ZONA LIBRE
— John Shirley —
John Shirley ha atravesado fronteras que más tarde se han convertido en caminos muy frecuentados por el ciberpunk. Como músico de rock, estuvo estrechamente ligado al primer y virulento estallido del punk de la costa oeste. Escritor prolífico cuyo trabajo incluye novelas tales como City Come-A-Walkin’, The Brigade, y el capricho de terror Cellars, Shirley es muy conocido por su rica imaginería surreal y sus estallidos de extrema intensidad visionaria.
«Zona Libre» es un fragmento independiente del último proyecto de Shirley, la trilogía Eclipse. Eclipse narra un vertiginoso futuro global donde el pop, la política y la paranoia entran en un conflicto hipertecnológico, donde se lucha por la supervivencia. Siempre pionero, su amplio abanico de influencias alternativas y su tratamiento de los problemas globales podría muy bien presagiar el surgimiento de una nueva política radical a partir de la ciencia ficción.
John Shirley vive habitualmente en Los Ángeles y toca con su grupo.
Zona Libre flotaba en medio del océano Atlántico, una ciudad flotante en el eje de las confluencias de la cultura internacional.
Zona Libre estaba anclada a unas cien millas al norte de Sidi Ifni, una somnolienta ciudad de la costa marroquí, mecida por una cálida y suave corriente, en una zona del mar raramente afectada por grandes tormentas. Las tormentas que se levantaban allí agotaban su furia en el laberinto de espigones de cemento que, durante años, la administración de Zona Libre había construido alrededor de la isla artificial.
Originariamente Zona Libre había sido otra plataforma más de prospección petrolífera en alta mar. El gigantesco depósito de petróleo, a un cuarto de milla bajo la isla, todavía estaba lleno en más de tres cuartos. La plataforma de perforación pertenecía conjuntamente al gobierno marroquí y a una compañía de Texas dedicada al petróleo y a la electrónica: la Texcorp, la compañía que había comprado Disneylandia, Disneylandia I y Disneylandia II, todas cerradas durante el comienzo de la DAO, la Depresión de Almacenamiento de datos en Ordenadores, también llamada la depresión de disolución.
Un grupo de terroristas árabes, al menos el Departamento de Estado norteamericano así lo afirmaba, produjo una emisión electromagnética haciendo estallar una pequeña bomba de hidrógeno estratégicamente situada, escondida a bordo de una pequeña lanzadera orbital de rutina. La lanzadera se vaporizó con la explosión, al igual que dos satélites, uno de ellos tripulado. Pero cuando la DAO golpeó, nadie tuvo tiempo para llorar a los muertos.
La bomba orbital casi dispara el Armaguedón. Tres misiles crucero tuvieron que ser abortados y, afortunadamente, los soviéticos derribaron otros dos, antes de que la célula terrorista reivindicara la explosión estratosférica. La mayor parte de la explosión se dirigió hacia fuera; lo que llegó hacia abajo fue, sin embargo, un efecto colateral de esa explosión: el PEM, un Pulso Electro-Magnético que, tal como se había predicho en los setenta, viajó a través de millares de kilómetros de cables y circuitos por el continente debajo del cual se produjo la explosión de hidrógeno. El Departamento de Defensa estaba protegido, pero el sistema bancario, en su mayor parte, no. La emisión borró el 93 por ciento del recientemente formado Bureau de Ajuste del Crédito Bancario. El BACB manejaba el 76 por ciento de las transferencias y compras del país. La mayor parte de lo que se compraba se compraba mediante el BACB o mediante compañías relacionadas con el BACB… hasta que el PEM borró el almacenamiento de la memoria del BACB, al sobrecargar la emisión los circuitos, fundiéndolos y, literalmente, friendo los chips de almacenamiento, y golpeando de esa manera a los servidores de la economía norteamericana. Cientos de miles de cuentas bancarias se «suspendieron» hasta que los datos pudieran ser recuperados, causando una estampida en los bancos restantes. Las compañías de seguros y el programa de garantía federal se encontraron abrumados; simplemente no podían cubrir las pérdidas.
Por entonces, EE. UU. Ya tenía sus problemas. El país había perdido su iniciativa económica durante los ochenta y los noventa. Sus ignorantes y escasamente entrenados trabajadores, sus corrompidos y avariciosos sindicatos y sus normas de manufacturación menos exigentes, hicieron que la industria norteamericana no pudiera competir con el boom de la manufactura en Asia y Sudamérica. La disolución del crédito provocada por el PEM golpeó a un país al borde de la recesión, lanzándolo a la depresión, lo cual provocó que el resto del mundo se partiera de risa. La célula terrorista árabe, un núcleo duro del fundamentalismo islámico, estaba compuesta sólo por siete hombres. Siete hombres habían paralizado a todo un país.
Pero América tenía todavía su enorme poderío militar y sus inventores en electrónica y medicina. Y la economía de guerra los mantuvo en marcha, como a un hombre enfermo de cáncer que toma anfetaminas para obtener un último aliento. Mientras, los innumerables centros comerciales y proyectos de vivienda, de construcción barata y necesitados de un continuo mantenimiento, se volvieron más ajados, más feos y llenos de basura cada día. Y más peligrosos.
EE. UU. Simplemente no era ya seguro para los ricos. Los centros turísticos, los parques de diversiones, los vecindarios exclusivos para ricos, todos ellos, se derrumbaron bajo la erosión de las huelgas permanentes y los golpes terroristas. La creciente masa de pobres, aumentando desde los ochenta, se puso furiosa por los despilfarros de los ricos. Y el impulso de la clase media se estaba retrayendo hasta la insignificancia.
Todavía quedaban enclaves en EE. UU. Donde se podía uno perder en la batidora de los media, hipnotizado por las innumerables cartas del deseo rápidamente repartidas como en un trance del sueño americano, mientras diez mil compañías competían para reclamar la atención, suplicando que uno comprase y comprase. Lugares como éstos eran ciudades fortaleza para las ilusiones de la clase media.
Pero los más ricos podían sentir el desmoronamiento de su reino. No se sentían seguros en los EE. UU. Necesitaban otro lugar fuera, pero bajo control. En ese momento, Europa estaba descartada. América del Sur o Centroamérica eran demasiado arriesgadas. El teatro del Pacífico era otra zona de guerra.
Por eso surgió la Zona Libre.
Un promotor texano, que no tenía su dinero en el BACB, vio las posibilidades que habían surgido alrededor de las plataformas de perforación petrolífera. Una diadema engastada de burdeles, galerías de juego y cabarets había cristalizado en los barcos medio desguazados y anclados permanentemente alrededor de las plataformas. Doscientas prostitutas y trescientos crupieres trabajaban para el mestizado grupo internacional de trabajadores dedicados al petróleo. El promotor hizo un trato con el gobierno marroquí. Compró los oxidados cascos y los arrabaleros clubs nocturnos, y despidió a todo el mundo.
El texano poseía una compañía de plástico; la compañía había desarrollado un plástico ligero y ultrarresistente, que el promotor usó en las balsas sobre las cuales se construyó la nueva ciudad flotante. La comunidad contaba ahora con diecisiete millas cuadradas de balsa urbana, y era protegida por una de las fuerzas de seguridad más duras del mundo. Zona Libre ofrecía entretenimiento y placer para ricos en la sección exclusiva, y alrededor del borde del segundo amarre, para los «tecnitas» de los equipos de perforación. Los locales de este segundo amarre también albergaban a unos pocos colgados semilegales y a unos pocos centenares de músicos.
Como Rickenharp.
Rick Rickenharp permanecía apoyado en el muro sur del Semiconductor, dejando que los relámpagos y el bullicio del club lo envolviesen, mientras componía mentalmente una canción.
La canción decía algo así como: «Relampagueante bullicio / Cegadora mirada / Nostalgia de la silla eléctrica».
Luego pensó: «Jodido alboroto».
Y lo hacía lo mejor que sabía para parecer un tío enrollado pero a la vez vulnerable, esperando que alguna de las mujeres que pasaban fugazmente entre la multitud recordara haberlo visto con su grupo la noche anterior, y que intentase ligárselo, que jugase a grupie. Pero la mayoría sólo se interesaba por los bailarines conectados.
Y no había ni una jodida posibilidad de que Rickenharp se conectara al minimono.
Rickenharp era un clásico del rock. Vestía una cazadora de motero de cuero negro que tenía unos cincuenta años, y que se decía que había llevado John Cale, cuando todavía pertenecía a la Velvet Underground. Las costuras empezaban a reventarse y faltaban tres remaches en el dibujo de cromo. Los codos y el borde del cuello volvían al marrón animal del cuero original. Pero este cuero era como una segunda piel para Rickenharp. No llevaba nada debajo. Su pecho huesudo y sin vello, de un blanco azulado, se adivinaba debajo de las cremalleras rotas. Llevaba también unos vaqueros que sólo tenían diez años, pero que parecían más viejos que la cazadora. Calzaba unas genuinas botas Harley Davidson. Unos pendientes de aro cubrían sus orejas ligeramente prominentes, y su pelo castaño rojizo parecía la explosión de una granada.
Y llevaba gafas negras.
Vestía de esta manera porque estaba decididamente en contra de la moda imperante.
Su banda se metía siempre con esto. Querían que su guitarra líder fuera un presentador de «minimono».
—Si vamos a ir de minimono, simplemente deberíamos vender las jodidas guitarras y cablearnos —les había dicho Rickenharp.
Y entonces el batería había sido lo suficientemente estúpido y sin tacto como para decir:
—Bueno, mierda, tío, quizás sí deberíamos ponernos los cables.
Rickenharp contestó:
—Quizás deberíamos conseguir también una batería mecánica, jodido Neanderthal —y dio una patada al taburete del batería, lanzando a Murch contra los timbales, lo cual provocó un sonoro choque, a lo que Rickenharp añadió—. Deberías lograr ese bonito sonido de timbales en escena, ahora que sabemos cómo lo haces.
Murch comenzó a tirarle los palillos, pero entonces recordó que tenía que controlarlos cuidadosamente ya que ellos mismos no lo hacían, así que le dijo:
—¡Bésame el culo, gilipollas! —y se levantó y se fue, y ésta no era la primera vez. Aunque sí era la primera vez que significaba algo, y sólo una intensa acción diplomática por parte de Ponce había conseguido que Murch no abandonara el grupo.
La llamada de su agente había disparado todo el conflicto. Eso era lo que realmente pasaba. La agencia estaba depurando su repertorio. Rickenharp estaba quemado. Sus dos últimos LPs no se habían vendido, y de hecho los técnicos de sonido afirmaban que la batería en vivo no sonaba bien en las miniaturizadas cápsulas sonoras donde ahora se escuchaban las grabaciones actuales. El holovídeo y el vídeo de Rickenharp no salían en el aire.
De todos modos, Vid-Co probablemente estaba quebrando. Otro negocio arrastrado al agujero negro de la depresión.
—Por eso no es culpa nuestra si el material no vende —dijo Rickenharp—. Tenemos fans pero no podemos conseguir la distribución para llegar a ellos.
José dijo entonces:
—Tonterías, estamos fuera de la Parrilla y tú lo sabes. Todo lo que nos arrastraba era solamente la ola de nostalgia. Tío, no puedes tener más de dos éxitos con un revival.
Julio, el bajo, dijo algo en la jerga de los tecnitas que Rickenharp no se molestó en traducir porque era demasiado estúpido; había sugerido contratar a un bailarín de cable como presentador, y cuando Rickenharp le ignoró, se cabreó y ése fue su turno para largarse. Jodidos tecnitas sensibles.
Y ahora el grupo estaba en la vía muerta. Su tren se había parado entre dos estaciones. Tenían una actuación de teloneros para un número de cable y Rickenharp no quería hacerlo, pero había un contrato y también un montón de raros con nostalgia del rock en Zona Libre, por lo que quizás ésa era, después de todo, su audiencia, y se lo debía. «¡A reventar los jodidos cables del escenario!».
Miró alrededor del Semiconductor y deseó que el Retro Club hubiera abierto ya. Había una fuerte presencia de retros en el RC, incluso algunos rockabillies, y algunos de ellos hasta sabían cómo sonaba realmente el rockabilly. El Semiconductor era un local minimono.
La masa minimono llevaba el pelo largo, extendido sobre los hombros y estrechado hacia un punto en medio de la cabeza, y liso, completamente liso y tieso, por lo que desde atrás cada cabeza tenía la forma de un tipi negro, gris, rojo o blanco. Éstos colores eran los únicos aceptables y siempre monocromos; colores planos y sin rayas. Sus ropas eran extensiones estilísticas de su corte de pelo. El minimono era una reacción contra el «brillo» y el caos de la guerra, y contra la economía y la amorfa volubilidad de la Parrilla. El estilo brillo estaba desapareciendo, muriendo.
Rickenharp siempre había sido remiso hacia los estilizados brillos, pero los prefería a los minimono. Después de todo, el brillo tenía energía.
El brillo había crecido como uno más de los provocativos estilos anticontrol, populares en las últimas décadas del siglo XX. Se esperaba que un «brillo» llevara su pelo subido, tan alto como fuera posible, ya que de alguna forma esto expresaba, enfatizaba la individualidad y la originalidad de su portador. Cuantos más colores, mejor. No eras un «individuo» a menos que tuvieras un expresivo brillo. Formas de tuerca, ganchos, aureolas, arabescos multicolores. Se hicieron fortunas en las tiendas para moldear pelo estilo brillo, que desaparecieron cuando la moda brillo desapareció. Pero duró más que la mayoría de las modas. Tenían infinitas variedades y el atractivo de su energía para aguantar. Un montón de gente llegó a la conclusión de que era necesario inventar una expresión individual para un modelo político de brillo. Moldea tu pelo según el emblema del país favorito del tercer mundo que está siendo pisoteado (cuando todavía estaban pisoteados, antes del nuevo esquema de mercado). Los brillos eran tan problemáticos que mucha gente se acostumbró a tener postizos listos para ponérselos cuando salían. Y sus drogas también estaban diseñadas para encajar con esta moda. Neurotransmisores excitadores de todo tipo, antidepresivos, drogas que hacían a uno que pareciera resplandecer. Los brillos más ricos tenían cinturones nimbados, que creaban auras artificiales. Los brillos más ortodoxos consideraban que esto era de un narcisismo de mal gusto, lo cual resultaba una broma para los no-brillos, pues para éstos todos los brillos eran floridamente vanidosos.
Rickenharp nunca había teñido o moldeado su pelo excepto para animar su cresta punk.
Pero Rickenharp no era un punk. Se identificaba con el prepunk de finales de los cincuenta, de mediados de los sesenta y de principios de los setenta. Rickenharp era un anacronismo. Simplemente era un rockero tradicional, tan fuera de lugar en el Semiconductor como lo habría estado un bebop en las discotecas de los ochenta.
Rickenharp miró las túnicas, los monos negros, los grises uniformes, las pulseras negras, siempre con las mismas formas, como sacados de un molde de galletas; el bronceado integral y los ubicuos pendientes de forma Colonia FirStep (sólo uno, en la oreja izquierda). Se creía que los minimonos fetichistas de alta tecnología aspiraban a la estación orbital Colonia, con la misma intensidad que los rastas soñaron con volver a Etiopía. Rickenharp pensó que resultaba gracioso que los soviéticos hubieran bloqueado la Colonia. Era divertido ver a los minimonos, habitualmente con forma de dron, antiexhibicionistas, volados con tranquilizantes, reuniéndose en inquietos grupos y susurrando acerca de los soviets, con una ira del tipo por-quénadie-hace-algo-al-respecto.
La idiotizante regularidad de su música enlatada golpeaba desde los muros y vibraba en el suelo. Si uno se apoya en la pared sentía en la espina dorsal una vibración como la de un martillo neumático.
Había unos pocos brillos allí, duros y desafiantes, y los brillos eran la mejor esperanza de Rickenharp para conseguir follar. Tendían a respetar el viejo rock.
La música cesó; una voz aulló: «Joel Nueva Esperanza!», y círculos de luz aparecieron en el escenario. La primera actuación de cable había llegado. Eran las diez. A él se le esperaba para abrir la actuación principal a las once y media. Rickenharp se imaginó el club vaciándose cuando él subiera al escenario. No encajaba mucho en ese club. Pero quizás apareciera un público lo suficientemente variado. Las escenas límite pueden ayudar.
Nueva Esperanza salió a escena. Un actor de cable, anoréxico y quirúrgicamente asexuado; un minimono radical. Un rasgo evidente por su desnudez: sólo llevaba una capa de pintura de spray gris y negra. «¿Cómo meará este tío?», se preguntó Rickenharp. Quizás saliese de esa leve hinchazón de su entrepierna. Un maniquí bailarín. Su sexualidad estaba encajada en la nuca: un sencillo electrodo de cromo que activaba el centro del placer del cerebro durante la catarsis semanal, bajo control legal. Pero era tan flaco, hey, quién sabe, que quizás hubiera ido a un cerebroestim del mercado negro para conectarse con un pulsador. Aunque se creía que los minimonos estaban absolutamente de parte de la ley y el orden.
Los cables embutidos en los brazos, piernas y torso de Nueva Esperanza alimentaban unas clavijas de traducción de impulsos en el suelo del escenario, haciéndole parecer una marioneta con los hilos invertidos. Pero él era quien manejaba la marioneta. Los largos y fúnebres gemidos saliendo de altavoces ocultos se disparaban gracias a las contracciones musculares de sus brazos, piernas y torso. Rickenharp pensó condescendientemente que no era malo para ser minimono. Se podía distinguir la melodía, el estribillo formado por su baile, y había un matiz de mayor complejidad que el que solían tener los minis… La muchedumbre de minis se movía con sus geométricas configuraciones de baile, algo a medio camino entre el baile de discoteca y un baile rectangular, caleidoscópico, a lo Busby Berkeley, diseñado conforme a fórmulas que se suponía debía conocer todo aquel que quería participar. Intentar bailar con un estilo libre en su cerrada coreografía y con su palpable rechazo social expresado en su lenguaje corporal equivalía a ser congelado por un viento polar.
Algunas veces Rickenharp practicaba acid dance en medio de las configuraciones minimono, simplemente para fastidiar, sólo para obligarles a expresar su rechazo. Pero el grupo le había obligado a dejar de hacerlo. «No alejes a la audiencia en nuestra única actuación, tío. Seguramente nuestra jodida última actuación…».
El bailarín de cable hizo vibrar unos suspiros de gaita sobre la sección rítmica pregrabada. Y las paredes se animaron.
Un buen club, en 1965 o en el 75 o en el 85 o en el 95 debía ser estrecho, oscuro, cerrado, claustrofóbico. Las paredes debían ser, o bien directamente monocromas, todas negras o de espejo, o deliberadamente abigarradas, camp, cubiertas de cualquier cosa que perteneciera a la vanguardia del momento, o con grafitos vulgares.
El Semiconductor presentaba estos dos tipos. Comenzaba en plan macho con sus paredes de un negro cristalino; durante el concierto se transformaba en un travestí vulgar mientras las paredes reaccionaban a la música con estallidos de color, recorriendo todas las longitudes de onda en patrones osciloscópicos, desde los tonos blanquiazules hasta el extremo rojo púrpura para el bajo y la percusión. Reaccionando vívidamente, hipnóticamente a cada nota. A los minimonos no les gustaban las paredes reactivas. Las calificaban de cursi y «vídeo».
El bailarín recorrió el escenario y Rickenharp lo miró gruñón, tratando de ser justo. «Es simplemente otra forma de rock and roll. Como un cristiano viendo una ceremonia budista; bueno, al fin y al cabo es sólo una manifestación del Dios Único», pensaba Rickenharp, «pero el rock genuino es mejor. El rock genuino volverá». Se lo repetiría a todo aquel que le escuchara, aunque casi nadie le prestaba atención.
Una caoticista llegó, y él la observó, sintiéndose menos solo. Los caoticistas estaban mucho más cerca de los rockeros auténticos. Llevaba la cabeza rapada, con sus lados pintados. Una falda hecha con al menos dos centenares de diferentes tejidos sintéticos, cosidos a su cinturón en una suerte de faldellín de telas brillantes. Pechos desnudos con pendientes de finos tornillos en los pezones. Los minimonos la miraron con asco, ellos eran recatados y llamar la atención hacia los pechos les resultaba decididamente horrible. Ella les devolvió una radiante sonrisa. Sus bellos rasgos semitas estaban embadurnados con un colorido maquillaje que parecía salpicado al azar. Sus dientes eran afilados.
Rickenharp tragó con fuerza, mirándola. Mierda, ella era su tipo.
Sólo que… sólo que ella llevaba un inhalador de mezcal azul. El signo de interrogación de su inhalador colgaba desde la sujeción de su oído derecho hasta justo debajo de la aleta derecha de la nariz. De vez en cuando bajaba la cabeza y esnifaba un poco del polvo azul.
Rickenharp tuvo que apartar la mirada, jurando en silencio.
Había escrito una canción titulada «Intentando seguir limpio».
El mezcal azul, o la sincocaína, o la heroína, o las anfetamorfinas o el XT2. Pero, fundamentalmente, le iba el mezcal azul. Y el mezcal azul era adictivo. Y era taann bueeeno.
El mezcal azul, también llamado «azul jefe», destilado en la gelatinosa dulzura de Quaaludes, poseía los mejores efectos de la mescalina y la cocaína juntas. Pero a diferencia de la coca, no producía el mismo mono. Sólo que… sólo que si se dejaba de tomar tras un período de consumo regular, entonces el mundo se vaciaba de significado. De hecho, no producía síndrome de abstinencia. Lo que aparecía era una depresión muy intensa, una sensación de falta de sentido que parecía asentarse como el polvo y criar porquería en cada célula del cuerpo del consumidor. No era lo mismo que un mono de coca pero… pero la gente etiquetaba al mezcal azul como «un billete para el suicidio».
Podía hacerte sentir como un minero de carbón cuando la mina se derrumba, como si uno estuviera enterrado dentro de sí mismo.
Rickenharp había seguido la terapia pagada por sus padres; había quemado el dinero de su único gran éxito en azul jefe y narcóticos. Apenas había conseguido desengancharse. Y últimamente, antes de que su grupo se peleara, había comenzado a sentir de nuevo que merecía la pena vivir la vida.
Mientras veía a la chica con el inhalador pasar a su lado y usarlo, Rickenharp se sintió tocado, perdido, como si hubiera visto algo que le recordara a una amante perdida. El síndrome del ex consumidor. Dolor por la culpa de haber dejado plantada a su droga.
Y pudo imaginar el dulce picor de la sustancia en las aletas de la nariz, el suave y tenue sabor a fármaco en la parte posterior del paladar; o cuando uno se atiborraba, esa explosión de fluorescente confianza, confianza que se podía sentir somáticamente del mismo modo que se sienten los labios de una mujer en la polla; era el retroalimentado bucle autoerótico del mezcal azul. Imaginándolo, tuvo un vislumbre de la sensación, un tantalizador y febril fantasma. Podía saborearlo de memoria, olerlo, sentirlo… Viéndola usarlo le trajo de vuelta centenares de iridiscentes recuerdos. Y un casi irreprimible deseo. (Mientras una vocecita en el fondo de su cabeza intentaba avisarle: «Eh, recuerda que esa mierda te hace desear morir cuando no te queda más; recuerda que te hace sentirte demasiado seguro y aburrido; recuerda que devora tus órganos internos…», una débil vocecita…).
La chica lo estaba mirando. Un imitador guiño.
El la saludó con la mano.
La vocecita aumentó su volumen y le dijo: «Rickenharp, si vas con ella, si vas con ella, acabarás tomándolo».
Se dio la vuelta con un angustiado espasmo interior. Se fue, tropezando entre la oleada de sonidos y luces y gente monocroma, hacia los vestuarios. A por la guitarra y los cascos, y el más seguro mundo de los sonidos.
Rickenharp estaba escuchando un ejemplar de coleccionista, una cinta de la Velvet Underground de 1968. Estaba puesta en su audioestim. La canción era: «White Light / White Heat». Los guitarristas hacían cosas que hubieran obligado a decir al barón Frankenstein: «Hay cosas que no se crearon para que los hombres las conocieran». Ajustó el audioestim un poco más hacia dentro, para que las vibraciones hicieran temblar el hueso en torno a su oído, y haciendo así que los escalofríos se transmitieran atravesándolo en armonía con los acordes de la guitarra. Tomó un visorclip para acompañar a la música; un documental de pintores expresionistas. «Escuchar a la Velvet mientras se contempla a Edvard Munch. ¡Tío!».
Y entonces Julio clavó un dedo en su hombro.
—La felicidad es fugaz —murmuró Rickenharp, mientras echaba el visorclip hacia atrás. El visor parecía como esos espejos de observación sujetos a una banda que los doctores usaban antes, sólo que la pantalla que se bajaba a la altura de los ojos era cuadrada, como un retrovisor. Algunos de estos visores venían acompañados de una cámara clip para el ojo y un campoestim. El campoestim se llevaba en la espalda, pegado a la piel como si fuera un ligero corsé. La cámara elegía una imagen de la calle por donde uno caminaba y la dirigía al campoestim, el cual cosquilleaba en la espalda advirtiendo de cualquier obstáculo que viese la cámara. En alguna parte del cerebro se formaba una imagen esquemática de la calle por la que uno caminaba. Desarrollado para los ciegos en los ochenta, era usado ahora por los adictos al vídeo, que caminaban o conducían por las calles llevando visores, viendo la televisión, navegando así, por reflejos, usando el campoestim, pues sus ojos estaban bloqueados por los monitores, pero sin chocarse casi nunca con nadie.
Por eso tuvo que mirar a Julio con sus propios ojos.
—¿Qué quieres?
—'Ndiez —dijo Julio atropelladamente. Julio, el bajista tecnita. En diez. Tenían que salir en diez minutos.
José, Ponce, Julio, Murch: guitarra rítmica y coro, teclado, bajo, batería.
Rickenharp asintió y levantó la mano para colocar el visor en su sitio, pero Ponce le desconectó el equipo de visión. La imagen del visor se encogió como un paisaje desvaneciéndose por un túnel tras el tren y Rickenharp sintió como si su estómago se encogiera en su interior a la misma velocidad.
—Vale —dijo, volviéndole a mirar—. ¿Qué?
Estaban en el vestuario. Las paredes estaban negras de grafitos. Todos los vestuarios de los clubs de rock siempre estarán negros de grafitos. Siempre serán reconocibles por estar plagados de grafitos. Como la sencilla declaración de «Los parásitos mandan», la alegre petulancia de «Simbiosis 666 se aburrió de muerte aquí», el oblicuo existencialismo de «Los hermanos alcaloides te quieren, pero estarías mejor muerto» y enigmáticos como «SYNC 66 hace clic ahora». Parecían los diseños de un empapelado desparejado. Capas y más capas, formando un palimpsesto. La alucinatoria estilización de los trazos de los electrones disparados en el córtex visual.
Las paredes, en los pocos sitios donde eran visibles bajo los grafitos, eran una mampara gris. Apenas había sitio para el grupo de Rickenharp, sentado en círculo sobre sillas de cocina con los asientos rotos y una silla de despacho de tres patas. Amontonados entre las sillas estaban los instrumentos en sus estuches. Los bordes de los estuches estaban gastados, el falso cuero pelado y la mitad de los cierres rotos.
Rickenharp miró al grupo, en la dirección de las agujas del reloj, pasando de una cara a otra, escrutando sus expresiones: José a su izquierda, con una mirada maltrecha en sus ojos, las ojeras bajo sus párpados compositivamente armonizadas con su doble ristra de aretes, su pelo un hacha triple, la del centro roja, las otras dos azul y blanca, y un cristal ahumado en su anillo del índice izquierdo a juego, él lo sabía, con sus ojos de color ámbar ahumado. Se miraron el uno al otro un poco acusatoriamente. Existía entre ellos una irritación de amantes, aunque nunca lo habían sido. José estaba herido porque Rickenharp no quería cambiar; Rickenharp estaba anteponiendo sus propios gustos musicales a la supervivencia del grupo y Rickenharp estaba herido porque José quería transformarse en actor de cable minimono, una traición al espíritu ético del grupo, y porque en el fondo José quería sacrificar a Rickenharp, sustituirlo por un bailarín de cable. Ambos lo sabían, aunque nunca lo habían hablado. La mayor parte de lo que pasaba entre ellos era transmitido semióticamente con las estudiadas indirectas de una frialdad definitiva. Ahora José parecía traer malas noticias. Su cabeza estaba inclinada como si tuviera el cuello roto. Sus ojos no tenían brillo.
Ponce se había hecho minimono, al menos en su vestimenta, por lo que tuvieron una feroz, pelea al respecto. Ponce era más delgado y con cara de zorro, y ahora iba de gris barco de guerra, desde la cabeza hasta la punta de los dedos del pie, incluyendo el teñido en la piel. En la atmósfera llena de humo del club, algunas veces desaparecía por completo.
Llevaba lentillas plateadas. Miraba sus diez reflejos plateados, como de un túnel de los horrores, en sus uñas pintadas de espejo; abrumadoramente triste.
Julio, «síííí», parecía que Rickenharp le importaba una mierda, y quería el cambio. Desde luego sólo era fiel a Rickenharp hasta cierto punto. Pues también era un conformista. Quizás discutiría a favor de Rickenharp, pero al final se decidiría por el consenso. Julio tenía un brillante y rizado pelo portorriqueño, peinado en un ancho tupé sobre su cabeza. Tenía el rostro y las pestañas de mujer. Llevaba como pendiente una barrita plateada y vestía el clásico cuero negro del retrorock, como Rickenharp. Jugueteó con la calavera de su anillo, devolviendo un bufido a su sonrisa y mirándola como si le preocupara enormemente que uno de los falsos rubíes de cristal que formaban sus ojos estuviera a punto de caerse.
Murch era una gorda babosa con un corte al rape. Era un batería mediocre, pero era un batería, una especie de músico al borde de la extinción.
—Murch es raro como un dodó —había dicho Rickenharp una vez—, y esto no es todo lo que él tiene en común con los dodós.
Murch llevaba gafas con montura de hueso y cristales oscuros, y siempre había una botella de Southern Confort sobre su rodilla. Southern Confort era parte de su vestimenta. Iba a juego con sus camperas de vaquero, o al menos así lo creía.
Murch miraba a Rickenharp con franco descontento. No tenía cabeza para fingir.
—Que te jodan, Murch —dijo Rickenharp.
—¿Eh? No he dicho nada.
—No hace falta. Puedo oler tus pensamientos. Hieden lo suficiente como para tumbar a cualquiera. —Rickenharp se levantó y miró a los otros—. Sé lo que os pasa por la cabeza. Dadme una última actuación buena. Después tendréis lo que queréis.
La tensión levantó sus alas y desapareció.
Pero otro pájaro se asentó en la sala. Rickenharp lo vio con el ojo de la mente: era el pájaro del trueno. Hecho a medias con la pintura del pájaro del trueno de un tipi indio y a medias con las piezas cromadas de un pájaro T [1]. Cuando extendió sus alas, las plumas brillaron como pulidos parachoques. Tenía dos luces indicadoras en su pecho, y cuando el grupo recogió sus instrumentos para salir a escena, las luces indicadoras se encendieron.
Rickenharp llevaba su Stratocaster en un estuche negro. El estuche estaba vendado con cinta aislante y con desteñidas pegatinas medio despegadas. Pero la Strat estaba inmaculada. Era transparente, con sus líneas agresivamente curvadas como las de un deportivo.
Bajaron hacia el escenario por el corredor de ladrillos revocados. El corredor se estrechaba tras el primer giro, por lo que tenían que caminar de uno en uno, sosteniendo los instrumentos hacia delante. El espacio era algo precioso en Zona Libre.
El director de escena vio a Murch aparecer primero, y señaló al pinchadiscos que haría las mezclas y anunciaría a la banda a través del PA. A la vieja moda, como Rickenharp había pedido.
—Por favor, demos la bienvenida, a… ¡Rickenharp!
No hubo un rugido de respuesta de la multitud. Hubo unos pocos maullidos y un aplauso superficial.
«Bueno, tú, perra, ¡pelea conmigo!», pensó Rickenharp, esperando que el grupo ocupara sus posiciones. Iría al escenario en último lugar, después de que le hubieran preparado un espacio para él. Siempre era así. Rickenharp echó un vistazo desde el telón, para mirar más allá del resplandor de las luces, en la oscura sentina de la audiencia. Esto le venía bien, le daba una oportunidad de tomar aliento.
La banda ocupó sus lugares. Apretaron los afinadores automáticos, movieron los diales.
Rickenharp estaba placenteramente sorprendido de ver que el escenario estaba iluminado con suaves luces rojas, tal como él había pedido. Quizás el director de iluminación fuera uno de sus admiradores. Quizás la llave de la jaula se movería en la dirección adecuada abriendo la puerta y el pájaro T volaría.
Pudo oír a parte de la audiencia susurrando sobre Murch. Muchos de ellos no habían visto nunca antes a un batería excepto por la «salsa». Rickenharp captó un fragmento de jerga tecnita: «¿Queráconso? ¿Qué hará con eso», lo que significaba: ¿qué son esas cosas que está ajustando? Los tambores.
Rickenharp sacó la Strat de su estuche y se la colocó. Ajustó la banda. Apretó el afinador. No necesitaba conectarla; cuando caminara por el escenario, el campo de recepción de los amplificadores se dispararía, transmitiendo la señal de la Strat a la pila de Marshalls tras el batería. En cierto sentido era una pena la miniaturización de la electrónica, pues los amplificadores, aunque tan potentes como los altavoces y amplificadores del siglo XX, eran más pequeños, por lo que resultaban menos imponentes. La audiencia murmuraba también sobre los Marshalls. Muchos no habían visto amplificadores tan pasados de moda.
—¿Paqué son?
Murch miró a Rickenharp. Rickenharp asintió.
Durante un instante, Murch condujo un solo de 4 por 4. Luego el bajo lo recogió, extendiendo una capa de sonido, una suerte de apoyo lateral. Y los teclados extendieron las hojas de la eternidad.
Ahora ya podía entrar en escena. Era como si hubiera existido un abismo entre Rickenharp y el escenario, y el bajo, la batería y el teclado, tocando juntos, hubieran tendido un puente para que él lo salvara. Cruzó el puente hacia la calidez de las corrientes. Podía sentir el calor de los focos en su piel. Era como salir de una habitación con aire acondicionado al trópico. La música sufría deliciosamente en esa abundancia tropical. La luz blanca y pura del foco lo atrapó y se mantuvo con él, enfocando su guitarra, según sus instrucciones. «Bien, el chico de iluminación está de mi parte».
Sintió como si pudiera percibir lo que la guitarra sentía, y la guitarra anhelaba ser tocada.
Sin saberlo conscientemente, Rickenharp se movía con la música, aunque no demasiado. No en la forma exigente de «mírame» que tienen algunos intérpretes. Ésa es la forma para intentar forzar el entusiasmo de la audiencia, haciendo que cada movimiento parezca artificioso.
No, Rickenharp era natural. La música fluía a través de él, físicamente, no obstaculizada por la ansiedad o los conflictos del ego. Su ego estaba allí, era el combustible para su personal antorcha olímpica. Pero éste era inmaculado como el ropaje de un papa.
El grupo lo percibió y dejó que sucediera. Ésta vez la química estaba allí con Ponce y José cuando llegaron al estribillo; José con un sinuoso acorde, llegando casi hasta el puente de cromo que sujeta las cuerdas, y Ponce con un tema limpio, magníficamente redundante, con el sintetizador ajustado al registro de metales. Todo el grupo sintió la química como una placentera descarga eléctrica, como el gratificante shock de sus egos individuales convirtiéndose en un ego grupal. Algo más allá del placer sexual.
La audiencia escuchaba, pero se resistía. No querían que les gustase. Aun así, el lugar estaba abarrotado, no por Rickenharp, sino por la reputación del club, y todos esos cuerpos empaquetados creaban un atmosférico exoesqueleto sensitivo y él sabía que eso los hacía vulnerables. El sabía qué tocar.
Sintiendo que comenzaba a ocurrir la Gran Cosa, Rickenharp miró con confianza pero no del todo arrogante. Era demasiado arrogante como para mostrar que lo era.
La audiencia miraba a Rickenharp como un hombre miraría a un rival muy seguro de sí mismo, justo antes de una pelea mano a mano, y preguntándose: «¿qué es lo que sabe?».
El sabía acerca del ritmo. Y sabía que había sentimientos que, incluso el más indiferente de entre ellos, no sabría controlar una vez que éstos se liberasen; y él sabía cómo liberarlos.
Rickenharp tocó un acorde. Lo dejó vibrar por la sala y les miró. Les miró retador.
Le gustó comprobar las miradas desafiantes, porque eso haría su victoria más completa.
Porque él sabía. Había tocado en cinco conciertos con el grupo en las dos últimas semanas, y en los cinco la atmósfera había sido forzada, la química sólo había aparecido a rachas. Como una bujía con los polos alineados incorrectamente en la que no puede saltar la chispa.
La excitación que se había producido en ellos y la energía sexual reprimida detrás de sus sentimientos íntimos estaban desbordándose ahora, rompiendo el dique, y la banda se agitó por su liberación cuando Rickenharp tronó en su progresión y comenzó a cantar…
La audiencia lo contemplaba con creciente hostilidad pero a Rickenharp le gustaba cuando la chica jugaba a simular que-meintentas-violar. Méteselo por las orejas, tío.
La banda era un inyector de gasolina en la cámara de combustión de la sala; Rickenharp encendía la combustión, provocando a la audiencia para que reaccionase, para que empujara el pistón y… él estaba acelerando. Rickenharp estaba al volante. Los llevaba hacia algún lugar, y cada canción era el paisaje por el que él los lanzaba. Sincopando las vocales, cantó:
Quieres algo sencillo esta noche
lo quieres sin ataduras
Una limpia reacción en cadena
y un poco de simpatía
Dices que es sólo consuelo
Al final es una compensación
a la inseguridad
Que así no hay sorpresas
Que así nadie se hiere
Ninguna cuestión moral nos asalta
No hay sangre en las camisas de seda
Pero para mí, sí, para mí
EL DOLOR LO ES TODO
El dolor es todo lo que hay
Chica, toma algo del mío
o lame un poco de éste
EL DOLOR LO ES TODO
El dolor es todo lo que hay
El dolor es TODO
De «Una entrevista con Rickenharp: El chico Matusalén», en la revista Guitar Player, mayo del 2017.
—GP: Rick, hablas todo el rato de la dinámica del grupo, pero tengo la impresión de que no empleas «dinámica» en el sentido musical usual.
—Rickenharp: La forma adecuada de crear un grupo simplemente es que los miembros se encuentren unos a otros, como hacen los amantes. En bares o como sea. Los miembros del grupo son como cinco elementos químicos que se juntan provocando una reacción química específica. Si la química es correcta, la audiencia se implica en esta clase de, bueno, reacción química social.
—GP: ¿No podría ser todo esto una ilusión de tu psique? Quiero decir, ¿la necesidad de un auténtico grupo totalmente integrado?
—Rickenharp (tras una larga pausa): Hasta cierto punto. Es cierto que necesito algo como eso. Necesito pertenecer. Quiero decir, vale, soy un «inconformista», pero aún así, a cierto nivel, necesito pertenecer. Quizás los grupos de rock son familias vicarias. La unidad familiar está herida de muerte, por lo que… el grupo es mi familia. Haría cualquier cosa por mantenerlo unido. Necesito a esos tíos. Si pierdo ese grupo sería como un niño al que le han matado la madre, el padre, los hermanos y hermanas.
Y Rickenharp seguía cantando,
EL DOLOR LO ES TODO
El dolor es todo lo que hay
Chica, toma algo del mío
Chupa algo de él
Sí, he dicho, EL DOLOR LO ES TODO.
Cantándolo insolentemente, mitad gritando, mitad balbuciendo el final de cada nota, con ese tono de que tejodan-zorra, practicando el acto mágico, aullando la melodía. Podía ver las puertas abriéndose en sus caras, incluso los minimonos, incluso los neutrales, todos los brillos, los rebos, los caoticistas, los prepos, los retros. Olvidando sus clasificaciones subculturales en la orgánica, orgásmica fusión de la música. Estaba empapado en sudor bajo la luz, exprimiendo sonidos con sus dedos, y era como si pudiera sentirlos tomar forma en sus manos, del modo en que un escultor siente la arcilla tomar forma bajo los suyos, y era como si no hubiera distancia entre escuchar el sonido en su cabeza y oírlo salir por los altavoces. Su cerebro, su cuerpo, sus dedos habían llenado la distancia, era un fusible superrefrigerado que se había fundido.
Una parte de él buscaba el peinado caoticista que había visto antes. Se decepcionó ligeramente cuando no la vio y se dijo: «Debes estar contento de tener este escape aunque sea tan estrecho; ella te hubiera llevado de vuelta al azul jefe».
Pero cuando la vio empujando hacia delante, Rickenharp le hizo un ligero gesto con la cabeza, con la forma arrogante del buen conocedor, se puso simplemente contento, y se preguntó qué estaba planeando su subconsciente para él… Todos estos pensamientos eran como relámpagos. La mayor parte del tiempo su mente consciente estaba concentrada completamente en el sonido y en el trabajo de provocar una respuesta en la audiencia. Tocaba desde el lamento, el lamento por la pérdida. Su familia iba a morir, y él tocaba las melodías que alcanzaban el triste acorde por la pérdida de alguien, como todo el mundo…
Y la banda estaba sobrenaturalmente unida. La gestalt estaba allí, uniéndoles, y él apretaba sus tenazas en el cuerpo colectivo de la audiencia, y los llevaba a donde él los quería llevar, y pensó: El grupo suena bien, pero no va a servir de nada cuando acabe la actuación.
Era como una pareja divorciada pasándoselo bien en la cama, pero sabiendo que aquello no arreglaría de nuevo su matrimonio. De hecho, ese «pasárselo bien» era el resultado de haber abandonado.
Pero mientras tanto estallaban los fuegos artificiales.
En la última canción del repertorio, la electricidad en el club era tan fuerte que, como una vez había dicho José, con melodramatismo de rockero, si la cortases, sangraría. La maría, la hierba y el tabaco flotando en el aire parecían conspirar con los focos de escena para crear una atmósfera de mágica distancia. Con cada cambio de clave en las cauciones, cambiaban las luces; del rojo al azul, del azul al blanco, del blanco al amarillo azufre, a la vez que una paralela longitud de onda emocional corría a través de la habitación. La energía crecía, y Rickenharp la descargaba; su Strat era el pararrayos.
Rickenharp soltó las cinco últimas notas en solitario, clavando el clímax en el aire. Luego salió fuera de escena, sin apenas escuchar el rugido de la multitud. Se descubrió a sí mismo yendo hacia el corredor de ladrillos revocados, y luego estaba en el vestuario y no recordaba cómo había llegado allí. Todo parecía más real que de costumbre. Sus oídos zumbaban como si Quasimodo estuviera tocando en su campanario.
Oyó pasos y se volvió, pensando en qué le iba a decir al grupo. Pero era la chica caoticista y alguien más, y luego un tercero que venía tras ese alguien más.
El alguien más era un tío esquelético, con pelo castaño revuelto de forma natural, no revuelto como siguiendo alguna de las subcorrientes culturales. Su boca colgaba ligeramente entreabierta, mostrando un incisivo ennegrecido. Su nariz estaba quemada por el sol y en el dorso de sus manos había venas abultadas. El tercero era un japonés; pequeño, ojos castaños, anodino, de expresión suave, un punto más amistosa que neutral. El caucásico delgado llevaba una chaqueta del ejército sin insignias, tejanos desgastados, y rotas zapatillas de tenis. Sus manos parecían nerviosas, como si estuviera acostumbrado a tener algo en ellas que ahora no tenía. ¿Un instrumento? Quizás.
El japonés vestía un traje de Acción Japonesa, de color azul celeste, impecable como un pincel. Sus manos parecían confortablemente vacías. Sólo había un bulto en su cadera, algo que podía alcanzar cruzando su brazo derecho y a través de la cremallera inferior del traje, y Rickenharp estaba bastante seguro de que era una pistola. Había algo en común en los tres; parecían medio desfallecidos de hambre.
Rickenharp tembló, la capa de sudor enfriándose sobre él. Pero se forzó a decir:
—¿Quépasssa?
Fue como masticar un trozo de madera. Miró por encima de ellos, esperando ver a la banda.
—El grupo está tras el telón —dijo la caoticista—. El bajo nos dijo «Dile mueveculparakí».
Rickenharp tuvo que reírse de su imitación del tecnita de Julio: «Dile que mueva su culo para aquí».
Entonces algo de la sensación de estar flotando desapareció y oyó los gritos, y se dio cuenta de que querían un bis.
—Joder, un bis —dijo sin pensarlo—. ¡Con lo que ha durado!
—Eh, colega —dijo el delgaducho, pronunciando colega con acento británico—. Te vi en Stonehenge hace cinco años, cuando tuviste tu segundo éxito.
Rickenharp pestañeó un poco cuando el tío dijo tu segundo éxito, señalando inadvertidamente el hecho de que Rickenharp sólo había tenido dos, y todo el mundo sabía que difícilmente tendría otro más.
—Soy Carmen —dijo la caoticista—. Éstos son Willow y Yukio.
Yukio se mantenía apartado de los otros, y algo que hizo le reveló a Rickenharp que estaba vigilando el pasillo con disimulo.
Carmen vio a Rickenharp mirar a Yukio y dijo:
—Los policías están bajando.
—¿Por qué? —preguntó Rickenharp—. El club tiene licencia.
—No es por el club, es por nosotros.
La miró y dijo:
—Eh, no necesito que me registren —tomó su guitarra y se fue hacia la entrada—. Haré mi bis antes de que pierdan interés.
Ella le siguió hasta la entrada, hacia el eco del pataleo pidiendo el bis, y le preguntó:
—¿Podemos quedarnos en el vestuario un rato?
—Sí, pero esto no es sagrado. Si vosotros podéis venir, los policías también —ahora estaban tras el telón. Rickenharp hizo una señal a Murch y empezaron a tocar.
Ella dijo:
—No son policías exactamente. Probablemente no conocen este tipo de sitios; buscarán entre la gente, no en el vestuario.
—Eres una optimista. Le diré al gorila que se quede aquí, y si alguien empieza a venir le dirá que está vacío, que acaba de mirar.
—Gracias —ella se volvió al vestuario. Él habló con el gorila y volvió al escenario. Se sentía agotado, la guitarra pesada. Pero se alimentó del nivel de energía de la sala y ésta le llevó a hacer dos bises. Los dejó deseando más, que es la manera de hacer las cosas, y, pegajoso de sudor, volvió a los vestuarios.
Todavía estaban allí: Carmen, Yukio, Willow.
—¿Hay una puerta de salida en el escenario? —preguntó Yukio—. ¿Al callejón?
Rickenharp asintió.
—Espera en la entrada. Saldré en un minuto y os la enseñaré.
Yukio asintió y se fueron a la entrada. El grupo vino, pasaron en fila ante Carmen, Yukio y el brit sin fijarse demasiado, pensando que eran unos colgados de detrás del escenario, excepto Murch que le miró las tetas a Carmen y fanfarroneó un poco, haciendo molinetes con sus palillos.
El grupo se sentó en círculo en el vestuario, riendo y dándose palmadas, encendiendo todo tipos de cigarrillos. No le ofrecieron ninguno a Rickenharp, sabían que él no fumaba.
Rickenharp estaba guardando la guitarra cuando José le dijo:
—Sangraste bien.
—¿Quieres decir que te chupó bien? —dijo Murch, y Julio soltó una risita.
—Sí —dijo Ponce—, el tío tiene buena cabeza, buen cuello y buenos riñones.
—¿Buenos riñones? ¿Rick te chupa los riñones? Creo que voy a vomitar.
Y la usual y pueril juerga del grupo, porque todavía estaban arriba tras una buena actuación retrasando lo que sabían que iba a llegar, hasta que Rickenharp dijo:
—¿De qué querías hablar, José? —José le miró a él y a los otros y se calló—. Sé que tienes algo en la cabeza —dijo suavemente Rickenharp.
José dijo:
—Bueno, es que… hay un agente que Ponce conoce, y este tío se podría hacer cargo de nosotros. Es un agente tecnita y haremos un circuito tecnita y, aunque tendríamos que trabajar para eso, ésta sería una buena base. Pero el tipo nos dice que necesitamos una actuación de cable.
—Tíos, habéis estado muy ocupados —dijo Rickenharp cerrando el estuche de la guitarra. José se encogió de hombros.
—Eh, no lo hemos hecho a tus espaldas; no supimos del tipo hasta ayer por la noche, por lo que, uhm, mantendremos el mismo personal pero cambiamos los trajes, cambiamos el nombre del grupo y escribimos nuevas canciones.
—Lo perderíamos —dijo Rickenharp sintiendo derrumbarse—. Perderíamos lo que tenemos. No lo tendréis haciendo esa mierda porque todo eso es forzado.
—El rock and roll no es una jodida religión —dijo José.
—No, no es una religión, es una forma de sonido. Ahora, ésta es mi propuesta: escribimos canciones nuevas pero en el mismo estilo que siempre. Lo hemos hecho bien esta noche; podría ser el comienzo de un cambio para nosotros. Nos quedamos aquí, construimos sobre la audiencia base que conseguimos esta noche.
Pero era como arrojar monedas al Gran Cañón. No se podía ni oír su choque en el fondo.
Todo el grupo le miró sin decir nada.
—Vale —dijo Rickenharp—. Vale. Hemos pasado por esto diez jodidas veces. Vale. Ya está bien —tenía un discurso de despedida para este momento, pero se le atascó en la garganta. Se volvió a Murch y dijo—: Crees que te van a mantener, ¿te dijeron eso? ¡Tonterías! Lo harán sin batería, tío. Mejor que aprendas rápido a programar —luego miró a José—. Que te jodan, José —dijo suavemente. Se volvió hacia Julio, que estaba mirando al muro opuesto como si estuviera descifrando algún grafito particularmente críptico—. Julio, te puedes quedar con el amplificador. Voy a viajar ligero.
Se dio la vuelta y, cargando con su guitarra, salió dejando silencio tras de sí.
Le hizo un gesto a Yukio y los condujo por la salida del escenario.
—¿Hay alguna posibilidad de que puedas ayudarnos a encontrar una pequeña tapadera? —le preguntó Carmen en la puerta.
Rickenharp necesitaba ahora compañía terriblemente. Asintió.
—Sí, si me das una dosis de mezcal.
—Desde luego —dijo ella.
Rickenharp se puso las gafas oscuras para protegerse del asalto del Paseo.
El Paseo se deslizaba por las balsas unidas de la Zona Libre durante una milla, girando hacia delante y hacia atrás, a través de un cañón abarrotado de salas de juego trufadas de neón y bombillas parpadeantes. Estaba cerrado sobre sí mismo, magnificado por la disposición y por el brillo de las luces de colores.
Rickenharp y Carmen caminaron a través de la pegajosa y calurosa noche casi al mismo paso. Yukio caminaba detrás, Willow delante. Rickenharp se sintió como parte de una patrulla en la selva. Y tenía aún otra sensación; que eran seguidos o vigilados. Quizás era sugestión, debida a ver que Yukio y Willow miraban por encima de sus hombros, de vez en cuando…
Rickenharp sintió una vibración de energía bajo sus pies, una sacudida que se extendió con un lánguido latigazo a través del flexible material de la calle, diciéndole que hoy habían subido los rompeolas, y los espigones alrededor de la isla artificial sufrían por el esfuerzo.
Las salas de juego ocupaban tres niveles por encima de la estrecha calle; cada nivel tenía su propia acera cubierta; la gente se paraba en la balaustrada para mirar abajo, a la segmentada serpiente que formaba el tráfico de la calle. El conjunto de salas de juego expulsaba hacia Rickenharp una rica amalgama de olores; el tueste de las patatas fritas de la comida rápida, la suave acritud del humo, humo de hierba, de gino, de tabaco, el aroma envolvente de los perfumes, de los olores de la orina mezclados con el de los puestos de pescado, la cerveza rancia, las palomitas de maíz y el aire marino; y por encima de todos ellos, el suave olor a ozono proveniente de los coches eléctricos cabalgando por la calle. La primera vez que estuvo allí, Rickenharp pensó que el lugar olía extraño para ser un sector de luz roja. «Es demasiado flojo», dijo. Entonces se dio cuenta de que faltaba el bajo continuo del monóxido de carbono. No había coches de combustión en Zona Libre.
Los sonidos salpicaban por encima de Rickenharp en una cálida ola de fecundidad cultural; canciones pop de baterías y cajas de ritmos crecían según iban pasando los tipos que llevaban insignificantes aparatos, si se los comparaba con el ruido que producían; el ritmo contagioso de la protosalsa o el calculado y redundante latir del minimono.
Rickenharp y Carmen caminaban bajo una arco de triunfo de fibra de vidrio, tan cubierto de grafitos que su significado original conmemorativo se había perdido, y fueron bajando despacio por la lechosa acera, bajo el alero del primer piso de salas de juego. El gentío multinacional se hacía más denso según se aproximaban al corazón del Paseo. Las suaves luces brillando hacia arriba, en medio de la acera de poliestireno, daban al gentío el aspecto de una película de terror de los cuarenta. A pesar de las gafas negras, el lugar asaltó a Rickenharp con millares de impulsos subliminales.
Rickenharp todavía estaba navegando por la ola de azul mezcal, pero la ola ya comenzaba a romperse; podía sentirla desplomándose bajo sus pies. Miró a Carmen. Ella le devolvió la mirada, y se entendieron. Ella miró alrededor, luego se dirigieron hacia la oscura entrada de un antiguo cine, un hueco lleno de basura a unos veinte pasos de la calle. Fueron a la entrada, mientras Yukio y Willow se quedaban de espaldas a la puerta, bloqueando la vista desde la calle, para que Rickenharp y Carmen pudieran meterse una doble dosis de mezcal azul. Había cierto placer de crío en refugiarse en un sitio apartado para tomar drogas, una oleada de romance por pertenecer a una banda de fueras de la ley. A la segunda inhalación, los grafitos de las puertas de batientes de fibra de vidrio de la entrada, parecían retorcerse con sentido.
—Se me está acabando —dijo Carmen, comprobando su bote de mezcal.
Rickenharp no quiso pensar en eso. Su mente ahora corría, y sentía cómo había saltado al modolenguaje del azul jefe.
—¿Ves ese grafito?: «Vas a morir joven porque TIE te ha robado la mitad tu vida». ¿Sabes lo que significa eso? No sabía qué era el TIE hasta ayer. Solía ver esas cosas y me preguntaba qué era, hasta que alguien me lo dijo.
—Inmortalidad y no sé qué más —dijo ella, lamiendo el mezcal azul del borde de su inhalador.
—Tratamiento de Inmortalidad para la Élite. Supuestamente cierta gente se reserva un tratamiento de inmortalidad sólo para ellos, porque el gobierno no quiere que la gente viva mucho tiempo y así abarroten el lugar. Otra tonta teoría conspiratoria.
—¿No crees en las conspiraciones?
—No sé, en algunas. En nada tan traído por los pelos. Pero pienso que la gente está siendo manipulada todo el tiempo. Incluso aquí, este lugar te golpea, ya sabes. Como…
—Bueno, niños —le interrumpió Willow—, ¿podemos dejar la clase de sociología para más tarde, eh? Tío, ¿dónde está el lugar ése donde tu colega nos puede sacar de la isla?
—Vamos —dijo Rickenharp, llevándolos de vuelta a la corriente de la multitud, pero siguiendo el hilo del rap del mezcal azul, sin perderlo—. Quiero decir, este sitio es como Times Square, ¿no? E incluso uno lee novelas sobre él. Ése era su arquetipo. O quizás algunos lugares de Bangkok. Quiero decir, esos sitios están preparados cuidadosamente. Quizás subconscientemente, pero tan minuciosamente dispuestos como los jardines japoneses, sólo que con la estética inversa. Cierto, todo evangelista llorica, justiciero, estreñido, que alguna vez haya predicado contra la seducción diabólica de lugares como éste, estaba en lo cierto de alguna manera, estaba completamente justificado porque, sí, estos lugares te excitan y te seducen y vampirizan a la gente. Sí, son atrapamoscas de Venus. Svengalis arquitectónicos. Sí a todos los clichés sobre lo malo de la ciudad. A todos los reverendos predicadores: Reverendo Iko, Reverendo… ¿Cuál es su nombre?… Reverendo Rick Crandall el Sonrisas.
Ella le miró con dureza. El se preguntó por qué, pero el mezcal le seguía arrastrando.
—Todos los predicadores están en lo cierto, pero la razón por la que lo están es la que hace que también estén equivocados. Aquí todo trata de venderte algo. Cantidades de luces y remolinos que te succionan para seducirte, para que dilapides tu energía en forma de dinero en ellos. La gente viene aquí principalmente para comprar o para ser excitados cuando están a punto de comprar. La tensión entre querer comprar y la resistencia a comprar puede originar una carga eléctrica. Es esto lo que interesa: dejo que excite mis glándulas pero retrocedo cuando tengo que pagar. ¿Sabes? Simplemente es una constante excitación, pero sin correrse, porque desperdiciarías tu dinero, o pillarías una enfermedad social, o te robarían o te venderían drogas adulteradas, o algo… Quiero decir, lo que aquí se vende no tiene valor, son tonterías. Pero, para mí, esta noche es más duro resistirme… —sin decir: porque estoy colocado—. Te hace susceptible. Receptivo a mensajes subliminales ocultos en el diseño de los letreros, esos cinéticos horteras, esas jodidas bombillas que se encienden y se apagan; eso te hace pensar en los viejos modelos de computación, pensamiento binario, encendido-apagado, encendido-apagado, parpadeo, parpadeo, todos esos fluorescentes, poniéndote en trance como el péndulo del hipnotista en las viejas películas… Y el tipo de colores que usan, la energía de los letreros, el ritmo de su encendido, el ritmo de encendido-apagado de las bombillas, todo eso diseñado de acuerdo a los principios de la psicología que incluso la gente que lo hace no sabe que los están usando, colores que señalan, sabes, descargas glandulares y corrientes químicas estimulantes hacia los centros de placer… Como las obscenidades que salen de la pintada boca de una puta por la que pagas… como los videojuegos… quiero decir.
—Sé a qué te refieres —dijo ella, comprando con desesperación una cerveza en un vaso de papel—. Debes de tener sed después de ese monólogo. Toma —puso el vaso espumoso bajo su nariz.
—Hablo demasiado. Lo siento —se bebió la mitad de la cerveza en tres tragos, tomó aliento, la terminó, y por un momento sintió el paraíso en su garganta. Una ola de quietud lo invadió, y luego se evaporó cuando el mezcal azul volvió a quemarle otra vez. Sí, estaba conectado.
—No me importa escuchar tu rollo —contestó ella—, excepto que quizás tengas mucho que decir y no estoy segura de que no nos estén grabando.
El asintió avergonzado y siguieron. Aplastó el vaso en la mano y comenzó a hacerlo tiras metódicamente mientras caminaban.
Rickenharp disfrutaba de la lujuria de colores del lugar, colores que se mezclaban y desaparecían sobre la multitud, haciendo de la corriente de sombreros y cabezas un muestrario de iridiscentes telas y, al mismo tiempo, haciendo brillar los coches como fragmentos móviles de hielo.
Tomas la palabra pasión, pensó Rickenharp, y la colocas cruda en una bañera llena del jugo de la palabra atracción. La dejas y permites que los ácidos de la atracción blanqueen los colores de la pasión, con lo que obtienes una suerte de arco iris de gasolina en la superficie de la bañera. Extraes el arco iris de petróleo con un cedazo para quesos, lo pasas por un alambique y lo diluyes del todo en el aceite de la inocencia de los dibujos animados y el extracto de la subjetividad pura. Ahora haces pasar la corriente eléctrica a través del alambique y obtienes todos los tubos de neón que unen el Paseo de Zona Libre.
El Paseo, estrechándose ante ellos, era un tubo de luces coloreadas, convergiendo en un caleidoscopio; las fachadas cóncavas de cada lado se iluminaban con una docena de diferentes tipos de letreros. El flujo sensual de datos de neón estaba fragmentado en astutos intervalos irregulares con los imponentes logotipos, a lo Times Square: CANON, ATARI, NIKE, COCACOLA, WARNER AMEX, SEIKO, SONY, NASA CHEMCO, BRAZILIAN EXPORTS, EXXON y NESSIO. En todos ellos, sólo uno fue afectado por la guerra. Un cartel sin encender: FABRIZZIO y ALLINNE, una compañía francoitaliana, destruida por los bloqueos soviéticos. Estaban apagados, muertos.
Pasaron por una tienda de camisetas-TV, de donde los turistas salían con sus pechos proyectando imaginería de vídeo en movimiento, circuitería microfina y chips tejidos en el pecho de la camiseta, mostrando la secuencia elegida por cada cual.
Camellos callejeros de todas las razas vendían azúcar beta mezclada con beta endorfinas y conchas del propio fondo marino de Zona Libre, agujereadas y ensartadas, además de anillos cifrados de holocubos pornográficos con instantáneas de uno mismo con su esposa. ¿O con su amante?
A pesar de la cercanía de África, los negros africanos eran allí escasos. La administración de Zona Libre los consideraba un peligro para la seguridad. Los turistas eran principalmente japoneses, canadienses, brasileños montados en la cresta del boom brasileño, surcoreanos, chinos, árabes, israelíes y un pequeño número de americanos. Ya muy pocos de esos malditos americanos, gracias a la depresión.
La atmósfera era la de una sauna. Era un baño de vapor multicolor. El aire espesado por los variados humos del lugar envolvía el brillo del neón, filtrando y oscureciendo los colores de los letreros, las camisetas-TV y la joyería fosforescente. En lo alto, entre las piezas de un rompecabezas que no encajaban del todo, hecho de carteles, luces y vídeos de las casas de placer que supuraban imaginería sexual, se vislumbraban pedazos azules y negros del cielo nocturno. Al nivel de la calle, el caos tenía su límite en las puertas abiertas a cada lado; la corriente de gente entraba y salía para mirar tiendas y salones de humoestim, tiendas de recuerdos y teatros holocúbicos y, especialmente, las galerías de excitación.
Los camellos se movían como peces de arrecife, mordiendo y escapando, deteniéndose para ofrecer. «I De, tengo I Dé». ID, Implante Directo, estimulación directa ilegal de los centros del placer. Y drogas, cocaína y varias hierbas fumables, estims y sedantes; la mitad de los camellos eran artistas quemados que vendían bicarbonato o pseudoestims. Con frecuencia les entraban a Rickenharp y Carmen porque parecían habituales y porque Carmen llevaba un inhalador. El mezcal azul y los inhaladores estaban prohibidos, pero también otro montón de cosas sobre las cuales la policía de Zona Libre hacía la vista gorda. Se podía llevar inhalador y tenerlo lleno de sustancia, pero el acuerdo tácito era no usarlo abiertamente, sino en algún lugar discreto.
Y putas de ambos sexos recorrían la calle, ofreciéndose descaradamente. Se suponía que la administración de Zona Libre regulaba toda la prostitución, pero se toleraba a las putas del mercado negro en tanto en cuanto alguien pagara por la protección de la patrulla y siempre que no se volvieran muy numerosas.
La multitud que afloraba era como un continuo muestrario de la variedad humana. Cambiaba otra vez y un chulo de especialidades aparecía, empujando a una pareja adolescente; tenían que andar a trompicones porque estaban embutidos en trajes de cuero negro, una especie de camisas de fuerza bien prietas. Sus rostros eran un misterio bajo máscaras de cuero sin adornos que les cubrían completamente las caras; dispositivos de aluminio mantenían sus bocas abiertas del todo, para que resultasen imitadoras, pero para Rickenharp semejaban las víctimas de algún loco especialista en ortodoncia.
La guardia de seguridad de Zona Libre infestaba las calles con sus uniformes antibala, que le recordaron a Rickenharp a los árbitros de béisbol: caras encerradas en cascos, pistolas de combinación, cerradas en las cartucheras; se decía que estaban entrenados para abrir una combinación de cuatro dígitos en un segundo.
Normalmente estaban paseando y murmuraban por la radio de sus cascos. Luego, vieron a dos de ellos acosando a un artista trilero de la calle, un pequeño tipo negro medio blanqueado que no podía costearse el tratamiento completo, empujándolo del uno al otro, bromeando entre ellos a través de los amplificadores del casco, sus voces sobresaliendo por encima del ruido discotequero de los altavoces de la tienda de cassettes.
—¡QUÉ COÑO ESTÁS HACIENDO EN MI RONDA, SACO DE MIERDA! OYE, BILL, ¿sABES LO QUE ESTE TÍO ESTÁ HACIENDO EN MI RONDA?
—JODER, NO, NO SÉ LO QUE ESTÁ HACIENDO EN TU RONDA.
—ME ESTÁ PONIENDO ENFERMO CON SU TIMO DE TRILERO MIERDOSO, ESO ES LO QUE ESTÁ HACIENDO.
Uno de ellos golpeó demasiado fuerte al chico con el brazo reforzado de su traje antidisturbios, y el trilero se derrumbó en el suelo, al instante, como una peonza a la que se le acaba la cuerda.
—VES, BILL, VAGABUNDEANDO POR EL PASEO DE LA ZONA.
—LO VEO Y ME PONE ENFERMO, JIM.
Los dos animales arrastraron al tío menudo por el tobillo hasta un quiosco de forma oblonga, y lo metieron en una cápsula. La sellaron, garabatearon un informe que pegaron al marco del plástico duro de la cápsula. Luego metieron la cápsula del hombre en el tubo succionador del quiosco. La cápsula fue succionada hacia abajo, de acuerdo al principio del correo por tubo, hasta la cárcel de Zona Libre.
—Parece como si emplearan alguna clase de vertedero de basura para deshacerse de la gente —dijo Carmen cuando pasaron al lado de los policías. Rickenharp la miró.
—No os pusisteis nerviosos al pasar cerca de los maderos. Así que no se trata de ellos, ¿no?
—Nooo.
—¿Me dirás a quién se supone que estamos evitando?
—Buah, buah.
—¿Cómo sabes que esos maderos de fuera de la ciudad que tanto te preocupan no han ido a los locales y reclutado su ayuda?
—Yukio dice que no lo harán, no quieren que nadie vigile lo que hacen aquí porque a la administración de Zona Libre no le gusta.
—Mmm…
Rickenharp lo adivinó; debían de ser de la Segunda Alianza.
La Corporación para la Seguridad Internacional Segunda Alianza, los criptofascistas que se movían por el naufragio de Europa. La SA cumplía el papel de una policía multinacional, haciéndose cargo de imponer su idea del orden donde las desmoralizadas legiones de la OTAN se habían colapsado. El atractivo de la SA y sus simpatizantes llegaba más lejos y más profundamente en la medida en que la guerra se encarnizaba sin esperanza. Pero nunca en la Zona Libre; al jefe independiente de Zona Libre le hubiera gustado ver gaseados a los de la SA. No podían operar allí, excepto de incógnito.
—¡Los jodidos bestias de la SA! ¡Mierda!… —el mezcal azul reforzaba la paranoia de Rickenharp. La adrenalina le salió a borbotones, haciendo que su corazón se disparara. Empezó a sentirse claustrofóbico en medio de la multitud. Comenzó a ver formas en el movimiento en torno suyo, las formas estaban cargadas de significados sobreimpresionados en su mente galvanizada por el miedo. Formas que se reían de él diciendo: La SA está detrás, muy cerca. Sintió en su revuelto estómago una combinación de horror y exaltación.
Toda la noche había procurado con gran esfuerzo suprimir los pensamientos sobre su grupo. Y de su fallo para hacer que el grupo funcionara. Lo había perdido. Y era casi imposible que alguien entendiera por qué eso era, para él, igual que cuando un hombre pierde a su mujer y a sus hijos. Todos estos años esforzándose por ese grupo, luchando por conseguir programar un lugar en los media de la Parrilla. El grupo estaba ahora herido de muerte y, en consecuencia, también su identidad. Sabía que de algún modo sería inútil tratar de montar otro grupo. La Parrilla simplemente no le quería y él no quería a la jodida Parrilla. Y su exaltación era justo eso: en su interior, el feo agujero del marginado se cerraba cuando pensaba en los animales de la SA. Ésos bestias amenazaban su vida, y la amenaza lo absorbía en algo que hacía posible olvidarse de su banda. Había encontrado una vía de escape.
Pero el horror también estaba allí. Si lo atrapaban con los enemigos de la SA…, si los animales de la SA lo capturaban…
Se rio de Carmen y ella lo miró sin expresión y preguntándose qué significaba esa risita.
Y ahora, ¿qué?, se preguntó a sí mismo. Ir a OmeGaity. Encontrar a Frankie. Frankie era la salida.
Pero costaba tanto llegar allí… Pensaba que la droga le estaba jodiendo el sentido del tiempo. La percepción alterada hace que parezca que todo cuesta más tiempo.
La multitud pareció adensarse, el aire más caliente, la música más alta, las luces más brillantes. Le estaba alcanzando a Rickenharp. Comenzó a perder la capacidad para distinguir lo que pasaba en su mente y lo que pasaba a su alrededor. Comenzó a verse a sí mismo como una molécula enzimática flotando en una corriente sanguínea macroscópica. El tipo de cosa que siempre le anegaba cuando tomaba drogas energizantes en un entorno de sobreestimulación sensorial.
¿Qué soy?
Las ardientes flechas de neón naranja de la marquesina sobre su cabeza parecieron salirse, serpentear bajando del muro, sobre la acera, enrollarse en sus tobillos para intentar meterlo en una sala de excitación. El local mostraba hologramas de cosas en pares: pechos y nalgas se proyectaron hacia él, y él respondió contra su voluntad, como siguiendo un cliché, sintiendo una erección bajo sus pantalones. Estímulo visual: el mono ve, el mono responde. Pensó: «La campana suena, y el perro saliva».
Miró por encima de su hombro. ¿Quién era ese tipo con las gafas de sol de ahí atrás? ¿Por qué llevaba gafas de sol de noche? Quizás fuera un SA.
Nooo, tío: —yo llevo gafas de sol a la noche. No significa nada.
Intentó sacudirse la paranoia, pero de alguna manera era paralela a la corriente subterránea de excitación sexual. Cada vez que veía una puta o el cartel de un vídeo pornográfico, la paranoia lo atrapaba, como el aguijón de un escorpión clavándose en la corriente de su excitación adolescente. Y pudo sentir las puntas de sus nervios salirse de su piel.
¿Quién soy? ¿Soy la multitud?
(Dándose cuenta de que después de haber estado limpio tanto tiempo, su tolerancia hacia el mezcal azul era muy baja).
Vio a Carmen mirar algo en la calle, y luego murmurar apresuradamente a Yukio.
—¿Qué pasa? —preguntó Rickenharp.
Ella susurró:
—¿Ves esa cosa plateada? ¿Ésa cosa plateada revoloteando? Allí, sobre el taxi… Sólo mira, no puedo señalar.
Miró a la calle. Un taxi estaba subiendo a la acera. Su motor silbaba como si se hubiera metido en un montón de basura. Sus ventanas estaban tintadas con un reflejo de mercurio. Sobre él y un poco más atrás, un pájaro cromado aleteaba, sus alas convertidas en un zumbante borrón. Era del tamaño de un tordo y tenía un objetivo en vez de cabeza. Tenía algún tipo de insignia sobre el pecho de aluminio. No pudo saber a quién pertenecía.
—Lo veo. No puedo decirte qué es.
—Creo que lo dirigen desde el taxi. Es como ellos. Vamos.
Ella se metió en un local de excitación. Willow, Yukio y Rickenharp la siguieron. Tuvieron que comprar fichas para entrar. Compraron lo mínimo, una por cabeza. Un viejo tipo calvo, gordezuelo, contó las fichas sin mirarlos, sus ojos atrapados por una pantalla de televisión en su muñeca. En su muñeca, un noticiario en miniatura estaba recitando con una tenue vocecita: «… intentado hoy asesinar al director de la Segunda Alianza, el reverendo Rick Crandall…», y luego otra voz murmuró, distorsionada: «Crandall se encuentra en situación crítica y estrechamente vigilado en el Centro Médico de Zona Libre. La sorprendente presencia de Crandall en una reunión en el Hilton Fuji de Zona Libre…».
Recogieron sus fichas y fueron a la galería. Rickenharp oyó a Willow susurrar a Yukio:
—Ése cabrón está vivo todavía.
Entonces, Rickenharp sumó dos y dos.
La galería de excitación era como un empedrado de carne, cada superficie vertical disponible tomada por una emulsión de humanidad desnuda, generalmente fotos espantosas estilo polaroid. Cuando uno pasaba de un holograma al otro, se veía a la gente boca abajo o desparramada o jugando o colocada en las mil variantes de la cópula, como si un niño hubiera estado jugando con muñecos desnudos y los hubiera dejado tirados. Una intensa luz roja zumbaba en cada cabina; la luz estaba dispuesta en una longitud de onda calculada para provocar curiosidad sexual. En cada «cabina privada» había una pantalla y un consolador. El consolador parecía un aspirador del siglo XX, con una enorme tapa de salero en el extremo. Veías las fotos, escuchabas los sonidos y te pasabas el consolador sobre las zonas erógenas; el consolador excitaba las terminaciones nerviosas adecuadas con un campo eléctrico que penetraba subcutáneamente, regulado con mucha precisión. Se podía distinguir en los gimnasios a los tíos que usaban demasiado el consolador. Úsese más de los «treinta minutos recomendados» y la piel parece y se siente como quemada por el sol… Otras cinco fichas en las máquinas activaban una máscara de oxígeno que caía de una portezuela del techo, bombeando una mezcla de nitrato de amilo y feromonas.
—Para decirlo a la manera clásica —dijo Yukio repentinamente—, ¿hay alguna otra manera de salir de aquí?
Rickenharp asintió.
—Sí. Éste sitio está en una esquina, por lo que hay posibilidades de que tenga dos entradas, una en cada esquina. Y quizás una salida al callejón…
Willow estaba mirando un póster rompecabezas, con una instantánea de dos hombres, una mujer y una cabra. Se acercó un paso, mirando con intensidad a la cabra como si estuviera buscando algún rasgo familiar, y la cabina sintió su cercanía; las imágenes del póster comenzaron a moverse, doblándose, lamiéndose, penetrándose, transformándose con una extrañamente ritualizada torpeza; la luz de la cabina incrementó su brillo rojo, disparando una dosis de feromonas y de nitrato de amilo, tratando de seducirlo.
—Bueno, ¿dónde está la otra puerta? —susurró Carmen.
—¿Qué? —Rickenharp la miró—. ¡Oh! Lo siento, estoy tan…, no estoy seguro —miró sobre su hombro y bajó la voz—. El pájaro espía no nos ha seguido.
Yukio murmuró:
—Los campos eléctricos de los consoladores confunden los sistemas de guía del pájaro. Pero debemos ir siempre un paso por delante de ellos.
Rickenharp miró a su alrededor, pero el laberinto de cabinas negras y empedrado de carne parecía doblarse sobre sí mismo, girar tortuosamente, como bajando por un desagüe cubista…
—Yo encontraré la otra puerta —dijo Yukio. Rickenharp le siguió agradecido. Quería salir.
Se apresuraron por el estrecho pasillo entre las cabinas de consoladores. Los clientes se movían morosamente, de una cabina a otra, leyendo los anuncios, recorriendo los menús fetichistas para los códigos personales de su libido, sin mirarse entre sí, sólo por el rabillo del ojo, respetando cuidadosamente los espacios personales, como temerosos de la volatilidad de su dormido fuelle sexual.
Se oía música alegre, con jadeos que salían de alguna parte; las luces rojas eran como el brillo de la sangre en la mano bajo una intensa luz. Pero el lugar resultaba rigurosamente calvinista por el conjunto de prohibiciones observadas de modo tácito. Aquí y allá, a cada vuelta de los calurosos y estrechos pasajes entre las filas de cabinas, aburridos guardias de seguridad sin uniforme se balanceaban sobre sus tacones, y les decían a los mirones: «No se entretengan, pueden comprar fichas en el mostrador».
Rickenharp vio de pronto que el lugar quería absorber su sexualidad, como si los tubos de los aspiradores en las cabinas fueran a aspirar su energía orgánica, dejándole seco como un castrado.
Salgamos de una jodida vez de aquí, se dijo.
Entonces vio SALIDA, y corrieron hacia fuera.
Estaban en el callejón de atrás. Miraron hacia arriba, alrededor, casi esperando ver al pájaro. No estaba. Sólo las juntas grises de las planchas de estirocemento, llamativamente monocromas tras la voracidad cromática de la galería de excitación.
Salieron al final del callejón, miraron un momento a la multitud agitarse en ambas direcciones. Era como estar en la orilla de un torrente. Luego se sumergieron en él; Rickenharp imaginaba que estaba mojándose en la carne licuada del torrente humano, al tiempo que se dirigía por un innato instinto a su objetivo original: el OmeGaity.
Entraron empujando los batientes de las puertas negras que se descascarillaban en la oscura podredumbre de la entrada del OmeGaity, y Rickenharp le dio su chaqueta a Carmen, para que ocultara sus pechos desnudos.
—Sólo se admiten hombres —dijo él—, pero si no pones tu femineidad en su línea de visión quizás nos dejen colarnos.
Carmen se puso la chaqueta, subió la cremallera muy cuidadosamente, y Rickenharp le dio sus gafas negras.
Rickenharp golpeó en la ventanilla de la cabina junto la puerta cerrada que conducía a las habitaciones de encuentros. Detrás del cristal, alguien miró desde una pantalla de televisión.
—Hola, Carter —dijo Rickenharp.
—Hola. —Carter le lanzó una risita. Carter era, siendo él el primero en admitirlo «un-mariquita-a-la-moda». Estaba envuelto en un flexible abrigo de color gris barco de guerra, con un peinado blanco al estilo minimono. Pero un verdadero mini le hubiera despreciado por llevar también un pendiente de aro luminoso. Destellaba con una serie de palabras en pequeñas letras verdes: Que… te… jodan… si… no… te… gusta… Que… te… jodan… si… Los minis hubieran considerado esto como «emparrillado». Y, de cualquier modo, la ancha cara de sapo de Carter no encajaba con la esbeltez de la apariencia minimono. Miró a Carmen—. Chicas no, Harpie.
—Drag queen —dijo Rickenharp. Deslizó un billete de veinte newbux a través de la abertura de la ventanilla—. ¿Vale?
—Vale, pero ella es la que corre el riesgo —dijo Carter y metió los veinte en las copas de su bikini color carbón.
—Vale.
—¿Has oído lo de Geary?
—No.
—Se mató con blanco de China porque le pegaron la meada verde.
—Oh, mierda —a Rickenharp se le puso la carne de gallina. Su paranoia se disparó de nuevo, y para controlarla dijo—: Bueno, no voy lamer nada de nadie. Busco a Frankie.
—Ése gilipollas. Está aquí, celebrando un juicio o algo así. Pero, cariño, todavía tienes que pagar la entrada.
—Por supuesto —dijo Rickenharp.
Sacó otros veinte newbux de su bolsillo pero Carmen, poniendo una mano en su brazo, dijo:
—Esto lo pagamos nosotros —y puso los veinte.
Carter los cogió con una risita.
—Tío, a esta reina le han hecho un trabajo de laringe realmente bueno —dijo sabiendo que era una jodida chica—. ¿Todavía tocas en…?
—Se me acabó el contrato. —Rickenharp cortó el tema, intentando enfrentarse a su dolor. El azul jefe había bajado de su punto álgido, y le había dejado sintiéndose como si estuviera hecho de cartulina por dentro, como si la más mínima presión pudiera hacerlo reventar. Sus músculos temblaban de vez en cuando, irritados como los pies con rozaduras de un niño nervioso. Estaba hundiéndose. Necesitaba otra dosis. Cuando estás colocado, las cosas presentan su cara amable, su lado mejor; cuando estás de bajón, las cosas muestran su aspecto más lamentable y cuando estás bajo del todo, las cosas muestran su trasero, sus aspectos más negativos. «Anótalo para una letra de canción».
Carter apretó el timbre que abría la puerta y la cerró en cuanto pasaron.
Dentro hacía calor y había humedad, oscuridad.
—Creo que tu azul estaba cortado con coca o meta o algo —le dijo Rickenharp a Carmen cuando se alejaban de la puerta de acceso—. Porque me estoy hundiendo más rápido de lo que debería.
—Sí, probablemente… ¿A qué se refería con eso de la meada verde?
—Resultado positivo de sida-tres, el sida que te mata en tres semanas. Pones una píldora del test en tu orina, y si la orina se vuelve verde, tienes sida. No hay cura para este nuevo sida por lo que el tipo… —se encogió de hombros.
—¿Qué coño es este sitio? —preguntó Willow.
En voz baja, Rickenharp le contestó.
—Es algo así como un baño gay pero sin baños; un lugar de encuentro para homos. Pero la mitad de la gente que hay aquí son heteros que se quedan sin pasta en los casinos, y lo usan como lugar barato para dormir, ¿sabes?
—¿Sí?, ¿y cómo es que conoces un sitio así?
Rickenharp preguntó con una risita sarcástica:
—¿Me estás llamando homo?
Alguien, en una alcoba a oscuras a un lado, se rio.
Willow estaba discutiendo en voz baja con Yukio.
—No me gusta esto, eso es todo, los jodidos maricas pillan millones de jodidas enfermedades. Uno de esos mirones que parece un filete de buey bronceado se va a correr sobre mi pierna.
—Sólo vamos a caminar, no vamos a tocar nada —dijo Yukio—. Rickenharp sabe lo que se hace.
Y entonces Rickenharp pensó: Espero que sí. Quizás Frankie pudiera ponerlos a salvo de Zona Libre, quizás no.
Los muros eran mamparas negras. Era el negativo del laberinto del local de excitación. Había una luz roja más corriente y también el peculiar olor que generan montones de cuerpos sobre cuerpos y sus secreciones, de varios tipos de humo, lociones de afeitado, jabón barato y la inevitable peste a sudor. Y por debajo, espermicida KY, desinfectantes y semen rancio. Las mamparas terminaba a los diez pies de altura y las sombras se unían en el techo, allá arriba, a lo lejos. Era un espacio reconvertido de un almacén, que provocaba una extraña sensación doble: claustrofobia dentro de agorafobia. Pasaron las madrigueras de las citas. Caras borrosas y anónimas se giraron para ficharlos al pasar, con expresión tan fría como la de una cámara.
Los locales como éste no habían cambiado significativamente en cincuenta años. Algunos eran más mugrientos que otros. Los más mugrientos tenían las letrinas atascadas y proyectaban pornografía desenfocada de 16 milímetros con lo que se suponía era su banda sonora gruñendo como un borracho desde los altavoces. Y el OmeGaity pertenecía a los más mugrientos.
Pasaron por la sala de juegos con sus billares manchados y sus averiados videojuegos. Despegándose de los muros, entre las máquinas, había pósters de hombres tan exquisitamente femeninos como insoportablemente machos, caricaturas con genitales agrandados y músculos que parecían algún tipo de órgano sexual, con caras de surfistas californianos.
Carmen se mordió el dedo para evitar reírse de ellos, maravillándose del peculiar narcisismo del lugar. Dos hombres dirigían a otro hacia un cubículo diseñado como una granja, hacia un banco de madera dentro del «establo de los caballos». Chasquidos de carne húmeda. Willow y Yukio apartaron la mirada. Carmen contempló el sexo gay con fascinación. Rickenharp pasó sin alterarse, dirigiendo el camino a través de otros nidos de medianoche; pasando al lado de hombres dormidos en bancos y sillones que se reían con desagrado, y que, somnolientos, se quitaban de encima con una palmada manos indeseadas. Y encontró a Frankie en la sala de la televisión.
La sala de la televisión era brillante, bien iluminada, los muros de un alegre amarillo. Había lámparas de motel en las mesitas, un sofá, una vulgar televisión en color conectada a un canal de rock, y una hilera de monitores de televisión en el muro. Era como emerger del submundo. Allí Frankie se sentaba en el sofá, esperando a sus clientes.
Frankie manejaba un terminal portátil que había conectado a una entrada de la red. El cliente le daba el número de su cuenta o de su tarjeta de crédito. Frankie comprobaba la cuenta, transfería los fondos a la suya (bajo el concepto de tasas por consulta) y le pasaba los paquetes.
En los monitores de vídeo de la pared se veía la sala de la orgía, una cinta porno y una cadena de televisión por satélite de la Parrilla. En este último, un locutor gimoteaba por el frustrado asesinato de Crandall, esta vez en tecnita. Rickenharp esperaba que Frankie no cayera en la cuenta y empezara a relacionar cosas. Frankie el Espejo intentaba sacar beneficio de donde fuera, y la SA siempre pagaba la información.
Frankie estaba sentado en el sofá de vinilo azul desvaído, inclinado sobre su terminal de bolsillo en la mesita de café. El cliente de Frankie era un homo «disco» con el brillo azul de un tiburón, músculos de esteroides y un kimono de karate. El tipo estaba a un lado, mirando el pequeño bolso de tela con paquetes azules que había sobre la mesita de café, mientras Frankie acababa la transacción.
Frankie era negro. Su cráneo calvo había sido pintado con cromo reflectante, por lo que su cabeza era un espejo que reflejaba las pantallas de televisión como un diminuto ojo de pez. Llevaba un traje gris a rayas de tres piezas. Uno de verdad, pero arrugado y manchado como si hubiera dormido con él puesto, o quizás follado. Apuraba un purito Nat Sherman hasta su boquilla dorada. Su ojos sintéticos bizcos tenían un rojo demoníaco. Le lanzó una risita ambigua a Rickenharp. Miró a Willow, Yukio y Carmen e hizo un gesto burlón.
—Jodidos narcos, cada día se vuelven más guapos con esos disfraces. Ahora hay cuatro de ellos aquí, uno se parece a mi amigo Rickenharp, los otros tres parecen dos refugiados y un diseñador por ordenador. Pero el japo no tiene cámara. Que se vayan.
—¿De qué va esto? —empezó Willow.
Rickenharp le hizo un gesto de no darle importancia, que significaba: No va en serio, gilipollas.
—Tengo que hacer dos compras —anunció y miró al comprador de Frankie. El comprador tomó su paquete y desapareció en las madrigueras—. Primera —dijo Rickenharp sacando su tarjeta de crédito de la cartera—, necesito azul jefe, tres gramos.
—Ahí tienes, colega. —Frank pasó un lápiz láser sobre la tarjeta, luego tecleó pidiendo el balance de la cuenta. El terminal pidió su código privado. Frankie le pasó el terminal a Rickenharp, quien tecleó su código y luego lo borró para que no se viera. Luego tecleó la transferencia de fondos a la cuenta de Frankie. Frankie tomó el terminal y volvió a comprobar la transferencia. El terminal mostró el nuevo balance de Rickenharp y el beneficio de Frankie—. Esto va a acabar con la mitad de tu cuenta, Harpie —dijo Frankie.
—Tengo algunos planes.
—He oído que tú y José habéis acabado.
—¿Cómo te has enterado tan rápido?
—Ponce estuvo comprando.
—Sí, bien, ahora que me he deshecho del peso muerto, mis perspectivas son incluso mejores —pero, cuando lo dijo, sintió ese peso muerto en sus tripas.
—Tu mercancía, tío. —Frankie buscó en el bolso de tela y sacó tres bolsas de polvo azul, ya pesadas. Miró ligeramente divertido. A Rickenharp no le gustó su mirada. Parecía decir Sabía que volverías, mierdecilla quejosa.
—Que te jodan, Frankie —dijo Rickenharp cogiendo los paquetes.
—¿Por qué ese repentino brote de descontento, mi niño?
—No te importa, jodido cabrón.
La expresión autosuficiente de Frankie se multiplicó por tres. Miró interrogador a Carmen, a Yukio y a Willow.
—Hay algo más, ¿verdad?
—Sí. Tenemos un problema. Aquí mis amigos quieren irse de esta balsa. Necesitan irse por detrás, para que no les vean los gerifaltes.
—¿Qué clase de red les han echado?
—Es un grupo privado. Estarán vigilando el helipuerto. Todo lo que salga.
—Teníamos otra vía de escape —dijo de pronto Carmen—. Pero la volaron.
Yukio la calló con una mirada. Ella se encogió de hombros.
—Muuuyyy misterioso —dijo Frankie—. Pero hay unos límites de seguridad para la curiosidad. Vale. Tres de los grandes os conseguirán tres literas en mi próximo barco. Mi jefe envía un equipo a recoger un cargamento. Seguramente os puedan llevar allí. No obstante, va al este. ¿Entendéis? Ni al oeste ni al sur. Una y sólo una dirección.
—Es todo lo que necesitamos —dijo Yukio, que sonreía y asentía como si le estuviera hablando a un empleado de una agencia de viajes—. Al éste, a algún lugar del Mediterráneo.
—Malta —dijo Frankie—. La isla de Malta. Es todo lo que puedo hacer.
Yukio asintió. Willow se encogió de hombros, Carmen aprobó con su silencio.
Rickenharp estaba probando la mercancía. De la nariz al cerebro, y directa a trabajar. Frankie lo miraba complacido. Frankie era un connoiseur de las transformaciones que las drogas producían en la gente. Observaba cómo cambiaba la expresión de la cara de Rickenharp. Miraba el salto de Rickenharp hacia el modo «autista».
—Vamos a necesitar cuatro camas, Frankie —dijo Rickenharp.
Frankie enarcó las cejas.
—Mejor que te decidas cuando se te acabe esa mierda.
—Lo decidí antes de tomarla —dijo Rickenharp, sin estar seguro de si era verdad.
Carmen le estaba mirando.
La tomó del brazo y le dijo:
—¿Podemos hablar? —la sacó de la sala al oscuro pasillo. La piel de su brazo era dulcemente eléctrica bajo sus dedos—. ¿Puedes pagar el precio? —asintió.
—Tengo tarjetas falsas para eso, bueno, sólo son para nosotros. Quiero decir, para mí, Yukio y Willow. Tendría que tener autorización para llevarte. Y no puedo hacer eso.
—No os ayudaré a salir de otro modo.
—No sabes en qué te estás metiendo.
—Sí lo sé. Estoy listo para ir. Vuelvo sólo para coger la guitarra.
—La guitarra va a ser una carga allí a donde vamos. Vamos a territorio ocupado, a sacar lo que estamos buscando. Tendrías que dejar la guitarra.
Casi tembló ante la idea.
—La guardaré en una taquilla. Algún día la recuperaré —después de todo no podía tocar, sin que cada nota sonara mal a causa de todo el dolor que había sufrido hasta el momento—. Lo que pasa es que, si nos vigilaron con ese pájaro, me vieron con vosotros. Pensarán que soy parte de esto. Mira, sé lo que hacéis. La SA os busca, ¿no? Eso significa que sois…
—Vale, calla, mierda, y baja la voz. Mira, puedo entender que quizás estés fichado, por lo que saldrás también en la balsa. Está bien, vienes con nosotros a Malta. Pero luego…
—Luego me quedaré con vosotros. La SA está en todas partes. Me han fichado.
Ella respiró profundamente y suspiró dejando escapar un suave silbido entre sus dientes. Miró al suelo.
—No puedes hacerlo —lo miró de arriba abajo—. No das el tipo. Eres un jodido artista.
El se rio.
—Lo has dicho como si fuera el insulto más bajo que se te podía ocurrir. Mira, puedo hacerlo y lo haré. Mi grupo está muerto. Necesito… —se encogió de hombros, desesperanzado. Luego se enderezó y se quitó las gafas de sol, mirándola a los ojos desde la oscuridad—. Y si me dejas solo te daré tal tunda que tu culo parecerá mantequilla.
Ella le dio un golpe fuerte en el hombro. Le dolió pero ella estaba sonriendo.
—¿Crees que esta clase de conversación me pone cachonda? Bueno, pues sí. Pero no te vas a meter en mis bragas sólo por eso. Y eso de venir con nosotros, ¿qué te crees que es? Tú has visto muchas películas.
—La SA me ha fichado. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Ésa no es una buena razón para… formar parte de esto. Debes creer realmente en ello, porque es duro. No es una especie de espectáculo para famosos.
—Dios. Dame un respiro. Sé lo que me hago.
Esto último era una tontería. Estaba acabado, quemado, y pensó: «Siento que mi computador está sufriendo un cortocircuito. Todos sus componentes se están fundiendo. Mierda, pues que se fundan».
Ella se rio, y mirándole dijo:
—Vale.
Y a partir de entonces todo fue diferente.
[1] En el original, Tbird, juego con Thunderbird: el pájaro mitológico de los indios americanos, que aparece bordado como una «T», y el modelo Thunderbird: un coche de la marca Ford. (N. De los T).