¿HOMBRE O RATA?

EDWARD WELLEN

El cuento humorístico no es muy habitual en la SF, que —al menos en muchos países— tiende a ser pesimista en sus visiones, por reflejar un futuro que se vislumbra como poco atractivo. Pero, ocasionalmente, nos topamos con algún relato como éste que, además de divertido, es de verdadera SF, ya que su desenlace está basado en una realidad científica.

Una y otra vez la máquina de tests marcó alegremente tanto. Y cuando Marroncillo alcanzó un tanteo máximo por 214ª vez seguida, comencé a pensar que allí había gato encerrado; o, mejor dicho, rata. Lo contemplé cuidadosamente en su 215º intento.

Realizó el complicado proceso que le permitía ganarse una ficha, la puso en la rendija, y accionó la palanca. Y de nuevo logró un tanteo máximo, y recibió automáticamente su premio: un trozo de queso, que cayó por una trampilla. Comenzó a mordisquearlo, deteniéndose un momento para hacerme un guiño. Y esto disipó mis últimas dudas: Marroncillo sabía lo que hacía.

Marroncillo era una cosa rara. Un Ratas norvegicus, para llamarle por su verdadero nombre. Era el resultado de cruces selectivos, el descendiente de miríadas de roedores, mártires de la ciencia. Pero los cruces, si bien explicaban su extraordinario tamaño, a duras penas podían explicar su milagroso C.I. Marroncillo era un mutante. ¿O no? A veces pensaba que algo procedente del espacio exterior se había apoderado del cuerpo de Marroncillo. Fuera cual fuera la causa, el efecto se hacía más y más aparente a medida que progresaban los tests.

—Marroncillo —le dije con tono de reproche—, has hecho trampas.

Pareció anonadado ante la acusación.

—¿Quién, yo? —escribió en su pizarra.

—Desde luego no me refiero al Ratón Mickey.

Sonó el timbre.

Marroncillo se puso en guardia, como un boxeador. Sabía que eso siempre me hacía reír. Pero esta vez le dije:

—Déjate de bromas —y, entre dientes, mientras iba a abrir la puerta, añadí—: Y cuando hablo de bromas, me refiero a las bromas biológicas.

—¿Qué refunfuñas? —me preguntó Isabel, mientras me besaba.

—Es ese Marroncillo...

—¿Qué es lo que ha hecho el Hermano Rata esta vez?

—Está haciendo trampas con la máquina de tests.

—Y bien, ¿qué esperabas que pasase, dedicándote a corromper la moralidad de los animales con tus máquinas de juego? ¿Qué te crees que opinaría la Sociedad Protectora de Animales si se enterase de esto? Por cierto, cariño, ¿cuánto tiempo piensas tener oculto aún a Marroncillo?

—Creo que no voy a poder tenerlo en secreto mucho más, querida —le contesté—. Tal como están las cosas, ya he corrido un gran riesgo al tenerlo aquí en casa, en lugar de en el laboratorio de la Universidad.

Isabel miró a Marroncillo. Este alzó los ojos del comic y le devolvió la mirada, sin parpadear. Ella se estremeció, y se me acercó más.

—Me aterroriza —susurró—. No está bien que una rata lea y escriba.

Miré a Marroncillo, que de nuevo estaba absorto en su comic. Y tuve que admitir que había algo de razón en lo que decía Isabel.

—Es un golpe bajo al orgullo humano —comenté—, pero piensa en lo que esto significa para la teoría de la evolución. Y piensa lo que representará tener el punto de vista de una rata sobre los problemas humanos. Y...

—Y piensa lo que pasará si perdemos el tren de los esquiadores —me interrumpió Isabel.

Miré al reloj.

—¡Ay! —exclamé—. Vuelvo inmediatamente.

Fui hasta la jaula de Marroncillo.

—Escucha, Marroncillo —le dije—. Voy a irme de fin de semana largo. Hay mucho queso en la máquina y toda el agua que puedas necesitar. ¿De acuerdo?

Marroncillo asintió con la cabeza, y salimos a escape.

En el vagón restaurante, Isabel me preguntó:

—¿No crees que tu alumno roedor se merece un menú como éste, en lugar de simple queso y agua?

Yo contemplé cómo pasaban los postes telegráficos.

—A decir verdad, Isabel —le contesté—, creo que Marroncillo puede salir de su jaula siempre que lo desea. Me parece que ha estado bebiéndoseme el escocés que tengo guardado en el bar.

Permanecimos en silencio mientras el tren subía las montañas. Luego, la visión de la nieve limpió nuestras mentes de toda otra idea.

  

Pero nuestras mentes se fueron oscureciendo progresivamente, en relación geométrica con la cuenta inversa de los kilómetros, cuando volvimos a la ciudad. De mudo acuerdo nos dirigimos directamente a mi casa.

Marroncillo no estaba en su jaula. La jaula tampoco estaba en su sitio. Marroncillo había utilizado todo el equipo para hacer otra cosa.

Un tanque miniatura, que recordaba curiosamente a la máquina de tests, rugió hacia nosotros cuando entramos. Y el pequeño cañón montado en la torreta nos hizo señas para que nos pusiéramos contra la pared.

El tanque se echó hacia atrás. Se abrió la portezuela y apareció Marroncillo. Llevaba un casco de combate, antes pote de acero inoxidable en mi cocina.

—Marroncillo —le dije—, ¿qué significa todo esto?

Señaló hacia mi izquierda. Y vi que había un mensaje escrito en la pared: Tu amiga vendrá conmigo. No le pasará nada si haces lo que te ordene. No te muevas, regresaré pronto.

—Espera un momento, Marroncillo —dije.

Pero su cabeza desapareció, y la portezuela se cerró de golpe. Y el tanque comenzó a rodar. La forma en que su cañón apuntaba directamente al corazón de Isabel hizo que mi frente se perlase de sudor.

—Lo mejor será que le sigamos la corriente, encanto —dije.

Marroncillo llevó a Isabel fuera. Yo empecé a seguirles, pero el cañón apuntó en mi dirección y un disparo pasó sobre mi cabeza. Cambié de dirección.

Lo único que podía hacer era esperar hasta que regresase. ¡No!, había algo que podía hacer en el intervalo. ¿Qué? Bueno, si Marroncillo pensaba usar mi casa como base de operaciones, más pronto o más tarde le daría un trago a mi escocés, así que le eché matarratas al whisky. ¿Qué más? ¡Claro, la policía!

La voz de un veterano agente contestó a mi llamada.

—Comisaría del Distrito Catorce. Habla el sargento Martin.

—¡Sargento, una rata ha raptado a mi chica!

—Cálmese, caballero. Ahora, cuénteme lo sucedido. ¿Quién, cómo, cuándo? ¿Puede describirme a ese tipo?

Se lo conté todo.

—Una verdadera rata, ¿eh? ¿Y en un carro de combate? ¿Y es peligroso? Ya veo. Bueno, quédese tranquilo. Voy a pasarle el caso inmediatamente al Detective Cesto.

Me enfadé. Tengo amigos polizontes, así que sabía que el «Detective Cesto», en el argot policial, significa el cesto de los papeles. Así que calenté el hilo con mis improperios.

—¡Cálmese, caballero...! —la voz prosiguió, pero yo ya no la escuchaba.

Por detrás de la puerta había aparecido la boca del cañón montado sobre el tanque de Marroncillo. Colgué. El tanque entró en la habitación y se detuvo.

Cuando Marroncillo se mostró de nuevo, le pregunté:

—¿Qué has hecho con Isabel?

Marroncillo señaló un montón de hojas de papel arrancadas de un calendario. Estaban boca abajo. En la primera de ellas estaba la respuesta a mi pregunta: La chica me sirve de rehén. Está en lugar seguro.

—¿Qué pretendes, rescate? ¿Quesos? Te daré todo el queso que quieras, Marroncillo.

La respuesta a esto estaba en la segunda hoja: Quiero que me ayudes a formar y entrenar un ejército de ratas.

La tercera hoja decía: La chica morirá si te niegas.

La cuarta explicaba: Pienso dominar el mundo.

¡Esos malditos comics! Evidentemente, teníamos que beber a la salud de sus planes.

—De acuerdo, Marroncillo —le dije—. Bebamos a la salud de eso.

Abrí el bar y saqué la botella de escocés.

Llené un vaso bajo para Marroncillo y lo dejé en el suelo. Me aparté, y me serví otro vaso. Marroncillo esperó a que yo bebiese primero.

Inspiré profundamente y bebí. Marroncillo salió del tanque. Bebió su vaso, manteniendo sus redondos ojos en mí. Y dejé que se acabase el escocés antes de hablar:

—Marroncillo, ese trago estaba envenenado —y, mientras decía estas palabras, notaba cómo el veneno producía su efecto en mí, retorciéndome las tripas. También a Marroncillo le afectó. Su cuerpo que se retorcía y su cola que azotaba el aire lo demostraban. Yo me sentía agonizar—. Marroncillo, si me dices dónde está Isabel, te daré un antídoto.

Atontado, Marroncillo tomó una tiza y escribió en el suelo: ¿Y cómo sabré que no es más veneno?

—Yo también tomaré una dosis —repliqué.

De acuerdo, escribió.

Rápidamente, tomé un emético. En un momento, ensucié toda la habitación con mi vómito. Luego, me sentí mejor.

—Ahora —le dije débilmente—, dime dónde está.

Atada-a-un-árbol-en-el-bosque-de-detrás-de-la-casa-rápido-el-antídoto.

Le di a Marroncillo el emético; se lo había prometido.

Lo bebió, y corrió al tanque. Apuntándome con el cañón, escribió en la torreta: ¡Estúpido! Ahora morirás. Nada me detendrá en...

El dolor lo hizo retorcerse.

—Las ratas no pueden vomitar —le dije—. Esto es el fin, so rata.

Me miro. So hombre, escribió. Y murió.

Título original:

THE BIG CHEESE

© 1953, Greenleaf Publishing Company

Traducción de L. van Pelt