La esperanza hace del fin «un fin»
(Carlo Maria Martini)

Querido Umberto Eco:

Estoy plenamente de acuerdo en que se dirija usted a mí utilizando mi nombre y apellido, y por ello yo haré lo mismo con usted. El Evangelio no es demasiado benévolo con los títulos («Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar “Rabbí”… ni llaméis a nadie “Padre” vuestro en la tierra… ni tampoco os dejéis llamar “maestro”», Mateo 23, 8-10). Así resulta, por otra parte, más claro, como usted dice, que éste es un intercambio de reflexiones realizado entre nosotros con libertad, sin corsés ni implicaciones de cargo alguno. Espero, en todo caso, que se trate de un intercambio fructífero, porque me parece importante poner de relieve con franqueza nuestras preocupaciones comunes y buscar la manera de aclarar nuestras diferencias, sacando a la luz lo que verdaderamente es diferente entre nosotros.

Estoy asimismo de acuerdo en alzar la mirada en este primer diálogo nuestro.

Entre los problemas que más nos preocupan se cuentan sin duda los relacionados con la ética. Pero los acontecimientos diarios que más impresionan a la opinión pública (me refiero en particular a los que afectan a la bioética) son, a menudo, eventos «fronterizos», ante los que se impone, en primer lugar, comprender de qué se trata desde el punto de vista científico antes de precipitarse a emitir juicios morales que sean fácilmente causa de polémica. Lo importante es determinar antes que nada los grandes horizontes entre cuyos límites se forman nuestros juicios. Y sólo a partir de ellos podremos discernir también los porqués de las valoraciones prácticas en conflicto.

Usted me propone el problema de la esperanza y, en consecuencia, el del futuro del hombre, a las puertas del segundo milenio. Ha evocado usted esas imágenes apocalípticas que al parecer hicieron temblar a las multitudes hacia finales del primer milenio. Aunque todo ello no sea verdad, como se dice, è ben trovato (está bien contado), porque el miedo al futuro existe, los milenarismos se han reproducido constantemente a lo largo de los siglos, sea en forma de sectas, sea en la de esos quiliasmos implícitos que dan vida, en lo más profundo, a los grandes movimientos utópicos. Hoy en día, además, las amenazas ecológicas han ido sustituyendo a las fantasías del pasado, y su carácter científico las hace todavía más espantosas.

¿Y qué es lo que el Apocalipsis, el último de los libros que componen el Nuevo Testamento, tiene que ver con todo ello? ¿Se puede definir realmente este libro como un depósito de imágenes de terror que evocan un fin trágico e irremisible? Pese a las semejanzas de tantas páginas del llamado Apocalipsis de San Juan con otros numerosos textos apocalípticos de aquellos siglos, su clave de lectura es distinta. Esta viene dada del contexto del Nuevo Testamento, en el que el libro en cuestión fue (no sin resistencias) admitido.

Intentaré explicarme mejor. En los apocalipsis el tema predominante es, por lo general, la fuga del presente para refugiarse en un futuro que, tras haber desbaratado las estructuras actuales del mundo, instaure con fuerza un orden de valores definitivo, conforme a las esperanzas y deseos de quien escribe el libro. Tras la literatura apocalíptica se hallan grupos humanos oprimidos por graves sufrimientos religiosos, sociales y políticos, los cuales, no viendo salida alguna en la acción inmediata, se proyectan en la espera de un tiempo en el que las fuerzas cósmicas se abatan sobre la tierra para derrotar a todos sus enemigos. En este sentido, puede observarse que en todo apocalipsis hay una gran carga utópica y una gran reserva de esperanza, pero al mismo tiempo, una desolada resignación respecto al presente.

Ahora bien, tal vez sea posible hallar semejanzas de todo ello tras los documentos singulares que luego confluyeron en el actual libro del Apocalipsis, pero una vez que el libro se lee desde la perspectiva cristiana, a la luz de los Evangelios, cambia de acento y de sentido. Se convierte, no en la proyección de las frustraciones del presente, sino en la prolongación de la experiencia de la plenitud, en otras palabras, de la «salvación», llevada a cabo por la Iglesia primitiva. Ni hay ni habrá potencia humana o satánica que pueda oponerse a la esperanza del creyente.

Desde este punto de vista, estoy de acuerdo con usted cuando afirma que la idea del fin de los tiempos es hoy más propia del mundo laico que del cristiano.

El mundo cristiano, a su vez, no ha sido ajeno a pulsiones apocalípticas, que en parte se remitían a unos oscuros versículos del Apocalipsis, 20: «… dominó a la serpiente antigua y la encadenó por mil años… las almas de los que fueron decapitados… revivieron y reinaron con Cristo mil años». Hubo una corriente de la tradición antigua que interpretaba estos versículos a la letra, pero tales milenarismos literales nunca gozaron de excesivo crédito en la gran Iglesia. Ha prevalecido el sentido simbólico de estos pasajes, que interpreta ahí, como en otras páginas del Apocalipsis, una proyección extendida al futuro de esa victoria que los primeros cristianos sentían vivir en el presente gracias a su esperanza.

De esta manera, la historia ha sido vista siempre más claramente como un camino hacia una meta fuera de ésta, que no inmanente a ella. Esta perspectiva podría ser expresada mediante una triple convicción:

1. La historia posee un sentido, una dirección de marcha, no es un mero cúmulo de hechos absurdos y vanos.

2. Este sentido no es puramente inmanente sino que se proyecta más allá de ella, y por lo tanto no debe ser objeto de cálculo, sino de esperanza.

3. Esta perspectiva no agota, sino que solidifica el sentido de los acontecimientos contingentes: son el lugar ético en el que se decide el futuro metahistórico de la aventura humana.

Hasta aquí observo que hemos ido diciendo muchas cosas parecidas, aunque con acentos diversos y con referencias a fuentes distintas. Me complace esta consonancia sobre el «sentido» que tiene la historia y que permite que (cito sus propias palabras) «se puedan amar las realidades terrenas y creer —con caridad— que exista todavía lugar para la Esperanza».

Más difícil es responder a la pregunta de si existe una «noción» de esperanza (y de propia responsabilidad en relación al mañana) que pueda ser común a creyentes y a no creyentes. Tiene que haberla, de un modo u otro, porque en la práctica se puede ver cómo hay creyentes y no creyentes que viven su propio presente confiriéndole un sentido y comprometiéndose con él responsablemente. Ello resulta especialmente visible en el caso de quienes se entregan de manera desinteresada y por su propio riesgo, en nombre de los más altos valores, sin compensación visible. Lo que quiere decir, por tanto, que existe un humus profundo del que creyentes y no creyentes, conscientes y responsables, se alimentan al mismo tiempo, sin ser capaces, tal vez, de darle el mismo nombre. En el momento dramático de la acción importan mucho más las cosas que los nombres, y no vale la pena, desatar una quaestio de nomine (problema terminológico) cuando se trata de defender y promover valores esenciales para la humanidad.

Pero es obvio que para un creyente, en particular católico, los nombres de las cosas tienen su importancia, porque no son arbitrarios, sino fruto de un acto de inteligencia y de comprensión que, si es compartido por otro, lleva al reconocimiento incluso teorético de valores comunes. Respecto a esto considero que queda aún mucho camino por recorrer, y que ese camino se llama ejercicio de inteligencia y valor para escrutar juntos las cosas sencillas. Muy a menudo repite Jesús en los Evangelios: «¡Quien tenga oídos para oír, que oiga!… ¡prestad atención!… ¿aún no comprendéis ni entendéis?» (Marcos 4,9; 8,17…). Él no se remite a teorías filosóficas o a disputas de escuelas, sino a esa inteligencia que nos ha sido dada a cada uno de nosotros para comprender el sentido de los acontecimientos y orientarnos. Cada mínimo progreso en este entendimiento sobre las grandes cosas sencillas significaría un paso adelante para compartir las razones de la esperanza también.

Una última provocación en su carta ha despertado mi interés: ¿qué función crítica puede adoptar una reflexión sobre el fin que no implique desinterés por el futuro sino proceso constante a los errores del pasado? Me parece evidente que no es sólo la idea de un fin irremisible lo que puede ayudarnos a valorar críticamente cuanto hemos dejado atrás. Tal idea será en todo caso fuente de temor, de miedo, de repliegue hacia uno mismo o de evasión hacia un futuro «distinto», como precisamente ocurre en la literatura apocalíptica.

Para que una reflexión sobre el fin estimule nuestra atención tanto hacia el futuro como hacia el pasado, para reconsiderarlos de manera crítica, es necesario que este fin sea «un fin», que tenga el carácter de un valor final decisivo, capaz de iluminar los esfuerzos del presente y dotarles de significado. Si el presente posee valor en relación a un valor final reconocido y apreciado, que yo pueda anticipar con actos de inteligencia y de responsable elección, ello me permitirá también reflexionar acerca de los errores del pasado sin angustia. Sabré que estoy en marcha, podré vislumbrar algo de la meta, al menos en sus valores esenciales, sabré que me es posible corregirme y mejorarme. La experiencia demuestra que solamente nos arrepentimos de aquello que presentimos poder hacer mejor. Quien no reconoce sus errores permanece pegado a ellos, porque no ve nada mejor ante sí y se pregunta entonces por qué ha de abandonar lo que tiene.

Todos éstos me parecen modos de conjugar esa palabra, «Esperanza», que tal vez no me hubiera atrevido a escribir con mayúscula sí usted no me hubiera dado ejemplo. No es pues todavía el momento de dejarse emborrachar por la televisión mientras esperamos el fin. Todavía nos queda mucho por hacer juntos.

Carlo María Martini, marzo de 1995.