El sendero
descartado
HARRY TURTLEDOVE
(febrero de 1985)
Harry Turtledove es un destacado exponente contemporáneo de la ciencia ficción y la fantasía alternativas. En muchas de sus historias y novelas, supone un resultado para un momento importante de la historia que es inconsistente con la historia conocida, o considera la aparición más tardía o más temprana de tecnologías que indudablemente dieron forma al mundo tal como lo conocemos, y luego sigue la sucesión alternativa de acontecimientos que se podría haber dado en consecuencia. Su obra se caracteriza por una representación rigurosa y detallada de la historia como una fuerza que da forma incluso a los detalles más pequeños del mundo, y por mostrar personajes que apoyan las tramas con perspectivas y puntos de vista modelados por la realidad alterada. En las historias recopiladas en 1987 con el título de Agent of Byzantium, la conversión de Mahoma al cristianismo produce un mundo donde el imperio árabe no nació nunca. Ese mismo año vio la publicación de The Misplaced Legion, la primera novela de su serie Videssos sobre las experiencias de una legión romana trasladada a un mundo controlado por la magia. Desde entonces, ha explorado el impacto de acontecimientos históricos modificados por la manipulación externa. Su ambiciosa serie de la Guerra Mundial que incluye In the Balance, Tilting the Balance, Striking the Balance, Upsetting the Balance y otras novelas proyecta una Segunda Guerra Mundial alternativa en la que una invasión extraterrestre en el año 1942 provoca una alianza entre el Eje y los Aliados para enfrentarse al enemigo común. En Guns of the South, viajeros en el tiempo le entregan a la Confederación la potencia de fuego del futuro para ganar la guerra civil americana. Los tres volúmenes de la Saga de la Gran Guerra American Front, Walk in Hell y Breakthrough presenta una América en la que Estados Unidos y la Confederación sobreviven hasta el siglo XX y se enfrentan en bandos opuestos de la Primera Guerra Mundial. Turtledove ha sido también co-seleccionador de la antología Alternate Generals. Sus otros trabajos son la recopilación de ficción corta Departures, la fantasía cómica The Case of the Toxic Spell Dump y las novelas relacionadas Into the Darkness, Darkness Descending y Through the Darkness, relatos épicos de un imperio ambientado en un mundo fantástico donde la magia se usa para luchar en guerras cataclísmicas.
El capitán Togram estaba usando el orinal cuando el Indomable salió del hipermotor. Como sucedía demasiado a menudo, el oficial roxolano sintió náuseas. Levantó el orinal y vomitó en él.
Cuando pasó el espasmo, bajó el orinal y se secó los ojos llenos de lágrimas usando el suave pelaje marrón grisáceo del antebrazo.
—¡Los dioses los maldigan! —estalló—. ¿Por qué los oficiales no nos avisan cuando hacen esto?
Varios de sus hombres le hicieron eco, con más vehemencia.
En ese momento, un corredor apareció en el umbral.
—Hemos regresado al espacio normal —dijo el muchacho con voz chillona, antes de salir disparado hacia la siguiente cámara seguido por burlas y palabrotas:
—¡No jodas!
¡Gracias por las noticias!
—¡Díselo a los timoneles, que a lo mejor no se han enterado!
Togram suspiró y se rascó el hocico, molesto por su propia irritabilidad. Como oficial, se suponía que debía dar ejemplo a sus soldados. Era lo bastante joven para tomarse en serio tales responsabilidades, pero había servido lo suficiente para darse cuenta de que no debía esperar gran cosa de nadie que tuviese un par de grados militares más que él. Los altos cargos se los llevaban los que tenían sangre vieja o dinero nuevo.
Suspirando de nuevo, metió el orinal en su nicho y deslizó sobre él una tapa de metal que no hizo gran cosa para atenuar el hedor. Después de dieciséis días en el espacio, el Indomable apestaba a excrementos, comida podrida y cuerpos sin lavar. No estaba en mejor estado que cualquier nave de la flota roxolana, ni de ninguna otra flota. El viaje interestelar era así, nada más. Malos olores y oscuridad era el precio que pagaban los soldados por hacer crecer el reino.
Togram agitó una linterna para despertar a los lucinsectos del interior. Emitieron chispas plateadas, alarmados. El capitán sabía que algunas especies iluminaban sus naves con antorchas o velas, pero los lucinsectos consumían menos aire, aunque solo podían brillar a intervalos.
Cuidadoso como buen soldado, Togram comprobó sus armas mientras hubo luz. Siempre llevaba sus cuatro pistolas cargadas y listas para usar; cuando empezaran las operaciones de aterrizaje, dos estarían en su cinturón, el otro par en las cañas de sus botas. Le preocupaba más la espada. El aire constantemente húmedo de la nave no era bueno para la hoja. En efecto, tuvo que eliminar una mota de óxido.
Mientras limpiaba el sable, se preguntó cómo sería el nuevo sistema. Rezó para que tuviera un planeta habitable. El aire del Indomable podría estar demasiado viciado cuando la nave pudiera volver al planeta más cercano controlado por los roxolanos. Ese era uno de los riesgos que corrían los viajeros estelares. No era uno de los mayores riesgos, porque los pequeños soles amarillos normalmente tenían uno o dos planetas habitables, pero existía.
Deseó no haberse permitido pensar en ello; como un dolor de colmillo, la preocupación, una vez presente, no desaparecía. Dejó su camastro para ver cómo les iba a los timoneles.
Como siempre, Ransisc y su aprendiz Olgren se estaban quejando de la mala calidad del cristal a través del que apuntaban sus telescopios.
—Deberíais dejar de quejaros —dijo Togram, guiñando los ojos desde el umbral—. Al menos tenéis luz para ver. —Tras pasar tanto tiempo a la luz de los lucinsectos, antes de poder entrar tuvo que esperar a que sus ojos se acostumbraran a la hiriente luz del sol que inundaba la cámara de observación.
Olgren amusgó las orejas. Ransisc era más viejo y tranquilo. Puso la mano sobre el brazo de su aprendiz.
—Si dejas que te afecten las pullas de Togram, no tendrás tiempo para nada más; es un liante desde que salió del huevo, ¿verdad, Togram?
—Lo que tú digas. —A Togram le caía bien el veterano timonel de hocico plateado. A diferencia de la mayoría de los de su clase, Ransisc no se comportaba como si creyera que su importante trabajo le convertía en alguien crucial para el plan de los dioses.
Olgren se puso rígido de pronto; la punta de su roma cola se agitó.
—¡Ahí hay un mundo! —exclamó.
—Veamos —dijo Ransisc. Olgren se apartó del telescopio. Los dos timoneles habían estado examinando las estrellas brillantes una por una, buscando aquellas con discos que fueran efectivamente planetas.
—Es un mundo —dijo Ransisc—. Pero no para nosotros; esos planetas amarillos, con franjas, siempre tienen un aire demasiado venenoso. —Viendo la decepción de Olgren, añadió—: No está todo perdido; si miramos la línea que une ese planeta a su sol, pronto deberíamos encontrar otros.
—Prueba esa —dijo Togram—, señalando una estrella rojiza que parecía más brillante que la mayoría de las que podía ver.
Olgren masculló algo altanero sobre que conocía su oficio y no era ningún aficionado, pero Ransisc dijo bruscamente:
—El capitán ha visto más mundos desde el espacio que tú, señorito. Haz lo que dice. —Olgren obedeció, agachando las orejas.
Su enfado se esfumó.
—¡Un planeta con zonas verdes! —gritó.
Ransisc había estado apuntando su telescopio a un área diferente del cielo, pero lo dejó y se acercó corriendo. Apartó a su aprendiz de un empujón, manipuló el enfoque del telescopio, estudió la imagen ampliada. Olgren daba saltitos sobre un pie, luego sobre el otro, con el pelaje marrón esponjado de impaciencia por oír el veredicto.
—Quizá —dijo el piloto veterano, y la cara de Olgren se iluminó, para ensombrecerse cuando Ransisc continuó—. No veo nada que parezca agua en la superficie. Si no encontramos nada mejor, propongo que probemos con este, pero antes busquemos un poco más.
—Acabas de hacer muy feliz a un luof —dijo Togram. Ransisc soltó una risita. Los roxolanos llevaban las pequeñas criaturas a bordo para probar el aire de nuevos planetas. Si un luof podía respirar en la escotilla de un volador, también sería seguro hacerlo para los amos del animal.
Los timoneles gruñeron con irritación cuando varias estrellas seguidas se empeñaron en no ser más que simples puntos de luz. Entonces Ransisc se envaró.
—Aquí está —dijo suavemente—. Esto es lo que queremos. Ven aquí, Olgren.
—Oh, sí —dijo el aprendiz al cabo de un momento.
—Ve a informar al maestro de guerra Slevon, y pregúntale si sus instrumentos han detectado vibraciones de hipermotores aparte de las de la flota. —Mientras Olgren se alejaba a toda prisa, Ransisc indicó a Togram que se acercara—. Míralo tú mismo.
El capitán de infantería se inclinó sobre el ocular. Contra el negro del espacio, el mundo situado en el campo del telescopio era dolorosamente parecido a Roxolan: de un profundo color azul cubierto con espirales de nubes blancas.
Una luna de buen tamaño flotaba cerca. Ambos cuerpos celestes estaban aproximadamente a mitad de fase, más cerca de su estrella que el Indomable.
—¿Has visto tierra? —preguntó Togram.
—Mira en la parte de arriba de la imagen, bajo el casquete polar —dijo Ransisc—. Esos verdes y marrones no son colores que el agua suela tener. Si queremos algún mundo de este sistema, estás mirándolo ahora mismo.
Se turnaron para examinar el distante planeta e intentar bosquejar sus características hasta que Olgren volvió.
—¿Y bien? —dijo Togram, aunque vio las orejas del aprendiz erguidas, alegres.
—¡Ninguna emanación de hipermotores aparte de la nuestra en todo el sistema! —dijo feliz Olgren. Ransisc y Togram le palmearon la espalda como si fuera la causa de las buenas noticias en vez de solo su portador.
La sonrisa del capitán era incluso más ancha que la de Olgren. Aquello iba a ser fácil, lo cual, como soldado profesional, aprobaba sin reservas. Si nadie en las cercanías podía construir un hipermotor, o bien el sistema no tenía vida inteligente en absoluto o sus habitantes eran aún primitivos, desconocedores de la pólvora, los voladores y otros aspectos de la guerra que se practicaba entre las estrellas.
Se frotó las manos. No veía el momento de aterrizar.
Buck Herzog se aburría. Tras cuatro meses en el espacio y cinco y medio más en perspectiva, no era sorprendente. La Tierra era una brillante estrella tras la Ares III, con la Luna como tenue compañera; Marte relucía delante.
—Te toca hacer ejercicio, Buck —le dijo Art Snyder. De la tripulación de cinco miembros era probablemente el más concienzudo.
—Está bien, Pancho —suspiró Herzog. Se impulsó hasta la bicicleta y empezó a pedalear, primero con desgana, luego con más brío. El ejercicio ayudaba a fijar el calcio de sus huesos a pesar de la caída libre. Además, era algo que hacer.
Melissa Ott escuchaba las noticias de casa.
—Fernando Valenzuela murió anoche —dijo.
—¿Quién? —Snyder no era aficionado al béisbol.
Herzog sí, y de California además.
—Le vi una vez en un partido de veteranos y recuerdo que mi padre y mi abuelo siempre hablaban de él —dijo—. ¿Cuántos años tenía, Mel?
—Setenta y nueve —respondió ella.
—Siempre tuvo sobrepeso —dijo Herzog con tristeza.
—¡Jesucristo!
Herzog parpadeó. Nadie a bordo de la Ares III había hablado con tanta emoción desde el despegue desde la estación espacial americana. Melissa miraba la pantalla del radar.
—¡Freddie! —gritó.
Frederica Lindstrom, la experta en electrónica de la nave, acababa de salir del reducido espacio de la ducha. Se abalanzó sobre el panel de control arrastrando tras de sí una hilera de gotitas de agua. No se molestó en ponerse una toalla; hacía tiempo que todo pudor había desaparecido a bordo del Ares III.
El grito de Melissa hizo que incluso Claude Jonnard asomara la cabeza desde el pequeño laboratorio de biología donde pasaba casi todo su tiempo.
—¿Qué pasa? —exclamó desde la escotilla.
—El radar se ha vuelto loco —le dijo Melissa.
—¿Qué quieres decir con que se ha vuelto loco? —preguntó Jonnard con indignación. Era una de esas irritantes personas que piensan siempre cuantitativamente y que creen que el resto del mundo también lo hace.
—Hay cien, quizá ciento cincuenta objetos en la pantalla que no deberían estar ahí —contestó Frederica Lindstrom, que sufría una versión más leve de la misma enfermedad—. Parecen estar repartidos en un área de un par de millones de kilómetros.
—Y tampoco estaban ahí hace un minuto —dijo Melissa—. He gritado cuando han aparecido.
Mientras Frederica manipulaba los controles del radar y el ordenador, Herzog siguió en la bicicleta estática, sintiéndose especialmente inútil: ¿de qué sirve un geólogo a millones de kilómetros de cualquier roca? Ni siquiera pondrían su nombre en los libros de historia; nadie recuerda a la tripulación de la tercera expedición a cualquier sitio.
Frederica terminó sus comprobaciones.
—No encuentro ninguna avería —dijo, enfadada consigo misma y con el equipo.
—Hay que llamar a la Tierra, Freddie —dijo Art Snyder—. Si tengo que hacer aterrizar esta bestia, no puedo permitirme que el radar me mienta.
Melissa ya le estaba hablando al micrófono.
—Houston, aquí Ares III. Tenemos un problema…
Incluso a la velocidad de la luz, la espera duró varios minutos. Pasaron arrastrándose, uno tras otro. Todos dieron un salto cuando el altavoz se activó con un chisporroteo.
Ares III, aquí control Houston. Señoras y caballeros, no sé exactamente cómo decirles esto, pero nosotros también los vemos.
El comunicador siguió hablando, pero nadie escuchaba. Herzog notó un cosquilleo en el cuero cabelludo cuando su cabello, por instinto primitivo, intentó erizarse. Estaba mudo de asombro. Nunca había creído que viviría para ver a la humanidad entrar en contacto con otra especie.
—Llámalos, Mel —dijo con urgencia.
Ella dudó.
—No sé, Buck. Quizá deberíamos dejar que Houston se ocupara de esto.
—Que se joda Houston —dijo, sorprendido de su propia vehemencia—. Para cuando los burócratas de allí abajo sepan qué hacer, estaremos aterrizando en Marte. Nosotros estamos en el lugar adecuado. ¿Vas a dejar pasar el momento más importante en la historia de nuestra especie?
Melissa miró a cada uno de sus compañeros por turno. Lo que vio en sus caras debió de satisfacerla, porque reorientó la antena y empezó a hablar:
—Esta es la nave Ares III, llamando a naves desconocidas. Bienvenidos en nombre de la gente de la Tierra. —Apagó el transmisor un momento—. ¿Cuántos idiomas tenemos?
La frase fue emitida en ruso, mandarín, japonés, francés, alemán e incluso latín («¿Quién sabe cuándo fue la última vez que nos visitaron?», dijo Frederica cuando Snyder le dirigió una mirada de extrañeza).
Si esperar una respuesta de la Tierra se les había hecho largo, aquello fue infinitamente peor. El retraso duró más, mucho más de quince segundos a la velocidad de la luz de ida y vuelta.
—Incluso aunque no hablen ninguno de nuestros idiomas, ¿no deberían decir algo? —preguntó Melissa al aire. El aire no contestó y los alienígenas tampoco.
Entonces, una por una, las extrañas naves empezaron a salir disparadas en dirección al Sol, hacia la Tierra.
—¡Dios mío, qué aceleración! —dijo Snyder—. ¡Eso no son cohetes! —De pronto pareció avergonzado—. Supongo que si son naves estelares no tendrán cohetes, ¿verdad?
La Ares III estaba sola en su sector del espacio, siguiendo su órbita de Hohmann inexorablemente hacia Marte. Buck Herzog tenía ganas de llorar.
Como era costumbre, las naves de la flota roxolana se reunieron sobre el polo del hemisferio del planeta con más tierra sobre el nivel del mar. La idea era facilitar la reunión por contacto visual, ya que todos acudirían al mismo punto. Pronto solo faltaban cuatro naves. Una nave exploradora fue al otro polo, las encontró y las trajo.
—En todos los viajes siempre hay algún amante del agua —dijo Togram a los timoneles, con una risita, cuando les comunicó las noticias. Iba a su cúpula siempre que podía, no solo por la luz, sino también porque, a diferencia de muchos soldados, le interesaban los planetas. Si hubiera tenido cabeza para los números, podría haber intentado convertirse él también en timonel.
Tenía buena mano con la pluma y el papel, de modo que Ransisc y Olgren le dejaban hacer turnos en el telescopio y añadir detalles a los bocetos que estaban haciendo del mundo que había bajo ellos.
—Un planeta curioso —comentó—. Nunca he visto uno con tantos incendios forestales, o volcanes, o lo que sea eso de la cara oscura.
—Yo sigo pensando que son ciudades —dijo Olgren, con una mirada de desafío a Ransisc.
—Son demasiado grandes y demasiado brillantes —dijo el timonel veterano con paciencia; la discusión, claramente, ya había durado un tiempo.
—Este es tu primer viaje fuera del planeta, ¿verdad, Olgren? —preguntó Togram.
—Bueno, ¿y qué?
—Es solo que no tienes la suficiente perspectiva. Egelloc, en Roxolan, tiene casi un millón de habitantes y desde el espacio es casi invisible de noche. No es ni de lejos tan brillante como esas luces. Recuerda que este es un planeta primitivo. Admito que parece que haya vida inteligente ahí abajo, pero ¿cómo podría una especie que ni siquiera ha inventado el hipermotor construir ciudades diez veces más grandes que Egelloc?
—No lo sé —dijo Olgren, malhumorado—, pero por lo poco que veo a la luz de la luna, esas luces parecen estar en buenos sitios para ciudades: en costas, a lo largo de ríos o lo que sea.
Ransisc suspiró.
—¿Qué vamos a hacer con él, Togram? Está tan seguro de saberlo todo que no atiende a razones. ¿Eras así tú de joven?
—Al menos hasta que los padres de mi clan me curaron a palos. Pero no hay que emocionarse. Muy pronto los voladores bajarán con sus luof y entonces lo sabremos. —Se tragó una risotada, pero luego se puso serio repentinamente, esperando no haber sido tan crédulo como Olgren cuando era joven.
—Tengo una de las naves alienígenas en el radar —dijo el piloto del SR-81—. Está a 80 000 metros y descendiendo. —Su propio avión estaba al límite de su alcance, apenas a la mitad de la altura de la nave que entraba en la atmósfera.
—Por el amor de Dios, no dispare —ordenó control de tierra. Le habían grabado a fuego la orden antes de que despegara, pero los altos mandos no iban a dejar que lo olvidara. No podía culparlos. Un idiota de gatillo fácil podía condenar para siempre a la humanidad.
—Empiezo a obtener una imagen —dijo, mirando la imagen proyectada frente a sí. Al cabo de un momento añadió—: Es una nave muy rara, eso sí. ¿Dónde están las alas?
—Estamos recibiendo la imagen también —dijo el técnico de control—. Deben de usar el mismo principio para sus naves atmosféricas que para sus naves espaciales: algún tipo de antigravedad que les proporciona a la vez impulso y dirección.
La nave alienígena siguió sin hacer caso al SR-81, al igual que los alienígenas habían ignorado todas las señales que los terrestres les habían enviado. La nave continuó su lento descenso mientras el piloto del SR-81 trazaba círculos bajo ella, esperando no tener que ir al avión nodriza a repostar.
—Al menos sabemos una cosa —dijo a tierra—. Es un avión de guerra. —Ninguna aeronave con propósitos pacíficos hubiese tenido aquellos ojos feroces y esa boca colmilluda pintada en el vientre. Algunos de los cazas de la USAF llevaban marcas similares.
Finalmente los alienígenas alcanzaron la altura a la que merodeaba el SR-81. El piloto llamó de nuevo a tierra.
—Solicito permiso para pasar por delante de la aeronave —pidió—. Quizá todos estén dormidos dentro y pueda despertarlos.
Tras un largo silencio, control de tierra le dio una renuente autorización.
—No haga gestos hostiles —le advirtió el controlador.
—¿Qué piensa que voy a hacerles, un corte de mangas? —musitó el piloto, pero con la radio apagada. La aceleración lo apretó contra el asiento mientras guiaba el SR-81 en un giro largo y lento que lo llevaría a cosa de medio kilómetro por delante de la nave de la flota espacial.
La cámara de su avión le ofreció un breve vistazo del piloto alienígena, que se sentaba tras un parabrisas pequeño y sucio.
El ser de las estrellas también le vio a su vez. De eso no cabía duda. El alienígena dio un brinco como un cervatillo sobresaltado, llevando a cabo maniobras que hubieran acabado con el piloto del SR-81 hecho papilla en las paredes de la carlinga… si su aeronave hubiera podido realizarlas.
—¡Entro en persecución! —gritó. Control de tierra le gritó algo, pero era él quien estaba en el lugar adecuado. El impulso de las toberas hizo que la presión que había sentido un momento antes pareciera una palmadita cariñosa.
Gracias a su mejor diseño aerodinámico, su avión era más rápido que la nave estelar, pero eso no le sirvió de mucho. Cada vez que el piloto le veía, la nave alienígena se alejaba sin esfuerzo. El piloto del SR-81 se sentía como si intentara matar una mariposa con un hacha.
Para aumentar su frustración, la luz de aviso de combustible se encendió. En cualquier caso, su avión estaba diseñado para la tenue atmósfera al borde del espacio, no para el aire progresivamente más denso en el que volaba el alienígena. Maldijo, pero tuvo que alejarse.
Mientras su SR-81 tragaba queroseno del depósito, no pudo evitar preguntarse qué hubiera pasado de haber disparado un misil. En un par de ocasiones había tenido un blanco perfecto. Se guardó el pensamiento para sí. Era demasiado terrible imaginar lo que harían sus superiores si se enteraran.
Los soldados se apelotonaron en torno a Togram cuando volvió del cónclave de oficiales.
—¿Qué pasa, capitán?
—¿Vive el luof?
—¿Cómo es ahí abajo?
—¡El luof vive, chicos! —dijo Togram con una sonrisa de oreja a oreja.
Su compañía lanzó vítores que levantaron ecos ensordecedores en el dormitorio.
—¡Vamos a bajar! —corearon. Las orejas estaban erguidas de excitación. Algunos soldados agitaron las gorras emplumadas en el aire fétido. Otros, más parecidos a su capitán, fueron a sus catres y empezaron a revisar sus armas.
—¿Serán muy duros, señor? —preguntó un veterano de pelaje gris llamado Ilingua cuando Togram pasó junto a él—. He oído que el piloto del volador ha visto cosas raras.
La sonrisa de Togram se ensanchó más.
—Por los cielos y los infiernos, Ilingua, ¿no has hecho esto bastantes veces como para saber que no hay que prestar atención a los rumores antes del planetizaje?
—Eso espero, señor —dijo Ilingua—, pero esos comentarios son tan extraños que he supuesto que habría algo de cierto en ellos. —Togram no contestó y el soldado cabeceó sintiéndose estúpido y agitó una linterna para examinar el filo de su daga.
El capitán dejó escapar un suspiro tan disimuladamente como pudo. Él mismo no sabía qué creer y había escuchado el informe del piloto. ¿Cómo podían tener máquinas voladoras los nativos si no conocían la contragravedad? Togram había oído hablar de una especie que, antes de descubrir un modo mejor de hacer las cosas, usaba globos de aire caliente; pero ningún globo podría haber alcanzado la altura que había alcanzado el volador de los nativos, y ningún globo podría haber cambiado de dirección tal como el piloto insistía vehementemente en que esa nave había hecho.
Tenía que estar equivocado. Pero ¿cómo tomarse su descripción de ciudades tan grandes como aquellas cuya posibilidad Ransisc había ridiculizado, de un mundo tan poblado que apenas contaba con espacios libres? Y las señales de las linternas de otras naves demostraban que sus pilotos informaban acerca de las mismas improbabilidades.
Bueno, a la larga daría igual si aquella especie era tan numerosa como los reffo en un picnic. Sencillamente, Roxolan tendría muchos más súbditos.
—Esto es un desperdicio terrible —dijo Billy Cox a cualquiera que se le puso a tiro mientras se echaba al hombro la bolsa de lona y se dirigía a zancadas hacia el camión—. Deberíamos recibir a la gente de las estrellas con los brazos abiertos, no con un despliegue de fuerza.
—Eso, eso, profesor —dijo el sargento Santos Amoros detrás de él, con una risita—. Yo prefiero mil veces quedarme sentado en mi cuartel con aire acondicionado que aguantar la contaminación y el sol de L. A. Es una maldita lástima que seas solo un Spec-I. Si fueras presidente, podrías dar las órdenes que quisieras en vez de tener que obedecerlas.
Cox opinaba que eso no era justo. Le faltaban solo unas cuantas asignaturas para terminar su master en ciencias políticas cuando la militarización, después de la segunda crisis Siria, lo arrastró al Ejército.
Tuvo que doblar su largo cuerpo como una navaja para pasar bajo el toldo verde oliva del camión hacia el compartimiento de pasajeros. Los asientos eran demasiado duros y estaban demasiado juntos. Meter cuanta gente cupiera en el camión era más importante que su comodidad durante el viaje. La típica mentalidad militar, pensó Cox despectivamente.
El camión se llenó. El gran motor diésel cobró vida. Un soldado negro sacó un mazo de cartas y apostó a que podía disponer veinticinco cartas en cinco buenas manos de póquer. Un par de novatos aceptaron. Cox, o más bien su bolsillo, había averiguado que era una apuesta imposible de ganar. El negro sonreía al ofrecer el mazo a una de sus víctimas para que barajara.
¡Frrrt! El susurro de las cartas tuvo suficiente autoridad como para hacer que todos en el camión giraran la cabeza.
—¿Dónde aprendiste a manejar así las cartas, tío? —preguntó el negro, que se llamaba Jim pero al que todos llamaban Junior.
—Como crupier de blackjack en Las Vegas. —¡Frrrt!
—Eh, Junior —exclamó Cox—, de repente me parece que voy a apostar diez dólares.
—Que te den, amigo —dijo Junior, mirando sombrío las cartas moverse como si tuvieran vida propia.
El camión siguió hacia el norte, parte de un convoy de vehículos militares y tanques ligeros de varios kilómetros. Todo un regimiento se dirigía hacia Los Ángeles para ser distribuido por compañías en diferentes lugares de la enorme ciudad. A Cox eso le parecía bien; hacía menos probable que se encontrara cara a cara con los alienígenas.
—Sandy —dijo a Amoros, que estaba apretujado contra él—, incluso si me equivoco y los alienígenas no son amistosos, ¿para qué demonios van a servir las armas de mano? Sería como atacar a un elefante con un imperdible.
—Profesor, como ya te he dicho, no me pagan por pensar, ni a ti tampoco. Y mejor así. Yo hago lo que el teniente me dice, tú haces lo que yo te diga y todo saldrá bien, ¿vale?
—Claro —dijo Cox, porque Sandy, aunque no era mal tipo, era un sargento. Aun así, el Neo-Armalite entre las botas de Cox parecía bastante inútil y su casco y su chaleco tan finos y ligeros como la combinación de una bailarina de striptease.
El cielo fuera de la cúpula de los timoneles empezó a cambiar del negro al azul oscuro a medida que el Indomable entraba en la atmósfera.
—Ahí —dijo Olgren, señalando—. Ahí aterrizaremos.
—No se ve mucho desde esta altura —comentó Togram.
—Déjale el telescopio, Olgren —dijo Ransisc—. Se irá pronto con su compañía.
Togram gruñó; aquello, más que un comentario, había sido una sugerencia. Aun así, miró agradecido por el telescopio. La tierra pareció saltar hacia él. Hubo un momento de desorientación mientras se ajustaba a la imagen invertida que ponía el océano al otro lado del campo de visión. Pero no le interesaba ver el paisaje. Quería saber lo que sus soldados y el resto de las tropas a bordo del Indomable tendrían que hacer para establecer una cabeza de playa y defenderla de los nativos.
—Ahí hay un sitio que parece prometedor —dijo—. La zona de vegetación situada entre los edificios en la parte este, no, la parte oeste de la ciudad. Será una buena zona de aterrizaje, un buen sitio para el campamento y una base para que aterricen los refuerzos.
—Veamos de qué hablas —dijo Ransisc, apartándolo de un codazo—. Mm, sí, ya veo el área que dices. No es mal sitio. Olgren, ven a ver esto. ¿Lo podrás localizar en el telescopio del maestro de guerra? Muy bien, ve a decírselo. Proponlo como nuestra zona de aterrizaje.
El aprendiz salió a toda prisa. Ransisc se inclinó de nuevo sobre el ocular.
—Mm —repitió—. Hacen edificios altos ahí abajo, ¿eh?
—Eso parece —dijo Togram—. Y hay mucho tráfico en las carreteras. Se han gastado una fortuna adoquinándolas, también. No veo que se levante polvo.
—Será una conquista magnífica —dijo Ransisc.
Algo rápido, metálico y esbelto como un depredador pasó fugaz junto a la ventana de observación.
—Por los dioses, es verdad que tienen voladores —dijo Togram. A pesar de las afirmaciones del piloto, en el fondo no lo había creído hasta que lo vio por sí mismo.
Se dio cuenta de que las orejas de Ransisc se agitaban con impaciencia y de que realmente había pasado demasiado tiempo en la sala de observación. Recogió su linterna de lucinsectos y volvió con sus tropas.
Un par de soldados le dirigieron una mirada resentida por haber estado ausente tanto rato, pero los animó contándoles tanto como pudo del lugar de aterrizaje. No había nada que gustara más a los soldados rasos que la información privilegiada. Sin tenerla, intentaban deducir las intenciones de sus superiores, pero el juego era más divertido cuando tenían alguna idea acerca de lo que hablaban.
Un corredor apareció en el umbral.
—Capitán Togram, su compañía planetizará desde la escotilla tres.
—Tres —repitió Togram, y el corredor siguió adelante para pasar las órdenes a los otros líderes de tropa de infantería. El capitán se puso el gorro emplumado en la cabeza (las plumas eran escarlata, para que su compañía pudiera reconocerle durante el combate), comprobó sus pistolas una última vez y ordenó a las tropas que lo siguieran.
La oscuridad hedionda era tan opresiva frente a la puerta interior de la escotilla como en cualquier otro sitio a bordo del Indomable, pero de algún modo era más fácil de sobrellevar. Las puertas no tardarían en abrirse y sentiría la brisa fresca agitándole el pelaje, saborearía aire limpio, disfrutaría de la luz del sol durante algo más que unas pocas unidades cada vez. Pronto se mediría en combate contra aquellos nuevos seres.
Sintió una leve sacudida cuando los voladores del Indomable despegaron de la nave nodriza. No llevarían luof a bordo esta vez, sino mosquetes para aterrorizar a los nativos y frascos de pólvora para cebar y dejar caer. Los roxolanos siempre intentaban crear una primera impresión lo más salvaje posible. El terror hacía que parecieran el doble de los que en realidad eran.
Hubo otra sacudida, más fuerte que la anterior. Habían aterrizado.
Una sombra se extendió por el campus de la UCLA. Alzando la cabeza, Junior dijo:
—¡Mira el tamaño de esa cosa! —Había estado diciendo lo mismo durante los últimos cinco minutos, mientras la nave estelar descendía lentamente.
Billy Cox solo podía asentir cada vez, con la boca seca, aferrado a la culata de plástico y el frío metal del cañón de su rifle. El Neo-Armalite parecía totalmente inútil para detener el enorme bulto que descendía con tanta arrogancia. Las naves alienígenas en torno a él eran como piscardos junto a una ballena y, a su vez, empequeñecían los aviones de la USAF que volaban en círculo a distancia. El rugido de sus toberas atacaba los oídos de los nerviosos soldados y los civiles en tierra. Los motores de los alienígenas eran inquietantemente silenciosos.
La nave aterrizó en el parque, entre los edificios New Royce, New Haines, New Kinsey y New Powell. Era más alta que cualquiera de las construcciones de ladrillo rojo de dos pisos, todas ellas réplicas de las destruidas en el terremoto de 2034. Cox oyó los arbolitos romperse bajo el peso de la nave alienígena. Se preguntó qué les hubiera hecho a los árboles inmensos que habían caído hacía cinco años al igual que los famosos edificios antiguos.
—Muy bien, han aterrizado. Avancemos —ordenó el teniente Shotton. No podía mantener la voz firme del todo, pero trotó hacia el sur en dirección a la nave. Su pelotón le siguió, pasando el Centro de Arte Dickinson y el edificio New Bunche. No hacía tanto que Billy Cox había caminado descalzo por ese campus. Ahora sus botas resonaban en el cemento.
El pelotón se desplegó frente al edificio Dodd, orientándose hacia la nave, al oeste. Una leve brisa jugaba con las hojas de los arbolitos plantados con la esperanza de reemplazar los perdidos en el terremoto.
—Dispersaos todo lo que podáis —ordenó el teniente Shotton en voz baja. El pelotón se dispersó. Los hombres se situaron entre macizos de flores, se acuclillaron tras delgados troncos. En la avenida Hilgard, los motores diésel rugían a medida que los vehículos blindados tomaban posiciones para establecer buenas líneas de fuego.
Era todo una tontería, pensó Cox amargamente. Lo que había que hacer era trabar amistad con los alienígenas, no asumir automáticamente que eran peligrosos.
Algo se estaba haciendo a ese respecto, al menos. Una delegación salió del edificio Murphy y caminó despacio tras una bandera blanca desde el edificio de administración hacia la nave. Encabezaba la delegación el alcalde de Los Ángeles; el presidente y el gobernador estaban ocupados en otros lugares. Billy Cox hubiera dado cualquier cosa por formar parte de la delegación en vez de estar boca abajo en la hierba. Si los alienígenas hubiesen esperado a que cumpliera los cincuenta, habría tenido una oportunidad de establecerse…
El sargento Amoros le dio un codazo.
—Mira ahí. Algo pasa…
Amoros tenía razón. Varias escotillas se iban abriendo, mezclando el aire de la Tierra con el de la nave.
La brisa se avivó desde el oeste. Cox arrugó la nariz. No podía identificar todos los olores exóticos que flotaban hacia él, pero reconocía la basura y los excrementos en cuanto los olía.
—¡Dios, qué peste! —dijo.
—¡Por los dioses, qué peste! —exclamó Togram cuando las puertas exteriores de la escotilla se abrieron. Había esperado que aire fresco de verdad reemplazara los gases viciados, reutilizados, del interior del Indomable. Pero olía a humo de turba o a lámparas cuyas mechas no hubieran sido bien extinguidas. ¡Y picaba! Sintió sus membranas nictitantes deslizarse sobre sus ojos para protegerlos.
—¡Desplegaos! —ordenó, haciendo avanzar a su compañía. Ese era el momento más delicado. Si los nativos tenían el valor necesario, podían atacar a los roxolanos mientras salían de la nave y causar todo tipo de problemas. Pero la mayoría de las especies sin hipermotores quedaban demasiado impresionadas por la llegada de viajeros de las estrellas para intentar algo así. Y si no lo hacían rápido, sería tarde.
No lo estaban haciendo. Togram vio a algunos nativos, pero se mantenían a una distancia prudente. No estaba seguro de cuántos había. Su piel manchada, ¿o era ropa?, hacía difícil verlos y contarlos. Pero eran guerreros, sin duda, por el modo en que actuaban y por las armas que llevaban.
Su propia compañía se dispuso en la familiar formación en dos líneas, la primera rodilla en tierra, la segunda en pie, apuntando los mosquetes sobre las cabezas de los de delante.
—Ah, aquí vamos —dijo Togram, contento. El grupo que se acercaba tras la bandera blanca tenía que ser de la nobleza local. Las manchas, vio el capitán, eran ropa, porque aquellos seres llevaban una indumentaria completamente diferente, sombría excepto por unos extraños pañuelos alargados al cuello. Eran más altos y delgados que los roxolanos, con cara sin hocico.
—¡Ilingua! —llamó Togram. El veterano soldado estaba al mando del escuadrón del flanco derecho de la compañía.
—¡Señor!
—Sus tropas, vista a la derecha. A mi orden, elimine a los líderes. Eso desmoralizará al resto —dijo Togram, citando la doctrina estándar.
—¡Mechas listas! —dijo Togram. Los roxolanos bajaron las mechas encendidas hacia las cazoletas de sus mosquetes—. ¡Apunten! —Las armas se movieron un poco—. ¡Fuego!
—¡Ositos de peluche! —exclamó Sandy Amoros—. El mismo pensamiento había saltado a la mente de Cox. Los seres que emergieron de la nave eran rechonchos, marrones y peludos, con largas narices y grandes orejas. Los ositos de peluche, sin embargo, no solían llevar armas. Ni tampoco, pensó Cox, vivían normalmente en un sitio que olía a excrementos. Por supuesto, para ellos podía ser perfume. Pero si lo era, ellos y los terrícolas iban a tener problemas para llevarse bien.
Miró a los ositos tomar posiciones. Su modo de hacerlo no sugería que estuvieran formando una guardia de honor para el alcalde y su grupo. Pero a Cox le resultaba familiar, aunque no sabía por qué.
Entonces cayó en la cuenta. Si hubiese estado en cualquier otro sitio que no fuera la UCLA no lo hubiera hecho, pero recordó un curso en el que se había matriculado, sobre el origen de los estados-nación europeos en el siglo XVI y la importancia de los ejércitos profesionales y disciplinados que habían creado los reyes. Esos ejércitos antiguos efectuaban maniobras como aquella.
Era una curiosa coincidencia. Iba a mencionarla a su sargento cuando el mundo explotó.
Brotaron llamas de las armas de los alienígenas. Grandes nubes de humo se alzaron hacia el cielo. Algo que sonó como una avispa enfurecida pasó zumbando junto al oído de Cox. Oyó gritos y alaridos a ambos lados. La mayoría de la delegación del alcalde había caído; algunos estaban inmóviles, otros se debatían.
Sonó un estrépito en la nave alienígena y, un instante después, otro, cuando una bala de cañón se estampó contra los ladrillos del edificio Dodd. Una esquirla alcanzó a Cox en la nuca. La brisa le trajo el olor de los fuegos artificiales, un olor que no había sentido en años.
—¡Recargad! —aulló Togram—. ¡Otra andanada y luego a ellos con la bayoneta calada! —Sus tropas trabajaban frenéticamente, midiendo las cargas de pólvora y colocando las balas redondas.
—¡De modo que así quieren jugar! —gritó Amoros—. ¡Clavadles el pellejo a la pared! —Había perdido la punta del meñique a consecuencia de un disparo. No parecía consciente de ello.
El Neo-Armalite de Cox ya estaba ladrando, escupiendo un torrente de cartuchos ardientes, golpeándole el hombro. Colocaba cargador tras cargador usando el rifle como una manguera. Si una bala no mordía, la siguiente lo haría.
Otros del pelotón también disparaban. Cox oyó ráfagas de armas automáticas procedentes de diferentes puntos del campus, y las explosiones más graves de granadas autopropulsadas y artillería de campo. Un humo que no habían generado los alienígenas empezó a envolver su nave y a los soldados de alrededor.
Uno o dos disparos llegaron al pelotón, y luego unos cuantos más, pero tan pocos que Cox gritó a su sargento, incrédulo:
—¡Esto no es justo!
—¡Que se jodan! —gritó Amoros—. Si quieren liarla, allá ellos. Lo único bueno que han hecho es cargarse al alcalde. Siempre odié a ese viejo chiflado.
El seco tac-tac-tac no sonaba como ningún arma que Togram hubiera oído. Los disparos llegaban demasiado seguidos, en una horrible manta de sonido. Y si los nativos estaban disparando a sus tropas, ¿dónde estaban las espesas y asfixiantes nubes de humo de pólvora en sus posiciones?
No sabía la respuesta. Lo que sí sabía era que su compañía estaba cayendo como el grano ante la guadaña. Aquí un soldado era alcanzado por tres balas a la vez y caía contorsionado, como si su cuerpo no pudiera decidir en qué dirección retorcerse. Allí a otro le destrozaban el cráneo.
La andanada que el capitán había pedido no había sido disparada aún. Un escuadrón de soldados avanzó hacia los nativos. El sol se reflejaba con bravura en sus largas bayonetas pulidas. Ninguno de ellos avanzó ni cuatro pasos antes de caer.
Ilingua miró a Togram horrorizado, las orejas aplastadas contra la cabeza. El capitán sabía que las suyas estaban igual.
—¿Qué nos están haciendo? —aulló Ilingua.
Togram solo pudo negar con la cabeza, impotente. Se tiró a tierra tras un cadáver, disparó una de sus pistolas hacia el enemigo. Todavía había una oportunidad… ¿Cómo aguantarían aquellos demonios alienígenas su primer ataque aéreo?
Un volador descendió hacia los nativos. Los mosqueteros disparaban desde las troneras, se retiraban para recargar.
—¡Tomad esa, hijos de puta! —gritó Togram. Pero no alzó el puño en el aire. Eso, había aprendido, era peligroso.
—¡Ataque aéreo! —rugió el sargento Amoros. Aquellos de su escuadrón que no estaban ya en tierra se tiraron de bruces al suelo. Cox oyó gritos de dolor entre el estruendo del combate, al caer heridos los hombres.
La tripulación del Cottonmouth lanzó su misil AA a la aeronave alienígena, cuyo piloto debía de tener los reflejos de un gato. Hizo saltar su aparato de lado en el aire; ningún avión construido en la Tierra podría haber hecho nada igual. El misil pasó de largo, inofensivo.
El avión dejó caer lo que parecían un montón de cacharros. El suelo saltó cuando las bombas explotaron. Maldiciendo, ensordecido, Billy Cox dejó de preocuparse sobre si la lucha era justa.
Pero el piloto del volador no había visto el caza F-29 situado a su cola. El avión de la USAF lanzó dos misiles a quemarropa, desde menos de dos kilómetros. El buscador de infrarrojos no encontró un objetivo y se autodestruyó, pero el misil cuyo objetivo era el radar fue directo a la nave. La explosión hizo hundir a Cox la cara en la tierra y taparse las orejas con las manos.
«De modo que esto es la guerra —pensó—: No veo nada, apenas puedo oír y mi bando está ganando. ¿Cómo debe de ser para los que pierden?».
La esperanza murió en los corazones de Togram cuando el primer volador cayó víctima de las naves de los nativos. El resto de los voladores del Indomable no duraron mucho más. Podían esquivar, pero tenían aún menos capacidad de hacer blanco que las fuerzas roxolanas de infantería. Y eran espantosamente vulnerables si los atacaban por los puntos ciegos de los pilotos, desde arriba o desde atrás.
Uno de los cañones de la nave nodriza consiguió disparar de nuevo y atrajo rápidamente una respuesta de las fortalezas móviles que Togram había vislumbrado cuando tomaron posiciones en las calles, fuera del parque.
Cuando cayó el primer obús, el infortunado capitán pensó un instante que era otro cañón disparado desde el Indomable. El sonido de la explosión no se parecía en nada al ruido que una bala hacía cuando acertaba un objetivo. Un fragmento de metal caliente se enterró en el suelo junto a la mano de Togram. Pensó entonces que un cañón había estallado, pero más explosiones en la superestructura de la nave y las columnas de tierra que levantaban los tiros fallidos le demostraron que era solo algo más del diabólico arsenal de los nativos.
Algo grande y duro golpeó al capitán en la nuca. El mundo cayó en una espiral oscura.
—¡Alto el fuego! —La orden llegó primero a la artillería y luego a las unidades de infantería situadas en primera línea. Billy Cox se levantó la manga para ver el reloj, lo miró con incredulidad. La batalla completa había durado menos de veinte minutos. Miró a su alrededor. El teniente Shotton se levantaba detrás de una palmera ornamental.
—A ver qué tenemos —dijo. Con el rifle dispuesto, empezó a caminar despacio hacia la nave espacial. Era poco más que una ruina humeante. De hecho, lo mismo pasaba con los edificios de alrededor. El daño a sus predecesores había sido peor durante el terremoto, pero no mucho.
Cadáveres alienígenas cubrían el césped. La sangre que salpicaba las briznas verdes era tan roja como la de cualquier hombre. Cox se agachó para recoger una pistola. Era un arma muy hermosa, con escenas de combate grabadas en la madera grisácea de la culata. Pero vio que era un arma de un solo tiro, un arma corta ya obsoleta dos siglos antes. Cabeceó, intrigado.
El sargento Amoros alzó un objeto cónico de donde había caído, junto a un alienígena muerto.
—¿Qué coño es esto? —preguntó.
De nuevo Cox tuvo la sensación de estar atrapado en algo que no entendía.
—Es un cuerno de pólvora —dijo.
—¿Como en las películas? ¿Las de pioneros y todo eso?
—Tal cual.
—Mierda —dijo Amoros con sentimiento. Cox asintió.
Junto al resto del pelotón, se acercaron a la nave destruida. La mayoría de los alienígenas había muerto todavía en formación, en las dos pulcras líneas desde las que habían abierto fuego contra los soldados.
Con ellos, tras otro cadáver, yacía el cuerpo del oficial de la pluma escarlata que había dado la orden de empezar una confrontación tan horrorosamente desigual. De repente, sobresaltando a Cox, el alienígena gimió y se movió igual que un humano que empezara a recobrar la consciencia.
—Cogedlo, ¡está vivo! —exclamó Cox.
Varios hombres saltaron sobre el alienígena, que estaba demasiado aturdido para resistirse. Los soldados empezaron a atisbar por los agujeros abiertos en la nave, e incluso a entrar en ella. Todavía iban con precauciones; la nave era mucho más grande que cualquier nave humana y seguramente habría supervivientes a pesar del bombardeo que había sufrido.
Como siempre, los hombres no pudieron disfrutar mucho. La lucha había terminado hacía solo unos minutos cuando el primer equipo de expertos llegó en helicóptero, vio soldados de a pie en su territorio privado y protestaron horrorizados. Los expertos también se hicieron rápidamente cargo del prisionero del pelotón.
El sargento Amoros los miró resentido mientras se llevaban al alienígena.
—Debiste imaginar que pasaría, Sandy —le consoló Cox—. Nosotros hacemos el trabajo sucio y los peces gordos se hacen cargo de todo en cuanto las cosas se calman.
—Sí, pero ¿no sería fabuloso si por una vez fuera al revés? —Amoros rio sin ganas—. Ya, no tienes que decírmelo: ni cuando los cerdos vuelen.
Cuando Togram se despertó boca arriba, supo que algo iba mal. Los roxolanos siempre dormían boca abajo. Durante un momento se preguntó cómo había ido a parar allí… ¿demasiada agua-de-vida la noche anterior? El martilleo de su cabeza parecía sugerirlo.
Luego los recuerdos acudieron en tropel. ¡Esos malditos nativos con sus armas de hechicería! ¿Se habría reagrupado su gente y habría vencido al enemigo después de todo? Juró encender lámparas votivas a Edieva, señora de las batallas, durante el resto de su vida si había sido así.
Empezó a darse cuenta de la habitación en la que estaba. Nada le resultaba familiar, desde la cama en la que yacía hasta la luz del techo que brillaba como la del sol pero no humeaba ni vacilaba. No, no creía que los roxolanos hubieran ganado la batalla. El miedo le heló las entrañas. Sabía cómo su propia especie trataba a los prisioneros, había oído historias de espaciales o incluso cosas peores de otra gente. Se estremeció al imaginar las refinadas torturas que una especie tan feroz como sus captores podría inventar.
Se levantó tambaleándose. A los pies de la cama encontró su gorro, un poco de carne ahumada obviamente sacada del Indomable y una jarra translúcida hecha de algo que no era cuero ni vidrio ni barro cocido ni metal. Fuera lo que fuera, era demasiado blando y flexible para servir de arma.
La jarra contenía agua: no era agua del Indomable. Aquella ya había empezado a pudrirse. Esta era fresca, y tan pura que no tenía sabor alguno, agua tan buena como solo había encontrado en un par de manantiales de montaña.
La puerta se abrió sobre goznes silenciosos. Entraron dos de los nativos. Uno era pequeño y llevaba un abrigo blanco; una hembra, si esas protuberancias del torso eran pechos. El otro iba vestido con la misma ropa que llevaban los guerreros nativos, aunque en la habitación no le servía de camuflaje en absoluto. Este llevaba un rifle y, los dioses lo maldijeran, parecía extremadamente en guardia.
Para sorpresa de Togram, la hembra tomó el mando. El otro nativo era meramente un guardaespaldas. Alguna princesa malcriada, intrigada por los extraños, pensó el capitán. Bueno, prefería tratar con ella y no con el verdugo local.
La hembra se sentó, le hizo un gesto para que también se sentara.
Él probó una silla, la encontró incómoda: demasiado baja por detrás, no estaba hecha para su gran trasero y sus piernas cortas. Se sentó en el suelo.
Ella colocó una cajita en la mesa, junto a la silla. Togram la señaló.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Pensó que ella no le había entendido, lo que no era culpa suya; no hablaba su idioma. Jugueteaba con la caja, apretando un botón aquí, otro allá. Entonces él agachó las orejas y erizó el pelaje, porque la caja dijo «¿Qué es eso?», en roxolano. Al cabo de un momento se dio cuenta de que hablaba con su propia voz. Maldijo e hizo un gesto de protección contra la brujería.
Ella dijo algo, manipuló la caja de nuevo. Esta vez le hizo eco a ella. La señaló.
—Grabadora —dijo. Hizo una pausa, expectante.
¿Qué estaba esperando el nombre roxolano de aquella cosa?
—Nunca en la vida había visto una de estas cosas y espero no volver a hacerlo —dijo él. Ella se rascó la cabeza. Cuando hizo que el aparato repitiera de nuevo lo que él había dicho, solo le impidió lanzar el aparato contra la pared la idea del soldado con el arma.
A pesar de aquel contratiempo acabaron haciendo progresos con el idioma. Togram había aprendido retazos de bastantes idiomas en el curso de su vida aventurera; era una de las razones por las que había llegado a capitán a pesar de su baja cuna y su falta de relaciones. Y la hembra —Togram oyó su nombre como Hildachesta— tenía un don para ellos y la caja que no olvidaba.
—¿Por qué nos atacó tu gente? —preguntó ella un día, cuando supo bastante roxolano para poder formular la pregunta.
Sabía que estaba siendo interrogado, por muy amable que sonara. Había jugado a ese juego él mismo, con prisioneros. Agitó las orejas, fingiendo indiferencia. Siempre había sido partidario de dar respuestas directas; era una de las razones por las que solo era capitán. Dijo:
—Para coger lo que cultiváis y fabricáis y usarlo nosotros. ¿Por qué si no querría nadie conquistar a nadie?
—Por qué, cierto —murmuró ella, y guardó silencio unos instantes; su respuesta parecía haber cerrado un tema del interrogatorio. Lo intentó de nuevo:
—¿Cómo puede tu gente andar, quiero decir, viajar, más rápido que la luz, cuando el resto de vuestras artes son tan simples?
Su pelaje se erizó de indignación.
—¡No lo son! Fabricamos pólvora, forjamos hierro y fundimos acero, tenemos telescopios para ayudar a nuestros timoneles a guiarnos de estrella en estrella. No somos salvajes escondidos en cuevas ni nos disparamos con arcos y flechas.
Su monólogo, por supuesto, no fue tan sencillo ni directo. Tuvo que detenerse, retroceder, usar elaborados circunloquios, hacer gestos para que Hildachesta le entendiera. Ella se rascó la cabeza en un gesto de confusión que había llegado a reconocer. Dijo:
—Nosotros conocemos esas cosas de las que hablas desde hace cientos de años, pero no pensábamos que alguien pudiera andar… maldición, sigo diciendo eso en vez de «viajar»… más rápido que la luz. ¿Cómo aprendió tu gente a hacer eso?
—Lo descubrimos por nosotros mismos —dijo él con orgullo—. No tuvimos que aprenderlo de alguna otra especie viajera de las estrellas, como muchos.
—¿Pero cómo lo descubristeis? —insistió ella.
—¿Cómo voy a saberlo? Soy un soldado. ¿Qué me importan a mí esas cosas? ¿Quién sabe quién inventó la pólvora, o quién aprendió a usar fuelles en la fragua para que el fuego alcanzara el calor suficiente para fundir el hierro? Esas cosas pasan, eso es todo.
Ese día, ella cortó pronto la sesión de preguntas.
—Es humillante —dijo Hilda Chester—. Si esos alienígenas idiotas hubiesen esperado unos años más a venir, probablemente nos hubiéramos hecho pedazos sin saber que había más terreno disponible. Cristo, por lo que dicen los roxolanos, especies que apenas saben trabajar el hierro vuelan en naves espaciales sin pensárselo dos veces.
—A no ser que las naves no vuelvan a casa —respondió Charlie Ebbets. Llevaba la corbata en el bolsillo y el cuello de la camisa desabrochado por el intenso calor del verano de Pasadena, aunque el Atheneum de Caltech tenía aire acondicionado. Al igual que tantos otros ingenieros y científicos, dependía de lingüistas como Hilda Chester para relacionarse con los alienígenas.
—Yo misma no lo acabo de entender —dijo ella—. Aparte del hipermotor y la contragravedad, los roxolanos están atrasados, casi en estado primitivo. Y las otras especies de ahí fuera deben ser parecidas, o alguien los habría conquistado hace tiempo.
Ebbets dijo:
—Una vez que lo has visto, el motor es asombrosamente sencillo. Los grupos de investigación dicen que cualquiera podría haber dado con el principio básico en casi cualquier momento de la historia. Nuestra suposición es que la mayoría de las especies lo encontraron y, cuando lo hicieron, dirigieron toda su energía creativa, naturalmente, a refinarlo y mejorarlo.
—Pero nosotros no lo encontramos —dijo Hilda despacio—, de modo que nuestra tecnología se desarrolló de un modo diferente.
—Exacto. Por eso los roxolanos no saben nada del control de la electricidad, por no hablar de ciencia atómica. Y además, por lo que sabemos hasta el momento, el hipermotor y la contragravedad no tienen las aplicaciones suplementarias que tiene el espectro electromagnético. Todo lo que hacen es llevar cosas de un sitio a otro muy deprisa.
—Eso debería bastar por el momento —dijo Hilda. Ebbets asintió. Había casi nueve mil millones de personas apretujadas en la Tierra, la mitad de ellas hambrientas. Ahora, de golpe, tenían sitios adonde ir y los medios para llegar a ellos.
—Me parece que vamos a dar una tremenda sorpresa a la gente de ahí fuera —dijo Ebbets, pensativo.
A Hilda le llevó un segundo darse cuenta de lo que quería decir.
—Si es una broma, no tiene gracia. Han pasado cien años desde la última guerra de conquista.
—Claro; se han hecho demasiado caras y peligrosas. Pero ¿qué resistencia podrían oponer los roxolanos, o quienes sean, con su nivel tecnológico? Los aztecas y los incas eran muy valientes. ¿De qué les valió frente a los españoles?
—Espero que nos hayamos hecho más listos en los últimos quinientos años —dijo Hilda. Pero dejó el sándwich a medio comer. Se dio cuenta de que ya no tenía hambre.
—¡Ransisc! —exclamó Togram cuando el piloto veterano entró cojeando en su cubículo. Ransisc estaba más delgado que unas lunas atrás, a bordo del mal llamado Indomable. Su pelaje era blanco en torno a unas cicatrices que Togram no recordaba.
Pero su aire de burlona indiferencia no había cambiado.
—¿Eres más duro que las balas o es que los humanos pensaron que no merecía la pena matarte?
—Lo segundo, sospecho. Con su armamento, ¿por qué deberían preocuparse de un soldado más o menos? —dijo Togram amargamente—. Yo tampoco sabía que seguías vivo.
—No es culpa mía, te lo aseguro —dijo Ransisc—. Olgren, junto a mí… —Su voz se quebró. No era posible ser indiferente a todo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el capitán—. No es que no me alegre de verte, pero eres la primera cara roxolana que veo desde… —Fue su turno de vacilar.
—Desde que aterrizamos. —Togram asintió con alivio al circunloquio del timonel. Ransisc siguió—: He visto a algunos otros antes que a ti. Sospecho que nos permiten reunirnos para que los humanos nos puedan oír hablando entre nosotros.
—¿Cómo pueden hacer eso? —preguntó Togram, y luego respondió a su propia pregunta—. Oh, las grabadoras, claro. —Usó, a la fuerza, la palabra inglesa—. Bueno, ahora verán.
Cambió a oyag, el idioma más común en un planeta que los roxolanos habían conquistado cincuenta años antes.
—¿Qué nos va a pasar, Ransisc?
—A estas alturas, en Roxolan ya se habrán dado cuenta de que algo ha ido mal —contestó el timonel en el mismo idioma.
Esto no animó a Togram.
—Hay muchas maneras de perder naves —dijo sombríamente—. E incluso si el alto señor de la guerra envía otra flota, no tendrá mucha más suerte que la nuestra. Estos malditos humanos tienen demasiadas máquinas de guerra. —Hizo una pausa y tomó un largo y melancólico sorbo de la botella de vodka. Los licores perfumados que los nativos destilaban le ponían enfermo, pero el vodka le gustaba—. ¿Cómo es que tienen todas estas máquinas y nosotros no, ni ninguna especie que conozcamos? Deben de ser magos, deben de haber vendido el alma a los demonios a cambio de conocimientos.
La nariz de Ransisc tembló para indicar desacuerdo.
—Hice la misma pregunta a uno de sus sabios. Me dio un poema de un humano llamado Granizo, Nieve o algo parecido[9]. Era acerca de alguien que se encuentra en una encrucijada del camino y acababa escogiendo el sendero menos hollado. Eso hicieron los humanos. La mayoría de las especies encuentra el hipermotor y empieza a viajar. Los humanos nunca lo hicieron, de modo que su búsqueda de conocimientos fue en otra dirección.
—¡Y tanto! —Togram se estremeció ante el recuerdo de aquel breve y terrible combate—. Armas que escupen docenas de balas sin recargar, cañones montados en plataformas acorazadas que se mueven por sí solas, cohetes que siguen a sus objetivos… y luego están las cosas que no vimos, esas de las que los humanos solo hablan, las bombas que pueden destruir una ciudad entera, solo con una de ellas.
—No sé si me creo eso —dijo Ransisc.
—Yo sí. Parecen asustados cuando hablan de ellas.
—Bueno, puede. Pero no se trata solo de las armas que tienen. Son las máquinas que les permiten verse y hablar entre sí a distancia; las máquinas que hacen sus cálculos por ellos; sus grabadoras y todo lo relacionado con ellas. Por lo que dicen de su medicina, casi estoy tentado de creerte y pensar que son magos… Saben las causas de sus enfermedades y cómo curarlas o prevenirlas. Y su agricultura: este planeta está mucho más poblado que cualquiera que haya visto o del que haya tenido noticia, pero produce suficiente alimento para todos estos humanos.
Togram agitó tristemente las orejas.
—Parece muy injusto. Todo lo que tienen solo por no haber dado con el hipermotor.
—Ahora lo tienen —le recordó Ransisc—. Gracias a nosotros.
Los roxolanos se miraron, consternados. Hablaron a la vez:
—¿Qué hemos hecho?