PETRA

— Greg Bear —

Greg Bear vendió su primer cuento corto en 1966, cuando tenía quince años. Se puso en forma entre finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando un aluvión de cuentos y novelas lo convirtieron en un escritor que había que seguir de cerca.

El trabajo de Bear está profundamente enraizado en la mejor tradición intelectual de la ciencia ficción. Escritor prolífico y a la vez disciplinado, premia por encima de todo el rigor especulativo y el respeto por los hechos científicos. Ésta actitud lo liga a la ciencia ficción dura tradicional, a pesar de su muy alabado trabajo de fantasy [1].

A medida que su carrera avanzaba, comenzó a destacar con fuerza su gran capacidad imaginativa, logrando un impacto aún mayor gracias al disciplinado oficio que había aprendido anteriormente. Ésta combinación ha producido una ciencia ficción dura genuinamente radical, de un poder visionario excepcional, demostrado en novelas ampliamente alabadas como Blood Music o Eon.

El relato que viene a continuación, publicado a principios de 1982, marcó el salto cuántico de Bear, desde los límites de las concepciones tradicionales hasta un nuevo y vertiginoso espacio. Con el directo y detallado desarrollo de una idea genuinamente fantástica, este relato muestra lo mejor de la técnica de Bear.

«Dios ha muerto, Dios ha muerto.»… «¡Perdición! Cuando Dios muera, lo sabrás».

Confesiones de San Argentino

Soy un feo hijo de piedra y carne, no se puede negar. No recuerdo a mi madre. Es posible que me abandonara al poco de nacer. Es más que probable que esté muerta. A mi padre, una cosa picuda y de media ala, si es que se parece a su hijo, no lo he visto nunca.

¿Por qué un desgraciado así ha de aspirar a convertirse en historiador? Creo que puedo remontarme al momento en que hice esta elección. Se halla entre mis recuerdos más tempranos, y por lo tanto debe de haber ocurrido hace unos treinta años, aunque no estoy seguro de cuántos viví antes de este momento, años ahora perdidos para mí. Estaba en cuclillas tras las gruesas y polvorientas cortinas de un vestíbulo escuchando a un sacerdote instruir a otros novicios, todos de carne pura, sobre Mortdieu. Sus palabras aún permanecen vivas en mí.

—Hasta donde yo pueda alcanzar —dijo—, mortdieu acaeció hace setenta y siete años. Algunos estudiosos niegan que la magia reinara en el mundo, pero pocos niegan que Dios, como tal, había muerto.

Sin lugar a dudas, eso es decirlo suavemente. Todos los pilares de nuestro gran universo se derrumbaron, el eje se movió, las puertas cósmicas se cerraron y las reglas de la existencia perdieron sus cimientos. El sacerdote prosiguió, con tono mesurado y respetuoso, la descripción de tal época.

—Tengo oído de sabios que hablaban sobre un lento declive. Donde el pensamiento humano poseía fortaleza, la violenta sacudida de la realidad se redujo a un temblor. Donde el pensamiento era débil, la realidad desaparecía por completo, tragada por el caos. Cada espejismo se volvió tan real como la materia sólida —su voz tembló emocionada—. Un dolor cegador, la sangre encendiéndose en nuestras venas, los huesos rompiéndose y la carne convirtiéndose en polvo. El acero fluyendo como líquido. Ámbar lloviendo del cielo.

Multitudes reunidas en calles que ya no seguían mapa alguno, si es que los mapas no habían cambiado por sí solos. No sabían qué hacer. Sus débiles mentes, incapaces de aferrarse a…

Para empezar, la mayoría de los humanos, así lo entiendo, eran sin duda demasiado irracionales. Muchas naciones se desvanecieron o se volvieron torbellinos incomprensibles de miseria y depravación. Se dice que ciertas universidades, bibliotecas y museos sobrevivieron, pero en la actualidad tenemos poco contacto con ellos.

Pienso a menudo en esas pobres víctimas de los primeros días de Mortdieu. Sabían de un mundo con cierta estabilidad; nosotros nos hemos adaptado desde entonces. Se asombraron de las ciudades que se volvieron bosques, de las pesadillas que se hicieron realidad ante sus ojos. Osadas cornejas se asentaron en las ramas de árboles que otrora fueron edificios, los cerdos corrían por las calles sobre sus patas traseras… y sucesos similares. (El sacerdote no animaba a la contemplación de las rarezas. «La excitación», así decía, «alienta más monstruos todavía»).

Nuestra catedral sobrevivió. La racionalidad en el vecindario, en cambio, se había debilitado unos siglos antes de Mortdieu, y únicamente la había reemplazado una suerte de fórmula. La catedral sufría. Los supervivientes, los clérigos y los empleados, devotos a la busca de un santuario, tuvieron infelices visiones, tuvieron sueños desgraciados. Vieron cobrar vida a los ornamentos de piedra de la catedral. Con alguien a quien ver y creer, en un universo desprovisto de otro fundamento, mis antepasados se desprendieron de la piedra y se transformaron en carne. Siglos de celibato espiritual pesaban sobre ellos. Cuarenta y nueve monjas que se habían procurado refugio en la catedral fueron descubiertas, y además no eran completamente aborrecibles, por lo que circulan algunas versiones indecentes del relato. Mortdieu provocó un imprevisible efecto afrodisíaco entre los fieles, y la copulación tuvo lugar.

No se ha definido el período de gestación, porque en aquella época la gran rueda de piedra no se había puesto en movimiento, hacia delante y hacia atrás, para contar las horas. Ni nadie había recibido la silla de Kronos para vigilar la rueda, y proveer así las reglas para la actividad cotidiana.

Pero la carne no rechazó la piedra, y vinieron al ser los hijos e hijas de carne y piedra, entre los que me cuento. Todos aquellos que fornicaron con las figuras inhumanas parieron jóvenes monstruosos, bien para criarlos, bien para rechazarlos hacia los escondidos rincones de más arriba. Aquéllos que aceptaron el abrazo de los santos de piedra y de otras estatuas con forma humana sufrieron menos, pero aun así, fueron desterrados a los lugares más altos. Se erigió un andamio de madera, dividiendo la gran nave en dos pisos. Una carpa se tendió sobre el andamio, a fin de prevenir la caída de desperdicios, y en el segundo piso de la catedral, los retoños más humanos de carne y piedra se dispusieron a crear una nueva vida.

He intentado durante mucho tiempo descubrir cómo renació en el mundo algo similar al orden. La leyenda dice que fue el arquiexistencialista Jansard, crucificador del amadísimo San Argentino, quien, percibiendo y arrepintiéndose de su error, descubrió que la mente y el pensamiento podían aquietar el espumoso océano de la realidad.

El sacerdote concluyó su lección, abreviada en demasía, deteniéndose someramente en este punto.

—Con la clausura de la vigilante mirada de Dios, la humanidad tuvo que buscar y asirse al tejido de un mundo que se deshilachaba. Aquéllos que permanecían con vida, aquellos que tuvieron la sabiduría suficiente para evitar que sus cuerpos se desmembraran, se transformaron en la única fuerza cohesiva en el caos.

Había aprendido suficientes palabras para entender lo que decía; mi memoria era buena, todavía lo es, y nació en mí la curiosidad por saber más.

Deslizándome por los muros de piedra, tras las cortinas, escuché a otros sacerdotes y monjas entonar las escrituras para los rebaños de niños de carne. Esto ocurría en el piso de abajo y me encontraba en grave peligro, pues las gentes de carne consideran abominaciones a los de mi estirpe.

Logré robar un salterio y aprendí a leer. Robé otros libros también. Éstos describían mi mundo, al permitirme compararlo con otros. Al principio no podía creer que otros mundos hubieran existido jamás. Todavía albergo dudas. Puedo asomarme al pequeño ventanuco redondo, a un lado de mi habitación, y contemplar el gran bosque y el río que rodean la catedral, pero no puedo ver nada más. De modo que mi experiencia de otros mundos está muy lejos de ser directa.

No importa. Leo mucho, pero no soy un académico. Lo que me ocupa es la historia reciente, el último apartado de esa hora germinal de la que hablaba el sacerdote. Desde lo metafísico a lo íntimamente personal.

Soy pequeño, apenas tres pies de alto, pero puedo correr con rapidez a través de casi todos los pasadizos secretos. Esto me permite observar sin llamar la atención. Puede que sea el único historiador de todo el sector. Otros que reclaman para sí este oficio ignoran lo que está delante de sus ojos, pues buscan las verdades últimas, o al menos las Grandes Perspectivas. Por eso, si preferís la historia donde el historiador no está implicado, buscadla en otros. Siendo objetivo, tanto como puedo, tengo mis temas favoritos…

En la época en la que mi historia comienza, los niños de carne y piedra buscaban aún al Cristo de Piedra. Aquéllos de nosotros nacidos de la unión de la piedra de santos y gárgolas con las monjas desnudadas creíamos que nuestra salvación se encontraba en el gran célibe de piedra, quien había venido a la vida con todas las demás estatuas.

De menor importancia era la relación secreta entre la hija del obispo y un joven de piedra y carne. Tales relaciones estaban prohibidas incluso entre los de carne pura. Y como esos dos amantes no estaban casados, su pecaminosa relación me intrigaba.

Su nombre era Constantia, y tenía catorce años, miembros esbeltos, el pelo oscuro y el pecho maduro. Sus ojos reflejaban la estulta suerte de la existencia divina, propia de las niñas de tal edad. El nombre de él era Corvus, y tenía quince años. No recuerdo con exactitud sus rasgos, pero era lo suficientemente bello y diestro; podía trepar por el andamio casi tan rápidamente como yo. Primero los espié mientras hablaban, durante uno de mis frecuentes pillajes en el depósito para robar otro libro. Se hallaban entre las sombras, pero mis ojos son agudos.

Hablaban quedamente y con desasosiego. Mi corazón sufrió al verlos y al pensar en su tragedia, pues sabía sin duda que Corvus no era de carne pura y que Constantia era la hija del mismísimo obispo. Imaginé al viejo tirano aplicando el castigo acostumbrado a Corvus, por quebrar las reglas de los pisos y de la moralidad. Pero su hablar era de una dulzura tal que casi ocultaba el hedor a cerrado de la nave inferior.

—¿Has besado antes a un hombre?

—Sí.

—¿A quién?

—A mi hermano.

—¿Y a quién más? —su voz era cortante, parecía decir: «mataría a tu hermano».

—A un amigo llamado Jules.

—¿Dónde está ése?

—¡Oh!, desapareció durante una expedición para traer leña.

—¡Oh! —y él la besó nuevamente. Soy un historiador, no un mirón, por lo que discretamente ocultaré el florecer de su pasión. Si Corvus hubiera tenido algo de sentido común, habría celebrado su conquista y nunca habría vuelto. Pero estaba atrapado y continuó viéndola, a pesar de los riesgos. Eso significaba lealtad, amor, fidelidad, y era raro, y me fascinó.

Hoy he estado tomando el sol, ha sido un día hermoso, y he estado mirando por encima de los contrafuertes. La catedral semeja a un lagarto de vientre colgante, y los contrafuertes son sus patas. Hay algunas casas pequeñas en la base de cada contrafuerte, donde asomaban los desagües con cara de dragón por encima de los árboles (o de la ciudad, o de lo que quiera que sea que una vez estuvo debajo). Ahora las gentes viven allí. No siempre fue así, hubo un tiempo en el que el sol estaba prohibido. A Corvus y Constantia se les había negado el sol desde la infancia, y por eso, incluso en los albores de su juventud, estaban pálidos y sucios por el humo de velas y palmatorias. La mayor cantidad de sol que uno podía recibir era gracias a las expediciones para traer leña.

Tras espiar uno de los encuentros clandestinos de los jóvenes amantes, medité en un oscuro rincón durante una hora, y luego fui a visitar al Apóstol Tomás, un gigante de cobre. El era el único con forma humana que vivía en lo alto de la catedral. Portaba una regla donde estaba grabado su verdadero nombre, pues había sido fundido por Viollet-le-Duc, el arquitecto que había restaurado la catedral en tiempos pretéritos. Conocía la catedral mejor que nadie y yo le admiraba enormemente. La mayoría de los monstruos lo dejaban en paz, por miedo, si no por otros motivos. Era enorme, negro como la noche, pero cubierto de óxido verde, su rostro absorto en un eterno pensar. Se sentaba en su acostumbrado habitáculo de madera cerca de la base del chapitel, no a los escasos veinte pies del lugar en el que esto escribo, y meditaba sobre tiempos que ninguno de nosotros conoció nunca. Tiempos de alegría y amor ya idos, aventurarían algunos, o sobre el peso que caía sobre él, dirían otros, pues ahora que la catedral había devenido en el centro de este mundo en caos.

El fue el gigante que me eligió de entre la fea chusma, cuando me vio con el salterio. Me animó en mis esfuerzos por leer.

—Tus ojos brillan —me dijo—. Te mueves como si tuvieras una inteligencia despierta, y te mantienes limpio y seco. No eres vano como las gárgolas, tienes sustancia. Por amor a todos nosotros, úsala y aprende los caminos de la catedral.

Y así lo hice.

Me miró cuando me aproximaba. Me senté en una caja, a sus pies, y dije:

—Una hija de carne se ve con un hijo de piedra y carne.

Encogió sus enormes hombros.

—Así ocurrirá en algunas ocasiones.

—Así pues, ¿no es pecado?

—Es algo tan monstruoso que sobrepasa el pecado y se vuelve necesidad —dijo—. Ocurrirá más frecuentemente así pase el tiempo.

—Están enamorados, creo, o lo estarán —y él asintió.

—El Otro y yo fuimos los únicos que nos abstuvimos de fornicar la noche de Mortdieu —dijo—. Yo soy el único capaz de juzgar, aparte del Otro —aguardé a que juzgara, pero suspiró y me dio unas palmadas en el hombro—. Y nunca juzgo, mi feo amigo. ¿Cierto?

—Cierto —contesté.

—Así que, déjame solo con mi tristeza —parpadeó—. Y ojalá consigan todavía más poder.

El obispo de la catedral era un anciano. Se decía que no era obispo antes de Mortdieu, sino un vagabundo que llegó durante el caos, antes de que el bosque tomara el lugar de la ciudad. Él mismo se autoproclamó la cabeza rectora de esta sección del antiguo dominio de Dios, diciendo que así había sido dispuesto para él.

Era de corta estatura, entrado en carnes, con enormes y peludos brazos como las pinzas de una tenaza. Una vez mató a una gárgola con el simple apretón de su puño, y las gárgolas son seres duros, puesto que no tienen tripas como tú (supongo) y como yo. El pelo que rodeaba su calva era blanco, espeso y enmarañado, y sus cejas se inclinaban hacia su nariz con maravillosa flexibilidad. Entraba en celo como los cerdos, comía abundantemente y defecaba líquido (lo sé todo). Un hombre de su tiempo, si es que alguna vez hubo alguno.

Suyo era el decreto por el que aquellos de carne impura debían ser apartados y aquellos otros que no tuvieran forma humana, matados en cuanto se les viera.

Cuando volvía de la cámara del gigante, vi que la nave inferior estaba alborotada. Habían descubierto a alguien subiendo por el andamio, y habían mandado tropas para derribarlo. Por supuesto, se trataba de Corvus. Yo era un escalador más ágil que él y conocía las vigas mejor, por lo que, cuando se halló atrapado en un aparente callejón sin salida, fui yo quien le hice un gesto desde las sombras y le indiqué un agujero lo suficientemente holgado para que escapara. Lo atravesó sin detenerse un segundo a darme las gracias, pero la etiqueta nunca me ha parecido importante. Atravesé el muro de piedra por un nicho del tamaño de unos pocos palmos, y repté hasta el fondo, para ver qué más sucedía. La excitación era inusual.

Corrió el rumor de que una figura había sido vista con una joven, pero el gentío no sabía quién era. Hombres y mujeres entremezclados en la humeante luz, entre las hileras de chozas, hablaban alegremente. Las castraciones y ejecuciones eran de las pocas diversiones que había por entonces. Yo también las apreciaba, pero apreciaba más aún a las potenciales víctimas de ahora, y esto me preocupaba.

La inquietud y el interés hicieron aflorar lo mejor de mí. Me deslicé por un agujero sin reparar y caí a un lado del callejón, entre el muro exterior y las chozas. Un grupo de sucios crios me descubrió.

—¡Ahí está! —aullaron—. ¡No ha huido!

Las enmascaradas tropas del obispo pueden pasar libremente por todos los niveles. Casi estaba acorralado, y cuando intenté una ruta de escape, me esperaron en un lugar estratégico de la escalera, de la cual había de subir su siguiente tramo hasta arriba, y me forzaron a retroceder. Me enorgullecía de conocer la catedral desde el sótano a los cimientos, pero entonces caí de mala manera y llegué a un túnel que nunca antes había visto. Conducía hacia abajo, hacia un ancho muro de los cimientos. Estaba a salvo, por el momento, pero temeroso de que tal vez encontraran mi despensa de comida y envenenaran mis recipientes de agua. Aun así, nada podía hacerse hasta que se fueran, por lo que decidí pasar esas angustiosas horas explorando el túnel.

La catedral es una fuente de continuas sorpresas. Ahora comprendo que no conocía ni la mitad de lo que ofrecía. Siempre hay nuevos caminos para ir de acá para allá (algunos creados, lo sospecho, cuando nadie mira) y algunas veces, incluso, nuevos lugares que descubrir. Mientras las tropas husmeaban desde arriba en el agujero, cerca de la escalera, donde sólo un niño de dos o tres años podría entrar, seguí un tramo de toscos escalones tallados en la piedra. El agua y el limo hacían el pasaje resbaladizo y dificultoso. Por un momento, me encontré en una tiniebla más profunda de lo que nunca había sospechado ver, una oscuridad más profunda que lo que la mera ausencia de luz explicaría. Luego, abajo, vi un tenue resplandor amarillento. Con más cautela, aminoré el paso y continué en silencio. Tras una roñosa y rudimentaria puerta metálica, puse mi pie en una estancia iluminada. Despedía olor a piedra desmoronándose, un penetrante aroma a agua mineral, a limo, y al hedor de una gárgola muerta. La bestia, muerta hacía varios meses, estaba tumbada en el suelo de una estrecha cámara, pero todavía apestaba. Ya he mencionado antes que las gárgolas son muy difíciles de matar, y ésta había sido asesinada. Tres velas recién encendidas se encontraban en hornacinas alrededor de la cámara, titilando a cansa de una ligera corriente proveniente de arriba. A pesar de mis temores, crucé el suelo de piedra, tomé una vela e inspeccioné la siguiente sección del túnel.

Descendí durante una docena de pasos, y acabé ante otra puerta metálica. Allí fue donde detecté un olor que nunca antes había experimentado, el olor de la más pura de las piedras, algo así como un raro jade o una piedra virgen. Un sentimiento tal de ligereza se me subió a la cabeza que casi me eché a reír, pero era demasiado precavido para ello. Tiré de la puerta y un soplo del aire más fresco y dulce me recibió, como el soplo de la tumba de un santo, cuyo cuerpo no sólo no se corrompe, sino que milagrosamente aleja y expulsa la corrupción a los sótanos de la nada. Mi pico se abrió de asombro. La luz de la vela se proyectó, a través de la oscuridad, contra una figura que en un principio tomé por un niño. Pero pronto cambié de opinión. La figura tenía varias edades al mismo tiempo. Parpadeé y se convirtió en un hombre de unos treinta años, bien formado, con una alta frente y elegantes manos, pálido como el hielo. Sus ojos miraban el muro que había detrás de mí. Hice una reverencia sobre una rodilla y toqué el suelo con mi frente, de la mejor manera que una fría piedra puede hacer, con las puntas de mis medias alas temblando.

—Perdonadme, Alegría del Deseo del Hombre —dije—. Perdonadme —había llegado por casualidad al lugar oculto del Cristo de Piedra.

—Estás perdonado —dijo cansinamente—, tenías que venir tarde o temprano. Mejor ahora que más tarde, cuando… —tembló Su voz y sacudió Su cabeza. Era muy delgado, envuelto en un ropaje gris que todavía mostraba los desperfectos de siglos a la intemperie—. ¿Por qué viniste?

—Para escapar de las tropas del obispo —dije.

—Sí —asintió—. El obispo. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Desde antes de que yo naciera, Señor, sesenta o setenta años —era delgado, casi etéreo, una figura que yo había imaginado como un rudo carpintero. Bajé la voz e imploré—. ¿Qué puedo hacer por Vos, mi Señor?

—Vete.

—No podría vivir con tal secreto —dije—. Vos sois la salvación. Vos podéis vencer al obispo y reunir todos los niveles.

—No soy ni un general ni un soldado. Por favor, vete y no digas nada.

De pronto escuché una respiración detrás de mí, luego el silbido de un arma. Salté a un lado, y mis plumas se erizaron cuando la espada de piedra bajó y chocó contra el suelo, a mi lado. El Cristo elevó Su mano. Todavía espantado, vi a una bestia muy parecida a mí. Me devolvió la mirada con ira, refrenada por el poder de Su mano. Debería haber sido más cauto; algo tenía que haber matado a la gárgola y mantenido las velas encendidas.

—Pero Señor —la bestia habló provocando un eco—. Se lo contará a todos.

—No —dijo el Cristo—. No se lo dirá a nadie —me miró en parte a mí, en parte a través de mí y dijo—: Vete, vete.

Túnel arriba, hacia la oscuridad anaranjada de la catedral, llorando, gateé y me deslicé como una serpiente. No pude siquiera ir a encontrarme con el gigante. Me habían silenciado tan eficazmente como si me hubieran cortado la garganta.

A la mañana siguiente, miré desde la sombría esquina del andamio cómo la multitud se reunía alrededor de un hombre solitario, vestido con una sucia tela de saco. Lo había visto antes; su nombre era Psalo, y estaba vivo como ejemplo de la benevolencia del obispo. Era un gesto simbólico, la mayoría lo tenía por medio loco.

Pero, aun así, lo escuché, y sentí que sus palabras provocaban una fuerte respuesta en mí. Pedía al obispo y a sus hombres que permitieran entrar la luz en la catedral, quitando las telas enceradas que cubrían las ventanas. Habían hablado sobre esto antes, y el obispo había contestado con su acostumbrado discurso; que la luz acarrearía más caos, pues la mente humana era, en el presente, una sentina de espejismos. Cualquier estímulo acabaría con la seguridad que los habitantes de la catedral poseían.

En esa época no sentí ningún placer viendo crecer el amor entre Constantia y Corvus. Se volvían menos cuidadosos, su conversación era más osada.

—Debemos anunciar nuestro matrimonio —dijo Corvus.

—Nunca lo permitirán. Te… cortarán.

—Soy veloz. Nunca me atraparán. La iglesia necesita caudillos, revolucionarios valientes. Si nadie rompe con la tradición, todos seguiremos sufriendo.

—Temo por tu vida, y por la mía. Mi padre me expulsará del rebaño como a un cordero infectado.

—Tu padre no es un pastor.

—Es mi padre —dijo Constantia, con los ojos bien abiertos, frunciendo la boca con fuerza.

Me senté con el pico entre las garras, los ojos entreabiertos, capaz de adivinar burlonamente cualquiera de sus frases antes de que las pronunciaran. Amor inmortal…, esperanza para un desolador futuro… ¡Estupideces malolientes! Había leído sobre eso antes, en el botín de novelas románticas que encontré en la papelera de una monja. Tan pronto como relacioné ambas cosas, me di cuenta de la intemporal banalidad y de la futilidad de lo que veía. Y cuando comparé esa cháchara con la infinita tristeza del Cristo de Piedra, me convertí de inocente en cínico. La transformación me mareó, dejando un resto de noble emoción, pero el futuro parecía evidente. Corvus sería atrapado y ejecutado. Si no hubiera sido por mí, ya habría sido castrado, si no muerto. Constantia lloraría, se envenenaría, los trovadores cantarían su historia (esas mismas gargantas huecas que celebrarían la muerte de su amado). Quizás yo mismo escribiría al respecto (incluso entonces ya estaba pensando en una crónica) y tal vez, finalmente, seguiría su camino, sucumbiendo al pecado del aburrimiento.

Durante la noche, todo se volvió más incierto. Resultaba sencillo mirar al oscuro muro y permitir que los sueños se manifestaran. En el pasado, o así lo deduje de los libros, los sueños no podían tomar forma más allá del soñar o de una breve fantasía. En demasiadas ocasiones tuve que luchar con los entes que mis sueños dieron a luz, volando desde las paredes, de pronto libres y hambrientos. Así las gentes a menudo sucumbían devoradas por sus propias pesadillas.

Ésa noche, con las visiones del Cristo de Piedra aún en mi cabeza, soñé sobre hombres sagrados, ángeles y santos. Me desperté de pronto, por la costumbre, y uno de ellos aún permanecía allí. A los otros los vi vagamente, volando fuera del redondo ventanuco, donde susurraban y hacían planes para subir al cielo. La aparición que aún estaba allí era una sombra negra en el rincón. Su respiración era ronca.

—Soy Pedro —dijo—, también llamado Simón. Soy la Piedra de la Iglesia, y se dice que los papas son los herederos de mi tarea.

—Yo también soy piedra —dije—, al menos en parte.

—Así sea, pues eres el heredero de mi tarea. Sigue y conviértete en papa. No adores al Cristo de Piedra, porque un Cristo es bueno en tanto que actúa, y si no actúa, entonces no hay salvación en El.

La sombra se acercó para darme una palmadita en la cabeza, y vi sus ojos agrandarse mientras adivinaba mi forma. Murmuró ciertas fórmulas para despedir a los demonios y voló por la ventana, para reunirse con sus compañeros.

Imaginé que si tal cuestión fuera de hecho llevada al consejo, se decidiría bajo ley que la bendición otorgada por una persona soñada no obligaba a nada. No me importó. Éste fue el mejor consejo que nadie, desde que el gigante me dijo que leyera y aprendiera, me había ofrecido.

Pero para ser papa se ha de tener una jerarquía de sirvientes, a fin de que cumplan las órdenes que uno imparte. Las rocas más grandes no se mueven solas. Por lo que, henchido de poder, decidí aparecer en la nave superior y anunciarme a mí mismo a las gentes.

Requirió un gran coraje presentarse a la luz del día, sin manto, y caminar por la superficie del andamio, en el segundo nivel, en medio de los corros de vendedores que disponían el mercado diario. Algunos reaccionaron con el acostumbrado prejuicio e intentaron golpearme o ridiculizarme. Mi pico los desanimó a ello. Subí a una alta hornacina, y me situé dentro del círculo de luz de una débil lámpara, aclaré mi garganta y me presenté. Bajo una lluvia de pomelos podridos y restos de verduras, les dije quién era y la visión que había tenido. Enjoyado con goterones de basura, a los pocos minutos bajé de un salto, y volé hacia la entrada de un túnel demasiado pequeño para la mayoría de los hombres. Algunos chicos me siguieron, y uno de ellos perdió un dedo mientras intentaba cortarme con el fragmento de un cristal coloreado.

Una revelación abierta no tenía valor. Hay distintos niveles de prejuicio y yo estaba en el más bajo de cualquier clasificación posible.

Mi nueva estrategia consistió en encontrar alguna forma de agitar la catedral, de arriba abajo. Incluso aquellos más cargados de prejuicios, cuando se los reduce a chusma, pueden ser dominados por la presencia de alguien obviamente disciplinado y capaz. Pasé dos días enteros recorriendo el interior de los muros. Debía de existir un Callo básico en tan frágil estructura como era la iglesia, y a pesar de que no contemplaba su completa destrucción, quería provocar algo espectacular, inevitable.

Mientras pensaba, colgado del fondo del segundo andamio, sobre la comunidad de carne pura, la voz gravemente profunda del obispo rugía sobre el alboroto de la multitud. Abrí los ojos y miré hacia abajo. Las tropas enmascaradas sostenían a una figura arrodillada, y el obispo estaba recitando sobre su cabeza.

—Sabed todos los que ahora me oís que este joven demonio de carne y piedra…

«Corvus», me dije a mí mismo, finalmente capturado. Cerré sólo un ojo, pues el otro se negó a perderse la escena.

—… ha violado todo lo que consideramos sagrado y debe expiar sus crímenes en este mismo lugar, mañana a esta hora. ¡Kronos! ¡Marca el giro de la rueda! —el electo Kronos, un huesudo viejo con un sucio y grisáceo pelo que le llegaba hasta las nalgas, tomó un pedazo de carbón y marcó una «X» en el borde de la corona, tras la cual la rueda silbaba y atronaba con su giro.

La multitud se entusiasmó. Vi a Psalo empujando entre la gente.

—¿Qué crimen? —gritó—. ¡Nombra tal crimen!

—Violación del nivel inferior —declaró el jefe de la tropa enmascarada.

—Eso sólo merece unos azotes y que lo escolten de nuevo hacia arriba —dijo Paslo—. Detecto otro crimen más siniestro en este caso. ¿Cuál es?

El obispo miró despectivamente a Psalo, con frialdad.

—Ha intentado violar a mi hija Constantia.

Psalo nada pudo contestar a esto. El castigo era la castración y la muerte. Todos los humanos puros aceptaban tales leyes. No había lugar al recurso.

Cavilé mientras Corvus era conducido a un calabozo. El futuro que deseaba en aquel momento me sorprendió por su claridad. Quería esa parte de mi herencia que se me había negado, estar en paz conmigo mismo, rodeado de aquellos que me aceptaran, de aquellos no mejores que yo. A su tiempo, ocurriría lo que dijo el gigante. Pero ¿lo vería yo alguna vez? Lo que Corvus, en su propia y lujuriosa manera, trataba de hacer, era igualar todos los niveles, llevar la piedra a la carne, hasta que nadie pudiera distinguirlas.

Bueno, mis planes más allá de aquel momento era muy confusos. Eran menos planes que sentimientos brillando, imaginando la felicidad y a los niños jugando en los bosques y los campos más allá de la isla, mientras las labores se hacían felizmente, bajo la mirada del Hijo de Dios. Mis niños jugando en el bosque. Un destello de la verdad me vino en ese momento. Quise ser Corvus amando a Constantia.

Así pues, tenía dos tareas, que podrían aunarse si era lo suficientemente listo. Tenía que distraer al obispo y a sus tropas, y tenía que rescatar a Corvus, mi compañero revolucionario.

Pasé la noche en mi habitación, en una febril miseria. Al amanecer fui a ver al gigante y a pedirle consejo.

—Perdemos nuestro tiempo si queremos meter el sentido común en sus cabezas. Pero no tenemos mejor vocación que perder nuestro tiempo, ¿no es así?

—¿Qué haremos?

—Iluminarles.

—¡Son ladrillos! —golpeé mi garra contra el suelo—. ¡Trata de iluminar a ladrillos!

El me sonrió con su estrecha y triste sonrisa.

—Ilumínalos —dijo.

Dejé iracundo la cámara del gigante. No tenía acceso a la gran rueda del tiempo, por lo que no podía saber cuándo tendría lugar la ejecución. Pero supuse, por las llamadas de mi ruidoso estómago, que sería al comienzo del atardecer. Viajé de un lado de la nave al otro y también al transepto. Casi me quedo sin fuerzas. Luego, atravesando el vacío pasillo, tomé una pieza de cristal coloreado y la examiné, confuso. Muchos de los chicos, de todos los niveles, llevaban esos trozos consigo y las chicas los empleaban como joyas, en contra de los deseos de los mayores, pues sostenían que llevar objetos brillantes alimentaba más bestias en la mente. ¿Dónde los conseguían?

En uno de los libros que hacía años había hojeado, había visto imágenes brillantemente coloreadas de los ventanales de la catedral. «Ilumínalos», había dicho el gigante.

La petición de Psalo para permitir que la luz entrara en la catedral me vino a la mente.

A lo largo del vértice de la catedral, en un túnel que la recorría completamente, encontré los lazos que sostenían las poleas de las telas que ocultaban las vidrieras.

Las más adecuadas, decidí, serían esas enormes que había en los transeptos sur y norte. Hice un diagrama en el polvo, tratando de saber en qué estación estábamos y de dónde llegaría la luz solar, todo pura especulación, pero en ese momento estaba siendo transportado por la fiebre de la audacia. Todas las vidrieras debían ser despejadas. No pude decidir cuál sería la mejor.

Para el comienzo de la tarde, ya estaba preparado, justo tras la sexta oración, en la nave superior. Había cortado los principales cordajes y debilitado los amarres al golpearlos con un pico que había robado en el armero del obispo. Anduve a lo largo de una alta cornisa, tomé una nervadura casi vertical que recorría el muro, hacia el piso inferior, y aguardé.

Constantia estaba contemplando la caja especial de ejecuciones del obispo desde un balcón de madera. Mostraba en su rostro una expresión entre aterrada y fascinada. Corvus se encontraba junto a los bancos, al otro lado de la nave, justo en el centro, con sus verdugos, tres hombres y una mujer.

Yo conocía el procedimiento. La vieja lo castraría y los hombres le cortarían la cabeza. Estaba vestido con el hábito rojo de los condenados, a fin de ocultar la sangre. La excitación de la sangre entre los más impresionables era lo último que el obispo deseaba. Las tropas aguardaban alrededor del banco, para purificar el área con agua perfumada.

No tenía mucho tiempo. Podría llevar minutos que el sistema de cordajes y poleas se moviera y los lienzos comenzaran a caer. Fui a mi puesto y corté los nudos restantes. Luego, cuando la catedral se llenó con un resonante crujido, subí por la nervadura hasta mi puesto de vigilancia.

Los lienzos tardaron tres minutos en caer. Vi a Corvus mirar hacia arriba, sus ojos brillando. El obispo estaba con su hija en el balcón. La empujó hacia las sombras. Dos minutos más tarde, los lienzos cayeron sobre el andamio superior con un ruido siniestro. Su peso era excesivo para los remates de la estructura, y ésta se derrumbó, permitiendo a la tela caer en cascada, hasta muchos metros más abajo. Al principio, la iluminación era tenue y azulada, filtrada quizás por una nube pasajera. Luego, de un extremo al otro de la catedral, el fulgor de la luz arrojó mi mundo humeante a la claridad. La gloria de miles de piezas de cristal coloreado, escondidas durante décadas y apenas tocadas por los vándalos infantiles, descendió sobre los niveles superiores e inferiores al mismo tiempo. El grito de la multitud estuvo a punto de arrancarme de mi puesto. Me deslicé rápidamente al nivel inferior y me escondí, temeroso de lo que había hecho. Era más que la luz solar. Como el brotar de dos flores, una más brillante que la otra, las luces de las vidrieras del transepto dejaron boquiabiertos a quienes las contemplaban.

Los ojos acostumbrados a la oscuridad anaranjada, al humo, la neblina y la sombra, no podían mirar semejante gloria sin sufrir un radical efecto. Cubrí mi rostro y traté de encontrar un escape adecuado.

Pero el gentío crecía. Mientras la luz brillaba y más rostros se dirigían hacia ella, como girasoles, el resplandor trastornó a ciertas gentes. De sus mentes se vertieron contenidos demasiado extraordinarios como para ser catalogados con precisión. Los monstruos, sin embargo, no eran violentos, y la mayoría de las visiones no eran horribles.

Las naves inferior y superior brillaron con glorias reflejas, figuras de ensueño y niños con vestidos de luz jugando. Santos y prodigios surgieron por doquier. Un millar de jóvenes recién creados se acuclillaron en el brillante suelo y comenzaron a contar maravillas, acerca de nuevas ciudades en el éste, y de los tiempos en las que éstas habían existido. Payasos vestidos de fuego entretenían a la gente en las casetas del mercado. Animales desconocidos en la catedral jugueteaban entre las viviendas, ofreciendo amigables consejos. Objetos abstractos, bolas dentro de redes de oro y cintas de seda, cantaban y flotaban alrededor de los accesos superiores. La catedral se convirtió en un gran navío llevando a bordo todos los brillantes sueños creados por sus ciudadanos.

Lentamente, desde la nave inferior, las gentes de carne pura escalaban el andamio y caminaban hacia la nave superior, para ver lo que no veían desde abajo. Vi a las tropas enmascaradas del obispo arrastrando su miseria por los estrechos escalones. Constantia caminaba detrás, tropezando, sus ojos cegados por la nueva claridad.

Todos trataban de cerrar los ojos, pero nadie lo logró por mucho tiempo.

Lloré. Casi ciego por las lágrimas, me dirigí a un sitio más alto todavía, y miré a las multitudes exaltadas. Vi a Corvus, sus manos atadas con cuerdas, conducido por la vieja. Constantia lo vio también, y se miraron como extraños, luego se cogieron de las manos lo mejor que pudieron. Ella tomó prestado un cuchillo de uno de los soldados de su padre y cortó las ataduras. Alrededor suyo, los más brillantes de entre todos los sueños comenzaron a girar; blanco puro, rojo sangre y verde mar, fundiéndose con las visiones de todos los niños que ellos darían a luz inocentemente.

Les di unas pocas horas hasta que recuperasen el juicio, hasta que yo mismo lo recuperara también. Luego me elevé sobre el abandonado podio del obispo y grité sobre las cabezas de los del nivel inferior.

—¡Ha llegado el momento! —grité—. ¡Debemos unirnos, debemos unirnos!

Al principio me ignoraron. Tenía suficiente elocuencia, pero su excitación era todavía demasiado grande. Por lo tanto, esperé un poco, comencé a hablar de nuevo y me gritaron para acallarme.

—¡Monstruo! —y me sacaron de allí.

Me deslicé por los escalones de piedra, encontré el estrecho agujero y me escondí allí, hundiendo mi pico entre las alas, preguntándome qué había salido mal. Sorprendentemente me llevó mucho tiempo darme cuenta de que, en mi caso, era menos el estigma de piedra que la fealdad de mi forma lo que había acabado con mi esfuerzo por el liderato.

Sin embargo, había abierto el camino para el Cristo de Piedra. Sin duda, me dije a mí mismo, ahora El podría ocupar su lugar. De modo que me deslicé a través del largo túnel hasta que llegué a la escondida cámara de iluminación amarillenta. Todo estaba tranquilo allí. Primero me encontré con el monstruo de piedra, que me miró suspicazmente con sus grises ojos relampagueando.

—Has vuelto —me dijo.

Abrumado por su mal humor, asentí sonriendo y le pedí que me llevara ante el Cristo.

—Duerme.

—Novedades importantes.

—¿Qué?

—Buenas nuevas.

—Entonces, dímelas.

—Sólo Él las puede escuchar.

Del otro lado del iluminado rincón, vino el Cristo, que parecía mucho más viejo ahora.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—He preparado Vuestro camino —dije—. Simón, llamado Pedro, me dijo que yo era el heredero de su legado, y que debía precederos.

El Cristo de Piedra sacudió su cabeza.

—¿Crees que soy la fuente de donde manan todas las bendiciones? —asentí dubitativo—. ¿Qué has hecho allí fuera?

—Dejar que entre la luz —dije.

Sacudió su cabeza lentamente.

—Pareces una criatura lo suficientemente sabia. Sabes acerca de Mortdieu.

—Sí.

—Entonces deberías saber que si apenas tengo el poder suficiente para mantenerme a mí mismo, para sanarme, mucho menos para pastorear a los de ahí fuera —hizo un gesto perdido, más allá de las paredes—. Mi propia fuente se ha secado —dijo El con dolor—. Estoy viviendo de reservas, y no son muy abundantes.

—Quiere que te vayas y dejes de molestarnos —explicó el monstruo.

—Tienen la luz allí fuera —dijo el Cristo—. Jugarán con ella por un tiempo, se cansarán y volverán a lo que tenían antes. ¿Hay algún lugar para ti en todo eso?

Pensé brevemente.

—No lo hay —dije—. Soy demasiado feo.

—Tú, demasiado feo y Yo, demasiado famoso —dijo—. Tendría que salir entre ellos, anónimamente, y esto es ciertamente imposible. No, déjalos solos un rato. Me harán volver otra vez, quizás, o mejor todavía, olvídate de Mí. De nosotros. No tenemos lugar entre ellos —me quedé perplejo. Me senté de golpe sobre el suelo de piedra, y el Cristo me dio unos golpecitos en la cabeza, mientras se iba—. Vuelve a tu escondrijo, vive lo mejor que puedas —dijo—. Nuestro tiempo se ha acabado —me di la vuelta para marcharme. Cuando alcancé el agujero, oí detrás su voz, diciéndome—: ¿Juegas al bridge? Si lo haces, encuentra a otro. Necesitamos cuatro para la partida.

Escalé hasta la hendidura, por medio de los muros, y a lo largo de los arcos, hacia la fiesta. No sólo no iba a ser papa, ¡incluso tras ser elegido por el propio San Pedro!, sino que no podía convencer a alguien mucho más cualificado que yo para asumir el liderazgo.

Supongo que es el sino del estudiante eterno volver al maestro cuando todo falla.

Volví al gigante de cobre. Estaba perdido en sus meditaciones. Alrededor de sus pies, había pedazos de papel diseminados con dibujos detallados de partes de la catedral. Esperé pacientemente hasta que me vio. Se volvió hacia mí, la barbilla apoyada en una mano, y me miró.

—¿Por qué esa tristeza?

Sacudí la cabeza. Sólo él podía leer mis rasgos y percibir mi humor.

—¿Seguiste mi consejo allí abajo? He escuchado un estruendo.

—Mea máxima culpa —dije.

—¿Y…?

Lentamente, dubitativo, desgrané mi relato, concluyendo con la negativa del Cristo de Piedra. El gigante escuchó atentamente, sin interrumpirme. Cuando acabé, se levantó sobrepasándome y señaló con su regla a través de un ventanal abierto.

—¿Ves aquello de allí? —preguntó y trazó un arco con la regla, más allá de los bosques de la isla, hacia el lejano horizonte verde. Contesté que sí y esperé a que continuara. Pareció perderse de nuevo en sus cavilaciones—. Hubo un tiempo en el que allí, donde ahora crecen los árboles, había una ciudad —dijo— los artistas venían por millares y las rameras y los filósofos y los académicos. Y cuando Dios murió, todos esos académicos y rameras y artistas no pudieron preservar el tejido del mundo. ¿Cómo esperas que nosotros tengamos éxito?

—¿Nosotros? ¿No deberían las esperanzas determinar si uno ha de obrar o no? —dije—. ¿No es así?

El gigante sonrió y me dio unos golpecitos en la cabeza con la regla.

—Quizás nos ha sido revelada una señal, y simplemente hemos de aprender cómo interpretarla correctamente.

Sonreí para mostrar mi confusión.

—Quizás Mortdieu es realmente una señal de que hemos abandonado la guardería. Debemos buscar nuestros alimentos, rehacer el mundo sin ayuda. ¿Qué te parece?

Me encontraba demasiado agotado para juzgar el valor de lo que decía, pero no sé de ninguna ocasión en la que el gigante estuviera errado.

—De acuerdo. Lo concedo. ¿Entonces?

—El Cristo de Piedra dice que su energía está agotándose. Si Dios nos libera de los viejos caminos, no podemos esperar que Su Hijo nos siga dando de mamar, ¿no es así?

—No…

Se agachó cerca de mí, su cara radiante.

—Me he preguntado quién lo podría sustituir realmente. Es obvio que ambos no podemos hacerlo. Por tanto, pequeño, ¿cuál es la siguiente elección?

—¿La mía? —pregunté humildemente. El gigante me miró misericordiosamente.

—No —dijo tras un momento—. Yo soy la siguiente elección. ¡Hemos madurado! —ejecutó un pequeño baile, dejándome con el pico completamente abierto, y agarró las puntas de mis medias alas y me levantó—. Ponte derecho. Cuéntame más.

—¿Sobre qué?

—Dime qué pasa ahí abajo, y cuéntame todo lo que sepas.

—Intento comprender a qué te refieres —protesté temblando.

—¡Tardo como la piedra! —y riéndose, se dobló sobre mí. Luego la risa desapareció e intentó parecer serio—. Es una grave responsabilidad. Todos nosotros debemos recrear ahora el mundo. Todos nosotros debemos coordinar nuestros pensamientos, nuestros sueños. El caos no lo hará. ¡Qué oportunidad para convertirnos en los arquitectos de un universo entero! —agitó la regla hacia el techo—. ¡Construir los propios cielos! El mundo del pasado era un lugar de aprendizaje, lleno de reglas duras y restrictivas. Ahora se nos ha dicho que estamos preparados para dejarlo atrás y para ir hacia algo más maduro. ¿Te enseñé algo de las reglas de la arquitectura, quiero decir, de la estética? ¿La necesidad de la armonía, de la interacción, de la utilidad, de la belleza?

—Un poco —dije.

—Bien. No creo que construir un universo nuevo requiera mejores reglas. Sin duda necesitaremos experimentar y quizás uno o más de nuestros geniales chapiteles se caerá. Pero ¡ahora trabajamos para nosotros mismos, para nuestra propia gloria, y para mayor gloria del Dios que nos creó! ¿No es así, mi feo amigo?

Como muchas otras historias, la mía debe comenzar con lo pequeño, con lo visto de cerca, y abrirse luego hacia lo más grande. Pero a diferencia de otros historiadores, no dispongo del lujo del tiempo. Desde luego que mi historia no ha concluido aún.

Pronto, legiones de Viollet-le-Duc comenzarán su campaña. Muchos han sido formados bastante bien, rescatados del fondo, llevados a lo alto, instruidos como yo lo fui. Más tarde, comenzaremos a devolverlos, uno a uno.

Enseño de vez en cuando, escribo de vez en cuando, observo todo el tiempo.

El siguiente paso será el mayor. No tengo idea de cómo lo daremos.

Pero, como dice el gigante:

—Hace tiempo que el tejado se ha derrumbado. Ahora debemos levantarlo de nuevo, reforzarlo, reparar sus vigas —en ese momento sonríe a sus discípulos—. No sólo repararlo. ¡Reemplazarlo! Ahora nosotros somos las vigas. Carne y piedra se convierten en algo mucho más fuerte.

Ah, pero entonces, algún simple levanta la mano y pregunta:

—¿Qué pasa si nuestros brazos se cansan de sostener el cielo?

Nuestra labor, ya lo veis, no acabará pronto.


[1] Ver nota 1 en «Rock on», de Pat Cadigan. (N. De los T).

«Así se denomina a un subgénero de literatura fantástica que se desarrolla en una Edad Media alternativa. (N. De los T).»