Cómo vivo en el mundo, éste es mi fundamento
(Vittorio Foa)
No estoy del todo convencido de que un careo entre creyentes y no creyentes sea un camino útil para indagar en el fundamento último de la ética. Para empezar, quienes creen ¿están en el fondo tan convencidos de creer?, y los no creyentes (hablo por experiencia propia), ¿están tan seguros de no creer? Siempre he pensado que un creyente, aunque lo sea, no deja nunca de buscar. Los confines son inciertos.
Si un creyente exige a un no creyente que justifique sus creencias éticas sin exigirse a sí mismo justificar la relación entre su fe y sus propias certezas, corre el riesgo de pasar por encima de toda la historia de la humanidad y de imponer, prejudicialmente, una jerarquía que puede hacer vano el propio careo. Se pide al no creyente: ¡dime en qué cree quien no cree! Con un pequeño juego de palabras se da por supuesto que el único modo de creer es el de quien hace la pregunta; así, el problema queda resuelto antes de empezar, no hacen falta justificaciones.
Ademas de la inutilidad, hay un segundo riesgo que es especular respecto al primero. Si la fe en un Dios personal consiente «decidir con certeza en cada caso concreto qué es altruismo y qué no lo es» o, aún más, consiente «decir que ciertas acciones no se pueden realizar de ningún modo, bajo ningún concepto, y que otras se deben realizar, cueste lo que cueste» (Martini), el creyente que sabe lo que es verdad y lo que es justo tiene no sólo el derecho, sino el deber, de lograr que los demás se adecuen a la verdad y la justicia. De este modo se desata la confusión entre la letra y el Espíritu, entre el Libro y la ética. En el integrismo la experiencia religiosa se disuelve. El integrismo se encuentra también entre los no creyentes. El careo no es entre creyentes y no creyentes, sino sobre el modo de creer y el modo de no creer.
Hace falta algo más que la fe religiosa o que un refinado humanismo o racionalismo. Yo no consigo hablar de ética si no contemplo el mal y no me introduzco en él. Estoy pensando en el odio étnico. Le he mirado a los ojos, bajo distintas formas, durante casi todo este siglo. Comenzaba el siglo con el nacionalismo de los Estados, los sufrimientos y la muerte de nueve millones de hombres jóvenes. Aquel nacionalismo no había llovido del cielo, no era una fatalidad. Había nacido de las transformaciones, yo diría incluso del vuelco, de ciertas experiencias civiles, del sentimiento nacional como sentir común de una comunidad, de querer ser como los demás, con los demás. El vuelco había supuesto la negación de los otros, una voluntad de muerte. Las leyes de la historia inventadas para justificar aquella masacre eran todas falsas. En cualquier momento de aquel proceso hubiera sido posible intentar detenerlo. La identidad de una comunidad, como la de un individuo, nace por diferencia. El nudo de la ética se encuentra en esa diferencia: ¿es negación de los demás o es por el contrario convivencia y búsqueda común? Aquel odio no era fatal, era una construcción humana, las cosas hubieran podido ser distintas.
A finales de siglo, a un tiro de piedra de nosotros, he aquí de nuevo la guerra étnica, así como el horror de su limpieza. Es, una vez más, una construcción humana, no una catástrofe natural. ¿Qué problemas nos ha planteado? Lamentar los males humanos está bien, pero no basta. Rezar está bien, pero no basta. Ayudar, atenuar los sufrimientos, como ha hecho admirablemente el voluntariado católico, está bien, pero no basta. El problema estriba en comprender quiénes son los agresores y los agredidos, los verdugos y las víctimas; las víctimas deben ser reconocidas como tales y, si es posible, hay que arrebatar las armas de las manos de los verdugos.
La prédica del altruismo como primacía de los demás acaba por resultar fastidiosa e inútil. La fuente del mal reside en el modo de comportarse de la propia conciencia, en el modo de organizamos a nosotros mismos y de construir nuestra relación con el mundo. Existe una difusa tentación, verdadera fuga de la realidad, de negar la comunidad (o el individuo) con su egoísmo, de rechazar la identidad por diferencia. Al contrario, debemos partir precisamente de ahí. No puedo llegar al amor por los demás si no parto de un examen de mí mismo. Resulta verosímil que nos hallamos ante el inicio de grandes movimientos migratorios en el mundo, y en Italia no estamos culturalmente preparados para estos acontecimientos. Las raíces del odio (y del racismo que se le propone como modelo) son profundas; lo que en determinado momento se nos presenta como ineluctable es sólo el producto de todas las irresponsabilidades que lo han precedido, de la manera en la que nos hemos enfrentado a la intolerancia, a la inseguridad cada vez más extendida. Seguimos prometiendo seguridad en vez de buscar la manera de vivir la inseguridad en el respeto recíproco sin la ansiedad de la autodefensa.
De manera análoga, la cuestión ética se plantea para todos los aspectos del desequilibrio que ha ido creciendo entre el progreso técnico con su capacidad destructiva y autodestructiva y el grado de responsabilidad personal. Yo respeto profundamente a quien extrae sus certezas éticas de la fe en un Dios personal o de un imperativo trascendente. Quisiera pedir un poco de respeto, un poco menos de suficiencia, hacia quien labra sus certezas no en la frágil convicción de haber obrado bien, sino en la manera mediante la que encara la relación entre su vida y la del mundo.
Vittorio Foa, febrero de 1996.