¡VIVA EL REY!

EDWARD LUDWIG

Hay un cierto saborcillo en este corto cuento que nos gustó mucho en el momento en que lo leímos. De entre el humo de las llamas sobre el que reposaba en nuestra mesa de escritorio surgieron los fantasmas de Edgar Allan Poe, Hawthorne, Algernon Blackwood y hasta Kit Marlowe (¡quien murió hace tanto en una riña de taberna!)... todos ellos gloriosos maestros de la literatura fantástica. Y, por un momento, nos hemos sentido tentados a añadir a esta lista el nombre de Edward Ludwig, aunque no sabemos si él lo aprobaría.

El señor Scratch subió al estrado y alzó sus manos, como para bendecir.

—¡Silencio, por favor! —gritó.

Los murmullos continuaron, profundos y hoscos.

—¡Silencio! —gritó en el anfiteatro iluminado por antorchas colocadas en cráneos humanos—. ¡Debemos escoger nuestro rey!

Hubo un girar de cabezas monstruosas, un azotar de colas lanceoladas, un parpadear de ardientes ojos. Al fin, el silencio cayó sobre el océano de demonios.

El señor Scratch arrugó la nariz cuando un hilillo de humo con olor a carne abrasada pasó junto a él. Luego, sonrió benévolamente a su auditorio.

Había demonios negros y rojos y blancos, y demonios con colas y cuernos y alas. Había demonios invisibles y demonios con figura humana. También había demonios del tamaño de mastodontes y del tamaño de cabezas de alfiler.

—Estamos aquí —entonó el señor Scratch—, para elegir un rey —indicó el vacío Trono Flamígero, tras él—. Como saben, cada uno de nosotros nació del miedo de la Humanidad y fue moldeado por su imaginación. Desgraciadamente, la especie humana nos ha considerado habitualmente como una entidad única llamada Satanás. No se dio cuenta de que cada interpretación de esa entidad resultaba en una creación diabólica distinta.

»Pues bien, ¿cuál de los demonios de la Humanidad es el más grande? ¿Cuál, entre todos los que aparecen en las leyendas, mitos, escritos, canciones, debe ser nuestro rey? Naturalmente, nuestra elección debe ser unánime. ¿Hay algún candidato?

Mefistófeles se adelantó, agitando su cola, con sus carnes desnudas brillando como sangre fresca.

—¿Qué demonio es más famoso que yo? Junto con mis contrapartidas he aparecido en obras de teatro, libros y hasta óperas. Millones de seres humanos se han estremecido ante mi mirada.

—Estoy bastante familiarizado con la historia de Fausto. Pero, ¿es usted el Mefistófeles de Marlowe, de Goethe, o de una ópera?

La indignación cubrió las grotescas facciones.

—Soy el de Marlowe, naturalmente, Recordarán mi truquito al devolverle la vida a Helena de Troya. Si algún otro demonio puede igualar...

—No, no —murmuró el señor Scratch—. Son ustedes demasiados. Me temo que siempre estaríamos equivocándonos. ¿No lo creen así?

La asamblea asintió.

Una gigantesca criatura, de ojos llameantes, se abrió camino entre una manada de diablos de John Collier.

—¿Y quién es usted? —preguntó el señor Scratch.

—Soy Sammael, primero de los diablos hebreos. En virtud de mi antigüedad, reclamo el derecho a ocupar el Trono Flamígero.

—Oh, santo cielo —maldijo el señor Scratch—. Es usted cosa vieja. Ni siquiera lo recuerda nadie. ¿Quién sigue?

Un pequeño personaje, de forma humana y ataviado con un ajustado chaqué y con calzones hasta las rodillas, se alzó entre una masa de delegados de la publicación Antología de relatos de espanto y TERROR. Hizo una pausa dramática para olisquear una tabaquera de rapé con su larga y aquilina nariz.

Luego, alisándose el mostacho, declaró:

—El cargo de regente de los diablos, noble caballero, es tal que requiere una exacta dimensión de dignidad. Creado por ese maestro de lo macabro, Edgar Allan Poe, y habiendo aparecido en su inmortal «El diablo en el campanario», yo...

Los diablos estallaron en roncas carcajadas.

Enrojeciendo, el risible diablo de Poe se retiró por entre un grupo de sonrientes íncubos y desapareció tras una hilera de Belcebús surtidos.

Luego llegó el terrible Asmodeo.

—No cabe duda que yo soy el candidato más lógico a rey. Nací en la antigüedad, apareciendo por primera vez en los Evangelios Apócrifos. Y sin embargo, mi nombre ha perdurado...

Fue interrumpido por un diablo creación de Algernon Blackwood:

—¿Y qué hay de esa canita al aire con la demoniesa Sarah... la chica que se cargó a sus siete esposos en las noches de boda? Desde luego, un diablo de un gusto tan dudoso en sus amores, no creo que nos sirva de rey.

Al cabo de un tiempo, el señor Scratch lanzó un suspiro. Con una pluma cargada con sangre, fue tachando nombre tras nombre de la lista de candidatos.

Reconsideró en voz alta:

—Hemos estado en contra del Dis de Dante porque el contemplar a un rey de tres cabezas durante toda la eternidad sería realmente monótono. El Lucifer de Milton queda descartado... pues el enfrentarse con todos esos versos medievales para poder enterarse de sus hazañas sería una tarea realmente aburrida. Los diablos de Hawthorne, Beerbohm, de Maupassant, Ben Jonson y Cotton Mather han sido descalificados. ¿Qué piensan del Plutón de los antiguos romanos?

—Ridículo —escupió un djinn árabe, saliendo de su botella—. Ese tipo llegaba a dar riquezas a quienes lo adoraban. ¿Quién ha oído jamás hablar de un verdadero demonio que regalase nada?

El señor Scratch tachó el nombre y luego dudó:

—El Seth de los egipcios... hummm. Cuerpo de asno, orejas y hocico de chacal. No, evidentemente no.

Y prosiguió:

—Ya hemos eliminado los diablos de John Masefield, H. G. Wells, Anatole France y Fredric Brown. ¿Queda algún candidato?

No hubo respuesta.

Bueno, pues entonces —sus ojos brillaron astutamente. Mesándose su barba de chivo, bajó del estrado. Sus elegantes botas negras reflejaban el brillo de las llamas—, parece que hemos llegado a un punto muerto, y, no obstante, debemos escoger un rey.

Aclaró su garganta, ganando tiempo:

—Por consiguiente, sugiero humildemente un diablo verdaderamente moderno, uno cuyas hazañas no solo han sido contadas una y otra vez por la literatura, sino que han aparecido extensamente en el cine, y que está siendo visto, quizá en este mismo momento, por millones de televidentes. Me refiero, naturalmente, a la estrella de El Demonio y Daniel Webster, del señor Benet. Este demonio ha demostrado sus cualidades de líder por el simple hecho de dirigir estas elecciones.

Hizo una profunda reverencia, y luego se irguió, sonriente.

—Resumiendo, sugiero ser elegido yo mismo.

Un aura de indecisión pareció flotar sobre el anfiteatro. Luego, un gruñido de disgusto sonó en la primera fila.

Un diablo ruso, que hedía a vodka y borscht, estalló:

—¿Acaso vamos a tener un rey que ha sido inmisericordemente humillado por un simple mortal, por Daniel Webster?... ¿Un diablo que, aún hoy en día, no se atreve a poner el pie en el estado de New Hampshire? Nyet, yo digo ¡nyet!

El señor Scratch pareció hundirse en un limbo de desaliento.

—Entonces, ¿quién, quién debe ser nuestro rey?

—Yo —clamó una débil y aguda voz.

Una criatura de tez verdosa y piernas como palillos surgió de un banco humeante. Tenía el tamaño de un niñito desnutrido, y su forma era humana exceptuando sus dos inmensas orejas y sus grandes ojos que eran como platos sanguinolentos.

—¿Quién es usted? —gruñó el señor Scratch.

—Elmer.

—Nunca oí hablar de usted. ¿Quién lo creó?

—Fui creado en 1956 por Homer L. Thwaitwhistle de Triple Rivers, Arkansas. La obra literaria que describía mi carrera fue titulada «El caso del pingüino pernicioso y de la muchacha completamente desnuda o Las aventuras y desventuras de Nell en el maelstrom de la iniquidad».

—Nunca oí hablar de ella.

—Claro que no. No ha sido publicada. Fue devuelta en treinta y siete ocasiones, tras lo cual el señor Thwaitwhistle volvió a su empleo como dependiente de una charcutería.

El señor Scratch lanzó un resoplido.

—¿Quién ha oído hablar alguna vez de un diablo de color verde? ¿Por qué cielos tuvo que imaginarlo verde?

—Probablemente porque nací en un cuento verde. Pero, realmente, no soy un verdadero diablo...

—¡No es un diablo! —estalló el señor Scratch.

—¡Échenlo fuera! —rugió el Mefistófeles de Marlowe.

—Un momento, por favor —dijo Elmer—. No soy un diablo, y es por eso exactamente por lo que debo ser el rey. Soy, según el señor Thwaitwhistle me describió, una síntesis biológica del miedo. Los directores literarios han dicho que no soy convincente, pero, sin embargo, aquí estoy... el único, creo, que se halle entre ustedes, en mis condiciones; y probablemente sea el único de mi especie jamás imaginado. Usted mismo dijo que habían nacido del miedo del hombre. Por consiguiente, sin ese miedo, ninguno de ustedes existiría. En otras palabras, sin ninguno de ustedes habría existido.

Los ojos como platos recorrieron los horribles y retorcidos rostros.

—¿Alguna objeción?

Silencio.

El Rey de los Demonios ascendió a su Trono Flamígero.

Título original:

HAIL TO THE KING

© 1956, by King-Size Publications, Inc.

Traducción de Z. Álvarez