Nuevos ricos por tierra, mar y aire
ROSA MARÍA ARTAL
No one celebrates life like the Spanish people do», decía Ana Botella, abanicándose con el tópico que nos acompaña como signo ancestral. Pobres y sojuzgados, ya nos sentíamos igual durante aquella larga tiniebla de cuatro décadas, cuando el mundo comenzó a conocernos y saborearnos. Se prendó de hecho de nuestro carácter rumboso y abierto, y sobre todo de ese envidiable sol que nos inyecta alegría. Quién nos hubiera dicho que, pasado el tiempo, privatizarían el uso de esa sin par fuente de riqueza española. Y se multaría a quien generase electricidad para su propio consumo. El ciclo parece volver a cerrarse para los ciudadanos.
Aquella tierra virgen —hasta de democracia— iba a enamorar a turistas que no cuentan con nuestra suerte. Fue el inicio del despegue económico. Y, a su calor, las constructoras de las «familias bien» de toda la vida y algún nuevo emprendedor comenzaron a levantar edificios. Y después llegaron las carreteras. Y la mejora de las comunicaciones. Y, andando el tiempo, los múltiples aeropuertos. Y el tren de alta velocidad. Una vez nos pusimos con las infraestructuras lo hicimos como nadie, echando la casa por la ventana. Eso sí, volcados en las que más se prestaban al sobre y la especulación.
Hoy se busca promocionar las infraestructuras del conocimiento, de la comunicación, de fuentes alternativas de energía como universo de servicios que se abre al ciudadano, pero no es momento para innovaciones en España. A la tarea de cercenarlas se apresta con diligencia el gobierno —desde distintos ministerios— y las empresas que gozan de su predilección, las cuales, por pura casualidad y su bien hacer, tienen colocados en nómina a políticos de varios partidos. Pero, de toda la vida, lo que va unido como un símbolo del conjunto es cemento y pelotazo —tan español, tan de nuestra ingeniosa picaresca—. De ese objetivo de lucro que casi siempre fue desorbitado han quedado las «grandes sobras»: los edificios, autopistas o puentes. Nadie sabe entender mejor cuánto compensan, aunque haya ciudadanos agoreros que se quejen.
Lo peor es que nos comportamos durante muchos años como nuevos ricos y ahora apenas queda la apariencia; el vestido de alta costura mil veces lavado y remendado. Y, sin duda, el choque con esas realidades obstinadas que forman parte de nosotros.
Una tierra para vivir
España apenas ha tenido un proyecto serio de cómo debe ser un país. Estudio, planificación y ejecución, con supervisión y control en cada uno de sus pasos. Cuando alguien lo intenta viene el siguiente y lo desbarata. La urgencia del beneficio económico plantó los inmuebles allí donde les pareció, sin atenerse a cánones estéticos. No muy sobrados de cultura y gusto —que eso también se aprende en las etapas de progreso real que nos fueron negadas—, la consecuencia fue la destrucción de grandes zonas del paisaje español. Con algunas excepciones —comunidades que han cuidado su patrimonio natural—, el boom inmobiliario desatendió por completo el urbanismo. No es posible llamar así a esa amalgama de ladrillos, estilos, grandes moles y alturas, que pobló y puebla sobre todo las costas. Y en particular las de Levante y Andalucía, sin desdeñar lo perpetrado en Baleares y en buena parte de nuestro territorio. Un nuevo rico hace lo mismo en su casa: compra lo que le gusta, mejor si es caro, y monta un muestrario en el hogar en el que habita.
También las ciudades y pueblos, los de vivir, fueron cambiando su fisonomía sin plan urbano guiado por criterios estéticos. Los núcleos históricos parecen municipios distintos a los de la adiposidad arquitectónica que, en muchos casos, creció a su alrededor, enormemente anodina como seña más destacada. Pero gastar, gastamos lo que hizo falta. Y, para ello, nos endeudamos más que nadie. Llegada la burbuja inmobiliaria, España se convirtió en un país de urbanizaciones que germinaban en la periferia, de campos de golf y en algunos casos pistas de pádel. La pelota en todos sus tamaños entusiasma a los españoles y donde esté un césped artificial con agujeros que se quiten los parques naturales.
Aquella época, cuando construíamos como si no hubiera mañana y se fueran a acabar el cemento, el suelo y los inquilinos, fue muy rentable para un grupo de personas. Los de siempre, los llamados a disfrutar de la vida aún más que el resto. La famosa lista Forbes, que señala los ciudadanos más ricos del mundo, duplicó la presencia española en muy poco tiempo. En 2007 figuraban en ella veinte multimillonarios, once del sector inmobiliario. Ocho habían entrado nuevos en un solo ejercicio. Hasta Forbes los llamó «los señores del ladrillo». Acumulaban esas once personas o familias una fortuna de más de 19.000 millones de euros. Lo merecen, crean riqueza, sobre todo en los paraísos fiscales donde suele alojar sus beneficios todo rico español que se precie, libres de impuestos.
El paisaje es una segunda piel. Un útero que nos alberga y nos nutre. Crecemos o menguamos con lo que ven los ojos y experimentan los sentidos. Todavía hay en España lugares de gran belleza, pero en otros, si un día llegara el decidido propósito de reconstruir este país destrozado en tantos segmentos de su cuerpo, sería mejor derribar y repensar para recuperar su hermosura.
Al progreso por carreteras y autopistas
«Pertenezco a una generación de ingenieros que crecimos en una España en blanco y negro, sin infraestructuras, con unas carreteras nacionales roídas, los bordes carcomidos y sin arcenes, por supuesto», escribía Francisco Altemir.[31] Y, en efecto, lo que nos dio aspecto de país avanzado fue la red de carreteras y autopistas, aunque dejara algunos errores en el camino. La entrada de España en 1986 en la hoy Unión Europea, con tanto atraso a la espalda, nos hizo beneficiarios de los fondos de cohesión. Y los dedicamos prioritariamente al asfalto. Hasta entonces los españoles viajábamos… despacio, atravesando núcleos urbanos y parándonos incluso en los semáforos. Se acabaron pues aquellas enormes travesías de horas, subiendo y bajando puertos de montaña, aspirando el paisaje y dando botes sobre los accidentes del firme. Se construyeron muchos túneles donde era preciso, algún viaducto y dobles y triples vías en las carreteras. Países más prósperos que este no disponen de una red de carreteras como la nuestra. Un ejemplo de modernidad. Eso sí, la crisis ha pegado fuerte al sector del automóvil, que sufre una espectacular caída de matriculaciones. Tenemos el parque móvil más viejo de Europa y se va menos al taller para reparaciones. El quiero y no puedo de los venidos a menos.
Las calzadas nos las están dejando a juego. Con la manida excusa de la crisis, se ha reducido drásticamente el mantenimiento de las carreteras. La producción de firme cae en cada ejercicio presupuestario, llevándose por delante muchas industrias. Baste decir que, según datos de la UE, España gasta la mitad que Alemania por kilómetro conservado. A pesar de su intenso uso y con los riesgos que conlleva.
La prioridad de los planes gubernamentales sobre el ferrocarril satura las carreteras de camiones. Muchas mercancías podrían viajar en tren pero nuestro país no se ha decantado por esa opción. Nos gustaron más las arcillas, gravas y pavimentos. Europa las financiaba, comentando en privado que a los países mediterráneos no se les puede dar dinero para ciertas cosas susceptibles de comisiones bajo mano; pero ya sabemos que la UE le hace pocos ascos a la corrupción de sus buenos pagadores. Ahora se queja —sobre todo Alemania— de que debimos dedicar los fondos a inversiones más productivas, pero en el «libre mercado» lo que siempre se obvia es el dinero fraudulento que se logra con determinadas obras. Eso son «asuntos internos».
No nos faltó detalle. Asfaltado, arcenes por supuesto, autovías, autopistas de pago por concesión estatal (cuya vigencia por cierto se está prolongando en algún caso para que sigan cobrando las empresas) y ya la modernidad máxima: las radiales de acceso a grandes núcleos. Corría el año 2001 cuando al PP le entró la fiebre constructora. Ya habíamos aprobado la liberalización absoluta del suelo, ya se inflaba con gozo la burbuja del ladrillazo y además teníamos algunos compromisos que solventar. La R2, por ejemplo, entre Madrid y Guadalajara pasando por Yebes, una localidad que posee una estación de AVE —que igualmente promovió el PP— a ocho kilómetros del núcleo urbano, sin conexión con cercanías, y cuyo trayecto en taxi casi sale más caro desde dicha estación que desde Madrid a los aproximadamente quince viajeros que usan esa parada al día. Y eso que Yebes iba a ser un pulmón para Madrid, con una urbanización estupenda —hoy fantasma— que se levantó en terrenos de familiares de Esperanza Aguirre.
Tanta carretera, por dios, y sin hacer planes de viabilidad, cálculos de usuarios. Y sin prever cómo se disparan los costes de las obras en España, aunque nos haya apercibido la UE de continuo por ser el único país en el que esto ocurre. Todas las radiales prácticamente han entrado en concurso de acreedores, una forma eufemística de llamar a la quiebra de las empresas. Las «R» que circundan Madrid y, asimismo, la autopista de peaje a Toledo, AP41, la AP36, que conecta Ocaña con La Roda y la AP7, entre Cartagena y Vera. Son el ejemplo más diáfano de la típica falta de planificación española. Por citar un ejemplo, en la R2, la partida para expropiaciones estaba fijada en 40 millones de euros pero finalmente ascendió a 430. Y es aquí donde nos encontramos, nos volvemos siempre a encontrar, a las empresas habituales: constructoras (ACS, OHL, Cintra, Sacyr, Sando, Isolux) y cajas de ahorros: Caja Madrid, Unicaja, Cajamurcia o Cajamar (varias de ellas, con estas inversiones ruinosas y algún desmán más, terminarían engrosando el sector financiero a rescatar que aún pagamos y pagaremos). Eso sí, las empresas no tienen queja: lograron sus contratos y han recibido dinero público para compensar lo que podían haber sido sus pérdidas, tanto de gobiernos socialistas como populares. Quebradas las radiales, dejan un agujero importante: unos 3.800 millones de euros. Pero de una forma u otra cobrarán. Cuentan con asideros legales por errores de previsión en el contrato y, desde luego, con muy buena voluntad por parte de los políticos.
Todas ellas brindan la oportunidad al viajero, sin embargo, de conducir por paisajes casi lunáticos en su soledad insólita. Kilómetros y kilómetros sin ver a nadie. El miedo a ser abducido por una nave extraterrestre. Quizá podrían alquilarse para el rodaje de películas, si ese sector no estuviera también en crisis por los duros recortes y trabas que se le han practicado a la cultura.
Por caminos de hierro
El tren español es otro claro ejemplo de nuestra singularidad. Nace con enormes dilaciones en el siglo XIX, a petición de particulares que lo van consiguiendo por tramos, antes de que se sienten a elaborar una ley de ferrocarriles en condiciones. Ley de caminos… de hierro, la llaman. Y ya desde entonces, en un ancho de vía superior al europeo. Las leyendas acerca de por qué se adoptó esa decisión abarcan sugerentes interpretaciones. Sí parece el resultado de un error en primer lugar, derivado del desconocimiento y el temor que inspira en un sector de los españoles lo nuevo. Para primar, también, la personalidad de la tierra y una seguridad que se adquiría, presuntamente, con la mayor estabilidad de los vagones amplios. El caso es que esta medida lastró el uso del tren para el transporte de mercancías y truncó la exportación por esta vía. Y no se ha subsanado ni con la mucha mayor potencia de las locomotoras, ni con los AVE, que tienen ya el ancho europeo, ni con ninguna otra obra.
El abandono secular de trabajar sobre planes conjuntos es tal que tampoco se han construido infraestructuras serias —sobre todo ferroviarias— para dar salida a las mercancías que llegan por mar a nuestros puertos, algunos de los cuales se encuentran entre los más importantes del mundo. Se trata siempre de no rematar la faena.
Si uno compara la red de ferrocarriles española con la europea comprueba sin embargo que, incluso antes de la alta velocidad, era de superior calidad a la mayoría. Al menos para el usuario. Los defectos se hallan en el esqueleto. Apenas el 26% de las líneas convencionales dispone de doble vía, lo que obliga a cambios de agujas y de raíl para que pase primero un tren y luego su contrario, lo que ha causado algún accidente. Otro error es sin duda el trazado centralista, que obliga a cruzar por Madrid, apenas con la excepción del eje del Mediterráneo, aún incompleto. Pero el tren mejoró enormemente su servicio en España, en prestaciones y en puntualidad. El TALGO marcaría tal hito que incluso fue exportado. Con grandes desequilibrios. El norte, Galicia sobre todo, ha sido siempre el pariente pobre. El terrible accidente del verano de 2013 mostró algunas evidencias.
Donde España echó el resto fue en la alta velocidad. Sin reparar las deficiencias apuntadas, vamos y nos lanzamos a ser el país europeo con más líneas de estas características y el segundo del mundo tras la populosísima y enorme China. Ya van construidos 3.100 kilómetros y otros 1.500 en construcción, más o menos ralentizada, según datos de ADIF. No merecía menos la España del «no la conocerá ni la madre que la parió», ni la que «va bien», ni la de «Champions League», ni la que actualmente es «la envidia del mundo». Cuesta pensar que en un país con tantas carencias fuera esa la prioridad.
La primera línea de AVE unió Madrid con Sevilla. Inaugurada en aquel exultante año 1992 que hoy parece un espejismo, redujo el largo viaje anterior a apenas dos horas y media. Hubo que sortear Despeñaperros. Y por ello se aprovechó después para acercar también Málaga a la capital y viceversa. El resto de las provincias andaluzas siguen viajando por vías convencionales en buena parte de su recorrido e invirtiendo mucho tiempo.
Siguió, no sin contratiempos en su ejecución, Madrid-Barcelona, que también ha cumplido sus expectativas, rebajando a la mitad o menos el tiempo necesario para llegar a destino. Luego llegó hasta la frontera para enlazar con Francia y el resto de Europa. Valencia o Alicante, siempre desde Madrid, fueron completando la alta velocidad; más tramos que la usan en parte de su recorrido en otros destinos. El gran problema es el elevado coste del billete para el usuario. O esas paradas de AVE que se ubican muy lejos de los municipios a los que se dirige el viajero. Presuntamente solo porque exigen menor pendiente y curvas, aunque algunas de ellas evidencien sospechosas coincidencias.
La RENFE de toda la vida, entretanto, se dividió en empresas y en múltiples direcciones generales que surtían de cargos a los partidos, sin mejorar proporcionalmente su funcionamiento. Y llegó la crisis, o, con más propiedad, la religión neoliberal del lucro. Y se apunta a la venta privatizada de las líneas rentables, y a que el Estado se quede con las deficitarias, suprimiendo recorridos, frecuencias y paradas. El tren ya no cumple un servicio público. Los ciudadanos de primera se trasladan cómodamente en el AVE y los de segunda y tercera han de realizar malabares ya para ir a donde precisan o desean.
A la conquista del cielo
Las líneas de ferrocarril tienen un defecto sobre todo: no se pueden erigir en ellas las estatuas del político que las ha aprobado, ni siquiera una placa conmemorativa de su puesta en marcha. A ese fin son mucho más apropiados los aeropuertos. Disponemos de 52 para una población de 46 millones de ciudadanos. Alemania, con casi el doble de habitantes (81 millones), se apaña con 39 aeropuertos. Entre los españoles apenas diez son rentables y también se están resintiendo por la crisis. La Administración pública ha enterrado en ellos cantidades desorbitadas de dinero. Aún se animaron muchos a hacer ampliaciones, la mayoría «de diseño» en arte y precio. Lo que más llama la atención sin embargo es que un país que ha hecho precisamente de la carretera su principal vía de comunicación, necesite un aeropuerto cada pocos kilómetros. O que la mantenga con la apuesta por el tren de alta velocidad. Algún truco debe de existir, al margen de los suculentos y rentables efluvios del cemento que parecen terminar depositados en ciertas manos.
Hubo un tiempo en que cualquier alcalde o presidente de diputación podía animarse a levantar su aeropuerto. Así se configuró la más grande historia de la chapuza española desde nuestra afamada gesta medieval de la Armada Invencible: sin planificación alguna.
El más famoso aeropuerto sin aviones ha sido, sin duda, el que levantó el entonces presidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra, múltiple imputado y múltiple diferido en asuntos de corrupción. La población disponía del aeropuerto de Manises en Valencia a 45 minutos por una cómoda autopista, pero en el desenfreno que ha jalonado tantos años de la vida española —y en particular de algunas comunidades— Fabra se empeñó y sacó adelante su monumento. Ciento cincuenta millones de euros costó la obra.
Y no podía faltar la correspondiente representación en piedra del promotor para la posteridad. La magna obra —muy magna: 33 toneladas y 24 metros de altura— la realizó Juan Ripollés por el módico precio de 450.000 euros.
Pero… por las pistas del aeropuerto de Castellón solo ha pasado hasta ahora un avión de calibración. Ni siquiera puede ya visitarlo el público «para que vean un aeropuerto aunque no viajen» —que fue la gran excusa que aportó el prócer— porque permanece vallado. Los medios internacionales citan una y otra vez el caso como ejemplo del despilfarro español. No lleva visos de arreglarse el problema. Nadie quiere ese mastodonte en medio de la nada, sin viabilidad de uso y con problemas legales.
No es el único caso. Un poco más abajo, el aeropuerto de Alicante-Elche tiene dos terminales cerradas a pesar de la fuerte inversión que se dedicó a su construcción. Si seguimos la costa, nos encontramos con los dos aeropuertos internacionales de Murcia, San Javier y Corvera, tan cerca el uno del otro que pueden verse desde sus torres de control. Podrían… si ambos funcionaran, cosa que no ocurre con el de Corvera. Terminado, tampoco ha entrado en funcionamiento, aunque dispone ya de una terminal VIP para el gobierno regional.
Y así continuaremos con otro par de aeropuertos, los de Castilla-La Mancha, que acabaron en fracaso absoluto: Albacete y Ciudad Real. Este último, construido con participación privada, constituye otro de los ejemplos de fiasco a exhibir por España. La crónica de una muerte anunciada por haberse erigido sin estudio alguno pero, eso sí, aprovechando todas las ventajas particulares que inflaron la burbuja inmobiliaria. También la prensa extranjera se ha ocupado de él. El diario francés Le Monde destacaba lo que era un secreto a voces: «Posee una de las pistas más largas de Europa, unas instalaciones dimensionadas para acoger a unos dos millones y medio de pasajeros al año y que supusieron una inversión de 500 millones de euros —un 40% de los cuales aportados por Caja Castilla-La Mancha, posteriormente intervenida por el Banco de España». La triste historia de la España del pelotazo, tan viva aún.
En Aragón sí funcionan los aeropuertos; poco, pero funcionan. La comunidad tiene la suerte de ubicar a la dos veces milenaria Zaragoza justo en mitad del camino entre Madrid y Barcelona, y eso le ha proporcionado históricos logros. Desde disponer de una de las primeras autopistas (a Barcelona) a, incluso, la primera señal de televisión. Cosas de asentarse uno donde debe. Por eso también disponía de una estratégica base militar norteamericana que daría origen a su aeropuerto. Luego, el AVE le tocó con el mismo manto de fortuna y ahora se llega a Madrid o Barcelona en apenas hora y media. No hacen falta aviones y se han reducido los vuelos. Eso sí, se amplió la terminal —con gran costo— para que quedara bien bonita. En Huesca, a 86 kilómetros por autovías, también se les antojó aeropuerto. Ahora lo usan pilotos de vuelos privados para descansar y tomarse un café en la capital o comprar unas castañas de mazapán.
El avión es indispensable para la comunicación de la península y las islas. Cumplen un servicio público y deberían ofrecerse descuentos y facilidades reales para su uso. Así, aun con algunos excesos de los que parece que no podemos librarnos, poco se puede objetar a los aeropuertos de Canarias y Baleares. Lo mismo que en toda la cornisa del norte que, debido a la orografía, presenta más problemas para el tren o la carretera. Únicamente se puede señalar la insistente obsesión de haber abusado también de la proximidad de unos y otros al no querer nadie privarse de su propio aeropuerto.
Cataluña está bien surtida de red aeronáutica. El Prat de Barcelona ha sobrepasado en vuelos a Madrid-Barajas, jaleando su fomentada rivalidad. El aeropuerto de la capital siempre ha sido el primero de España, el cuarto de Europa por número de pasajeros y decimoprimero del mundo. Ahora, sufre dificultades. Las costosas tasas implantadas por el gobierno del PP y la propia crisis disuaden de viajar en todo nuestro espacio aéreo, pero se han cebado particularmente en Barajas, que ha visto reducido justo desde 2012 su tráfico de pasajeros, hasta entonces ascendente. La flamante T4 —magna obra de José María Aznar aunque la inaugurara Zapatero un aciago día— venía a modernizar unas instalaciones que se iban quedando obsoletas. Costó, sin embargo, 6.000 millones de euros, y errores de calado han lastrado el resultado que de ella se esperaba. Y es que se duele de una pésima planificación, del gasto que representan unos aparcamientos… sin coches, de la venta de Iberia o de la competencia del AVE, en el que parece nunca se pensó al concebir la obra.
Lo asombroso es que Madrid se haya puesto a reactivar el proyecto de El Álamo que abandonó Esperanza Aguirre. ¡Otro aeropuerto! Con pista para vuelos privados. Alrededor, un circuito de fórmula 1, hoteles y… un campo de golf de 18 hoyos, que no podía faltar. Para volar es imprescindible hacer un uno bajo par al menos, antes o después del viaje.
Grandes hasta en obras menores y ocio
Cada una de esas obras ha precisado de sus accesos, gasto y más gasto, muchas veces para no tener uso alguno. Pero aún necesitábamos más dotaciones. Tanto para desplazamiento como para puro disfrute. Ese ruinoso puerto deportivo de Valencia, tan precioso como un relaxing paseo al lado del mar. Casi comparable a su circuito de fórmula 1, que ha costado millones para usarse apenas media docena de veces. O la Ciudad de las Artes y las Ciencias, que ya ha empezado a desconcharse en la más pura tradición del arquitecto favorito de los gobiernos del PP valenciano, Santiago Calatrava. Esos puentes y esos edificios que se caen o tambalean dentro y fuera de España. Las pasarelas resbaladizas construidas en zonas de lluvia abundante. Ese obelisco que iba a moverse sobre sí mismo aportando formas y reflejos que podían llegar a ser un relajante ejercicio de sosiego y que solo se movió sobre sí mismo aportando formas y reflejos que llegaron a ser un relajante ejercicio de sosiego… en el vídeo promocional. Esos presupuestos concedidos a dedo, que acabaron inflados al infinito, y que también le han dado fama mundial.
¿Y las Exposiciones Universales para mostrar las bondades propias y ajenas? Si la de Sevilla en 1992 aún dejó alguna rentabilidad promocional para la ciudad, la del agua en Zaragoza en 2008 solo aportó mastodónticas infraestructuras que, al igual que las andaluzas, eso sí, han quedado como monumentos huecos a la megalomanía y el despilfarro. Y algo parecido ha sucedido con los Juegos Olímpicos. Al menos en Barcelona se saldaron con éxito, el triple intento de Madrid ha dejado un reguero de instalaciones sin uso, agujeros presupuestarios y un cierto ridículo mundial.
Pobres nuevos ricos que nunca tuvimos sueldos europeos y ahora sufrimos recortes de servicios y alzas de precios para devolvernos a aquellos inicios de toscos indígenas que glorifican a los turistas llegados con un pan bajo el brazo. Ingenuos, infantilizados, no muy educados y poco exigentes con la corrupción que corroe nuestras raíces. Tópicos vasallos de unos dirigentes que apenas han sabido por dónde iban o han preferido hacer como que no se enteraban.
Pero no todo está perdido ¡ni muchísimo menos! Si España enderezase su rumbo, desbrozando cuanto hay que desbrozar, podríamos ser un país estupendo. Nadie debe olvidar que al menos las infraestructuras básicas están hechas. Se trata de poner aviones en los aeropuertos, coches en los aparcamientos, giros en los obeliscos, cordura en los trenes, belleza en el urbanismo. Todo pasa por fortalecer otras infraestructuras: la ética y racionalidad en la vida pública, la exigencia y el compromiso de los ciudadanos con el bien común.