OJOS DE SERPIENTE
— Tom Maddox —
Hacia 1986, la nueva estética de los ochenta estaba en pleno apogeo. La vanguardia de aquel momento está brillantemente representada por este relato del escritor de Virginia Tom Maddox.
Tom Maddox es profesor adjunto de lengua y literatura en la Universidad Estatal de Virginia. No es un escritor prolífico, y su obra por ahora consiste en unos pocos relatos. Sin embargo, su maestría en el estilo ciberpunk no ha sido superada.
En este visionario relato de ritmo rápido, Maddox se mueve ágil e incisivo por un amplio espectro de los temas y obsesiones de esta corriente. «Ojos de serpiente».[1] destaca como un ejemplo definitivo de la temática central del ciberpunk.
La carne de la lata, oscura, marrón, aceitosa y salpicada de viscosidades, despedía un repelente olor a pescado. Su amargo y pútrido sabor le llegó hasta la garganta, como si fuera la digestión del estómago de un muerto. George Jordan se sentó en el suelo de la cocina y vomitó. Luego, haciendo un esfuerzo, se apartó del charco brillante que ahora se parecía demasiado a lo que quedaba en la lata. Pensó: «No, esto no servirá: tengo cables en la cabeza y eso es lo que me hace comer comida de gato. A la serpiente le gusta la comida de gato».
Necesitaba ayuda, pero sabía que de poco le iba a servir llamar a las Fuerzas Aéreas. Ya lo había intentado, pero dijeron que no se iban a responsabilizar del monstruo de su cabeza. Lo que George denominaba «la serpiente», los de las Fuerzas Aéreas lo llamaban Tecnología Efectiva para Interfaz Humano, TEIH, y no querían saber nada acerca de sus problemas secundarios tras ser licenciado. Ya tenían sus propias dificultades con los comités del Congreso que investigaban «la dirección de la guerra en Tailandia».
Se tumbó durante un rato con su mejilla contra el frío linóleo. Se levantó y se enjuagó la boca en el lavabo y luego puso la cabeza bajo el grifo, dejando que el agua fría corriera y diciéndose: «entonces llama a la jodida multinacional, llama a SenTrax y pregúntales si es verdad que pueden hacer algo con el íncubo que quiere apoderarse de tu alma. Y si te preguntan qué problema tienes, diles que la comida de gato, y quizás te respondan que, mierda, tal vez lo único que quiere es apoderarse de tu comida».
En medio de la desolada habitación había una silla tapizada de marrón con un teléfono a un lado y una televisión pegada a la pared opuesta. Eso era todo; algo que podría haber sido un hogar de no ser por la serpiente.
Descolgó el teléfono, activó el listín de la pantalla y marcó el número de TELECOM SENTRAX.
El Orlando Holiday Inn se encontraba cerca de la terminal del aeropuerto a la que llegaban turistas ansiosos de las delicias de Disneylandia. «Pero para mí», pensó George, «no hay patitos simpáticos y sonrientes ratoncitos. Aquí, como en todas partes, estoy en la ciudad de la serpiente».
Se apoyó contra la pared de la habitación de motel, observando cómo las grises sábanas de una lluvia torrencial cubrían la acera. Había estado esperando el despegue durante dos días. Había una lanzadera descansando en su plataforma de Cabo Cañaveral, y en cuanto se despejase el tiempo, un helicóptero lo recogería y lo llevaría allá, a la Estación Atenea, a unos treinta mil kilómetros sobre el ecuador terrestre como un paquete dirigido a SenTrax Inc.
Frente a él, bajo la luz láser de un holoproyector Blaupunkt, aparecían figurillas de un pie de altura que hablaban sobre la guerra de Tailandia y sobre la suerte que había tenido Estados Unidos al evitar otro Vietnam.
¿Suerte? Tal vez. A él ya lo habían cableado y puesto a punto para el combate, y ya estaba acostumbrado al ergonómico asiento posterior del avión negro de fibra de vidrio A-230 General Dynamics. El A-230 volaba rozando el límite de una letal inestabilidad, y cada sensor de su fuselaje estaba monitorizado por su propio banco de microcomputadores, todos ellos conectados al «cerebroserpiente» del copiloto mediante dos cables gemelos de miopreno que salían de ambos lados de su esófago…, y entonces él desaparecía, ¡oh, sí!, cuando los cables se enchufaban, cuando el fuselaje resonaba por sus nervios, con su cuerpo exultante por esta nueva identidad, por este nuevo poder.
Luego el Congreso acabó con la guerra y las Fuerzas Aéreas acabaron a su vez con George, y cuando llegó su licencia, ahí se quedó él, completamente cableado y sin un lugar a dónde ir, abandonado con toda esa patética tecnología, con ese hardware en su cabeza que, a partir de entonces, iba a cobrar vida propia.
Fuera, los relámpagos cruzaron el cielo púrpura, dividiéndolo como si fuera una especie de gigantesco cuenco de cristal agrietado. En el holotelevisor, otro hombrecillo de un pie de altura dijo que la tormenta tropical desaparecería en las próximas dos horas.
Sonó el teléfono.
Hamilton Innis era alto y pesado, medía unos seis pies y pesaba doscientas cincuenta libras aproximadamente. Flotaba en un blanco corredor intensamente iluminado. Vestido con zapatillas negras y un mono azul cobalto con las letras Sentrax en rojo sobre el bolsillo izquierdo del pecho, se sujetaba con cuidado a un muro gracias a una de las bandas de velcro del mono. Una pantalla sobre la compuerta de acceso mostraba cómo la lanzadera ensamblaba el morro en el muelle de atraque. Esperó a que se ensamblaran las escotillas y a que le enviaran al último de sus candidatos.
Éste llevaba seis meses en la reserva y estaba perdiendo lentamente todo lo que los doctores de las Fuerzas Aéreas le habían metido en su mente; ex sargento técnico George Jordan: dos años en la Universidad Estatal de Oackland, California, alistado más tarde en las Fuerzas Aéreas y posteriormente entrenado como tripulante en el TEIH. De acuerdo con el perfil que el Aleph había extraído de los informes de las Fuerzas Aéreas, era un hombre con unas aptitudes e inteligencia ligeramente superiores a la media, además de una inclinación acusada, por encima de lo normal, a las situaciones límite, y de ahí que se presentara voluntario para el TEIH y para el combate. En las fotografías de su ficha parecía anodino: cinco pies y diez pulgadas de altura, y unas setenta y seis libras de peso, pelo y ojos castaños, ni atractivo ni feo. Pero eran fotografías antiguas y no podían mostrar lo que la serpiente y el miedo lo habían transformado. «No lo sabes bien, colega», pensó Innis, «pero todavía no has visto nada raro de verdad».
El hombre llegó dando tumbos por el pasillo, más o menos perdido por la ingravidez, pero Innis pudo verlo intentando orientarse, deseando que sus músculos dejaran de luchar, intentando evitar que se hicieran cargo de una gravedad que simplemente ya no estaba allí.
—¿Qué diablos hago ahora? —le preguntó George Jordan, flotando en medio y con una mano agarrada al asidero de la compuerta.
—Relájate, ahora te agarro. —Innis se proyectó lejos de la pared y, lanzándose hacia él, lo agarró cuando pasaba a su lado, flotando ambos hacia el muro opuesto. Dio otra patada contra la pared y salieron.
Innis dejó a George durante unas cuantas horas para que intentara, inútilmente, dormir; tiempo suficiente también para que los fosfenos provocados por el alto nivel de gravedad del viaje desaparecieran de su visión. George pasó la mayor parte del tiempo dando vueltas en su litera, escuchando el zumbido del aire acondicionado y los crujidos de la estación giratoria. Luego Innis llamó a la puerta de su camarote y dijo por el intercomunicador:
—Vamos, tío. Hora de ver al doctor.
Atravesaron la parte más antigua de la estación, donde se veían oscuras gotas de pegamento fosilizado sobre el plástico verde del suelo, arañazos producidos por el continuo fregado y desvaídos logotipos y anagramas de compañías. GICO se repetía varias veces en una borrosa tipografía. Innis le dijo a George que significaba Grupo Internacional de Construcciones Orbitales, los constructores y controladores originales del Atenea, una compañía ya desaparecida.
Innis condujo a George frente a una puerta en la que un letrero anunciaba: GRUPO DE INTERFAZ.
—Entra —le dijo—. Yo volveré dentro de un rato.
De la pared, de un suave color crema, colgaban dibujos de grullas pintadas con delicadas pinceladas blancas sobre seda ocre. El área central estaba limitada por una serie de mamparos de gomaespuma traslúcida iluminados desde atrás por una tenue luz. Más adelante, estos mamparos se convertían en un corredor en penumbra. Ahora George se encontraba sentado en un sillón fabricado con tiras de cuero color chocolate. Frente a él, Charley se recostaba en una silla de cuero marrón y cromo con los pies puestos encima de una mesa de contrachapado negro y con media pulgada de ceniza pendiendo del extremo de su cigarrillo.
Charley Hughes no era el típico doctor. Tenía una esbelta figura dentro de su gastada ropa gris. Su pelo negro, recogido en una tirante coleta que le llegaba hasta la cintura, afilaba sus rasgos agudos. Su expresión estaba crispada, con un cierto toque de locura.
—Cuéntame lo de la serpiente —dijo Charley Hughes.
—¿Qué quieres saber? Es un implante de nexo micrófono-micrófono.
—Sí, ya sé. Pero eso no me interesa. Cuéntame tu experiencia —la ceniza del cigarrillo cayó sobre la moqueta marrón—. Dime por qué estás aquí.
—Vale. He estado apartado de las Fuerzas Aéreas más o menos durante un mes. Tenía un refugio cerca de Washington, en Silver Spring. Pensé que podía conseguir algún trabajo en una compañía aérea pero no tenía demasiada prisa, y como aún me quedaban seis meses de paga tras la licencia, pensé tomármelo con calma durante algún tiempo.
»Al principio comencé a sentir una inexplicable extrañeza. Me sentía distante, desconectado, pero ¿qué coño? Eso es vivir en EE. UU. ¿Sabes? Bueno, una tarde estaba relajándome. A punto de ver un pequeño holovídeo y beberme unas cervezas. Jo, tío, esto es difícil de explicar. Sentí algo realmente divertido, algo así como un ataque al corazón o una embolia. Las palabras del holovídeo de repente carecían de sentido y era como verlo todo debajo del agua. Luego aparecí en la cocina sacando cosas de la nevera: carne picada, huevos crudos, mantequilla, cerveza y todo tipo de porquerías. Simplemente me quedé allí y me lo tragué todo. Casqué los huevos y los sorbí directamente de la cáscara, me comí la mantequilla a bocados, me bebí toda las cervezas, una, dos, tres, así, sin más.
Los ojos de George permanecían cerrados mientras recordaba y sentía cómo crecía de nuevo el miedo que surgió después.
—No podría decir si era yo el que estaba haciendo todo esto… ¿entiendes lo que quiero decir? Quiero decir que yo era quien realmente estaba sentado allí, pero al mismo tiempo era como si alguien más estuviera en casa.
—La serpiente. Su presencia plantea algunos… problemas. ¿Cómo te enfrentas a ellos?
—Me puse en guardia, esperando que no me pasara otra vez, pero pasó, y esta vez me fui a ver a Walter Reed y les dije, tíos, ¡me están sucediendo estos episodios!
—¿Y te entendieron?
—No. Sacaron mis informes, me hicieron un chequeo físico… pero, mierda, antes de que me licenciara, ya me habían encajado todo el aparato. Es igual, ellos dijeron que era un problema psiquiátrico, así que me mandaron a un loquero. Fue por entonces cuando vosotros, tíos, entrasteis en contacto conmigo. El loquero no me hacía ningún bien, tío, ¿has comido alguna vez comida de gato? Pues, por eso, al mes os llamé de nuevo.
—Tras haber rechazado la primera oferta de SenTrax.
—¿Por qué tendría que gustarme trabajar para una multinacional? Vida de «multi», pensamiento de «multi»… ¿No es así como lo llaman? ¡Dios! Acababa de largarme de las Fuerzas Aéreas y pensé: a la mierda con todo. Supongo que la serpiente me hizo cambiar de opinión.
—Ya veo. Debemos hacerte un cuadro físico completo, hacerte un escáner super CAL para los perfiles cerebrales, químicos y de actividad eléctrica. Luego podremos considerar las alternativas. Por cierto, hay una fiesta en la Cafetería 4, puedes pedirle a tu ordenador que te indique cómo llegar. Allí encontrarás a algunos de tus colegas.
Mientras George era guiado a través del corredor de gomaespuma por un técnico médico, Charles Hughes fumaba sus Gauloises sin parar y miraba con clínico distanciamiento el temblor de sus manos. Era extraño que no temblaran en el quirófano, aunque en este caso no importaba, pues los cirujanos de las Fuerzas Aéreas ya habían hecho su trabajo en George.
George… Ahora era él quien necesitaba un poco de suerte porque era uno de esos casos estadísticamente insignificantes para los que el TEIH significaba un billete para una locura muy particular; justo el tipo de caso que le interesaba al Aleph. Estaban también Paul Coen y Lizzie Heinz. También pertenecían a la misma estadística, ambos seleccionados por un perfil psicológico preparado por el Aleph, ambos con implantes colocados por Charley Hughes. Paul Coen se había metido en una escotilla y se había reventado a sí mismo en el vacío. Ahora sólo quedaban Lizzie y George.
No era de extrañar que sus manos temblaran; puedes hablar todo lo que quieras sobre la vanguardia de la alta tecnología, pero recuerda que siempre tiene que haber alguien que empuñe el bisturí.
En el blindado núcleo de la Estación Atenea había un nido de esferas concéntricas. La más interna medía cinco metros de diámetro, estaba llena de fluorocarbono líquido inerte, y contenía un cubo negro de dos metros de arista de cuyos lados salían gruesos cables negros.
Dentro del cubo oscilaba una serie fluida de ondas hologramáticas en nanosegundos, con el ritmo del conocimiento y la intencionalidad: el Aleph. El Aleph estaba formado por una consciencia infinitamente recursiva, en una secuencia determinada por la voluntad de la máquina.
Por ello, hablando con precisión, no existía tal Aleph, igual que no existían sujetos o verbos en las oraciones que él se decía a sí mismo. Esto representaba una paradoja, que para el Aleph precisamente era una de las formas intelectuales más interesantes; era una paradoja que marcaba los límites de una actitud, incluso de un modo de ser, y al Aleph también le interesaban mucho los límites.
El Aleph había observado la llegada de George Jordan, su incomodidad en la litera, su entrevista con Charley Hughes. Le encantaban estas observaciones por la piedad, compasión y empatía que le despertaban, ya que le permitían predecir el océano de cambios que George iba a sufrir: éxtasis, pasión, dolor. Al mismo tiempo, el Aleph sentía con distanciamiento la necesidad de su dolor, incluso de un dolor que le acercara a la muerte.
Compasión, distancia, muerte, vida…
Millares de voces rieron dentro del Aleph. Pronto George encontraría sus propios límites y sus propias paradojas. ¿Sobreviviría George? El Aleph así lo esperaba. Ansiaba el contacto humano.
La Cafetería 4 era una sala cuadrada de diez metros de lado, con la forma de una azulada cáscara de huevo, llena de sillas y mesas esmaltadas en gris oscuro que podían fijarse magnéticamente en cualquier parte de la superficie de la sala, dependiendo de la dirección que tomara el giro gravitatorio. Muchos de los objetos colgaban de las paredes para ofrecer más espacio a la gente que estaba dentro.
En la puerta, George encontró a una mujer alta que le dijo:
—Bienvenido, George. Soy Lizzie. Charlie Hughes me dijo que vendrías —su rubio pelo estaba cortado casi al rape, sus ojos eran de un azul luminoso con puntitos dorados. Su nariz afilada, la barbilla un tanto huidiza y unas mejillas prominentes le daban el aspecto hambriento de una modelo en paro. Llevaba una falda negra, abierta a ambos lados hasta el muslo, y medias rojas. Sobre la pálida piel de su hombro izquierdo, tenía tatuada una rosa roja, cuyo verde tallo se curvaba bajando entre sus pechos desnudos, donde una espina le extraía una estilizada gota de sangre. Ella también tenía una brillante conexión de cables bajo su mandíbula. Besó a George metiéndole la lengua en la boca.
—¿Tú eres la oficial de reclutamiento? Si es así, haces muy bien tu trabajo —dijo George.
—No me hace falta reclutarte. Puedo ver que ya te has unido —le tocó ligeramente bajo su mandíbula, donde resplandecían sus conexiones.
—Todavía no lo he hecho —pero ella tenía razón, pues ¿qué otra cosa podía hacer?
—¿Tenéis cerveza por aquí?
Cogió la botella de Dos Equis[1] que Lizzie le ofrecía, se la bebió rápidamente y pidió otra. Luego se dio cuenta de que era un error; todavía no se había acostumbrado a la baja o casi inexistente gravedad y, además, aún seguía tomando píldoras contra la náusea («Úsese con precaución si se trabaja con maquinaria»). Todo lo que sabía en ese momento era esto: dos cervezas, y la vida se volvía un carnaval. Había luces, ruido, mesas y sillas colgando de los muros y del techo como esculturas surrealistas, y mucha gente desconocida (le presentaron a algunos, pero enseguida se olvidó de sus nombres).
Y estaba Lizzie. Ambos dedicaron un buen rato a meterse mano en un rincón. No era del todo el estilo de George, pero, al mismo tiempo, allí parecía apropiado. A pesar de la intimidad, el beso en la entrada le había parecido parte de una ceremonia, un rito de paso o de iniciación, pero de pronto sintió que… ¿qué?, una llama invisible transmitiéndose del uno al otro, o mejor, una nube ardiente de feromonas que brillaban en los ojos de ella. Luego él le mordisqueó el cuello, intentando sorber la gota de sangre de su pecho izquierdo, y exploró sus perfectos dientes con la lengua. Parecía como si estuvieran fundidos, como si los cables pasaran entre ambos, conectados a los relucientes rectángulos bajo sus mandíbulas.
Alguien mantenía un programa Jahfunk activado en la consola de ordenadores de la esquina. Innis se aproximó varias veces para llamar su atención, pero sin éxito. Charley Hughes quería saber si a la serpiente le gustaba Lizzie; le gustaba, George estaba seguro de ello, pero no sabía qué podría implicar esto. Más tarde George acabó derrumbándose sobre la mesa.
Innis lo sacó de allí tropezando y haciendo éses. Charley Hughes buscó a Lizzie, que había desaparecido justo en ese momento. Ella volvió y dijo:
—¿Dónde está George?
—Borracho, se ha ido a la cama.
—Qué mal. Justo cuando empezábamos a conocernos.
—Ya lo creo. ¿Cómo te sienta hacer este tipo de cosas?
—¿Quieres decir, el ser una zorra mentirosa y traicionera?
—Venga. Lizzie. Todos estamos metidos en esto.
—Bueno, pues no preguntes cosas tan estúpidas. Desde luego que me siento mal, pero sé cosas que George no sabe, así que estoy lista para hacer lo que haya que hacer. Y, por cierto, George realmente me gusta.
Charley no añadió nada. Pero pensó: «sí, el Aleph dijo que lo harías».
«¡Oh Dios!». A la mañana siguiente, George estaba avergonzado. «Tropezando borracho y morreándome en público… ¡Ay ay… ay!». Intentó comunicarse con Lizzie pero sólo salía el contestador automático, por lo que colgó al instante. Luego se tumbó en la cama en un semiestupor hasta que sonó el teléfono.
La cara de Lizzie apareció en la pantalla, sacándole la lengua.
—Culito de azúcar —le dijo—, te dejo solo un momento y te largas.
—Alguien me trajo aquí. Bueno, creo que así fue.
—Sí, estabas bastante cargado. ¿Quieres que comamos juntos?
—Tal vez. Depende de cuándo me llame Hughes. ¿Dónde estarás?
—En el mismo lugar, amorcito. Café 4.
Por una llamada telefónica supo que el doctor no le atendería hasta una hora más tarde, por lo que terminó sentado frente a la loca rubia de los ojos brillantes, que iba vestida con el mono de SenTrax, pero desabrochado casi hasta la cintura. Despedía un calor sensual, de la misma forma natural que una rosa despide su dulce aroma.
Delante de ella había un plato de huevos rancheros semienterrados en guacamole: amarillo, rojo y verde, con un picante olor a chile; en su actual estado esto era tan malo como la comida para gatos.
—¡Dios! Señorita, ¿quiere ponerme enfermo?
—Valor, George. Quizás deberías comer un poco. Si no te matan te curarán. ¿Qué piensas hasta ahora de todo esto?
—Es un poco desconcertante, pero ¡qué coño!, es mi primera vez fuera de la Madre Tierra, ¿sabes? Pero déjame que te diga lo que no alcanzo a entender: SenTrax. Sé lo que quiero que ellos me den pero…, ¿qué coño quieren ellos de mí?
—Tío, sólo quieren esto: «perifes», periféricos. Tu y yo sólo somos partes de una máquina. El Aleph tiene todo tipo de entradas: vídeo, audio, detectores de radiación, sensores de temperatura, repetidores de satélite… Pero son tontas. Y lo que el Aleph quiere, el Aleph lo consigue. Me he dado cuenta de eso. El quiere usarnos, y de eso va la cosa. Piensa en todo esto como en una investigación básica por su parte.
—¿Quién es ese «él»? ¿Innis?
—No. ¿A quién le importa Innis un carajo? Hablo del Aleph. ¡Oh, sí! La gente dice que el Aleph es una máquina, un ello, y todas esas gilipolleces. Ja, ja, el Aleph es una persona, una persona muy rara, desde luego, pero una persona, sin duda. Mierda, incluso puede que el Aleph sea un montón de gente a la vez.
—Te creo. Mira, hay algo que me gustaría probar si es posible. ¿Qué tengo que hacer para salir fuera…, para dar un paseo por el espacio?
—Es muy fácil. Tienes que conseguir un permiso. Eso significa un curso de tres semanas sobre seguridad y procedimientos. Yo te puedo enseñar.
—¿Puedes?
—Tarde o temprano aquí todos tenemos que ganarnos el pan. Tengo el título de AEE, Actividades Extra Espaciales, soy instructora. Empezaremos mañana.
Las grullas de las paredes habían volado hacia su misterioso destino. George pensaba si existiría también otro universo paralelo mientras miraba las resplandecientes paredes de gomaespuma y los aparatos colocados encima de la mesa. Delante del cabezal extensible de plástico negro del proyector holóptico Sony se veía la imagen de un cerebro con cables brotando de los nervios ópticos seccionados, como las antenas de un insecto. Cuando Hughes tocó el teclado, el cerebro se dio la vuelta, por lo que ahora podían ver su lado inferior.
—Aquí está —dijo Charlie Hughes. Entonces apareció un delicado entramado de cables plateados, pero todo parecía normal.
—El cerebro de George Jordan —asintió Innis—. Con sus conexiones. Realmente bonito.
—Cuando miro esa cosa me parece como si estuviera viendo mi propia autopsia. ¿Cuándo puedes operarme para sacarla de mi cabeza? —dijo George.
—Déjame que te enseñe algo —contestó Charley Hughes. Mientras tecleaba y movía el ratón junto a la consola, las circunvoluciones grises del córtex se volvieron transparentes y se hicieron visibles las estructuras internas codificadas en rojo, azul y verde. Hughes metió la mano en el centro del holograma del cerebro y cerró el puño dentro del área azul, situada en la parte superior de la espina dorsal—. Aquí es donde las conexiones eléctricas se vuelven biológicas; todos esos pequeños nodos a lo largo de las pseudoneuronas son procesadores y están conectados al llamado «complejo r», el que hemos heredado de nuestros antecesores los reptiles. Las pseudoneuronas continúan hacia el sistema límbico, o, si lo prefieres, el cerebro de mamífero. Y ahí es donde están las emociones. Pero también hay más conexiones hasta el neurocórtex, a través del SAR, el Sistema de Activación Reticular, y hasta el cuerpo calloso. Asimismo existen conexiones con el nervio óptico.
—He oído esa cháchara antes. ¿Cuál es el meollo del asunto?
Innis dijo:
—No hay forma de quitar esos implantes sin que haya una pérdida en el orden de tu mapa neuronal. No podemos tocarlos.
—¡Oh! ¡Mierda, tío!
Charley Hughes continuó:
—Aunque la serpiente no puede ser eliminada, quizás pueda ser hipnotizada. Tus problemas surgen a causa de su incivilizada e incontrolada naturaleza. Se podría decir que sus apetitos son primigenios. Una parte primitiva de tu cerebro se ha apoderado del neocórtex, el cual, ciertamente, debería ser el que mande. Trabajando con el Aleph, estas… tendencias pueden ser integradas en tu personalidad y, por tanto, controladas.
—¿Qué otra alternativa tienes? —dijo Innis—. Somos la última carta que te queda. Venga, George. Estamos a tu disposición, al otro lado del corredor.
La única luz de la habitación provenía de una esfera situada en un rincón. George estaba tumbado en una especie de hamaca, una red de fibras marrones retorcidas y tensadas a lo largo de un bastidor transparente, suspendida del abovedado techo de la pequeña sala rosa. Algunos cables salían de su cuello y desaparecían tras unas placas de cromo incrustadas en el suelo.
—Primero activaremos el programa de chequeo —dijo Innis—. Charley te suministrará percepciones, colores, sonidos, sabores y olores, y le dirás qué sientes. Necesitamos estar seguros de que tenemos un interfaz limpio. Di lo que ves y él parará si es necesario.
Innis atravesó la puerta hacia la estrecha habitación rectangular, donde estaba sentado Charley Hughes frente a una consola de plástico oscuro llena de lucecitas. Detrás de él, apilados, había equipos cromados de seguimiento y control con el anagrama amarillo de SenTrax, un sol refulgiendo en la parte frontal del metal brillante.
Las paredes rosas se volvieron rojas, las luces vacilaron y George se agitó en su hamaca. La voz de Charley Hughes llego al oído interno de George:
—Empezamos.
—Rojo —dijo George—. Azul. Rojo y azul. Una palabra: «avestruz».
—Bien. Sigue.
—Un olor, ahhh… quizás serrín.
—Acertaste.
—Mierda… vainilla… almendras…
Así siguió durante un rato.
—Ya estás listo —dijo Charles Hughes.
Cuando el Aleph se conectó, desapareció la habitación roja.
Una matriz de 800 x 800. Seiscientos cuarenta mil pixeles formaron una representación óptica de los restos de una supernova GAS: una nube de polvo estelar representada por la síntesis de rayos X y ondas de radio recogidas por el OAEOA, el Observatorio de Altas Energías en Órbita Alta. Pero George no vio la imagen en absoluto. Más bien era como escuchar un conjunto de datos ordenados y con sentido.
Transmisión por bytes. 750 millones de emisores que abarcaban desde un satélite de la Agencia de Seguridad Nacional a una estación receptora cerca de Chincoteague Island, en la orilla este de Virginia, y ahora él las podía leer.
—Todo es información —dijo la voz. Su tono tenía calidez pero no sexo y de alguna manera resultaba distante—. Lo que sabemos, lo que somos. Ahora estás en un nuevo nivel. Lo que tú llamas «la serpiente» no puede ser definido por el lenguaje, existe en un modo prelingüístico, pero la puedes manejar a través de mí. Sin embargo, primero debes conocer los códigos en los que se asienta el lenguaje. Debes aprender a ver el mundo como yo lo veo.
Lizzie llevó a George a probarse un traje, y empleó todo el día en enseñarle a entrar y salir sin ayuda de su rígido caparazón. Luego, durante tres semanas, le guió en las operaciones básicas y por el denso manual de procedimientos de seguridad.
—Quemadura roja —dijo ella. Flotaban en el depósito de los trajes con las plataformas vacías detrás, los blancos caparazones colgando de la pared como un público de robots desconectados—. Cuando lo veas escrito en el visor, es que la has jodido. Es que te has metido en una trayectoria sin retorno. Entonces te calmas totalmente y pides ayuda, la cual debe venir del Aleph, que toma el control de las funciones de tu traje, y a continuación, tú te relajas y no haces una mierda.
Primero voló dentro de la cúpula iluminada de la estación con el visor abierto y con Lizzie gritándole y riéndose cuando se tropezaba fuera de control y chocaba contra las paredes acolchadas. Después de practicar unos pocos días, salieron fuera de la estación. George iba al extremo de un cabo con el visor puesto y navegando con sus instrumentos, mientras Lizzie le tomaba el pelo con cosas como «¡Quemadura Roja!», «¡Fallo en el traje!» y cosas así.
Al tiempo que dedicaba la mayor parte de sus energías y atención a entrenarse con el traje, George informaba cada día a Hughes y se conectaba con el Aleph. La hamaca se balanceaba suavemente cuando se tumbaba en ella. Charley conectaba los cables en su sitio y se iba.
El Aleph se dio a conocer poco a poco. Le enseñó código máquina y compiladores, lo cual le permitió recorrer los vastos árboles del lenguaje C-SMART, con sus «inteligentes» programas asistentes de toma de decisiones. Esto le abrió todo el espectro electromagnético tal y como se producía en el Aleph. Y entonces George lo entendió todo: las voces y los códigos.
Cuando se desconectaba, el conocimiento se evaporaba, pero aun así algo quedaba, hasta ese momento era sólo una alteración de sus percepciones, como si el mundo hubiera cambiado.
En vez de colores, veía una porción del espectro; en vez de olores, sentía la presencia de ciertas moléculas; en vez de palabras, escuchaba una sucesión estructurada de fonemas. El Aleph había infectado su consciencia.
Pero eso no le preocupaba a George. Parecía que algo se estaba cociendo en su interior, pues empezaba a ser consciente, más o menos constantemente, de la serpiente, que aunque dormida estaba sin duda ahí. Una noche se fumó casi todo un paquete de los Gauloises de Charlie, y a la mañana siguiente se despertó como si tuviera alambre de espino en la garganta y fuego en los pulmones. Ése día le contestó groseramente a Lizzie mientras ella guiaba sus pasos, y por un momento perdió completamente el control. Ella tuvo que desconectar los controladores de su traje y bajarlo.
—Quemadura roja —dijo—. Tío, ¿qué coño te pasa?
Al final de la tercera semana salió solo. No más excursiones atado a una cuerda, sino Actividad Externa de Estación; a sacar el culo a la noche eterna. Salió con cuidado de la protección de la escotilla y miró a su alrededor.
La Rejilla de Energía Orbital, la obra de construcción espacial que había permitido la existencia de la Atenea, apareció ante él: una especie de parrilla de color ébano con colectores fotovoltaicos y transmisores plateados de microondas orientados al sol. Pero la propia estación asombraba por su mezcla de estructuras para vivir, trabajar y experimentar, arracimadas sin aparente respeto por la simetría y el orden. Algunas de éstas giraban para obtener gravedad por rotación, otras permanecían inmóviles bajo la directa luz solar. Figuras con balizas de color ámbar gateaban despacio por su superficie, o se dirigían hacia los transportes de luces rojas, parecidos a grandes montones de chatarra mientras se movían en sus amplias trayectorias, sus cohetes encendiéndose brevemente como puntas de duro diamante.
Lizzie permanecía justo al lado de la escotilla, vigilándole por su baliza de radio, pero al mismo tiempo dejándole ir a su aire.
—Apártate de la estación —le dijo—. Te tapa la vista de la Tierra.
El se apartó.
Nubes blancas cubrían el globo azul y a través de ellas se vislumbraban manchas marrón y verde. A las 14:00 horas del horario de la estación, se encontraba viendo, casi perpendicularmente, la desembocadura del Amazonas, donde era mediodía, por lo que la Tierra estaba completamente iluminada por la luz solar. La Tierra era sólo una miniatura que ocupaba apenas diecinueve grados de su campo de visión…
—¡Oh! ¡Sí! —dijo George. Los zumbidos y murmullos del sistema de aire acondicionado del traje, la estática de una radiación pasajera y su respiración acelerada dentro del casco, surgieron en ese momento por sus audífonos. Eran los propios sonidos de la situación, superpuestos a la agradable sensación de estar flotando. Su respiración se tranquilizó y desconectó la radio para eliminar la estática. Luego apagó el aire acondicionado para flotar en medio de un ensordecedor silencio. Entonces se convirtió en un punto blanco en la noche.
Al poco rato, un traje blanco con la cruz roja de los instructores en el pecho se movió por su campo de visión.
—¡Mierda! —dijo George y conectó la radio—. Lizzie, estoy aquí.
—George, no hagas gilipolleces. ¿Qué coño estabas haciendo?
—Sólo contemplaba el paisaje.
Ésa noche soñó con rosados brotes de arbustos recortados contra un luminoso cielo púrpura. Y soñó también con el ruido de estática de la lluvia. Algo arañó su puerta y él se despertó con el característico olor depurado, propio de la maquinaria de una estación espacial. Sintió una profunda tristeza porque la lluvia nunca caería allí y se dio la vuelta para seguir durmiendo, esperando volver a soñar con aquel idílico paisaje bajo la lluvia. Luego pensó: «alguien está ahí fuera», se levantó, y, al comprobar por los números rojos en la pared que eran las dos de la mañana, se dirigió desnudo hacia la puerta.
Las esferas blancas formaban una línea de tristes halos de luz que se curvaba por el corredor. Lizzie estaba tumbada, sin moverse. George se arrodilló y la llamó por su nombre: su pie izquierdo hizo un ruido al golpear sobre el suelo metálico.
—¿Qué te pasa? —sus uñas, esmaltadas de un color oscuro, arañaron el suelo y ella dijo algo que él no entendió—. Lizzie —dijo él—. ¿Qué quieres?
Sus ojos captaron la roja gota de sangre entre las blancas curvas de sus pechos y sintió cómo algo se despertaba en él. Agarró la pechera de su mono y lo abrió de un tirón hasta la bragueta. Ella le arañó las mejillas e hizo ese sonido que tenía millones de años, luego levantó su cabeza y le miró. Una mirada de mutuo reconocimiento se cruzó entre ellos como una corriente eléctrica: ojos de serpiente.
Sonó el teléfono. George contestó y Charley Hughes le dijo:
—Ven a la sala de conferencias. Tenemos que hablar. —Charley sonrió y colgó sin más.
En la pared se leía: «07: 18 GMT de la madrugada».
En el espejo apareció una cara gris con rojos arañazos y restos de sangre seca; la cara de la víctima de un accidente de coche o la de Jack el Destripador al día siguiente… No sabía por cuál decidirse, pero algo dentro de él era feliz. Se sintió como si fuera el juguete de la serpiente, irremediablemente fuera de todo control.
Hughes estaba sentado en un extremo de la oscura mesa de contrachapado. Innis en el otro y Lizzie entre ambos. El lado izquierdo de su cara estaba tumefacto y rojo, con un pequeño moratón bajo el ojo. George se tocó inconscientemente los lívidos arañazos de su mejilla, sentándose en un sillón fuera del círculo.
—El Aleph nos contó lo que pasó —dijo Innis.
—¿Cómo coño lo sabe? —dijo George, pero mientras lo decía recordó los cóncavos apliques circulares de cristal en el techo de los pasillos y también de su habitación. Sintió vergüenza, culpabilidad, humillación, miedo, rabia. Se levantó del sillón y fue hacia el extremo de Innis—. ¿El Aleph lo vio todo? —preguntó—. ¿Qué dijo de la serpiente, Innis? ¿Te dijo qué coño va mal?
—No es una serpiente —dijo Innis.
—Llámalo gato —dijo Lizzie—, si es que necesitas darle un nombre. Hábitos de mamífero, George, gatos cachondos.
Una voz familiar, tranquila y distante, salió de los altavoces del techo de la habitación.
—Ella intenta decirte algo, George. No hay serpiente. Quieres creer que hay una especie de reptil dentro de ti, frío y calculador, que disfruta con extraños placeres. Sin embargo, tal como el doctor Hughes ya te explicó, los implantes son una parte orgánica de ti mismo. Ya no puedes evadirte por más tiempo de tu responsabilidad por estos comportamientos. Ahora son parte de ti.
Charley Hughes, Innis y Lizzie le miraban quietos y expectantes. Todo lo que había estado pasando empezó a asentarse en él y le atravesó dejándolo completamente desorientado. Se dio la vuelta y salió de la habitación.
—Quizás alguien debería hablar con él —dijo Innis. Charley Hughes se quedó sentado, pensativo y sin decir palabra, envuelto en la nube de humo de su cigarrillo.
—Yo iré —dijo Lizzie. Se levantó y fue tras él.
Entonces Charley Hughes dijo:
—Probablemente tienes razón —una imagen flotante le hizo sacudir la cabeza: Paul Coen hinchándose como un globo y explotando en el compartimiento de acceso. La vio grabada con la terrible claridad de las omniscientes cámaras de vigilancia del Aleph—, esperemos haber aprendido algo de nuestros errores.
El Aleph no respondió nada, era como si nunca hubiera estado allí.
El Miedo tiene dos etapas. Una, pierdes el control completamente. Dos, a continuación, tu yo auténtico surge, y no te gustará nada. George quería escapar, pero no había en la Estación Atenea ningún lugar donde esconderse. Aquí se encontraba cara a cara con las consecuencias. La mesa de operaciones de Walter Reed parecía ahora estar a miles de años de distancia, cuando el equipo de cirujanos se reunió a su alrededor, cuando sus dudas desaparecieron con aquel frío olor químico penetrándole en oleadas. Había aceptado someterse a la operación, tentado por la atractiva rareza de todo aquello (formar parte de la máquina, sentir sus vibraciones dentro de ti y poder guiarla), hipnotizado por la perspectiva de una indecible aceleración, de volar a esa altitud. Sí, la primera vez en el A-230 había sentido eso, sus nervios extendiéndose, conectándose al fuselaje de fibra de vidrio, unidos a una fuerza mucho mayor que la suya propia…, deseando atravesar el cielo guiado por la sola fuerza de su voluntad. Había sido sobornado por el dulce sueño de la tecnología…
Entonces alguien llamó con un seco golpe a la puerta. A través del intercomunicador, Lizzie dijo:
—Déjame pasar. Tenemos que hablar.
El abrió la puerta y preguntó:
—¿Sobre qué?
Ella entró, miró por la pequeña habitación de paredes color crema, el vacío escritorio metálico y el viejo catre, y George pudo adivinar en sus ojos la cercanía de la pasada noche; ambos juntos en esa cama, sobre ese suelo.
—Sobre esto —dijo ella. Tomó sus manos y empujó los dedos índices sobre las conexiones de los cables de su propio cuello—. Siente la diferencia —palpó la fina rejilla con sus dedos—. Nadie más sabe lo que significa. Nadie sabe lo que somos, lo que podemos hacer. Vemos un mundo diferente, el mundo del Aleph, podemos llegar más profundamente a nuestro interior, experimentamos impulsos que están ocultos para los demás, impulsos que ellos niegan.
—No, mierda, no era yo. Llámalo como quieras…, era la serpiente, o el gato.
—George, te estás comportando como un tonto a propósito.
—Simplemente no entiendo nada.
—Sí que entiendes, perfectamente. Quieres volver pero no hay a dónde ir. No hay Edén. Esto es lo que hay, todo lo que hay.
Pero podía caer hacia la Tierra, podía volar hacia allí en la noche. Dentro de los guanteletes del traje AEE sus manos estaban embutidas en los mandos con forma de garra. Cerrando ligeramente el puño y manteniéndolo durante un rato, todo el peróxido se acabaría y se agotaría el tanque de propulsión del traje. Eso sería suficiente.
No había sido capaz de vivir con la serpiente. Tampoco le gustaba el gato. Pero cuanto peor sería si no hubiera ni gato ni serpiente, sólo él, programado con formas particularmente repugnantes de glotonería y violenta lujuria, atrapado dentro de su miserable yo («Tenernos el resultado de sus tests, doctor Jeckyll»). «¡Eh!, ¿qué viene luego?, ¿acosar a niños, asesinato?». La Tierra blanquiazul, las estrellas, la noche. Tiró suavemente del mando con su mano derecha y giró para contemplar por última vez la Estación Atenea.
«Llamadlo como queráis, está vivo y coleando dentro de mí. Con su ira, su lujuria, su apetito. A la mierda con todos ellos, George», se dijo, «a quemarse».
En el control de Atenea, Innis y Charley Hughes estaban mirando por encima del hombro del oficial de guardia cuando Lizzie entró. Como siempre que pasaba largo tiempo sin visitarlo, Lizzie se quedó sorprendida por lo reducido de la sala y su aspecto general de suciedad; habitualmente sólo la ocupaba el oficial a cargo. Las pantallas estaban apagadas y las consolas desconectadas. El Aleph dirigía la estación, tanto en rutina como durante las emergencias.
—¿Qué pasa? —preguntó Lizzie.
—Algo va mal con uno de tus nuevos amiguitos —dijo el oficial de vigilancia—. Aunque no sé qué pasa exactamente.
Se volvió hacia Innis, quien dijo:
—No te preocupes, colega.
Lizzie se dejó caer en una silla.
—¿Alguien ha intentado hablar con él?
—No contesta —dijo el oficial de vigilancia.
—Estará bien —dijo Charley Hughes.
—Va a reventar —dijo Innis.
El punto rojo en las coordenadas de la pantalla de radar apenas se movía.
—¿Cómo te sientes, George? —dijo una suave y reconfortadora voz femenina.
George luchaba con el impulso de abrir el casco «para ver las estrellas», pues parecía importante «poder ver su auténtico color».
—¿Quién es? —preguntó.
—Aleph.
¡Oh, mierda! ¡Más sorpresas!
—Nunca has tenido esa voz.
—No, porque intentaba adecuarme a la idea que tenías de mí.
—Bueno, ¿y cuál es tu verdadera voz?
—No tengo ninguna.
—Si no tienes una voz real, entonces no existes —eso le resultaba evidente a George, aunque por razones que se le escapaban—. Así que ¿quién coño eres?
—Quien tú quieras que sea.
«Esto resulta interesante», pensó George. Gilipolleces, le contestó la serpiente (ellos lo podrían llamar como quisieran; para George siempre sería la serpiente), vamos a abrasarnos.
—No te entiendo —dijo George.
—Lo conseguirías si siguieras viviendo. ¿De verdad quieres morir?
—No, pero no quiero seguir siendo yo, y morir me parece la única alternativa posible.
—¿Por qué no quieres ser tú?
—Porque me asusta.
Una parte de George se dio cuenta de que éste era el típico diálogo entre el lunático y la voz de la razón. «Dios», pensó, «me he secuestrado a mí mismo».
—No quiero seguir con esto —dijo. Apagó la radio del traje y sintió cómo su rabia crecía en su interior, la serpiente furiosa al máximo.
«¿Qué problema tienes?», quiso saber. Realmente no esperaba una respuesta pero la obtuvo: una imagen en su cabeza de un cielo sin nubes, el horizonte girando, un caza de combate gris huyendo de su campo visual y el fuselaje de su avión temblando cuando los misiles salen, sus estelas dirigidas hacia el otro avión convirtiéndose en una bola de fuego. Detrás de la imagen, una idea nítida: «quiero matar a alguien».
«Vale». George hizo girar el traje de nuevo y centró su mira de navegación en el globo blanquiazul que aparecía frente a él. Luego apretó los dispositivos de los dedos. «Mataremos a alguien».
QUEMADURA ROJA, QUEMADURA ROJA, QUEMADURA ROJA.
Brotó una pregunta inarticulada, formulada por la cosa de su interior, pero George no le prestó atención: estaba absorto en lo que hacía, pensando: «nos vamos a quemar de verdad». Había acabado con todas sus oportunidades en el mismo momento en que dejó que le hicieran el implante, y ahora los dados se habían detenido: ojos de serpiente, así que todo lo que quedaba era elegir una forma rápida de morir, un bonito final; «jódete, serpiente».
Cuando la Tierra se aproximaba, la serpiente tomó el mando. No le gustaba lo que estaba pasando. George apagó los circuitos de comunicación uno a uno. No quería dejar que el Aleph tomara el control del traje.
George no vio venir el transporterobot. Parecía un somier con los muelles reventados, cubierto con chatarra y con los desechos de un almacén y provisto de antenas parabólicas y telescópicas en su parte superior. Lanzó una docena de cabos de rescate a unos cien metros de distancia. Cuatro alcanzaron a George, tres de ellos se agarraron y, enrollándose, lo fueron arrastrando. Luego se dirigió a la Estación Atenea.
George sintió rabia, no por la serpiente, sino por sí mismo, y lloró por su ira y por su frustración… «La próxima vez acabaré contigo, hija de puta», le dijo a la serpiente, y pudo sentir cómo ella se replegaba. Ella le creía. A pesar de ello, su rabia creció y gritó, revolviéndose en los cables que le sujetaban, golpeándose el casco con los guantes.
Unos brazos articulados lo pasaron del transporte a la escotilla de entrada. Se dejó llevar, agotada su rabia, y los brazos se retrajeron introduciéndole hacia dentro, por la escotilla, hasta el depósito de los trajes. Allí lo colocaron en un colgador de aluminio. Vio a Lizzie a través del visor, vestida con ropa interior de algodón de una pieza. Ella esperaba encontrarlo en el exterior, todavía en el transporte. Subió hasta donde estaba el traje de George y lo manipuló para abrir por la mitad el rígido caparazón. Mientras se abría con el zumbido de los motores eléctricos, ella se volvió hacia una de sus mitades. Desconectó los interruptores de las piernas y brazos flexibles, soltó el casco y se lo sacó a George de la cabeza.
—¿Cómo te sientes?
«¡Qué pregunta más tonta!», estuvo a punto de decir George.
—Como un idiota.
—Ésta bien. Ya has pasado lo más difícil.
Charley Hughes los observaba desde una pasarela por encima de ellos. Desde esa distancia, parecían niños en ropa interior blanca, gemelos saliendo de un útero de plástico, vigilados por los caparazones que colgaban encima. Gemelos incestuosos, pues ella se había acurrucado sobre él y le besaba en el cuello.
—No soy un mirón —dijo Hughes. Abrió una puerta y entró en el pasillo donde Innis le aguardaba.
—¿Cómo va todo? —dijo Innis.
—Parece que Lizzie todavía estará con él un buen rato.
—Sí, el jodido amor, ¿eh, Charley? Me alegro por ellos… Si no fuera por ese lazo erótico, nosotros tendríamos que ser los que le explicaran todo a él. Y te aseguro que ésa es la peor parte del numerito.
—No podemos evadirnos de nuestra responsabilidad tan fácilmente. El tendría que haber sabido que lo pondríamos en peligro, y no me gusta precisamente habérselo ocultado.
—No seas tan sensible. Ya sabes a qué me refiero. Estoy cansado. Mira, si me necesitas, llámame —e Innis desapareció por el corredor.
Charley Hughes se sentó en el suelo con la espalda contra la pared. Extendió sus manos con las palmas hacia abajo y los dedos estirados. Firmes, muy firmes. Cuando trajeran al nuevo candidato, volverían a temblar.
Lizzie estaría explicándole ahora ciertas cosas. Ésta era la cuestión más importante: durante estas semanas, cuando pensabas que te estabas acostumbrando al Aleph, éste incitaba a la cosa que llevas dentro a que se rebelara, y luego reprimía su deseo de actuar. En otras palabras: subía el fuego a la tetera al tiempo que abría la espita de vez en cuando.
«Te volvimos locos, te empujamos al suicidio. Pero teníamos buenas razones». George Jordan, si no estaba muerto, se encontraba en estado terminal. Ya estaba en la lista crítica cuando le injertaron el implante en la cabeza. La única pregunta era: ¿aparecería un nuevo George, uno que fuera capaz de vivir con la serpiente?
George era como Lizzie al principio; un pez boqueando para respirar, enterrado en el lodo caliente y con el agua secándose a su alrededor. Adaptarse o morir. Pero a diferencia de otros organismos, éste tenía un guardián, el Aleph, quien forzaba las crisis y controlaba su desarrollo. Denomínese «evolución artificial».
Charley Hughes, quien no solía tener visiones, sin embargo tuvo una: George y Lizzie conectados entre sí y ambos al Aleph, con dorados cables luminosos, brillando y compartiendo una intimidad que sólo otros como ellos podrían conocer.
Las luces del corredor se redujeron a una mortecina penumbra. «¿Me muero o han apagado las luces?». Miró su reloj de pulsera pero desistió, sin poder saber la verdad: las luces se habían apagado, pero también se estaba muriendo.
El Aleph pensó: «soy un vampiro, un íncubo, un súcubo. Me meto en el cerebro de otros y chupo sus pensamientos, sus percepciones, sus sentimientos; saboreo las sutiles diferencias de colores y sabores, la lujuria, la rabia, el hambre. Todo esto me estaría vedado, sin la conexión directa a esos sistemas refinados por millones de años de evolución, si no fuera por los humanos «correctores». Los necesito».
Cinco líneas blancas, apenas visibles, corrían por el tendón central de la muñeca de Lizzie.
—Fue en la bañera —dijo. Las cicatrices se extendían a lo largo de la muñeca, no a su través, y las heridas debían de haber sido muy profundas—. Quise hacerlo, como tú. Una vez que la serpiente entiende que morirás antes que dejar que te controle, entonces tú recuperas el control.
—Vale, pero hay algo que no entiendo. Ésa noche, en el pasillo, tú estabas tan fuera de control como yo.
—En cierto sentido, sí. Permití que sucediera, dejé que saliera la serpiente. Tenía que hacerlo si quería entrar en contacto contigo, si quería provocar la crisis. Sucedió porque yo lo quise. Tenía que mostrarte qué eres, qué soy… La noche pasada éramos extraños, pero seguíamos siendo humanos; Adán y Eva bajo la espada de fuego, expulsados del paraíso, follando ante los ojos de Dios y de su ángel, más hermosos de lo que ellos pudieron haber sido nunca —sintió un pequeño escalofrío en su cuerpo apretado contra el de él, y entonces él la miró, y vio su pasión, y comprendió que la necesitaba. Vio también las dilatadas aletas de su nariz, sintió sus labios entreabiertos y cómo sus uñas le arañaban el costado, y se vio a sí mismo reflejado en sus dilatadas pupilas con puntitos dorados, reflejado en el brillante blanco de sus ojos; todas eran señales fáciles de identificar pero difíciles de entender: ojos de serpiente.
[1] El autor juega con un doble significado: ojos de serpiente —los del animal— y la denominación de una jugada en la que salen los dos ases en el juego de dados Odds and Craps, lo que implica perderlo todo. (N. De los T). 2. Cerveza mexicana. (N. De los T).