IV
En torno al mercado de trabajo
1. El mercado de trabajo no tiene la culpa de todo
Antonio González González
Todos los problemas de la economía terminan por tener su reflejo en el mercado de trabajo. En parte por eso, en España hemos padecido durante los últimos treinta años un desempleo mucho más elevado que en los demás países de la UE. Al finalizar la dictadura nuestro país presentaba una economía autárquica, muy cerrada al exterior, e incapaz de competir. La apertura necesaria para preparar nuestra incorporación a la entonces llamada Comunidad Económica Europea se llevó por delante, en el contexto de la segunda crisis del petróleo, miles de empresas y dejó millones de parados. Los demás países europeos, aun con aquella crisis, pero con economías adaptadas a la competencia, no sufrieron ni de lejos ese trauma. El elevado desempleo duró décadas. Y, en cierta medida por ello, en España está mucho más extendida que en los otros países europeos la idea de que todos los problemas, en especial el desempleo, provienen de una u otra forma del mal funcionamiento del mercado de trabajo.
Ese prejuicio ideológico o doctrinario, esa especie de teología es la que subyace en la aprobación de la reforma laboral de febrero de 2012. Entonces el Gobierno aseguraba que todos los problemas iban a solucionarse con una buena (entiéndase dura) reforma laboral. Una reforma que va mucho más allá que todas las anteriores, que tiene una naturaleza mucho más destructora, que pretende desmantelar las relaciones laborales y sustituirlas por las decisiones unilaterales del empresario. Tras esta reforma laboral, la modificación de las condiciones de trabajo queda en manos del empresario. La desaparición de toda la regulación contenida en los convenios colectivos, tanto sectoriales como de empresa, queda en la práctica en manos del empresario. El despido individual sin causa alguna (despido improcedente) permanece en manos del empresario, pero ahora a un coste muy inferior. El despido por causas objetivas apenas requiere una razón irrelevante por parte del empresario. Y lo mismo ocurre con el despido colectivo, sin que medie además la autorización por parte de la administración, ni los tribunales tengan casi margen para corregir esa decisión. Resulta difícil pensar en una mayor concentración de poder en manos de las compañías, algo que no sucede en prácticamente ningún país de nuestro entorno.
Ese tan pronunciado desequilibrio de fuerzas destruye las relaciones laborales, que sólo pueden existir en un contexto de similares capacidades entre las dos partes. Tal desnivelación sustituirá los procesos de negociación que hasta ahora han caracterizado el entorno laboral por la mera imposición de las decisiones patronales, dando lugar a una ruptura que sólo se podría admitir económicamente en casos muy excepcionales.
Quizá se justificaría si el mercado laboral no fuera capaz de crear empleo y de reducir suficientemente la tasa de paro. Pero entre 1995 y 2007, el mercado español es el que más trabajo generó y, por tanto, más redujo la tasa de desempleo en la UE. Mientras en la eurozona el empleo crecía en esa época un 24 por ciento, España llegaba al 63 por ciento. El mismo resultado se obtiene se haga como se haga la comparación, y se utilice para ello cualquier país de nuestro entorno. Eso demuestra que la regulación laboral española no ha sido un obstáculo o una traba relevante para crear empleo, como se suele afirmar habitualmente, sobre todo desde posturas económicas neoliberales.
Las reformas también podrían entenderse si el sistema de formación de salarios fuese incompatible o ajeno a la evolución de la economía. Pero un estudio detallado permite comprobar que los costes laborales han tenido desde hace décadas un comportamiento antiinflacionista, y que los salarios reales han evolucionado casi todos los años, con muy pocas excepciones, de forma coherente con el PIB y el empleo.
El hecho aludido con frecuencia de que los costes laborales han crecido más desde la entrada en el euro que en otros países de nuestro entorno se debe a que los precios han aumentado más también, y no por un incremento sustancial del salario. Resultan reveladores dos datos al respecto. Por un lado, los salarios reales españoles (descontados los precios y teniendo en cuenta sólo la evolución del poder adquisitivo) han vivido uno de los menores incrementos de la eurozona, lo que descarta el imprudente crecimiento salarial alegado. Por otro lado, si los precios hubieran seguido la evolución de los costes laborales unitarios, aumentando lo mismo que éstos, la diferencia con los demás países habría sido claramente inferior.
Por tanto, las razones se encuentran en un comportamiento inflacionista de los márgenes empresariales, fácilmente constatable en los datos oficiales, que ha provocado un mayor incremento de los precios y ha forzado a crecer más a los salarios. Tampoco aquí, por consiguiente, encontramos razones que respalden la reforma del mercado laboral.
Por último, esa reforma podría estar justificada si el funcionamiento del mercado de trabajo se mostrara contradictorio con la competitividad de la economía. Pero nada más alejado de la realidad, a juzgar por la mejora de nuestra cuota exportadora, que muy pocos países han logrado. Y más hubiese aumentado la competitividad si la evolución de los costes laborales unitarios se hubiera aplicado plenamente a las reducciones de los precios. Pero la rigidez en el comportamiento de márgenes empresariales y precios es uno de los mayores obstáculos de nuestra economía. Por otro lado, los niveles comparados de productividad del trabajo (que influyen decisivamente sobre la competitividad) no se han desviado de manera muy importante de los principales países europeos, especialmente una vez superados los excesos de la construcción. Eso sin tener en cuenta que hay otros muchos factores, ajenos al mercado de trabajo, que inciden en este parámetro. La productividad de los trabajadores depende de la cantidad de capital con la que tienen que realizar la producción. Rendirán más si disponen de mucha formación (capital humano), de muy buena maquinaria e instalaciones (capital físico), y de métodos de trabajo y producción técnicamente muy avanzados (capital tecnológico). Lamentablemente, las dotaciones medias de capital en nuestro país son muy bajas, lo que lamina nuestras posibilidades. Aquí, y no en la reducción de derechos laborales, es donde se debería haber hecho el esfuerzo.
Además, la competitividad no depende sólo de los precios a los que vendes tu producción (que además de los salarios, contemplan otros costes, como los energéticos o el porcentaje de beneficio), sino de qué tipo de productos, bienes o servicios fabricas, ofreces y vendes. Cualquier consumidor sabe que si la calidad del producto no es buena, no compensa que sea un poco más barato. E incluso en muchos productos, los consumidores preferimos un funcionamiento eficaz y moderno, aunque pueda costar un 20 o un 30 por ciento más. Son dos aspectos, la calidad y la tecnología, que determinan la competitividad cada vez más que los precios. Aparte de que normalmente se obtienen más ganancias con productos de calidad.
Y nuevamente en España tenemos problemas con ello. Nuestros productos son en general más baratos, pero muchas veces no pueden competir con la tecnología moderna de otros países. Con la reforma laboral se pretende bajar salarios (lo que se ha denominado la devaluación interna o devaluación salarial) para vender más barato y que seamos más competitivos, pero no existe la garantía de que los empresarios reduzcan también los precios. Así podrían vender la misma cantidad que ahora pero con mayores beneficios… para ellos, pero no para la economía nacional. También podría ocurrir que salarios y precios bajasen, pero no consiguiéramos vender mucho porque los consumidores (sean las familias o las empresas) prefieren desde hace tiempo gastar un poco más y comprar un producto que dure, que sea fiable, moderno y avanzado, y de buena calidad.
Lo cual nos lleva de nuevo a concluir que no es en la reforma laboral donde hay que encontrar las soluciones a nuestros problemas de falta de competitividad: nosotros ya tenemos unos salarios competitivos (mucho más bajos que los de los países con los que competimos), lo que nos falta es el resto de cosas para ser efectivamente competitivos. La reforma laboral lo confunde todo: actúa sobre aquello que no hace falta (los salarios), y no sobre lo que se necesita (la calidad y la tecnología), y para colmo puede estimular a las empresas, que estaban empezando a dejar de pensar que se podía vivir de los bajos salarios, y que había que esforzarse un poquito e invertir en la calidad y la tecnología, y llevarlas a abandonar estos planes y a pensar de nuevo en bajar los salarios.
Estos cambios de comportamiento, que son de mentalidad o cultura empresarial, como el de dejar de competir sólo con los bajos salarios, son lentos y difíciles, y para lograrlos la economía utiliza un conjunto de señales y estímulos, como por ejemplo los precios. Las empresas tienden a dedicar sus esfuerzos a aquello que les produce mayores beneficios, pero si ahora se facilitan las reducciones de los salarios, entonces lo que se logrará es que las empresas piensen en bajar los salarios y no en invertir en tecnología (que además es difícil, requiere mucho esfuerzo y da resultados sólo a largo plazo). En suma una equivocación y un desastre.
Tras analizar todos los supuestos que respaldarían la adopción de una reforma laboral como la que se ha aprobado, tenemos que concluir que nada hay que justifique desde la perspectiva económica una ruptura laboral que, otorgando un poder pleno al empresario e imposibilitando la negociación y las relaciones laborales, va a precarizar a los trabajadores de la marcha de las empresas y del conjunto de la economía. Todo lo contrario de lo que se requiere.
2. El papel de la regulación laboral
Alfonso Prieto Prieto
Un mercado laboral que funcionó cuando la economía crecía
Debería ser difícil descalificar el funcionamiento de un mercado de trabajo que ha sido capaz de aumentar la ocupación en un 67 por ciento entre los años 1994 y 2007 (algo que no tiene precedentes entre los países desarrollados), pasando de algo más de 12 millones de ocupados a 20,5 millones, que ha sido capaz de responder a la incorporación laboral masiva de la mujer a la actividad (duplicando en ese período su presencia en el empleo) y que ha dado respuesta a la necesidad de mano de obra que se produjo en este período de crecimiento, siendo capaz de absorber a millones de trabajadores inmigrantes en la primera década del siglo XXI.
Sin embargo, la calificación del mercado de trabajo español como el más rígido y menos eficiente de la Unión Europea ha sido habitual desde la filas neoliberales cuando la crisis interrumpió la larga década de crecimiento y fuerte creación de empleo. Esta posición venía, de alguna forma, avalada por organismos internacionales como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que a partir de sus indicadores de la rigidez de la legislación de protección del empleo en cada país así lo aseguraba (miden, entre otros aspectos, la mayor o menor facilidad con que las empresas pueden despedir). Sin embargo, posteriormente la OCDE rectificó y reconoció que la legislación española era equiparable a la del resto de los países europeos.
El problema no es el mercado de trabajo ni su regulación
Pero las descalificaciones sobre el mercado de trabajo de los neoliberales apenas se escucharon mientras la economía iba viento en popa y generaba un gran volumen de empleo, aunque las bases de ese crecimiento fueran después la causa de la posterior caída del empleo y del aumento desmesurado del paro. Porque no fue una supuestamente encorsetada regulación laboral lo que ha llevado a España a esta situación, sino el modelo de crecimiento, la estructura productiva y el boom de la construcción residencial (en buena medida, propiciado por iniciativas del Gobierno del PP entre los años 1996 y 2004). No parece muy rigurosa la afirmación de que la regulación que convivió con el fuerte crecimiento del empleo en trece años consecutivos fuese luego la causa de la destrucción masiva de empleo.
Es bien conocido que el período de bonanza sostenido de la economía española que discurre entre 1995 y 2007 incluye luces y sombras, con elementos que permiten un cierto optimismo sobre la capacidad de nuestra economía para competir en los mercados globalizados, pero también con la presencia y persistencia de otros factores que están en la base de la dualidad del mercado de trabajo y de su polaridad, que permite crear un alto volumen de ocupación (con fuerte presencia de empleo precario) en las fases alcistas del ciclo y, también, producir elevados volúmenes de paro en las recesiones a partir de desproporcionadas destrucciones de empleo. Obsérvese, no obstante, que en España las cifras de aumento del empleo van acompañadas siempre de tasas de crecimiento de la economía que son más elevadas que las del resto de países centrales de la UE, mientras que en las recesiones las tasas de caída del PIB, menos profundas que en Europa, producen unas pérdidas de empleo muy superiores. La pretensión de que esta peculiaridad se corrige eliminando la regulación laboral ha chocado con la realidad: con la última reforma laboral sólo ha habido más destrucción de empleo y más paro. Y no vale argumentar que la reforma se ha hecho para poner las bases del futuro tras la crisis. ¿O es que no se crecía antes de la crisis? ¿O es que no se creaba empleo a tasas elevadísimas antes de la crisis? La clave se encuentra en la baja calidad de muchos de los empleos que se crean en los períodos de crecimiento económico, lo que los hace también prescindibles cuando la economía deja de crecer. En este sentido, la reforma laboral debería haber tenido en cuenta el acercamiento de los costes de los contratos temporales e indefinidos y haber puesto el énfasis en la mejora de la formación de los trabajadores, lo que tendría que haber ido acompañado de medidas que promoviesen el cambio de modelo de crecimiento, más centrado en actividades de mayor valor añadido que demandan empleo de mayor cualificación.
No hay que olvidar que, durante la llamada década prodigiosa de la economía española, en nuestro país se creaba uno de cada tres empleos de la UE, y esto se hacía con la regulación laboral entonces vigente. No se pretende con esto destacar las bondades de esa regulación, ni, por supuesto, afirmar que era la mejor de las posibles. Pero para crear empleo claro que servía, aunque sobre unas bases productivas cuestionables, que poco tienen que ver con el marco legal de las condiciones de trabajo. Sin embargo, la obsesión de quienes han tenido siempre como enemigo número uno el modelo de bienestar social era modificar la regulación laboral, no el modelo productivo, ni siquiera el sistema financiero, en el que luego se tuvieron que centrar todas las atenciones y cuyos problemas han impedido un normal funcionamiento del crédito, empeorando seriamente la situación. Y cuando se abordó la reforma laboral únicamente se modificó el ámbito en el que se definen las relaciones entre el trabajo de las personas y la producción de bienes y servicios, entre los trabajadores y la empresa, sin contemplar la mejora del funcionamiento del mercado de trabajo.
Para tener una idea más clara de lo que ha pasado en los años de crecimiento, en relación con el funcionamiento del mercado de trabajo, basta con algunas observaciones acerca de los cambios producidos en las principales magnitudes que conforman ese mercado. Así, ya se ha señalado la creación de más de 8 millones de puestos de trabajo, lo que supuso que se pasase de los 12 millones de ocupados en 1994 a 20,5 millones en 2007. Además, la mitad de esos empleados fueron mujeres, un giro decisivo para los cambios sociales. También en esos años, España se convirtió en un país de inmigración, con una proporción de trabajadores extranjeros que en menos de diez años alcanzó niveles para los que otros países, como Francia, e incluso Alemania, necesitaron varias décadas.
El mal uso de la contratación temporal
Esa realidad ilustra de manera contundente la flexibilidad y capacidad de respuesta que tuvo la economía española y su mercado de trabajo en los años de crecimiento para adaptarse a los cambios y retos que significaron la adhesión a la Comunidad Europea, primero, y al euro más tarde. Y todo ello con un mercado laboral «excesivamente regulado», a juicio de algunos. De manera que el problema que surge con la llegada e irrupción de la crisis de 2008 no es exclusivamente, ni siquiera principalmente, el mercado de trabajo. Porque entre 1994 y 2007 se creó mucho empleo, mucho empleo precario (más de dos millones de empleos temporales), pero también mucho más empleo estable: cerca de 5.700.000 empleos de carácter indefinido. Y no fue exclusivamente la regulación laboral, sino la utilización que de ésta hicieron las empresas lo que produjo una consolidación del modelo de segmentación del empleo (división entre trabajadores fijos y temporales) que caracteriza el caso español, según el cual las empresas utilizan de manera abusiva los contratos temporales, en una proporción que no tiene semejanza con los parámetros europeos.
Y la última reforma no hace más que profundizar en los errores de base de esa dualidad del empleo. El nuevo contrato pretendidamente indefinido que permite despedir al trabajador sin ningún coste en el primer año supone, de hecho, la posibilidad de universalizar los contratos temporales de esa duración.
Las causas de los problemas del empleo y del paro en España hay que buscarlas en un modelo productivo y una estructura sectorial poco adaptados a las condiciones de competencia que impone un mundo globalizado, con una presencia excesiva de actividades poco productivas, impidiendo que la inversión se dirigiera a la creación de capital físico y tecnológico que asegurara el crecimiento futuro. Son estos factores los que han llevado a que la construcción acapare un parte sustancial de la destrucción de empleo desde 2007 (más de la mitad de trabajos directos han desaparecido y las industrias relacionadas se han visto también gravemente afectadas, con un 28 por ciento de destrucción del empleo en las industrias manufactureras).
La clave del futuro es la mejora de la formación
Pero no son éstos los únicos problemas que debe resolver la economía española para dotarse de un mercado de trabajo más adecuado. Existe otro factor limitativo para el desarrollo de un mercado de trabajo propio de un país avanzado y competitivo como es la escasa formación de la mano de obra, especialmente los jóvenes, y el escaso volumen de trabajadores con formación de nivel medio, que supone un verdadero cuello de botella para que la economía alcance su crecimiento potencial. Si en 2005 el 52 por ciento de los jóvenes ocupados menores de veinticinco años tenía estudios de nivel bajo, esa proporción en el primer trimestre de 2012 bajaba al 44 por ciento como consecuencia de la fuerte pérdida de empleo de este colectivo. Por el contrario, los jóvenes ocupados con estudios de nivel alto eran el 34 por ciento en 2005 y subieron al 40 por ciento al principio de 2012. En el mismo período, los jóvenes en paro con estudios de bajo nivel tienen una presencia superior al 60 por ciento mientras que los que tenían estudios superiores representaban porcentajes inferiores al 15 por ciento. Todo ello muestra una estructura en la composición de la mano de obra muy sesgada, en la que predominan las personas con bajos niveles de cualificación, que son duramente castigadas por el paro, junto a un volumen de personas con estudios de nivel alto cercano a los objetivos de la Estrategia Europa 2020 y una proporción muy por debajo de la necesaria en lo que se refiere a personas con cualificaciones intermedias. Es en este ámbito donde se debe hacer un esfuerzo, priorizando la educación y la formación, justo lo contrario que ha hecho el Gobierno, sometiendo al sector educativo a recortes que deberían haberse evitado a toda costa. Baste señalar que, en los años de crisis, en medio de una disminución casi generalizada del empleo, los trabajadores adultos con estudios superiores han visto cómo sus cifras de empleo han continuado aumentando.
En síntesis, la actual situación demanda la adopción de medidas que aprovechen la capacidad de creación de empleo de la economía española, pero mejorando la calidad de los puestos de trabajo, para lo que es preciso una política dirigida al cambio de patrón productivo que, a su vez, deberá ir acompañada de una decidida mejora de la formación y la educación, única garantía de un futuro mejor para cualquier país que quiera progresar sobre bases sólidas y mejorar su capacidad productiva. Y todo ello en el marco del modelo de protección social que tantos esfuerzos ha demandado de los ciudadanos europeos y por lo que Europa sigue siendo un ejemplo a imitar. Es preciso mantener y, si fuera posible, redoblar las políticas que promueven el crecimiento y el empleo y no poner exclusivamente toda la acción de gobierno en los recortes y la consolidación presupuestaria, cuyos resultados están bien a la vista. Podrían ponerse en marcha iniciativas que el nuevo Gobierno francés ya está aplicando, financiadas con impuestos sobre las grandes fortunas, y luchando contra el fraude fiscal. Es decir, hacer todo lo contrario de lo que se está haciendo desde las posiciones neoliberales del Gobierno de la derecha española y que tanto sufrimiento está produciendo a los ciudadanos.
3. La reforma laboral, la crisis y los salarios
José Ignacio Pérez Infante
El cambio de poder en las relaciones laborales
La reciente reforma laboral parece que tendrá como una de las consecuencias principales un cambio sustancial en las relaciones de poder entre los empresarios y los trabajadores, a favor de los primeros, tanto en general como en la negociación colectiva en particular, lo que debilitará a los empleados y a los sindicatos.
Esto se debe al carácter y naturaleza de algunas de las modificaciones más relevantes introducidas por la reforma, entre las que destacan.
- El período de prueba de un año del nuevo contrato para las empresas de menos de 50 trabajadores que, además de convertirse en un importante elemento de precariedad laboral, posibilita el despido en ese plazo sin preaviso, indemnización ni necesidad de existencia de causa alguna.
- La generalización de las medidas dirigidas a facilitar y abaratar el despido, como la reducción de la indemnización de 45 a 33 días de salario por año de servicio en el despido improcedente (y la consiguiente disminución de su límite máximo de 42 a 24 mensualidades); la supresión de los salarios de tramitación (los que dejan de cobrarse hasta que se dicta sentencia sobre la procedencia o improcedencia del despido) en el caso de que el trabajador despedido improcedentemente no sea readmitido; y la extensión y desnaturalización de las causas económicas que posibilitan el despido objetivo procedente con una indemnización de 20 días de salario por año de servicio (con un tope de 12 mensualidades), al bastar con una reducción de los ingresos ordinarios o de las ventas durante tres trimestres consecutivos. Todo ello se añade al anteriormente citado período de prueba de un año para el nuevo contrato de las empresas de menos de 50 trabajadores sin indemnización por despido en ese período, a las mayores posibilidades del despido por absentismo laboral, así como al despido en las administraciones públicas por problemas relacionados con las insuficiencias presupuestarias.
- La supresión de la autorización administrativa en los despidos colectivos, así como en las suspensiones temporales de contratos y en las reducciones de jornada laboral de igual carácter colectivo, lo que facilitará la existencia de despidos no negociados y probablemente con peores condiciones y menores indemnizaciones.
- El final de la ultraactividad (prórroga indefinida de un convenio hasta que se firma otro nuevo), lo que supone que, una vez que haya transcurrido un año desde la finalización del período de vigencia del convenio, no existirá ya posibilidad de prórroga, dejando de ser vigente y sustituyéndose por el convenio de ámbito superior en caso de existir, cuyas condiciones laborales y salariales han venido siendo hasta ahora, al no producirse la prioridad aplicativa de los convenios de empresas, normalmente inferiores. Si no existiera ese convenio superior, los trabajadores quedarían sujetos a las condiciones mínimas del Estatuto de los Trabajadores y la negociación del nuevo convenio debería producirse sin tener en cuenta las mejoras previstas en el convenio anterior. Una situación que podría convertirse en una fuente generadora de tensiones y conflictividad laboral así como de dificultades de los trabajadores y sus representantes para pactar un nuevo convenio con condiciones, al menos, similares a las del anterior.
- La prioridad de los convenios de empresa en relación con los convenios de ámbito superior en un número abundante de materias, entre las que se encuentran las relacionadas con el salario y la jornada laboral, sin que los acuerdos interprofesionales ni los convenios de ámbito superior puedan pactar lo contrario. Ello permitirá a las empresas fijar condiciones de trabajo y salariales inferiores a las de los convenios de ámbito superior, algo muy difícil de producirse en la situación anterior a la de la reforma laboral, ya que los convenios de ámbito inferior, normalmente, mejoraban las condiciones establecidas en los convenios de ámbito superior.
- La posibilidad de que el empresario modifique unilateralmente las condiciones de trabajo, incluidas las salariales, cuando éstas no estén previstas en un convenio colectivo estatutario y lo estén, por ejemplo, en los contratos individuales o en acuerdos o pactos de empresa. Además, las causas previstas por la ley para las modificaciones unilaterales por parte del empresario, al igual que ocurre para la movilidad geográfica de los trabajadores, se han ampliado y facilitado notablemente en relación con la situación anterior, al bastar con motivos (sin precisar en la norma cuáles) relacionados con la productividad y la competitividad. En la normativa anterior se exigía que las modificaciones de las condiciones de trabajo contribuyeran a prevenir una evolución negativa de empresa o a mejorar su situación y perspectivas.
- Las mayores posibilidades, también, de la inaplicación (descuelgue) de lo previsto en un convenio estatutario en materia de condiciones de trabajo y salarios, al ampliar sustancialmente las causas económicas que lo permiten, como en el caso del despido objetivo procedente (reducción de ingresos o ventas en dos trimestres consecutivos cuando en el despido son tres).
La tesis de la devaluación interna
Todas éstas son, como se ha señalado, razones que pueden provocar que la nueva reforma laboral realizada por el Gobierno del PP provoque un cambio profundo en las relaciones de poder a favor el empresario. En consecuencia, puede esperarse un retroceso del peso relativo de los salarios en el conjunto de la renta nacional, priorizando los beneficios o los excedentes empresariales, y, más concretamente, una pérdida (descenso) de los salarios reales y, por lo tanto, del poder adquisitivo de los trabajadores.
Precisamente, la flexibilidad salarial es una insistente demanda, acentuada en el período de crisis actual, por parte de empresarios y banqueros, organismos internacionales (como el Banco Central Europeo, la Comisión Europea o el Fondo Monetario Internacional) y nacionales (como el Gobierno y el Banco de España) y una gran mayoría de los economistas, los que se mantienen en la órbita de la economía convencional u ortodoxa, especialmente neoclásicos, pero también algunos neokeynesianos.
La tesis de la manida necesidad de la flexibilidad salarial se basa en que el crecimiento y la creación de empleo requieren de una mejora de la competitividad de la economía española, lo que exigiría una reducción de los costes laborales y/o un incremento también notable de la productividad. Como incrementar la productividad exigiría cambios tecnológicos y productivos imposibles de acometer inmediatamente, la solución a corto y medio plazo, según esta teoría, pasaría por la sustancial disminución de los costes laborales. Ésta es la tesis de la necesidad de una devaluación interna de la economía española, más claramente de una rebaja salarial, ya que es imposible devaluar la moneda porque no tenemos una propia.
Pero este razonamiento, defendido por la mayoría de los economistas, y también por el Gobierno y los citados organismos nacionales e internacionales y diría que también por el partido socialista, tiene graves problemas de coherencia lógica, sobre todo, por los supuestos e hipótesis en los que se basa.
En este análisis predomina la dimensión del salario como coste laboral, de lo que se derivaría que un crecimiento de los sueldos a un ritmo superior al de la productividad perjudicaría a la competitividad de las empresas y, por consiguiente, al crecimiento económico y el empleo. Pero este tipo de análisis no considera con la misma intensidad (normalmente no la considera en absoluto) la otra dimensión del salario (que sí considera el análisis más puramente keynesiano) como ingreso de los trabajadores y, por lo tanto, como uno de los determinantes principales de la demanda del consumo privado: una parte fundamental de la demanda agregada de la economía y, en consecuencia, del PIB de la misma. De hecho, podría ocurrir que con la bajada de sueldos, las empresas mejorasen su competitividad y las expectativas de mayores beneficios, pero que no existiese una demanda efectiva para elevar la producción por la pérdida del poder adquisitivo de los consumidores, que han visto recortado su sueldo. Además, en una situación de recesión económica más o menos extendida a otros países, como puede ser la situación actual, la reducción de la demanda nacional apenas se podría compensar con el aumento de las exportaciones. Es decir, en contra de las hipótesis planteadas por la economía neoclásica, la ley de Say (toda oferta genera su propia demanda) no se cumpliría en la economía española actual, por lo que ni el PIB ni el empleo crecerían necesariamente aun en una situación de flexibilidad de los salarios.
La disminución de los salarios reales que ya viene produciéndose desde finales de 2009 no va acompañada de un crecimiento del PIB y del empleo, sino de lo contrario, es decir, de un descenso de ambas magnitudes, con un aumento del paro que en poco tiempo puede llegar a superar la cifra de seis millones de personas. A esto se añade la obsesión del Gobierno y de las autoridades económicas y monetarias europeas por la austeridad fiscal, con una reducción agresiva y acelerada a corto plazo del déficit público, lo que provoca una especie de círculo vicioso entre ajustes fiscales y retroceso económico, lo que se conoce como el principio keynesiano de la «paradoja de la austeridad».
La tesis de la flexibilidad salarial considera también que el mercado de trabajo es una mercancía cualquiera, en la que el salario se determinaría exclusivamente por las fuerzas de la oferta y la demanda. Esta idea margina la concepción del mercado de trabajo como una institución social, un principio predominante y defendido por el profesor Luis Toharia, uno de los pioneros de la economía laboral en España. Si el mercado de trabajo se analiza como una relación propiamente mercantil cuando el nivel del paro fuese elevado, es decir, exista un exceso de la oferta sobre la demanda de trabajo, su reducción exigiría la flexibilidad a la baja del precio de ese mercado, el salario.
Incluso en los análisis más evolucionados de la teoría económica, como el de algunos neokeynesianos, el factor principal que explicaría el nivel del salario real (W/P) sería el exceso de la oferta de trabajo respecto de su demanda, la tasa de paro (u). Aunque, además, en estos análisis habría que añadir un factor residual y exógeno al modelo (λ), que englobaría una serie de elementos relacionados con las instituciones del mercado de trabajo propias de cada país, que podrían limitar la flexibilidad salarial, como el sistema de prestaciones por desempleo y su relación con la intensidad de la búsqueda de empleo de los parados, la mayor o menor facilidad de la contratación y el despido y la capacidad negociadora de los sindicatos o, en suma, la importancia de la negociación colectiva.
Ésta es la relación básica del modelo utilizado, por ejemplo, por el economista Olivier Blanchard en su libro Macroeconomía:
W/P = f (u, λ)
(-) (+)
Lo que significa que el salario real será menor cuanto mayor sea la tasa de paro, y mayor cuanto más grande sea la influencia de los factores englobados en λ, los factores residuales y exógenos, que tendrían un carácter perturbador pues afectarían negativamente a la posibilidad de la flexibilidad salarial para un determinado nivel de paro: entonces los salarios no serían suficientemente flexibles, no se ajustarían a la situación del mercado de trabajo, al desempleo, por la influencia perturbadora de esos factores residuales en el análisis convencional.
Ahora bien, caracterizar como residual y perturbadora la negociación colectiva, que tiene en España una tasa de cobertura de los trabajadores en torno al 90 por ciento, parece como menos disonante y alejada de la realidad. En suma, se trata de una interpretación difícilmente adecuada para explicar los aspectos de un mercado de trabajo que es una institución social y en el que los sindicatos y la negociación colectiva son esenciales y sustanciales para determinar los sueldos, nunca residuales o marginales.
Por lo tanto, la defensa de la flexibilidad salarial y de la tesis de la devaluación interna en la situación actual de la economía española, que puede ser contraproducente para la evolución del PIB y el empleo, se basa en cuatro supuestos, al menos, discutibles: la consideración casi exclusiva de la dimensión salarial como coste de las empresas; el cumplimiento de la ley de Say, es decir, que toda oferta genera su propia demanda; la consideración del mercado de trabajo como el de una mercancía cualquiera, haciendo abstracción de su importancia como institución social; y el tratamiento de la negociación colectiva, el procedimiento predominante en la determinación de los salarios en España y en la mayoría de países democráticos, como un elemento exógeno, residual y perturbador en el modelo explicativo del salario real.
La flexibilidad de los salarios reales pactados en España
De hecho, la evolución del salario real (la del salario monetario corregido o deflactado por la evolución de los precios) en España, en contra de la tesis de la rigidez salarial, dominante en una gran parte de los economistas españoles, ha estado históricamente muy influida por la evolución del PIB y el empleo. Desde los Pactos de la Moncloa vigentes en 1978, en los que la inflación prevista se convirtió en el criterio básico para la determinación de los salarios en lugar de la pasada, como ocurría hasta ese momento, el salario real pactado en los convenios colectivos ha disminuido en los años de vacas flacas y ha aumentado en las épocas de bonanza. Eso supone una relación procíclica entre el salario real y otras variables reales, difícilmente compatible con la citada rigidez que defienden la mayoría de los economistas españoles. Aunque, eso sí, con un cierto retardo temporal de uno o dos años cuando se produce una flexión en la fase cíclica de la economía, en parte debido a las características de la negociación colectiva española.
En efecto, el salario real pactado (deflactando el salario nominal pactado por la variación interanual del IPC de diciembre de cada año) disminuyó desde 1979 (el año siguiente a la entrada en vigor de los Pactos de la Moncloa) hasta 1985, años de descenso del empleo, y en 1986, año de creación de empleo, prácticamente se mantuvo estable. De 1987 a 1991, época en la que se siguió creando empleo, aumentó el salario real pactado, aunque también creció durante la crisis de 1992 y 1993, cuando se perdieron puestos de trabajo. El descenso del salario real pactado volvió a producirse en 1994, año en el que continuó el descenso del empleo a consecuencia de la crisis de los dos años anteriores, pero también en 1995, año en el que se inició la recuperación económica.
De 1997 a 2007, período económico intensamente expansivo y de sustancial avance del empleo, el salario real pactado aumentó prácticamente en todos los años. Pero en 2008 y 2009, años de crisis económica y de retroceso del empleo, el salario real pactado continuó creciendo debido a que la moderación de los salarios nominales pactados fue inferior al fuerte descenso de la inflación, medida, como se ha señalado, por la variación interanual del IPC de diciembre de cada año.
En 2010 se modificó sustancialmente la situación y el salario real pactado disminuyó, situación que se mantuvo en los primeros siete meses de 2012. En efecto, en la primera mitad de 2012, con una inflación media en torno al 2,2 por ciento, el incremento de los salarios pactados fue inferior, el 1,6 por ciento, y si se consideran únicamente los nuevos convenios firmados en el año, excluyendo las revisiones de los convenios plurianuales, firmados en años anteriores pero todavía vigentes, el aumento de los salarios pactados se limitó al 0,8 por ciento, sólo ligeramente superior al previsto para 2012 en el II Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva (II AENC), el 0,5 por ciento. En este Acuerdo, suscrito el 25 de enero de 2012, además de establecerse los criterios de la negociación salarial para el período trienal 2012-2014, se pactaban criterios para otros aspectos muy relevantes de la negociación colectiva, como su estructura, la flexibilidad interna y la inaplicación de los convenios vigentes, criterios que han sido superados y negados por la reforma laboral aprobada por el Gobierno por Real Decreto Ley sólo unos pocos días después de que se firmase el acuerdo.
Por lo tanto, salvo con algunas excepciones muy puntuales, posiblemente las más destacadas las de 2008 y 2009, existe una relación estrecha y directa entre la evolución del salario real pactado y la situación económica, y, en concreto, la evolución del empleo. Esas excepciones se relacionan con los retardos temporales, de uno o dos años, que se producen entre el cambio de la economía y la evolución de los salarios pactados en la negociación colectiva, lo que en caso de crisis económica puede tener el efecto positivo de un estabilizador automático que limita, por lo menos al principio, el efecto negativo de la crisis económica en el PIB y el empleo, aunque en el conjunto de cada fase cíclica de la economía suele ser válida la citada relación directa entre el salario real pactado y la situación económica. Aun así, la prolongación en ocasiones durante meses de la negociación colectiva y, sobre todo, la importancia de la negociación colectiva plurianual (la media de años de vigencia de los convenios es de, alrededor, de tres años y medio) pueden explicar la respuesta retardada de los salarios pactados al cambio de signo de la situación económica.
Los salarios brutos percibidos y la deriva salarial
Si en vez de la evolución de los salarios pactados en la negociación colectiva se considera la evolución de los salarios efectivamente percibidos por los trabajadores, su relación, tanto en términos nominales como reales, no es tan clara ni definida. ¿Y por qué? Porque en los salarios percibidos (los consideramos en términos brutos, incluyendo la aportación de los trabajadores a la Seguridad Social y antes de la deducción de los impuestos personales) influyen otros muchos factores, como los complementos salariales, las pagas de beneficios, las horas efectivamente trabajadas o los descuelgues salariales, pero si se analizan los resultados agregados de la economía, como es el caso de los cambios en la estructura del empleo (sectorial, ocupacional, por nivel educativo, por duración de la jornada, completa o a tiempo parcial, o por duración de la contratación, temporal o indefinida), lo que se denomina el efecto composición de los salarios.
La diferencia entre las tasas de variación anual de los salarios brutos percibidos y los salarios pactados (los dos en términos nominales), que suele utilizarse como equivalente de la deriva o el deslizamiento salarial (midiendo el salario bruto percibido por el coste salarial por trabajador de la Encuesta Trimestral de Coste Laboral del INE), ha venido teniendo en España un carácter claramente anticíclico, creciente y positiva en las recesiones y decreciente e incluso negativa en las expansiones. Y precisamente por la importancia de la estructura del empleo en cada ciclo económico. En las expansiones se intensifica la creación de puestos temporales, sobre todo en la construcción y los servicios, y la contratación de mujeres e inmigrantes, con sueldos inferiores a la media. Esto provoca un crecimiento del salario bruto relativamente bajo y, al comparar con el del salario pactado en la negociación colectiva, una deriva reducida o incluso negativa. Mientras que en las recesiones, sobre todo en su inicio, ocurre lo contario: la destrucción de empleo se concentra en trabajadores con salarios inferiores a la media, como los citados anteriormente, con lo que el salario medio y su tasa de variación tiende a crecer y, en consecuencia, la deriva aumenta y se convierte en positiva.
La influencia de la reforma laboral en una situación de crisis económica
Esa evolución de la deriva salarial es lo que ha ocurrido en España desde 1998 a 2009. En los años de elevado incremento del PIB y aumento continuo del empleo, de 1998 a 2006 la deriva ha sido negativa, al producirse un freno al crecimiento del salario medio, en general por debajo del salario pactado, mientras que desde 2007 a 2009, período coincidente con el inicio y la prolongación de una fase de crisis económica muy intensa y una fuerte destrucción de empleo, la deriva ha sido positiva, al crecer el salario bruto medio por encima del salario pactado en los convenios colectivos, debido principalmente a la reducción de la tasa de temporalidad en esos últimos años, primero como consecuencia de la reforma laboral de 2006 limitativa de la contratación temporal, y después como consecuencia de la incidencia de la crisis en el empleo de la construcción, predominantemente temporal.
Pero desde 2010, el aumento del salario bruto es menor (0,4 por ciento en 2010 y 1,2 por ciento en 2011, frente al 4,8 por ciento en 2009 y 3,5 por ciento en 2009) y muy inferior al crecimiento del salario pactado (2,2 por ciento en 2010 y 2,6 por ciento en 2011), por lo que la deriva, pese a encontrarse la economía en recesión, pasa a convertirse en positiva. Existen dos razones que explican este cambio. La primera, que el mayor descenso del empleo temporal se produjo al principio de la crisis y se ha diluido en los años siguientes. Desde 2010 se han quedado sin trabajo muchos empleados indefinidos (con salarios normalmente superiores al de los temporales). La segunda, que la propia persistencia de la crisis incide en otros componentes de la deriva salarial, como los complementos, las pagas de beneficios, las horas trabajadas o el descuelgue salarial que reducen el salario percibido por los trabajadores. Eso sumado a que el crecimiento del paro lleva a las empresas a aumentar menos los sueldos que pagan.
Eso es lo que sigue ocurriendo en los meses transcurridos de 2012 y lo que parece que ocurrirá al finalizar el año, tanto por la expectativa de descenso del PIB y del empleo, con el consiguiente avance del paro, como por la casi segura influencia de la reforma laboral en la moderación salarial y en la pérdida del poder adquisitivo de los salarios fruto del cambio de poder en las relaciones laborales a favor del empresario que persigue y sin duda provocará esa reforma laboral.
De hecho, el propio Gobierno en la Actualización del Programa de Estabilidad del Reino de España para el período 2012-2015 mantiene que el patrón de comportamiento más novedoso que contiene el escenario macroeconómico es la mayor flexibilidad a la baja de la remuneración por asalariado (concepto de la Contabilidad Nacional equivalente al coste laboral por trabajador, y que supone añadir al salario bruto o coste salarial por trabajador la aportación empresarial a la Seguridad Social y otros pagos no salariales, como las indemnizaciones por despido), lo que en dicho Programa se relaciona con las consecuencias de la reforma laboral.
Esta flexibilidad a la baja irá acompañada de una pérdida del poder adquisitivo en el período 2012-2015, que, al prolongar la situación iniciada en 2010, hará que se mantenga al menos seis años. Pese a eso, (o, precisamente por ello, por su incidencia negativa en el consumo privado y en la demanda agregada efectiva), la tasa de paro media de 2015 prevista por el Gobierno en el citado programa de estabilidad es del 22,3 por ciento, siete décimas más que en 2011 (21,6 por ciento).
Estas dos situaciones, la pérdida de los salarios reales y el aumento del paro, parecen ser dos de las consecuencias principales de la estrategia económica que consiste, por un lado, en fuertes ajustes fiscales, reflejados, sobre todo, en importantes recortes en el gasto público, y, por otro lado, en la reforma laboral aprobada por el actual Gobierno, y defendida por una numerosa y cualitativamente relevante, por su influencia social y política, parte de nuestros economistas. Como consecuencia de esa estrategia se añade el problema del efecto de la «paradoja de la austeridad» en el aumento del déficit cíclico (incremento de determinados gastos como los de prestaciones por desempleo y disminución de ingresos públicos) y en la dificultad (si no imposibilidad) de cumplimiento de los objetivos del déficit público.
Esta estrategia únicamente es explicable desde la óptica de la redistribución del poder a favor de las empresas y el capital, puesto que retroalimenta la recesión y el menor crecimiento, la destrucción de empleo y el aumento del paro a corto y medio plazo. El mismo Gobierno prevé que se alargue esa situación hasta al menos 2015, lo que supondrá una enorme reducción de la capacidad productiva de la economía española y de su capital humano. En definitiva, un enorme sacrificio para una gran parte de la población, difícil de justificar y prácticamente imposible de contrarrestar o compensar en el futuro.
4. Competitividad, productividad laboral y reformas estructurales
Mauro Lozano Belda[1]
¿La modernidad se centra en volver al pasado?
El grado de competitividad de un país y de su tejido empresarial es un factor fundamental para su posicionamiento en una economía globalizada. Sin embargo, el propio término de competitividad ha generado cierta confusión. Existen diversas aproximaciones al concepto; la más genérica viene determinada por la relación de los costes y precios de bienes y servicios generados internamente (en un país o empresa) respecto a los del resto del mundo.
Si bien esta definición global es la más utilizada y aceptada, parte de una vocación simplificadora que excluye otros factores relacionados con la diferenciación de producto como la calidad o la capacidad innovadora, sin olvidar aquellos elementos exógenos a la propia producción que afectan al potencial competitivo de un país como son la dotación de infraestructuras o el marco regulatorio en el que se desenvuelven las empresas.
Desde tribunas de pensamiento y políticas dominantes se afirma en tono solemne que España no es competitiva por la escasa productividad laboral de nuestras empresas, lastrada por la rigidez e ineficacia de nuestro sistema de relaciones laborales. Cambiemos el sistema, se nos dice, situemos el factor trabajo en su sitio (se quiere decir, debajo) y realicemos una devaluación interna mediante la reducción de la renta laboral que nos permita la reconquista económica, invadiendo mercados y atrayendo capitales externos.
Naturalmente, la puesta en práctica de este programa exige neutralizar la capacidad de negociación de los trabajadores y, en consecuencia, controlar/destruir a los sindicatos (a imagen y semejanza de lo que realizó Thatcher en los años ochenta) y limitar las posibles protestas que se suscitasen. En resumen, la modernidad se centra en volver al pasado y repetir a sus referentes, empezando por su maestro López Rodó, admitiendo ciertos toques de Oliveira Salazar. Examinemos con detenimiento los principales hitos de este discurso.
¿España no es competitiva?
De forma insistente se afirma que la economía española no es competitiva. Esta aseveración no se compadece con la realidad y parece un tanto reduccionista. Recurriendo a Eurostat, la oficina estadística de la UE, la realidad nos depara algunas sorpresas.
El indicador de competitividad-precio más admitido es el CLU (coste laboral por unidad producida), que relaciona costes laborales con productividad[2]. Como más adelante señalamos (gráficos 3 y 4), en la pasada década España en apariencia, perdió competitividad respecto a la zona euro hasta 2009, año a partir del cual la recuperación ha sido muy intensa, medida tanto en términos nominales como reales.
Lo que sorprende es que España, aparentemente de forma ajena a lo que indica esa forma de medición de la competitividad, es el único país europeo, junto con Alemania, que ha mantenido e incrementado su cuota exportadora en relación con el PIB todo el tiempo (gráfico siguiente).
Gráfico 1. Evolución de la cuota exportadora de la UE (2002-2011)
Fuente: Elaboración propia. Datos Eurostat
De otro lado, el ajuste de la balanza de pagos de bienes y servicios ha sido notable y es previsible que alcancemos el superávit a corto, aliviando la angustiosa necesidad de financiación exterior.
Es verdad que no podemos echar las campanas al vuelo y ello por dos razones: la primera es que a la corrección del déficit comercial ha contribuido la reducción de importaciones, consecuencia de la reducción de actividad, más acusada si eliminamos la factura energética, mucho más rígida respecto al ciclo.
La segunda razón reside en que, en la actualidad, la mayor parte de nuestras exportaciones (65 por ciento) tienen como destino Europa. En la actual coyuntura económica y a corto plazo, por mucho que se deprecien nuestros costes, en especial los laborales, sin una adecuada política que permita un incremento de la deprimida demanda europea, el sector exportador no podrá realizar la tarea de locomotora de nuestra economía, aun abriendo nuevos mercados en el exterior.
¿La productividad laboral es baja?
Sin duda, uno de los factores determinantes, pero no el único, de la competitividad, es la productividad laboral.
Después de un período de caída de la productividad, que tocó suelo en 2005, el índice inicia una recuperación que determina que, actualmente el nivel de la productividad en España supera el de la zona euro y al de países como Alemania y Reino Unido, e iguala al de Italia (gráfico 2).
En términos de benchmarking se puede afirmar que la productividad laboral no constituye un factor diferencial negativo respecto a las economías más desarrolladas de Europa.
Gráfico 2. Evolución de la productividad del trabajo por persona empleada. Índice (EU – 27 = 100)
Fuente: Elaboración propia. Datos Eurostat
En los últimos años la importante mejora de la productividad es atribuible al elevadísimo crecimiento del desempleo, a la evolución de los costes laborales y al descenso de la participación de la construcción en el PIB[3].
Gráficos 3 y 4. Evolución de los CLU nominales y reales en la UE (2004-2011). Índice 2005 = 100
Fuente: Elaboración propia. Datos Eurostat
¿España debe mejorar su posición competitiva?
Sin duda. Y además, en la superación de este reto reside la clave de nuestro futuro. Pero ¿de qué estamos hablando en realidad? En este sentido, la gran medida estructural del Gobierno, ha sido, hasta la fecha, la reforma laboral, presentada como una eficaz arma en la consecución de la competitividad y en la disminución del paro. Lo que se pretende es lograr una devaluación competitiva vía coste laboral.
En lo que se refiere al incremento de la competitividad, hay que señalar que la reducción salarial no se traslada necesariamente a los precios, que presentan históricamente una fuerte rigidez a la baja, y, en ausencia de este efecto, sí se traslada directamente a los márgenes empresariales. Lo que en definitiva se produce, como efecto directo, es una transferencia de las rentas salariales a las rentas empresariales.
La comparación entre la evolución de los CLU nominales y reales permite constatar la pérdida de participación de las rentas salariales en la producción total, mucho más acusada en términos reales que en términos nominales, por lo que es evidente que esta moderación de los costes no se ha trasladado a los precios[4].
Al margen de la reforma laboral, en ningún momento se abordan con seriedad los factores de competitividad que realmente inciden, de forma diferencialmente negativa, en nuestro posicionamiento respecto a nuestros socios y competidores europeos, y cuya potenciación es condición necesaria para que nuestro país disponga de un modelo de inserción en la división internacional del trabajo que le consolide en el grupo de las economías desarrolladas. Repasemos, aunque sea de forma somera, estos factores de competitividad.
Hay que citar, en primer lugar la financiación de nuestras empresas, altamente bancarizadas, que sufren directamente la crisis vía restricción y encarecimiento de los créditos. En la última década, la liquidez y los bajos tipos de interés empujaron a un excesivo apalancamiento de las empresas con el consiguiente deterioro de la solidez de sus balances, lo que ha debilitado nuestro tejido empresarial y propiciado su rápido desmoronamiento.
Las pequeñas y medianas empresas (pymes), en particular, sufren de forma muy aguda esta situación. Por una parte asistimos a una intensa destrucción de tejido empresarial que afecta también a compañías viables que no pueden superar problemas de tesorería. Y por otra, a la pérdida de competitividad de entidades que se financian en condiciones mucho más onerosas que sus competidoras europeas.
Otro factor de competitividad que afecta negativamente a gran parte de las empresas españolas viene determinado por el coste de la energía. La deficiente regulación del sistema eléctrico requiere una radical reforma que permita que el coste de la energía eléctrica para las empresas, que actualmente supera un 20 por ciento la media europea, no constituya un lastre competitivo en el contexto europeo.
Componentes de la productividad son también la logística y la distribución, que dependen no sólo de la organización del trabajo en el seno de las empresas, sino del desarrollo alcanzado por las infraestructuras físicas y por las tecnologías de la información y la comunicación (TIC). Si bien en el primer aspecto España ha hecho un esfuerzo considerable y podemos calificarlo como muy aceptable, en el segundo nuestro país presenta importantes deficiencias competitivas.
Las TIC han ido adquiriendo una importancia acelerada en el desarrollo económico y empresarial, hasta el punto de que la superación del reto digital constituye una clave fundamental, no sólo del futuro, sino también del presente competitivo de nuestro país, tanto en su aplicación al tejido empresarial existente como en el desarrollo de sectores y negocios en los que disponemos de ventajas competitivas (cultura, turismo…).
Adicionalmente, los datos disponibles sobre inversión pública y privada en I+D+i, así como en el desarrollo de tecnologías de producto y procesos industriales, nos sitúan en situaciones competitivas muy insatisfactorias. El gráfico 5 es sumamente ilustrativo.
Gráfico 5. Gasto en I+D por sectores institucionales, en porcentaje del PIB
Fuente: Eurostat
Queda por otra parte, mucho camino por recorrer en la racionalización del aparato burocrático que en la actualidad dificulta la creación y el desarrollo de las empresas. A pesar de los esfuerzos realizados, la situación sigue siendo manifiestamente mejorable, tal y como pone de relieve el informe Doing Business, del Banco Mundial.
La eficiencia en el desarrollo de prácticamente todos los factores de competitividad señalados viene condicionada y potenciada por la calidad del capital humano incorporado en la producción. El diferencial básico de una sociedad desarrollada reside en el conocimiento y en el grado de formación de sus trabajadores. La mejor inversión que puede realizar un país y una empresa es la educación y la formación. Desgraciadamente, no parece que lo estén entendiendo así nuestras autoridades.
En todo caso, la competitividad constituye la resultante compleja de un conjunto de factores que han de interaccionar de forma armónica y cuya responsabilidad recae fundamentalmente en el empresariado y en las autoridades políticas y económicas.
La productividad laboral sin duda juega un papel importante, pero su optimización es función básicamente de la acumulación de capital físico, tecnológico y de la organización del trabajo, así como de la aptitud y actitud del capital humano, que precisa a su vez de formación, flexibilidad y diálogo social.
Establecer un nexo causal inverso entre competitividad y derechos de los trabajadores es una falacia interesada, propiciada por sectores ideológicos que persiguen despojar a España y a Europa de su principal seña de identidad, el Estado de bienestar.