La
técnica supone el ocaso de toda buena fe
(Emanuele Severino)
Esta búsqueda de un terreno común para la ética cristiana y la laica está dando por supuestas muchas cosas decisivas. Ambas se piensan a sí mismas como un modo de guiar, modificar y corregir al hombre. En la civilización occidental, la ética posee el carácter de la técnica. En la tradición teológico-metafísica, llega a ser incluso una supertécnica, porque es capaz de otorgar no simplemente la salvación más o menos efímera del cuerpo, sino la eterna del alma. Con más modestia, pero dentro del mismo orden de ideas, hoy en día se piensa que la ética es una condición indispensable para la eficiencia económica y política. Los modos de guiar, modificar y corregir al hombre son muy distintos, pero comparten el mismo espíritu. Si no se comprende el significado de la técnica y el significado técnico de la ética, la voluntad de hallar un terreno común para la ética de los creyentes y de los no creyentes está condenada a vagar en la oscuridad.
Existe, sin embargo, un ulterior rasgo común a ambas formas de ética: la buena fe, es decir, la rectitud de la conciencia, la buena voluntad, la convicción de hacer aquello que sin la menor duda todo ser consciente debe hacer. El contenido de la buena fe puede ser incluso muy distinto. Hay quien ama al prójimo porque está convencido de deber amarlo, y hay quien no lo ama porque, a su vez, de buena fe, está convencido de que no existen motivos para amarlo. En cuanto actúa de buena fe, también este último realiza en sí el principio fundamental de la ética, es decir, su no ser mera conformidad con la ley. Ético es el hombre que en buena fe no ama; no ético es el hombre que ama porque, pese a su convicción de no deber amar, quiere evitar la desaprobación social.
La convicción para actuar de una cierta manera puede tener motivaciones distintas. Éste me parece el tema sobre el que reclama atención el cardenal Martini (véase «¿Dónde encuentra el laico la luz del bien?»). Las motivaciones de la buena fe no son la buena fe y ni siquiera su contenido: son el fundamento de la convicción en la que la buena fe consiste. La convicción de actuar de una cierta manera surge, bien porque así ordena actuar una legislación de tipo religioso, bien porque, con el nacimiento de la filosofía en Grecia, la certeza de conocer la verdad definitiva e incontrovertible hace que ésta sea adoptada como ley suprema y fundamento absoluto del actuar. Pero también puede haber también quien esté convencido de deber actuar de una cierta manera, pese a saber que no dispone de motivación absoluta alguna para tal forma de actuar. En todos estos casos se actúa en buena fe, es decir, éticamente, pero la solidez de la buena fe varía según la consistencia de las motivaciones.
Cuando la motivación de la buena fe es la ley constituida por la verdad incontrovertible a la que aspira la tradición filosófica, cuando la motivación posee un fundamento absoluto, la solidez de la buena fe resulta sufragada y reforzada al máximo (y sufragada al máximo resulta la eficacia técnica de la ética). Cabe dejar en suspenso el problema de la posibilidad de que en estas condiciones de solidez la ley sea transgredida, porque efectivamente se puede afirmar, como escribe Umberto Eco en su respuesta a Martini, que también actúan mal quienes creen disponer de unos cimientos absolutos de la ética; igualmente se puede decir que la transgresión de la verdad es posible porque esa transgresión es sólo una verdad aparente, o no se nos aparece en su verdad auténtica.
La solidez de la buena fe que no dispone de motivación alguna resulta, por el contrario, reforzada al mínimo, precisamente porque no es sufragada por ningún fundamento; sin embargo, no se puede descartar que logre ser más sólida que una buena fe que cree apoyarse en un fundamento absoluto. Entre estos dos extremos se sitúa la multitud de formas intermedias de la buena fe.
Hace tiempo que vengo diciendo que si la verdad no existe, es decir, si no existe un fundamento absoluto de la ética, también carece de verdad el rechazo de la violencia. Para quien está convencido de la inexistencia de la verdad y rechaza en buena fe la violencia, este rechazo es, precisamente, una simple cuestión de fe, y como tal se le aparece. Por el contrario, para quien está convencido de ver la verdad, y una verdad que implique el rechazo de la violencia, este rechazo no se aparece como simple fe, sino como sabiduría, al igual que sucede en la ética fundada sobre principios metafísico-teológicos de la tradición. Y, al no existir la verdad, ese rechazo de la violencia no es más que una fe, la cual, precisamente por ello, no puede poseer más verdad que la misma fe (más o menos buena) que, por el contrario, cree que debe perseguir la violencia y la devastación del hombre. Me da la impresión de que este razonamiento ha sido recogido en las recientes encíclicas de la Iglesia y de que en esta dirección apunta también el texto del cardenal Martini. Con la salvedad de que él considera, con la Iglesia, que todavía hoy puede existir un fundamento absoluto de la ética, «más allá de escepticismos y agnosticismos»; que todavía hoy puede existir «un verdadero y propio absoluto moral» y que, por lo tanto, se puede hablar todavía de verdad absoluta, en el sentido de la tradición filosófico-metafísico-teológica que para la Iglesia sigue definiendo la base de su propia doctrina.
Contra este presupuesto de la Iglesia y de toda la tradición occidental se alza la filosofía contemporánea, que, por otro lado, sólo a través de escasas rendijas toma consciencia de su propia fuerza invencible. Cuando se sabe captar su esencia profunda, el pensamiento contemporáneo no se nos aparece como escepticismo y agnosticismo ingenuo, sino como desarrollo radical e inevitable de la fe dominante que se halla en la base de toda la historia de Occidente: la fe en el devenir del ser. Sobre el fundamento de esta fe, el pensamiento contemporáneo es la consciencia de que no puede existir ninguna verdad distinta del «devenir» o sea, del propio atropello de toda verdad. Por mi parte, invito a menudo a la Iglesia a no infravalorar la potencia del pensamiento contemporáneo del que, indudablemente, es necesario saber captar, por encima de sus propias formas explícitas, la esencia profunda y profundamente oculta, y sin embargo absolutamente invencible, respecto de cualquier forma de saber que se mantenga dentro de los límites de la fe en el devenir. Lo que se muestra en esta esencia es que la gran tradición de Occidente está destinada al ocaso y que, por lo tanto, resulta ilusoria la tentativa de salvar al hombre contemporáneo recurriendo a las formas de la tradición metafísico-religiosa. La tradición metafísica intenta demostrar que si por encima del devenir no existiera una verdad y un ser inmutable y eterno, se deduciría que la nada, de la que en el devenir provienen las cosas, se transformaría en un ser (es decir, en el ser que produce las cosas). De lo que se trata, en cambio (como he explicado en más de una ocasión), es de comprender que en la esencia profunda del pensamiento contemporáneo se asienta la identificación de la nada y del ser (la cual es a la vez cancelación del devenir, o sea, de la diferencia entre aquello que es y aquello que todavía no es o ha dejado ya de ser), que tiene lugar precisamente cuando se afirman ese ser y esa verdad inmutable en los que la tradición confía. Así pues, se intenta comprender que cualquier inmutable anticipa, convirtiéndolo por lo tanto en aparente e imposible, el devenir del ser, es decir, aquello que para Occidente es la evidencia suprema y supremamente innegable.
Pero si la muerte de la verdad y del Dios de la tradición occidental es inevitable, lo es también la muerte de todo fundamento absoluto de la ética, que sitúe la verdad como motivación de la buena fe. De este modo, cualquier ética no puede ser otra cosa que buena fe, o lo que es igual, solamente puede ser fe, y no puede aspirar a más verdad que cualquier otra buena fe. El desacuerdo entre las distintas fes sólo puede resolverse a través de un enfrentamiento en el cual el único sentido posible de la verdad es su capacidad práctica, como fe, de imponerse sobre las demás. Es un desacuerdo entre varias buenas fes (entre las que hay que contar también la buena fe de la violencia), ya que la mala fe es una contradicción (es decir, una no verdad que no puede ser aceptada ni siquiera por la fe en el devenir), en la que el estar convencido de algo distinto de lo que se hace obstaculiza y debilita la eficacia del hacer.
Las formas violentas del enfrentamiento práctico pueden ser aplazadas por la perpetuación del compromiso. Pero de esta manera el diálogo y el acuerdo son un equívoco, porque, si la verdad no existe, resulta sólo una conjetura la existencia de un terreno y de un contenido comunes, de una dimensión universal idéntica para las distintas fes en contraste (y que a su vez sea un inmutable, es decir, algo que hace imposible el devenir del mundo). Si es sólo una conjetura que tú hables mi idioma, nuestros acuerdos serán meros equívocos. Y el equívoco cela la violencia del enfrentamiento. La última frase de la respuesta de Eco a Martini —«Y en los conflictos de fe deben prevalecer la caridad y la prudencia»— es una aspiración subjetiva, una buena fe débil que puede afirmarse únicamente en la medida en que no obstaculiza a la buena (o mala) fe más potente. Que Eco se exprese de esa manera resulta por otro lado comprensible, porque él, demostrando que está todavía muy lejos de la esencia profunda del pensamiento contemporáneo, sostiene un punto de vista que vuelve a proponer la aspiración tradicional a un fundamento absoluto de la ética. De este modo y por encima de sus intenciones, también su razonamiento es solamente una fe, como el de Martini.
Pero no acaba ahí la simetría entre el texto de Martini y el de Eco. Martini propone una ética fundada sobre «principios metafísicos», «absolutos», «universalmente válidos»: «un verdadero y propio absoluto moral», basado sobre «claros fundamentos». Pero después considera que estos claros fundamentos son un «Misterio» (es decir, algo que por definición es lo oscuro); en otras palabras, quiere «un Misterio trascendente como fundamento de actuación moral». A su vez Eco propone una ética fundada sobre nociones «universales», «comunes a todas las culturas», fundada en otras palabras en ese hecho «natural», «cierto», indiscutible, que es el «repertorio instintivo» del hombre. Pero luego considera, a su vez, que el hecho de que el hombre, para sobrevivir, se construya un mundo de ilusiones y de modelos sublimes es algo tan «milagrosamente misterioso» como la encarnación de Dios. Ambos interlocutores pretenden situar en la base de la ética un fundamento «claro» y «cierto», y por lo tanto, evidente, pero después afirman que tal fundamento es misterioso, es decir, oscuro. Podrán evitar la incoherencia, mostrando en qué sentido el fundamento es evidente y en cuál (distinto) misterioso. Pero la simetría continúa. (Esa incoherencia me parece que gravita en especial sobre el texto de Martini, pero resulta extraño que Eco —después de haber afirmado que el hombre, hijo del azar, inventa grandes ilusiones para sobrevivir— considere «milagrosa» esa capacidad de hacerse ilusiones, cuando, en cambio, la presencia de ésta significa sencillamente que la voluntad de vivir, presente en el hombre, posee un grado de intensidad capaz de forjarse ilusiones hasta ese extremo. Ya Leopardi explicaba que cuando tal intensidad decrece y las ilusiones desaparecen, el hombre se convierte en algo muerto.)
La simetría entre los dos discursos no se detiene ahí, porque ambos presentan como evidente un contenido que no lo es. Martini, según parece, aproxima peligrosamente los «principios metafísicos» a los principios religiosos de la ética. Santo Tomás de Aquino y la Iglesia son conscientes de su diversidad. Los primeros constituyen una verdad evidente de la razón y son absolutos porque son evidentes. Pertenecen a lo que los griegos llamaban episteme, Santo Tomás, scientia, Fichte y Hegel, Wissenschaft. Los segundos vienen dados, en cambio, por la revelación de Jesús, que se propone a sí misma como mensaje sobrenatural y excede a cualquier capacidad de la razón; su carácter absoluto es la certeza absoluta del acto de fe (fides qua creditur), que es fe en esa configuración del Absoluto que es el misterio trinitario (fides quae creditur). Si se afirma —como Hans Küng en un fragmento citado por Martini— que «la religión puede fundar de manera inequívoca porque la moral… debe vincular incondicionalmente… y, por lo tanto, universalmente», no se puede concebir el carácter inequívoco de la religión como verdad evidente de la razón. La religión funda «inequívocamente» el vínculo moral, en el sentido de que en ella la fe acepta los contenidos sobrenaturales de la revelación y su imposición como determinación de la moral. La fe es la certeza absoluta de cosas no evidentes (argumentum non apparentium), que representan un problema incluso desde el punto de vista de la «razón» tal y como es entendida por la Iglesia católica (aunque esta última evite reconocerlo y, con Santo Tomás, afirme la «armonía» de fe y razón). La fe es un fundamento problemático de la moral; como problemáticas son la incondicionalidad y la universalidad de la moral, en cuanto fundadas por la razón.
Pero también Eco sitúa como fundamento evidente de la ética algo que no lo es. «Persuadido de que en efecto existen nociones comunes a todas las culturas» (como las de lo alto y de lo bajo, de una derecha y una izquierda, de estar parados o del moverse, del percibir, recordar, gozar, sufrir…) —donde «persuadido de que en efecto existen» no es más que una manera de decir que su existencia es incontrovertible y evidente—, Eco sostiene que tales nociones son «la base para una ética» que ordena «respetar los derechos de la corporalidad ajena». Ahora bien, que tales nociones existan, y que la existencia del prójimo sea, como sostiene Eco, un ingrediente ineludible de nuestra vida, es una tesis de sentido común, pero no una verdad evidente, sino una conjetura, una interpretación de ese conjunto de acontecimientos que se denominan lenguajes y comportamientos humanos; es, por lo tanto, algo problemático. Estar «seguros» de la existencia del contenido de tal interpretación supone, pues, desde el principio, una fe. Una fe que Eco, como Martini, sitúa como evidencia. Y así como para la tradición existe una «ley natural» inmodificable, que el comportamiento del hombre debe tener en cuenta, del mismo modo para Eco hay en la base de la «ética laica» un «hecho natural» igualmente inmodificable, metafísico y teológico: el instinto natural. La filosofía contemporánea, sin embargo, en su forma más avanzada niega cualquier noción común y universal (y también por tanto la que está presente en el «no hagas a los demás lo que no quieras que se te haga a ti», a la que Eco se remite), puesto que el universal es también un inmutable que anticipa y hace vana esa innovación absoluta en que consiste el devenir. La buena fe de la ética contemporánea lleva al ocaso la buena fe que la tradición pretendía basar en la verdad del pensamiento filosófico o en la verdad a la que se remite la fe.
Pero por encima de las formas filosófico-religiosas de la buena fe, y legitimada, sin embargo, por la inevitabilidad de ese ocaso, se ha situado hace ya tiempo la ética de la ciencia y de la técnica, es decir, la buena fe constituida por la convicción de que lo que es necesario hacer, la tarea suprema que se ha de llevar a cabo, es el incremento indefinido de esa capacidad de realizar fines que el aparato científico-tecnológico planetario está convencido de poder impulsar más que cualquier otra fuerza, y que es hoy la condición suprema de la salvación del hombre en la Tierra. En la época de la muerte de la verdad, la ética de la técnica posee la capacidad práctica de conseguir que cualquier otra forma de fe quede subordinada a ella. Pero ¿cuál es el sentido de la técnica? Y ¿cómo es posible que la civilización del Occidente sea capaz de acabar con la violencia, si sitúa en su propio fundamento esa fe en el devenir que —al pensar las cosas como disponibles a su producción y violencia— constituye la raíz misma de la violencia?
Emanuele Severino, febrero de 1996.