La Iglesia no satisface expectativas, celebra misterios
(Carlo Maria Martini)
Querido Umberto Eco:
Una vez más le ha tocado a usted comenzar este diálogo. No creo, sin embargo, que sean razones ideológicas las que determinen a quién le corresponde comenzar, sino mas bien problemas prácticos. En el mes de septiembre tuve una serie de compromisos en el extranjero y es posible que para la redacción haya resultado más sencillo ponerse en contacto con usted. Por mi parte tengo una pregunta que quisiera hacerle y que me reservo para la próxima vez; se trata de una pregunta a la que no consigo encontrar respuesta y para la que no me socorre ni siquiera esa «función oracular» que a veces, como nota usted, se atribuye erróneamente a los pastores. Como mucho, tal función oracular podría ser atribuida a los profetas, pero en nuestros días, mucho me temo, son más bien raros.
La pregunta, pues, que tengo intención de hacerle se refiere al fundamento último de la ética para un laico. Me gustaría que todos los hombres y las mujeres de este mundo tuvieran claros fundamentos éticos para su obrar y estoy convencido de que existen no pocas personas que se comportan con rectitud, por lo menos en determinadas circunstancias, sin referencia a un fundamento religioso de la vida. Pero no consigo comprender qué tipo de justificación última dan a su proceder.
Pero dejando a un lado por ahora este interrogante cuya ilustración me reservo para una próxima carta, si es que me es concedida la primera intervención, paso a ocuparme de las reflexiones que hace usted preceder a la «espinosa cuestión» del sacerdocio de las mujeres. Usted declara que, como laico, respeta los pronunciamientos de las confesiones religiosas sobre los principios y problemas de la ética natural, pero no admite la imposición a los no creyentes o a los creyentes de otra fe de comportamientos que las leyes del Estado prohíben. Estoy completamente de acuerdo con usted. Cualquier imposición desde fuera de principios o comportamientos religiosos a quien no está conforme con ello viola la libertad de conciencia. Le diré aún más: si tales imposiciones han tenido lugar en el pasado, en contextos culturales distintos del actual y por razones que hoy no podemos ya compartir, lo justo es que una confesión religiosa lo reconozca como error.
Ésta ha sido la valerosa posición adoptada por Juan Pablo II en su carta sobre el próximo jubileo del año 2000, de título Tertio millenio adveniente, en la que se dice: «Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia no pueden dejar de volver con el ánimo dispuesto al arrepentimiento es el constituido por la aquiescencia manifestada, en ciertos siglos especialmente, a métodos de intolerancia e incluso de violencia al servicio de la verdad… Es cierto que un juicio histórico correcto no puede prescindir de una atenta consideración de los condicionamientos culturales del momento… pero la consideración de las circunstancias atenuantes no exonera a la Iglesia de la obligación de un arrepentimiento profundo por las debilidades de tantos hijos suyos… De tales rasgos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe inducir a todo cristiano a abrazar con fuerza el áureo principio dictado en el Concilio (Dignitatis humanae 1): “La verdad no se impone más que con la fuerza de la propia verdad, la cual penetra en las mentes suavemente y a la vez con vigor”» (n. 35).
Quisiera, sin embargo, hacer una precisión importante acerca de lo que usted afirma hablando de las «leyes del Estado». Estoy de acuerdo en el principio general de que una confesión religiosa debe atenerse al ámbito de las leyes del Estado y que, por otra parte, los laicos no tienen derecho a censurar los modos de vida de un creyente que se ajustan al cuadro de dichas leyes. Pero considero (y estoy seguro de que también usted estará de acuerdo) que no se puede hablar de «leyes del Estado» como de algo absoluto e inmutable. Las leyes expresan la conciencia común de la mayoría de los ciudadanos y tal conciencia común está sometida al libre juego del diálogo y de las propuestas alternativas, bajo las que subyacen (o pueden subyacer) profundas convicciones éticas. Resulta por ello obvio que algunas corrientes de opinión, y por lo tanto las confesiones religiosas también, pueden intentar influir democráticamente en el tenor de las leyes que no consideran correspondientes a un ideal ético que para ellos no representa algo confesional sino perteneciente a todos los ciudadanos. En esto consiste el delicado juego democrático que prevé una dialéctica entre opiniones y creencias, con la esperanza de que tal intercambio haga crecer esa conciencia moral colectiva que subyace a una convivencia ordenada.
En este sentido, acepto con mucho gusto su «espinosa cuestión» sobre el sacerdocio negado a las mujeres por la Iglesia católica, porque usted me la plantea justamente como fruto del deseo de un laico sensible de intentar comprender por qué la Iglesia aprueba o desaprueba ciertas cosas. Bien es cierto que aquí no se trata de un problema ético, sino teológico. Se trata de comprender por qué la Iglesia católica, y con ella todas las Iglesias de Oriente, es decir, en la práctica todas las Iglesias que se remontan a una tradición bimilenaria, continúan fieles a una cierta praxis cultural que desde siempre excluye a las mujeres del sacerdocio.
Afirma usted que no ha conseguido encontrar todavía en la doctrina razones persuasivas para tal hecho, con el mayor respeto por su parte hacia la autonomía de la Iglesia en materia tan delicada. Y expone sus perplejidades en referencia a la interpretación de las Escrituras, las así llamadas razones teológicas, las razones simbólicas o incluso las extraídas de la biología, para acabar examinando con agudeza algunas páginas de Santo Tomas, en las que incluso este hombre «de extraordinario sentido común» parece dejarse llevar por argumentaciones poco coherentes.
Revisemos con calma todos estos puntos, aunque renunciaré a adentrarme en consideraciones demasiado sutiles, no porque no me gusten o las considere superfluas, sino porque temo que de otro modo esta carta, que forma parte de un epistolario público, se quedará sin lectores. Ya me pregunto si quienes no conocen bien las Escrituras ni mucho menos a Santo Tomás habrán sido capaces de seguirle en lo que afirma a tal propósito, pero me alegra que haya sacado usted a colación estos textos, porque en ellos me encuentro como en casa y también porque espero que a algún lector le entren ganas de hojearlos.
Vayamos, pues, a las Escrituras. Usted, en primer lugar, se remite a un principio general hermenéutico según el cual los textos han de ser interpretados no en su literalidad integrista, sino teniendo en cuenta el tiempo y el ambiente en el que fueron escritos. Estoy plenamente de acuerdo con este principio y con los callejones sin salida a los que conduce una exégesis integrista. Quisiera objetar, sin embargo, que ni siquiera un integrista se sentiría incómodo con la regla sobre el peinado y la barba de los sacerdotes que usted recuerda.
Usted cita a Ezequiel (44, 20) y el libro del Levítico (supongo que se refiere a Lev., 19, 27-28; 21, 5; cfr. también Dt., 14, 1) para sostener que si se interpretasen literalmente estos textos se incurriría en una contradicción: la barba descuidada para el Levítico y el corte regular para Ezequiel. Pero a mí (y a muchos exegetas) me parece que en esta cuestión de detalle (citada aquí únicamente a título de ejemplo) Ezequiel no pretende contradecir al Levítico: este último pretende prohibir ciertos ritos de luto de origen probablemente pagano (el texto de 21, 5 debe traducirse como «no se harán tonsuras en la cabeza ni se afeitarán los bordes de la barba, ni se harán incisiones en la carne» y Ezequiel hace referencia probablemente a esa misma norma). Todo esto no lo digo ni en defensa de los integristas ni para favorecer uno u otro peinado, sino para indicar que a veces no resulta fácil saber qué es lo que la Biblia quiere decir sobre ciertos puntos concretos ni decidir si sobre determinado argumento se habla de acuerdo con los usos de su tiempo o para señalar una condición permanente del pueblo de Dios.
En lo que se refiere a nuestro tema, los exegetas que han buscado en la Biblia argumentos positivos para el sacerdocio de la mujeres se han topado siempre con grandes dificultades.
Qué puedo decir sobre los argumentos que se podrían denominar «teológicos» y que usted ejemplifica con el arroz y el sake, posible materia de la eucaristía, si «por un inescrutable designio divino, Cristo se hubiera encarnado en Japón». La teología, sin embargo, no es la ciencia de los posibles o «de lo que hubiera podido suceder si…»; no puede hacer otra cosa más que partir de los datos positivos e históricos de la Revelación e intentar comprenderlos. En este sentido, resulta innegable que Jesucristo escogió a los doce apóstoles. Este debe ser el punto de partida para determinar cualquier otra forma de apostolado en la Iglesia. No se trata de buscar razones a priori, sino de aceptar que Dios se ha comunicado de una cierta manera y en una cierta historia, y que tal historia en su singularidad nos sigue determinando todavía hoy.
En la misma línea convengo con usted en que las razones simbólicas, al menos tal y como hasta ahora nos han sido expuestas, no son a priori convincentes. Recuerda usted con toda la razón los privilegios altísimos que Cristo confirió a las mujeres que lo siguieron, a quienes se apareció en primer lugar tras su resurrección. En polémica con las leyes de su tiempo, Cristo dio algunas claras indicaciones acerca de la igualdad de los sexos. Éstos son hechos innegables de los que la Iglesia debe extraer con el tiempo las oportunas consecuencias, porque no podemos pensar, que se haya dado ya razón del todo a la fuerza de estos principios operativos. Sin duda alguna, ha quedado superado también el argumento arcaico de tipo biológico.
Por ello, incluso Santo Tomás, que era un hombre de gran doctrina y gran sentido común, pero que no podía ir mucho más allá de las concepciones científicas de su tiempo y tampoco de las costumbres de sus contemporáneos, no sabe proponer argumentos que hoy sean persuasivos para nosotros. Renuncio a seguirle en el sutil análisis al que usted somete varios pasajes de la Summa, no porque no lo halle interesante, sino porque me temo que el lector se perdería. En su análisis, sin embargo, se sugiere que en Santo Tomás se daba una especie de combate interior entre diversos principios y que se esforzaba en encontrar razones para la praxis de la Iglesia, pero con plena conciencia de no ser del todo convincente. Su principal obstáculo era el principio de que sexus masculinus est nobilior quam femininus (el sexo masculino es más noble que el femenino), (Summa, 3, 31, 4 ad primum), que por un lado él aplicaba como evidente para su tiempo y que por otro contrastaba con las prerrogativas dadas por Cristo y en la Iglesia a las mujeres. Hoy en día, un principio así parece superado y por ello desaparecen las razones teológicas que de él se derivaban.
Pero entonces, me preguntará usted, ¿cuál es la consecuencia de todo ello? La consecuencia es una cosa muy sencilla y muy importante; es decir, que una praxis de la Iglesia tan profundamente enraizada en sus tradiciones, que no ha conocido excepciones reales en dos milenios de historia, no puede estar basada en razones abstractas o apriorísticas, sino en algo que atañe a su propio misterio. El mismo hecho de que la mayoría de las razones aportadas a lo largo de los siglos para ordenar sacerdotes sólo a los hombres no puedan hoy ya proponerse, mientras la praxis misma persevera con gran fuerza (basta pensar en las crisis que hasta fuera de la Iglesia católica, es decir, en la comunión anglicana, está provocando la praxis contraria), nos advierte que nos hallamos, no ante razonamientos simplemente humanos, sino ante el deseo de la Iglesia de no ser infiel a los actos salvíficos que la han generado y que no se derivan de pensamientos humanos sino de la propia actuación de Dios.
Ello comporta dos consecuencias importantes a las que el actual pontífice se atiene estrictamente. Por un lado, se trata de valorizar el papel y la presencia de la mujer en todos los aspectos de la vida de la sociedad y de la Iglesia, mucho más allá de cuanto se ha hecho hasta ahora. Por otro, se trata de penetrar en la comprensión de la naturaleza del sacerdocio y de los ministerios ordenados con mucha mayor profundidad que en los siglos precedentes. Me permito citar aquí unas importantísimas palabras del Concilio Vaticano II: «Crece en efecto la comprensión, tanto de las cosas cuanto de las palabras transmitidas, sea con la reflexión y el estudio de los creyentes, los cuales meditan en su corazón (cfr. Lev 2, 19 y 51), sea con la experiencia dada por una más profunda inteligencia de las cosas espirituales, sea por la predicación de aquellos quienes con la sucesión episcopal han recibido un carisma seguro de verdad. La Iglesia, por lo tanto, en el curso de los siglos, tiende incesantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ésta no se cumpla la palabra de Dios» (Dei Verbum, n. 8).
La Iglesia reconoce, por tanto, que no ha llegado todavía a la plena comprensión de los misterios que vive y celebra, pero mira con confianza hacia un futuro que le permita vivir la realización no de simples expectativas o deseos humanos, sino de las promesas mismas de Dios. En este camino se preocupa de no separarse de la praxis y del ejemplo de Jesucristo, porque sólo permaneciendo ejemplarmente fiel a ellos podrá comprender las implicaciones de la liberación que, como recuerda Santo Tomás citando a San Agustín, in utroque sexu debuit apparere (debía mostrarse en ambos sexos): «Fue muy conveniente que el Hijo de Dios recibiera el cuerpo de una mujer… porque de este modo se ennobleció toda la naturaleza humana. Por ello Agustín dice: “La liberación del hombre debía manifestarse en ambos sexos”» (Summa, 3, 31, 4).
Carlo María Martini, octubre de 1995.