Una

Mi vida viene descrita por la música de violines mudos. Cuando mis padres se casaron, mi bisabuelo, que la tierra le sea leve, subió al estrado para los invitados especiales, con el viejo violín apretado contra el pecho. «Y ahora el zeide tocará la melodía nupcial», dijeron. «Una bendición especial», dijeron, una sgule, una bendición regia. Pero el arco se le cayó de entre los dedos.

Dos

Cuando nací, mis padres no pudieron ponerme un nombre. Querían un nombre na Re, que quiere decir «que empiece por la letra R», por mi bisabuela. Al nacer, a ella, la brillante hija de un zapatero shlimazl[8] sin un céntimo, la habían llamado Rukhl[9]. Cuando la revolución trastocó los arquetipos, la llamaron Rajil’ka: una especie de Rukhl planchado, con botones de bronce, apropiado para el brillante futuro soviético. Más adelante, incluso Rajil’ka pasó a ser demasiado burgués, así que mi bisabuela cambió su nombre a Roza, como la hermosa comunista judía de la película propagandística Buscadores de la felicidad[10], que fue prohibida mucho antes de que yo naciera. Y para cuando yo nací, Rajil (o, todavía peor, Rukhl) era un nombre que la gente educada nunca pronunciaba. Y Roza había quedado reservado para las pescaderas gordas y viejas de Odessa con un lunar en el labio superior.

Además de Roza, mis padres también descartaron Regina (pretencioso), Renata (pretencioso), Rima (plebeyo), Rita (vulgar), Raisa (peor que Rita), Rina (demasiado judío), Roxana (demasiado ucraniano), Rostislava (demasiado ruso) y Raya («no me gusta y punto»).

Na Re esquiva los nombres… esquiva el resto de sonidos que me harían demasiado pretenciosa, demasiado inculta, demasiado burguesa, demasiado comunista, demasiado judía, demasiado gentil. La letra «R» no tiene una historia detrás. La letra «R» intenta no acordarse de Stalin.

Tres

Sin embargo, ninguna letra del alfabeto consigue evitar acordarse de Stalin. La represión comenzó antes de 1937 y duró hasta mucho después. A mi abuelo se lo llevaron porque era historiador.

Historia y memoria no son lo mismo. La historia debe ser escrita, confeccionada, organizada. A la memoria la meten en trenes transiberianos, como si fuera ganado; la memoria desaparece en campos de trabajos forzados; la memoria se consume y debilita por el hambre; la memoria muere congelada bajo unos troncos caídos; la memoria se funde sin dejar rastro. Mi abuelo recuerda. Se dedicó a elaborar un diccionario de sinónimos rusos en su cabeza y eso fue lo que lo mantuvo vivo. Allí no podía hacer historia. Ni pudo desde entonces.

Nieve: cellisca, escarcha, permafrost, neviza, duchas frías desnudo en la nieve (véase también «castigo»), ventisquero, aguanieve, helada, hielo, nevero, ventisca, ausencia, mi niñita está a salvo lejos de aquí, nevasca.

Nevasca que lo borra todo.

Cuatro

A mi abuelo lo liberaron en 1965. Stalin estaba muerto, y también Beria. Mi abuela, la hija de Roza, se había prostituido, o eso es lo que creía mi abuelo, porque ya no se acordaba de su niñita. Y una vez terminó de chillarle, mi abuela dejó de existir para él, fundiéndose como la ausencia sobre unos troncos, enterrada bajo Siberia, desaparecida. La historia la conforman sucesos y procesos, la historia la conforman archivos llenos de crujientes legajos. Y entrevistas mantenidas verbalmente en la seguridad del futuro, bajo la protección de un encargo rutinario y relucientes equipos grabadores. La memoria compacta el permafrost bajo la piel. Cuando la piel se funde, no nos queda nada.

Mi abuelo se marcha… no deja de marcharse; se lo llevan unas personas que vienen por la noche. Solo dicen cuatro palabras. Siempre las mismas. S vesh’ami na vykhod. Que más o menos quiere decir: «Coge tus cosas y fuera». Una bolsa pequeña. Siempre vienen a buscarte por la noche. En 1937, vinieron a por mí, pero se adelantaron unos setenta años. Debajo de la cama tengo siempre una bolsa pequeña con lo básico, por si acaso. Cigarrillos (aunque nunca he fumado): la moneda de cambio de los campos de trabajo, canjeable por comida y papel.

Mi abuelo se marcha… no deja de marcharse. En 1965 se lo llevan unas personas con abrigos fantasmales, tan familiares que se han convertido en su familia. Mi abuelo no tiene familia. Está huérfano de nieve en la que enterrarse, para así encontrar el camino de vuelta a la bolsa que tenía preparada bajo la cama, al miedo que le impedía dormir y a la calidez del aliento de mi abuela a su lado.

La historia no es así.

Cinco

Mi madre se marchó cuando yo tenía cinco años. Es arquitecta de permafrost. Cavan hondo, para poner los cimientos, dice, tan resistentes bajo la nieve que aguanten incluso cuando la Tierra vierta toda el agua, en ese gran deshielo que hará correr el dolor del pasado formando arroyos que serán absorbidos por esa Tierra de nuevo moldeable.

Ella cava buscando a su padre.

No quiere que mencionemos su nombre. Yo al menos tengo una letra. Él no tiene nada, solo los cimientos de hormigón embutidos a martillazos en el permafrost y la gente de la noche que nunca deja de venir a buscarte.

Seis

Cuando llegaron los alemanes, mi abuela cosió todas sus joyas por la parte de dentro de un edredón blanco. Tenía una docena de edredones de esos, de fondo blanco con bordados blancos de copos de nieve, flores, estrellitas… Ya antes de la evacuación preparó la bolsa con su equipaje. Salió con ella, aferrando sus tesoros (los de su madre, su tía, su abuela…), detalles comprados por enamorados, maridos y madres que habían pasado hambre para ahorrar para una esquirla de diamante, para una limadura de un reloj de oro. Por aquel entonces, te quiero significaba un trocito de arenque que permitía aguantar toda la semana, significaba pasar frío y quedarse levantado toda la noche cosiendo, para así tener un par de pantalones más que vender. Mi abuela cosió los te quieros familiares al edredón.

No quería hablar de cómo se perdió.

A veces me la imagino corriendo de noche en camisón detrás de los policías fantasma, gritando, «¡Lleváoslo!, ¡lleváoslo!», porque eso es lo que se cuenta, que debes trocar tus tesoros por tu vida, y si pasan por alto tus tesoros, se llevarán tu vida, aunque es posible que más adelante te la devuelvan, destrozada, sin recuerdos; aunque te abandonará de nuevo, y esta vez para siempre, ese vacío con forma de vida que atormenta y maldice a sus torturadores: la esposa, los hijos… los que nunca debieron existir.

O a lo mejor mi abuela entregó el edredón a cambio de pan durante la larga huida de la guerra, del lugar donde gemían las sirenas; o a lo mejor simplemente se llevó el edredón equivocado y sus te quieros se fueron hundiendo en la tierra aplastados bajo el creciente montón de cadáveres.

Cuando mi abuela murió, me dejó su alianza de boda, lo único que no acabó en el interior del edredón. La dejó con un trocito de papel que decía, «Para mi na Re».

No quiero hablar de ello.

Siete

Mi abuela quería protegerme. Me hablaba en ruso, un ruso más puro que el permafrost, rígido como el diccionario, tabla de salvación de su marido. Pero su padre, el violinista, me enseñó yiddish en secreto. «Gedenk!», me decía, ¡recuerda! Guardaba su corazón dentro de la funda del violín, listo para partir, pero nunca vinieron a por él.

Mi abuela nos encontró un día, acurrucados en el extremo del sofá, envueltos en la calidez de nuestros cuchicheos prohibidos, cosiéndonos el uno al otro a la vida con finas hebras de memoria.

Al día siguiente, mi abuela me llevó a la logopeda. Una mujer llamada Rimma, otra Rukhl malograda, como yo. «Abre la boca», me dijo con amabilidad. Y con misteriosos instrumentos que lanzaban destellos argénteos y escarchados, raspó hasta limpiarme de mi otro idioma[11].

Epílogo de pérdidas

Todo acaba desapareciendo. Alianzas de boda e idiomas. Abuelos y ropa de cama. Padres y nosotros mismos. Nombres. Incluso el recuerdo de la pérdida termina por perderse. Incluso la nieve. Incluso la piel.

Somos descuidados y torpes. Nos deslizamos por la vida, esquivando la historia, convirtiendo la memoria en volutas de humo de los cigarrillos que tenemos guardados para las inesperadas visitas nocturnas de los fantasmas. S vesh’ami na vyhod. Coge tus cosas y fuera. Cuando los policías llegaron, no me encontraron en la lista. Na Re no es un nombre. Así que cogieron mi bolsa, se llevaron mis te quieros para que pasaran hambre y frío, para que perdieran el juicio y el habla, para que trabajaran año tras año. Y el único que se quedó atrás fue el anciano violinista, un patriarca de la pérdida, con los dedos entumecidos y llorando en medio del frío.

Todo se funde. Incluso las construcciones de mi madre en las profundidades de la Tierra.

Solo aquello que no es recordado no podrá perderse jamás.

© 2012 Rose Lemberg