V
La gobernanza de las empresas

1. Participación de los trabajadores en las empresas. ¿Por qué no hablamos de ello?

Ignacio Muro Benayas

El sacrificio necesario para ganar competitividad

Hemos visto en anteriores apartados que el discurso central para salir de la crisis se vuelca en reducir los costes del trabajo, es decir, bajar sueldos, reducir cotizaciones, abaratar el coste del despido y ampliar la edad de jubilación. Como estas medidas acarrean una depresión del consumo interno (que se suma al provocado por el desempleo), el relato de la crisis necesita completarse con la necesidad de captar mercados foráneos aumentando la competitividad exterior. Lo curioso es que la misma receta sea válida, no sólo para España y la periferia de Europa, sino también para Turquía, Perú o India, como puede comprobar cualquiera que busque las recomendaciones del FMI para esos países. Todos están conminados a reducir sus mercados internos y aumentar los externos en una panacea utópica que conduce inexorablemente a conflictos comerciales y guerra de divisas. El camino para salir de la crisis es, a la vez, irreal, conflictivo y regresivo, es decir, contrario a los intereses del trabajo que son los más asimilables a los de la ciudadanía en general.

Da lo mismo: apoyada en lugares comunes propiciados por los medios y presentados mil veces como «consensos técnicos», la derecha social ha conseguido desplazar la responsabilidad de los cambios estructurales sobre el trabajo: sus (malas) actitudes, su (falta de) capacitación y (su oposición a) la movilidad funcional o territorial. Confunden economía con la oferta (y las empresas) y se olvidan de la demanda (y de los ciudadanos). Esa mirada acarrea cambios en las relaciones de poder: para ser más competitivos e innovadores, el futuro requiere, nos dicen, «no sólo trabajar más sino mejor», y para ello hay que someterse al poder único de los primeros ejecutivos y perder derechos sociales.

La cuestión es: ¿existe una alternativa realista ante ese panorama? Para afrontarla es necesario abordar el sistema productivo y los modos de crear riqueza, alejarse de los aspectos macro economicos, allí donde Keynes ordena nuestro pensamiento, y entrar en los aspectos micro, en las empresas, donde la precariedad y los minijobs definen el futuro y configuran el nuevo «ser social».

Este trabajo es una pequeña aportación para defender los consensos internos y la participación del trabajo en las empresas como factor esencial para el desarrollo de la innovación, opuesto, por tanto, al monopolio del poder de los directivos. Defiende que sólo mediante la democratización del sistema productivo es posible avanzar simultáneamente en derechos y competitividad, en innovación y estabilidad social.

Abrir ese debate supone afrontar dos simples preguntas: ¿qué tipo de organización empresarial facilita el camino a la competitividad? ¿Hasta qué punto la integración de trabajo y capital o la forma societaria facilita la liberación de energías necesarias para cambiar el modelo productivo?

Un cambio cualitativo en los modos de crear riqueza

Cuando las fuerzas progresistas abordan el cambio de modelo productivo suelen asumir el diagnóstico que resalta las carencias cuantitativas de España en I+D+i, y se olvidan de las cualitativas, es decir, se parte de que «necesitan nuevos» recursos, pero no tienen en cuenta que, en buena medida, esos recursos ya existen pero están desaprovechados. Digamos que ponen el acento en las fuerzas productivas y no en las relaciones de producción. Esa perspectiva está asociada, además, a la puesta en marcha de un intenso programa en inversión pública, algo imposible en un contexto como el actual de grave crisis financiera. Finlandia, por ejemplo, consumió una década y alrededor del 50 por ciento del PIB en recursos públicos en innovación y formación para pasar de una economía primaria basada en la pasta de papel a otra en las nuevas tecnologías de la información.

Lo que aquí se defiende es que lo esencial es «liberar la energía» latente mediante el impulso a unas nuevas relaciones sociales que asociamos a la democratización del sistema productivo. Porque es ahí, en los modos de crear riqueza, donde se ubican sus carencias centrales. Si la empresa actual debe ser más flexible para poder competir, debe abordar también el modelo de propiedad y de gestión para optimizar la integración del trabajo y capital en un reparto consensuado del riesgo empresarial. Si se socializan las pérdidas y los riesgos es imprescindible implantar mecanismos de consenso interno para compartir las decisiones.

Lo que está en juego son las diferentes visiones del concepto flexibilidad. La agenda de la derecha social (cúpulas empresariales, medios de comunicación, expertos y grupos de poder) pretende que la flexibilidad empresarial requiere recuperar más libertad para las cúpulas directivas, modificando la manera de establecer los incrementos salariales y la estructura de la negociación colectiva. El desprecio a los equilibrios internos busca sacralizar el poder empresarial como esencial para el éxito, justo cuando el monopolio del poder, en cúpulas sin ningún control, es el origen de la crisis global y de la delicada situación de España. Es imposible caminar hacia un nuevo modelo productivo basado en la innovación mientras se hacen estallar todas las piezas del contrato social vigente y se inicia una verdadera contra-reforma que pasa por debilitar los mecanismos de conciliación y a los mismos sindicatos.

La segunda democratización pendiente

Aunque el capitalismo ha sido capaz de desarrollar una cierta democratización territorial de la riqueza, favoreciendo a regiones (sudeste asiático, Eurasia y países BRIC —Brasil, Rusia, India, China—) que hasta ahora estaban marginadas de los flujos de capital, sigue mostrando en la dualidad social y en la concentración y centralización del poder su seña de identidad. No basta con el reparto territorial de la riqueza, el contexto actual coloca a la humanidad ante el reto de avanzar en una segunda democratización.

En este contexto, no queda más remedio que los trabajadores empiecen a comportarse —empecemos a comportarnos— como si las empresas fueran nuestras. Hay que aprovechar cualquier sacrificio necesario, cualquier pacto interno para reclamar participación y transparencia, para arañar cualquier contrapartida que acerque a la gestión. Al contrario de lo que pueda parecer, no es una elucubración utópica sino una simple adaptación a los modelos de éxito empresarial (Microsoft, SAP, Oracle, Cisco, Intel, Google, etc.) que están en consonancia con la economía del conocimiento. Significa, simplemente, seguir la estela de los planes ESOP (Employee Stock Ownership Plan) vigentes en EE.UU. desde los años 70, a los que más de 11.000 empresas y 13 millones de trabajadores están acogidos, entre ellas, las compañías punteras ya señaladas. O a las recomendaciones de la UE ya articuladas de diferentes formas en la mayoría de los países. Lo que aquí se reclama es un impulso decidido a esas medidas en España y un discurso que apunte claramente las bondades de la democratización del sistema productivo. Y, ¿por qué no?, que recupere, adapte y actualice el viejo anhelo socialdemócrata de la cogestión como signo de la profundización de la democracia política hacia una democracia más real.

Ello supondría asumir una máxima que se repite en los diversos sistemas participativos: que la creatividad y la innovación se cultiva, se promociona, no es algo que sale de la nada ni se produce de forma automática. Necesita un ambiente laboral que favorezca la dialéctica entre personas y procesos, un clima que mejore a las personas para que mejoren, a su vez, rendimientos en un desarrollo contínuo que active la inteligencia colectiva de las organizaciones. Al igual que los incentivos se convierten en factor de motivación individual, también la participación en las decisiones y los beneficios se convierten en un incentivo para la innovación colectiva.

Descentralización a cambio de participación

Pues bien, España camina justo en la dirección contraria y pretende dificultar el diálogo social incentivando la imposición sobre la conciliación, bendiciendo la unilateralidad de las decisiones empresariales como el único valor deseable. Hablando en términos de poder, lo que pretende es aumentar el de las cúpulas empresariales, mientras se debilita, simultáneamente, el poder de los trabajadores y sus representantes en los comités de empresa en el nivel empresarial y de los sindicatos en el nivel sectorial. El sindicalismo y la participación son vistos sólo como un «problema», no como parte de la solución. No es casualidad. Una barrera ideológica difícil de franquear que sitúa el conflicto en una dimensión política en el que el avance social requiere vencer resistencias.

«Descentralización a cambio de participación» es la lógica que abre hoy el camino que necesita el modelo productivo para asegurar la flexibilidad, la competitividad y la innovación. Imposible separar lo uno de lo otro. Ésa es la seña de identidad del «modelo alemán» que, en palabras de Flavio Benites, secretario del sindicato alemán IG Metall, consigue simultanear innovación «con estabilidad laboral y baja conflictividad porque se reconoce el derecho de participación a los representantes de los trabajadores». Si se pretende avanzar en un modelo de relaciones laborales que aproveche la mejor experiencia europea, quizá haya que aumentar la autonomía negociadora de las empresas pero a cambio de fortalecer, simultáneamente, la lógica del consenso interno entre dirección y trabajadores.

Algunas referencias para el cambio

Un cambio en esa dirección requiere que los sindicatos y las fuerzas políticas progresistas lo asuman entre sus objetivos y lo incorporen a su agenda política. Requiere, desde luego, que las organizaciones de los trabajadores empiecen a asumir la defensa del interés general en sus empresas, que empiecen a comportarse como si las empresas fueran suyas. Ello implica un cambio significativo en las prácticas sindicales que deberían reclamar, por ejemplo, que cualquier merma en salarios que tuvieran que aceptar se hiciera a cambio de la contabilización del ahorro generado en un Fondo de Contribución al Saneamiento que pudiera aspirar a ser capitalizado, según una hoja de ruta previamente pactada entre trabajadores y dirección, en determinadas circunstancias.

Si un mecanismo así se implantara, simplemente se seguiría el camino emprendido por la industria del automóvil en EE.UU. coincidiendo con la llegada de Obama. Desde 2009 los sacrificios aportados por los trabajadores han servido para sanear tanto a Chrysler como a General Motors, lo mismo que aquí ha ocurrido en tantas industrias. La diferencia es que ese sacrificio adoptó allí formas de control ya que, a cambio, recibieron acciones de ambas compañías hasta que se normalizara la situación y se pudiera sacar las acciones a bolsa, momento en que recuperarían parte (o la totalidad) del sacrificio previamente capitalizado. El hecho es que, en ese tiempo, el sindicato norteamericano del automóvil, UAW, ha detentado la propiedad de la «nueva Chrysler» con un 55 por ciento de las acciones, junto a una multinacional como la FIAT, con un 35 por ciento. Y también un 17 por ciento en la GM, esta vez compartiendo capital con el Tesoro de Estados Unidos, con un 61 por ciento, y los gobiernos de Canadá y Ontario, con otro 12 por ciento.

Pero no es la única experiencia positiva: si Alemania sigue siendo líder en exportaciones, algo tendrá que ver la cogestión definida por la canciller Merkel «como una ventaja y no es una desventaja competitiva». El sistema de cogestión alemán se sigue mostrando como el que mejor concilia los derechos sociales vigentes en las cooperativas con los derechos políticos y económicos del capital, dominantes en las sociedades anónimas occidentales. Se basa, como es conocido, en una organización empresarial basada en dos órganos simultáneos: el Consejo de Supervisión, con representación paritaria de trabajadores y accionistas, responsable de la estrategia y el control de la compañía, y el Consejo de Gestión, nombrado por el anterior, que es el encargado de administrar y gestionar el día a día.

Otras múltiples experiencias nos confirman que los consensos internos y el diálogo social en las empresas son un factor de innovación. Así lo reconoce la propia Cumbre de Lisboa, en marzo de 2001, que impulsa las recomendaciones de la Comisión para la «promoción de la participación de los trabajadores en los beneficios y los resultados de la empresa» porque está demostrada la estrecha vinculación entre la adopción de formas participativas y la mejora de la productividad.

Estudios realizados en EE.UU. confirman también que existe una fuerte correlación entre la alta productividad y las compañías propiedad de empleados. Según datos de la Oficina de Contabilidad General de los EE.UU. estas empresas obtuvieron un 52 por ciento más de crecimiento que la media. La experiencia en España del grupo cooperativo vasco Mondragón es una muestra más de que la innovación se consigue especialmente cuando las personas se alinean en un proyecto común a través de una «triple participación en la gestión, los resultados y el gobierno» según declaraba el presidente del grupo cooperativo vasco en 2010. Recordemos que estamos hablando del séptimo grupo industrial de España y el quinto fabricante de electrodomésticos de Europa, con cerca de 100.000 empleados localizados en 65 plantas distribuidas en 24 países, que ha ido integrando en el grupo a base de adquirir sociedades anónimas. Pues bien, el objetivo declarado para 2012, en plena crisis, «es que el 90 por ciento de sus trabajadores participen en la gestión». Y es que un sistema de propiedad que integre capital y trabajo, no sólo es más resistente en épocas de crisis, sino que se nutre en todo momento de la innovación constante, al cimentarse en la obligación de conseguir mayor eficiencia ajustando permanentemente los procesos.

No hay, por tanto, dudas de que la innovación está asociada a políticas participativas que fortalecen los consensos internos de las empresas. Ni la hay, a sensu contrario, de que es imposible caminar hacia un nuevo modelo productivo basado en la innovación mientras se debilitan los mecanismos de conciliación y se sacraliza la discrecionalidad del poder del primer ejecutivo.

2. Por un gobierno corporativo socialmente responsable

Mónica Melle Hernández

La caída de empresas como Arthur Andersen, Enron, Vivendi o Bankia ha puesto una vez más de actualidad el debate social sobre el gobierno corporativo. El gobierno de la empresa es ahora tan importante en la economía mundial como la gobernanza de los países. De hecho, desgraciadamente, el mal gobierno corporativo ha estado en el origen de la actual crisis económica y financiera.

En nuestro modelo económico de mercado, la separación entre propiedad y gestión de las grandes empresas financieras e industriales permite en principio, que inversores y directivos asuman las funciones que mejor se adaptan a sus preferencias y habilidades, buscando el objetivo de contribuir eficazmente a la creación sostenida de riqueza. Pero esta especialización conlleva un riesgo: que quien controla los recursos financieros invertidos (el directivo) aproveche en beneficio propio los fondos recibidos, actuando así en contra, incluso, de los intereses de los propietarios (shareholders) y, cómo no, en perjuicio de los demás grupos de interés (stakeholders).

Surgen así los problemas de agencia, una de las principales causas de la crisis actual de nuestro sistema económico y financiero, y que será preciso resolver de forma eficaz para evitar que el mal gobierno de las empresas nos pueda conducir a nuevas crisis.

En el ámbito del sistema financiero, el buen gobierno corporativo de la banca resulta crucial por el papel preeminente que tiene tal sistema en el crecimiento de la economía productiva y la generación de empleo. Sin embargo, los directivos de las entidades bancarias han tenido demasiadas veces comportamientos cortoplacistas ineficientes que han dado lugar a resultados insostenibles para las empresas y para la economía en general. En España hemos vivido comportamientos como la asunción de riesgos excesivos en el sector inmobiliario y en proyectos empresariales que no generaban valor económico. Otras decisiones de los directivos han buscado su propio interés y no el incremento del valor de las entidades que dirigían. Cuantiosas retribuciones, bonus, planes de stock options y obscenos planes de pensiones se han generalizado. Y mientras la precariedad laboral ha crecido, la desigualdad salarial ha aumentado, la cohesión social se ha debilitado y el deterioro medioambiental del planeta se ha agravado. Estamos asistiendo no sólo a una crisis financiera y económica, sino también a una crisis social y ética.

En numerosas ocasiones estas decisiones de los directivos han ido en detrimento de la necesaria reinversión de los beneficios empresariales en las propias empresas para mantener y mejorar su capital tecnológico, su investigación, desarrollo e innovación que permitan incrementar la productividad de tales empresas.

En España durante el último período de crecimiento económico muchos empresarios no apostaron como debieran por la inversión en reposición y modernización de los equipos productivos. Factor determinante para la mejora de la productividad y la competitividad.

Ante los problemas de agencia, el gobierno corporativo proporciona un conjunto de mecanismos, internos y externos a las propias empresas (véase la figura 1), para proteger a los inversores del riesgo de abuso de los directivos una vez delegan el control sobre los recursos financieros que invierten. Y ante los fallos de los mecanismos internos, como el consejo de administración, la propia junta general de accionistas o los sistemas de incentivos para los directivos, han de actuar los mecanismos externos a las propias empresas como los mercados de capitales, de control de empresas, de directivos y de productos y servicios, y la regulación.

Figura 1. Gobierno corporativo: mecanismos internos y externos

Fuente: Banco Mundial: Corporate Governance: A Framework for Implementation.

El sistema de gobierno corporativo se ajusta al sistema institucional y legal en cuyo ámbito se desenvuelve la empresa. Así, en las economías de mercado liberales (Estados Unidos y Reino Unido) pone el acento en que los directivos son controlados por el mercado de capitales donde el precio de las acciones sube o baja como reflejo del resultado de su gestión, y de que la propiedad está distribuida entre un número elevado de accionistas.

El gobierno corporativo en las economías coordinadas (Alemania y Japón) busca reducir los problemas de agencia mediante relaciones estables y a largo plazo de los accionistas, que mantienen sus inversiones a largo plazo, apoyan la creación y consolidación de empleo e invierten en activos específicos. El accionariado radica en los bancos, fundaciones y otras empresas que forman una red con la empresa (keiretsu en Japón).

Desde la segunda mitad de la década de los noventa, muchas empresas inicialmente caracterizadas por su modelo de gobierno corporativo alemán han ido convergiendo con el modelo de gobierno corporativo anglo-americano. Los mercados financieros han ido adquiriendo cada vez más relevancia en la financiación de las empresas y las economías, asumiendo el control y el gobierno corporativo.

Hemos asistido a un progresivo proceso de desregulación que, unido a la globalización de la financiación, el comercio y las inversiones financieras y a la innovación tecnológica y la ampliación de los mercados, nos ha llevado a un considerable incremento de la propiedad de los inversores institucionales extranjeros en las grandes empresas. Con ello, la monitorización directa que llevaban a cabo los bancos se ha sustituido por la monitorización indirecta vía mercados financieros.

Ante el papel cada vez más activo de los mercados financieros en nuestra economía, los directivos encuentran un incentivo para beneficiarse de su posición privilegiada ocultando información (y recursos).

Deben reclamarse unas leyes estrictas, que exijan información pública sobre el comportamiento de las empresas y prohíban la existencia de informaciones restringidas sólo a unos pocos agentes. Asimismo, es preciso reforzar las reglas antimonopolio y penalizar la concentración de la propiedad y generalizar la introducción de leyes de gobierno y códigos de gobierno corporativo, para lograr una mejor definición de funciones de monitorización externa y para la promoción de mayores funcionalidades de comités en consejos de supervisión.

Los fallos del gobierno corporativo se magnifican en algunos sectores como el financiero, cuyo buen funcionamiento es vital para la economía. El sistema financiero desarrolla un servicio de interés general. Su papel de canalizador de fondos prestables al sistema real, clave para el crecimiento, la generación de empleo y el bienestar de los ciudadanos, justifica sobradamente la necesidad de una estricta regulación de los servicios financieros, y un papel más activo de las autoridades supervisoras sobre las entidades de depósito, bien como entidades financieras (Banco de España), bien como sociedades cotizadas en bolsa [Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV)].

El proceso de liberalización y desregulación del sistema financiero, los problemas de agencia y las ineficiencias de los mecanismos internos de gobierno corporativo han producido un crecimiento desmesurado del sistema financiero global que ha aumentado su capacidad especulativa y lo ha convertido en un parásito de la economía real.

El modelo de gestión empresarial basado en la maximización del valor para el accionista, y la teoría del mercado de competencia perfecta, postulada por Adam Smith, según la cual la información perfecta, el libre juego de la oferta y la demanda y la búsqueda del beneficio individual generan automáticamente beneficio colectivo (gracias a la mano invisible), han perdido vigor tras la actual crisis económica y social. Por causas como las imperfecciones en la competencia, el coste de uso de la información, la existencia de barreras de entrada y de salida a sectores rentables y el circunscribir el gobierno corporativo al cumplimiento de meros trámites formales.

La mejora de la competitividad y productividad de nuestra economía no se logra mediante contrarreformas laborales, que persiguen básicamente aumentar la productividad de los trabajadores a través de ajustes a la baja de sus salarios y mermas en sus derechos laborales. Casos como la reciente quiebra de la empresa española Viajes Marsans, evidencian la necesidad de reformas del gobierno corporativo para mejorar la productividad y competitividad de nuestras empresas y de nuestra economía. La forma en que se gobiernan y dirigen las empresas es igual de relevante, al menos, que la forma en la que trabajan los empleados.

Es hora de otro gobierno corporativo que pase por un nuevo modelo de relaciones laborales y de organización del trabajo en las corporaciones, basado en una gobernanza global que integre a todos los agentes interesados, en especial a los trabajadores. Adoptar criterios de Responsabilidad Social Corporativa (RSC) en la gestión empresarial, esto es, formalizar políticas y sistemas de gestión que garanticen el crecimiento económico, la justicia social y la sostenibilidad medioambiental; incorporar mayor transparencia informativa respecto de los resultados alcanzados en tales ámbitos; y someterse al escrutinio externo de los mismos.

La RSC no es sólo un instrumento estratégico para lograr ventajas competitivas y en consecuencia la supervivencia de las empresas y creación de riqueza y empleo, sino también un modelo empresarial fundamentado en acuerdos equitativos. Los stakeholders necesitan participar en las decisiones que les afectan y han de ser compensados y retribuidos de forma justa en función de los riesgos que asumen y los recursos que aportan. De esta manera se fomentan además inversiones específicas en activos intangibles por parte de las empresas, como la formación de los trabajadores o la investigación, el desarrollo y la innovación, tan necesarias para cambiar el modelo de desarrollo económico y orientarlo hacia un modelo productivo de alto valor añadido.

La experiencia nos enseña que la autorregulación y los compromisos voluntarios adoptados por las empresas no han sido suficientes para resolver los problemas de conflictos de interés entre directivos y accionistas. Como dijo Galbraith (1972)[5], las corporaciones no tienen el derecho natural a ser dejadas a su aire. Los códigos de buen gobierno son simplemente indicativos, no coercitivos, tan sólo sugieren unas recomendaciones que se deberían desarrollar para mejorar el gobierno corporativo de las empresas. Se basan en el principio de «cumplir o explicar» y nadie verifica ni supervisa su implementación efectiva.

La actual crisis ha evidenciado que es preciso un papel más activo de los poderes públicos que corrijan los fallos del mercado como instrumento de asignación de recursos y distribución de la renta. En el ámbito del gobierno corporativo de las empresas se deben dictar normas precisas, de carácter mercantil y llegado el caso incluso de carácter penal, que exijan mayores niveles de responsabilidad y transparencia en los órganos de gobierno de las compañías y mitiguen conductas oportunistas de los directivos. También es necesaria una mayor y mejor supervisión de su cumplimiento. Sobre todo en sectores como el financiero.

En las entidades bancarias en general, y especialmente en las cajas de ahorros, los mecanismos internos de gobierno corporativo, como son las juntas de accionistas o las asambleas de depositantes y los consejos de administración, se han mostrado ineficientes para cumplir su función de control. Es preciso acudir a mecanismos de gobierno corporativo externos a las entidades, entre los que además de estar los grupos de interés, los agentes con reputación y el mayor grado posible de competencia en los mercados (figura 1), se encuentra la regulación pública.

Lo ocurrido en Europa con la crisis financiera actual demuestra la necesidad de establecer una supervisión bancaria a escala europea, ya que los bancos operan de facto de forma transnacional e inducen efectos sistémicos, que afectan a las economías en su conjunto. Y lo ocurrido en España es un caso clamoroso de fallo de la supervisión bancaria por parte del Banco de España y de las comunidades autónomas en lo que a las cajas de ahorro se refiere. La imposición de sanciones graves en el caso de los bancos correspondía al Ministerio de Economía y no al Banco de España, y las comunidades autónomas legislaban sobre las cajas al mismo tiempo que participaban en sus órganos de gobierno y en sus operaciones de activo y pasivo, produciéndose un irresoluble conflicto de intereses.

La crisis nos ha enseñado la existencia de una pluralidad de fallos del sistema económico que han permitido la acumulación de desequilibrios e ineficiencias durante casi dos décadas de crecimiento dorado y que se encuentran en el origen de los problemas actuales. Fallos en el diseño de políticas macroeconómicas que facilitaron la creación de burbujas como la inmobiliaria, la financiera y la sobrevaloración de activos como los eléctricos; fallos en los mercados financieros, derivados de la insuficiente transparencia de los mercados; fallos en la gobernanza de las empresas y fallos en la regulación y supervisión que han puesto de manifiesto la importancia de que existan autoridades supervisoras independientes que monitoricen el comportamiento del sistema financiero anticipando problemas y velen por su buen funcionamiento y estabilidad. Todo ello añadido en algunas ocasiones a falta de ética, comportamientos irregulares y conductas delictivas de directivos que perseguían directamente su lucro individual.

Es necesario aplicar el modelo de supervisión twin peaks en el que existen dos supervisores financieros, uno dedicado a la solvencia de las entidades y otro que se ocupe de la vigilancia de las normas de conducta, y que ambos tengan capacidad sancionadora en sus respectivos ámbitos. Y dotar a la CNMV de una mayor capacidad normativa, incrementar las inspecciones in situ de las entidades supervisadas e impulsar una mayor intendencia de dicho organismo supervisor.

El objetivo fundamental del momento presente es la salida de la crisis, poniendo las bases para evitar caer en la siguiente. Una de esas bases es mejorar el gobierno corporativo con una regulación y un papel del Estado más activo.

La resolución de la actual crisis de nuestro sistema financiero reclama algo más que la intervención del fondo de rescate europeo para facilitar la recapitalización de la banca española. No sólo hay que poner condiciones a esa ayuda para que no redunde en más sacrificios de gasto público y para que se transforme, más pronto que tarde, en créditos hacia las familias y las empresas, sino también en la exigencia de un buen gobierno corporativo en las entidades beneficiarias que evite los oportunismos de antaño por parte de sus directivos. Es preciso además ampliar ese gobierno corporativo hacia la RSC, reivindicando empresas financieras y no financieras que reconozcan las aportaciones de todos los stakeholders que intervienen en la acción colectiva de las empresas: accionistas sí, pero también acreedores, clientes, trabajadores y sociedad en general.