SUPERVIVIENTES

ARTHUR DEKKER SAVAGE

A nuestro colaborador Luis Vigil le gustan bastante los relatos sobre la Tercera Guerra Mundial. Quizá sea porque cuando se aficionó a la SF existía una verdadera psicosis de guerra atómica (que por desgracia se ha perdido, lo que prueba que el Hombre se acostumbra a todo, hasta a llevar —como especie— una existencia de Tántalo, con la espada —nuclear— colgada sobre la cabeza) que él nunca ha podido dejar atrás. El caso es que fue Vigil quien llamó nuestra atención hacia este corto relato acerca de unos supervivientes de esa guerra.

—¡Oluf!

—¡Bowron!

Se reconocieron simultáneamente, allá en la estrecha franja de arbustos maltrechos que rodeaba un lago oculto.

—Oluf, me alegra verte de nuevo... ¡Pensé que no había más que montañas, lobos y salvajes entre la civilización y yo! —caminaron lentamente, juntos, hacia la orilla.

Oluf se dejó caer, satisfecho, sobre la cálida arena. La luz del sol poniente daba un tono más oscuro a sus mechones rojizos.

—No estás muy equivocado... Hay huellas de lobos en esos riscos hacia el norte. Pero, en nombre de la Luna, ¿qué estás haciendo tan lejos de Nueva York?

—Me dirijo hacia el sur, para quedarme allí —dijo Bowron. Observó cautamente los matorrales y los árboles que había tras ellos, luego se estiró junto a su compañero, suspirando—. Estoy volviéndome demasiado viejo para soportar los inviernos, y los alimentos enlatados de las ruinas se tornan más escasos con cada año que pasa.

Oluf lo miró incrédulo.

—¿Viajas solo?

—¿Acaso no lo haces tú? —la contestación fue cortante, con la sequedad del orgullo de los ancianos.

Algo que parecía una cansada risa sonó en las profundidades de la garganta de Oluf. Habló con sinceridad:

—Si, pero... mira, Bowron, yo soy cazador por elección propia. Y soy fuerte y joven. Puedo correr durante medio día a toda velocidad, y no llevo la peor parte en una pelea. Tú eres un maestro... sabio, pero desconoces los usos de las tierras salvajes; tus sentidos están abotargados y tus reacciones son lentas, como las de todos los habitantes de la ciudades.

Los ojos de Bowron parecieron repentinamente cansados, envejecidos. Miró hacia las plácidas aguas.

—No pude convencer a nadie para que me acompañase —dijo con simplicidad—. Elegiste bien, Oluf, al dejar tus estudios y buscar la libertad de las tierras salvajes... la vida natural que creo que todos deberemos seguir algún día —suspiró profundamente—. Naturalmente, hay ese sueño de conquistas que tenemos todos los habitantes de las ciudades. Nos hemos vuelto blandos por nuestra dependencia de la comida enterrada entre los escombros; pasando nuestro tiempo en el estudio de los libros y las otras cosas divinas, esperando siempre poder comprender y reproducir la antigua civilización; pero nuestros mejores pensadores, dado que son los exploradores más ansiosos, caen muy a menudo en las bolsas ocultas de radiactividad que aún subsisten; y mueren, y su conocimiento muere con ellos, y sus sueños y aspiraciones se debilitan con el paso de cada generación.

Oluf gruñó y Bowron prosiguió como si hablase para sí mismo:

—Yo he llegado a creer que es inútil seguir los pasos de los dioses... que debemos esperar, y pensar, y trabajar, cada uno de nosotros a su manera, hasta que aprendamos lo que nos sea posible a través de nuestros propios experimentos y por el desarrollo de nuestras simples herramientas. Hemos aprendido mucho de las cosas divinas, lentamente, en estos años. Pero también sabemos que somos mutantes, alterados por la radiación de las áreas que más sufrieron en la gran guerra, que al final estamos transmitiendo nuestra mutación, y que somos diferentes de los salvajes. Ciertamente, somos superiores, pero... no somos dioses. Si podremos alguna vez...

Oluf se había puesto en pie y había desaparecido a toda velocidad. Bowron se sentó, tensamente, escuchó el ruido entre los matorrales y, por fin, el agudo gemido de una vida que se extinguía. Se relajó y esperó hasta que Oluf, sonriente, regresó con un conejo.

—Nuestra cena, viejo. Lamento no haber estado escuchando con demasiada atención lo que decías.

Luego, cuando hubieron comido y estuvieron confortablemente tendidos en la orilla, bañada por la luz de la luna, Oluf comenzó a recordar:

—Me acuerdo de tus enseñanzas, Bowron, y recuerdo también nuestros innumerables intentos de operar las cosas divinas: las máquinas y mecanismos. Pero siempre nos parecían extraños. Lo que más me gustaba eran los relatos de los viejos tiempos: las historias de nuestros antepasados.

Bowron asintió pensativamente:

—Era lo que ocurría con la mayor parte de mis pupilos. Era más confortable soñar con el pasado que enfrentarse con los problemas del presente. Parecía despertar algún instinto dormido en el interior de todos nosotros... —se interrumpió y suspiró—. ¿Te gustaría oír otra de esas historias?

—¡Muchísimo!

Bowron estudió la brillante luna.

—Bueno... hace mucho, muchísimo tiempo, vivió un hombre llamado Smith, que habitaba en una gran ciudad...

Cuando el cuento hubo terminado, Oluf pareció profundamente conmovido.

—Creo —dijo lentamente—, que iré contigo a las tierras del sur. Sería muy fácil que murieras por el camino, y unas palabras como las tuyas deben continuar viviendo para dar a los otros esperanza y consuelo... pues quizá aún hallemos dioses vivos en algún remoto rincón del mundo. Debió de ser maravilloso —musitó somnoliento— el haber vivido en compañía de los dioses... con el Hombre.

Se enroscó confortablemente, con las patas recogidas, y colocó su hocico sobre su peluda cola.

Título original:

SURVIVORS

© 1952, Greenleaf Publishing Co.

Traducción de Z. Álvarez