La Constitución que nos va separando
ANTÓN LOSADA
A los españoles no les gusta demasiado su propia historia. De ahí esta afición a reinventarla tan pronto nos dejan para ver de ponerla un poco más decente. Demasiados tarugos, demasiadas guerras, demasiados muertos, demasiado absolutismo, demasiada represión, demasiada injusticia, demasiada desigualdad y demasiado miedo. A la primera ocasión que se presenta la reescribimos y promocionamos como si se tratase de una fulgurante superproducción de Hollywood. Todo se vuelve luz deslumbrante, Technicolor vivísimo, impactantes efectos especiales, paisajes espectaculares, guiones inteligentes e interpretaciones míticas y cargadas de fuerza. No somos el ejemplo del mundo: somos el asombro del cosmos.
Entre todas las reinvenciones de nuestra historia, ninguna tan exitosa como esa megaproducción a la que dimos en titular La Transición. En el remake histórico de la transición española que hemos convertido en un éxito, una clase política generosa, repleta de grandes líderes y encabezada por un monarca dotado prácticamente de superpoderes, guía sabiamente hacia las doradas tierras de la democracia al inteligente, pero algo quebradizo e inestable, pueblo español. Por el camino, en medio de una gran celebración de la fiesta de la libertad, fuimos bendecidos y dotados con una tabla sagrada llamada Constitución de 1978. Sus poderes acabarían siendo legendarios. Nuestra Constitución multiplica los panes, los peces y los consensos, acaba con el paro, hace crecer la economía, tranquiliza a los nacionalistas, integra a los ateos, salva a los niños, libera a las mujeres y rejuvenece a los viejos.
Para que no perdiera semejantes, casi divinas, capacidades, advertía una especie de profecía, que llega desde los tiempos de aquella épica etapa, de que el texto constitucional no podía tocarse, criticarse, reformarse, mojarse, lavarse con ropa de color o plancharse, porque entonces se abrirían las simas de la tierra, volverían las siete plagas, el sol se oscurecería para siempre, el mar inundaría la tierra y nuestros hijos no heredarían más que deudas e hipotecas.
Todo iba bien. La Transición supuso un taquillazo. El mundo entero caía admirado ante el milagro español. Aznar ponía de moda el espanglish «all over el planeta». Éramos la octava potencia mundial y jugábamos siempre en la Champions League. Pero, de repente, algo falló en nuestro viaje imparable y brillante hacia la modernidad más incontestable. Aquellos incomparables marcos institucionales donde se localizaron las escenas de sacrificio y honradez que nos regaló la democracia, parecen hoy los decorados baratos de un telefilme de los sábados por la tarde. España parece hoy una producción de serie B. Los trucos cantan y se ven las trampas en un diseño institucional que a nadie le gusta pero nadie se atreve a cambiar, acaso por miedo a aquella vieja maldición constitucional.
Casi de un día para otro y sin que ni medios, partido o élites se enterasen o lo vieran llegar, la gente se echó a las calles y a las plazas. «No nos representan», coreaban muchos. La distancia entre votantes y representantes se había alargado a la velocidad de la luz. Las políticas de sufrimiento masivo recetadas desde gobiernos e instituciones al dictado de foros y entidades que solo se representan a sí mismas y a sus intereses han ido convirtiendo aquella indignación en rechazo y aversión. La crisis económica se ha llevado por delante las instituciones, sostienen algunos; la recesión ha disparado la desafección ciudadana y el alejamiento de la política, remachan otros; la crisis económica se convierte ahora en una crisis política e institucional, concluyen muchos. Pero la realidad no suele resultar tan sencilla de explicar.
Urdangarín y la infanta que «no sabe no contesta» desde Suiza; las preferentes y las pensiones millonarias como premio a la incompetencia y la codicia; los ERES andaluces y la corrupción de gin-tonic; la chulería millonaria de la Gürtel; Bárcenas, su mujer y otros sobres de meter; los trajes de Paco Camps; las hiperbólicas fiestas de cumpleaños de los hijos de Ana Mato; el hijo de Jordi Pujol; la financiación enmascarada de Unió; Carlos Dívar y los magistrados que no saben viajar en turista; el presidente militante del Tribunal Constitucional… y así hasta el infinito y más allá. Nada que ver con el paro y la recesión. Ya estaban ahí cuando la crisis llegó, o aparecieron a la vez que ella pero por pura casualidad. La desafección, la desconfianza, el alejamiento ya estaban allí. Pero se prefería ignorarlos porque no importaba. La política solo cuenta cuando los negocios van mal y las cosas se tuercen. Las series históricas del CIS no mienten. El agujero negro de la desconfianza no apareció ayer, ni de repente: llevaba tiempo agrandándose. Ya estaba allí porque parte de sus causas residen en el propio diseño de nuestras instituciones y la forma de pensarlas y hacerlas funcionar, con crisis o sin crisis. Tenemos un sistema político que desconfía de la gente y, siempre que puede, la echa de la política. Y nadie se queda donde no le quieren…
La Transición, una historia real
En el año que se aprobó la Constitución española, 1978, España era un país asolado por el paro, la inflación y la crisis. Las élites que se habían enriquecido saqueando el Estado bajo la protección del caudillo y el brazo incorrupto de santa Teresa, convertían Suiza en la primera patria de su negocio y clamaban por un golpe que les permitiera volver a facturar la marca España, una, grande y libre. Como ven, Bárcenas no ha inventado nada. A la derecha española siempre le ha gustado afirmar su patriotismo y su españolidad en Zúrich.
Por aquel entonces, solo dos de cada diez parados tenían algún tipo de cobertura. Nuestro gasto social no alcanzaba ni la tercera parte de cuanto invertían Francia, Italia o Alemania en mejorar su sanidad, potenciar su educación o acabar con la exclusión social. Cada noche, viendo el parte ante el televisor, las españolas y los españoles debían escoger quién les daba más miedo: si los asesinos de ETA o los nostálgicos que se escondían y acechaban en los cuarteles del aún victorioso ejército nacional. Decir que aquella Constitución se aprobó en libertad no supone propagar una mentira. Pero tampoco es contar toda la verdad. En el referéndum del 6 de diciembre de 1978 se impuso la necesidad. El dilema sonaba tan sencillo como dramático; la gente lo entendió y aplicó el sentido común: ir hacia delante como fuera o volver al pasado. Se tiró para delante, como se pudo, sin filigranas ni grandes inventos porque ya hemos aprendido que el infierno está empedrado de buenas intenciones.
Treinta años después, tal vez, a lo mejor, puede que haya llegado el momento de admitirlo. La Constitución de 1978 fue todo lo mejor que se pudo redactar en aquel momento marcado por el miedo, la violencia y la penuria. Hoy, no toca. La España que afronta hoy la recesión económica se parece muy poco a aquel país vacilante y asustado. Hoy la Constitución nos va separando al menos tanto como nos ha podido unir. Dice cosas que muchos pensamos que no debería decir ya porque pasó su tiempo. No dice otras muchas que debería decir porque toca y conforman precisamente aquellas cuestiones que ahora nos importan, nos preocupan y nos afectan.
Las constituciones representan oportunidades de convivencia. Las gentes que viven en un país deciden ponerse de acuerdo o no, vivir juntos o no, compartir un proyecto común o no. Los textos constitucionales no resuelven los problemas: proporcionan elementos para su gestión. No son fines, son instrumentos. El mayor éxito y la mayor virtud del texto constitucional de 1978 han sido su capacidad para servir como instrumento a disposición de la mayoría. Era lo suficientemente generosa para que cada cual pudiera leerla como le convenía. La Constitución no tenía dueño. Para la derecha constituía un tope, el límite; para la izquierda y los nacionalistas ofrecía un punto de apoyo, el primer paso hacia un país nuevo y diferente. Hoy ha perdido esa habilidad. Era cuestión de tiempo que un equilibrio tan inestable se desencajase. Hoy la Constitución tiene dueño. Se ha convertido en un arma que solo unos pocos pueden emplear y arrojar a la cabeza de los demás.
La Constitución de 1978 se parecía mucho a aquella España de 1978. Pero está muy lejos de la España del siglo XXI. La noción de la soberanía como un algo que reside en alguien, aunque sea el pueblo español, la zarzuelera mención de la indisoluble unidad de España o la concepción rígida y jerárquica del poder y la administración que destila reflejan conceptos del siglo pasado. Resulta un anacronismo tan inexplicable como insostenible que, en pleno siglo XXI, sigan constitucionalizadas las diputaciones, un bicameralismo que en la práctica resulta pura ciencia ficción, la ley sálica o la Corona como símbolo de la unidad nacional. Hoy la monarquía representa división e incertidumbre y es fuente permanente de escándalo e inestabilidad, las diputaciones solo sirven como el cielo prometido de todos los caciques y el Senado funciona como un muñeco de pruebas que solo vale para ser probado en los accidentes y las desgracias.
La ideas de soberanía, gobierno o nación están en reconstrucción. La vieja visión jerárquica y vertical que ortopedia nuestro texto constitucional equivale a un elefante en la cacharrería de una Europa horizontal, transversal y multicéntrica. El poder se comparte y las decisiones se pactan a través de procesos cooperativos. El poder nace del pacto y el acuerdo entre iguales. No reside en una nación, un soberano, un parlamento, ni siquiera un pueblo. La idea de qué es y cómo debe funcionar un gobierno debemos aprender a entenderla con esa nueva realidad. La vieja concepción de un centro de mando y control central supone una pérdida de tiempo en sociedades que demandan y se han acostumbrado a gobernarse en red y en horizontal. Diputaciones, senados o balnearios, ley sálica, incluso la propia monarquía tienen mucha tarea pendiente para convencernos de que su existencia tiene sentido en esta nueva realidad hiperactiva.
La política ya no es lo que era
La Constitución de 1978 se hizo como se hacía la política a finales de los años setenta: con discreción, con orden, en grupos pequeños, negociando entre élites y grupos en despachos y reservados hosteleros. Hay mucho de aquel viejo axioma franquista, «haga como yo, no se meta en política», en esa manera de hacer las cosas. «La política para los políticos» casi parece constituir un principio constitucional. Todo en el legislador demuestra su miedo a la participación, a la gente. Desde los hercúleos trabajos que demanda para aceptar, aunque sea formalmente, una iniciativa legislativa popular, a la reducción a la mínima expresión del referéndum o el farragoso recurso a la moción de censura. La Constitución se parece mucho a nuestra política y nuestros partidos. La gente les parece un estorbo, figurantes para las escenas de masas. Participar para nuestro sistema político equivale a votar cada cuatro años y callar durante esos mismos cuatro años. Todo lo que no sea eso, se percibe, define y trata como si fuera un riesgo, un problema o una amenaza.
Una Constitución que quiera reconectar con la demanda de renovación y regeneración mayoritaria entre la ciudadanía debe confiar en la gente y potenciar la participación política de los ciudadanos haciéndola fácil, sencilla y accesible. Una constitución del siglo XXI, además de hablar de los ciudadanos, debe ofrecer instrumentos y oportunidades para que podamos ejercer como tales.
Se impone una regulación abierta que promueva el referéndum y mecanismos de consulta directa como método para tomar decisiones colectivas. Preguntar a la gente jamás puede o debe suponer un problema. Se demanda una Constitución donde la iniciativa legislativa popular no aparezca concebida como una misión imposible y un trabajo de héroes. Que corra el aire en la democracia española. Profundizar en la calidad de la misma exige una reforma a fondo de nuestra ley electoral, que haga responsables a los partidos y a los representantes ante sus electores en un sistema político que potencie el pluralismo y la competencia electoral. No habrá cambios en las organizaciones políticas mientras estas se sigan sintiendo protegidas frente a los votantes por una legislación que les permite tratar a los votantes como figurantes.
Nadie puede negar las enormes posibilidades que las redes sociales y las nuevas tecnologías ofrecen a la participación política activa de los ciudadanos. Sin su aportación no pueden comprenderse movimientos como el #15M. Pero ni las redes ni Internet son una solución. Conforman simples instrumentos al servicio de un fin. Twitter o Facebook, en sí mismos, valen poco. Es el caudal de información que transportan y el deseo de la gente de usarlos para hacer política lo que realmente les confiere valor político. En una realidad marcada por las graves dificultades de acceso a la red que sufren muchos ciudadanos, las desigualdades técnicas y económicas hacen de esta un espacio mucho más cerrado, vertical y jerárquico de lo que se suele reconocer. Si queremos participación efectiva hay que cambiar nuestro diseño institucional para que produzca efectos reales y directos en la toma de decisiones. Protestar y movilizarse es necesario. Pero lo que cuenta es decidir.
La parte de la Constitución que no se cuenta
Paradójicamente, aquellos aspectos donde nuestro texto constitucional resulta hoy más vigente parecen ser los que menos atención reciben o incluso se intenta negar lo que dicen. Convoque usted un referéndum y le caerá encima todo el peso de la ley. Intente ejercer su derecho a una vivienda digna a ver si le ayuda el mismo peso legal. La Constitución define España como un «Estado social y democrático de derecho». Al parecer, la parte del Estado de derecho resulta obligatoria, pero la parte del Estado social parece optativa. Nuestra arquitectura constitucional incluye la seguridad social, la sanidad, la educación pública, la inclusión social o la atención a la dependencia. Pero, por lo visto, estas no merecen tanto entusiasmo político ni contundencia legal en su promoción como la defensa de la indisoluble unidad de España.
En la parte social y económica, el texto constitucional ha recuperado hoy toda su vigencia. Mientras reyes y gobiernos de media Europa se atreven ya a oficiar los funerales por el Estado del bienestar keynesiano, las tímidas palabras sociales de nuestra Carta Magna suenan hoy casi revolucionarias. Los países de nuestro entorno han reformado sus constituciones una media de veinte veces durante los últimos cuarenta años para adaptar su proyecto constitucional a la realidad de un mundo, una población y un territorio cambiantes. A nosotros solo nos la reformaron una vez. Fue de manera casi clandestina, en verano y en una tarde. Lo hicieron para introducir, como si no tuviera importancia alguna, una modificación sustancial en nuestro proyecto de Estado social y democrático de derecho: el equilibrio presupuestario.
Si algo queda aún en pie de aquel proyecto constitucional que nos unía no es la Corona, ni el sistema de partidos, ni la indisoluble unidad de la nación española. Si algo queda aún en pie, con capacidad para integrar y unir más que separar y dividir, es la idea de dotarnos de un Estado del bienestar entendido como un proyecto común sustentado sobre un consenso mayoritario. Un proyecto común en el que constituye una responsabilidad colectiva asegurar el derecho a un nivel mínimo de vida, consolidar la provisión universal de los bienes públicos e intervenir en la economía para crear y redistribuir riqueza. Lo único que aún podía funcionar resulta ser lo único que se ha reformado. Lo único que aún podía valer conforma la parte a la que se ha empezado a renunciar.
En plena ofensiva por tierra, mar y aire contra el Estado del bienestar, cuando todo vale para recortar derechos y políticas, parece imprescindible renovar el pacto constitucional y dejar claro si tener un Estado social continúa siendo un gran objetivo común o ha sido suspendido por la crisis y la recesión. Necesitamos votar una nueva Constitución donde cada uno puede decir con su papeleta si quiere o no tener el Estado del bienestar como objetivo común y compartido. Votar sí o no.
La separación de poderes supone un invento del siglo XVIII que más nos valdría recuperar en pleno siglo XXI. Hay ideas que nunca pasan de moda o envejecen. A los padres del texto del 78 les pareció entonces una buena idea. Tenían razón. Hicieron poco por asegurarla; se equivocaron. La separación de los poderes y el diseño de un sistema de control mutuo no solo continúa siendo una gran idea, sino que además supone una condición esencial para la calidad de la democracia.
En España se habla mucho de separación de poderes, pero se practica poco y se cree aún menos en ella. No se trata de un problema de leyes, resulta una cuestión de voluntad. La Constitución hace un diseño voluntarista según el cual la separación efectiva y el control recíproco entre los poderes del Estado quedan en manos de la voluntad del ejecutivo de turno. Y hasta la fecha, ninguno ha acreditado excesivo entusiasmo. El Parlamento solo puede controlar al gobierno si este se deja. Si se resiste, queda poco por hacer. Y todos los ejecutivos que hemos tenido se han resistido ferozmente al control y a la rendición de cuentas. Han hecho todo cuanto estaba en su mano para mangonear, intervenir, acogotar y maniatar al poder legislativo y al poder judicial.
Tenemos un sistema político que presenta toda la apariencia y la fachada de una democracia parlamentaria. Pero en la vida real, funciona cada vez más como un régimen presidencialista. El presidente español no vuela en el Air Force One matando a los malos a tiros, pero es lo único que le falta. No elegimos directamente al jefe del ejecutivo, pero nos comportamos como si lo hiciéramos y el sistema tiende a reforzar ese equívoco. Parece hora de aclarar ese malentendido y elegir si nos gusta el parlamentarismo o preferimos el presidencialismo. El diseño del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional resultan aún peor. La justicia en España parece la continuación de la política por otros medios. Y la justicia no es eso. Igual que el Tribunal Constitucional no puede funcionar como si se tratase de una tercera cámara legislativa a la que nadie ha votado.
La arquitectura institucional de la Constitución de 1978 necesita mucho más que chapa y pintura. Precisa una reforma estructural de fondo que refuerce la independencia y separación de los poderes, potencie el rigor y la intensidad del control democrático y facilite la participación política. Ya sabemos que el gobierno no confía en nosotros. Pero es tiempo de hacerle saber que nosotros tampoco nos fiamos mucho y queremos una nueva Constitución que le obligue a dejarse controlar y rendir cuentas. Una norma que refuerce la autonomía y la independencia de los poderes legislativo y judicial nos dejaría a todos mucho más tranquilos.
A la derecha nunca le gustó el Estado de las autonomías. A los nacionalistas tampoco. Para los primeros representaba la línea roja: era la última cesión tolerable. Para los segundos, suponía dar el primer paso hacia un Estado plurinacional. El equilibrio inestable se mantuvo mientras la izquierda española ejerció un papel mediador entre estas dos fuerzas centrífugas. El aznarismo y el triunfo del neoespañolismo rompieron esa frágil «pax territorial». Como ahora, la crisis y la mayoría absoluta hicieron ver a la derecha la oportunidad de volver a poner España en su sitio. La derecha se adueñó de la Constitución sin resistencia por parte de una izquierda absorta. El programa de recentralización y reespañolización arrancado durante la segunda legislatura de Aznar y recuperado hoy por el gobierno de Mariano Rajoy explica mucho de cuanto está aconteciendo en la actualidad.
Cuando muchos nacionalistas y no nacionalistas esperaban avanzar hacia estatutos de segunda generación, el gobierno de Madrid les está sirviendo doble ración de purgante centralista. El equilibrio constitucional se ha quebrado. Ahora tenemos un gobierno convencido de que la crisis económica y la mayoría absoluta le han conferido el poder absoluto. Pretende reformar absolutamente la estructura del Estado por vía de hecho, mientras emplea como escudo y coartada la Constitución de 1978 y la supuesta imposibilidad de su reforma. El truco es perfecto. La derecha utiliza la fuerza legal de un texto constitucional para bloquear las posiciones de los demás, pero aprovecha la ambigüedad de su redacción para convertir sus propuestas y prejuicios en políticas y decisiones sin tener que dar explicaciones.
El futuro vendrá antes o después
Tres de cada diez españoles de 1978 no acudieron a votar la Constitución. Uno de cada diez, se manifestó en contra. La mitad de la derecha, entonces Alianza Popular, votó «no» en las Cortes. La derecha nacionalista se abstuvo y parte de la izquierda pidió activamente el voto negativo. Aun así, había mucha más gente dentro del pacto constitucional que fuera del mismo. Hoy ya no es así. Hay casi tanta o más gente fuera que dentro del pacto constitucional español. En las democracias avanzadas, las normas constitucionales suelen servir para saber qué se puede hacer. En las democracias en construcción suelen emplearse para decirte qué no puedes hacer, es imposible, es pecado, engorda o resulta ilegal. En España hace demasiado tiempo que la Constitución sirve esencialmente para decirnos aquello que no podemos hacer, pedir o desear.
Cuando alguien pretendió reformar la norma constitucional para acabar con la discriminación sexual en la sucesión, se le dijo que parecía mucho esfuerzo para una cosa tan pequeña. Cuando alguien pidió revisar el Senado para que sirviera de algo, también se le dijo que resultaba peligroso y podía abrirse la caja de una tal Pandora y un melón, por ese orden. Cuando alguien plantea reformar la Constitución para que puedan hacerse los referendos que pide la mayoría, se da parte a la autoridad y se avisa del fin de los días.
Pero cuando los inversores de Fráncfort o Londres exigieron que el equilibro presupuestario se constitucionalizara, les llevó una tarde y un café cambiar la sacrosanta norma. Fue el fin de una época, el final de una leyenda urbana. La Constitución podía cambiarse y no se derrumbaba el cielo sobre nuestras cabezas. Aquel día, el país entero perdió la virginidad constitucional. Dicen que toda generación debería tener derecho a votar su propia Constitución. Seguramente yo ya no podré, pero estoy seguro de que mi hija sí, es inevitable. La democracia siempre se abre camino, como la vida.