España no es sexy
Lo territorial y la rebelión de los catalanes

ANTONIO BAÑOS

La nave nodriza

El peor enemigo de España es el Estado Español. Eso es una evidencia que atraviesa los siglos desde que, quizá con los Reyes Católicos pero seguro con el emperador Carlos, se decidió que en España se haría todo al revés. Los imperios normales, desde los asirios hasta los estadounidenses, se construyen más o menos igual. Primero, una cohesión nacional, una expansión territorial y finalmente un flujo extractivo de las colonias a la metrópoli que genera un discurso mítico de superioridad. Y luego, serena decadencia y nostalgia museística.

En las Españas, con unas unidades nacionales fuertes, diversas y ya consolidadas (desde Portugal a Nápoles) se empieza el imperio por el tejado. El imperio español no es Español, es Católico. Es decir que no nace para defender una etnia o una nación sino una idea: la llamada Monarquía universal. La fe. Las tierras y pueblos que impulsan físicamente esa idea no importan. Su prosperidad material, la ilustración de sus gentes o la felicidad de los administrados se supeditan a La Idea. La Idea de España. Así, América pone la plata, Castilla la sangre, Flandes el dolor e Italia los campos de batalla. El español es el único imperio que arruina al lugar que lo promueve.

Ese imperio y su sucesor, el Estado Español, nacen y se fortalecen frente a la resistencia de muchos de sus súbditos. Nacen con la resistencia comunera, con las revueltas en Valencia y Mallorca de las germanías. Continúa con las revueltas incas y holandesas y llega a la guerra de separación catalana. En 1640, antes de proclamar la Primera República Catalana, el president de la Generalitat Pau Claris se hacía una interesante pregunta aún no resuelta: «Decidme: Si es verdad que a toda España le son comunes las fatigas de este imperio, ¿cómo dudaremos que sea común el desplacer de todas sus provincias?». Sigue hablando en su conmovedor discurso, de las luchas de los holandeses, de los indios, de portugueses y vizcaínos por sacudirse la molesta idea imperial como luchas comunes. Es decir que, de manera irónicamente trágica, lo que une a las Españas es la lucha contra el imperio español.

Y así, a desgana, con fatalismo, han ido los pueblos de las Españas a defender una administración oligárquica que les importaba una higa. Y morían en Flandes, en Ayacucho, en Cuba o en Marruecos. Y emigraban y siguen emigrando…

Este excurso histórico viene mucho al caso porque, de esa extraña génesis, se derivan buena parte de los problemas actuales. Se crea un estado diseñado para gobernar el mundo pero no para administrar con justicia Zamora o Jaén. Es un estado sin territorio, flotante, aislado, ensimismado en su objetivo. Las clases dirigentes de la Península fueron así construyendo su propio país con los recursos de los otros países. Los que estaban lejos, los que tenían debajo de sus botas y junto a sus palacios.

Por ello, cuando se pierde el imperio se pierde la razón de ser del Estado y se entra en una crisis circular entre objetivos, aspiraciones y necesidades que ha convertido a la península ibérica en uno de los lugares políticamente más raros y obsesivos de Occidente.

Ocurren entonces, desde ese XIX español de traca, dos fenómenos desastrosos. El primero la sustitución de Las Españas por un invento extranjerizante y distorsionador: España. De hecho, el primer rey de España fue Amadeo I en 1870, un guiri. Antes de él a nadie se le hubiese ocurrido utilizar ese singular. Y en paralelo a esa excéntrica invención unitaria, el Estado se va desvinculando afectiva y efectivamente del territorio que administra.

La Idea de España sojuzga pues a las Españas. Unas Españas sin embargo vivas y a menudo revolucionarias. Que inventan carlismos, federalismos, anarquismos y débiles liberalismos burgueses ante la incomprensión indiferente del Estado que nació para ser imperio. Un Estado de caciques, espadones, curas e intelectualidad perezosa y castiza. Un Estado por el cual solo trepa gente igual a sí misma: abogados del estado, economistas del estado, ingenieros y peritos del estado… Un Estado que hace prosperar a empresas del Estado o beneficiarias de la proximidad física y moral al Estado. Esa nueva España en Singular deviene el primer estado del mundo concebido para funcionar en sistema binario: Madrid/provincias. Centro/periferia. Cultura/folclore. Españolidad/peculiaridad.

El Estado español, como en la serie V o en Independence Day, es una nave nodriza. Flotante sobre la península, dirige nuestros asuntos tal y como lo suelen hacer los alienígenas. Desde el ordeno y mando, desde la inaccesibilidad. Desde lo inabordable, lo irreformable. Desde la más absoluta falta de empatía. Desde otra galaxia.

Hasta hoy.

El Nuevo Reino Borbónico, ese invento nacido del armisticio entre el franquismo dominante y las fuerzas democráticas tibias y débiles, es un heredero fetén de ese Estado ensimismado del XIX. Estado que hoy en día es conocido por la juventud como La Casta.

Han pasado siglos y, ciertamente, la fachada se ha remozado formal y autonómicamente pero el problema territorial sigue siendo el mismo. Por un lado las Españas, aisladas entre ellas física y cordialmente por una radialidad asfixiante que convierte la red de transporte en un trasunto de hilos de marioneta que solo un punt, alejado de todos los demás, puede manejar. Se trata de convertir la península en un panóptico de Bentham. Tal y como solían ser las cárceles y los psiquiátricos. Sourveiller et punir. Vigilar y castigar desde el lugar en el que todo se ve. Tener las riendas. Domar. Tensar o ceder sobre esos entes extraños llamados periferias. Que pertenecen pero no son. Que se parecen pero insisten en desparecerse.

La idea, desde Carlos III a Aznar, ha sido simple, persistente y bien financiada. Todas las capitales a cuatro horas de Madrid. Y solo de Madrid. No vaya a ser que Valencia se conecte con Barcelona. No vaya a ser que el valle del Ebro se articule de mar a mar. No vaya a ser que la ruta de la Plata se actualice y cree un eje paralelo a Portugal. No vaya a ser que el norte encuentre sus propios valles. No fuese el caso que las Castillas recuperaran sus viejas y eficaces redes de comercio e intercambio. La prosperidad de esas Españas serían la ruina del Reino de España. Por eso la ceguera y sordera entre los pueblos peninsulares es tan fundamental. Pensemos, por avalar con un ejemplo, en el empecinamiento oficial y secular por ignorar a Portugal.

De esa voluntad multisecular de «sujetar» a los territorios en lugar de administrarlos nace el gran despropósito del siglo: El AVE. Un proyecto de Estado en sentido estricto. Es decir concebido por sus altos funcionarios y oligarcas afines para mantener el dominio financiero y simbólico sobre la península. «Coser España con hilos de acero» esa era la idea que expresó meridianamente clara la imputada y antes ministra Magdalena Álvarez. La repetida voluntad de «vertebrar». España a base de cemento y plusvalías evidencia que dicha vertebración es antinatural y contraria a los intereses populares. Fíjense en el dato. Hasta el año 2011 no llegó a Francia el primer tren con mercancías a través del ancho europeo. Veinticinco años después de que entrásemos en la UE, nadie consideró perentorio conectar comercialmente el Reino con el extranjero. La gloriosa red del AVE tampoco se conectará ni con Portugal ni con Francia. Pero da igual. Pensar que el tren sirve para transportar bienes y personas es una idea extranjerizante y erasmista. El tren, para la psique del Reino Borbónico es como todo: identitario. Una identidad que capitaliza y ahoga todo lo que las Españas podían ser en una ficción sainetesca de clichés, señoritos, pasillos, moquetas y pompa trasnochada. Ese Estado Borbónico se ha encerrado tanto en su relato, es tan ensimismado y prepotente, es tan ajeno a todos nosotros que hasta podría formar su propia selección de fútbol.

El miedo

Y cuando la España-Estado y las Españas-Pueblos han topado, la cosa no ha sido muy agradable. Y así, como hija de una de esas confrontaciones, es como entiendo yo que debemos relatar el nacimiento del país setentaiochesco y de la conocida como Cultura de la Transición (CT). Se trata, pues, de un régimen nacido esencialmente del miedo. La España-Estado estaba representada en aquellos años por fuerzas franquistas pero no solo por ellas. Lo que se conocía como poderes fácticos económicos y simbólicos han permanecido estables desde entonces. Por la España de los pueblos, unas fuerzas democráticas no tan fuertes como parecían. Hubo terror de Estado, hubo muertes y mordazas. Hubo control y palo para que la cosa no se desbordase. Y a eso le llamaron consenso. Y la exaltación casi histérica del consenso que aún hoy padecemos no nos hizo más libres o civilizados sino que lo que consiguió es criminalizar el disenso. Los guardianes del diálogo pudieron, en pocos años, enviar a la cárcel o al silencio a aquellos que proponían temas de diálogo espinosos o no convenientes. Se mantuvo y reforzó el Tribunal de Orden Público franquista y se le dotó del glamour necesario. Como el Dream Team del 92, los superjueces defendían el consenso de cualquier disidencia mediante un espectacular juego de ataque y rebotes. El terrorismo de ETA facilitó la digestión de tanto franquismo repintado. Y así llegamos al «sin violencia se puede hablar de todo» de cuando el terrorismo estaba activo. Todo cuadraba. Un pueblo libre y diverso luchando por la paz.

Pero ETA se calló. Y la España-Estado se sintió fuerte de nuevo. Y envió al pobre Pedro Duque a la Estación Espacial Internacional con dos banderones españoles en el mono para que Aznar pudiese decir «me gusta mucho, me gusta mucho». Y España fue bien hasta que fue mal.

La consti

Los latinos sentían una natural prevención hacia la gente que esgrimía libros sagrados «Cave ab homine unius libri, decían. Guárdate del hombre de un solo libro. El Reino setentaiochesco es un ejemplo claro de ese tipo de peligro. Ha convertido a la constitución y solo a ella en fuente de toda justificación, o peor aún, en escondite donde evitar cualquier reflexión política. Constitución y querellas. Ese es el idioma de la Administración General del Estado.

Con el tiempo, la melodía constitucional se fue reggetoneando y haciéndose machacona e irritante. Empezaba a ser utilizada, más que como texto, como un hueso de tapir en manos de un primate. Y puestos a leer vimos que la Constitución del 78 era una birria. Y que solo transmite miedo. Viene a decir que el poder es del pueblo. Pero que por encima del pueblo se establecen partidos y sindicatos financiados y cooptados para ser más extensiones del estado que unas expresiones populares. Vemos que por encima del pueblo y los partidos se encuentra una peculiar familia, mezcla de The Osbornes y Alaska y Mario cuya forma y función son cada día más zarzueleras. Y, finalmente, leemos con espanto que, por encima del pueblo, de los partidos y del Rey se encuentra todavía el ejército. Como en el XIX y el XX. El miedo.

Miedo a la disolución, miedo a la ruptura. Militares contra el miedo, armas contra las diferencias. Trenes que tienen miedo de ir por los bordes de la península. Parlamentos que tienen miedo de otras lenguas. Intelectuales que tienen miedo de aprender.

Y así, en estos años de desencarnamiento de la ficción setentaiochesca nos ha quedado a la vista su verdadera calavera. Unos huesos temblorosos de miedo. La España-Estado protegiéndose de las Españas. La singularidad agazapada frente a las diversidades.

«Sin violencia se puede hablar de todo», se decía mientras ETA mataba. Hoy, desde Catalunya se intenta precisamente eso, hablar de todo y se amenaza con la violencia.

La unidad es carca

Yo creo que el problema de la unidad española es una obsesión de la España-Estado. Entiéndase esta expresión, no como el partido en el gobierno ni siquiera como el alto funcionariado en exclusiva. Es esa «tribu» que abarca también a los creadores de sentido e imaginario. La prensa centrípeta, las academias, los lobbies, los grandes consejos de dirección y los intelectuales pequeños. «Las castas acampadas sobre el Estado» como dejó dicho Azaña. Ese sería su más fiel retrato: una estampa a medio camino del carromato de circo y la horda mongol.

La Unidad, para este núcleo de poder, es lo mismo que la uniformidad. Y esta es la condición necesaria para la obediencia. No lo digo yo, lo dice uno de los padres del estado autoritario, centralizado y militarizado de los borbones, Melchor Rafael Macanaz. En el decreto de abolición de los fueros aragoneses y valencianos, Macanaz explica cómo la diversidad es contraria a la autoridad y pone el ejemplo de la Granada recién conquistada por los Reyes Católicos: «Y en pocos días se vieron practicadas las leyes de Castilla de los que jamás las habían conocido perdiendo por este medio su lengua materna. Aragón, Valencia y Cataluña, no obstante, porque el Rey D. Fernando como patrimonio propio les dejó sin sujeción con distintos fueros, leyes y monedas, se han rebelado innumerables veces y, en sucinta, el Rey solo tiene el título en estos Reinos, pero sin la menor autoridad; bien se ha visto en nuestras guerras civiles».

Macanaz está vivísimo. Nuestras guerras civiles son culpa de la diversidad. Solo la unidad de lengua y pensamiento puede traer paz a la península. O, para ser exactos, paz a la nave alienígena que es el Estado Español.

El Reino de España teme la diversidad de las Españas. Ahí reside la madre de todos nuestros corderos. La resistencia del Estado a admitir la palabra multinacionalidad ha sido similar a la que la niña del exorcista ejercía ante la sagrada forma. Espumarajos, vómitos rojigualdos y el efectista truco de girar la cabeza del revés para no encarar la realidad. No se trata de ninguna manía en particular. Lo que pasa es que las diferencias en la Península han resultado siempre subversivas, insurgentes. La diferencia la encarnaron los irmandinhos, las germanías de Valencia y Mallorca, los comuneros, los cantonales y carlistas. La mano negra, la CNT, Esquerra y los movimientos sociales vascos. Cuando España se desune, lo primero que hace es desobedecer y eso está muy, muy mal visto entre nuestras oligarquías.

La unidad es un concepto totalmente demodé. La unidad de España, al igual que la unidad de la izquierda o la de las iglesias pentecostales, son aspiraciones poéticas entrañables pero con unas expectativas de éxito francamente remotas. La unidad es una cosa vigésima, del siglo pasado. Cosa del estado nacional y no del postnacional donde nos encontramos. La cooperación, la coincidencia, la sincronía o la concordancia, todos ellos términos libres y reversibles, sí son conceptos útiles. Parte del nuevo arsenal postpolítico que se está gestando y que permitirá sacudirnos las obediencias políticas, identitarias, financieras y casposas, a las que estamos sometidas las naciones del Reino.

La rebelión de los catalanes

En un artículo en el que comenta sus lecturas sobre Alan Badiou, Amador Fernández Savater resume muy bien la diferencia entre lo que el francés llama revuelta inmediata y una revuelta histórica. Dice: «La revuelta histórica es capaz de unir lo que normalmente está dividido (personas con distintos intereses, identidades, ideologías). Hace presente lo que estaba ausente (…). No se agota en sí misma, sino que desencadena nuevos procesos. Las revueltas históricas reabren el juego de la Historia».

En ese sentido, la Rebelión catalana es un movimiento indudablemente histórico. La ya célebre transversalidad del movimiento catalán ha suprimido el accidente para amalgamar lo contingente. Usando también una expresión propia de Amador Fernández Savater, se ha creado «un clima» más que un relato. Un clima donde la narratividad lineal de los acontecimientos no es tan importante como su expansión fractal (y perdonen si me pongo deleuziano).

La Rebelión de los catalanes reabre el juego de la Historia porque propone romper, dinamitar a base de urnas, uno de los cimientos setentaiochescos: la latencia.

El miedo fundacional. El temor primigenio con el que se construyó el régimen se basaba en que cualquier discrepancia solo se podría superar en términos de vencedores y derrotados. Y para que nadie tema ser derrotado, se destierra la idea misma de elección. Todo lo que divide no debe ser discutido (y menos votado) debe ser congelado. Sometido a latencia. Y esa Ley máxima de la Transición ha apartado definitivamente al Reino de la Historia. La historia la escriben las consecuencias de los actos. Al negar los actos decisivos como reformar la constitución, la corona o la plurinacionalidad, se evitan las consecuencias, la dialéctica hegeliana de toda la vida, vamos.

Así que, de manera paradójica, el demócrata setentaiochesco más cabal es aquel que nunca es obligado a escoger. Nada se decide, todo se pospone. «Estamos donde estábamos» clamaba Soraya Sáenz de Santamaría una y otra vez ante la encrucijada catalana.

Elegir, votar, convocar el referéndum catalán es enfrentar a España a las consecuencias de un acto político. Es, dicho de otro modo, meterla en la historia. Pues un acto histórico es aquel que no es reversible, que lleva a un nuevo lugar, a un nuevo paisaje.

Y eso es agredir directamente la Santabárbara del Reino Borbónico y de la Cultura de la Transición.

Miedo. Miedo a mirarse, a cambiar, a renunciar para aspirar. Y el miedo, como bien se sabe, paraliza. Por eso, ante la rebelión de los catalanes el Estado es estático y el pueblo dinámico. La via catalana, por ejemplo, derivó su fuerza e influencia de una idea sutil e inteligente. Optó por usar el concepto movilización de forma literal. Autocares, coches, kilómetros. Dinámica para enfrentar la inmovilidad. La lectura fue sencillísima. La calle se mueve, el palacio se enroca.

El movimiento popular se alargó ese día en forma de inmenso hilo. Pero sigue enredándose en madeja entre las asambleas territoriales, las familias, las redes y el parlamento. El independentismo es la forma catalana específica de los movimientos populares sudeuropeos.

En ese día de diciembre de 1640 en que unas Cortes en Barcelona decidieron libremente abandonar el imperio, Pau Claris dijo: «Una ha de ser la primera que se queje y la primera que rompa los lazos de la esclavitud. A esta le seguirán las otras».

Catalunya, desde el 23 de enero del 2013 y también según el voto de sus cortes, se ha declarado sujeto político soberano. Ha empezado a destituir para constituirse. Alguien tiene que ser el primero. Pero no podemos ser los últimos. La destitución y abolición del régimen del 78 será mejor y más fácil si otros pueblos, si otros sectores, clases, asambleas, partidos y movimientos hacen aquello que salía en la canción de Lluis Llach (y que dios me perdone por citarlo). Si tu la estires fort per aqui i jo l’estiro fort per allà segur que tomba. Etcétera…