boquillas 3-V dispuestas para traer las imágenes de los cantantes del sótano.

El público guardaba silencio. Había llegado la hora. La batuta se alzó y luego bajó con decisión, y el preludio surgió del foso de la orquesta.

Durante un rato estuvo profundamente inmerso en el complicado asunto de mantener unida la enorme orquesta, sintiendo los movimientos de la red musical bajo su mano. Pero a medida que se hizo con el control y ganó en seguridad, la tarea se volvió ligeramente menos exigente y pudo prestar más atención al sonido del conjunto.

Algo iba decididamente mal. Por supuesto, tuvo algunas sorpresas ocasionales cuando detalles de color orquestal surgían con un Klang diferente al esperado; eso les pasaba a todos los compositores, incluso después de toda una vida de experiencia. Y hubo un momento en que los cantantes, al llegar a una frase más difícil de cantar de lo que había calculado, parecían a punto de caer de la cuerda floja (aunque ninguno falló; era un conjunto de voces tan bueno como cualquier otro con el que hubiese tenido que trabajar).

Pero eso eran detalles. Lo que estaba mal era la impresión general. Strauss perdía no solo la emoción del estreno (después de todo, no podía estar al mismo nivel toda la noche) sino también el interés por lo que pasaba en el escenario y en el foso. Se estaba cansando gradualmente, el brazo de la batuta era cada vez más pesado; mientras el segundo acto atacaba lo que debería haber sido un torrente apasionado de tonos brillantes, estaba tan aburrido que deseó poder volver a su mesa y trabajar en la canción.

El acto acabó; solo quedaba otro. Apenas oyó los aplausos. Los veinte minutos de descanso en el camerino fueron apenas suficientes para devolverle las fuerzas.

Y de pronto, en medio del último acto, lo comprendió.

La música no tenía nada de nueva. Era el viejo Strauss otra vez… pero más débil, más diluido que nunca. Comparada con la obra de compositores como Krafft, sin duda al público le sonaba como una obra maestra. Pero él sabía la verdad.

La decisión, la determinación de abandonar los viejos tópicos y hábitos, la decisión de decir algo nuevo, había sucumbido a la fuerza de la costumbre. Devolverle la vida significaba resucitar también los reflejos profundamente grabados en su estilo. No tenía más que tomar la pluma y le anegaban sus automatismos fáciles, tan incontrolables como el impulso de alejar el dedo de una llama.

Se le llenaron los ojos de lágrimas; aquel cuerpo era joven, pero él era un viejo, un viejo. ¿Otros treinta y cinco años así? Jamás. Todo aquello ya lo había dicho antes, siglos antes. ¿Casi medio siglo condenado a repetirlo continuamente, con una voz cada vez más débil, consciente de que incluso aquel siglo degradado acabaría viéndolo como el cascarón quemado de la grandeza? No, jamás, nunca.

Fue consciente, apenas, de que la ópera había terminado. El público aullaba su alegría. Reconoció el sonido. Habían gritado de la misma forma en el estreno de Día de paz, pero aclamaban al hombre que había sido, no al hombre en que se había convertido y que Día de paz mostraba con cruel claridad. Allí el sonido tenía todavía menos sentido: vítores de ignorancia, eso era todo.

Se giró lentamente. Con asombro, y con una sorprendente sensación de alivio, comprobó que los vítores, después de todo, no eran para él.

Aclamaban al doctor Barkun Kris.

Kris estaba de pie en medio del conjunto de escultores mentales, saludando al público. Los escultores que tenía cerca le daban la mano uno tras otro. Otros se la ofrecieron cuando recorrió el pasillo hasta el atril. Cuando subió al escenario y tomó entre las suyas la mano del compositor, los vítores se convirtieron en un delirio.

Kris le levantó el brazo. Los vítores cesaron de pronto, transformándose en un silencio concentrado.

—Gracias —dijo con voz clara—. Damas y caballeros, antes de despedir al doctor Strauss expresemos una vez más el privilegio que ha representado oír este nuevo ejemplo de su genio. Estoy seguro de que ninguna despedida podría ser más adecuada.

La ovación duró cinco minutos y hubiese durado otros cinco si Kris no la hubiese cortado.

—Doctor Strauss —dijo—, dentro de un momento pronunciaré cierta frase y comprenderá usted que su nombre es Jerom Bosch, nacido en nuestro siglo y con una vida propia. Desaparecerán los recuerdos superpuestos que le han hecho asumir la máscara, la personalidad, del gran compositor. Se lo digo para que comprenda por qué estas personas aquí presentes comparten conmigo los aplausos que le corresponden a usted.

Una oleada de sonido afirmativo.

—El arte de esculpir mentes… la creación de personalidades artificiales para disfrute estético… puede que no vuelva a alcanzar esta cima. Debe comprender que como Jerom Bosch no tenía ningún talento para la música; es más, buscamos durante mucho tiempo hasta dar con un hombre absolutamente incapaz de tararear la melodía más simple. Sin embargo, fuimos capaces de superponer a ese material tan poco prometedor no solo la personalidad sino también el genio de un gran compositor. El genio es totalmente suyo… de la personalidad que se considera Richard Strauss. El hombre que se ofreció a ser esculpido no tiene ningún mérito. Este es su triunfo, doctor Strauss, y le aplaudimos por ello.

Ya era imposible contener la ovación. Strauss, con una sonrisa torcida, observó cómo el doctor Kris saludaba. La escultura mental era una forma sofisticada de crueldad acorde con aquella época, pero aquel impulso, por supuesto, siempre había existido. Era el mismo impulso que obligaba a Rembrandt y a Leonardo a convertir cadáveres en obras de arte.

Merecía un pago igualmente sofisticado según la lex talionis: ojo por ojo, diente por diente… y fracaso por fracaso.

No, no hacía falta que le dijese al doctor Kris que el Strauss que había creado estaba tan vacío de genio como una calabaza hueca. El objeto de la broma sería siempre el escultor, incapaz de oír el vacío en la música ahora guardada en cintas 3-V.

Pero un estallido de rebelión le recorrió momentáneamente la sangre. Yo soy yo —pensó—. Soy Richard Strauss hasta mi muerte, y jamás seré Jerom Bosch, que era totalmente incapaz de tararear la melodía más simple. Su mano, que todavía sostenía la batuta, se alzó de pronto, aunque no sabía si para golpear o para protegerse de un golpe.

Volvió a dejarla caer y, al fin, se inclinó para saludar… no al público, sino al doctor Kris. No lamentaba nada mientras Kris se volvía hacia él para pronunciar las palabras que le devolverían al olvido, excepto que ya no tendría ocasión de musicar el poema.