EL PLENIPOTENCIARIO

GÉRARD KLEIN

“No es oro todo lo que reluce”, nos advierte el acervo popular, tras una amarga experiencia cuajada de engaños y timos. Y, en efecto, las cosas no son —muchas veces— lo que parecen a primera vista. Por ello, resultará difícil el primer contacto de la Humanidad con seres extraterrestres, ya que no se podrán establecer juicios de valor, sin más, a simple golpe de vista.

Ilustración de PHILIPPE DRUILLET

No lo vi llegar personalmente, pero el acontecimiento me fue contado veinte veces por uno de los testigos auténticos. Puedo insistir sobre su autenticidad, ya que si bien el número de los testigos certificados del primer aterrizaje de los Otros en la Tierra creció rápidamente como hierba al sol, hasta alcanzar una proporción completamente increíble con respecto a la población de la Tierra, la cuarta parte de ellos, creo, quizá incluso un poco más, debía hallarse in situ por las circunstancias, y experiencias ulteriores me permiten afirmar con un razonable grado de certeza que él no era lo suficientemente brillante como para inventar una historia tal. Sin duda lo era aún menos de lo que ustedes imaginan después de lo que acabo de decirles.

Allí estaba cuando los Otros, después de franquear el espacio, posaron su nave sideral, fina como una aguja, sobre nuestro viejo planeta. La nave brillaba con un hermoso destello de acero azul. Una puerta se abrió a media altura, y una especie de arco se desplegó, uniendo la abertura con el suelo en una curva estéticamente satisfactoria.

Salieron. Se nos parecían enteramente, hasta tal punto que nos chocó el verlos por primera vez, de tanto que esperábamos ver salir horribles monstruos gelatinosos de ojos pedunculados. Eran, sin embargo, un poco más grandes que nosotros y sus rasgos regulares no estaban gastados ni por los placeres ni por las preocupaciones. Concebimos hacia ellos, tan pronto como los vimos, el respeto que hasta entonces habíamos reservado a nuestros dioses.

Toda la Tierra supo lo sucedido a las 10 horas 47 minutos de la mañana, hora de Greenwich. Los delegados científicos estaban allá una hora y 25 minutos más tarde. Los delegados de las diferentes potencias llegaron juntos 28 minutos más tarde. Todos esos detalles pertenecen a la historia.

Aquellas personalidades reunidas contemplaron la nave y los seres humanos vestidos de plata que habían salido de ella y que parecían afanarse en una misteriosa tarea. Pero los visitantes del espacio no se preocuparon ni un solo instante de los humanos; parecía como si no tuvieran tiempo que perder.

Se intentó sin embargo atraer su atención por todos los medios. Pero nadie se atrevió aproximarse demasiado a la nave. Se preguntó si las intenciones de los recién llegados eran pacíficas o belicosas, pero nadie asumió la responsabilidad de declarar una pequeña guerra contra los Otros para comprobarlo. Se habló de lanzar fuegos artificiales con la esperanza de ver sus ojos despejarse de su tarea y contemplar aquel testimonio de la industria humana, pero finalmente se temió que pudieran tomar aquello como una manifestación hostil.

Yo aproveché, pues acababa de llegar en aquellos momentos, para interrogar al testigo ocular del que ya he hablado.

—¿Se encontraba usted aquí por azar? —pregunté.

—No, estaba binando —me dijo.

—¿Ha oído algún ruido que anunciara su llegada?

—¿Sabe usted?, yo estaba binando, y soy un poco sordo.

—¿Ha sentido usted miedo cuando la nave se posó?

—Bien, ¿sabe usted?, yo estaba binando. Apenas tuve tiempo de prestar atención a sus remilgos.

—¿Le han pedido algo?

—No podría afirmarlo, pero creo que no.

—¿Qué ha hecho usted, una vez pasada la sorpresa?

—Apenas me sorprendí, salvo cuando encontré ese gusano gordísimo mientras estaba binando, espere a que se lo enseñe, tal vez le interese. Pero no hice nada. Debía terminar de binar el campo antes de ir a beber un trago. Luego vino un muchacho que me dijo que acababa de pasar algo extraordinario, y me dio un poco de miedo. Dejé de binar y le pregunté de qué se trataba, ya que es preciso estar siempre al corriente de las cosas. Entonces me miró con un aire extraño.

(Este testimonio absolutamente original y no retocado fue reproducido un número incalculable de veces, y puede ser consultado para verificación en las oficinas de la Enciclopedia Mundial).

Los extranjeros trabajaban aprisa y con eficacia. Antes de que el día hubiera terminado, construyeron un edificio colosal, de una belleza fría e inhumana. De todas partes surgían antenas, una alta torre dominaba el campo, e inmensas puertas de oro cerraban la alta bóveda de un aplastante porche. Un zumbido sordo hacía vibrar el aire y el suelo alrededor del edificio, evidente manifestación de las fantásticas energías que debían desencadenarse en su interior.

Toda la Tierra observó con estupefacción construir a los extranjeros; les vio partir con sorpresa aquella misma noche, una vez terminada su obra, y comprobó por fin con delectación que habían dejado a uno de los suyos tras ellos, en el inmenso palacio de paredes de mármol sintético. Un embajador sin duda, o incluso un sabio que libraría a los hombres los secretos de la materia, del espacio y del tiempo.

  

Las diferentes delegaciones científicas o políticas hicieron antesala para ver a la alta personalidad que un impensable imperio galáctico había delegado en nuestra Tierra. Pero ésta apenas se preocupó por ello. A ciertas horas, no parecía ni oír los mensajes que le eran dirigidos ni ver a aquéllos que se los dirigían. Algunos altos personajes terrestres se sintieron grandemente mortificados por ello. En otros momentos, por el contrario, el delegado del Vasto Imperio parecía feliz y sorprendido de los testimonios de afecto que le prodigaban los hombres. Pero quedaba un obstáculo supremo, el lenguaje. Nuestros mejores filólogos se confesaron incapaces de dar un sentido a las inflexiones musicales del Otro, y este mismo no utilizaba ninguna máquina traductora, lo cual decepcionó bastante.

Hacia aquella época, recogí el testimonio de un físico famoso, y su punto de vista hubiera debido abrirnos muchos horizontes.

P. — ¿Ha observado usted algunos fenómenos extraños en las proximidades del palacio extranjero?

R. — En efecto. Numerosos fenómenos escapan a toda explicación, al menos para nuestra ciencia. Parecen producirse y gastarse cantidades considerables de energía en el edificio.

P. — ¿Qué es lo que le hace pensar esto?

R. — Todos los contadores se vuelven locos en las cercanías del palacio. Pero hay más, el espacio parece deformado en una cierta dirección. O, más exactamente, es como si dejara de existir en aquella dirección. Un rápido cálculo tensorial mostraría que...

P. — ¿Qué mostraría?

R. — Mostraría que se trata probablemente de un medio de comunicación instantánea entre el palacio y otro mundo. Concibo esto como una especie de agujero en el espacio, de túnel en cuyo seno no existe ni masa, ni inercia, ni tiempo.

P. — ¿Y que permitiría transmitir mensajes?

R. — No solamente mensajes, sino incluso cuerpos, quizá hasta seres vivos.

Esta entrevista me dejó pensativo. Pero vino la época de los regalos y tuve otras preocupaciones. Supimos que podíamos penetrar en el gran palacio de mármol. A ciertas horas, las altas puertas se abrían y entrábamos en el gran vestíbulo, admirando las realizaciones de aquella civilización increíblemente rica. Al final de la inmensa sala, sentado en un trono adornado con diamantes y perlas, nos esperaba el extranjero, sonriente, lejano y sereno como corresponde a un dios.

Todos los países de la tierra le ofrecieron lo mejor que tenían. Coches, libros, vino, frutos, pinturas, mujeres, flores, frigoríficos, juguetes, un piano mecánico y un par de tirantes con hebillas de platino macizo.

El extranjero lo aceptó todo, indistintamente, con la misma sonrisa serena y las mismas palabras incomprensibles.

Por ciertos indicios, vimos sin embargo que aprendía lentamente, pero con seguridad, las dos o tres lenguas terrestres que oía más a menudo. Su poderosa mente superaba fácilmente las graves dificultades del principiante. El hecho de que se le hablaba indistintamente en una decena de idiomas distintos, sin prevenirle desde el principio de ello, no había debido, por otro lado, facilitarle las cosas.

Aprendió a comprendernos. Aprendió a respondernos.

Entonces toda la Tierra se inclinó anhelante hacia sus labios.

—¿De dónde viene? —preguntó la Tierra entera.

Indicó el cielo.

—De otra estrella —dijo.

—¿Qué es pues este palacio —preguntó la Tierra entera—, y por qué este consumo de energía?

—Esto es una estación de tránsito —dijo—, una estación muy pequeña.

No comprendimos demasiado bien, pero lo atribuimos a su imperfecto conocimiento de nuestra lengua. Y ahí nos equivocamos. Le preguntamos:

—¿Quién es usted?

—El que pica los billetes —respondió el alto y poderoso personaje que el Imperio Galáctico nos había delegado.

Título original:

LE PLÉNIPOTENTIAIRE

© Gérard Klein

Traducción de P. Domingo