Para actuar moralmente, confiemos en nuestro instinto
(Eugenio Scalfari)

El cardenal Martini no es únicamente un pastor de almas que opera en una de las más importantes diócesis italianas; es además un padre jesuita de gran cultura, un intelectual militante, con ese espíritu misionero que supone una especie de marca genética de la compañía a la que pertenece.

Los padres jesuitas nacieron como misioneros, y no sólo para convertir a la fe a lejanas etnias educadas en otras civilizaciones y en otras religiones, sino también para contener en la cristianísima Europa el terremoto luterano y la todavía más devastadora difusión de la nueva ciencia y de la nueva filosofía.

Los tiempos, desde entonces, han cambiado bastante; baste pensar que la compañía, después de haber representado durante algunos siglos, el ala derecha —si es que puede llamarse así— de la Iglesia romana, en estos últimos años se ha situado a menudo al borde de la heterodoxia, compartiendo con ésta, sí no tesis teológicas, sí al menos comportamientos sociales y hasta objetivos políticos.

Quisiera decir que los jesuitas de nuestros días han privilegiado su deseo de conocer a los demás sobre la misión de convertirlos, actitud de gran interés para un laico que sea capaz de manifestar la misma disponibilidad para el conocimiento y el diálogo.

El intercambio de cartas entre Martini y Umberto Eco nos proporciona un ejemplo insigne de esta recíproca apertura, y en tal sentido resulta muy valioso. Me pregunto si este punto de partida puede servir de base para contribuir a una nueva fundación de valores. El cardenal así lo espera, pero —si he entendido bien sus palabras— vincula el resultado al redescubrimiento del Absoluto como única fuente posible de la ley moral.

Pues bien, tal posición es preliminar. Si sobre ella no se logra proyectar claridad, resultará enormemente difícil que laicos y católicos lleven a cabo juntos el replanteamiento de nuevos valores capaces de suscitar comportamientos tendentes al bien común, a la búsqueda de lo justo y, en resumidas cuentas, a una ética apropiada para las necesidades y las esperanzas de los hombres del siglo XXI.

Los padres de la Iglesia, pese a dar a la gracia un peso decisivo para la salvación de las almas, no renunciaron nunca a recorrer, aunque no fuera más que de manera subsidiaria, el camino que, con el único auxilio de la razón, debería llevar al hombre a conocer y a reconocer al Dios trascendente.

Durante un milenio entero esta tentativa estuvo unida a las tesis de la Causa Primera, del Primer Motor. Pero con el tiempo los intelectuales más finos comprendieron que aquella tesis había perdido ya toda su fuerza de persuasión, a medida que la ciencia iba destronando al hombre y, con él, a su creador.

En el momento mismo en el que la necesidad y el azar sustituían a la causalidad y al destino, la pretensión de remontarse mediante la razón desde el efecto final hasta la Causa Primera resultaba insostenible y, de hecho, ninguna mente madura recurre hoy a semejantes argumentos.

No por esto se ha atenuado la vocación misionera; solamente ha cambiado de terreno. Si los padres de la Iglesia habían acoplado la búsqueda del Absoluto a las relaciones entre lo creado y el creador, sus epígonos modernos han vuelto a proponer el Absoluto como el único fundamento posible del sentimiento moral. Puesto que el hombre no está dominado únicamente por su propio egoísmo, sino también por el anhelo de la virtud, del conocimiento, del bien y de la justicia, y dado que estos sentimientos son en buena medida conflictivos respecto al mero amor de sí, he aquí la preciosa inducción por medio de la cual el conocimiento y el amor por los Demás se hacen derivar de ese Dios trascendente que no se sostiene ya en su representación como gran artífice del universo. No ya, pues, Primer Motor, sino fuente de mandamientos y de valores morales: ésta es la moderna representación que los católicos dan del Dios trascendente a las puertas del tercer milenio.

En otras palabras, el Dios trascendente ha dejado de ser en el imaginario católico la potencia ordenadora del caos universal de la que hablan los primeros capítulos del Génesis, para adaptarse a la medida humana como fuente de verdad, bondad y justicia. Los animales, las plantas, las rocas, las galaxias, la naturaleza, en resumen, se aparta del dominio de lo divino, y al mismo tiempo se aleja de él la imagen apocalíptica del Dios de las batallas, de las tentaciones y de los castigos terribles y cósmicos. Verdad, bondad, justicia, pero, sobre todo, amor: ésta es la representación cristiana que emerge de la cultura católica más informada y más avanzada a la puertas del siglo XXI.

Una especie, pues, de humanismo católico que consiente el encuentro con otras culturas, religiosas o no, que custodian bien viva la llama de la moralidad.

Esta evolución de la cultura católica desde la metafísica hasta la ética no puede dejar de ser acogida por los laicos como un acontecimiento extremadamente positivo. Por otro lado, desde hace tiempo la filosofía está registrando de nuevo, tras un largo paréntesis de declive, un fervor de estudios precisamente en el campo de la moralidad, mientras que, por su parte, la ciencia se plantea hoy problemas que tiempo atrás eran competencia exclusiva de las especulaciones de los filósofos. Cuando la reflexión modifica su óptica y sus objetivos, ello sucede siempre por la presión de las necesidades de los hombres, los cuales evidentemente están hoy en día más concentrados en los problemas de la convivencia que en los de la trascendencia.

Llegados a este punto se me podría objetar —si mis observaciones fueran compartidas— en virtud de qué razones recojo aquí el tema del Absoluto para negar que este concepto sea utilizable como fundamento de la moral. ¿Por qué no dejar que cada uno resuelva a su gusto los problemas de naturaleza metafísica y que, por tanto, no influyen en los comportamientos y en las motivaciones que los determinan?

Puedo responder que el tema del Absoluto ha sido propuesto por Martini y es, pues, obligado responderle, por un lado, y, por otro, que no se trata de un tema sin ninguna influencia en el problema que se está debatiendo. El cardenal plantea en efecto una cuestión a la que me parece que Eco no ha llegado a responder completamente, a saber; si la moral no está anclada en los mandamientos que se derivan de un Absoluto, será friable, será relativa, será variable, será, en fin —o podrá ser— una no moral, o incluso una antimoral.

¿Es que acaso no corresponde al pensamiento ateo la responsabilidad de haber relativizado la moral y, por tanto, de haber allanado el camino a su destrucción, a la disolución de todos los valores y, en fin, al extravío que actualmente nos circunda? ¿No es verdad que es necesario retornar del Absoluto si queremos refundar esos valores y salir del reino del egoísmo en el que nos hemos hundido?

Así parece razonar el cardenal Martini. Y sobre este asunto habrá que darle una respuesta. La reclama y tiene derecho a obtenerla.

El cardenal piensa —y no podría ser de otra manera, aunque no fuera más que por los hábitos que viste— que la moral tiene su sede en el alma y en la dulce debilidad del cuerpo su permanente tentación. El cardenal, en consecuencia, anuda todo su razonamiento a la separación entre el cuerpo y el alma, estando esta última formada a imagen y semejanza del creador y a él vinculada por una tupida red de correspondencias, la primera de las cuales es la posibilidad de la gracia y, junto a ella, o tal vez incluso independientemente de ella, la inspiración directa del bien, perennemente asediado, pero perennemente vencedor.

Esta creencia en el alma no es discutible, puesto que es axiomática para quien la posee. Por lo demás, como es sabido, la prueba negativa es imposible. Además, ¿por qué razón deben empeñarse los ateos en poner en discusión sin provecho alguno los baluartes que el creyente ha levantado en defensa de sus ultraterrenas creencias?

A través de la comunicación entre el alma y el Dios que la ha creado, el hombre ha recibido el hálito moral, pero no sólo eso: también ha recibido las normas, los preceptos, las leyes que se traducen en comportamientos, con los consiguientes premios para quien los obedece y los correspondientes castigos, a veces leves, a veces terribles y eternos, para quien no lo hace.

Naturalmente, normas y preceptos pueden ser interpretados y por lo tanto relativizados según los tiempos y los lugares; a menudo los castigos celestes han sido anulados por la clemencia y las indulgencias sacerdotales; otras veces, en cambio, anticipados por el brazo secular mediante procesos, prisiones y hogueras.

La historia de la Iglesia, junto a infinitos actos de ejemplaridad y de bondad, está íntimamente entretejida de la violencia de los clérigos y de las instituciones regidas por ellos. Se dirá que todas las instituciones humanas y los hombres que las administran —por muy ministros de Dios que sean— son falibles y es verdad. Pero aquí se está discutiendo otra cuestión, más importante, a saber: no hay conexión con el Absoluto que haya podido impedir la relativización de la moral. Quemar a una bruja o a un hereje no fue considerado un pecado, y mucho menos un crimen, durante casi la mitad de la historia milenaria del catolicismo; por el contrario, crueldades como éstas, que violaban la esencia de una religión que había sido fundada sobre el amor, eran llevadas a cabo en nombre y como tutela de esa misma religión y de la moral que de ella intrínsecamente habría debido formar parte. Lo repito: no pretendo desenterrar errores y hasta crímenes que hoy —pero sólo hoy— la Iglesia ha admitido y repudiado; simplemente estoy afirmando que la moral cristiana, unida, eminentísimo cardenal Martini, al Absoluto emanado por el Dios trascendente, no ha impedido de ninguna manera una interpretación relativa de esa misma moral. Jesús impidió que la adúltera fuera lapidada y sobre ello edificó una moral basada en el amor, pero la Iglesia por él fundada, pese a no renegar de aquella moral, extrajo de ella interpretaciones que condujeron a auténticas matanzas y a una cadena de delitos contra el amor. Y ello no en algunos casos esporádicos, o por algunos trágicos errores individuales, sino sobre la base de una concepción que guió los comportamientos de la Iglesia durante casi un milenio. Concluyo con este punto: no existe conexión con el Absoluto, sea lo que sea aquello que se entiende con esta palabra, que evite los cambios de la moral según los tiempos, los lugares y los contextos históricos en los que las vicisitudes humanas se desarrollan.

¿Cuál es entonces el fundamento de la moral en el que todos, creyentes y no creyentes, podemos reconocernos?

Personalmente sostengo que reside en la pertenencia biológica de los hombres a una especie. Sostengo que en la persona se enfrentan y conviven dos instintos esenciales, el de la supervivencia del individuo y el de la supervivencia de la especie. El primero da lugar al egoísmo, necesario y positivo siempre que no supere ciertos límites a partir de los cuales se vuelve devastador para la sociedad; el segundo da lugar el sentimiento de la moralidad, es decir, la necesidad de hacerse cargo del sufrimiento ajeno y del bien común.

Cada individuo elabora con su propia inteligencia y su propia mente estos dos instintos profundos y biológicos. Las normas de la moral cambian y deben cambiar, puesto que cambia la realidad a la que se aplican. Pero en un aspecto son inmutables por definición: esas normas, esos comportamientos pueden ser definidos como morales siempre que superen de alguna forma el horizonte individual y obren en favor del bien del prójimo.

Este bien será siempre el fruto de una elaboración autónoma y, como tal, relativa, pero ésta no podrá prescindir nunca de la comprensión y del amor hacia los demás, puesto que éste es el instinto biológico que se halla en la base del comportamiento moral.

Personalmente desconfío de ese Absoluto que dicta mandamientos heterónimos y produce instituciones llamadas a administrarlos, a sacralizarlos y a interpretarlos. La historia, cardenal Martini, incluyendo la de la Compañía religiosa a la que usted pertenece, me autoriza o, mejor dicho, me incita a desconfiar.

Por ello, dejemos a un lado metafísicas y trascendencias si queremos reconstruir juntos una moral perdida; reconozcamos juntos el valor moral del bien común y de la caridad en el sentido más alto del término; practiquémoslo hasta el final, no para merecer premios o escapar a castigos, sino, sencillamente, para seguir el instinto que proviene de nuestra común raíz humana y del común código genético que está inscrito en cada uno de nosotros.

Eugenio Scalfari, febrero de 1996.