ESTRELLA ROJA, ÓRBITA INVERNAL
— Bruce Sterling y William Gibson —
Los relatos en colaboración conforman una tradición en la ciencia ficción. Y este tipo de trabajo en colaboración también ha florecido en el ciberpunk, cuando escritores que ya trabajaban juntos en concepciones y teorías de la ciencia ficción dieron el paso lógico siguiente: la creación literaria conjunta. En cierto sentido, la colaboración, al combinar diferentes voces, permite a la corriente hablar con su propia voz.
Mirrorshades concluye con dos colaboraciones. La siguiente historia, de 1983, es el único trabajo conjunto de William Gibson y Bruce Sterling, quienes son vistos generalmente como figuras centrales del ciberpunk. «Estrella Roja, Órbita Invernal» muestra el punto de vista global del ciberpunk, y también su amor por los detalles perfectamente acabados e investigados de cerca.
William Gibson escribió «El continuo de Gernsback», que abre esta colección.
Bruce Sterling publicó su primera novela en 1977. Ha escrito tres novelas y un buen número de historias. Su trabajo cubre un amplio abanico en el campo de la ciencia ficción, desde sátiras al estilo cómic a fantasías históricas. Quizás es más conocido por su serie de los «Shapers», que incluye la novela Schismatrix, y por su sentido de la ironía, lo cual le lleva a hablar de sí mismo en tercera persona.
Vive en Austin, Texas.
El coronel Korolev se dobló despacio en su arnés, soñando con el invierno y la gravedad. Era joven de nuevo, un cadete, y espoleaba a su caballo por las estepas de Kazakhstan, a finales de noviembre, hacia los rojos y polvorientos paisajes de Marte.
«Esto no está bien», pensó.
Y se despertó en el museo soviético del Triunfo del Espacio, por los ruidos de Romanenko y la esposa del hombre del KGB. Volvían a hacerlo, tras la pantalla trasera del Salyut, haciendo crujir y resonar rítmicamente las cintas de seguridad y la litera acolchada. Galopando en la nieve.
Liberándose del arnés, Korolev ejecutó un entrenado puntapié que le impulsó hasta el retrete. Sacándose su viejo mono, ajustó el equipo de aseo a sus riñones y limpió el vapor condensado del espejo de acero. Su artrítica mano se había inflamado mientras dormía, su muñeca tenía el tamaño de un hueso de pájaro, a causa de la pérdida de calcio. Habían pasado veinte años desde la última vez que sintió la gravedad. Había envejecido en órbita.
Se afeitó con una maquinilla succionadora. Una telilla de venas rotas se extendía por su mejilla y su sien izquierdas; otro recuerdo de la explosión que lo había desfigurado.
Cuando salió, encontró que los adúlteros habían terminado. Romanenko se ajustaba la ropa. La mujer del oficial político, Valentina, llevaba un mono de color marrón oscuro, con las mangas remangadas; sus blancos brazos brillaban por el sudor del ejercicio. La corriente de un ventilador hacía vibrar su pelo color ceniza. Sus ojos eran del azul más puro, como las flores del maíz, quizás un poco demasiado juntos, y le miraban, a medias pidiendo disculpas, a medias cómplices.
—Mire lo que le hemos traído, coronel.
Le pasó una botellita de coñac de líneas aéreas.
Sorprendido, Korolev parpadeó ante el emblema de Air France grabado en el tapón de plástico.
—Vino con el último Soyuz. Dentro de un pepino, dijo mi marido —ella se rio—. Me lo dio a mí.
—Decidimos que se la íbamos a dar a usted, coronel —dijo Romanenko, riendo abiertamente—. Después de todo, nos pueden trasladar en cualquier momento.
Korolev ignoró la mirada disimulada y avergonzada hacia sus atrofiadas piernas y sus pálidos y torcidos pies.
Abrió la botella, y su rico aroma le provocó una cosquilleante oleada de sangre a sus mejillas. La levantó con cuidado y bebió unos pocos milímetros del coñac. Quemaba como ácido.
—¡Dios! —se atragantó—, no he bebido en años. ¡Me voy a emborrachar! —se rio mientras las lágrimas le enturbiaban la vista.
—Coronel, mi padre dice que usted bebía como un héroe en los viejos tiempos.
—Sí —dijo Korolev, y sorbió de nuevo. El coñac se extendió por su interior como oro líquido. No le gustaba Romanenko. Tampoco su padre, un hombre sencillo del Partido, dedicado a dar conferencias desde hacía tiempo, una dacha en el Mar Negro, licor americano, trajes franceses, zapatos italianos… El chico tenía el aspecto de su padre, los mismos ojos gris claro sin sombra de duda.
El alcohol se extendió por la sangre diluida de Korolev.
—Eres demasiado generoso —dijo. Pateó suavemente una vez, y llegó hasta la consola—. Debes llevarte algo de samizdata. Tenemos emisión americana por cable, recién interceptada. Material picante desperdiciado con un hombre como yo —puso un cassette vacío y grabó el material.
—Se lo daré a los artilleros —dijo Romanenko, riendo—. Pueden ponerlo en las consolas de seguimiento de la sala de batería —la estación de bombardeo de partículas había sido siempre conocida como la «sala de batería». Los hombres que la tripulaban estaban especialmente hambrientos de ese tipo de cintas. Korolev pasó una segunda copia a Valentina.
—¿Es guarra? —parecía alarmada e intrigada—. ¿Podemos volver, coronel? ¿El jueves a las veinticuatro cero… cero?
Korolev le sonrió. Había sido una obrera de fábrica antes de dejarlo para ir al espacio. Su belleza la convertía en una herramienta ideal de propaganda, un modelo del papel que estaba destinado al proletariado. Ella ahora le daba pena; con el coñac recorriendo sus venas encontró imposible negarle un poco de su pequeña felicidad.
—Valentina, ¿un encuentro a media noche, en el museo? ¡Qué romántico!
Girándose, le dio un beso en la mejilla.
—Gracias, mi coronel.
—Es usted un caballero, coronel —dijo Romanenko, dando una palmada tan suavemente como pudo al hombro huesudo de Korolev. Tras incontables horas de ejercicio, los brazos del chico abultaban como los de un herrero.
Korolev miró cómo los amantes se iban cuidadosamente hacia la esfera central de atraque, la zona de unión con sus dos corredores hacia los tres envejecidos Salyuts. Romanenko tomó el corredor «norte» hacia la sala de batería. Valentina se fue en dirección opuesta, a la esfera de unión contigua, al Salyut donde dormía su marido.
Había cinco esteras de atraque en el Kosmogrado, cada cual unía tres Salyuts. En el otro extremo del complejo estaban las instalaciones militares y las lanzaderas para satélites. Zumbando, traqueteando y suspirando, la estación producía la sensación de una estación de metro, con el húmedo olor metálico de un transbordador.
Korolev echó otro trago de la botella. Ahora estaba medio vacía. La guardó en una de las vitrinas del museo junto a una Hasselblad de la Nasa recuperada del lugar donde aterrizó el Apolo. No había bebido desde su último permiso, antes de la explosión. Su cabeza nadaba en una placentera y a la vez dolorosa corriente de nostalgia alcohólica.
Flotando de vuelta a la consola, accedió a una sección de la memoria donde había borrado ocultamente los discursos completos de Alexei Kosygi, y los había reemplazado por su colección personal de samizdata. Tenía grupos británicos grabados desde la radio de Alemania Federal, heavy metal del pacto de Varsovia, importaciones americanas del mercado negro… Colocándose los auriculares, eligió un reggae de Czeslochowa, de la Brygada Cryzis.
Después de todos estos años, ya no podía oír la música en absoluto, pero las imágenes le venían de golpe, con un intenso dolor. En los ochenta, él había sido un chico con pelo largo de la élite soviética, realmente fuera del alcance de la policía de Moscú, gracias a la posición de su padre. Recordaba el aullido devuelto a través de los micrófonos, la calurosa oscuridad de un club en un sótano, la multitud, como un oscuro tablero de ajedrez de ropa vaquera y pelo oxigenado. El fumaba Marlboros con polvo de hachís afgano. Recordaba la boca de la hija de un diplomático americano en el asiento de atrás del Lincoln negro de su padre. Los nombres y los rostros le inundaban en la neblina del coñac; Nina, la chica de la Alemania Democrática, quien le había enseñado traducciones mimeografiadas de escritos de disidentes polacos.
Hasta que una noche ella no volvió al café. Oyó rumores de parasitismo, de actividades antisoviéticas, de los horrores químicos que le aguardaban en la psihushka.
Korolev comenzó a temblar. Se pasó la mano por la cara y la encontró bañada en sudor. Se quitó los auriculares.
Habían pasado cincuenta años… y sin embargo, de pronto se encontraba muy asustado. No podía recordar haber estado tan atemorizado, ni siquiera cuando la explosión le rompió la cadera. Tembló espasmódicamente. Las luces del Salyut eran demasiado brillantes, pero no quería ir hasta los interruptores. Una operación tan simple, que realizaba habitualmente, y sin embargo… Los interruptores y los cables con aislantes eran de alguna manera amenazadores. Los miró confuso. El pequeño despertador, modelo vehículo lunar Lunokhold, con ruedas de velcro subiendo por la pared curva, parecía acurrucarse allí, como algo vivo, en equilibrio, esperando. Los ojos de los pioneros espaciales soviéticos lo miraban con decepción desde sus retratos.
El coñac. Los años en ausencia de gravedad habían alterado su metabolismo. No era el mismo hombre que antes. Pero trataría de calmarse, de sobreponerse. Si vomitara, todo volvería a sonreírle…
Alguien llamó a la puerta del museo y se sobresaltó. Nikita el Fontanero, primer hombre para todo en el Kosmogrado, ejecutó un perfecto buceo a cámara lenta, a través de la escotilla abierta. El joven ingeniero parecía enfadado. Korolev se sintió derrotado.
—Te has levantado pronto, Fontanero —dijo, ansioso por presentar una fachada de normalidad.
—Filtración de los remaches de Delta Tres —el Fontanero hizo un gesto de enfado—. ¿Sabe japonés? —sacó un cassette de uno de los numerosos y abultados bolsillos de su manchado chaleco de trabajo, y lo agitó delante de la cara de Korolev. Vestía Levis cuidadosamente lavados y unas gastadas deportivas Adidas—. Accedimos a esto anoche.
Korolev se encogió como si el cassette fuera un arma.
—No, nada de japonés —la debilidad de su voz le sorprendió a él mismo—. Sólo inglés y polaco —sintió cómo se ruborizaba. El Fontanero era su amigo, lo conocía y confiaba en él, pero…
—¿Se encuentra bien, coronel? —el Fontanero metió la cinta y con sus hábiles y callosos dedos activó el programa traductor—. Parece que se hubiera comido una rata. Quiero que oiga esto.
Korolev miró incómodo cómo la cinta parpadeaba mostrando un anuncio de guantes de béisbol. Los subtítulos del traductor en cirílico corrían por el monitor, mientras una voz en japonés hablaba a una velocidad enloquecida. Un segundo anuncio apareció: una muchacha extraordinariamente bella, con un negro vestido de noche, pilotaba un grácil avión ultraligero francés bajo la brillante luz solar, deslizándose sobre la Gran Muralla china.
—Las noticias llegan ahora —dijo el Fontanero, mordiéndose un pellejo de la uña.
Korolev miró fijamente, ansioso, mientras la traducción pasaba por medio de la cara del locutor japonés.
—EL GRUPO DE DESARME AMERICANO AFIRMA… PREPARACIÓN EN EL COSMODROMO DE BAIKONUR… PRUEBA QUE AI. MENOS LOS RUSOS ESTÁN PREPARADOS… PARA ELIMINAR UNA ESTACIÓN ESPACIAL DE UNA CIUDAD CÓMICA…
—Cósmica —murmuró el Fontanero—. Error en el traductor.
—CONSTRUIDA AL FINAL DEL SIGLO COMO CABEZA DE PUENTE AL ESPACIO.
«… AMBICIOSO PROYECTO CANCELADO POR EL FRACASO DE LA MINERÍA LUNAR… CARA ESTACIÓN SUPERADA POR NUESTRAS FACTORÍAS ORBITALES… CRISTALES, SEMICONDUCTORES Y DROGAS PURAS…
—Sucio malnacido —soltó el Fontanero—. Deja que le diga esto; la culpa es de nuestro maldito hombre del KGB, Yefremov. ¡Él tiene toda la culpa!
—ABULTADOS DÉFICITS COMERCIALES… DESCONTENTO POPULAR CON EL ESFUERZO ESPACIAL… RECIENTES DECISIONES DEL POLITBURÓ Y DEL SECRETARIO DEL COMITÉ CENTRAL…
—¡Nos quieren derribar! —la cara del Fontanero se crispó por la rabia.
Korolev se deslizó lejos de la pantalla, temblando incontrolablemente. Unas inesperadas lágrimas cayeron de sus pestañas, en gotas, por efecto de la ingravidez.
—¡Déjame solo! ¡No puedo hacer nada!
—¿Qué pasa, coronel? —el Fontanero lo asió del hombro—. Míreme a la cara —sus ojos se abrieron como platos—. ¡Alguien le ha drogado con Miedo!
—Vete —suplicó Korolev.
—¡Ése maldito agente secreto cabrón! ¿Qué le ha dado? ¿Pastillas? ¿Una inyección?
Korolev se encogió de hombros.
—¡Me tomé un trago!
—¡Le ha dado Miedo! ¡A usted, un hombre viejo y enfermo! ¡Le voy a romper la cara! —el Fontanero elevó las rodillas, se giró hacia atrás, dio una patada a un asidero de arriba y se catapultó fuera de la habitación.
—¡Espera! ¿Fontanero? —pero éste ya se había deslizado a través de la esfera de atraque, como una ardilla, desapareciendo por el fondo del corredor, y ahora Korolev sentía que no podría soportarlo en soledad. En la distancia, pudo oír los ecos metálicos de gritos distantes e iracundos.
Temblando, cerró sus ojos y esperó que alguien viniera en su ayuda.
Pidió al oficial psiquiatra Bychkov que le ayudara a vestirse con su viejo uniforme, el único con la Estrella de Tsiolkovsky cosida en el bolsillo izquierdo del pecho. Sus pies torcidos no podrían entrar en las botas negras de gala, de grueso y confortable nailon y suelas de velcro. Así que permaneció descalzo.
La inyección de Bychkov le había despejado en una hora, dejándolo alternativamente deprimido y furiosamente enfadado. Ahora esperaba en el museo a que Yefremov contestara sus llamadas.
Llamaban a su casa el Museo del Triunfo Espacial Soviético, y cuando su rabia se disipó, sustituida por una vieja amargura, se sintió como si él simplemente no fuera nada más que otra de sus piezas exhibidas. Miró de mal humor a los retratos con marcos dorados de los grandes visionarios del espacio, a las caras de Tsiolkovsky, Rynin, Tupolev. Debajo de éstos estaban con marcos más pequeños los retratos de Verne, Goddard y O’Neill.
A veces, en ciertos momentos de depresión extrema, imaginaba que podía detectar una misma extraña mirada en sus ojos. ¿Era simplemente locura, como algunas veces había pensado, cuando se encontraba de su humor más cínico? ¿O estaba vislumbrando la manifestación sutil de alguna fuerza extraña y desequilibrada: una fuerza que podría ser, como sospechaba, la evolución humana en acción?
Una y sólo una vez. Korolev observó esta misma mirada en sus propios ojos, el día en que pisó la tierra de la cuenca Coprates. La luz del sol en Marte, resplandeciendo dentro del visor de su casco, le mostró el reflejo de sus dos ojos ajenos e intensos, sin miedo pero preocupados; y la tranquila y secreta sorpresa que esto le había causado, se dio cuenta ahora, fue el más memorable y transcendental momento de su vicia.
Sobre los retratos estaba colocado un horrible cuadro del aterrizaje, con los colores cargados de la pesadez aceitosa y grasienta de un borscht [1] o de la carne asada. El paisaje marciano aparecía trivializado por el idealizado estilo cursi del realismo socialista soviético. El artista colocó el personaje dentro del traje espacial delante de la nave, transmitiendo la vulgaridad profundamente sincera de cualquier oficial.
Sintiéndose asqueado, esperó la llegada de Yefremov, el hombre del KGB, el comisario político del Kosmogrado.
Cuando Yefremov finalmente entró en el Salyut, Korolev percibió el labio partido y marcas recientes en su garganta. Yefremov llevaba un mono azul Kansai de seda japonesa y elegantes zapatos italianos de calle. Tosió educadamente.
—Buenos días, camarada coronel.
Korolev le miró. Dejó que el silencio se prolongara.
—Yefremov —dijo en un tono duro—, no estoy satisfecho con usted.
Yefremov se ruborizó, pero mantuvo su mirada.
—Hablemos con franqueza, coronel. De ruso a ruso. No estaba destinado a usted.
—¿El Miedo, Yefremov?
—La beta carbolina, sí. Si usted no hubiera colaborado en sus acciones antisociales, si no hubiera aceptado su soborno, esto no le habría ocurrido jamás.
—Así que ¿soy el chulo, Yefremov?, ¿un chulo y además borracho? Pues usted es un chivato, un contrabandista y un soplón, y se lo digo —añadió— de ruso a ruso.
En ese momento, la cara del hombre del KGB asumió la máscara oficial de blanda y despreocupada virtud.
—Pero, dígame, Yefremov, ¿qué está buscando realmente? ¿Qué ha estado haciendo desde que llegó al Kosmogrado? Sabemos que se va a desmantelar el complejo. ¿Qué le aguarda a la tripulación civil cuando lleguen a Baikonur? ¿Investigaciones por corrupción?
—Desde luego que habrá interrogatorios. En algunos casos puede que hasta hospitalización. ¿Está usted indicando, camarada coronel, que la Unión Soviética es, de alguna manera, responsable del fracaso del Kosmogrado?
Korolev permaneció en silencio.
—El Kosmogrado fue un sueño, coronel. Un sueño que fracasó. Como el espacio, coronel. No necesitamos estar aquí. Tenemos todo un mundo que poner en orden. Moscú es el mayor poder global de la historia de la humanidad. No debemos permitirnos perder esa perspectiva global.
—¿Cree que se pueden sacudir de encima a los astronautas tan fácilmente? Somos una élite, una élite técnica altamente entrenada.
—Una minoría, coronel, una minoría obsoleta. ¿Con qué contribuye, aparte de despojos de la venenosa basura americana? Se suponía que aquí debía estar una tripulación de trabajadores, no de arrogantes traficantes del mercado negro, traficando con jazz y pornografía vía satélite —la cara de Yefremov se mostraba relajada e imperturbable—. La tripulación volverá a Baikonur. Las armas se pueden dirigir desde la tierra. Por supuesto, usted se quedará aquí, y vendrán algunos astronautas invitados, africanos, sudamericanos. El espacio aún conserva para esa gente cierto grado de su prestigio original.
Korolev apretó los dientes.
—¿Qué ha hecho con el chico?
—¿Su Fontanero? Ha atacado a un oficial de la seguridad del Estado. Permanecerá bajo arresto hasta que sea trasladado a Baikonur.
Korolev intentó una risa desagradable.
—Déjelo ir. Usted mismo tendrá muchos problemas para presentar cargos. Hablaré con el mariscal Gubarev en persona. Mi rango aquí puede que sea meramente honorífico, pero aún tengo cierta influencia.
El hombre del KGB se encogió de hombros.
—La tripulación artillera tiene órdenes directas de Baikonur de que se mantenga cerrado el módulo de comunicación. Sus carreras dependen de ello. No enviará ningún mensaje.
—Entonces, ¿es la ley marcial?
—Esto no es Kabul, coronel. Son tiempos difíciles para todos nosotros. Usted tiene la autoridad moral aquí, debería dar ejemplo. Lo último que necesitamos es un melodrama.
—Ya veremos —dijo Korolev.
El Kosmogrado giró fuera de la sombra de la tierra, hacia la cruda luz del sol. Las paredes del Salyut de Korolev se dilataron y crujieron como una caja de botellas. Los ojos de buey, pensó ausente Korolev tocándose las venillas de su sien, son lo primero en estropearse.
El joven Grishkin parecía opinar lo mismo. Sacó un tubo de silicona y comenzó a inspeccionar el sellado alrededor del ojo de buey. Era el asistente del Fontanero y su amigo más cercano.
—Debemos votar ahora —dijo Korolev cansinamente. Once de los veinticuatro tripulantes civiles habían aceptado ir a la reunión, doce si se contaba a sí mismo. Eso dejaba a trece que, o no deseaban arriesgarse, o eran activamente contrarios a la idea de una huelga. Yefremov y los seis hombres de la tripulación artillera subían el número total de no presentes a veinte—. Hemos discutido nuestras peticiones. Todos los que estén a favor de la lista tal como está ahora… —y levantó su mano sana. Otros tres levantaron la suya. Grishkin, ocupado como estaba con el ojo de buey, levantó su pie. Korolev suspiró—. Somos muy pocos teniendo en cuenta cómo se han puesto las cosas. Mejor sería que tuviéramos unanimidad. Oigamos vuestras objeciones.
—El término «custodia militar» —dijo un técnico biólogo llamado Korovkin— puede interpretarse como que los militares y no el criminal Yefremov son los responsables de la situación —el hombre parecía agudamente incómodo—. Estamos de acuerdo, pero, así escrito, no lo firmaremos. Somos miembros del Partido.
Estuvo a punto de decir algo más, pero se quedó callado.
—Mi madre —añadió su mujer muy despacio— era judía.
Korolev asintió pero no dijo nada.
—Todo esto es una locura criminal —dijo Glushko, el botánico. Ni él ni su mujer habían votado—. Esto es una locura. El Kosmogrado está acabado, lo sabemos, y cuanto antes volvamos a casa, mejor. ¿Qué ha sido este lugar sino una prisión? —la falta de gravedad iba en contra del metabolismo humano, y por ello la sangre tendía a congestionarse en su cara y cuello, haciéndole parecer una de sus calabazas experimentales.
—Eres un botánico, Vasili —dijo su mujer duramente—, mientras que yo, como recordarás, soy un piloto de Soyuz. Tu carrera no está en juego.
—¡No apoyaré esta idiotez! —Glushko le dio al mamparo una fuerte patada que lo empujó fuera de la habitación. Su esposa le siguió, quejándose amargamente con ese tono estridente que los miembros de la tripulación sabían que usaban en sus discusiones privadas.
—Cinco desean firmar —dijo Korolev—, de un total de veinticinco miembros de la tripulación civil.
—Seis —dijo Tatjana, la otra piloto de Soyuz, con su pelo oscuro echado para atrás y recogido con una cinta de nailon verde—. Se olvida del Fontanero.
—¡Los globos solares! —gritó Grishkin, señalando hacia la tierra—. ¡Mirad!
El Kosmogrado se encontraba ahora encima de la costa de California; orillas perfiladas, campos de un verde intenso, grandes ciudades en decadencia cuyos nombres sonaban con una extraña magia. Muy por encima de un banco de estratocúmulos, flotaban cinco globos solares, esferasespejo geodésicas, sujetas por cables eléctricos. Éstos globos habían sido un sucedáneo más barato del grandioso plan americano para construir satélites transformadores de energía solar. Ésas cosas funcionaban, supuso Korolev, pues durante una década los había visto multiplicarse.
—¿Y dicen que la gente vive en esas cosas? —el oficial de sistemas Stoiko se había unido a Grishkin en el ojo de buey.
Korolev recordaba la patética lluvia de extraños proyectos americanos para conseguir energía, justo cuando comenzó el Tratado de Mena. Con la Unión Soviética controlando firmemente el abastecimiento mundial de petróleo, los americanos parecían deseosos de probar cualquier cosa. Entonces el accidente de Kansas les habían disuadido de utilizar reactores. Durante más de tres décadas se habían deslizado gradualmente por el aislamiento y el declive industrial. «El espacio», pensó con amargura, «deberían haberlo intentado en el espacio». Nunca entendió la extraña parálisis de la voluntad que parecía haber agarrotado sus brillantes esfuerzos anteriores. O quizás se debía a una falta de imaginación, de visión.
«Veis, americanos», se dijo silenciosamente, «deberíais haber intentado uniros a nosotros, aquí, en el glorioso futuro, aquí, en el Kosmogrado».
—¿Quién querría vivir en algo como eso de ahí? —preguntó Stoiko, dándole una palmada a Grishkin en el hombro, y riendo con la tranquila energía de la desesperación.
—Estáis de broma —dijo Yefremov—, va tenemos suficientes problemas con lo que está pasando.
—No bromeamos, comisario Yefremov, y éstas son nuestras peticiones —los cinco disidentes se habían reunido en el Salyut que el hombre compartía con Valentina, empujándolo hacia el panel del fondo. El panel estaba decorado con una fotografía, meticulosamente retocada con aerógrafo, del primer ministro saludando desde el remolque de un tractor. Korolev sabía con certeza que Valentina estaría ahora con Romanenko en el museo, haciendo que las cintas crujieran. Korolev se preguntó cómo se las arreglaba Romanenko para evitar con tanta regularidad sus turnos de trabajo en la sala de la batería.
Yefremov se encogió de hombros. Miró hacia la lista de peticiones.
—El Fontanero debe permanecer bajo arresto. Son órdenes directas. Y respecto al resto del documento…
—¡Eres culpable de uso de drogas psiquiátricas sin autorización! —gritó Grishkin.
—Eso fue un asunto privado —dijo Yefremov con calma.
—Un acto criminal —dijo Tatjana.
—Piloto Tatjana, ambos sabernos que Grishkin es aquí el pirata de samizdata más activo de la estación. Todos somos criminales, ¿no lo veis? —su repentina y torcida sonrisa resultaba sorprendentemente cínica—. El Kosmogrado no es el Potemkin y vosotros no sois revolucionarios. ¿Y vuestra petición para comunicaros con el mariscal Gubarev? Está bajo arresto en Baikonur. ¿Y vuestra petición para hablar con el ministro de tecnología? El ministro dirige la purga —con un gesto decidido, rompió el papel amarillo en trozos que se esparcieron delicadamente por la ingravidez, como mariposas en un lento vuelo.
Al noveno día de huelga, Korolev se encontró con Grishkin y Stoiko en el Salyut que antes compartían Grishkin y el Fontanero.
Durante cuarenta años, los habitantes del Kosmogrado lucharon en una guerra antiséptica contra los hongos y el mantillo. El polvo, la grasa y el vapor no se posaban en la ausencia de gravedad, y las esporas acechaban por todas partes; en el sellado, en la ropa, en los conductos de ventilación. En la caliente y húmeda atmósfera, como la de un disco Petri, se extendían como manchas de aceite. Ahora había en el aire un seco hedor a podrido, superponiéndose al ominoso tufo a aislante chamuscado.
El sueño de Korolev se rompió por el hueco golpeteo de una nave Soyuz al soltarse. Glushko y su mujer, supuso. Durante las últimas cuarenta y ocho horas, Yefremov había supervisado la evacuación de los miembros de la tripulación que se habían negado a unirse a la huelga. La tripulación artillera se mantenía en la sala de la batería y su anillo de barracones, donde todavía retenían a Nikita el Fontanero.
El Salyut de Grishkin se había convertido en la sede de la huelga. Ninguno se había afeitado y Stoiko había contraído una infección de estafilococos que se extendía por sus antebrazos con ronchas de aspecto preocupante. Rodeados de las sensacionales chicas de calendario sacadas de la televisión americana, parecían un degenerado trío de pornógrafos. Las luces estaban bajas, el Kosmogrado funcionaba a media potencia.
—Conforme esos se van —dijo Stoiko—, nos vamos haciendo más fuertes.
Grishkin farfulló algo. Las aletas de su nariz estaban taponadas con bolas de blanco algodón sanitario. Estaba convencido de que Yefremov intentaría romper la huelga con aerosoles de betacarbonita. Los tapones de la nariz eran justamente un síntoma del nivel general de agotamiento y paranoia. Antes de que la orden de evacuación llegara desde Baikonur, uno de los técnicos había puesto durante horas y horas la obertura 1812 de Tchaikovsky a un volumen atronador. Y Glushko había perseguido a su esposa que, desnuda y magullada, gritaba, subiendo y bajando por todo el Kosmogrado. Stoiko había accedido a las fichas del hombre del KGB y a los informes psiquiátricos. Metros de papel amarillo impreso se arrugaban a lo largo de los corredores, vibrando con la corriente de los ventiladores. Romanenko se las había arreglado para mandar un mensaje desde el anillo de los barracones, diciendo que el Fontanero había intentado ahorcarse en ausencia de gravedad, atándose las bandas elásticas de seguridad a los tobillos y al cuello.
—Pensad en las declaraciones que estarán haciendo allá abajo sobre nosotros —murmuró Grishkin—. Ni siquiera nos juzgarán. Directos a la psikushka —el siniestro mote para los hospitales políticos pareció galvanizar de miedo al muchacho. Korolev tomó con desgana un viscoso pudín de clorella.
Stoiko cortó un trozo de la flotante banda de papel impreso y leyó en voz alta.
—¡Paranoia con tendencia a sobreestimar las ideas! ¡Fantasías revisionistas hostiles al sistema social! —arrugó el papel—. Si pudiera intervenir el módulo de comunicaciones nos podríamos meter en un satélite de comunicaciones americano y echarles encima todo el asunto. ¡Quizás eso le enseñaría a Moscú algo de nuestro grado de hostilidad!
Korolev extrajo una mosca de la fruta enterrada en su pudín de algas. Sus dos pares de alas y su bifurcado tórax eran testimonio mudo de los altos niveles de radiación del Kosmogrado. Los insectos se habían escapado de un experimento ya olvidado, generaciones de ellos habían infestado la estación durante décadas.
—Los americanos no tienen ningún interés en nosotros —dijo Korolev—. Moscú no puede ser ya comprometido por esa clase de revelaciones.
—Excepto cuando se espera el cargamento de grano —dijo Grishkin—. Los americanos necesitan demasiado vender, tanto como nosotros comprar. —Korolev se metió tristemente más cucharadas de clorella en la boca, las masticó mecánicamente y se las tragó y luego respondió:
—Los americanos no podrían alcanzarnos aunque quisieran. Cañaveral está en ruinas.
—Tenemos poco combustible —dijo Stoiko.
—Podemos sacar el de las naves que quedan —dijo Korolev.
—Entonces, ¿cómo diablos volveremos a la Tierra? —los puños de Grishkin temblaron—. Incluso en Siberia hay árboles, árboles. ¡El firmamento! ¡A la mierda con él! ¡Dejemos que se destroce! ¡Dejemos que caiga y arda!
El pudín de Korolev se esparció por el mamparo.
—¡Dios! —dijo Grishkin—. Lo siento, coronel. Sé que usted no puede volver.
Cuando entró al museo, encontró a la piloto Tatjana suspendida frente a ese odioso cuadro del Aterrizaje de Marte, sus pestañas brillantes por las lágrimas. Se las secó cuando él entró.
—¿Sabe, mi coronel, que tienen un busto de usted en Baikonur? En bronce. Solía pasar delante de él cuando iba a clase —sus ojos estaban enrojecidos por la falta de sueño.
—Siempre hay bustos. Los académicos los necesitan —sonrió y le tomó la mano.
—¿Cómo fue ese día? —ella aún contemplaba el cuadro.
—Apenas lo recuerdo. He visto las cintas tan a menudo que ahora las recuerdo en su lugar. Mis recuerdos de Marte son los de cualquier escolar —le sonrió de nuevo—, pero seguro que no se parecía a este cuadro mediocre. Estoy seguro.
—¿Por qué ha acabado todo esto, coronel? ¿Por qué acaba ahora? Cuando era pequeña, lo vi en televisión. Nuestro futuro en el espacio era para siempre.
—Quizás los americanos tenían razón. Los japoneses enviaron máquinas, robots para construir sus fábricas orbitales en lugar de hombres. La minería lunar fracasó para nosotros, pero pensamos que al menos quedaría una estación permanente para alguna clase de investigación… Supongo que tiene que ver con el bolsillo. Con hombres que se sientan en despachos y toman decisiones.
—Entonces, ésta es su decisión final respecto al Kosmogrado —le pasó un trozo de fino papel doblado—. Encontré esta hoja impresa con las órdenes de Moscú para Yefremov. Van a dejar que se precipite fuera de órbita en los próximos tres meses.
Descubrió que ahora era él quien estaba mirando fijamente el cuadro que tanto odiaba.
—Casi ni importa ya —se oyó decir.
Y luego ella se puso a llorar amargamente con su cara hundida en su hombro atrofiado.
—Pero tengo un plan, Tatjana —dijo acariciándole el cabello—, ahora debes escucharme.
Miró la esfera de su viejo Rolex. Estaban sobre Siberia Oriental. Aún recordaba que el reloj se lo había regalado el embajador suizo en un enorme salón con arcadas del Palacio del Gran Kremlin.
Era hora de empezar.
Flotó fuera de su Salyut hacia la esfera de atraque, sacudiéndose la larga tira de papel pijama que intentaba enrollarse en su cabeza.
Todavía podía trabajar rápida y provechosamente con su mano sana. Sonreía mientras liberaba una bombona de oxígeno de sus bandas de anclaje. Agarrándose a un asidero, proyectó la botella con todas sus fuerzas contra la esfera. Rebotó con un fuerte ruido, pero sin dañar nada. Fue tras ella, la recogió y la volvió a lanzar.
Entonces alcanzó la alarma de descompresión.
Los altavoces expulsaron polvo mientras una alarma comenzó a gemir. Disparadas por la alarma, las plataformas de embarque se cerraron de golpe con un susurro hidráulico. A Korolev se le taponaron los oídos. Estornudó y fue otra vez tras la botella.
Las luces subieron a su máxima intensidad, luego parpadearon y se apagaron. Sonrió en la oscuridad, palpando la bombona de acero. Stoiko había provocado el colapso de los sistemas generales. No había sido difícil. Los bancos de memoria estaban ya fragmentados y al borde del colapso, sobrecargados con las emisiones de televisión.
—Se trata de pelear con los puños —murmuró, golpeando la botella contra el muro. Las luces parpadearon tenuemente cuando las baterías de emergencia se activaron.
Su hombro comenzó a dolerle. Aguantándose, continuó golpeando, provocando un estruendo similar al de una explosión. Tenía que salir bien. Debía engañar a Yefremov y a la tripulación artillera.
La rueda manual de una de las compuertas comenzó a girar chirriando. Al final se abrió de golpe y Tatjana le miró tímidamente, con una risita.
—¿Ya está libre el Fontanero? —preguntó, soltando la botella.
—Stoiko y Umansky están discutiendo con el vigilante —golpeó con el puño contra su palma—. Grishkin está preparando las naves.
La siguió por el pasaje hasta la siguiente esfera de atraque. Stoiko estaba ayudando al Fontanero a pasar por la compuerta que iba hacia el anillo de los barracones. El Fontanero estaba descalzo y con la cara pálida bajo un brote de barba descuidada. El meteorólogo Umansky los seguía, arrastrando el cuerpo inerte de un soldado.
—¿Cómo estás, Fontanero?
—Todavía tiemblo. Me estuvieron drogando con Miedo, no con grandes dosis, pero… ¡Pensé que era un reventón de verdad!
Grishkin se deslizó por el Soyuz más próximo a Korolev, cargando con un montón de herramientas y medidores atados por una cuerda de nailon.
—Están todos controlados. El colapso del sistema les ha dejado en automático. He bloqueado todos sus controles remotos con un destornillador, así que no pueden manejarlos desde el control de Tierra. ¿Cómo te va, amigo Nikita? —preguntó al Fontanero—. Irás todo cuesta abajo hasta China central.
El Fontanero pestañeó, estremeciéndose sobresaltado.
—No hablo chino.
Stoiko le pasó un rollo impreso.
—Esto es mandarín fonético: «Quiero desertar. Llévenme a la embajada japonesa más cercana».
El Fontanero soltó una risita y pasó sus dedos por su corta y dura mata de pelo sudoroso.
—¿Y qué pasa con vosotros? —preguntó.
—¿Crees que estamos haciendo todo esto sólo por ti? —mientras Tatjana le hizo una mueca despectiva—. Asegúrate de que el servicio de noticias chinas se hace con el resto del rollo. Cada uno de nosotros tiene una copia. ¡Así haremos ver a todo el mundo lo que la Unión Soviética tiene preparado para el coronel Vasilievich Korolev, el primer hombre en Marte! —y le lanzó un beso al Fontanero.
—¿Qué hacemos con éste, Filipchenko? —preguntó Umansky. Unas pocas gotas oscuras de sangre coagulada flotaron de manera errática cerca de las mejillas del soldado.
—¿Por qué no te llevas a este pobre cabrón contigo? —dijo Korolev.
—Entonces ven conmigo, gilipollas —dijo el Fontanero, agarrando el cinturón de Filipchenko y empujándolo hacia la escotilla del Soyuz—. Yo, Nikita el Fontanero, te voy a hacer el favor de tu vida.
Korolev observó cómo Stoiko y Grishkin sellaban la escotilla de enfrente.
—¿Dónde están Romanenko y Valentina? —preguntó Korolev, comprobando de nuevo su reloj.
—Aquí, mi coronel —dijo Valentina, su pelo rubio flotando alrededor de su cara en la escotilla de otro Soyuz—. Éste ya lo hemos probado —dijo con una risita.
—Ya tendréis tiempo para eso en Tokio —aplaudió Korolev—. Habrá jets de interceptación en Vladivostok y Hanoi en pocos minutos.
El brazo desnudo y musculoso de Romanenko salió y la metió en la nave. Stoiko y Grishkin sellaron la escotilla.
El Kosmogrado sonó con un golpe hueco cuando el Fontanero, con Filipchenko inconsciente, despegó. Otro golpe y los amantes salieron también.
—Acompáñame, amigo Umansky —dijo Stoiko—. ¡Y adiós, mi coronel!
Los dos hombres se fueron por el corredor.
—Iré contigo —dijo Grishkin a Tatjana riéndose—. Después de todo eres piloto.
—No —dijo ella—. Vas solo. Debemos doblar las posibilidades. Estarás en automático. Simplemente, no toques nada del panel.
Korolev la vio ayudar a Grishkin en la esfera de atraque del último Soyuz.
—Te llevaré a bailar, Tatjana —dijo Grishkin—, en Tokio.
Ella selló la escotilla. Otra explosión y Stoiko y Umansky salieron de la esfera de atraque contigua.
—Vete ahora, Tatjana —dijo Korolev—. Date prisa. No quiero que te derriben mientras sobrevuelas aguas internacionales.
—Ahora se queda solo, coronel, solo frente a nuestros enemigos.
—Cuando te vayas, ellos también se irán —dijo él—. Y depende del escándalo que provoquéis para avergonzar al Kremlin el que yo me mantenga vivo aquí.
—¿Y qué debo decirles en Tokio, coronel? ¿Tiene algún mensaje para el mundo?
—Dígales… —y todos los clichés le vinieron a la mente, con tan completa precisión que le hizo querer reírse histéricamente. Un pequeño paso… vinimos en paz… trabajadores del mundo—. Debe decirles que realmente lo necesito —dijo pellizcando su muñeca raquítica— en mis propios huesos.
Ella lo abrazó y se deslizó hacia fuera.
Esperó a solas en la esfera de atraque. El silencio le atacaba los nervios, el colapso del sistema había desactivado los sistemas de ventilación, con cuyo zumbido había vivido durante veinte años. Finalmente escuchó al Soyuz de Tatjana soltarse.
Alguien venía por el corredor. Era Yefremov, moviéndose torpemente en su traje espacial. Korolev sonrió.
Yefremov llevaba su inexpresiva máscara oficial detrás del visor Lexan, pero evitó encontrarse con los ojos de Korolev cuando pasó a su lado. Se dirigía a la sala de batería.
La sirena aullaba la llamada de alerta total de combate.
La escotilla de la sala de batería estaba abierta cuando Korolev la alcanzó. Dentro, los soldados se estaban moviendo a saltos con el inconsciente reflejo de su continuo entrenamiento, ajustándose el cinturón de los asientos de la consola sobre el pecho de sus gruesos trajes.
—¡No lo hagáis! —Korolev flotó dentro de la sala. Se agarró al duro tejido de acordeón del traje de Yefremov. Uno de los aceleradores se encendió con un petardeo en estacatto. Aparecieron dos barras verdes cruzadas en una pantalla de seguimiento con un punto rojo en el centro.
Yefremov se quitó el casco. Con calma y sin cambiar su expresión, apartó la mano de Korolev con el casco.
—Dígales que se detengan —dijo Korolev en un lamento. Las paredes temblaron cuando un rayo salió restallando con el sonido de un látigo—. ¡Tu esposa, Yefremov! ¡Está ahí fuera!
—Largo de aquí, coronel. —Yefremov agarró el hombro artrítico de Korolev y apretó. Korolev gritó—. Fuera de aquí —y un puño enguantado le alcanzó en el pecho. Korolev le golpeó desesperado en el traje espacial mientras lo arrastraban fuera, al corredor—. Ni siquiera yo, coronel, me atrevería a interponerme entre el Ejército Rojo y sus órdenes. —Yefremov ahora parecía enfermo. La máscara había desaparecido—. Buen golpe —dijo—, espere aquí hasta que esto termine.
Entonces el Soyuz de Tatjana chocó con el emplazamiento del láser y el anillo de barracones. Como en un daguerrotipo de medio segundo de cruda luz solar, Korolev vio la sala de la batería arrugarse y comprimirse como una lata de cerveza aplastada por una bota. Vio el torso decapitado de un soldado girando y alejándose de la consola. Vio a Yefremov tratando de hablar, su pelo erizado, pues el vacío succionaba el aire de su traje espacial hacia fuera, por la junta abierta del casco. Dos hileras paralelas de sangre salieron desde las aletas de la nariz de Korolev. Entonces oyó el rugido del aire al escapar, ahogado inmediatamente por un rugido dentro de su cabeza. Lo último que escuchó, antes de que todo sonido se desvaneciera, fue la escotilla cerrándose de golpe.
Cuando se despertó, estaba a oscuras, con una palpitante agonía tras los ojos, y se acordó de las viejas instrucciones. Corría ahora un peligro tan grande como en una fuga provocada por explosión; el nitrógeno burbujearía en la sangre y golpearía con un dolor intenso, al rojo vivo… Sus pulmones lucharían desesperadamente en el vacío. La tensión sanguínea se incrementaría. Sentiría la lengua saliéndose de la boca. Todo esto comenzó a parecerle muy lejano, realmente como una discusión académica. Giró la rueda de la escotilla llevado únicamente por un cierto extraño sentido del deber. La labor era pesada y deseó intensamente volver al museo para dormir.
Podía reparar las fugas con silicona, pero el colapso general del sistema le desbordaba. Le quedaba el jardín de Glushko. Con las verduras y las algas, no se moriría de hambre ni se quedaría sin aire. El módulo de comunicación junto con la sala de batería y el anillo de barracones habían desaparecido arrancados de la estación por el impacto del suicida Soyuz de Tatjana.
Asimiló que la colisión habría alterado la órbita del Kosmogrado, pero no tenía forma de predecir la hora final de su incandescente encuentro con la estratosfera. Durante aquellos días, había estado enfermo con frecuencia y a menudo pensó que moriría antes de la volatilización, lo cual le molestaba.
Dedicó incontables horas a mirar las cintas de la biblioteca del museo. Un trabajo adecuado para el Ultimo Hombre del Espacio, que una vez había sido el Primer Hombre en Marte.
Se obsesionó con el retrato de Gagarin, y puso una y otra vez las imágenes de televisión de los sesenta, las noticias que inexorablemente concluían con la muerte del cosmonauta. El estancado aire del Kosmogrado se poblaba con los espíritus de los mártires; Gagarin, el primer tripulante del Soyuz, los americanos asados vivos en su rechoncho Apolo…
A menudo soñaba con Tatjana, sintiendo la misma mirada en sus ojos que la que había imaginado en los retratos del museo. Y en una ocasión se despertó o soñó que se despertaba en el Soyuz donde ella había dormido, con una linterna atada a su frente, alimentada por una batería, y despertó vestido con su viejo uniforme. Desde una gran distancia, como si estuviera viendo un reportaje en el monitor del museo, se vio a sí mismo arrancarse la Estrella de la Orden de Tsiolkovsky de su pecho y graparla al certificado de piloto de ella.
Cuando oyó aquel golpeteo, pensó que tenía que ser también un sueño.
La rueda de la escotilla del museo giró y se abrió.
En la azulada y parpadeante luz, como de una película vieja, vio que la mujer era negra. Largas trenzas de pelo ensortijado flotaban como cobras alrededor de su cabeza. Llevaba anteojos, una bufanda de seda de aviador retorciéndose tras ella por la ingravidez.
—Andy —dijo en inglés—, será mejor que veas esto.
Un hombre pequeño, musculoso y casi calvo, vestido sólo con una coquilla y un tintineante cinturón de herramientas, apareció flotando detrás de ella y miró.
—¿Está vivo?
—Por supuesto que estoy vivo —dijo Korolev, en un inglés con algo de acento.
El hombre llamado Andy pasó flotando sobre su cabeza.
—¿Jack, estás bien? —su bíceps derecho estaba tatuado con un globo geodésico, despidiendo rayos hacia arriba, y llevaba la leyenda SUNSPARK 15 UTAH—. No esperábamos que hubiera nadie.
—Yo no soy nadie —dijo Korolev pestañeando.
—Hemos venido a vivir aquí —dijo la mujer, acercándose.
—Venimos de los globos. Somos ocupas, supongo que podríamos decirlo así. Oímos que este lugar estaba vacío. ¿Sabes la órbita de caída de esta cosa? —el hombre ejecutó una torpe caída en medio del aire, las herramientas tintineando en su cinturón—. Ésta ingravidez es espantosa.
—Dios —dijo la mujer—. ¡No me puedo acostumbrar! Es maravilloso. Es como saltar desde el cielo, pero sin viento.
Korolev miró al hombre, que tenía el descuidado y rudo aspecto de alguien borracho de libertad desde que nació.
—Pero ni siquiera tienen una lanzadera —dijo él.
—¿Lanzadera? —dijo el hombre riendo—. Lo que vamos a hacer es subir esos motores de propulsión suplementarios por los cables del globo, sujetarlos y encenderlos.
—Eso es una locura —dijo Korolev.
—Hemos llegado hasta aquí, ¿no?
Korolev asintió. Si era un sueño, era uno muy peculiar.
—Soy el coronel Yuri Vasilevich Korolev.
—¡Marte! —la mujer aplaudió—. Espera a que los niños oigan esto.
Atrapó el pequeño modelo de vehículo lunar Lunokhod y comenzó a darle cuerda.
—Eh —dijo el hombre—, tengo trabajo. Tenemos un montón de motores de propulsión ahí fuera. Tenemos que subir esto antes de que empiece a quemarse.
Algo golpeó contra el casco. El Kosmogrado resonó con el impacto.
—Ése debe de ser el Tulsa —dijo Andy, consultando un reloj de pulsera—. Justo a tiempo.
—Pero ¿por qué? —Korolev sacudió su cabeza, profundamente confundido—. ¿Por qué han venido?
—Te lo hemos dicho. Para vivir aquí. Podemos agrandar esta cosa, quizás construir más. Dijeron que nunca podríamos vivir en los globos, pero fuimos los únicos que los hicimos funcionar. Era nuestra oportunidad para llegar aquí, por nuestra cuenta. ¿Quién podría querer vivir aquí por voluntad de un gobierno, por alguna división del ejército o por un grupo de chupatintas? Tienes que desear una frontera, quererla hasta en los huesos, ¿sí?
Korolev sonrió. Y él le devolvió la sonrisa.
—Agarramos esos cables de energía y nos subimos directamente. Y cuando llegas a la cima, bueno, tío, o das el gran salto, o te pudres allí —su voz se elevó— y no miras atrás, ¡no señor! Dimos ese gran salto ¡y aquí estamos!
La mujer volvió a colocar las ruedas de velcro del modelo en la pared curvada y lo soltó. Salió andando por encima de sus cabeza, zumbando alegremente.
—¿No es una monada? A los niños les va a encantar.
Korolev miró a Andy a los ojos. El Kosmogrado volvió a resonar, desplazando el pequeño modelo Lunokhod hacia un nuevo rumbo.
—Los Ángeles Éste —dijo la mujer—. Ése es el de los niños —se sacó los anteojos y Korolev vio sus ojos brillando con una maravillosa locura.
—Bueno —dijo Andy, haciendo sonar su cinturón de herramientas—. ¿Te apetece enseñarnos los alrededores?
[1] Sopa de berza oriental. (N. De los T).