SOLSTICIO

— James Patrick Kelly —

La primera publicación de James Patrick Kelly apareció en 1975. Su carrera se aceleró a comienzos de los años ochenta; ha escrito casi dos docenas de cuentos cortos y dos novelas. Su segundo libro, Freedom Beach, escrito en colaboración con John Kessel, recibió elogios por su vívida inventiva y su traviesa erudición literaria.

Como Kessel, Kelly ha sido asociado a un amplio grupo de escritores de ciencia ficción de los ochenta, generalmente conocidos como «la nueva ala» de la ciencia ficción, opuestos (teóricamente) a los intereses fuertemente tecnológicos de los ciberpunks.

En 1985, Kelly complicó alegremente las cosas al publicar la siguiente historia, una extravagancia «hightech» de una visionaria e impetuosa osadía. Continuó con dos historias más, igualmente imaginativas y originales en su autoproclamada trilogía ciberpunk. Con su ejemplo, Kelly ha demostrado la verdad de un lugar común en ciencia ficción: donde los críticos dividen y analizan, los escritores unen y sintetizan.

Una vez al año lo abren al público. Algunos dedican casi una vida para planear este día. Otros llegan por casualidad, afortunados mirones que salen por enjambres de los autobuses para turistas. Lo filman todo pero raramente entienden qué están viendo. Años después, unos pocos de esos discos salen para reanimar fiestas agonizantes. La mayoría caerá en el olvido.

Sucede durante el solsticio de verano. Uno de los dos puntos de la eclíptica donde la distancia respecto al ecuador celeste es mayor: el día más largo del año, un momento de cambio.

Llegaron al atardecer, cuando las masas comenzaban a dispersarse. Un hombre alto, al comienzo de los cuarenta, y una chica adolescente. Tenían los mismos ojos grises. El pelo pajizo de ella había comenzado a oscurecerse, como el de él cuando llegó a los diecisiete. Había un parecido imposible de ignorar en la manera en que se murmuraban bromas entre sí y cuando se reían de la gente a su alrededor. Ninguno de los dos llevaba cámara.

Habían venido a vagar entre las piedras de arenisca de lo que Tony Cage consideraba la más extraordinaria antigüedad del mundo. Sí, las pirámides eran más viejas y grandes, pero hacía tiempo que habían entregado sus misterios. Alguna vez el Partenón había sido más bello, pero la corrosión de la historia lo había deformado hasta hacerlo irreconocible. Pero Stonehenge… Stonehenge era único. Esencial. Era un espejo en el que cada época podía observar la calidad de su imaginación, en el que todo hombre podía medir su altura.

Se unieron a la cola que esperaba entrar en la cúpula. Aullidos ocasionales de música de sintetizador atravesaban el murmullo de las masas; el Festival Libre que se celebraba en un campo cercano estaba alcanzando su mayor estadio de locura. Quizás más tarde explorarían sus delicias, pero ahora habían llegado a la entrada de la cubierta exterior de la cúpula. La chica rio cuando entró por la membrana de la burbuja.

—Es como si te besara un gigante —dijo.

Se encontraban en el espacio entre las cubiertas exterior e interior de la cúpula. Cualquier otro día, éste hubiera sido el sitio más cercano al círculo de piedras que habrían alcanzado. La cúpula estaba hecha de plástico óptico endurecido, con un nivel de baja refracción. Las escaleras ascendían por el hueco entre ambas cubiertas; a los turistas que subían por ellas se les ofrecía una vista de pájaro sobre Stonehenge.

Entraron en la cubierta interior. Allí se encontraba un reportero que, portando una microcámara, estaba cerca de la Piedra del Talón; los vio y comenzó a hacerles señas.

—¡Perdón, señor, perdón! —Cage empujó a la chica fuera del flujo de la masa y esperó; no quería que ese idiota le llamara por su nombre delante de toda esa gente—. Usted es el artista de las drogas —el reportero los llevó a un lado. Una sonrisa bobalicona apareció en su cara de obsidiana—. Case Cane… —introdujo el enchufe craneal detrás de su oído, como si quisiera desconectar su propia memoria de la de los implantes.

—Cage.

—¿Y ella? —su sonrisa comenzó a resultar afectada—. ¿Su adorable hija?

Cage pensó en golpear al hombre. Pensó en largarse. La chica rio.

—Soy Wynne —y estrechó la mano del reportero.

—Mi nombre es Zomboy. El reportero de Wiltshire para Sonic. ¿Habían visto antes estas viejas piedras? Se las puedo enseñar. —Cage esperaba que apareciera la luz roja de la microcámara, pero el reportero parecía extrañamente dubitativo—. ¿No llevará por casualidad unas muestras gratuitas para uno de sus mayores admiradores?

Wynne se mordió el labio para impedir una risita y buscó en su bolsillo.

—Dudo que puedas decirle a Tony algo nuevo sobre Stonehenge. Creo que vive para este lugar —sacó un bote de plástico, puso unas cuantas cápsulas verdes en su mano y se las ofreció al reportero.

El cogió una y la inspeccionó cuidadosamente.

—No hay etiqueta en el envase —dijo, sospechando de Cage—. ¿Está seguro de que no son peligrosas?

—Mierda, no —dijo Wynne, y se metió dos cápsulas en su boca—. Muy experimental. Te convierte los sesos en un pudín sanguinolento —ofreció una a Cage y éste se la tomó. Cage deseaba que Wynne dejase de practicar esos juegos retorcidos—. Hemos estado tomándolas durante todo el día —dijo Wynne—. ¿No se nota?

Despreocupadamente, el reportero se metió una cápsula en su boca. Entonces apareció la luz roja.

—Así que, señor Cage, usted es un devoto de Stonehenge, ¿no?

—Oh, sí —balbució Wynne—. Viene aquí todo el rato. Da conferencias a todo el que le escuche. Dice que existe una suerte de magia en este lugar.

—¿Magia? —el objetivo enfocó más de cerca a Cage, nunca lo había dejado de enfocar.

—No la clase de magia en la que está pensando, me temo. —Cage odiaba mirar a una cámara cuando estaba volado—. No de magos o de sacrificios humanos o relámpagos. Una forma sutil de magia, la única posible en este mundo absolutamente explicado —las palabras se deslizaron sin obstáculos, quizás porque las había dicho antes muchas veces—. Tiene que ver con la forma en la que un misterio atrapa la imaginación y se vuelve obsesivo. Una magia que sólo opera en la mente.

—¿Y quién mejor para contemplar la magia de la mente que el celebrado artista de las drogas, el señor Tony Cage? —el reportero no se dirigía a él sino a una audiencia invisible.

Cage sonrió a la cámara.

En el 1130. Henry de Huntingdon, un archidiácono de Lincoln, fue encargado por su obispo para que escribiera una historia de Inglaterra. El suyo fue el primer testimonio de un lugar llamado «Stanenges, donde piedras de impresionante tamaño habían sido erigidas a modo de dinteles, y donde al parecer otros umbrales habían sido levantados sobre los primeros; y nadie podía concebir cómo unas piedras tan enormes habían sido levantadas en su conjunto, o para qué se había construido allí». El nombre deriva del inglés antiguo stan, «piedra», y hengen, «horcas». Las horcas medievales consistían en dos postes y una pieza de madera cruzada. No hay testimonios de ejecuciones en Stonehenge, aunque Geoffrey de Monmouth, seis años después, describe la masacre de cuatrocientos sesenta señores británicos a manos de los traicioneros sajones. Geoffrey afirma que Uther Pendragon y Merlín robaron los sagrados megalitos conocidos como la «Danza de los gigantes» de Irlanda, con magia y por la fuerza de las armas, y los reerigieron en la llanura de Wiltshire como monumento de guerra. La «teoría de Merlín» de la construcción de Stonehenge, aunque fiel reflejo de las relaciones entre ingleses e irlandeses, fue un motivo más en el tapiz artúrico de Geoffrey; un chauvinista cuento de hadas.

—Levanta.

Cage había estado soñando con ovejas. Un extenso pasto sin árboles, olas verdes meciéndose hacia el horizonte. Los animales se apartaban mientras él paseaba entre ellos. Estaba perdido.

—Tony.

Los criogenistas afirmaban que los congelados no soñaban. En sentido estricto era cierto, pero mientras lo estaban descongelando en el tanque, sus sinapsis comenzaron a dispararse y empezó de nuevo a soñar.

—Despierta, Tony.

Sus párpados se movieron.

—Sal fuera —se sintió como un alfiletero. Abrió los ojos y miró. Por un momento pensó que todavía soñaba. Wynne se había afeitado el pelo, excepto en una franja en cresta, multicoloreada, que iba de oreja a oreja. Por su apariencia, parecía que se había hecho otro teñido corporal, en azul.

—Me voy, Tony. Sólo me quedé para estar segura de que te descongelaron bien. Ya he hecho el equipaje.

Murmuró algo sarcástico. No tenía sentido, ni siquiera para él, pero el tono de su voz era el adecuado. Supo que ella no era tan fuerte como se creía. Si no, no habría intentado sacar el tema cuando todavía estaba grogui. Se sentó en el tanque.

—Vete entonces —dijo—. Pero ayúdame a salir.

Se aovilló sobre el sillón del estudio e intentó no sentirse tan helado, como cuando estuvo entre la niebla, cérea de la bahía de Galway. No había horizonte; tanto el cielo como el agua tenían el color de la paja vieja. Había hecho exactamente el mismo tipo de día que cuando subió al tanque. Nunca le había gustado mucho Irlanda. Pero cuando la República extendió los privilegios fiscales a los artistas de drogas, sus contables le habían forzado a adoptar esa nacionalidad.

Wynne tenía el fuego encendido; la habitación se había llenado con el olor acre de las hojas quemándose. Le trajo una taza de café. Había una píldora rojinegra en el platillo. La levantó.

—¿Qué es esto?

—Nueva. Serentol, ayuda a relajarse.

—He estado tieso durante seis meses, Wynne. Estoy completamente relajado.

Ella se encogió de hombros, tomó la píldora de su mano y se la metió en la boca.

—No tiene sentido desperdiciarla.

—¿Adónde vas? —dijo él.

Pareció sorprendida de que le preguntase, como si primero esperara una discusión.

—A Inglaterra por un tiempo —dijo ella—, luego no sé.

—Muy bien —asintió él—. No tiene sentido estar aquí más de lo necesario. Pero ¿volverás cuando sea el momento de entrar en el tanque otra vez?

Sacudió su cabeza de pavo real y su pelo irisado volvió a cambiar. Decidió que podría acostumbrarse.

—¿Cuánto costaría hacerte cambiar de opinión?

Ella sonrió.

—No tienes bastante.

El sonrió también.

—Venga, entonces dame un beso —la atrajo hasta sus rodillas. Ella tenía veintidós años y era muy bella. Él sabía que era poco modesto por su parte pensar así, porque cuando la veía, se veía a sí mismo. Lo mejor sobre estas revitalizaciones era verla crecer mientras él hibernaba durante los inviernos, a fin de conseguir la residencia, con vistas a los impuestos. En otros treinta y pico años ambos estarían en la cincuentena—. Te quiero —dijo él.

—Lo sé —su voz se hizo un susurro—. Papi quiere a su niña pequeña.

Cage tuvo un shock. Nunca la había oído hablar de esa manera. Algo había pasado mientras estaba en el tanque. Entonces ella soltó una risita y le puso una mano sobre el muslo.

—Puedes venir con nosotros si quieres.

—¿Nosotros? —pasó las yemas de los dedos por su pequeña calva y se preguntó cuántos serentoles se habría tomado hoy.

Jaime I estaba tan fascinado con Stonehenge que ordenó al célebre arquitecto Iñigo Jones dibujar un plano de las piedras para determinar su propósito. El resultado de los estudios de Jones fue publicado póstumamente en 1655 por su yerno. Jones rechazó la idea de que tal estructura pudiera haber sido levantada por gentes indígenas, pues «los antiguos Britanos [eran] notablemente ignorantes, como Nación completamente adicta a las guerras, que nunca se dedicó al Estudio de las Artes ni ocupó sus mentes con Excelencia alguna». En su lugar, Jones, que había aprendido su arte en la Italia renacentista y que era un estudioso de la arquitectura clásica, declaró que Stonehenge debía de ser un templo romano, una mezcla de estilo corintio y etrusco, posiblemente construido durante el reinado de los emperadores Flavios.

En 1663, el doctor Walter Charlton, un médico de Carlos II, cuestionó la teoría de Jones, sosteniendo que Stonehenge había sido construido por los daneses «para ser una Corte Real, o lugar para la Elección y Coronación de sus Reyes». El poeta Dryden aplaudió a Charlton en verso:

Stoneheng, en otros tiempos considerado un Templo, en él hallaste

un Trono, donde los Reyes, nuestros Dioses Terrenales, eran coronados.

De hecho, muchos apuntaron a la forma de corona de Stonehenge como prueba de esta teoría. Desde luego, estas especulaciones aparcadas al poco de la restauración al trono de Carlos, tras su largo exilio, eran interesadas desde el punto de vista político. Los más astutos cortesanos no ahorraron esfuerzo alguno para desacreditar la república de Cromwell, y obtener así el favor real, asegurando de paso la antigüedad del derecho divino para la realeza.

Wynne era la mayor extravagancia de Cage. De hecho, él nunca había buscado tener dinero; las multinacionales del entretenimiento le habían forzado a ello. Tras haber adquirido un Rafael, un Constable y un Klee, tras haber pasado las vacaciones en la Fosa de Mindanao, en Habitat Tres y en el Disney de la Luna, había descubierto que no había muchas más cosas preciosas que mereciera la pena comprarse.

La gente lo envidiaba: el rico, el famoso artista de la droga.

Pero cuando Cage tuvo éxito por primera vez en la Western Amusements, su nueva riqueza casi le había ahogado. El problema era que el dinero no se quedaba ahí parado, quieto. Gritaba que se le atendiera. Tenía que ser recogido, manejado, y distribuido por una comitiva sin fin de gente con sonrisas forzadas y firmes apretones de manos, los cuales insistían en darle consejos, sin importarles cuánto les ofreciera él para que le dejaran en paz. Para ellos, él era Tony Cage Incorporated.

Fue mientras desarrollaba Atención cuando Cage decidió que necesitaba a alguien para que le ayudara a gastar su dinero. No sintió una especial urgencia por casarse. Ninguna de las mujeres con las que se había acostado en esa época le importaba. Sabía que habían sido arrastradas por una irresistible feromona, el olor a éxito. Quería compartir su vida con alguien que tuviera un vínculo con él, y no con lazos que los abogados pudieran romper. Alguien que fuera único para él. Para siempre. O así se lo imaginaba. Quizás no había nada romántico al respecto. Quizás los sociobiólogos estaban en lo cierto y lo que estaba funcionando era un instinto que había sido grabado en su cerebro de vertebrado desde el Devónico: reproducir, reproducir.

Wynne fue concebida en un vientre artificial. Ésta forma era la más limpia, tanto médica como legalmente. Todo lo que requirió fue tomar un cultivo de tejido de unas pocas células epiteliales del intestino de Cage y algo de ingeniería genética para cambiar el cromosoma «Y» en «X», así como llevar a cabo otras mejoras diversas. Sólo eso y algo más de un millón doscientos mil dólares, y Wynne fue suya.

Se dijo a sí mismo que debía rechazar todas las etiquetas que intentaran colocar sobre Wynne. Se negó a pensar en ella como en su hija. Y tampoco como si fuera exactamente su clon. Era como una gemela, sólo que había sido concebida en un útero diferente y que su nacimiento había ocurrido veintiséis años después del suyo, después de su abusiva época que tanto le había golpeado y que nunca le tocó a ella. Lo cual significaba decir que no era nada parecido a un gemelo. Ella era algo nuevo, algo infinitamente precioso. No había reglas para su comportamiento ni limitaciones para sus habilidades. Le gustaba fanfarronear diciendo que había obtenido exactamente lo que había pedido.

—Es más bella que yo, más lista y mejor jugadora de tenis —solía bromear—. Vale cada centavo que he pagado.

Cuando era niña, Cage no tenía mucho tiempo para Wynne. En esos días estaba probando en sí mismo un nuevo producto, y día sí, día no, se tambaleaba cuando volvía a casa, bastante volado. Le encontró una niñera inglesa, que son las mejores. No pagaba a la señora Detling para que amara a la niña: Wynne se la ganó por su cuenta. La estricta y anciana mujer gastó carretadas del dinero de Cage en su Wynne; su filosofía era tratar a la niña como si fuera un disco vacío en el que habría de grabarse sólo la información más preciosa. Para favorecer a Wynne, viajaban siempre que Cage podía salir del laboratorio. Detling la ayudó a desarrollar el dominio de los idiomas del viejo mundo; Wynne hablaba inglés, ruso, español, un poco de japonés y podía leer a su Virgilio en latín. Cuando llegó a tercero, sacó un noventa y nueve por ciento en el test para su edad, de acuerdo con el Perfil de Inteligencia de Cultura Libre de Génova.

No fue hasta que tuvo siete años cuando Cage comenzó a obtener un verdadero placer con su compañía. Su encanto era una incongruente mezcla de madurez e infantilidad.

Un día regresó del laboratorio y encontró a Wynne frente al ordenador, conectada a la telecadena.

—Pensé que ibas a ver a tu amiga. ¿Cómo se llama? —dijo él.

—¿Haidee? Cuando la niñera me dijo que hoy volverías temprano a casa, decidí que no.

—Solamente he venido a cambiarme —en aquella época estaba trabajando en el Reidor y todavía tenía un zumbido de la dosis de la mañana. No quería empezar a tener risitas como un bobo delante de la niña, por lo que abrió el bar y sacó una jeringuilla a presión llena de neurolépticos, para poder comportarse—. Tengo una cita. Tengo que salir a las seis.

Ella salió del juego.

—¿Con esa nueva? ¿Jocelyn?

—Jocelyn, sí —y adelantó su mano hacia el mando de la telecadena—. ¿Te importa si miro el correo?

Ella se lo pasó.

—Tony, te echo de menos cuando estás trabajando —eso ya lo había oído antes.

—Yo también, Wynne —él accedió al menú del correo y empezó a hojearlo.

Ella se acurrucó a su lado y miró en silencio.

—Tony —dijo finalmente—, ¿lloran los mayores?

—Mmmmm. —Western le estaba fastidiando con los retrasos del Reidor, amenazándole con retenerle sus bonos del Deslizador—. Algunas veces, supongo.

—¿Sí? —parecía extrañada—. ¿Cuando se caen y se arañan las rodillas?

—Generalmente, cuando algo triste les ocurre.

—¿Como qué?

—Algo triste —hubo un largo silencio—. Ya sabes —él quería cambiar de tema.

—Vi a Jocelyn llorando.

Por fin ella atrapó su atención.

—La otra noche —continuó—. Vino, se sentó en el sofá, a esperarte. Yo estaba jugando a las casitas detrás de la silla. Ella no sabía que estaba aquí. ¿Sabes?, es fea cuando llora. El maquillaje bajo sus ojos hace que sus lágrimas sean negras. Luego se levantó para ir al baño y me vio, y me miró como si fuese culpa mía el que llorara. Pero siguió su camino y no dijo nada. Cuando salió era feliz otra vez. Al menos no lloraba. ¿La hiciste ponerse triste?

—No lo sé, Wynne —se sintió como si debiera enfadarse, pero no sabía con quién—. Quizás lo hice.

—Bueno, no creo que eso sea correcto que lo haga un mayor. Y no creo que ella me guste demasiado. —Wynne la miró como si hubiera ido demasiado lejos—. Bueno, ¿por qué tiene que estar triste? Ella te ve más que yo, y yo no lloro.

El la abrazó.

—Eres una buena chica, Wynn —decidió que no vería a Jocelyn esa noche—. Te quiero.

Mucha gente trata de mantener una división entre la vida personal y la laboral. Antes de Wynne, Cage siempre había estado solo, no importa con quién estuviera. Odiaba enfrentarse al vacío que había en el centro de su vida personal; mujeres desechables como Jocelyn solamente alimentaban ese vacío. Iba a trabajar para escapar de sí mismo; éste era el secreto de su éxito. Pero cuando Wynne se hizo mayor, tuvo que cambiar, haciendo gradualmente un espacio para ella en su vida, hasta que ella lo llenó.

William Stukeley pertenecía a la gran tradición de excéntricos ingleses. De 1719 a 1724 este impresionable y joven anticuario pasó sus veranos explorando Stonehenge. Su meticuloso trabajo de campo no sería igualado hasta la época de la reina Victoria. Stukeley hizo mediciones precisas de las distancias entre las piedras. Exploró el campo de alrededor y descubrió que el círculo no era sino una parte de un complejo neolítico mayor. Fue el primero en apuntar la orientación del eje de Stonehenge hacia el solsticio de verano. Sin embargo, no publicó sus hallazgos hasta diez años después. Entre tanto tomó votos religiosos, se casó, se mudó de Londres a Lincolnshire y decidió que era un druida.

De su errática lectura de la Biblia, Plinio y Tácito, Stukeley dedujo que los druidas debían de ser descendientes directos del Abraham bíblico, que había viajado a Inglaterra en un barco fenicio. Aunque su libro contenía un soberbio trabajo de campo sobre Stonehenge, el polémico intento de Stukeley se resumió de forma perfecta en su frontispicio con el retrato del autor como Chyndonax, el príncipe de los druidas. Su título era «Una historia cronológica del origen y proceso de la verdadera religión y de la idolatría». Stukeley pintó una visión de nobles sabios practicando una religión natural y pura, cuya equivalente moderna, y no ahorró dificultades para demostrarlo, no era otra que ¡la de su propia y amada Iglesia de Inglaterra! Los druidas habían construido Stonehenge como un templo para su dios serpiente. Aunque Stukeley creía que los ritos practicados allí incluían, en su opinión, sacrificios humanos, se hallaba inclinado a perdonar estos excesos a sus antecesores espirituales. Quizás habían tomado equivocadamente el ejemplo de Abraham.

Cien años después de la fantasía druídica de Stukeley, ésta consiguió abrirse paso tanto en la Encyclopedia Britannica como en la imaginación popular. En 1857 se estableció un enlace ferroviario entre Londres y Salisbury, y los Victorianos bajaban en manadas. Para algunos, Stonehenge era la confirmación tanto de la antigua como la actual grandeza de Britannia; para otros representaba los sueños oscuros de doncellas destripadas y lujuria pagana. Los pubs cercanos a Amesbury abrían durante toda la noche. Si los cielos estaban despejados, se podían contar por miles aquellos que acampaban en Stonehenge. No era una masa respetuosa. Rompían botellas contra los monolitos y escalaban por las areniscas, bailando al amanecer del verano. La ensoñadora tranquilidad de la llanura de Wiltshire era aniquilada por sus risas groseras y el ruido de sus vehículos.

A Cage nunca le gustó Tod Schluermann. Se dijo que el hecho de que Tod se hubiera convertido en el amante de Wynne mientras él estaba en el tanque no tenía nada que ver. Tampoco importaba que Tod la hubiera convencido para ir a Inglaterra. Tod, a sus veinticuatro años, había vagado por todo el mundo; su padre había sido un doctor de las Fuerzas Aéreas. Nacido en Filipinas, había crecido en bases de Alemania, Florida y Colorado. Había fallado en la academia de las Fuerzas Armadas y había ido a otros colegios sin adquirir nada más importante que un rechazo a levantarse temprano.

Tod era un chico delgaducho que resultaba atractivo con los reveladores pantalones ajustados que se habían puesto de moda. Era atractivo de una forma grácil. Bajo su cara se hallaba la estructura ósea de una madonna renacentista. Para poder entrar en la academia, había necesitado implantes cocleares para corregir un ligero problema auditivo: pidió a los cirujanos que redujesen sus orejas. No tenía nada de pelo, excepto un pincel negro en la cabeza. Como Wynne, se había teñido de azul claro, y bajo ciertas iluminaciones parecía un cadáver.

Wynne y él se encontraron en un club de drogas; ella estaba tomando Deslizador en una mesa luminosa cuando él se sentó cerca de ella. Cage nunca entendió qué hacía Tod en el club. Tod no usaba drogas psicoactivas a menudo y. Aunque intentaba ocultarlo, desaprobaba a los consumidores habituales. Un buen candidato para la Liga de la Templanza con la Droga. Había un ramalazo de puritano en él que lo distanciaba de su licenciosa generación. En sus años de salidas y entradas de colegios, Tod había leído amplia, pero no correctamente. Como muchos autodidactas, sospechaba de los expertos. Tenía inteligencia natural, era evidente, pero su arrogancia a menudo lo hacía parecer estúpido.

—Y vosotros dos, ¿de dónde vais a sacar el dinero para vivir? —le preguntó Cage antes de la cena, la noche anterior a que se fueran de Irlanda.

Tod se sirvió un primer vaso de Chablis en una copa de vino de cristal Waterford y sonrió.

—Tío, el dinero sólo es problema si piensas demasiado en él.

—Tony, ¿por qué no dejas de preocuparte y me pasas la carne? —dijo Wynne—. Estaremos bien —nadie habló mientras Tod se servía la guarnición y le pasaba a ella la bandeja—. Después de todo —continuó ella—, tengo mi asignación.

Había una mancha de salsa de Madeira en la barbilla de Tod.

—No quiero tu dinero, Wynne.

Pero Cage sabía que eso iba en su beneficio. La asignación de Wynne era suficientemente generosa como para sostener a un abogado de Mayfair; no quería gastarla en Tod.

—¿Qué te hace pensar que podrás aprender a programar un sintetizador de vídeo? Sabes que para eso la gente va a la universidad.

—La universidad, sí. —Wynne y él intercambiaron una mirada—. Bueno, ya sabes, el problema es que para cuando los profesores han acabado contigo, han arrasado completamente tu creatividad. Habla con los buenos estudiantes de «sobresaliente» y descubrirás que se han olvidado, en primer lugar, de porqué querían ser artistas. Todo lo que saben es reciclar la vieja basura rígida que aprendieron en la escuela. Cualquiera lo puede ver. Simplemente encarga algunos vídeos en la telecadena. Nada nuevo, tío.

—Tod ha estado estudiando muy duro. Y ya tiene cierta experiencia —dijo Wynne—. Además, ahora no es tan difícil aprender a programar como lo solía ser antes. Han trabajado de verdad para hacer un interfaz mucho más accesible.

—¿Quiénes? ¿Quieres decir los viejos y esclerotizados opresores de las corporaciones?

—¡Tony! —ella se levantó de la mesa.

—No —dijo Tod—. Tiene razón —ella volvió a sentarse. Cage odiaba la forma en que ella siempre apoyaba a Tod—. Mira, tío, no digo que todo lo que se aprende en la escuela esté podrido. Mírate a ti mismo. Quiero decir, nunca habrías desarrollado el Deslizador o algo así si no lo hubieras hecho en su momento. Te concedo un montón de crédito por haber llegado a todo eso. Tu trabajo es brillante. Sé de artistas que no pueden siquiera empezar a pensar en un proyecto si no se tragan unos cuantos miligramos de tu Atención. Pero, tío, no se trata de eso. Lo que importa es el arte y no la tecnología.

—Tod, estamos hablando de videosintetizadores controlados por ordenador. —Cage dejó su tenedor cruzado sobre el plato. La conversación le había quitado el apetito—. Ocurre que sé un poco sobre eso. Recuerda, he tenido a muchos programadores trabajando para mí. Son máquinas complicadas. Y caras de usar. ¿Cómo vais a costear el tiempo de acceso que necesitas?

Tod era el único que seguía comiendo.

—Hay maneras —dijo mientras masticaba—. Las tiendas pequeñas están abiertas para los aficionados a los ordenadores después del horario de venta. Se va allí a las tres de la mañana y se trabaja hasta las cinco. Muy barato.

—Incluso si sacas algo que merezca la pena, lo tienes que distribuir. Las multinacionales como la Western Amusement ni siquiera tocarían a un independiente.

Tod se encogió de hombros.

—¿Y? Empezaré desde abajo. Por eso vamos a Inglaterra. La telecadena británica tiene montones de enlaces abiertos para estaciones de acceso comunitario. Una vez que la gente vea lo que tengo, será fácil. Lo sé.

Wynne sirvió un estimulante volátil llamado Éxtasis en una copa grande de brandy, respiró profundamente los vapores y lo pasó. La inhalación de Tod fue rápida y desaprobadora; ofreció el vaso a Cage. Coleen vino con el postre y Cage se dio cuenta de que no había nada más que pudiera decir. Era obvio que Tod no tenía escrúpulos para rebatir los inevitables inconvenientes. En seis meses el plan sería completamente distinto. Tod acusaría a Wynne o a Cage ¡o a alguien más!, por su fracaso y continuaría su vida sin sentido, sin ellos, refugiado en su espejismo de genio atrapado en un mundo lleno de locos. Era obvio.

Pero estaba Wynne, su bella Wynne, brillando hacia Tod como si éste fuera la segunda venida de Leonardo da Vinci. Ése hijo de puta se la iba a llevar.

Sir Edmund Antrobus, el barón a quien pertenecía Stonehenge, murió sin heredero en 1915. Durante años se había peleado con la Iglesia del Nexo Universal, una moderna reencarnación del druidismo, basada a partes iguales en la buena voluntad y el mal academicismo sobre el sentido del lugar. El druida jefe anunció que había sido una maldición druídica la que había derribado a sir Edmund. Algunos meses más tarde, las inmobiliarias vinieron a comprarlo. Cecil Chubb adquirió Stonehenge en una subasta por 6600 libras. Afirmaba que había sentido un impulso por poseerlo. Tres años después, Chubb ofreció Stonehenge a la nación y, por su generosidad, Lloyd George le nombró caballero.

Para los cautos burócratas del Departamento de Obras, Stonehenge era un desastre esperando materializarse. Varias piedras inclinadas amenazaban con desmoronarse y los dinteles desplazados estaban a punto de caerse. El gobierno buscó ayuda en la Sociedad de Anticuarios para su restauración. Los anticuarios aprovecharon la oportunidad para extender las reparaciones a una grandiosa y desastrosa excavación de todo el monumento. El gobierno, sin embargo, pronto retiró los fondos, después de que se enderezaran las piedras, y durante años la Sociedad luchó para pagar las excavaciones. En más ocasiones que en menos, el forense William Hawley tuvo que trabajar solo, viviendo en una mísera chabola en el mismo lugar. En 1926, el proyecto se suspendió misericordiosamente, habiendo conseguido poco más que desordenar los hallazgos y avergonzar a la Sociedad. Tal como el perplejo Hawley declaró al Times: «Cuanto más excavamos, más profundo parece el misterio».

Como mucha gente, Cage no eligió su carrera; llegó a ser un artista de drogas por accidente. Cuando comenzó en Cornell quería estudiar ingeniería genética. En ese momento Boggs estaba desarrollando un virus que podía alterar los cromosomas en células ya existentes. Kwabena había publicado un trabajo pionero sobre la reconversión de algas para el consumo humano. Parecía como si cada mes distintos genetistas dieran un paso adelante para prometer un milagro que cambiaría el mundo. Cage quiso hacer milagros también. En esa época el idealismo no parecía tan loco.

Desafortunadamente, la ingeniería genética atraía a todo chico brillante del país. La competición en Cornell era feroz. Cage comenzó tomando drogas en su segundo año universitario sólo para mantenerse al día con el trabajo del curso. Comenzó con pequeñas dosis de metracina; se suponía que sólo eran adictivas psicológicamente. Cage se sabía más resistente que cualquier droga. Entonces no se preocupó demasiado por las sustancias recreativas. No tenía tiempo. Había probado el TCH en ocasiones, tanto en pastillas como en los nuevos aerosoles de Suecia. Una vez, durante unas vacaciones de primavera, una mujer que había estado viendo le dio algunos brotes de mezcal. Ella le dijo que le darían una nueva visión de las cosas. Y así fue; se dio cuenta de que perdía el tiempo con ella.

Tres semestres más tarde todo le fue fatal. Para entonces estaba tomando megaanfetaminas en dosis masivas, a veces por encima de los ochenta miligramos. El golpe inicial se parecía mucho a un orgasmo en todo el cuerpo; después de esto, no le apetecía estudiar demasiado. Su tutor le dijo que cambiase de programa después de sacar un aprobado raspado en química genética. Estaba quemando sus células del cerebro y perdiendo peso; ya había perdido la orientación. Sabía que debía desintoxicarse y empezar de nuevo.

Se había apuntado a un curso de psicofarmacología en un impulso paranoide. Si debía estudiar algo, ¿por qué no la química de lo que se estaba haciendo a sí mismo con su hábito?

Bobby Belotti era un buen maestro; pronto se hizo su amigo. Le ayudó a dejar las anfetas, le ayudó a conseguir una graduación justita en biología y le animó a solicitar la entrada en el doctorado. Mucho del idealismo de Cage se había disipado durante esos semestres, volado dentro de una psicosis anfetamínica. Quizás ésta era la razón por la que le resultaba tan fácil autoconvencerse de que desarrollar nuevas drogas era algo tan noble como curar la hemofilia.

Cage escribió su tesina sobre los efectos de los alucinógenos sintéticos en los receptores serotoninérgicos y dopamínicos. Los primeros alucinógenos sintéticos, como el LSD o el DMT, se consideraron durante mucho tiempo como inhibidores de la producción de la serotonina reguladora, lo cual no era nada sorprendente puesto que sus estructuras químicas eran notablemente similares. Su trabajo mostró que los alucinógenos de esta familia también afectaban al sistema de producción de dopamina y que muchos de los efectos mencionados eran el resultado de la interacción con tales neurorreguladores. No era, tuvo que admitirlo, un trabajo brillante ni particularmente innovador; los fundamentos se habían establecido hacía mucho tiempo. Pero para entonces el aburrimiento de ser un estudiante había crecido considerablemente. Su trabajo lo reflejaba.

Consiguió su licenciatura en medio de la breve e ignominiosa legislación del Primer Partido Americano, un atajo de fanáticos libertarios inclinados a desmantelar el gobierno de los Estados Unidos. Eclipsando a la Administración para las Drogas y Alimentos, encendieron la revolución del uso de las drogas para el ocio. Cage todavía estaba decidiendo si esclavizarse con su doctorado cuando Bobby Belotti lo llamó para decirle que se iba de Cornell. La Western Amusement estaba reclutando gente para hacer I+D [1] en su nueva división de drogas psicoactivas. Belotti se iba. ¿Quería hacer Cage lo mismo? Por supuesto.

Se suponía que el equipo de Belotti estaba buscando algo impactante para los hombres de negocios. Algo rápido y rudimentario: soluble en grasa, para que pudiera llegar pronto al cerebro y alcanzar su centro de activación en pocos minutos después de su ingestión. Debía ser fácilmente metabolizable para que el efecto psicoactivo desapareciera en una o dos horas. Sin agujas, y que mantuviera bajo el nivel de tolerancia. No querían que sus consumidores vieran a Dios, o que tuvieran el máximo orgasmo posible; sólo un poco de distorsión psíquica, algunas visiones bonitas y dejarlos con la sonrisa puesta.

Puesto que Cage había trabajado con alucinógenos no solubles, Belotti le dio una amplia libertad de acción. Tras dos meses frustrantes, empezó a considerar seriamente el DMD. Parecía cumplir las especificaciones, excepto que en los tests con animales no parecía presentar efectos psicoactivos significativos. Se preocupaba porque quizás era demasiado sutil.

Bobby Belotti era un individuo completamente desastrado. Su pelo moreno y rizado resistía cualquier esfuerzo por peinarlo. Siempre se estaba metiendo la camisa, pero su barriga la sacaba al poco. Se veían cercos secos de café en la parte superior de los memorándums y de los informes que se apilaban en su escritorio; el polvo se posaba tranquilamente en los empalmes de su terminal. Por estas habilidades, era el tipo de empleado que la dirección prefería esconder del mundo exterior.

—Mira esto. —Cage entró impetuosamente en la oficina de Belotti y le dejó una pila de diez centímetros de papel pijama en su mesa—. El DMD funciona. La sustancia inhibe enormemente el sistema serotonónico.

Belotti se levantó las gafas y frotó el ojo con el dorso de la mano.

—Estupendo. ¿Tienes algún efecto que me puedas mostrar?

—No, pero estos números dicen que hay alguno. Debe de ser algún tipo de disparador.

Belotti suspiró y empezó a hojear los papeles del escritorio.

—Tony, la oficina central nos está agobiando para que saquemos algo que tenga venta. No veo que el DMD sea la respuesta. ¿Y tú?

—En un par de semanas, Bobby. Casi lo tengo, lo puedo tocar.

Belotti encontró un memorándum y se lo pasó a Cage.

—Déjalo descansar, Tony. Saquemos dos productos del bolsillo y quizás entonces puedas intentarlo de nuevo —el memorándum recolocaba a Cage trabajando bajo la directa supervisión de Belotti.

Discutieron. Cage nunca supo cómo discutir y tenía un genio rápido. Belotti era demasiado tranquilo, demasiado malditamente comprensible. Aunque nunca se mencionó, la deuda que Cage tenía con Belotti alimentaba su furia. Sintió como si fuera el estudiante inútil al que otra vez corrige su amable profesor.

Echando humo, Cage se llevó el odioso memorándum a su cubículo, apagó el terminal, y su mirada vagó sobre la pantalla vacía. Estaba a punto de arrojarlo todo por la borda, de hacer alguna locura. Y entonces la idea le vino en medio de su furia como una escena sacada de una película de científicos locos. Cogió diez miligramos de DMD y se fue a casa, a probarlo directamente en él.

Una media hora después de tomarse la droga, estaba tumbado en la cama, en una habitación a oscuras, esperando que ocurriera algo, cualquier cosa. Se sentía intranquilo, como si se hubiera tragado medio «speed». Su pulso era alto y sudaba. Sabía por las pruebas que esa droga ya debería haber llegado al cerebro. No sentía nada, ya ni siquiera estaba enfadado. Finalmente se fue a la cama, encendió las luces y se dirigió a la cocina a prepararse un bocado. Se sentó ante la telecadena con un sándwich de jamón y queso, y encendió el monitor; noticias, cambio de canal, clic, clic.

Ninguna señal, sólo estática, exactamente lo que necesitaba para disparar el efecto psicoactivo del DMD. Nunca se comió ese sándwich.

En vez de eso, dedicó la hora siguiente a mirar intensamente la pantalla de fosforescencias rojas, azules y verdes, relampagueando azarosamente, excepto que, para Cage, no eran en absoluto azarosas. Vio formas, maravillosas formas: ruedas de fuego, olas ambarinas de trigo, ángeles danzando en la cabeza de una aguja, caras de demonios. Se sintió como si él mismo fuera una de esas formas. Se sentía liberado de su cuerpo, deslizándose por la pantalla para jugar entre aquellas maravillosas luces.

Y de golpe se acabó, un final muy limpio. Había pasado una hora y media desde que se había tomado la píldora; el momento álgido había durado aproximadamente cuarenta y cinco minutos. Era perfecto. Con un sofisticado espectáculo de luces para disparar el efecto del DMD, ésta se convertiría en la droga más popular desde el alcohol. Y era suya, se dio cuenta, sólo suya.

Después de todo. Belotti se había quedado al margen con su memorándum. Era Cage el que había asumido los riesgos, el que había jugado con su cuerpo y su cordura. La amistad es la amistad, pero Cage supo que si jugaba bien su baza, podría cambiar su vida. Por ello se aseguró de que la dirección oyese hablar acerca del DMD por él mismo, mostrando cómo Belotti había intentado desbaratar investigaciones importantes. Si sus colegas se resentían contra él por pisar la cabeza de un amigo para trepar, Cage aprendería a que no le importara. La oficina central se sintió aliviada en secreto; Cage era mucho más presentable que Belotti. Al poco tiempo, éste estaba a cargo del grupo, y un poco más tarde, a cargo de todo el laboratorio.

Cage esperaba que Bobby Belotti se fuera, que volviera a Cornell, pero nunca lo hizo. Quizás Belotti intentaba una suerte de venganza sutil yendo al trabajo todos los días, tomando café con el hombre que le había traicionado. Cage se negó a sentirse avergonzado. Encontró modos de evitar a Belotti, enterrándolo finalmente en un proyecto menor que no tenía muchas posibilidades de éxito. Después de esto, no volvieron a hablar de nuevo.

Llamaron a la droga Deslizador y se dedicaron a lanzar una cantidad increíble al mercado. Los ejecutivos de relaciones públicas hicieron famoso a Cage incluso antes de que éste entendiera del todo qué le estaban haciendo. Los entrevistadores de la telecadena nunca tenían bastante sobre él. En muchas agencias de información apareció una saneada biografía suya: «el joven y brillante investigador», «el osado descubrimiento» «el primer paso hacia un increíble viaje psíquico». Al principio, a Cage le divertía todo esto.

Cuando por fin pudo volver al laboratorio, dedicó mucho tiempo a la búsqueda en equipo de los mecanismos disparadores del efecto psicoactivo del Deslizador. La consola de luces, que podía leer gráficos de electroencefalogramas y transformarlos en pirotecnia infográfica de alta resolución, fue el mayor de sus éxitos, pero hubo otros muchos. De hecho, su trabajo en dispositivos, tras la comercialización, benefició a la Western Amusement tanto como la propia droga. Para tenerlo a salvo de los cazadores de cabezas corporativos, la Western Amusement le dio una participación en los beneficios. Pronto se convirtió en uno de los hombres jóvenes más ricos del mundo.

La experiencia de esta droga recreativa consistía en tres partes: la química misma, el estado mental del usuario y el ambiente donde la droga se consumía, lo que a Cage gustaba denominar el «entorno». Al pasar los años, cada vez estaba menos implicado en el desarrollo de sustancias químicas. Los chicos recién licenciados eran mejores investigadores de lo que él nunca había sido. Se interesaba más por el diseño conceptual, y especialmente le gustaba soñar con entornos nuevos; del casco de aislamiento sensorial al estroboscopio alfa. Los ejecutivos hicieron todo lo que pudieron para satisfacer sus cambiantes inclinaciones. Ya no era en absoluto un investigador psicofarmacéutico; se le bautizó como el «primer artista de las drogas».

Sin embargo, la razón por la que Cage se vio forzado a acabar con su tarea en el desarrollo de drogas no tuvo nada que ver con sus anhelos artísticos. Poseía la clásica personalidad adictiva: le encantaba volarse. Durante años dejó que determinados productos químicos perniciosos clavaran sus garras en sus sinapsis. Aunque siempre se las había arreglado para desengancharse, la dirección estaba nerviosa. Habían hecho de Tony Cage un símbolo de la corporación; no podían permitirse que se derrumbara.

Cage no debería haberse sorprendido al darse cuenta de que su gusto por las drogas se reflejaba en Wynne. Ella empezó a utilizarlas cuando sólo tenía nueve años, y para cuando tuvo once, él le permitió que tomara algunos de los principales psicoactivos. Casi no había otra alternativa, si es que Wynne iba a compartir su vida. Una de las ventajas que tenía Cage era su propia bodega de drogas, que dejaba en ridículo a la mayoría de los clubs. Y su propio laboratorio estaba desarrollando un chicle canabiáceo dirigido al mercado preadolescente. A pesar de lo que predicaba la Liga de la Templanza, Cage no había creado una cultura de la droga; ésta le había creado a él. Niños de todas partes del mundo se colocaban, alcanzando el fogonazo más intenso. Aun así, el ansia de Wynne por las drogas le confundía.

Cage trató de asegurarse de que Wynne no tuviera adicción a ninguna droga concreta. Vio que la mejor manera era que sus hábitos fueran variando. Si ella comenzaba a producir una tolerancia genérica ante los alucinógenos, por ejemplo, él se iba de vacaciones con toda la familia y cambiaba a los opiáceos. Ella tampoco estaba todo el rato volada. Tomaba Juerga, que duraba desde unas pocas horas a unos pocos días. Luego, durante una semana o dos, no tomaba nada. Aun así, ella le preocupaba. Tomaba algunas dosis realmente sorprendentes.

Un verano antes de que ella conociera a Tod, volaron desde Estados Unidos al aeropuerto Da Vinci, y se alojaron en el Hilton. Aunque habían tomado el vuelo suborbital, ambos experimentaron duramente el ajuste del reloj biológico. Como Cage tenía negocios que atender en Roma al día siguiente, no podía permitirse sufrir los desajustes del vuelo. Wynne llamó al servicio de habitaciones para que les subieran un par de batidos de Placidex con sabor a fresa. Cage se tiró en la cama; la sustancia le hacía sentir como si se estuviera derritiendo en el colchón. Wynne se sentó en una silla termal y cambiaba los canales de la telecadena con lentitud. Finalmente la apagó y le preguntó si había pensado alguna vez que él había tomado demasiadas drogas.

Cage estaba a punto de desvanecerse; de pronto se puso tan alerta como pueda estarlo alguien cuyo cerebro esté siendo empapado por Placidex.

—Claro, lo pienso continuamente. Ahora creo que estoy bien. Sin embargo, en alguna ocasión sí que pensé que podía tener un problema.

Ella asintió.

—¿Cómo sabes cuándo tienes un problema?

—Una señal es cuando dejas de preocuparte.

Ella se cogió los brazos como si tuviera frío.

—Eso es demasiado. ¿Sólo estás seguro si estás preocupado?

—O si estás limpio.

—¡Venga ya! ¿Cuánto ha durado el período más largo en el que has estado limpio, recientemente?

—Seis meses. Cuando estuve en el tanque —ambos se echaron a reír—. Ya que has sacado el tema —dijo él—, deja que te pregunte. ¿Tú crees que tomas demasiado?

Pensó en la pregunta como si la hubiera pillado por sorpresa.

—Nooo —dijo al final—. Soy joven, puedo aguantarlo.

El le contó cómo se había enganchado a las anfetaminas en Cornell. Pero la historia no pareció impresionarla.

—Pero las venciste. Es obvio —dijo ella—. Así que no pudo ser tan malo.

—Quizás tengas razón —asintió él—. Pero me parece que tuve suerte. Un par de meses más y nunca hubiera sido capaz de limpiarme.

—Me gusta mucho volarme —dijo ella—. Pero hay otras cosas que me gustan tanto como eso.

—¿Por ejemplo?

—El sexo, por si no lo sabías —se estiró—. La ausencia de gravedad en el espacio. Que me atrape un libro, una obra de teatro o un vídeo. Gastarme tu dinero —bostezó. Sus palabras se hacían cada vez más lentas—. Quedarme dormida.

—Ven a la cama entonces —le dijo—. Tú eres la que hace que estemos despiertos los dos —ella soltó el pasador de su hombro, y su túnica, suelta, cayó siseando al suelo, formando un montón. Se puso cerca de él. Su piel era fresca al tacto—. De todos modos, ¿quién inventó el Placidex? —dijo y se arrebujó junto a él. Él pudo sentir la suavidad de su vientre en su espalda—. El tío sabía lo que hacía.

—No, el tío no sabía lo que hacía —entonces el Placidex le hizo reír, aunque a Cage le pareció algo divertido, pero en un sentido macabro—. Un día tomó una dosis y se quedó dormido en una silla termal. Había anulado el temporizador. Asado hasta la muerte.

—Murió feliz, de todos modos —le dio un golpecito en la cadera y se dio la vuelta—. Felices sueños.

En 1965 el astrónomo Gerald Hawkins publicó un libro con el inmodesto y directo título de Stonehenge descifrado. Los estudiosos anteriores siempre habían mirado más allá de Stonehenge para encontrar pruebas que apoyaran sus teorías. En ciertas épocas se hallaron en la autoridad de la Biblia y en la tradición eclesiástica, en otras en las ruinas de Roma o en los grandes historiadores de la antigüedad. Como sus predecesores, Hawkins invocó a las autoridades de su tiempo para apoyar su ingeniosa teoría. Usando el IBM 7090 del consorcio Harvard-Smithsonian para analizar patrones de los alineamientos solares y lunares de Stonehenge, Hawkins alcanzó una conclusión que electrificó al mundo. Stonehenge había sido construido como observatorio por astrónomos de la antigüedad. De hecho, afirmó que una parte de éste era un elemento de un «computador neolítico» que había sido empleado por sus constructores para predecir eclipses lunares.

La teoría de Hawkins atrapó la imaginación popular, debido en gran parte a un incomprensible interés de los antiguos medios de comunicación. Los reporteros vacilaron ante este hecho maravilloso: los científicos de Stonehenge habían construido un computador de arenisca y piedra azulada que sólo un cerebro electrónico moderno podía «descifrar». Incluso se emitió un programa especial de televisión en uno de los canales de la pretelecadena. Se habló mucho acerca de los números que Hawkins había calculado en el ordenador, a pesar de que se podían haber hecho los mismos cálculos manualmente, y además, lo que Hawkins realmente consiguió probar era completamente distinto de lo que decía haber probado. Los estudios con el computador demostraban que los Hoyos de Aubrey, un conjunto de cincuenta y seis pozos regularmente distribuidos, podían usarse para predecir los eclipses. Pero estos estudios no demostraban que los constructores de Stonehenge tuvieran tal propósito en mente. Pronto aparecieron hipótesis en conflicto con ésta y proliferaron otras interpretaciones estrictamente astronómicas sobre Stonehenge. Pronto se identificó el problema: Stonehenge tenía demasiada significación astronómica. Era un espejo donde cualquier teórico podía ver reflejadas sus ideas.

Cage no siguió inmediatamente a Tod y a Wynne a Inglaterra. En vez de eso voló de vuelta a Estados Unidos, tras sus vacaciones criogénicas, para hablar con la Western Amusement. Cage, de hecho, ya no era un empleado de la compañía. Era un contratista independiente, él mismo era una corporación. Aun así, no había puertas cerradas para él en el laboratorio que le había hecho famoso, ningún secreto que le estuviera vedado. La noticia caliente era que en los seis meses que había pasado en el tanque. Bobby Belotti había hecho un importante descubrimiento en el proyecto Compartir.

Cage había comenzado el proyecto Compartir años antes, cuando aún trabajaba en el laboratorio a tiempo completo. Había estado pensando en cómo el refuerzo social parecía dar energía al uso recreativo de las drogas. Muchos usuarios preferían volarse con otros usuarios en clubs de drogas o en fiestas privadas, antes de hacer el amor o de tomar una buena comida o de un baile en la ingravidez espacial. Si la socialización aumentaba el placer, ¿por qué no intentar buscar una manera de que los usuarios compartieran una experiencia idéntica? No sólo era crear un entorno idéntico, sino sincronizar el efecto al nivel de la sinapsis; estimulación directa del córtex sensorial, una especie de telepatía artificial.

La oficina central era un poco escéptica. La simple mención de la telepatía confería a todo el proyecto el aroma de la pseudociencia, y, además, parecía demasiado caro. En ese momento, Cage pensó que el efecto podía ser creado electroquímicamente, a través de la interacción de las drogas psicoactivas con la estimulación cerebral electrónica. Seguramente sería necesario algún tipo de implante, pero los estudios de mercado mostraban que mucha gente tenía miedo a las conexiones en el cerebro. Lo llamaban «el factor zombi».

Cage siguió con la idea. Si no llegaba a más, pensó, al menos el Compartir podría ser un poderoso afrodisíaco. ¿Qué importaba lo caro que fuera si resultaba ser la última de las experiencias eróticas? Señaló que nadie se había arruinado nunca vendiendo pociones de amor y le permitieron hacer el estudio de factibilidad.

Tuvo que dirigir el estudio; había muchos huecos que sólo la investigación básica podía rellenar, pero esta investigación se había realizado, si no por la Western Amusement, sí en otro sitio. Lo único que finalmente fue capaz de venderles fue hacer un pequeño esfuerzo sobre algo ya en marcha. El lugar perfecto para enterrar a Bobby Belotti. Una pequeña apuesta a largo plazo.

Y ahora, años más tarde, Belotti tenía algo que parecía muy prometedor. Había tomado prestada una droga, la 7.2 DAPA que habían desarrollado los neuropatólogos dedicados al estudio de los desórdenes del lenguaje. Ésta podía inducir una anomia eufórica, interrumpiendo el proceso de asociación de ciertos estímulos visuales con sus correspondientes palabras. Los usuarios tenían problemas para nombrar lo que veían. Los sustantivos, especialmente los abstractos, así como los nombres propios, resultaban especialmente difíciles. La gravedad de la anomia dependía no sólo del uso sino también de la complejidad del entorno visual. Por ejemplo, un usuario al que se le mostrara una rosa de largos pétalos sería incapaz de pronunciar las palabras «flor» o «rosa», incluso siendo capaz de mantener una conversación inteligente sobre floricultura. Si se le enseñaba un invernadero, podría quedarse sin palabras. Sin embargo, si cogiera una rosa y la oliera, o si simplemente oyese la palabra «rosa», haría la conexión, y en ese momento de reconocimiento, las neuronas encefálicas comenzarían a bombear como locas. El cerebro sería inundado por el placer del descubrimiento.

—El problema está —explicó Belotti a Cage— en que todavía no hay forma de predecir exactamente qué palabras se van a perder. Demasiada variación individual. Por ejemplo, puede que yo sea incapaz de decir «rosa» pero tú si puedas. En ese caso puedo alcanzar, gracias a ti, un relámpago de comprensión y tú, sin embargo, no sacar nada. Únicamente si ambos perdemos la misma palabra y luego encontramos el indicio apropiado, compartiremos el efecto.

—No parece que vaya a reemplazar al sexo —se rio Cage; Belotti se echó hacia atrás. El hombre no había cambiado. El pelo que le quedaba necesitaba un peinado. Había redecillas de venas rotas bajo su piel arrugada. Parecía muy viejo, muy acabado. A Cage le resultó difícil recordar el tiempo en que habían sido amigos.

—Bueno, el sexo compartido sería interesante. —Belotti sonaba como si estuviera repitiendo las excusas que ya había presentado antes—. Pero no obtendrías un gran efecto diciendo «estoy teniendo un orgasmo». Demasiado táctil, poco que ver con el estímulo visual. Sin embargo, la encefalina suprime los impulsos visuales, y proporcionalmente se aumentaría el placer. Pero, recuerda, esto es bastante suave en las dosis que estamos estudiando. Toma mucho y habrá una tendencia a que te abandones. Tendrás alucinaciones. Es impredecible, peligroso.

—¿Se puede bloquear el efecto?

—Hasta ahora los neurolépticos son los únicos inhibidores eficaces que hemos encontrado. Y, además, actúan muy despacio. —Belotti se encogió de hombros—. Las pruebas, de hecho, no han concluido aún. Realmente no les he prestado demasiada atención. Me sacaron de esto, ya sabes. Dediqué diez años a seguir las especificaciones que escribiste, y ahora estoy lanzando simulaciones por ordenador, «haciendo los deberes».

Cage no había pensado en Bobby Belotti durante largo tiempo; de pronto se sentía culpable por el viejo.

—¿Para qué la usarías, Bobby?

—Como te dije, eso no es decisión mía. El departamento de marketing encontrará a alguien que la venda, estoy seguro. Supongo que están un poco decepcionados porque no resultó ser el afrodisíaco que les prometí.

—Es un buen trabajo, Bobby. No tienes que disculparte ante nadie. Pero no puedo creer que hayas trabajado tanto durante tanto tiempo sin pensar en las aplicaciones comerciales.

—Bueno, si se pudieran controlar qué palabras se pierden, entonces se podrían utilizar cicerones para proporcionar los indicios necesarios. —Belotti se rascó la nuca—. Quizás se pudiera mezclar con un hipnótico para dar a los cicerones más autoridad psicológica. Podría ser útil, por ejemplo, en clases para desarrollar el gusto artístico. O quizás los museos la podrían vender junto con esas guías grabadas en cinta.

Maravilloso. Un relámpago para museos. Cage podía imaginar los anuncios. La reina del vídeo en topless diciendo a su amante plateado: «Oye, tío, perdámonos en la National Gallery y tengamos un colocón». No era de extrañar que lo hubieran marginado.

—¿A quién le podría interesar? Parece que lo único que hace falta son dos personas sentadas ante una mesa de cocina, lanzándose palabras el uno al otro.

—Pero las palabras… No es tan simple. No estamos hablando de luces bonitas en este caso; estamos hablando de símbolos internalizados que pueden disparar estados mentales complejos. Emociones, memorias.

—Claro, Bobby. Mira, hablaré con la oficina central. Veré si podemos ponerte en un nuevo proyecto, con tu propio equipo.

—No te preocupes —le dijo con expresión pétrea—. Me han ofrecido una jubilación anticipada y la voy a aceptar. Tengo sesenta y un años, Tony. ¿Cuántos tienes tú ahora?

—Lo siento, Bobby. Creo que has hecho maravillas al avanzar tan lejos con el Compartir —le sonrió a Belotti con su sonrisa de negocios—. ¿Dónde puedo conseguir algunas muestras?

Belotti asintió como si hubiera esperado que Cage preguntara eso.

—¿Todavía eres incapaz de tener las manos quietas con la mercancía? Guardan el bote de la droga muy bien cerrado, ya sabes. Hasta que decidan qué han conseguido.

—Soy un caso especial, Bobby. Deberías saber a estas alturas que algunas reglas, simplemente, no van conmigo.

Belotti dudó. Miró como si estuviera intentando resolver una ecuación de una increíble complejidad.

—Venga, Bobby. Por un viejo amigo…

Con una risita envenenada, Belotti pasó una tarjeta óptica para abrir el escritorio, sacó un frasco verde del cajón superior y se lo lanzó a Cage.

—Una cada vez, ¿entendido? Y yo no te la di.

Cage quitó la tapa. Seis pastillas; polvo amarillo dentro de cápsulas transparentes. Sospechó por un minuto; Belotti parecía demasiado deseoso de romper las leyes de la compañía, pero hacía tiempo que Cage había cambiado de opinión respecto a este hombre. No conseguía preocuparse por alguien a quien tenía tan poco respeto. Intentaba imaginar cómo se sentiría siendo alguien normal como el pobre Belotti: viejo, al final de una carrera fracasada, amargado y cansado. ¿Qué mantenía vivo a un tipo así? Tuvo un escalofrío y apartó la imagen mientras ponía en un bolsillo el frasco verde.

—Por cierto, ¿qué hora es? —preguntó Cage—. Le dije a Shaw que le vería para comer.

Belotti tocó el puente de sus gafas y las lentes se oscurecieron.

—¿Sabes? Antes realmente te odiaba. Pero luego me di cuenta: no sabías qué demonios estabas haciendo. Sería como acusar a un gato de juguetear con un ratón herido. No ves a nadie, Tony. Apuesto a que no te ves ni a ti mismo —sus manos temblaron—. Está bien. Ya me callo —apagó su terminal—. Me voy a casa. La única razón por la que vine fue porque me dijeron que querías verme.

Para no arriesgarse, Cage pidió que le analizaran una de las muestras de Belotti; era totalmente pura. Luego, en vez de arriesgarse a un nuevo encuentro, Cage siguió adelante. Tenía que ver a sus abogados en Washington y a sus contables en Nueva York. Habló en el Congreso Anual de la Asociación Americana de Psicofarmacología, en el Hilton Head de Carolina del Sur, y ofreció media docena de entrevistas para la telecadena. Conoció a una mujer japonesa e hicieron reservas para pasar un fin de semana en órbita en Habitat Tres. Luego se fueron a Osaka, donde descubrió que ella era un espía de la corporación Único. Pasaron casi dos meses. Suficiente tiempo, pensó, para que Tod lo hubiera estropeado todo, para que Wynne hubiese descubierto que él había nacido para meter la pata, y para que esa imposible relación se hubiera hundido bajo su propio peso. Cage tomó el suborbital a Heathrow. Estaba completamente seguro.

Fue una sorpresa desagradable: Tod Schluermann había tenido suerte.

El vídeo Quema Londres tenía sólo cinco minutos de duración. Empezaba con un fotograma de silos de misiles. Cuenta atrás. Lanzamiento. Londres sufría un ataque. No eran misiles, sino enormes Wynnes desnudas que trazaban varios arco iris en el cielo mientras caían sobre la ciudad. Explotaban, no con llamas, sino con vegetación, que asfixiaba todos los bloques de la ciudad con árboles y arbustos. Pronto ésta desaparecía dentro de un bosque. La cámara se dirigía a un claro donde tocaba un grupo llamado Flog. Ellos eran los que habían puesto la ensoñadora banda sonora. El tempo subía, la banda tocando más y más rápido, hasta que se incendiaban sus instrumentos, consumiéndolos a ellos y al bosque. La última imagen era la de una sartén sobre cenizas y troncos quemados. Cage opinó que era muy tonto.

Nadie podía haber predicho que un chico de diecisiete años, de fuera del Reino Unido, conseguiría introducir a Flog en sus inmaduros corazones. Cuando hicieron Quema Londres con Tod, Flog era desconocido. En el plazo de un mes pasaron de un sótano de Leeds a un apartamento en Claridge, en Londres. Aunque Tod no hizo mucho dinero con Quema Londres, se ganó una reputación. El niño que se había comparado a sí mismo con Nam June Paik hacía en cambio vídeos para fans adolescentes.

Wynne y él estaban viviendo en un bloque de tubos en Battersea. Ella podría haberse permitido algo mejor, pero él insistió en que vivieran sólo con sus propios medios. Eran unos doscientos tubos de plástico, empotrados en lo que antes había sido un almacén. Cada uno tenía unos tres metros de largo; los más sencillos tenían un metro y medio de diámetro y los dobles, dos metros. Cada uno estaba equipado con una cerradura bajo el colchón de gel, con un terminal de telecadena y un desagüe que pasaba por lavabo. Siempre había cola para las duchas. Y los baños olían.

Pero para Tod estaba bien; pasaba la mayor parte del tiempo frecuentando los laboratorios de vídeo o tratando con representantes de bandas. Incluso tenía una mesa en VidStar y una sesión en horario regular para su sintetizador, de cuatro a cinco de la mañana los martes, jueves y sábados. Pero Wynne sólo iba a VidStar. Y aunque pasaban casi todas las noches en clubs de los alrededores de la ciudad para escuchar a los grupos y para enseñar los vídeos de Tod, parecía que Wynne tenía poco que hacer. Cage no podía entender por qué ella era tan feliz.

—Porque estoy enamorada —le dijo—. Por primera vez en mi vida.

—Me alegro por ti, Wynne, créeme —estaban sentados tomando cerveza en un pub, esperando a que Tod terminara un trabajo y se les uniera para la cena. Estaba a oscuras. Era más fácil mentir a oscuras—. Pero ¿cuánto puede durar si no encuentras algo que hacer? Algo que hagas por ti misma.

—¿Así que puedo ser famosa? ¿Como tú? —ella se rio mientras pasaba el dedo por el borde de sus gafas—. ¿Por qué tienes que preocuparte de eso ahora, Tony? Tú fuiste quien me dijo que debía tomarme cierto tiempo libre después de terminar el bachillerato.

—He pensado mucho sobre eso desde que estás con Tod. Podrías ir a la universidad que quisieras.

—Sabes lo que piensa Tod de las universidades. Aun así, he pensado seguir algunos cursos de Empresariales. He pensado que podría ser la representante de Tod. Eso le daría más tiempo para hacer el trabajo importante. Es realmente bueno y todavía sigue aprendiendo; eso es lo más increíble. ¿Has tenido tiempo para ver Quema Londres?

Cage asintió.

—¿Reconociste a la mujer?

—Por supuesto.

Ella sonrió. Estaba orgullosa de aparecer en el vídeo de Tod. Cage se dio cuenta de que su plan de mantenerse al margen había salido muy, muy mal. Tendría que intervenir en la situación, o nunca conseguiría recuperar a Wynne.

—Buenas noticias —dijo Tod mientras se deslizaba en el banco, al lado de Wynne. Se besaron—. Les he vendido un proyecto. He conseguido un encargo para hacer un vídeo de treinta minutos del Festival Libre.

Wynne lo abrazó.

—Es genial, Tod. Sabía que lo podías conseguir.

—¿Festival Libre? —preguntó Cage—. ¿De qué hablas?

—Ya sabes, tío. —Tod se acabó el resto de la cerveza de Wynne—. Siempre nos estás hablando sobre eso, de ahí saqué la idea. Voy a hacer un vídeo de la celebración del solsticio. En Stonehenge.

La historia no señala la primera vez que se usaron drogas en Stonehenge. Sin embargo hay pocas dudas acerca de que la mayor parte de los principales alucinógenos disponibles en 1974 se consumieron en el primer Festival Libre de Stonehenge. Una estación musical pirata marítima, Radio Caroline, había insistido a sus oyentes para ir a Stonehenge a un festival de «amor y consciencia». El día del solsticio de ese año, una horda de harapientos fans, adolescentes y veinteañeros, levantaron un campamento cerca del aparcamiento. La música entonces se llamaba «rock»; aparentemente no era una broma[2]. El paisaje despejado alrededor de las rocas estaba lleno de tiendas y tipis, de coches y caravanas. Las guitarras eléctricas aullaban, y había un aroma a marihuana en la brisa veraniega. Existían cintas de esos antiguos festivales. Una vasta humanidad psicodélica se reunió para la ocasión: la típica pareja de Des Moines con idénticas gafas y camisetas de poliéster, el sonriente ingeniero de Tokio filmando todo, la joven madre de Luton dándole el pecho a su niño en la Piedra del Altar, el policía municipal de Amesbury que se mantenía en el círculo exterior, con sus manos cogidas a la espalda, el druida de Leicester con sus ropas ceremoniales blancas, el adolescente de pelo largo de Dorking que había escalado el gran dolmen y gritaba algo sobre Jesús, ovnis, el sol y los Beatles. El festival había sido siempre uno de los grandes escenarios para volarse. Los pioneros de los alucinógenos habían conseguido una llamativa palabra para los golpes de percepción radical de semejante experiencia, sobre la fascinante extrañeza de todo aquello. Solían llamar al Libre de Stonehenge «el jodecocos».

Wynne y Tod enviaron su tubo de dormir desde el bloque de Battersea a Stonehenge, para los cinco días del festival. Junto a otros miles, descansaba cerca del viejo aparcamiento que hay al otro lado de la A360, cerca de la cúpula que ahora protegía las piedras. Los tubos parecían cápsulas gigantes de Deslizador desparramadas sobre la hierba. En medio, había burbujas tensadas, tiendas de goretex de geometrías variadas, furgonetas y coches, e incluso gente sentada en sillas de tijera bajo abigarradas sombrillas.

Cage permaneció en una posada de Amesbury y siguió el festival por la telecadena.

En la víspera del solsticio logró persuadir a Tod y Wynne para que fueran al pueblo, con la promesa de una cena gratis. A los postres, propuso su pequeño experimento.

—No sé, tío. —Tod miraba dudoso—. Mañana es el último día, el día grande. No sé si debo tomar en este momento drogas experimentales.

Cage esperaba que Tod se resistiera, pero contaba con Wynne.

—Oh, Tod —dijo ella—, serás el único allí que no esté colocado. ¿Por qué no unirse al espíritu del momento? —sus ojos parecían muy brillantes—. Piénsalo, ¿cuántas horas has rodado hasta ahora? ¿Cuarenta, cincuenta?, y sólo quieren media. E incluso, si pierdes algo, siempre puedes sintetizarlo.

—Lo sé —dijo irritado—. Lo que pasa es que estoy cansado. Apenas puedo pensar ya —se bebió su clarete—. Bueno, quizás, ¿de acuerdo?, sólo quizás. Pero empieza de nuevo. Cuéntamelo desde el principio.

Cage comenzó afirmando que Quema Londres le había impresionado; dijo que quería conocer mejor a Tod, comprender su arte. Habló de la inspiración que había tenido cuando estaba viendo el festival en la telecadena. Todos tomarían Compartir e irían juntos a la celebración del solsticio, usando Stonehenge, la multitud y a ellos mismos para encontrar las sensaciones que moldearan su experiencia. Cage habló de la estética de lo azaroso como respuesta al problema de la selección. Dijo que podrían estar al borde de un descubrimiento histórico; Compartir podría ser perfectamente una nueva manera de que los que no eran artistas participaran en el acto mismo de la creación artística.

No mencionó que había mezclado la dosis de Compartir de Tod con un anticolinérgico que aplastaría por completo sus defensas psicológicas. Cuando Tod fuera completamente vulnerable a la sugestión, desprovisto de la capacidad de mentir, Cage comenzaría a interrogarlo. Le obligaría a decir la verdad, obligaría a Wynne a ver al chico vacío que la estaba utilizando para avanzar en su carrera. En ese momento, también Wynne vería la fealdad que Cage había visto todo el tiempo alrededor de su atractiva cara. Cuando Tod revelase simplemente lo poco que le preocupaba ella, el asunto estaría acabado.

—Vamos, Tod —dijo Wynne—. No hemos tomado drogas juntos desde hace mucho. Estoy aburrida de colocarme sola. Y cuando Tony recomienda algo como esto, seguro que tendrá un efecto total.

—¿Estás seguro de que podré trabajar mientras esté bajo los efectos de eso? —la resistencia de Tod estaba bajando—. No quiero arruinar el día filmando el césped.

—Llevaré algo para neutralizarlo. Si tienes problemas puedes tomarlo directamente en el momento que quieras. No te preocupes, Tod. Mira, la acción del Compartir te ayudará a estar más orientado visualmente. Tú mismo has dicho que el lenguaje se interpone en el camino del arte. Compartir elimina toda nuestra superestructura de preconcepciones. No sabrás lo que estás viendo, sólo lo verás, como a través de los ojos de un niño. Piénsalo.

Por un momento Cage se preguntó si habría insistido demasiado. La atención de Wynne cambió; parecía más interesada en lo que él estaba diciendo que en la reacción de Tod al respecto. Podía sentir su mirada aprobadora, pero no lo manifestó. El camarero vino con la cuenta y Cage la firmó mientras lanzaba el verdadero cebo para Tod.

—Tod, si tienes miedo de probarlo, dilo simplemente. Después de todo es algo nuevo. Nadie te dirá nada si te echas atrás.

—Muy bien, señor —el camarero, un verdadero inglés, simuló que no oía a Cage mientras éste le devolvía la cuenta—. Gracias, señor.

—Sin embargo —continuó Cage—, creo en el Compartir y creo en ti. Tanto que cuando termines tu vídeo me gustaría enseñárselo a la Western Amusement. No han decidido todavía cómo comercializar Compartir. Si el vídeo es tan bueno como creo que puede ser, el asunto se resolvería enseguida. Haré que lo compren. Serás el portavoz, no, mierda, el padre de una nueva forma de arte en colaboración.

Sabía que entonces había atrapado a Tod. Esto era lo que el chico había querido oír todo el tiempo. Cage había entendido inmediatamente que Tod había seducido a Wynne simplemente como un escalón en su carrera. Muy bien, entonces dejemos que Tod tenga su presentación en la multinacional del entretenimiento, y bajo sus propias condiciones. Dejémosle creer que ha manipulado a Cage. No importaba en tanto en cuanto Cage recobrara a Wynne.

—¿Qué estás haciendo, Tony? —dijo Wynne, y palideció bajo su piel teñida. Ella debía de sospechar que Tony se estaba tirando un farol.

—¿Qué estoy haciendo? —Cage se levantó riendo—. No estoy seguro. Eso lo hace interesante, ¿no?

—De acuerdo, tío. —Tod se levantó también—. Lo intentaré.

—¡Tony! —Wynne se levantó con ellos.

—¿Qué es eso? —dijo Wynne, señalando hacia Stonehenge. Relámpagos de luz zigzagueaban en la oscuridad, iluminando a la multitud que permanecía fuera de la cúpula.

—Es sólo son et lumiére —dijo Cage—, los técnicos holográficos del Departamento de Medio Ambiente montaron esto para sacar un extra a los turistas —siguieron caminando por la A360, donde el urbano de Amesbury los había dejado—. Mira lo que viene ahora.

Segundos después, dos arco iris de láser brillaron entre las piedras.

—Los cuarenta principales de Stonehenge —dijo Tod con descontento—. Tanto Turner como Constable hicieron grandes cuadros de este lugar. El de Turner estaba cargado de su característica grandilocuencia, con sus relámpagos y su pastor muerto y con su perro aullando. Constable intentó elevar sus aburridas acuarelas con dobles arco iris.

Cage se mordió el labio y no dijo nada. Realmente no necesitaba una lección sobre Stonehenge, y mucho menos de Tod. Después de todo, él poseía uno de los bocetos de Constable sobre Stonehenge.

Tod se ajustó el visor de su casco VidStar; parecía una mantis con cámaras como ojos. Cage podía oír los pequeños motores zumbando mientras las cámaras gemelas enfocaban.

—¿Alguno comienza a sentirlo? —preguntó Wynne.

—He investigado mucho sobre este lugar, ¿sabes? —Tod continuó—. Es sorprendente la gente que ha estado aquí.

—Sí —dijo Cage—. Sientes cierto frescor húmedo que se extiende por la parte de atrás del cráneo, como de barro —se habían tomado las cápsulas de Compartir en la oscuridad del trayecto hacia allí—. ¿Qué hora es?

—Son las cuatro y dieciocho minutos. —Tod metió un disco nuevo en la disquetera colgada de su cinturón—. Amanecer a las cinco y siete.

Cage miró al noroeste; el cielo ya había comenzado a iluminarse. Las estrellas eran como insectos de cristal escapando en el cielo gris.

—Viene en oleadas —dijo Wynne—. Alucinaciones.

—Sí —dijo Cage. Sus retinas parecían temblar. Sabía que algo iba mal pero no podía imaginar qué era.

Pasaron al lado de la inevitable manifestación en fila de la Liga de la Templanza; afortunadamente nadie reconoció a Cage. Finalmente alcanzaron un corredor cercado con alambre de espino que llevaba, atravesando la multitud, a la entrada de la cúpula. Al final del corredor marchaba una tropa de fantasmas. Iban vestidos con túnicas blancas, algunos llevaban gafas. Portaban globos de cobre, ramas de roble y estandartes con imágenes de serpientes y pentáculos. Eran varones y mujeres y parecían muy ancianos. Murmuraban un cántico que sonaba como el viento soplando entre las hojas secas. Viejos y resecos fantasmas, arrugados y resueltos, concentrados como si estuvieran solucionando problemas de ajedrez en sus cabezas.

—Los druidas —dijo Tod. Las palabras rompieron el trance y un escalofrío recorrió los hombros de Cage. Miró a Wynne y pudo saber instantáneamente que ella había sentido lo mismo. Una sonrisa de reconocimiento brilló en su cara, en el resplandor que precede al amanecer—. ¿Te encuentras bien? —preguntó Tod.

Wynne rio.

—No.

Tod se encogió de hombros y pasó su brazo por el de ella.

—Vamos. Tenemos que recorrer la cúpula si queremos ver salir el sol sobre la Piedra del Talón.

Comenzaron a abrirse camino entre la multitud, hacia el lado sudeste de la cúpula. El espacio entre las cubiertas estaba ahora vacío, y Cage pudo ver que la procesión de los druidas había pasado por el círculo exterior de las areniscas. Todos se volvieron al noreste para encararse, ya próxima el alba, con la Piedra del Talón.

—Eso es —dijo Tod—. Estamos justamente en el eje.

Una mujer gorda cerca de Cage brillaba. Excepto por sus polainas hasta las rodillas, estaba desnuda. Su piel despedía una suave luz verde; sus pezones y su vello eran de un brillante anaranjado. Cuando se movía, sus carnes brillaban como rayos de luz de luna. Al principio pensó que era otra alucinación. Algo erróneo.

—¿Tú también la estás viendo? —susurró Wynne.

—Es una luciérnaga. —Tod no se preocupó de decirlo en voz baja y la mujer verde se volvió hacia él.

Wynne asintió como si hubiera entendido. Cage puso su mano en el oído para escuchar mejor.

—¿Qué es una luciérnaga?

—Tiene un tinte corporal fosforescente —la contestación llegó en un susurro.

Tod se rio, dirigió sus objetivos hacia ella y le dijo:

—¿Sabes lo cancerígena que es esa cosa? Ochenta por ciento de mortalidad a los cinco años —se acercó tambaleándose hasta él—. Es mi cuerpo, Flash. ¿No? —Cage se sorprendió cuando ella pasó un brazo por la cintura de Tod—. ¿No estarás haciendo un vídeo, Flash? ¿Me sacarás en él?

—Por supuesto —dijo él—. Todo el mundo tiene derecho a sus diez minutos de fama. Sabes que la cámara te ama. Luciérnaga. Por eso te teñíste.

Ella soltó una risita.

—¿Estás con alguien, Flash?

—Ahora no, luciérnaga. Está saliendo el sol.

Fotógrafos aficionados y cámaras profesionales comenzaron a pelear por un sitio a su alrededor. Tod, usando sus codos con mala intención, no fue desplazado. El brillante borde del sol apareció sobre los árboles, al noroeste. Dentro de la cúpula, los druidas elevaron los cuernos y soplaron, en tributo al nuevo día. Fuera se escuchaban sonidos inarticulados y educados aplausos. Un hombre con una larga barba rodó sobre el suelo, aullando.

—Pero no hay una alineación —se quejaba un tonto—. El sol está en el sitio incorrecto.

El sol había iluminado los árboles y escalado por el horizonte color ladrillo. Cage cerró sus ojos y todavía podía verlo: sangre roja, azul relámpago, venas latiendo a lo largo de su superficie.

—Tío, el sol no está mal —dijo un hombre con una cámara donde debería haber una cabeza—. De hecho. Stonehenge no está alineado. Nunca lo estuvo. Es un mito, tío.

Aunque no identificó inmediatamente a ese sujeto, Cage sabía que odiaba su voz burlona. Cuando abrió los ojos otra vez, el sol ya había escalado varias veces su diámetro en el cielo. Tras unos instantes, pasó sobre la Piedra del Talón, hacia el otro extremo de Stonehenge, y pareció quedar suspendido allí, sostenido en el cielo por un solo pilar de tosca arenisca de cinco metros de alto. Su vista estaba enmarcada por los pilares y dinteles del círculo exterior. Parecía como si permaneciera sobre la columna vertebral del mundo. Se quedó mudo; hombres vestidos con pieles habían construido una estructura que podía capturar una estrella. La multitud estaba silenciosa, o quizás era que Cage había cesado de percibir nada que no fuera el fuego solar y la piedra. Luego, ese momento pasó. El sol siguió subiendo.

—Parece una entrada —dijo la luciérnaga— a otro mundo —a la luz del amanecer pareció empalidecer.

«Entrada». La palabra llenó su mente. Una entrada puesta encima de otra entrada.

—Calculo que está unos cuatro grados equivocado —dijo alguien. Cage vio a gente abalanzándose para ayudar al hombre que aullaba.

—¿Tony? —una extraña y bella mujer le había tomado de la mano. Su voz era un eco y sonaba distorsionada: el parloteo impreciso de un bebé, el grito de alegría de un crío. Parpadeó frente a ella en la suave luz. Piel azul, pelo de punta, vestida de plata, el engaste de un zafiro. Su cara, una joya. Preciosa. Cage se estaba enamorando.

—¿Quién eres? —no podía recordarla.

—Viene en oleadas —dijo ella. El no la entendió.

—Está tan volado que se le acaba el espacio —dijo la cabeza-cámara con una voz burlona.

—¿Quién eres tú? —Cage le agarró la mano con la suya.

—Soy yo, Tony —la bella mujer se reía. Cage quería reírse también—. Wynne.

Wynne. Dijo una y otra vez esta palabra para sí, temblando con placer en cada repetición. Wynne, su Wynne.

—Y yo soy Tod, ¿te acuerdas? —la cabeza-cámara le miró asqueada—. Dios, menos mal que no tomé esa cosa. Miraos. Ella no puede parar de reírse y tú estás catatónico. ¿Cómo se suponía que funcionaba? ¿Os dais cuenta de lo colgados que estáis? —dijo Tod. Cage fue alcanzado por otra ola más de alucinaciones, e hizo un esfuerzo por recordar. «Un plan… forzar a Tod… hacer a Wynne ver…». Cage recordaba todo esto, pero algo fallaba si Tod estaba sereno.

—¿No tomaste…?

—¡Mierda, no! —Tod se volvió. Cage sintió los objetivos escrutándole, grabándole, juzgándole—. No soy tan ingenuo como crees, tío. Decidí simular, ver primero cómo os afectaba esa cosa. Si parecía divertido, siempre podría ponerme a tono —había una pequeña lucecita roja brillando en medio del casco de Tod.

—Apágalo, cabrón —dijo Cage—. Yo… yo no… en tu maldito… tu asqueroso y maldito…

—¿No? —Cage pudo ver una sonrisa tras el casco—. Tío, eres una figura pública. A todos nos pertenece un trozo de ti.

—Tod —dijo Wynne—. No lo saques de quicio.

La luz roja desapareció. Se subió el visor y tomó la mano de ella. Dejó a Cage y se marchó con ella.

—Demos un paseo, Wynne. Quiero hablarte.

Mientras los veía irse juntos, Cage se sintió como si se hubiera petrificado. La había perdido. La muchedumbre se arremolinó tras ellos y desaparecieron.

—¿Eres Tony Cage? —se volvió sin comprender hacia una mujer de mediana edad, que llevaba un «vestido de emociones». Pasó del azul a un verde plateado cuando llamó a su marido—. Mary, ven rápido —un corpulento hombre vestido con isotérmicos respondió a su llamada—. Tú eres Tony Cage, ¿no?

Cage no podía hablar. El hombre sacudió su mano fláccida.

—Seguro, te hemos visto en la telecadena. Muchas veces. Somos de EE. UU… de New Hampshire. Hemos probado todas tus drogas.

—Pero el Deslizador es todavía nuestra favorita. Yo soy Silvia, estamos jubilados —su vestido se iluminó pasando del verde lima al verde manzana. Cage no podía mirarle al rostro.

—Soy Mary. Diría que estás bastante volado. ¿Con qué? ¿Tienes algo nuevo entre manos?

Algunas cabezas comenzaban a volverse.

—Lo siento —su lengua parecía de piedra—. No me siento bien. Tengo que… —entonces, tambaleándose, se alejó de sus fanáticos admiradores. Afortunadamente no le siguieron.

No recordaba cuánto tiempo había vagado entre la multitud, o cómo salió, o qué aspecto tenía exactamente. Una terrible sospecha le asaltaba. ¿Quizás había un problema con la dosis? Finalmente los druidas terminaron con su ceremonia y la cúpula se abrió al público. Se dejó llevar por la corriente de la gente y luego se derrumbó sobre la Piedra del Sacrificio.

La Piedra del Sacrificio era un bloque de arenisca cubierta de liquen, a unos treinta metros fuera del círculo externo; un buen sitio para sentarse y mirar, fuera de la algarabía alrededor de las piedras erectas. La superficie de la piedra era basta y estaba agujereada. Antes se pensaba que esas oquedades naturales se usaban para recoger la sangre sacrificial, tanto de animales como de humanos. Otro mito, pues originalmente la piedra había estado erecta. Ahora eran dos objetos caídos, Cage y la piedra, sus cimientos minados, su sentido, perdido. Existían en un estado de consciencia básicamente idéntico.

Cage tuvo pensamientos de piedra; su entendimiento era el de una roca.

El sol subió. Cage tenía calor. La combinación de calor corporal y solar había sobrecargado el aire acondicionado de la cúpula. No hizo nada. Las oleadas de alucinaciones parecían retirarse. La había escalado por el muro externo y caminaba por sus dinteles. Una mujer comenzó a desnudarse. La gente aplaudía y la animaba. «¡Virgen vestal! ¡Virgen vestal!», gritaban. Un niño pequeño miraba ávidamente mientras apretaba un bote de zumo de manzana no retornable. Cage tenía sed, pero no hizo nada. El chico tiró el bote cuando terminó, y se fue vagando. Un policía se paró tras la multitud para ver a la nudista quitarse las bragas. La multitud aulló y ella les ofreció un extra. Sufría una amputación; soltó un brazo protésico y lo agitó por encima de la cabeza. El mundo se volvía loco e intentaba arrastrar a Cage. Cargó un neuroléptico en su jeringuilla de presión y se inyectó en el antebrazo.

—¡Tony! —no existía Tony, él era sólo una piedra.

—Oye, tío —un extraño lo sacudió—. Soy yo, Tod. ¡Algo le pasa a Wynne! Tenemos que saber qué tomó.

—En oleadas. —Cage comenzó a reírse—. Viene en oleadas, —ahora se dio cuenta. Alucinaciones, pero no con Compartir. Se estaba riendo con tanta fuerza que se cayó para atrás. ¡Belotti! El pobre Bobby había devuelto el golpe, por fin, tras todos estos años. La droga era pura, pero la dosis…, demasiado alta. Alucinógenos, peligroso, había dicho él, impredecible. «¡Ése impredecible y viejo… cabrón!». Cage boqueaba para tomar aire.

—¡Necesita oxígeno! ¡Rápido!

—¡Fíjate en sus ojos!

Cuando la última oleada le alcanzó, Cage se agarró a la piedra. La multitud desapareció, la cúpula se desintegró, el aparcamiento, la A360, todo signo de civilización desaparecido. Entonces las piedras se despertaron y comenzaron a bailar. Las que se habían caído se enderezaron solas. Un camino apareció en la hierba. La Piedra del Sacrificio se levantó y lo tiró mientras se erigía. Una piedra gemela apareció a su lado; una entrada. Quiso atravesarla, bajar al camino, ver todo Stonehenge.

Pero la magia lo retenía. En un mundo sobreexplicado, sólo la más sutil y poderosa magia de todas sobrevivía, la magia que funciona exclusivamente en la mente. Una maldición. Una raza muerta y analfabeta había lanzado una maldición sobre la imaginación del mundo. Con su ruda magnificencia, Stonehenge retaba a todos a entender su significado, pues su secreto estaba encerrado más allá de los impenetrables muros del tiempo.

—Túmbale.

—¡Tony!

—No puede oírte.

De pronto todos estaban a su alrededor, todos aquellos que antes habían estado en el sitio donde Cage se encontraba ahora. Políticos, escritores, pintores, historiadores, científicos, turistas, sí, incluso los turistas, quienes, en busca de diversión, habían encontrado, en cambio, un misterio intemporal. Todos los que habían aceptado el reto de Stonehenge y habían caído bajo su maldición. Habían peleado con palabras e imágenes para encontrar su secreto, pero lo único que habían visto era a sí mismos. Brilló entonces el sol y la superficie de las piedras se convirtió en plata. Cage pudo ver todos los fantasmas reflejados en las brillantes piedras. Se pudo ver también a sí mismo.

—Tony, ¿puedes oírme? Wynne sufre algún tipo de cuelgue. Tienes que explicarnos qué es.

Cage se vio a sí mismo en la Piedra del Sacrificio. ¿Qué importaba? Ya la había perdido. Su imagen pareció brillar. El parecía un fantasma; pensar en la muerte no le disgustaba. Ser piedra.

—Despierta, tío. Tienes que salvarla. Es tu hija, ¡maldita sea!

—No —en ese momento el reflejo de Cage en la piedra cambió y vio su imagen especular: Wynne, sufriendo. Se dio cuenta de que ella había sufrido durante mucho tiempo, lo había ocultado tras un decorado de drogas, fingiendo dureza. Tenía que haberse dado cuenta. Atrapado por la lógica magia de la alucinación, pudo sentir realmente su dolor y fue asaltado por la certeza de que él era su causa. No era ya la droga, sino Stonehenge mismo lo que le forzaba a sufrir con ella, Stonehenge, que creaba un mágico paisaje donde el velo de las palabras se rasgaba y una mente podía tocar a otra mente directamente. O algo así le pareció a Cage. Un sonido resonó en su visión: un grito—. ¡No! —las piedras se cayeron, desaparecieron, pero Cage no pudo escapar al dolor. Todas las mentiras que Cage se había contado a sí mismo se derrumbaron. En un momento de terrible revelación, se dio cuenta de lo que le había hecho, a su hija.

Tod había perdido su casco en algún lugar, probablemente tirado en el césped y filmando primeros planos de hierba. Parecía muy pálido incluso bajo el tinte azul de su piel. Cage parpadeó intentando recordar qué le había preguntado. Había electrodos pegados a la cabeza de Cage y a su muñeca. Un sanitario comprobaba sus lecturas.

—¿Qué le dio? —preguntó el médico.

Las manos de Cage temblaban mientras buscaba la jeringa de presión en su bolsillo.

—Esto es… una dosis… neurolépticos. Los necesita ya. ¡Ya! —el sanitario parecía muy joven; parecía dudar. Cage se incorporó, se quitó el electrodo de su sien—. ¿Sabe quién soy? —el mundo giraba—. ¡Hágalo!

El sanitario miró brevemente a Tod, luego tomó la jeringa y regresó hacia las piedras erectas. Tod dudó, volviéndose hacia Cage.

—¿Qué le dijiste? —Cage intentó levantarse.

Él puso su brazo alrededor de los hombros de Cage para ayudarlo.

—¿Estás bien?

—¿Se lo dijiste? ¿Le dijiste que era mi hija?

—Eso es lo que ella cree. Discutimos sobre eso.

—Era mi amante. Supongo que ya lo sabes. Vino una noche. Ambos estábamos volados. No pude… no pude rechazarla.

Tod miró adelante.

—Eso me contó ella. Me dijo que era culpa suya. Entonces le dio un espasmo.

—No. —Cage aún podía verlo por sí mismo; nunca podría dejar de verlo—. Yo estaba solo, así que me aseguré de que ella también lo estuviera. Y a eso lo llamé amor —las palabras casi se le atragantaron—. ¿Dónde está? Llévame a su lado —comenzaron a caminar—. Tod, ¿tú la amas?

—No sé, tío —lo pensó durante un momento—. Siento que es algo parecido a eso.

Ella estaba inconsciente, pero el espasmo había pasado y el sanitario dijo que sus signos vitales eran buenos, Cage fue con Tod al hospital. Esperaron todo el día; hablaron de todo menos de lo que realmente les preocupaba. Cage se dio cuenta de que había cometido una equivocación con Tod. Tamos errores. Cuando finalmente Wynne recobró la consciencia, Tod fue a verla. Solo.

—No estoy —dijo Cage—. Dile que me he ido.

—No puedo hacer eso.

—¡Díselo!

A Tod sólo le dejaron estar diez minutos. Cage estuvo todo el rato preocupado de que Tod le llamara.

—¿Se encuentra bien?

—Lo parece. Preguntó por ti. Le dije que habías vuelto a tu habitación a dormir. Le dije que vendrías mañana. La van a tener aquí esta noche.

—Me voy. Tod. —Cage le tendió la mano—. No me volverás a ver.

—¿Qué? No puedes hacerle eso, tío. Ella vio algo esta mañana, algo que le hace sentirse endiabladamente culpable. Si tú simplemente te marchas, ella se va a sentir peor. ¿No lo entiendes? Le debes a ella el quedarte.

Cage dejó caer su mano a un lado.

—Quieres que sea una especie de héroe. Tod. El problema es que soy un cobarde, siempre lo he sido. Yo también vi algo hoy y dedicaré el resto de mi vida a olvidarlo. Ella… los dos estaréis mejor sin mí.

Tod lo agarró por los hombros.

—Por supuesto que tú vas a verla mañana. ¡Escucha, tío! Si es que realmente la quieres…

—La quiero. —Cage se soltó— tanto como a mí mismo.

Ésa misma noche tomó la lanzadera desde Heathrow a Shanon. Sabía que Tod tenía razón; huir era cruel y egoísta. Tod podía pensar lo que quisiera, nunca podría saber cuánto le había dolido abandonar a Wynne de esta manera… Si Cage escapaba, lo hacía lleno de dolor. Esperaba que Wynne entendiera. Alguna vez. Su bella Wynne. Necesitó varios días para poner en orden sus asuntos. Le dejó una fortuna en acciones de la Western Amusement. Grabó una cinta despidiéndose de ella.

Una neblina envuelve la tierra. La bruma pizarrosa de la bahía de Galway le recuerda a Cage la arenisca. La cápsula criogénica le espera, programada para cien años. No sabe si esto será suficiente para salvarla. O para salvarse él. Sabe que probablemente no la verá más, pero por un tiempo, al menos, estará en paz. Dormirá el sueño inescrutable de las piedras.


[1] «R y D» o «Investigación y Desarrollo». (N. De los T).

[2] La broma es un juego de palabras con rock: «roca», referida a las piedras de Stonehenge y «rock», la música. (N. De los T.).