Llámame Joe
POUL ANDERSON
(abril de 1957)

Ganador en diversas ocasiones de los premios Hugo y Nebula, Poul Anderson ha escrito más de cincuenta novelas y cientos de relatos cortos desde su debut en 1947. Su primera novela, La onda cerebral, es un ejemplo clásico de las técnicas de la ciencia ficción tradicional; extrapola el impacto de un incremento súbito y universal de la inteligencia sobre toda la civilización humana del siglo XX. Anderson es especialmente valorado por los detalles de sus historias. Su vasta saga Historia Técnica, una crónica en varios volúmenes de exploración interestelar y construcción imperial, abarca cinco siglos de historia futura con los sucesivos alzamientos y caídas de tres imperios de una federación galáctica. La gran extensión de la saga le ha brindado a Anderson la oportunidad de desarrollar personajes coloristas y bien construidos y de explorar el impacto a largo plazo de ciertas ideas y aptitudes —libre empresa, militarismo, imperialismo, estilos individuales de gobierno— sobre la sociedad y la estructura política de un mundo imaginado. Dos personajes, producto de momentos y civilizaciones diferentes, dominan los episodios más notables de la serie: el falstafiano mercader bribón Nicholas van Rijn, héroe de The Man Who Counts y El mundo de Satán y Mirkheim, y el alférez Dominic Flandry, algunas de cuyas aventuras son We Claim These Stars, A Knight of Chosts and Shadows y Earthman, Go Home! Anderson se ha enfrentado a muchos de los temas clásicos de la ciencia ficción, incluido el viaje a velocidades cercanas a la de la luz en Tau Cero, el viaje en el tiempo en la serie de historias de la Patrulla del Tiempo, recopiladas en La Patrulla del Tiempo, y la evolución acelerada en Tiempo de fuego. Es especialmente famoso por mezclar ciencia ficción e historia, especialmente en su novela La gran cruzada, un excelente relato de primer contacto en que un ejército medieval captura una nave espacial. Gran parte de la fantasía de Anderson está repleta de referencias mitológicas, especialmente su fantasía heroica Tres corazones y tres leones y también La espada rota, una historia alternativa construida a partir del trasfondo de El sueño de una noche de verano. En 1978 Anderson recibió el premio Tolkien Memorial. En colaboración con su esposa Karen, ha escrito la serie de cuatro libros de fantasía céltica sobre el Rey de Ys y, con Gordon Dickson, la divertida serie de Hoka. Sus relatos de ficción han sido recopilados en varios volúmenes, como La reina del aire y la oscuridad, AII One Universe, Strangersfrom Earth y Seven Conquests.

El viento llegó aullando desde la oscuridad oriental, empujando un trallazo de polvo amoniacal. Edward Anglesey quedó cegado a los pocos minutos.

Se echó a cuatro patas sobre los fragmentos del suelo, se agachó y buscó a tientas el hornillo. El viento zumbó en su cráneo. Algo le golpeó la espalda y empezó a sangrar; un árbol arrancado de raíz y arrojado a cien kilómetros de distancia. Restalló el rayo en lo más alto, donde las nubes hervían de noche.

Como si fuese una respuesta, el trueno agitó las montañas de hielo, saltó una llamarada roja y una colina se desmoronó con estruendo dispersándose por el valle. La tierra se estremeció.

Una explosión de sodio, pensó Anglesey rodeado del tamborileo.

El fuego y el rayo le ofrecieron iluminación suficiente para dar con sus aparatos. Agarró las herramientas con manos musculosas, sostuvo el canal y, como pudo, llegó al túnel y de ahí a su refugio.

Las paredes y el techo eran de agua congelada por la lejanía del Sol y comprimida por toneladas de atmósfera sobre cada centímetro cuadrado. La ventilación dependía de una diminuta salida de humos y una lámpara de aceite de árbol ardiendo en hidrógeno aportaba una tenue claridad a la única estancia.

Anglesey tendió su forma azul pizarra sobre el suelo, jadeando. No tenía sentido maldecir la tormenta. Aquellos vientos amoniacales solían llegar a la puesta de sol y no había nada que hacer excepto esperar a que pasasen. En cualquier caso, estaba cansado.

Al cabo de cinco horas más o menos amanecería. Esa noche había tenido la esperanza de forjar un hacha, la primera, pero sería mejor que lo hiciera a la luz del día.

Tomó de un estante un cuerpo de decápodo y se comió la carne cruda, deteniéndose para tomar largos tragos de una taza de metano líquido. Las cosas mejorarían en cuanto dispusiese de las herramientas adecuadas; hasta entonces todo lo había arrancado y montado dolorosamente con dientes, garras, carámbanos encontrados por casualidad y aquellos malditos trozos poco resistentes y deteriorados que quedaban de la nave espacial. Al cabo de unos años viviría como un hombre, vaya si no.

Suspiró, se estiró y se dispuso a dormir.

En algún lugar, a más de ciento ochenta mil kilómetros, Edward Anglesey se quitó el casco.

Miró parpadeando a su alrededor. Después de experimentar la superficie joviana, siempre le resultaba un poco irreal encontrarse allí de nuevo, inmerso en el orden limpio y tranquilo de la sala de control.

Le dolían los músculos. No tendría que haber sido así. En realidad no se había enfrentado a un viento de varios cientos de kilómetros por hora, bajo tres gravedades, ni a una temperatura de 140 grados absolutos. Había estado donde estaba, sometido al tirón casi inexistente de Júpiter V, respirando oxinitrógeno. Era Joe el que vivía allá abajo y se llenaba los pulmones con hidrógeno y helio a una presión que solo cabía estimar porque rompía los aneroides y desbarataba los elementos piezoeléctricos.

Aun así, sentía el cuerpo castigado y agotado. Sin duda por la tensión, algo psicosomático; después de todo, durante un buen montón de horas en cierto sentido había sido Joe y Joe se había estado esforzando de verdad.

Sin el casco, Anglesey solo conservaba una débil conexión. El proyector psi seguía sintonizado con el cerebro de Joe pero ya no estaba enfocado en el suyo propio. En algún lugar de su mente tenía una sensación inefable de sueño. De vez en cuando, colores y formas vagas penetraban desde la oscuridad… ¿sueños? No era imposible que el cerebro de Joe soñase un poco cuando la mente de Anglesey no lo usaba.

En el panel del proyector psi destelló una luz roja y sonó un timbre de alarma electrónico. Anglesey maldijo. Los dedos bailaron sobre los controles de silla, giró y salió disparado hacia la consola de mando. Sí… ya estaba… ¡los tubos K volvían a oscilar! El circuito saltó. Sacó la tapa con una mano mientras con la otra rebuscaba en un cajón.

Sentía desvanecerse el contacto mental con Joe. Si lo perdía por completo no estaba seguro de poder restablecerlo. Y Joe era una inversión de varios millones de dólares y muchos años-hombre de personal muy especializado.

Anglesey sacó el tubo K roto y lo tiró al suelo. El vidrio estalló. Eso lo calmó un poco, lo justo para encontrar un repuesto, conectarlo y volver a dar la corriente… A medida que la máquina se calentaba y volvía a amplificar, se reforzó la presencia de Joe en los callejones oscuros de su cerebro.

Luego, el hombre en silla de ruedas eléctrica salió despacio de la sala al pasillo. Que otro se encargase de barrer el tubo roto. A la mierda. A la mierda con todos.

Jan Cornelius nunca se había alejado de la Tierra más de lo que requería ir a un cómodo centro de vacaciones lunar. Le cabreaba considerablemente que la Corporación Psiónica le seleccionase para un exilio de trece meses. El hecho de que supiese más de proyectores psi y sus excéntricas tripas que nadie no era excusa. ¿Por qué mandar a alguien? ¿A quién le importaba?

Evidentemente, le importaba a la Autoridad Científica Federativa. Aparentemente habían entregado a esos ermitaños barbudos un cheque en blanco de dinero público.

Así rezongaba Cornelius para sí durante el largo trayecto hiperbólico a Júpiter. Luego el cambio de aceleración en la aproximación a su diminuto satélite interior le dejó demasiado hecho polvo para seguir quejándose.

Y cuando, al final, justo antes de desembarcar, fue al invernadero para echar un vistazo a Júpiter, no dijo ni una palabra. Nadie decía nada la primera vez.

Arne Viken aguardó pacientemente mientras Cornelius miraba fijamente. A mí todavía me impresiona —pensó—. Se me hace un nudo en la garganta. Algunas veces me da miedo mirar.

Por fin Cornelius se dio la vuelta. Él mismo tenía una apariencia ligeramente joviana, porque era un hombre corpulento con un diámetro de cintura imponente.

—No tenía ni idea —susurró—. Nunca hubiese… He visto fotografías, pero… Viken asintió.

—Exacto, doctor Cornelius. Las fotos no le hacen justicia.

Desde donde se encontraban veían la quebrada roca oscura del satélite revuelta hasta un trecho más allá de la zona de aterrizaje y, luego, cortada en caída vertical. Aquella luna no era más que una plataforma, por lo visto, y las constelaciones frías fluían a su alrededor, dejándola atrás. Júpiter ocupaba como una quinta parte del cielo suavemente coloreado con franjas de colores, marcado por las sombras de lunas del tamaño de planetas y con remolinos tan grandes como la Tierra. Si hubiese habido gravedad apreciable, Cornelius habría pensado, instintivamente, que el enorme planeta caía hacia él. Como no la había, le daba la sensación de que tiraba de él; le dolían las manos de agarrar la barandilla.

—¿Vive aquí… completamente solo… con eso? —dijo con un hilo de voz.

—Oh, la verdad es que somos unos cincuenta. Y nos llevamos bien —dijo Viken—. No está tan mal. Firmas por un periodo de cuatro ciclos, es decir, de cuatro llegadas de naves, y créalo o no, doctor Cornelius, esta es la tercera vez que me alisto.

El recién llegado se abstuvo de seguir indagando. Los hombres de Júpiter V tenían algo que no acababa de entender. Casi todos llevaban barba, aunque por lo demás se acicalaban con cuidado; sus movimientos en baja gravedad poseían cierto carácter onírico; atesoraban la conversación, como si quisiesen alargarla durante el año y el mes que tardaría en llegar otra nave. Su existencia monacal los había cambiado… ¿o aceptaban los votos de pobreza, castidad y obediencia porque nunca se habían sentido del todo a gusto en la verde Tierra?

¡Trece meses! Cornelius se estremeció. Iba a ser una larga y fría espera, y en aquel preciso momento, a setecientos setenta mil millones de kilómetros del Sol, no le consolaban las pagas y las bonificaciones que se acumulaban.

—Es un lugar maravilloso para investigar —continuó Viken—. Con todas las instalaciones, colegas cuidadosamente seleccionados, sin distracciones… y, claro está… —Señaló con el pulgar hacia el planeta y se volvió para salir.

Cornelius le siguió, caminando con torpeza.

—Sin duda es muy interesante —resopló—. Fascinante. Pero, en serio, doctor Viken, arrastrarme hasta aquí y hacerme pasar más de un año esperando a la próxima nave para realizar un trabajo que me llevará unas semanas…

—¿Está seguro de que es tan simple? —preguntó Viken con cortesía. Lo miró y en sus ojos Cornelius vio algo que le hizo callar—. Después de todos mis años aquí, todavía tengo que encontrar un problema, por complicado que sea, que no se complique aún más si lo examinas de la forma adecuada.

Atravesaron la esclusa de la nave y recorrieron el tubo hasta la entrada de la estación. Casi toda estaba bajo la superficie. Las habitaciones, los laboratorios e incluso los pasillos eran de lujo… ¡vamos, si en la sala común había una chimenea con un fuego de verdad! ¡Solo Dios sabía lo que costaba mantenerlo!

Pensando en el inmenso vacío frío donde señoreaba el planeta rey, y en su sentencia personal de un año, Cornelius decidió que tales lujos eran en realidad necesidades biológicas.

Viken le enseñó su cámara, agradablemente amueblada.

—Enseguida le traeremos el equipaje y descargaremos el material psiónico. Ahora mismo todos los demás hablan con la tripulación de la nave o leen el correo.

Cornelius asintió ausente y se sentó. La silla, como todo el mobiliario de baja gravedad, no era más que un esqueleto delgado, pero sostenía bastante bien su cuerpo. Rebuscó en su túnica con la esperanza de convencer al otro para que le hiciese compañía un rato más.

—¿Un puro? He traído unos cuantos de Amsterdam.

—Gracias. —Viken aceptó con decepcionante indiferencia, cruzó las largas piernas delgadas y expulsó una nube gris.

—Ah… ¿está usted al mando?

—No exactamente. Nadie lo está. Tenemos a un administrador, el cocinero, que se ocupa del poco trabajo que hay de ese tipo. No olvide que se trata, en primer, único y definitivo lugar, de una estación de investigación.

—Entonces, ¿cuál es su campo?

Viken frunció el entrecejo.

—No haga preguntas tan directas, doctor Cornelius —le advirtió—. Los hombres prefieren alargar los cotilleos todo lo posible con cada recién llegado. Es una delicia poco común tener a alguien cuyas posibles reacciones, todas ellas, no… No, no se disculpe conmigo. No tiene importancia. Soy físico, especializado en el estado sólido a presiones extremas. —Hizo un gesto hacia la pared—. ¡Ahí fuera hay mucho que observar!

—Comprendo. —Cornelius fumó en silencio un rato. Luego dijo—: Se supone que soy experto psiónico pero, francamente, en este momento no tengo ni idea de por qué su máquina iba a fallar como dice.

—¿Se refiere a que esos tubos K producen una salida estable en la Tierra?

—Y en Luna, Marte, Venus… En todas partes excepto, aparentemente, aquí. —Cornelius se encogió de hombros—. Claro está, los rayos psi son siempre caprichosos y a veces recibes una retroalimentación indeseada cuando… Nada. Primero recabaré datos antes de formular una hipótesis. ¿Quiénes son sus operadores psi?

—Solo Anglesey, que está lejos de ser un operador psi entrenado. Pero se dedicó a ello después de quedar lisiado y demostró tal habilidad natural para la tarea que le enviaron aquí cuando se ofreció voluntario. Es tan difícil traer a alguien a Júpiter V que no nos interesan demasiado los títulos. Y, la verdad, Ed parece estar operando a Joe tan bien como un doctor en psiónica.

—Ah, sí. Su pseudojoviano. También tengo que estudiar este enfoque con sumo cuidado —dijo Cornelius. A pesar de sí mismo empezaba a sentir interés—. Quizás el problema se deba a algún aspecto de la bioquímica de Joe. ¿Quién sabe? Le revelaré un secreto celosamente guardado, doctor Viken: la psiónica no es una ciencia exacta.

—Tampoco la física. —El otro sonrió. Tras una pausa, añadió más serio—: Al menos, mi rama de la física. Tengo la esperanza de convertirla en exacta. Por eso estoy aquí. Es la razón por la que todos estamos aquí.

Ver por primera vez a Edward Anglesey le conmocionó un poco. Tenía cabeza, un par de brazos y una mirada azul desconcertante. El resto de su persona eran meros detalles encerrados en una máquina con ruedas.

—Era biofísico —le había dicho Viken a Cornelius—. Mientras estudiaba de joven las esporas atmosféricas de la Estación Tierra, tuvo un accidente. Quedó aplastado de cintura para abajo. Es un tipo irascible. Hay que tomárselo con paciencia.

Sentado en una banqueta mínima en la sala de control del proyector psi, Cornelius comprendió que Viken había suavizado la realidad.

Anglesey comía mientras hablaba, de un modo basto, dejando que los tentáculos de la silla le limpiasen.

—Tengo que hacerlo —le explicó—. Este estúpido lugar sigue oficialmente la hora GMT de la Tierra. Júpiter no. Tengo que estar aquí cuando Joe despierta, listo para ocuparme de él.

—¿No podría hacer que alguien le relevase? —preguntó Cornelius.

—¡Bah! —Anglesey empaló un trozo de proteína y lo agitó en dirección al otro hombre. Como era hablante nativo podía escupir inglés, la lengua común de la estación, con desmedida ferocidad—. Mire. ¿Alguna vez ha realizado psi terapéutico? No solo escuchar o comunicarse, sino control pedagógico real.

—No, no. Hace falta cierto talento natural, como el suyo. —Cornelius sonrió. Su frasecita para congraciarse se la tragó el rostro marcado que tenía delante sin resultado alguno—. ¿Debo entender que se refiere a casos como, bueno, reeducar el sistema nervioso de un niño paralizado?

—Sí, sí. Un ejemplo muy bueno. ¿Alguien ha intentado suprimir la personalidad del niño, tomar totalmente el control en el sentido más literal?

—¡Buen Dios, no!

—¿Ni siquiera como experimento científico? —Anglesey sonrió.

¿Ningún operador de proyector psi ha bebido de más y ha inundado el cerebro del niño con sus propios pensamientos? Venga, Cornelius, no me chivaré.

—Bien… Eso está fuera de mi campo, compréndalo. —El psionicista apartó cuidadosamente la vista, encontró la esfera blanca de un contador y clavó en ella los ojos—. He oído algo sobre… Bien, sí, hubo intentos en algunos casos patológicos de… acabar con las alucinaciones del paciente por pura fuerza bruta…

—Y no salió bien —dijo Anglesey. Rio—. No puede salir bien, ni siquiera con el cerebro de un niño, y menos con el de un adulto cuya personalidad está plenamente desarrollada. Vamos, pero si llevó una década de mejoras, ¿no es eso?, conseguir que la máquina permitiera a un psiquiatra «escuchar» sin que la diferencia normal entre su patrón de pensamiento y el del paciente… sin que esa diferencia causara interferencias que afectasen precisamente a lo que pretendía estudiar. La máquina debe compensar automáticamente las diferencias entre individuos. Todavía no sabemos superar las diferencias entre especies.

»Si alguien está dispuesto a cooperar, puedes guiar poco a poco su forma de pensar. Y eso es todo. Si intentas tomar el control de otro cerebro, un cerebro con sus propias experiencias de fondo, su propio ego… bien, arriesgas tu cordura. El otro cerebro contraatacará, instintivamente. Una personalidad humana completamente desarrollada, madura y endurecida es simplemente demasiado compleja para el control externo. Dispone de demasiados recursos, es un buen infierno que el subconsciente puede emplear si su integridad se ve amenazada. ¡Demonios, tío, no podemos controlar nuestra propia mente! ¡Menos la de otra persona!

La voz cascada calló por fin. Anglesey se quedó sentado mirando pensativo el panel de instrumentos, golpeando la consola de su madre mecánica.

—¿Bien? —dijo Cornelius al cabo de un rato.

Quizá no debería haber hablado. Pero le resultaba difícil permanecer mudo. Había demasiado silencio… casi ochocientos mil millones de kilómetros de silencio, desde aquel punto al Sol. Si cerrabas la boca cinco minutos, el silencio empezaba a filtrarse como una niebla.

—Bien —dijo Anglesey—. Nuestro pseudojoviano tiene un cerebro físicamente adulto. Solo puedo controlarle porque su cerebro nunca ha tenido la oportunidad de desarrollar un ego. Yo soy Joe. Desde el momento en que «nació» a la conciencia he estado allí. El rayo psi me envía todos sus datos sensoriales y yo le envío mis impulsos de los nervios motores. Pero aun así, dispone de un cerebro excelente y sus células registran todas las experiencias; sus sinapsis han creado la topografía que conforma mi «patrón de personalidad».

»Cualquiera que intentase ocupar mi puesto descubriría que sería como intentar echarme a mí de mi propio cerebro. No podría hacerlo. Claro está que desde luego no tiene más que recuerdos rudimentarios de Anglesey (por ejemplo, no enuncio teoremas trigonométricos mientras le controlo), pero sabe lo suficiente para ser, en potencia, una personalidad diferenciada.

»De hecho, siempre que despierta (normalmente pasan unos minutos mientras siento el cambio a través de mis facultades psi normales y me ajusto el casco de amplificación) tengo que luchar un poco. Siento casi una… resistencia… hasta que logro corregir el desfase de sus corrientes mentales respecto a las mías. El simple hecho de soñar es una experiencia lo suficientemente diferente como…

Anglesey no se molestó en concluir la frase.

—Comprendo —murmuró Cornelius—. Sí, está muy claro. Es más, es asombroso que pueda mantener un contacto tan absoluto con un ser poseedor de un metabolismo tan diferente.

—No durará mucho —dijo sarcástico el operador psi—, si no corrige lo que sea que quema los tubos K. No dispongo de un suministro ilimitado.

—Tengo algunas hipótesis de trabajo —dijo Cornelius—, pero se sabe tan poco de la transmisión del rayo psi… ¿Su velocidad es infinita o simplemente muy grande? ¿La intensidad del rayo es realmente independiente de la distancia? ¿Qué hay de los posibles efectos de la transmisión… oh, a través de la materia degenerada del núcleo joviano? ¡Dios mío, un planeta donde el agua es un mineral pesado y el hidrógeno un metal! ¿Qué sabemos?

—Se supone que debes descubrirlo —respondió Anglesey—. De eso va todo este proyecto. De adquirir conocimiento. ¡Maldita sea! —A punto estuvo de escupir en el suelo—. Por lo visto la gente no se entera de lo poco que hemos aprendido. El hidrógeno sigue siendo gaseoso allí donde vive Joe. Tendría que escarbar algunos kilómetros para alcanzar la capa sólida. ¡Y se espera de mí que realice un análisis científico de las condiciones jovianas!

Cornelius esperó a que acabase, dejando que Anglesey despotricara mientras él se concentraba en el problema de la oscilación del tubo K.

—En la Tierra no lo comprenden. Ni siquiera aquí lo comprenden.

En ocasiones me parece que se niegan a entenderlo. Joe está ahí abajo sin nada más que sus manos desnudas. Él, yo, empezamos sabiendo poco más que probablemente podríamos comernos a las formas de vida locales. Tiene que pasar casi todo el tiempo cazando comida. Es un milagro que haya hecho tanto en unas cuantas semanas: ha construido un refugio, se ha familiarizado con la región circundante, ha empezado con la metalurgia, la hidrurgia o como quieras llamarlo. ¡Por todos los santos! ¿Qué más quieren de mí?

—Claro, claro —murmuró Cornelius—. Sí, yo…

Anglesey alzó el huesudo rostro blanco. Su mirada cambió.

—¿Qué…? —empezó a decir Cornelius.

—¡Calla! —Anglesey giró la silla, buscó el casco, se lo encasquetó—. Joe despierta. Sal de aquí.

—Pero si solo me deja trabajar cuando duerme, ¿cómo voy a…?

Anglesey hizo un gesto de furia y le lanzó una llave. Fue un lanzamiento sin fuerza, incluso en baja gravedad. Cornelius retrocedió hasta la puerta. Anglesey ajustaba el proyector psi. De pronto se estremeció.

¡Cornelius!

—¿Qué pasa? —El psionicista regresó corriendo, se pasó y resbaló para acabar cayendo hecho una bola contra el panel.

—Otra vez el tubo K. —Anglesey se arrancó el casco. Debía dolerle como una llamarada el aullido mental descontrolado y amplificado dentro del cerebro, pero se limitó a decir—: Cámbialo. Rápido. Y luego sal y déjame en paz. Joe no se ha despertado por sí solo. Algo ha entrado en el refugio… ¡ahí abajo tengo problemas!

Había sido un día de duro trabajo y Joe durmió profundamente. No se despertó hasta que las manos no se cerraron alrededor del cuello.

Por un momento solo experimentó la oleada enloquecedora del pánico. Creyó que estaba de regreso en la Estación Tierra, flotando en gravedad cero al extremo de un cable mientras un millar de estrellas heladas rodeaban el planeta que tenía delante. Creyó que la enorme viga se había soltado del amarre y avanzaba lentamente hacia él con la inercia de sus frías toneladas, girando y reluciendo a la luz de la Tierra, y que oía el único sonido de sus propios gritos en el interior del casco cuando, mientras intentaba soltarse del cable, la viga le golpeó, muy suavemente, pero siguió en movimiento y él se movió con ella hasta quedar aplastado contra la pared de la estación, empotrado en ella, con el traje roto echando espuma como si intentara sellar su cuerpo maltrecho, sangre mezclada con espuma de sangre. Joe aulló.

Con un movimiento espasmódico arrancó aquellas manos de su cuello y lanzó una forma oscura al otro lado del refugio. Golpeó la pared con estruendo y la lámpara cayó al suelo y se apagó.

Joe se quedó de pie en la oscuridad, respirando con esfuerzo, vagamente consciente de que mientras dormía el viento había pasado de un aullido a un gruñido bajo.

La cosa que había lanzado al otro lado farfullaba de dolor y se arrastraba siguiendo la pared. Joe palpó en la oscuridad para hacerse con su garrote.

Algo más escarbaba. ¡El túnel! ¡Venían por el túnel! Joe fue a tientas a su encuentro. El corazón le palpitaba con fuerza y olía un tufo alienígena.

La cosa que apareció, justo cuando Joe cerraba las manos para atraparla, era la mitad de grande que él, pero tenía seis patas de talones monstruosos y un par de manos de tres dedos que fueron por sus ojos. Joe soltó una maldición, la levantó mientras se retorcía y la arrojó al suelo. La cosa gritó y Joe oyó cómo se le rompían los huesos.

—¡Venid, venga! —Joe arqueó la espalda y les escupió, como un tigre amenazado por orugas gigantes.

Fluyeron por el túnel para llegar a la estancia; una docena entró mientras él luchaba con una que, enrollada en sus hombros, había anclado en Joe el cuerpo sinuoso con sus garras. Fueron por sus piernas, intentando treparle por la espalda. Él atacó con sus propias garras, con la cola, rodó, se agachó bajo un montón de aquellas cosas y se incorporó con el montón todavía encima de él.

Se agitaron en la oscuridad. Las múltiples patas golpearon la pared del refugio. Se estremeció, una viga se partió, el techo se desplomó. Anglesey quedó de pie en un pozo, entre las placas de hielo rotas, bajo la luz menguante de un Ganímedes que se hundía tras el horizonte.

Ahora podía ver que los monstruos eran de color negro y que tenían la cabeza lo suficientemente grande para que contuviera un cerebro, menor que el de un humano pero probablemente más grande que el de los monos. Había un buen montón; luchaban por salir de debajo del desastre y se le acercaban con la misma malicia chillona.

¿Porqué?

Una reacción de mandril —pensó Anglesey en el fondo de sí mismo—. Ves a un desconocido, temes al desconocido, odias al desconocido, matas al desconocido. Su pecho se alzó, moviendo aire por una garganta en carne viva. Agarró una viga entera, la partió por la mitad y blandió la madera dura como el acero.

La criatura más próxima perdió la cabeza. A la siguiente se le rompió la espalda. La tercera salió disparada, con las costillas rotas, hacia la cuarta; cayeron las dos. Joe se puso a reír. La verdad es que empezaba a ser divertido.

—¡Eeeeoooo! ¡Tiiiigreee! —Corrió sobre el suelo helado, hacia el grupo. Se dispersaron, aullando. Las persiguió hasta que la última se perdió en el bosque.

Jadeando, Joe miró los cadáveres. Él sangraba, estaba dolorido, tenía frío y hambre y se había quedado sin refugio… pero ¡les había ganado! Sintió el impulso súbito de golpearse el pecho y aullar. Vaciló un momento. ¿Por qué no? Anglesey echó atrás la cabeza y aulló su victoria al disco oscuro de Ganímedes.

A continuación se puso a trabajar. Primero encendió una hoguera al abrigo de la nave espacial, que ya era poco más que una colina de corrosión. La jauría de monstruos gritó en la oscuridad y en el suelo roto; no habían renunciado a él, volverían.

Arrancó un muslo de uno de los caídos y lo mordió. Estaba bastante bueno. Estaría todavía mejor si lo cocinaba. ¡Habían cometido un grave error revelando su existencia! Se terminó el desayuno mientras Ganímedes se hundía bajo las montañas de hielo occidentales. Pronto amanecería. El aire estaba casi inmóvil y una bandada de salta cielos, como los llamaba Anglesey, en forma de tortitas, le pasó por encima, teñida de tonos cobrizos por los primeros pálidos rayos de la aurora.

Joe rebuscó entre las ruinas del refugio hasta dar con el equipo de fundición de agua. No había sufrido daños. Lo primero era fundir un poco de hielo y llenar los moldes de hacha, cuchillo, sierra y martillo que había preparado con tanto esfuerzo. En las condiciones jovianas, el metano era un líquido que bebías y el hielo era un mineral denso y duro. Serviría para hacer buenas herramientas. Más adelante intentaría alearlo con otros materiales.

Lo siguiente… Sí, a la porra el refugio; volvería a dormir una temporada a la intemperie. Fabricaría un arco, pondría trampas, se prepararía para masacrar a las orugas negras cuando volviesen a atacar. Cerca había un abismo que caía en picado un buen trecho hasta el frío extremo del estrato de hidrógeno metálico: una nevera natural, un lugar donde almacenar las semanas de comida que sus enemigos le suministrarían. Eso le daría libertad para hacer… ¡Oh, para hacer un buen montón de cosas!

Joe rio, exultante, y se tendió para contemplar el amanecer.

Una vez más le asombró lo hermoso que era aquel lugar. Ver surgir la diminuta y brillante chispa del Sol de los bancos de niebla del este, teñidos de un púrpura terroso salpicado de rosa y oro; ver cómo la luz ganaba en intensidad hasta que el gran arco hueco del cielo se convertía en una fuente de radiación; ver cómo la luz derramaba calor y vida sobre una amplia zona de terreno, el millón de kilómetros cuadrados de bosque bajo y lagos de olas que titilaban y géiseres de plumas de hidrógeno, y ver, ver, ¡ver las montañas del oeste destellar como acero azul!

Anglesey se llenó los pulmones del salvaje viento de la mañana y gritó con alegría infantil.

—Yo no soy biólogo —dijo Viken con precaución—. Pero quizá por esa razón puedo aportar una visión general más exacta del asunto. Luego que López y Matsumoto respondan más detalladamente las preguntas.

—Excelente. —Cornelius asintió—. ¿Por qué no empezamos partiendo de la base que no sé nada del proyecto? Es prácticamente mi situación.

—Si lo desea. —Viken rio.

Se encontraban en una oficina exterior de la sección de xenobiología. No había nadie más, porque el reloj de la estación marcaba las 17.30 GMT y solo había un turno de trabajo. No tenía sentido hacer más de uno hasta que Anglesey empezase a darles datos cuantitativos.

El físico se inclinó y recogió un pisapapeles de la mesa.

—Uno de los chicos lo fabricó por diversión —dijo—, pero es un modelo bastante decente de Joe. Mide aproximadamente un metro y medio de altura.

Cornelius dio vueltas a la imagen de plástico entre las manos. Si eras capaz de imaginar una criatura parecida a un centauro felino con una gruesa cola prensil. El torso era corto, de largos brazos, tremendamente musculoso; la cabeza sin pelo era redonda, de nariz ancha, con ojos profundos y mandíbulas potentes, pero bastante humano de hecho. El color era gris azulado.

—Macho, por lo que veo —comentó.

—Por supuesto. Quizá no lo comprende. Joe es un pseudojoviano auténtico: por lo que sabemos, el último modelo, con todos los fallos corregidos. Es la respuesta a una investigación que llevó cincuenta años. —Viken miró de reojo a Cornelius—. Comprende usted la importancia de nuestro trabajo, ¿no es así?

—Hago lo que puedo para entenderlo —dijo el psionicista—. Pero si… bien, pongamos que por los fallos de los tubos o algo pierden a Joe antes de que yo pueda resolver el problema. Tienen otros pseudos en reserva, ¿no?

—Oh, sí —dijo Viken cabizbajo—. Pero el coste… No disponemos de un presupuesto ilimitado. Gastamos mucho dinero porque sale muy caro ya simplemente instalarse y respirar tan lejos de la Tierra. Pero por esa misma razón nuestro margen es muy reducido.

Hundió las manos en los bolsillos y se acercó a la puerta interior, la de los laboratorios, con la cabeza gacha y hablando con voz baja y apresurada.

—Quizá no comprende hasta qué punto Júpiter es un planeta de pesadilla. No hablamos solo de la gravedad en superficie, que está un poco por debajo de tres g, eso no es nada, sino del potencial gravitatorio, que es diez veces el de la Tierra. Y de la temperatura. ¡Y sobre todo de la presión, la atmósfera, las tormentas y la oscuridad!

»Si una nave espacial desciende a la superficie de Júpiter lo hace guiada por control remoto; pierde como un colador, para equilibrar la presión, pero por lo demás se trata del modelo más resistente y más potente jamás diseñado; dispone de todos los instrumentos, servomecanismos y dispositivos de seguridad concebidos hasta el momento por la mente humana para proteger un millón de dólares en equipo de precisión.

»Y ¿qué pasa? La mitad de las naves jamás llega a la superficie. Una tormenta las atrapa y las manda lejos o chocan con un resto flotante de Hielo VII, una versión en pequeño de la Mancha Roja, ¡o lo que pasaba por una bandada de pájaros clava una y cocina en ella!

»Y en cuanto al cincuenta por ciento que aterriza, el viaje es de ida. Ni siquiera intentamos traerlas de vuelta. Si la tensión del descenso no lo ha aflojado todo, la corrosión las ha condenado. El hidrógeno a presiones jovianas actúa de forma curiosa sobre los metales.

»Cuesta un total de unos cinco millones de dólares colocar a Joe, un pseudo, allá abajo. Cada pseudo posterior, si tenemos suerte, costará un par de millones más.

Viken abrió la puerta de una patada y entró primero en una gran sala de techo bajo, iluminación fría y llena del murmullo de los ventiladores. A Cornelius le recordó un laboratorio de nucleónica; no estuvo seguro de por qué hasta que reconoció lo intrincado del control remoto, la observación remota, los muros que contenían fuerzas capaces de destruir toda la luna.

—Son necesarios a causa de la presión —dijo Viken, señalando una fila de escudos—. Y del frío. Y del hidrógeno, aunque es un riesgo menor. Aquí tenemos unidades que reproducen las condiciones de la… eh… estratosfera joviana. Aquí es donde empezó realmente el proyecto.

—He oído algo al respecto —asintió Cornelius—. ¿No recogió esporas aéreas?

—Yo no. —Viken rio—. Lo hizo el equipo de Totti, hará unos cincuenta años. Demostró que había vida en Júpiter. Una vida que emplea el metano líquido como diluyente básico, el amoníaco sólido como punto de partida de la síntesis de nitrato. Las plantas emplean energía solar para construir compuestos insaturados de carbono, liberando hidrógeno; los animales se comen las plantas y vuelven a reducir esos compuestos a la forma saturada. Incluso hay un equivalente de la combustión. La reacción requiere enzimas complejas y… bien, no es mi campo de trabajo.

—Entonces, conocen bien la bioquímica joviana.

—Oh, sí. Incluso en la época de Totti disponían de una tecnología biótica bastante desarrollada. Ya se habían sintetizado bacterias terrestres y se conocía bastante bien la estructura de la mayoría de los genes. Ha hecho falta tanto tiempo para comprender los procesos vitales jovianos simplemente por la dificultad técnica de trabajar con altas presiones y demás.

—¿Cuándo consiguieron dar un vistazo a la superficie de Júpiter?

—Gray lo logró, hace unos treinta años. Envió una nave televisor, una nave que aguantó el tiempo suficiente para mandar bastantes imágenes. Desde entonces, la técnica ha mejorado. Ahora sabemos que Júpiter está cubierto de su propia y extraña forma de vida, probablemente más fértil que la terrestre. Extrapolando a partir de microorganismos aéreos, nuestro equipo llevó a cabo un proceso de síntesis de metazoos y… —Viken suspiró—. Maldita sea, ¡si al menos hubiese vida nativa inteligente! Imagine lo que podría contarnos, Cornelius, los datos, los… Mire lo que hemos avanzado desde Lavoisier con la química en las condiciones de presión de la Tierra. ¡Aquí tenemos la oportunidad de aprender una química y una física de alta presión igualmente ricas en posibilidades!

Al cabo de un momento, Cornelius murmuró furtivamente:

—¿Está seguro de que no hay jovianos?

—Oh, claro, podría haber miles de millones. —Viken se encogió de hombros—. Ciudades, imperios, de todo. Júpiter tiene la superficie de cien planetas como la Tierra y nosotros habremos visto como una docena de regiones pequeñas. Pero sabemos que no hay jovianos que escuchen la radio. Teniendo en cuenta la atmósfera del planeta, es muy poco probable que fuesen a inventarla… ¡imagine lo gruesos que tendrían que ser los tubos de vacío, la potencia de la bomba que necesitaría! Así que al final decidimos que sería mejor fabricar nuestros propios jovianos.

Cornelius le siguió a otra sala. Estaba menos atestada, tenía un aspecto más acabado: el desorden de los investigadores experimentales había cedido a la precisión segura de los ingenieros.

Viken se acercó a uno de los paneles murales y miró los indicadores.

—Ahí detrás hay otro pseudo —dijo—. Hembra, en este caso. Se encuentra a una presión de doscientas atmósferas y a una temperatura de 194 grados absolutos. Hay un… un sistema umbilical, supongo que podríamos llamarlo, para mantenerla con vida. Ha crecido hasta la madurez en este… medio fetal. Diseñamos nuestros jovianos partiendo de mamíferos terrestres. Nunca ha sido consciente, no lo será hasta su «nacimiento». Aquí tenemos veinte machos y sesenta hembras. Contamos con que la mitad llegue a la superficie. Se pueden crear más a medida que sean necesarios.

»Lo pseudos no son caros. Lo caro es el transporte. Así que Joe está allá abajo solo hasta que estemos seguros de que los suyos pueden sobrevivir.

—Supongo que primero experimentaron con formas inferiores —dijo Cornelius.

—Por supuesto. Llevó veinte años, incluso con técnicas de catálisis forzada, llegar de una espora aérea artificial a Joe. Hemos empleado el rayo psi para controlar desde pseudoinsectos hasta Joe. El control entre especies es posible, ya sabe, si el sistema nervioso controlado se diseña específicamente para eso y no tiene ocasión de adoptar un patrón diferente al del operador psi.

—¿Y Joe es el primer espécimen que ha causado problemas?

—Sí.

—Descartemos una hipótesis. —Cornelius se sentó en un banco de trabajo, con las gruesas piernas colgando y pasándose la mano por el pelo rubio—. Pensaba que quizás algún fenómeno físico de Júpiter era la causa del problema. Ahora me da la impresión de que la causa es el propio Joe.

—Eso sospechamos —dijo Viken. Encendió un cigarrillo y se llenó las mejillas de humo. Tenía los ojos tristes—. Cuesta entender por qué. Los ingenieros bióticos me dicen que el Pseudocentaurus sapiens ha sido diseñado con más cuidado que cualquier producto de la evolución natural.

—¿Incluyendo su cerebro?

—Sí. Es una réplica del humano, para que el control por rayo psi sea posible, pero con mejoras, es más estable.

—Pero sigue habiendo en juego aspectos psicológicos —dijo Cornelius—. A pesar de nuestros amplificadores y otros aparatos avanzados, el psi es esencialmente una rama de la psicología, incluso hoy… o quizá sea al revés. Tengamos en cuenta las experiencias traumáticas. Supongo que el… feto joviano adulto sufre un convulso viaje hasta ahí abajo, ¿no?

—La nave —dijo Viken—. No el pseudo en sí, que va inmerso en un fluido, como nosotros antes de nacer.

—Aun así —dijo Cornelius—, las doscientas atmósferas de presión de aquí no son lo mismo que las presiones inimaginables que puedan darse en Júpiter. ¿El cambio podría ser perjudicial?

Viken le dedicó una mirada de respeto.

—No es probable —respondió—. Le he dicho que las naves jovianas están diseñadas para tener filtraciones. La presión externa se transmite al mecanismo uterino, a través de una serie de diafragmas, de forma gradual. Hacen falta horas para ejecutar el descenso.

—Bien, ¿qué pasa a continuación? —añadió Cornelius—. La nave aterriza, el mecanismo uterino se abre, la conexión umbilical se suelta y Joe, digamos, nace. Pero posee un cerebro adulto. No está protegido de la conciencia súbita por un cerebro infantil apenas desarrollado.

—Ya lo tuvimos en cuenta —dijo Viken—. Anglesey se encontraba en el rayo psi, en fase con Joe, cuando la nave abandonó esta luna. Así que en realidad no fue Joe el que salió, el que percibió. Joe nunca ha sido más que un dispositivo remoto. Solo puede sufrir angustia en la medida en que Ed la sufre, ¡porque es Ed el que está ahí abajo!

—Vale —dijo Cornelius—. Aun así, no planean crear una especie de marionetas, ¿verdad?

—Oh, cielos, no —dijo Viken—. Eso ha sido descartado por completo. Una vez que Joe se haya establecido, traeremos a algunos operadores psi más y le prestaremos ayuda con otros pseudos. Con el tiempo enviaremos hembras y machos sin controlar, para que los eduquen las marionetas. Toda una generación nacerá con normalidad… Bien, en todo caso, el fin último es una civilización de jovianos. Habrá cazadores, mineros, artesanos, granjeros, amas de casa, de todo. Servirán de apoyo a algunos miembros esenciales, una especie de sacerdotes. Y esos sacerdotes estarán controlados por psi, como pasa con Joe. Existirán exclusivamente para fabricar instrumentos, tomar medidas, realizar experimentos ¡y decirnos lo que queremos saber!

Cornelius asintió. En términos generales, era el proyecto joviano tal como lo había entendido. Se daba cuenta de la importancia de su propio papel.

Solo que seguía sin tener ni una pista sobre qué causaba la realimentación positiva de los tubos K.

¿Qué podía hacer al respecto?

Todavía tenía las manos magulladas. Oh, Dios —pensó con un gruñido, por centésima vez—. ¿Me afecta tanto? Mientras Joe peleaba allá abajo, aquí arriba, ¿de veras he dado puñetazos al metal?

Sus ojos recorrieron la sala hasta el banco donde trabajaba Cornelius. No le caía bien el gordo gandul fumador de puros que no paraba de hablar. Prácticamente había renunciado a ser cortés con el gusano terrestre.

El psionicista dejó un destornillador y flexionó los dedos.

—¡Uf! —Sonrió—. Voy a tomarme un descanso.

El proyector psi a medio montar resultaba un fondo lúgubre para su enorme cuerpo blando cuando se agachaba como un sapo sobre el banco. Anglesey detestaba la idea de compartir la sala, incluso unas cuantas horas. Desde hacía una temporada exigía que le trajesen la comida y se la dejaran al otro lado de la puerta del dormitorio-baño adjunto. Llevaba bastante sin salir.

¿Para qué iba a salir?

—¿No podrías darte un poco de prisa? —le soltó Anglesey.

Cornelius enrojeció.

—Si dispusieses de una máquina suplementaria montada, en lugar de tener piezas sueltas… —dijo y luego, encogiéndose de hombros, sacó un puro a medio fumar y lo volvió a encender con cuidado; el suministro tenía que durar mucho.

Anglesey se preguntaba si aquellas nubes apestosas salían de su boca con propósitos malévolos. No me cae usted bien, señor Terrestre Cornelius, y sin duda el sentimiento es mutuo.

—No había ninguna necesidad de montar otra máquina. No hasta que no llegasen los otros operadores psi —dijo Anglesey huraño—. Y los instrumentos de control indican que esta funciona perfectamente.

—Aun así —dijo Cornelius—, a intervalos regulares oscilaciones incontrolables queman el tubo K. El problema es descubrir por qué. Haré que pruebes esta máquina nueva en cuanto esté lista, pero, francamente, no creo que el problema sea electrónico… ni siquiera de efectos físicos desconocidos.

—Entonces, ¿qué? —Anglesey se sentía más cómodo cuando la discusión se volvía puramente técnica.

—Bien, mira. ¿Qué es en realidad un tubo K? Es el corazón del proyector psi. Amplifica tus pulsos psiónicos naturales, empleándolos para modular la onda portadora, y lanza el rayo completo hacia Joe. También detecta las resonancias de Joe y las amplifica para tu comodidad. Todo lo demás es material auxiliar para el tubo K.

—Ahórrate la conferencia —le soltó Anglesey.

—Me limitaba a repetir lo evidente —dijo Cornelius—, porque de vez en cuando la respuesta más evidente es la más difícil de ver. A lo mejor no es el tubo K lo que falla. A lo mejor eres tú.

—¿Qué? —La cara blanca le miró boquiabierta. Una furia creciente recorrió sus delgados huesos.

—No es nada personal —se apresuró a añadir Cornelius—. Pero sabes bien que el subconsciente es una bestia taimada. Supongamos, como hipótesis de trabajo, que en el fondo tú no quieres estar en Júpiter. Me imagino que es un entorno aterrador. O podría ser cosa de algún oscuro elemento freudiano. O, simple y naturalmente, tu subconsciente no acaba de comprender que la muerte de Joe no implica la tuya propia.

—Mm… —Mirabile dictu. Anglesey permaneció tranquilo. Se frotó la barbilla con una mano esquelética—. ¿Puedes ser más explícito?

—No demasiado —respondió Cornelius—. Tu mente consciente envía un impulso motor a Joe por medio del rayo psi. Simultáneamente, tu mente subconsciente, aterrorizada, emite impulsos glandulares, vasculares, cardiacos y viscerales asociados con el miedo, a los que Joe reacciona. El rayo devuelve su tensión. Cuando percibe los síntomas somáticos de miedo en Joe, tu subconsciente se preocupa aún más, incrementando los síntomas… ¿Lo entiendes? Es lo mismo exactamente que la neurastenia: dado que en medio hay un potente amplificador, el tubo K, las oscilaciones aumentan incontroladamente en un segundo o dos. Deberías dar las gracias de que la válvula se queme… ¡En caso contrario podría quemársete el cerebro!

Anglesey guardó silencio un momento. Luego rio. La suya fue una risa dura y bárbara. Cornelius dio un salto cuando le llegó a los oídos.

—Buena idea —dijo el operador psi—. Pero me temo que no se ajusta a los datos. Verás, me encanta estar ahí abajo. Me gusta ser Joe.

Hizo una breve pausa y luego siguió hablando con una voz seca a impersonal:

—No juzgues el entorno guiándote por mis notas. No son más que apuntes idiotas con estimaciones de la velocidad del viento, los cambios de temperatura, las propiedades de los minerales… insignificancias. Lo que no registro es el aspecto de Júpiter visto con unos ojos jovianos capaces de apreciar el espectro infrarrojo.

—Supongo que será diferente —se aventuró Cornelius tras un minuto de incómodo silencio.

—Sí y no. Es difícil explicarlo con palabras. Algunas cosas resultan imposibles, porque el hombre carece de esos conceptos. Pero… oh, no puedo describirlo. Ni el propio Shakespeare sería capaz. Baste con decir que todos los aspectos de Júpiter que a nosotros nos parecen fríos, venenosos y lóbregos para Joe son perfectos. —El tono de voz de Anglesey se fue haciendo más remoto, como si hablase consigo mismo—. Imagina pasear bajo un reluciente cielo violeta con nubes inmensas que cubren la tierra de sombras y lluvia. Imagina recorrer las laderas de una montaña que es como el metal bruñido, con una limpia llama roja en la cima y el trueno riéndose en el suelo. Imagina una corriente fría y desbocada y árboles bajos con oscuras flores cobrizas y una cascada, una cascada de metano, saltando de un acantilado. El fuerte viento agita tu cabellera llena de arcos iris. Imagina todo un bosque oscuro y vivo y, aquí y allá, estremecidos fuegos fatuos rojizos, la radiación vital de algún animal tímido y… y…

Anglesey guardó silencio. Se miró los puños, luego cerró con fuerza los ojos y las lágrimas comenzaron a escapar por entre sus párpados.

—¡Imagina ser fuerte!

De pronto agarró el casco, se lo encajó en la cabeza y giró el control. Joe había estado durmiendo, pasando la noche, pero estaba a punto de despertar y de… ¿rugir bajo las cuatro grandes lunas hasta que el bosque le temiese?

Cornelius salió en silencio de la sala.

Bajo la larga y metálica luz de la puesta de sol, bajo bancos de nubes que amenazaban tormenta, subió la ladera con la sensación de haber terminado la labor del día. Cargados a la espalda llevaba dos cestos que se equilibraban mutuamente, uno de fruta negra ácida de arbolpúa y el otro de trepadoras gruesas como cables para usar como cuerdas. El hacha que llevaba al hombro reflejaba la luz decreciente del sol.

No había sido un trabajo duro, pero estaba mentalmente cansado y no le apetecía dedicarse a las faenas que quedaban por hacer: cocinar, limpiar y demás. ¿Por qué no se daban prisa y le mandaban ayuda?

Sus ojos, con resentimiento, escrutaron el cielo. La luna Cinco estaba oculta; allí abajo, al fondo del océano de aire, solo se veían el Sol y los cuatro satélites galileanos. Ni siquiera estaba seguro de dónde se encontraba Cinco en aquel momento en relación consigo mismo:

Espera un segundo, desde aquí veo la puesta de sol, pero si fuese al observatorio vería júpiter en el último cuarto, ¿o no? Oh, demonios, de todas formas solo hace falta medio día terrestre para dar la vuelta al planeta.

Joe cabeceó. Después de todo aquel tiempo seguía resultándole terriblemente complicado, de vez en cuando, pensar ordenadamente. Yo, el yo esencial, me encuentro en los cielos, cabalgando júpiter Veinte estrellas frías. Recuérdalo. Abre los ojos, si hace falta, y verás la inerte sala de control superpuesta a una colina llena de vida.

Pero no lo hizo. En lugar de eso, contempló las rocas alisadas por el viento que sobresalían de la resistente vegetación musgosa de la colina. No eran como las rocas terrestres, ni el suelo que había bajo sus pies era como el humus terrestre.

Anglesey elucubró brevemente acerca del origen de los silicatos y otros compuestos pétreos. Teóricamente, todos aquellos materiales tendrían que haber estado atrapados en el núcleo joviano, allá abajo, donde la presión era tal que los átomos se colapsaban, inaccesibles. Sobre el núcleo tendría que haber habido miles de kilómetros de hielo alotrópico y luego la capa de hidrógeno metálico. A esas alturas no debería haber habido minerales complejos. Pero allí estaban.

Bien, posiblemente Júpiter se hubiese formado según decía la teoría, pero posteriormente había atrapado suficiente polvo cósmico, meteoros, gases y vapores en su inmensa garganta gravitatoria como para formar una corteza de varios kilómetros de grosor. O, lo más probable, la teoría era completamente errónea. ¿Qué sabían, qué podían saber los pálidos gusanos blandos de la Tierra?

Anglesey se metió dos dedos —los de Joe— en la boca y silbó. Se oyó un aullido entre la maleza y dos formas oscuras saltaron hacia él. Sonrió y les acarició la cabeza; el adiestramiento avanzaba más rápido de lo que había esperado con las crías de las bestias orugas negras que había capturado. Le servirían de guardianes, de pastores, de sirvientes.

En la cima de la colina Joe se estaba construyendo una casa. Había talado un acre y levantado una empalizada. En sus terrenos había un cobertizo para él y sus cosas, un pozo de metano y el esbozo de una cabaña grande y cómoda.

Pero era demasiado trabajo para una sola persona. Incluso con la ayuda de las orugas semiinteligentes y con un almacén frío para la carne, todavía tenía que dedicar la mayor parte del tiempo a la caza. Aquello no iba a durar eternamente; tendría que empezar a practicar la agricultura a lo largo del próximo año más o menos. Un año de júpiter, doce años terrestres, pensó Anglesey. Quedaba por terminar y acondicionar la cabaña; quería instalar una noria, no, una rueda de metano en el río para mover cualquiera de la docena de máquinas que tenía en mente, quería experimentar con aleaciones de hielo y…

Y, dejando de lado la necesidad de ayuda, ¿por qué debía permanecer solo, la única criatura inteligente en todo el planeta? Era un macho, con instintos de macho… A la larga su salud acabaría resintiéndose si seguía llevando una vida de ermitaño y, en aquel momento, todo el proyecto dependía de la salud de Joe.

¡No estaba bien!

Pero no estoy solo. Hay cincuenta hombres conmigo en el satélite.

Puedo hablar con cualquiera cuando me apetezca. Lo que pasa es que me apetece muy rara vez. Preferiría ser Joe.

Aun así… Lisiado, siento todo el cansancio, la furia, el dolor, la frustración de esa maravillosa máquina biológica que es Joe. Los otros no lo comprenden. Cuando los vientos de amoníaco le agrietan la piel, soy yo el que sangra.

Joe se tendió en el suelo, suspirando. Aparecieron colmillos en la boca de la bestia negra que saltó para lamerle la cara. Su vientre se quejaba de hambre pero estaba demasiado cansado para preparar la comida. En cuanto hubiese adiestrado los perros…

Habría sido mucho más satisfactorio educar a otro pseudo.

Casi podía verlo en la penumbra de su cerebro. Allá abajo, en el valle rodeado de colinas, fuego y truenos durante el aterrizaje de la nave. Y el huevo de acero se abriría y los brazos de acero, desmoronándose como patéticas obras de los gusanos, levantarían la forma de su interior para depositarla en la tierra.

La hembra se agitaría, tomando su primera bocanada de aire, mirando a su alrededor con ojos inexpresivos. Y Joe la llevaría a casa. Y él la alimentaría, la cuidaría, le enseñaría a caminar… No le llevaría mucho tiempo, ya que un cuerpo adulto aprende esas cosas con rapidez. Al cabo de unas cuantas semanas incluso hablaría, sería una persona, un alma.

¿Pensaste alguna vez, Edward Anglesey, en los días en que también podías caminar, que tu esposa sería un monstruo gris de cuatro patas?

No importaba. Lo importante era conseguir que viniesen más de los suyos; hembras y machos. Según el plan insignificante de la estación pasarían dos años terrestres más antes de que enviaran otra marioneta como él, una despreciable mente humana mirando por unos ojos que por derecho pertenecían a un joviano. ¡Era intolerable!

Si no hubiese estado tan cansado…

Joe se sentó. El sueño huyó de su cuerpo cuando lo comprendió.

Él no estaba cansado, no exactamente. Anglesey lo estaba. Anglesey, su reverso humano, que durante meses solo había dormido a cabezadas, cuyo descanso interrumpía desde hacía una temporada el tal Cornelius… Era el cuerpo humano el que no podía más, el que se rendía y que por el rayo psi enviaba onda tras onda de sueño hasta Joe.

La tensión somática recorrió el camino inverso; Anglesey despertó de golpe.

Soltó un juramento. Mientras permanecía sentado con el casco, la claridad de Júpiter se desvaneció como su concentración, como si se volviera transparente; la prisión de acero que era el laboratorio cobró fuerza. Perdía el contacto… Rápidamente, con la habilidad que da la experiencia, se volvió a situar en fase con la corriente neural del otro cerebro. Indujo el sueño en Joe, exactamente de la misma forma en que un hombre se lo induce.

Y, como cualquier otro insomne, fracasó. El cuerpo de Joe estaba demasiado hambriento. Se puso de pie y atravesó el recinto hasta la choza.

El tubo K enloqueció y se fundió.

La noche antes de la partida de las naves, Viken y Cornelius se quedaron despiertos hasta tarde.

Claro está, no era realmente de noche. Al cabo de doce horas la diminuta luna saldría de detrás de Júpiter, yendo de la oscuridad a la oscuridad, y podría haber un sol pálido sobre los peñascos cuando los relojes indicasen que las brujas estaban en Greenwich. Pero casi todo el personal dormía a esa hora.

Viken frunció el entrecejo.

—No me gusta —dijo—. Es un cambio de planes demasiado repentino. Una apuesta demasiado arriesgada.

—Solo arriesgamos, ¿cuántos? Tres machos y doce hembras —repuso Cornelius—. Y quince naves jupiterianas. Todas las que tenemos. Si la idea de Anglesey no sale bien, pasarán meses, un año o más, hasta que podamos construir otras y retomar las observaciones aéreas.

—Pero si sale bien —dijo Cornelius—, ya no harán falta más naves excepto para llevar pseudos. Estaréis demasiado ocupados evaluando los datos de la superficie como para molestaros en estudiar la atmósfera superior.

—Claro. Pero no esperábamos que fuese tan pronto. Íbamos a traer más operadores psi para manejar más pseudos…

—No son necesarios —dijo Cornelius. Encendió un puro y chupó con fuerza mientras buscaba las palabras con cuidado—. Al menos, no de momento. Joe ha llegado a un punto en el que, si tiene ayuda, podría saltarse varios miles de años de historia… Incluso es posible que en un futuro razonablemente breve pueda tener una radio en funcionamiento, lo que eliminaría la necesidad de gran parte del uso psi. Pero, sin ayuda, se limitará a registrar el paso del tiempo. Y es estúpido que un operador psi humano muy entrenado se dedique a trabajos manuales, que es para lo que van a servir por el momento todos esos pseudos. Una vez que el asentamiento joviano esté bien seguro, claro, podréis enviar más marionetas.

—Pero la pregunta es —insistió Viken— si puede Anglesey educar simultáneamente a todos los pseudos. Durante días son bebés indefensos.

Pasarán semanas antes de que empiecen a pensar y a actuar por sí mismos. ¿Joe podrá cuidar de ellos durante ese periodo?

—Tiene comida y combustible almacenados para meses —dijo Cornelius—. Y en cuanto a las capacidades de Joe, bien… tendremos que aceptar la evaluación de Anglesey. Él es el único con información de primera mano.

—Y una vez que esos jovianos adquieran una personalidad —dijo Viken preocupado—, ¿van a seguir necesariamente con Joe? No olvides que los pseudos no son copias idénticas entre sí. El principio de incertidumbre garantiza que cada uno tenga un conjunto de genes diferentes. Si hay una única mente humana en Júpiter entre todos esos alienígenas…

—¿Una mente humana? —La frase fue casi inaudible. Viken abrió la boca inquisitivo. El otro se apresuró a añadir—: Oh, estoy seguro de que Anglesey podrá seguir dominándolos. Su propia personalidad es bastante… tremenda.

Viken parecía sorprendido.

—¿Realmente lo crees?

El psionicista asintió.

—Sí. En estas últimas semanas he apreciado más facetas de su personalidad que nadie. Y mi profesión naturalmente me orienta más hacia la psicología de un hombre que a su cuerpo o hábitos. Tú ves un lisiado malhumorado. Yo veo una mente que ha reaccionado a sus limitaciones físicas desarrollando una energía demoníaca, un poder de concentración inhumano que casi me da miedo. Si a una mente así le das un cuerpo en buen estado, nada le resultará imposible.

—Puede que en eso tengas razón —murmuró Viken tras una pausa—. No es que importe. La decisión está tomada. Mañana descenderán los cohetes. Espero que todo salga bien.

Calló un rato. El chirrido de los ventiladores era estridente en su pequeña habitación, los colores de la foto de la chica que tenía en la pared, chillones. Luego añadió, lentamente:

—Tú también te has estado mostrando muy reservado, Jan. ¿Cuándo esperas terminar tu proyector psi y dar comienzo a las pruebas?

Cornelius miró a su alrededor. La puerta estaba abierta a un pasillo desierto, pero alargó la mano y la cerró antes de responder con una ligera sonrisa:

—Lleva listo varios días. Pero no se lo digas a nadie.

—¿Y eso? —preguntó Viken sorprendido. El movimiento, en baja gravedad, le sacó de la silla y le llevó a mitad de la mesa que había entre ellos. Volvió atrás y esperó.

—He estado jugueteando —dijo Cornelius—, porque aguardo un momento de gran intensidad emocional, uno en el que pueda estar seguro de que Anglesey tiene toda su atención centrada en Joe. Lo de mañana es justo lo que necesito.

¿Porqué?

—Verás, estoy casi por completo convencido de que el problema de la máquina es psicológico, no físico. Creo que, por alguna razón, en lo más profundo de su subconsciente, Anglesey no desea experimentar Júpiter. Un conflicto de esa magnitud bien podría hacer oscilar los circuitos de amplificación psiónica.

—Mm. —Viken se frotó la barbilla—. Podría ser. Últimamente Ed ha cambiado mucho. Cuando llegó era un tipo de lo más animado y, de vez en cuando, jugaba al póquer. Ahora se encierra de tal forma en su concha que es casi imposible verle. Nunca se me había ocurrido, pero… sí, por Dios, Júpiter debe de estar afectándole.

—Ajá —asintió Cornelius. No añadió más: no describió, por ejemplo, el extraño episodio de Anglesey intentando describir cómo era ser un joviano.

—Claro está —dijo Viken pensativo—, los anteriores no se resintieron. Ni tampoco Ed, al principio, cuando controlaba pseudos inferiores. Solo ha cambiado tanto desde que Joe bajó a la superficie.

—Sí, sí —dijo Cornelius precipitadamente—. Eso he descubierto. Pero basta de chismes…

—No. Espera un momento. —Viken habló en voz baja y apresuradamente, mirando con cuidado—. Por primera vez empiezo a pensar con claridad sobre este embrollo. La verdad es que nunca me había molestado en analizarlo, me limitaba a aceptar una situación penosa. Hay algo curioso a propósito de Joe. No puede deberse a su estructura física ni al entorno, porque las formas inferiores no tuvieron este problema. ¿Podría deberse al hecho de que… Joe es la primera marioneta de la historia con inteligencia potencialmente humana?

—Elucubramos sin una base sólida —dijo Cornelius—. Mañana, quizá, pueda responderte. Ahora mismo no sé nada.

Viken se irguió en su asiento. Fijó sus ojos claros en el otro hombre, sin parpadear.

—Un minuto —dijo.

—¿Sí? —Cornelius se agitó, intentando ponerse de pie—. Por favor, rápido. Ya tendría que estar en la cama.

—Sabes mucho más de lo que admites —dijo Viken—. ¿No es así?

—¿Qué te hace pensar eso?

—No eres el mejor mentiroso del universo. Y además… defendiste con vehemencia el plan de Anglesey, lo de enviar a los otros pseudos. Con un apasionamiento impropio de un recién llegado.

—Ya te lo he dicho. Quiero que esté concentrado en otra cosa cuando…

—¿Tanto lo deseas? —le soltó Viken.

—Vale, de acuerdo —dijo—. Tendré que confiar en tu discreción. Verás, no estaba seguro de cómo reaccionaría el personal antiguo de la estación. Así que no quería plantear mis elucubraciones, que pueden ser erróneas. Los hechos confirmados, eso os contaré; pero no deseo atacar la religión de un hombre con simples teorías.

Viken frunció el entrecejo.

—¿Qué demonios quieres decir?

Cornelius chupó con fuerza el puro; la punta brilló y se apagó como una estrella en miniatura.

—Jupiter V es algo más que una estación de investigación —dijo con cautela—. Es un modo de vivir, ¿no es así? Nadie vendría aquí a menos que el trabajo le pareciese importante. Los que repiten debe de ser porque encuentran algo en el trabajo, algo que la Tierra con todas sus riquezas no puede ofrecerles. ¿No es así?

—Sí —respondió Viken. Fue casi un susurro—. No creía que pudieses comprenderlo tan bien. Pero ¿qué importa?

—Bien, no quiero decirte, a menos que pueda demostrarlo, que quizá todo esto no haya servido para nada. Es posible que hayáis malgastado la vida y un montón de dinero y que no os quede más remedio que hacer las maletas y volver a casa.

Ni un músculo se movió en el rostro alargado de Viken. Era como si se hubiese congelado. Pero dijo con mucha calma:

—¿Por qué?

—Piensa en Joe —dijo Cornelius—. Su cerebro dispone de tanta capacidad como un cerebro humano adulto. Ha estado archivando todos los datos sensoriales que le han llegado, desde el momento de su «nacimiento», guardando en sí mismo, en sus propias células, no solo en el banco de memoria físico de Anglesey, aquí arriba. Además, como sabrás, un pensamiento también es en cierta medida un dato sensorial. Y los pensamientos no se ordenan en perfectas vías ferroviarias independientes; forman un campo continuo. Cada vez que Anglesey está en sincronía con Joe y piensa, los pensamientos pasan por las sinapsis de Joe así como por las suyas… y cada pensamiento va acompañado de sus propias asociaciones, y cada recuerdo asociado queda registrado. Joe puede estar construyendo un refugio y la forma de los troncos recordarle a Anglesey las figuras geométricas, lo que a su vez podría recordarle el teorema de Pitágoras…

—Me hago una idea —dijo Viken con cautela— con el tiempo, el cerebro de Joe puede haber almacenado todo lo que había en el de Ed. —Exacto. Y un sistema nervioso funcional, con su patrón engramático de experiencias, en este caso un sistema nervioso no humano, ¿no es una definición bastante aceptable de personalidad?

—Supongo que sí… ¡Dios mío! —Viken dio un salto—. ¿Quieres decir que Joe… está tomando el control?

—En cierta forma. De cierta forma inconsciente, automática y sutil. —Cornelius respiró hondo y se lanzó—: El pseudojoviano es una forma de vida casi perfecta: los biólogos la crearon contando con toda la experiencia obtenida a partir de los errores de la naturaleza cuando nos diseñó a nosotros. Al principio, Joe no era más que una máquina biológica movida por control remoto. A continuación, Anglesey y Joe se convirtieron en dos caras de la misma personalidad. Luego, muy lentamente, el cuerpo más fuerte y en mejor estado, con más amplitud de miras… ¿Comprendes? Joe se está convirtiendo en la faceta dominante. Eso de enviar a los otros pseudos. Anglesey cree que tiene razones perfectamente lógicas para querer que se haga. En realidad, sus «razones» no son más que la formalización de los deseos instintivos de la faceta Joe.

»El subconsciente de Anglesey debe de darse cuenta de la situación, de una forma puramente reactiva; debe de sentir cómo su ego humano va siendo gradualmente aplastado por la fuerza de locomotora de los instintos de Joe y los deseos de Joe. Intenta defender su propia identidad y la potencia superior del subconsciente naciente de Joe le derrota.

»Lo expreso de manera un tanto burda —concluyó en tono de disculpa—, pero eso explicaría las oscilaciones de los tubos K.

Viken asintió despacio, como un viejo.

—Sí, lo comprendo —respondió—. El entorno alienígena de allá abajo… La estructura cerebral diferente… ¡Dios! ¡Joe se está tragando a Ed! ¡El titiritero se está convirtiendo en títere! —Parecía enfermo.

—Solo son suposiciones mías —dijo Cornelius. De pronto se sentía muy cansado. No era agradable hacerle aquello a Viken, que le caía bien—. Pero entiendes el dilema, ¿no? Si tengo razón, entonces cualquier operador psi se convertiría gradualmente en joviano, en un monstruo con dos cuerpos de los cuales el humano sería el elemento auxiliar, sin importancia. Lo que significa que ningún operador psi aceptaría jamás controlar a un pseudo… Por tanto, es el fin del proyecto. Lo lamento, Arne. —Se levantó—. Me has hecho decirte lo que pienso y ahora te quedarás despierto, preocupado, y si yo estoy muy equivocado tú te habrás preocupado por nada.

—Da igual —murmuró Viken—. A lo mejor no estás equivocado.

—No lo sé. —Cornelius se deslizó hacia la puerta—. Mañana intentaré obtener algunas respuestas. Buenas noches.

El atronador ruido de los cohetes, capaz de hacer vibrar la luna, hacía tiempo que había pasado. La flota planeaba llevada por alas de metal con esforzados motores secundarios en la furia del cielo joviano.

Cuando Cornelius abrió la puerta de la sala de control miró su panel de avisos. En algún otro punto una voz daba el total para que lo oyese toda la estación, una nave perdida, dos naves perdidas, pero Anglesey no permitía que el sonido le llegase cuando llevaba el casco. Un técnico servicial había instalado un panel improvisado con quince luces rojas y quince luces azules sobre el proyector psi de Cornelius, para que él también pudiese mantenerse informado. Por supuesto, aparentemente estaban allí para beneficio de Anglesey, aunque el operador psi había insistido en que no las miraría.

Cuatro de las luces rojas se habían apagado y por tanto cuatro de las azules no brillarían para un descenso seguro. Un remolino, un rayo, un meteoro flotante de hielo, una bandada de pájaros parecidos a rayas con una carne tan densa y dura como el hierro: podría haber cien causas que aplastasen las cuatro naves y las lanzase por los bosques venenosos.

¡Cuatro naves, demonios! Piensa en cuatro criaturas vivas con un cerebro tan excelente como el tuyo, primero condenadas a años de noches inconscientes y luego, sin despertar jamás excepto un instante incomprensible, esparcidas en fragmentos sanguinolentos por toda una montaña de hielo. El derroche de la situación provocaba un nudo frío en el vientre de Cornelius.

Había que hacerlo, sin duda, para que en Júpiter hubiese vida pensante; pero en ese caso, opinaba, que fuese rápido y con las mínimas pérdidas, de forma que la siguiente generación naciese del amor y no de las máquinas.

Cerró la puerta al entrar y esperó un momento conteniendo el aliento. Anglesey era una silla de ruedas y una curva cobriza de casco mirando a la pared opuesta. No había movimiento, ninguna indicación de que se hubiese dado cuenta de su presencia. ¡Bien!

Habría sido embarazoso, quizá fatal, que Anglesey se enterase de aquel escrutinio tan íntimo. Pero no se daría cuenta. Su propia concentración le mantenía ciego y sordo.

Aun así, el psionicista movió su pesado corpachón con cuidado, atravesando la sala hasta el proyector psi nuevo. No le gustaba demasiado el papel de fisgón; no lo hubiese asumido de haber encontrado otra opción. Pero tampoco le hacía sentirse especialmente culpable. Si lo que sospechaba era cierto, entonces Anglesey no era consciente de estar transformándose en algo inhumano; espiarle bien podría salvarle.

Con cuidado, Cornelius activó los indicadores y empezó a calentar las válvulas. El osciloscopio incorporado a la máquina de Anglesey le mostró el ritmo alfa del otro, su reloj biológico básico. Primero te ajustabas a él, luego a tientas descubrías los elementos más sutiles y, cuando estabas completamente en fase, podías sondear sin ser detectado y…

Y descubrir qué iba mal. Leer el subconsciente torturado de Anglesey, ver qué había en Júpiter que simultáneamente le atraía y le aterrorizaba.

Cinco naves perdidas.

Pero debían de estar a punto de tocar tierra. Quizás en total solo se perdiesen cinco. Quizá llegasen diez. Diez camaradas para… ¿Joe?

Cornelius suspiró. Miró al lisiado, sentado ciego y sordo para el mundo humano que le había dejado así, y sintió pena y furia. No era justo, nada de aquello era justo.

Ni siquiera para Joe. Joe no era un demonio devorador de almas.

Ni siquiera todavía se daba cuenta de que él era Joe, que Anglesey se iba convirtiendo en un mero apéndice. No había pedido que le creasen y arrancarle su alter ego humano muy probablemente le destruiría.

De alguna forma, siempre había castigos para todos cuando los hombres traspasaban los límites de la decencia.

Cornelius soltó un juramento, en silencio. Había trabajo que hacer. Se sentó y se encajó el casco. La onda portadora emitía un pulso tenue, inaudible, el temblor de las neuronas en el fondo de su conciencia. No podía describirlo.

Buscando, se concentró en la alfa de Anglesey. La suya propia tenía una frecuencia un tanto inferior. Era necesario hacer pasar la señal a través de un proceso de heterodinación. Seguía sin haber recepción… bien, claro, debía encontrar la forma de onda exacta, el timbre era tan fundamental para el pensamiento como para la música. Ajustó los diales, lentamente, con infinito cuidado.

Algo destelló en su conciencia, una visión de nubes girando en un cielo violeta, un viento que galopaba por una inmensidad sin horizonte; la perdió. Sus dedos se estremecieron al volver atrás.

El rayo psi entre Joe y Anglesey se amplió. Metió a Cornelius en el circuito. Miró a través de los ojos de Joe. Estaba de pie en una colina y miraba al cielo sobre las montañas de hielo, intentando encontrar rastros del primer cohete y, simultáneamente, seguía siendo Jan Cornelius, viendo desenfocadamente los indicadores, sondeando en busca de emociones, símbolos y la clave del terror oculto en el alma de Anglesey.

El terror se alzó y le golpeó en la cara.

La detección psiónica no consistía en escuchar pasivamente. De la misma forma que un receptor de radio es también por necesidad un transmisor débil, el sistema nervioso en resonancia con una fuente de energía de espectro psiónico es también un emisor. Normalmente, claro está, ese efecto no tiene importancia; pero cuando haces pasar los impulsos, en cualquier sentido, por un conjunto de unidades de heterodinación y amplificación, con una gran realimentación negativa…

En los primeros días, la psicoterapia psiónica se viciaba porque los pensamientos amplificados de un hombre, al entrar en el cerebro de otro, se combinaban con los ciclos neuronales de este último según las leyes vectoriales normales. El resultado era que ambos hombres sentían las nuevas frecuencias como alteraciones de pesadilla en sus propios pensamientos. Un analista, entrenado para controlarse, podía desestimar esos efectos; el paciente no podía y reaccionaba violentamente.

Pero con el tiempo se midieron los timbres fundamentales humanos y la terapia psiónica pudo iniciarse de nuevo. El proyector psi moderno analizaba las señales entrantes y modificaba sus características para ajustarlas al patrón del «oyente». Los pulsos realmente diferentes del cerebro emisor, los que eran imposibles de encajar en el patrón de las neuronas receptoras —de la misma forma que una señal exponencial no se puede transformar de forma práctica en una sinusoide— se filtraban.

Compensados de esa forma, los pensamientos del otro podían aprehenderse con tanta comodidad como los propios. Si el paciente se encontraba en un circuito de rayo psi, un operador hábil podía sintonizar sin que el otro se diese cuenta, pero no podía sondear los pensamientos del otro ni implantar los suyos.

El plan de Cornelius, evidente para cualquier psionicista, dependía de esa idea. Sintonizaría con Anglesey-Joe sin que se diesen cuenta. Si tenía razón y la personalidad del hombre se estaba convirtiendo en la de un monstruo, sus pensamientos serían demasiado alienígenas para superar los filtros. Cornelius recibiría intermitentemente o nada. Si se equivocaba, y Anglesey seguía siendo Anglesey, recibiría un flujo de conciencia humano normal, y podría sondear en busca de otros factores problemáticos.

¡Su cerebro rugió!

¿Qué me está pasando?

Durante un momento la interferencia que convirtió sus pensamientos en una sierra le provocó pánico. Intentó respirar en el viento joviano y sus perros temibles presintieron el cambio y gimieron.

Luego el reconocimiento, el recuerdo y una llamarada de furia tan grande que no dejó espacio al miedo. Joe se llenó los pulmones y gritó con estruendo, cubriendo la colina de ecos:

—¡Sal de mi mente!

Sintió a Cornelius hundirse en la inconsciencia. La fuerza imparable de su golpe mental había sido excesiva. Rio, fue más bien un gruñido, y redujo la presión.

Por encima de él, entre nubes tormentosas, parpadeó la primera llamarada delgada del cohete de descenso.

La mente de Cornelius regresó a tientas hacia la luz. Rompió una superficie acuosa, la boca buscó aire y sus manos alcanzaron los diales para desactivar la máquina y escapar.

—No tan rápido. —Inexorablemente, Joe ladró una orden que dejó rígidos los músculos de Cornelius—. Quiero saber qué significa todo esto. ¡Quédate quieto y déjame mirar! —Emitió un impulso que podría describirse, quizá, como una interrogación incandescente. El recuerdo explotó en fragmentos por el cerebro del psionicista.

—Vaya. ¿Eso es todo? ¿Creías que tenía miedo de venir aquí y ser Joe y querías saber por qué? ¡Pero si te dije que no era así!

—Debería haberlo creído… —Susurró Cornelius.

—Bien, entonces sal del circuito. —Joe siguió gruñendo vocalmente—. Y no vuelvas a entrar en la sala de control, ¿comprendes? Tubos K o no, no quiero volver a verte. Y puede que sea un lisiado, pero sigo siendo capaz de destrozarte célula a célula. Ahora… sal… déjame en paz. La primera nave aterrizará dentro de unos minutos.

¿Tú un lisiado… tú, Joe-Anglesey?

—¿Qué? —El enorme ser gris de la colina alzó su cabeza bárbara como si hubiese oído trompetas súbitas—. ¿A qué te refieres?

¿No lo comprendes? —dijo el pensamiento débil y arrastrado—. Sabes cómo funciona el proyector psi. Sabes que no podría haber sondeado la mente de Anglesey en el cerebro de Anglesey sin provocar suficientes interferencias como para delatar mi presencia. Y jamás podría haber sondeado una mente completamente inhumana y ella tampoco hubiese podido ser consciente de mí. Los filtros no hubiesen dejado pasar esa señal. Sin embargo, tú me sentiste durante la primera fracción de segundo. Eso solo puede significar una mente humana en un cerebro inhumano.

Ya no eres un medio cadáver en Júpiter V. Tú eres Joe… Joe-Anglesey.

—Vaya, que me aspen —dijo Joe—. Tienes razón.

Desactivó a Anglesey, echó a Cornelius de la mente con un único impulso brutal y descendió la colina para ir al encuentro de la nave espacial.

Cornelius despertó unos minutos después. Tenía la sensación de que el cráneo iba a partírsele en cualquier momento. Buscó a tientas el interruptor principal, lo apagó, se quitó el casco y lo arrojó al suelo. Pero le llevó un rato reunir fuerzas para hacer lo mismo por Anglesey. El otro hombre no estaba en condiciones de ayudarse a sí mismo.

Se sentaron fuera de la enfermería y esperaron. Era una extensión desnuda de metal y plástico duramente iluminada que olía a antiséptico: estaba cerca del corazón del satélite, con kilómetros de roca por encima para ocultar el terrible rostro de Júpiter.

Solo Viken y Cornelius ocupaban la pequeña sala. El resto de la estación seguía mecánicamente con sus asuntos, ocupando el tiempo hasta saber qué había pasado. Al otro lado de la puerta, tres biotécnicos, que también ejercían de personal médico de la estación, se enfrentaban en combate con la Parca por lo que había sido Edward Anglesey.

—Nueve naves descendieron —dijo Viken apagado—. Dos machos, siete hembras. Es suficiente para empezar una colonia.

—Sería genéticamente deseable que fuesen más —comentó Cornelius. Lo dijo en voz baja a pesar de su alegría interior. Era un asunto de cariz imponente.

—Sigo sin entenderlo —dijo Viken.

—Oh, está muy claro… ahora. Debería haberme dado cuenta antes. Disponíamos de todos los hechos pero, simplemente, no supimos darles la interpretación más simple y evidente. No, tuvimos que conjurar al monstruo de Frankenstein.

—Vale. —Las palabras de Viken chirriaban—. Hemos jugado a Frankenstein, ¿no es así? Edward está muriendo.

—Depende de qué entendamos por muerte. —Cornelius chupó con fuerza el puro, recurriendo a cualquier elemento que le ofreciese un punto de apoyo. Habló deliberadamente sin inflexiones.

»Mira. Piensa en los datos. Joe: una criatura con un cerebro de capacidad humana pero sin mente… una tabula rasa de Locke perfecta sobre la que el rayo psi de Anglesey podía escribir. Dedujimos, correctamente aunque demasiado tarde, que cuando se hubiese escrito lo suficiente habría una personalidad. Pero la pregunta era: ¿la personalidad de quién? Porque, supongo que debido al temor humano habitual a lo desconocido, dimos por supuesto que cualquier personalidad en un cuerpo tan extraño debía ser monstruosa. Por tanto, debía ser hostil a Anglesey, debía estar aplastándole…

La puerta se abrió. Los dos hombres se levantaron. El cirujano jefe negó con la cabeza.

—No se puede hacer nada. Es el típico trauma profundo, ahora casi terminal. Si dispusiese de mejores instalaciones, quizá…

—No —dijo Cornelius—. No puedes salvar a un hombre que ha decidido dejar de vivir.

—Lo sé. —El doctor se quitó la mascarilla—. Necesito un cigarrillo. ¿Tiene uno? —Le temblaban un poco las manos al aceptar el de Viken.

»Pero ¿cómo va a decidir… nada? —dijo el médico ahogándose—. Ha estado inconsciente desde que le sacó de esa… esa cosa.

—Lo decidió antes —dijo Cornelius—. De hecho, esa masa que está sobre la mesa de operaciones ya no tiene mente. Lo sé. Estuve dentro. —Se estremeció un poco. Una dosis de tranquilizante era lo único que mantenía aquella pesadilla alejada de él. Más tarde tendría que hacer que le quitasen el recuerdo.

El doctor aspiró humo, lo contuvo en los pulmones un momento y exhaló con fuerza.

—Supongo que esto pone fin al proyecto —dijo—. Nunca conseguiremos otro operador psi.

—Eso diría yo. —Por el tono, Viken parecía cansado—. Yo mismo voy a destrozar ese aparato del demonio.

—Un minuto —exclamó Cornelius—. ¿No lo comprendéis? Esto no es el final. ¡Es el principio!

—Será mejor que regrese —dijo el doctor. Apagó el cigarrillo y atravesó la puerta. Se cerró a su espalda con un silencio mortal.

—¿A qué te refieres? —dijo Viken como si levantase una barrera.

—¿No lo comprendes? —rugió Cornelius—. Joe posee todos los hábitos de Anglesey, sus pensamientos, recuerdos, prejuicios, intereses… Oh, claro, el cuerpo diferente y el entorno diferente inducen en él algunos cambios… pero no más de los que sufriría cualquier hombre de la Tierra. Si de pronto te curases de una enfermedad terrible, ¿no te sentirías un poco bullicioso y agitado? Eso no tiene nada de raro. Ni tampoco es anormal querer estar sano… ¿no? ¿Lo comprendes?

Viken se sentó. Pasó un rato sin hablar.

Luego, infinitamente despacio y con mucho cuidado, preguntó:

—¿Quieres decir que Joe es Ed?

—O Ed es Joe. Como prefieras. Creo que ahora se hace llamar Joe… como símbolo de libertad… pero sigue siendo él. ¿Qué es el ego en realidad sino la continuidad de la existencia?

»Ni él lo comprendía del todo. Solo sabía… me lo dijo y debería haberle creído… que en Júpiter era fuerte y feliz. ¿Por qué oscilaban los tubos K? ¿Un síntoma histérico? ¡El subconsciente de Anglesey no tenía miedo de estar en Júpiter, tenía miedo de regresar!

»Y luego, hoy, he escuchado su interior. Ya todo su ser estaba concentrado en Joe. Es decir, la fuente principal de libido era el cuerpo viril de Joe, no el cuerpo enfermo de Anglesey. Eso significa un patrón diferente de impulsos… no tan alienígenas como para quedar retenidos por los filtros, pero sí lo suficiente para provocar interferencias. Así que ha notado mi presencia. Y ha comprendido la verdad, como la he comprendido yo.

»¿Sabes la última emoción que he captado antes de que Joe me expulsara de su mente? Ya no era furia. Estaba agitado, pero solo había espacio en él para la alegría.

»¡Yo sabía perfectamente lo fuerte que era la personalidad de Anglesey! ¿Qué me indujo a pensar que un cerebro infantil superdesarrollado como el de Joe podía acabar con ella? Los doctores… ¡bah! ¡Intentan salvar un cascarón vacío desechado por inútil!

Cornelius se detuvo. Le dolía la garganta de tanto hablar. Fue de acá para allá jugando con el humo del puro en la boca pero sin tragárselo.

Al cabo de unos minutos, Viken dijo cautelosamente:

—Vale. Lo acepto. Como bien dices, estabas allí. Pero ¿qué hacemos ahora? ¿Cómo nos ponemos en contacto con Ed? ¿Estará interesado en hablar con nosotros?

—Oh, sí, claro que sí —dijo Cornelius—. Recuerda que sigue siendo él mismo. Ahora que se ha liberado de la frustración de ser un lisiado, debería ser más amistoso. Cuando se agote la novedad de sus nuevos amigos, deseará a alguien con quien hablar como un igual.

—¿Y exactamente quién va a operar los otros pseudos? —preguntó Viken sarcástico—. ¡Estoy muy contento con este delgaducho cuerpo mío!

—¿Anglesey era el único lisiado sin esperanza de la Tierra? —preguntó Cornelius en voz baja.

Viken le miró boquiabierto.

—Y también están los hombres mayores —siguió diciendo el psionicista, en parte hablándose a sí mismo—. Algún día, amigo mío, cuando tú y yo sintamos que los años se nos acaban y nos queda todavía mucho por aprender… Quizá nosotros también disfrutemos de un poco de vida añadida en un cuerpo joviano. —Asintió mirando el puro—. Una vida dura, ruda y tormentosa, cierto… peligrosa, agresiva, violenta… pero una vida que quizá ningún humano ha vivido desde los días de Isabel I. Oh, sí, no resultará difícil encontrar jovianos.

Se giró cuando el cirujano volvía a salir.

—¡Bien! —dijo Viken con voz ronca. El doctor se sentó.

—Ya está —dijo.

Esperaron un momento, incómodos.

—Es curioso —dijo el médico. Intentó agarrar un cigarrillo que no tenía. En silencio, Viken le ofreció uno—. Es curioso. He visto casos como este antes, de gente que, simplemente, renuncia a vivir. Este es el primero que veo que se va sonriendo… sonriendo continuamente.