Walter, que había estado jugando al Rey de la montaña, vio el camión blanco más allá de la arboleda de cipreses y lo tomó como lo que era. «Se trata del camión de los abortos —pensó—. Vienen para llevarse a algún chico a un posparto allá, en el lugar donde hacen los abortos.»

Y volvió a pensar:

«Tal vez lo hayan llamado mis padres. Para mí.»

Corrió entonces y se ocultó entre las zarzamoras. Y aunque notaba los pinchazos del matorral, pensaba: «Esto es mejor que el que le sorban a uno el aire de los pulmones. Así es como lo hacen; realizan las P. P. en todos los chicos al mismo tiempo. Tienen una gran habitación, para los niños que nadie quiere.»

Después de introducirse más adentro entre las zarzamoras, Walter trató de adivinar si el camión se detenía. Oyó su motor.

—Soy invisible —murmuró en voz baja, recitando las palabras que había aprendido en el quinto grado de la escuela, y que pertenecían al Sueño de una noche de verano.

Después de eso nadie podría verle. Quizá era cierto, quizá la mágica frase servía en la vida real, de modo que la repitió otra vez:

—Soy invisible.

Pero se dio cuenta de que no era así. Aún podía verse los brazos, las piernas y los zapatos. Y comprendió que ellos, cualesquiera que fuesen, pero especialmente los hombres del camión de los abortos, podían verle asimismo. Si miraban.

Si era él a quien buscaban en esta ocasión.

Deseó ser un rey. Deseó tener polvo mágico a su alrededor, y una hermosa corona que reluciese. Deseó poder dominar a las hadas, y tener a los Puck para confiar en ellos, para pedirles consejo, incluso. Pero aun cuando fuese rey, se pelearía con Titania, su mujer.

«Eso quisiera», pensó, como el que dice algo que no es verdad.

El sol caía ardiente sobre él, y sus ojos bizquearon un poco. Pero seguía escuchando el motor del camión de los abortos, que continuaba emitiendo su sonido. Su corazón recobró las esperanzas al advertir que el sonido no se detenía. Era a otro niño, al que llevaban a la clínica de abortos, y no a él. Alguien carretera arriba.

Salió con dificultad de los matorrales, aún temblando y con arañazos en diversas partes del cuerpo. Avanzó entonces paso a paso en dirección a su casa, y mientras andaba empezó a llorar, en parte por el dolor de los arañazos, pero también por el miedo que había sentido, y el posterior alivio.

—Ah, santo cielo —exclamó su madre, al verle—. ¿Qué has estado haciendo, en nombre de Dios?

Y él respondió, tartamudeando:

—He…, he visto… el camión… de los abortos.

—¿Y creíste que era para ti?

Asintió en silencio.

—Escucha, Walter —dijo Cynthia Best, arrodillándose y cogiendo las manos temblorosas del niño—. Yo te prometo, tu padre y yo te prometemos que nunca serás enviado a la Institución del Condado. Además, tú ya eres demasiado mayor. Sólo aceptan niños hasta los doce años.

—Pero Jeff Vogel…

—Sus padres le enviaron poco antes de que se pusiera en vigor la nueva ley. No podrían haberlo hecho ahora, legalmente. Por eso no pueden llevarte. Mira, tú tienes un alma. La ley afirma que los chicos tienen un alma a partir de los doce años, por eso no pueden ir a la Institución del Condado, ¿te das cuenta? No tienes nada que temer. Cada vez que veas el camión de los abortos, piensa que es para otro, y no para ti. ¿Está eso claro? Es para otro niño, uno pequeño que aún no tiene alma, una prepersona.

Mientras miraba hacia abajo, sin mirar a su madre, el chico manifestó:

—Yo no me siento ahora como si tuviese alma. Me siento como siempre.

—Es un asunto legal —afirmó vivamente la madre—. Es algo que se refiere estrictamente a la edad. Y tú ya has pasado de los doce. La Iglesia de los Observadores consiguió que el Congreso aprobase esa ley. En realidad, aquella gente de la iglesia quería que se aprobara una edad menor; aseguraban que el alma entra en el cuerpo a los tres años, pero hubo un acta de impugnación. Lo importante es que tú estás ahora legalmente a salvo, por mucho miedo que tengas. ¿Comprendes?

—Está bien —repuso él, asintiendo con la cabeza.

—Tenías que haberte dado cuenta de eso.

Walter estalló, lleno de ira y de pena:

—No puedes saber lo que es estar esperando día tras día a que alguien venga y te meta en una jaula de alambres, dentro de un camión, y…

—Tu miedo no tiene ningún fundamento —le aseguró su madre.

—Yo vi cómo se llevaban a Jeff Vogel aquella vez. Estaba llorando, y el hombre abrió la puerta de atrás del camión, le metió dentro y volvió a cerrar.

—Eso fue hace dos años —dijo la madre, y mirándole con dureza agregó—: Eres débil. Tu abuelo te habría azotado, si te hubiese oído hablar así. Tu padre, no. Se hubiera limitado a sonreír y a decir algo estúpido. Dos años más tarde, y cuando sabes que has pasado ya la edad máxima legal…

La mujer hizo un esfuerzo por encontrar la palabra adecuada.

—Te estás degradando —dijo al fin.

—Jeff nunca volvió.

—Tal vez alguien que deseaba un niño fue a la Institución del Condado, le vio y le adoptó. Quizá ahora tenga unos padres mejores, que cuiden realmente de él. Mantienen allí a los chicos treinta días antes de eliminarlos.

Se corrigió a sí misma y dijo:

—Antes de ponerlos a dormir, quiero decir.

Walter no estaba muy tranquilo, porque sabía que «ponerlos a dormir» era un término de la Maña. Se alejó de su madre, pues no deseaba ya su consuelo. Le había desilusionado. Había demostrado cómo era ella, y la fuente de sus creencias y de sus actos. Los actos de todos ellos.

«Sé que no soy diferente respecto a hace dos años —pensó—, cuando era un niño pequeño. Si tengo ahora un alma, como dice la ley, entonces también la tenía en aquel tiempo. De lo contrario, no tenemos alma; sólo existe un horrible camión pintado, con unos alambres en las ventanillas, que se lleva a los niños que no quieren sus padres. Estos hacen uso así de la extensión de una antigua ley de aborto que permitía matar a los niños no deseados, porque no tenían “alma” o “identidad”. Los aspiraban por medio de un sistema de vacío, en menos de dos minutos.»

Un médico solía hacer hasta cien de estas operaciones al día, y era legal porque los niños no nacidos no eran «seres humanos». Eran prepersonas. Lo mismo pasaba ahora con el camión; se limitaban a establecer una edad, por anticipado, acerca del momento en que entraba el alma.

El Congreso había creado un sencillo test para establecer la edad aproximada en que entraba el alma en el cuerpo. Residía en la capacidad para resolver ciertos ejercicios de matemáticas, como los de álgebra. Hasta entonces sólo había cuerpo e instintos animales, propios del cuerpo, así como reflejos animales y respuestas a unos estímulos. Lo mismo que los perros de Pavlov cuando veían un poco de agua filtrarse bajo la puerta del laboratorio de Leningrado. «Sabían», pero no eran humanos.

«Yo sé que soy un ser humano —se dijo Walter, y observó el rostro grisáceo y severo de su madre con ojos fríos y sombríamente críticos—. Creo que soy como tú —pensó—. Vaya, resulta agradable sentirse un ser humano —siguió diciéndose—. Al menos no tiene uno miedo de que venga el camión.»

—Ya te sientes mejor —observó la madre—. He bajado tu umbral de ansiedad.

—No soy tan raro —dijo Walter.

Aquello había terminado. El camión se acababa de marchar y no se lo había llevado.

Pero volvería al cabo de pocos días. Estaba viajando continuamente.

De todas formas, disponía de algunas jornadas. Pero el volver a verle… «Si yo no hubiera sabido que sorbían el aire de los pulmones de los niños que llevan allí —pensó—. Si no hubiera sabido que los eliminan de esa forma. ¿Por qué lo hacen así?» Era más barato, le había dicho su padre. Ahorros para el contribuyente.

Pensó entonces en los contribuyentes y el aspecto que tendrían. Debían de ser gentes que mirasen con el ceño fruncido a los niños, que no respondieran a sus preguntas. Un rostro delgado, surcado de arrugas provocadas por la preocupación, y ojos movedizos. O tal vez un rostro gordo; lo uno o lo otro. Era el individuo delgado el que le atemorizaba, porque no amaba la vida. Captaba su mensaje: «Muérete, desaparece, no existas.» Y el camión de los abortos era la prueba —o el instrumento— de ello.

—Mamá —preguntó Walter—, ¿cómo se hace para cerrar una Institución del Condado? Ya sabes, la clínica de abortos, donde llevan a los niños pequeños.

—Hay que ir a hacer la petición ante la legislatura del Condado —repuso la madre.

—¿Sabes lo que pienso hacer? —agregó el chico—. Aguardaré hasta que no haya niños allí dentro, sólo empleados, y pondré una bomba incendiaria.

—¡No hables de esa forma! —manifestó la madre, severamente, y él vio en su rostro las severas arrugas del contribuyente delgado.

Eso le asustó. Su propia madre le asustaba. Los fríos y opacos ojos no reflejaban nada, como si no hubiese un alma dentro. Entonces pensó: «Eres tú quien no tiene alma; tú, con tus absurdos pensamientos.»

Después echó a correr al exterior, para ir a jugar de nuevo.

Un buen grupo de chicos había visto también el camión, y permanecían reunidos, hablando de cuando en cuando, pero casi siempre dando patadas a las piedras o a los terrones, y a veces aplastando algún bicho nocivo.

—¿A quién ha venido a buscar el camión? —preguntó Walter.

—A Fleischhacker. Earl Fleischhacker.

—¿Se lo han llevado?

—Claro que sí. ¿No oíste los gritos?

—¿Estaban sus padres en casa, en ese momento?

—No; salieron temprano diciendo que «iban a llevar a engrasar el coche».

—¿Fueron ellos quienes llamaron al camión? —preguntó Walter.

—Desde luego, así lo dice la ley. Tienen que ser los padres. Pero eran demasiado gallinas para quedarse allí cuando llegara el camión. Rayos, cómo gritaba. Creo que tú estabas demasiado lejos para oírlo, pero gritaba a más no poder.

—¿Sabéis lo que debiéramos hacer? —dijo Walter—. Poner una bomba en el camión y eliminar al conductor.

Todos los demás chicos le miraron desdeñosamente. Uno de ellos aseguró:

—Te encerrarían en el manicomio para toda la vida, si hicieras eso.

—A veces hacen eso —corrigió Pete Bride—, pero en otras ocasiones te cambian la personalidad y te dan una nueva, socialmente aceptable.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—Tú tienes doce años; estás a salvo.

—Pero imaginad que cambiaran la ley.

Fuera como fuese, Walter no se sentía realmente seguro. El camión seguía llevándose a otros, y eso le asustaba. Pensó en los chicos pequeños que se encontraban ahora en la Institución, mirando a través de la valla hora tras hora, día tras día, aguardando y marcando el paso del tiempo, y deseó que llegase alguien a adoptarlos.

—¿Has estado allí alguna vez, en la Institución del Condado? —le preguntó a Pete Bride—. Aquellos pequeños, como criaturas algunos de ellos, a veces sólo tienen un año y no saben lo que les aguarda.

—A los más pequeños los adoptan —afirmó Zack Yablonski—. Son los mayores los que no tienen probabilidades. Los de la Institución hablan a la gente que llega y montan una comedia, como si fueran chicos agradables. Pero la gente sabe que no estarían allí si no fueran, bueno, indeseables.

—Podríamos pincharle los neumáticos —dijo Walter, cuya cabeza seguía trabajando.

—¿Al camión? Eh, ¿y no sabéis que echando una bola de naftalina en el tanque del combustible, al cabo de una semana el motor no funciona? Podríamos hacer eso.

Dijo Ben Blaire:

—Pero entonces se echarían encima de nosotros.

—Ya lo hacen ahora —manifestó Walter.

—Creo que debiéramos poner una bomba incendiaria en el camión —intervino Harry Gottlieb—. Pero imaginad que hay chicos dentro. Se quemarían con el camión. Este recoge, no lo sé muy bien, unos cinco niños al día de distintas partes del condado.

—¿Sabéis que también se llevan perros? —manifestó Walter—. E incluso gatos. Dedican el camión a eso una vez por mes. Le llaman entonces el camión corral. Lo demás es igual: meten a los animales en una gran cámara, les sorben el aire de los pulmones y se mueren. ¡Hacen eso hasta con los animales! ¡Con los animales pequeños!

—Lo creeré cuando lo vea —dijo Harry Gottlieb, con una expresión burlona en el rostro—. Un camión que se lleva a los perros…

Sin embargo, él sabía que era cierto. Walter había visto el camión corrai en dos ocasiones distintas. «Gatos, perros, y sobre todo nosotros —pensó sombríamente—. Claro está que si empiezan con nosotros, es natural que se lleven a los animalillos de la gente, también. No hay tanta diferencia, al fin y al cabo.» Pero ¿qué clase de persona haría eso, aunque sea legal? «Algunas leyes han sido hechas para respetarlas, y otras para quebrantarlas», recordó haber leído en un libro. «Tendremos que poner una bomba al camión lo primero —se dijo—. Eso es lo peor, el camión.»

¿Por qué, se preguntó Walter, cuanto más desvalida es una criatura, más quieren eliminarla algunas personas? Es como un crío en la matriz. Los primeros abortos, los «prepartos», las «prepersonas», como los llamaban ahora. ¿Cómo podrían defenderse por sí solos? ¿Quién hablaría por ellos? Todas esas vidas, un centenar por médico cada día… Todos desvalidos, silenciosos, y luego todos muertos.

«Los muy malditos —pensó—. Por eso lo hacen, porque saben que pueden hacerlo. Se aprovechan de su poder. Y así, una cosa pequeña que deseaba ver la luz del día, queda vaciada en menos de dos minutos. Y entonces el médico se dedica a la persona siguiente.»

Tendría que haber una organización, parecida a la Mafia, siguió reflexionando. Liquidación de asesinos, o algo así. Un hombre con un contrato se acerca a uno de esos médicos, extrae un tubo y sorbe al médico en el interior del mismo, donde queda encogido como un niño sin nacer. Sería entonces un feto de médico, con un estetoscopio del tamaño de una cabeza de alfiler. Se echó a reír al pensar en eso.

Los niños parecen no saber nada, pero lo saben todo. Demasiado, a veces. El camión de los abortos, mientras avanzaba, iba tocando una canción alegre:

Jack y Jill

subieron al monte

por un cubo de agua.

Era una grabación que emitía el sistema sonoro del camión, el cual había sido creado especialmente por Ampex para GM. La canción resonaba a todo volumen cuando el vehículo no se dedicaba a una captura. Pero en este caso, el conductor interrumpía la emisión y el camión se deslizaba en silencio hasta que hallaba la casa correspondiente. Una vez que tenía al niño no deseado en la parte trasera del camión, o bien regresaba a la Institución del Condado, o iniciaba otra recogida de una prepersona, el chófer volvía siempre a poner la canción:

Jack y Jill

subieron al monte

por un cubo de agua.

Hablando para sus adentros, Oscar Ferris, el conductor del camión Número Tres, terminó la tonada: «Jack cayó y se rompió la testa, y Jill le siguió dando tumbos.» «¿Qué demonios sería la testa?», se preguntó Ferris. «Probablemente alguna parte privada», pensó sonriendo. «Tal vez Jack estuvo jugando con aquello, o bien Jill, o los dos a la vez. ¿A buscar agua? Un jamón —se dijo—. Sé muy bien a qué fueron al bosque. Lo malo es que Jack se cayó, y se le rompió la cosa.»

—Mala suerte, Jill —dijo en voz alta, mientras conducía hábilmente su camión, que tenía ya cuatro años, por las sinuosas curvas de la carretera Número Uno de California.

«Los chicos son así —pensó Ferris—. Sucios y acostumbrados a jugar con cosas sucias.»

Aquello era campo abierto, y numerosos niños aislados deambulaban por las quebradas y los descampados. Ferris mantuvo el ojo avizor, y como había previsto, hacia su derecha escapó un pequeño, de unos seis años, que trataba de esconderse. Ferris pulsó en seguida el botón que activaba la sirena del camión. El niño quedó inmovilizado por el miedo y aguardó hasta que el vehículo, que aún emitía las notas de Jack y Jill, se acercó a él y se detuvo.

—Enséñame tu tarjeta A —le dijo Ferris sin salir del camión.

El conductor sacó un brazo por la ventanilla, para que se viera su uniforme color castaño y la insignia, símbolo de su autoridad.

El chiquillo estaba muy flaco, como muchos escapados, pero, por otra parte, usaba gafas. Rubio, con pantalones vaqueros y camisa de algodón, se quedó mirando lleno de pavor a Ferris, sin acertar a hacer movimiento alguno para sacar su documentación.

—¿Tienes la tarjeta A, o no? —inquirió Ferris.

—¿Qué…, qué es…, es una tarjeta A?

Con su tono oficial, Ferris explicó al chico sus derechos bajo la ley:

—Tu padre, o bien tu tutor, llena un Formulario 36 W, que es una declaración formal de Aprobación, por la que se te considera persona aceptable. ¿Tienes eso? Si no lo tienes, te conviertes en un descarriado, aun cuando tus padres quieran tenerte con ellos. Se les impone una multa de quinientos dólares.

—Ah —dijo el pequeño—; bueno, la he perdido.

—Entonces tendrán una copia en los archivos. Hacen micro fotografías de esos documentos. Te llevaré dentro…

—¿A la Institución del Condado? —preguntó el niño, y sus delgadas piernecillas temblaron de pavor.

—Tienen treinta días para reclamarte, llenando el Formulario 36 W. Si no lo hacen para entonces…

—Mi madre y mi padre nunca se ponen de acuerdo. Ahora estoy con mi padre.

—Pero no te ha entregado una tarjeta A para que te identifiques.

Montado transversalmente en la cabina del camión se hallaba un fusil. Siempre había la posibilidad de que surgieran complicaciones cuando recogía algún descarriado. Con aire reflexivo, Ferris echó un vistazo al arma. Sólo la había utilizado cinco veces durante su carrera de agente de la ley. El arma podía desintegrar en moléculas a un hombre.

—Tengo que llevarte dentro —dijo, abriendo la puerta del camión y sacando las llaves—. Ahí hay otros chicos, de modo que podéis haceros compañía.

—No —dijo el niño—, no voy a entrar.

Parpadeando, el pequeño se enfrentó a Ferris, tozudo y rígido como una piedra.

—Vaya, probablemente has oído un montón de historias acerca de la Institución del Condado. Son todo mentiras de los muy malditos, eso de que os hacen dormir. Cualquier muchacho de aspecto normal es adoptado. Os cortamos el pelo y os acicalamos para que tengáis un aire agradable. Deseamos encontraros una casa. Esa es la verdadera idea. Tan sólo unos pocos, los que, bueno, los que están enfermos mental o físicamente… En cuanto a ti, alguna persona bien situada te adoptará en un minuto, ya lo verás.

»Entonces no tendrás que ir por ahí solo, sin padres que te guíen. Tendrás nuevos padres, y escucha bien esto, pagarán bastante por ti, de modo que se tomarán mucho interés en cuidarte. Demonios, incluso van a inscribirte. ¿Lo ves? Se trata de un alojamiento temporal, el lugar a donde vamos a llevarte ahora. Un sitio donde puedan ir a buscarte tus futuros padres.

—Pero si no me adopta nadie en el plazo de un mes…

—Demonios, también puedes caerte desde un risco aquí, en Big Sur, y matarte. Pero no te preocupes. La oficina de la Institución se pondrá en contacto con tus padres actuales, y lo más probable es que acudan con el Formulario de Aprobación dentro de poco, incluso hoy mismo. Mientras tanto, te darás un paseo y conocerás a muchos otros muchachos. Por otra parte…

—No —dijo el niño.

—Te informo —declaró Ferris, con tono diferente— que soy un funcionario del Condado.

Así diciendo, abrió la puerta del camión, saltó fuera y enseñó la insignia de metal al chico.

—Soy el Agente de Paz Ferris, y te ordeno que entres en la parte trasera del camión.

En ese momento se aproximó un hombre alto, que andaba con aire cansino. Lo mismo que el niño, usaba pantalones tejanos y una camisa de algodón, aunque no llevaba gafas.

—¿Es usted el padre del chico? —preguntó Ferris.

Con voz ronca, el hombre inquirió a su vez:

—¿Se lo lleva a la jaula?

—Lo consideramos como un refugio para la protección de los niños —aseguró Ferris—. El término «jaula» es propio de una jerga de hippies, y deforma deliberadamente el cariz de nuestra misión.

—Tiene usted niños encerrados en esa jaula, ¿no es cierto?

—Me gustaría ver su tarjeta de identidad —dijo Ferris—. Dígame también si ha sido detenido anteriormente.

—¿Detenido y hallado inocente, o detenido y hallado culpable?

—Conteste a mi pregunta, señor —ordenó Ferris, enseñando su carnet negro de identificación, el que enseñaba a los adultos para que le reconociesen como Agente de Paz del Condado.

Ferris insistió:

—Veamos, ¿quién es usted? Vamos, enseñe su tarjeta de identidad.

—Me llamo Ed Gantro —repuso el hombre—, y estoy fichado. Cuando tenía dieciocho años robé cuatro cajas de «Coca-Cola» de un camión estacionado.

—¿Le detuvieron en el momento del robo?

—No; cuando fui a devolver las botellas vacías para cobrar los envases. Entonces me detuvieron. Estuve en la cárcel seis meses.

—¿Tiene usted una tarjeta de Aprobación para el niño aquí presente? —preguntó Ferris.

—No podemos gastar los noventa dólares que cuesta.

—Bueno, ahora le costará quinientos. Tenía que haberla sacado a su debido tiempo. Le aconsejo que hable con un abogado.

Ferris avanzó hacia el niño, diciéndole con tono oficial:

—Será mejor que te reúnas con los otros jóvenes que hay en la sección posterior del vehículo.

Luego se dirigió al hombre y le dijo:

—Pídale que haga lo que se le ha ordenado.

El hombre vaciló un momento y manifestó:

—Tim, entra en el maldito camión. Buscaremos un abogado y sacaremos la tarjeta A para ti. No se adelanta nada con crear desórdenes. Desde el punto de vista legal eres un descarriado.

—Un descarriado —repitió el niño, mirando a su padre.

—Exactamente —terció Ferris—. Tiene usted treinta días, señor, ya lo sabe, para elevar la…

—¿También cogen gatos? —preguntó el chico—. ¿Hay gatos ahí dentro? A mí me gustan mucho los gatos.

—Yo sólo me ocupo de casos P. P., como el tuyo —dijo Ferris, y con una llave abrió la puerta trasera del vehículo, después de lo cual añadió—: Trata de no hacer tus necesidades ahí dentro. El olor resulta insoportable, y no hay forma de quitar las manchas.

El niño no pareció comprender lo que le decían, y miró perplejo a su padre y luego a Ferris.

—No hagas lo que en el lavabo, mientras te encuentres en el camión —le explicó su padre—. Quieren conservarlo limpio, porque así gastan menos dinero.

Dijo estas últimas palabras con acento colérico y sombrío.

—A los perros y gatos sin dueño —explicó Ferris— se les dispara cuando se los ve, o se les da cebo envenenado.

—Ah, sí, ya conozco ese asunto —declaró el padre del chico—. El animal come durante una semana, y luego se desangra por dentro.

—Sin ningún dolor —apuntó Ferris.

—No es mucho mejor, que aspirarles el aire de los pulmones, ¿verdad? —dijo Ed Gantro—. Esto último supone asfixiarlos en masa.

—Bueno, con los animales, las autoridades del Condado…

—Me refiero ahora a los niños, como Tim.

Su padre permaneció detrás del pequeño, y ambos miraron hacia el interior del vehículo. Dos formas oscuras se apreciaban tenuemente, encogidas y con el mayor aspecto de desesperación.

—¡Fleischhacker! —exclamó Tim—. ¿No tenías una tarjeta A?

—Debido a la falta de materias primas y de combustibles —estaba explicando Ferris al padre de Tim—, es necesario cortar radicalmente el crecimiento de la población. De lo contrario dentro de diez años no habrá comida para nadie. Esta es una fase de…

—Yo tenía una tarjeta A —aseguró Earl Fleischhacker—, pero mis padres me la quitaron. Ya no me quieren, así que después de retirármela llamaron al camión de los abortos.

Tenía la voz gangosa. Era evidente que había estado llorando.

—¿Y cuál es la diferencia entre un feto de cinco meses y lo que tenemos aquí? —proseguía diciendo Ferris—. En ambos casos lo que se tiene es una criatura a la que no se quiere. Simplemente, han ampliado el alcance de esa ley.

El padre de Tim le miró y dijo:

—¿Está usted de acuerdo con esa ley?

—Bueno, eso corresponde a Washington, y lo que deciden contribuirá a resolver nuestras necesidades en estos días de crisis —aseguró Ferris—. Yo sólo ejecuto sus edictos. Si esa ley cambiase… demonio, me vería acarreando cajas vacías de leche para el nuevo proceso de elaboración, o algo parecido, y de todas formas me sentiría igualmente feliz.

—¿Igualmente feliz? —inquirió el padre del chico—. Entonces disfruta usted con este trabajo, ¿verdad?

Ferris dijo maquinalmente:

—Me ofrece la oportunidad de moverme mucho y de conocer a bastante gente.

—Está usted loco —dijo Ed Gantro, el padre de Tim—. Este plan del aborto de posparto y de las leyes de aborto anteriores al mismo, por las que un niño no nacido carecía de derechos legales, merecía ser extirpada como un tumor. Vea en lo que ha quedado. Si se puede matar a un niño no nacido sin el debido proceso, ¿por qué no hacerlo con uno que ya ha nacido? Lo que yo veo de común en ambos casos es la impotencia. El organismo al que se da muerte no tiene oportunidad ni capacidad para defenderse. ¿Sabe una cosa? Voy a pedirle que me meta ahí dentro también, en la parte trasera del camión, con los tres chicos.

—Pero es que el presidente y el Congreso han declarado que cuando se ha cumplido los doce años ya se tiene un alma. No puedo llevarle. No sería legal.

—Yo no tengo alma —aseguró el padre de Tim—. Cumplí los doce años y no me ocurrió nada. Lléveme usted, a menos que encuentre mi alma.

—¡Vaya! —exclamó Ferris.

—Sí, a menos que pueda enseñarme mi alma —insistió Ed Gantro—; a menos que pueda localizarla. De lo contrario, lléveme, porque no soy distinto de esos niños.

—Tendré que utilizar la radio para ponerme en contacto con la Institución del Condado y ver lo que dicen —manifestó Ferris.

—Hágalo —dijo el padre de Tim, que subió trabajosamente a la parte posterior del camión, y ayudó luego a Tim a hacer lo propio.

Junto con los otros dos chicos aguardaron mientras el Agente de Paz Ferris, tras establecer su identificación oficial, hablaba por la radio.

—Tengo aquí a un varón de raza blanca —decía Ferris por el micrófono—, de aproximadamente treinta años. Insiste en que debe ser trasladado a la Institución del Condado con su hijo. Asegura no tener alma, lo cual le coloca en la categoría de los menores de doce años. No llevo conmigo nada, ni conozco prueba alguna para detectar la presencia de un alma. Al menos, no sé de nada que resultase satisfactorio ante un tribunal. De todas formas, creo que tal vez pueda solucionar algunos problemas de álgebra. Parece tener una mente inteligente, pero…

—Afirmativo, en cuanto a traerle aquí —declaró la voz del superior del agente, por el emisor receptor—. Nosotros trataremos con él.

—Le atenderán en la Institución —dijo Ferris al padre de Tim, el cual estaba en cuclillas junto a las otras tres pequeñas figuras en la parte posterior del vehículo.

Ferris cerró de un golpe la puerta, la aseguró con llave —precaución excesiva, pues los chicos iban ya asegurados con fajas electrónicas— y puso en marcha el camión.

Jack y Jill subieron al monte

por un cubo de agua.

Jack cayó y se rompió la testa.

Sin duda iban a romperle la testa a alguien, pensó Ferris mientras conducía por la sinuosa carretera; y ése no iba a ser él, precisamente.

—No sé nada de álgebra —oyó que decía el padre de Tim a los tres niños—. De modo que no puedo tener alma.

El chico Fleischhacker dijo con voz llorosa:

—Yo sí sé álgebra, pero sólo tengo nueve años. ¿De qué me vale, entonces?

—Eso es lo que voy a usar como argumento en la Institución —prosiguió diciendo el padre de Tim—. Hasta las divisiones largas resultan complicadas para mí. Así que no tengo alma. Estoy bien aquí con vosotros tres, pequeños.

Ferris dijo en voz alta, hablando con los que estaban atrás:

—No quiero que ensucien el camión, ¿comprendido? Nos cuesta…

—No me lo diga —manifestó el padre de Tim—, porque no lo comprendería. Resulta para mí demasiado complicado, eso de los beneficios, gastos, prorrateo y otros términos fiscales semejantes.

«Vaya, tengo un problema ahí atrás», pensó Ferris y se alegró de haber montado el fusil y de tenerlo cerca.

—Ya saben que el mundo se está quedando sin materias primas —añadió el agente en voz alta—. No hay combustible, ni pan, ni carne. Es necesario conservar bajo el nivel de la población. Y los problemas de la píldora…

—Ninguno de nosotros sabe nada de eso —le interrumpió el padre de Tim.

Irritado al sentir que podían estar burlándose de él, Ferris dijo:

—Un cese del crecimiento de la población; ésa es la respuesta a ja carencia de energía y de alimentos. Es lo mismo… bueno, casi lo mismo que cuando introdujeron el conejo en Australia. No tenía enemigos naturales, y de ese modo se multiplicó desmedidamente, como las personas…

—Comprendo lo que es multiplicación —aseguró Ed Gantro—, y también suma y resta. Pero eso es todo.

«Cuatro conejos locos ahí atrás —pensó Ferris—. La gente contamina el medio natural —siguió diciéndose—. ¿Qué aspecto tendría aquella parte del país antes del predominio del hombre? Bueno, con los abortos de posparto en todos los condados de Estados Unidos, tal vez lleguemos a ver un día semejante. Quizá podamos contemplar de nuevo una tierra virgen.

»Nosotros —se dijo—. Pero sospecho que no habrá ningún nosotros. Quiero decir, que unas computadoras gigantes y sensibles observarán el paisaje con sus cámaras y receptores de vídeo, y hallarán agradable el panorama.»

El pensamiento no le alegró demasiado.

—¡Tengamos un aborto! —declaró Cynthia llena de excitación, cuando entraba en su casa con los brazos llenos de sintocomestibles—. ¿No te parece bonito? ¿No resulta interesante?

Su marido, Ian Best, contestó secamente:

—Pero antes será necesario que quedes embarazada. De modo que concierta una entrevista con el doctor Guido, eso me costará sólo cincuenta o sesenta dólares, y que te saque el IUD.

—Quizá si… —se interrumpió, y movió alegremente su cabello fuerte y oscuro, y añadió después—: Probablemente no va bien desde el año pasado, de modo que tal vez esté ya encinta.

—Puedes insertar un anuncio en Prensa Libre que diga: «Se desea hombre para pescar IUD con gancho de percha.»

—Pero tienes que comprenderlo —declaró Cynthia, siguiendo a su marido hasta el armario empotrado, donde él colgó la corbata, exponente de su categoría, y la chaqueta, símbolo de su nivel social—; eso está de moda ahora, lo de tener un aborto. ¿Qué te parece, lo tenemos? Ahora tenemos a Walter. Pero cada vez que viene alguien de visita y le ve, sé que estará preguntándose: «¿De dónde lo has sacado?» Resulta molesto. Por otra parte, la clase de abortos que hacen ahora, para mujeres en la primera etapa del embarazo, sólo cuestan cien dólares… ¡El precio de cuarenta litros de gasolina! Y puede uno hablar de eso prácticamente con todo el mundo que venga, durante horas y horas.

Ian volvió hacia ella el rostro y dijo con voz monótona:

—¿Piensas conservar el embrión? ¿Vas a traerlo a casa en una botella, o pulverizado con una pintura luminosa especial, a fin de que reluzca por la noche como una lamparilla?

—¡Y del color que uno quiera!

—¿El embrión?

—No, la botella y el color del líquido. Es una solución preservativa, de modo que se trata de una adquisición para toda la vida. Incluso la entregan con una garantía escrita, según creo.

Ian se cruzó de brazos para mantener la calma: posición estado alfa.

—¿Sabes que hay gente que quiere tener un hijo —manifestó él—, aun cuando sea un chico torpe? ¿Sabes que los hay que van a la Institución del Condado semana tras semana, en busca de una criatura recién nacida? Ya conoces esas ideas; ha habido un pánico mundial acerca de la superpoblación. Nueve billones de seres humanos hacinados como ratones en los bloques de casas de cada ciudad. Bueno, si eso continuara… Pero lo que ocurre ahora es que no hay bastantes niños. ¿Acaso no ves la televisión, ni lees el Times?

—Es un fastidio —repuso Cynthia—. Por ejemplo, hoy llegó Walter a casa asustado porque había visto pasar el camión de los abortos. Es un fastidio tener que cuidarse de él. Para ti es fácil, porque vas a tu trabajo, pero yo…

—¿Sabes lo que me gustaría hacer con ese camión Gestapo de abortos? Pues llevarme a dos viejos amigos de las juergas de antes, armados con barras, y apostarnos a los lados de la carretera. Entonces, cuando el carromato pasara…

—Es un furgón con aire acondicionado, no un carromato.

El hombre la miró irritado y luego se encaminó al bar de la cocina para prepararse una bebida. Se decidió por un whisky escocés. Whisky escocés con leche. Eso sería un buen aperitivo para la cena.

Mientras preparaba la bebida, entró su hijo Walter con el semblante extrañamente pálido.

—El camión de los abortos pasó por aquí hoy, ¿no es cierto? —preguntó Ian.

—Creí que tal vez…

—Es imposible. Aunque tu madre y yo viéramos a un abogado y quisiéramos redactar un documento legal, un formulario anti-A, ya tienes demasiada edad. De modo que puedes quedarte tranquilo.

—Ya lo sé —dijo Walter—, pero…

—No trates de saber por quién dobla la campana; ésta no dobla por ti —citó Ian, incorrectamente—. Escucha, Walt, déjame que te diga una cosa.

El padre tomó un prolongado trago de whisky con leche, y prosiguió diciendo:

—El nombre de todo eso es matar. Matarlos cuando tienen el tamaño de una uña, o de una pelota de béisbol, o más adelante. Aspirar el aire de los pulmones a un chico de diez años y dejarle morir. Hay cierto tipo de mujeres que abogan por eso. Suele llamárselas «hembras castradoras». Quizá una vez fuera ése el término adecuado. Pero lo cierto es que esas mujeres, esas frías y duras mujeres, no sólo quieren que… Bueno, van contra todo chico u hombre; los quieren muertos, y no sólo la parte que hace de ellos un varón. ¿Comprendes?

—No —repuso Walter, aunque entreveía tenuemente algo confuso y espantoso.

Otro sorbo a su bebida, y Ian continuó:

—Y ocurre que tenemos a una de ésas viviendo aquí justamente, Walter. Aquí, en nuestra casa.

—¿Qué tenemos aquí en casa?

—Lo que los psiquiatras suizos llaman una kindermörder —manifestó Ian, eligiendo deliberadamente un término que resultaba incomprensible para su hijo; y agregó después—: ¿Sabes qué podemos hacer? Tú y yo podemos tomar un coche «Amtrak» y dirigirnos hacia el norte, siempre hacia el norte hasta que lleguemos a Vancouver, en la Columbia Británica. Tomaríamos allí un transbordador hasta la isla de Vancouver y nunca volverían a vernos por aquí.

—Pero ¿y mamá?

—Le enviaría todos los meses un cheque. Con eso sería muy feliz.

—Hace mucho frío allí, ¿no es cierto? —dijo Walter—. Quiero decir que apenas si hay combustible, y usan…

—Bah, es poco más frío que San Francisco. De todos modos, ¿te da miedo tener que ponerte varios jerseys, y sentarte junto al fuego? ¿Lo que has visto hoy ha llegado a asustarte de ese modo?

—Sí —contestó el niño, sombríamente.

—Podríamos vivir en una islita cercana a la isla de Vancouver, y procurarnos nuestra propia comida. Podrás plantar lo que quieras, para que crezca. El camión no llegará hasta allí. No volverás a verlo. Tienen leyes distintas. Las mujeres de esa tierra son diferentes. Conocí a una chica, cuando estuve allí hace bastante tiempo. Tenía el pelo moreno y largo, fumaba cigarrillos «Players» continuamente, no comía nada y no dejaba de hablar. Por aquí estamos viendo una civilización en la cual las mujeres desean destruir su propio…

Ian se interrumpió cuando su mujer entró en la cocina.

—Si continúas bebiendo eso —le dijo ella—, vas a echarlo todo a perder.

—Está bien —manifestó Ian, irritado—. ¡Está bien!

—No me grites —dijo Cynthia—. He pensado que sería una gran cosa, si nos llevas fuera a cenar. Dal Rey dijo en la televisión que tienen filetes para los que lleguen temprano.

—Lo que tienen son ostras crudas —replicó Ian, arrugando la nariz.

—Espléndido —aseguró Cynthia—. Con media concha y servidas sobre hielo. Adoro las ostras. ¿Te parece bien, Ian? ¿Está decidido?

Ian explicó a su hijo Walter:

—Ciertas clases de ostras tienen todo el aspecto de lo que el cirujano…

Se interrumpió y guardó silencio. Cynthia le miró airadamente, y el chico pareció desconcertado.

—Está bien —dijo Ian—. Pero yo pediré el filete.

—Yo también —terció Walter.

Una vez que hubo terminado su bebida, Ian manifestó más serenamente:

—¿Cuándo fue la última vez que hiciste una cena para los tres aquí en casa?

—Os hice orejas de cerdo con arroz el viernes —aseguró la mujer—. La mayor parte de la cena se fue a la basura porque era algo nuevo, no el menú tradicional. ¿Te acuerdas de eso, querido?

Ignorando el sarcasmo de su mujer, Ian añadió, dirigiéndose a su hijo:

—Claro está que también ese tipo de mujer se encuentra a veces, a menudo, incluso, por aquellas tierras. Ha existido en todas las épocas y todas las culturas. Pero como Canadá no tiene leyes que permitan el posparto… —se interrumpió y dijo, ahora a su mujer—: Es la leche, la que me hace hablar. Ahora la adulteran con azufre. No prestes atención a lo que digo, o entabla juicio contra alguien. Lo que prefieras.

Cynthia le observó y repuso:

—Ya estás pensando en otra de tus fantasías, como de escapar, ¿verdad?

—Los dos —intervino Walter—. Papá piensa llevarme con él.

—¿Adónde? —preguntó Cynthia, sin conceder mucha importancia al asunto.

—Hasta donde lleguemos por la ruta del Amtrak —aseguró el marido.

—Vamos a ir a la isla de Vancouver, en Canadá —explicó Walter.

—¿Ah, sí? —dijo Cynthia.

Después de una pausa, Ian declaró:

—Es cierto.

—¿Y qué demonios pensáis que voy a hacer cuando os hayáis marchado? ¿Buscarme clientes en el bar cercano? ¿Cómo voy a pagar todo lo que…?

—Te enviaré por correo los cheques —dijo Ian—. De bancos importantes.

—Claro. Seguro que lo harás.

—Puedes venir con nosotros —añadió el marido—. Podrás capturar peces zambulléndote en la English Bay, para luego matarlos a mordiscos con tus agudos dientes. Serías capaz de aniquilar todos los peces de la Columbia Británica de la noche a la mañana. Aquellos pobres peces, preguntándose vagamente lo que pudo haber sucedido… Nadando en cierto momento, y en seguida este… ogro, este monstruo destructor de peces, con un ojo único y luminoso en el centro de la frente, cae sobre ellos y los tritura hasta reducirlos a pulpa. Pronto surgiría una leyenda. Las noticias como ésas no tardan en divulgarse. Al menos se divulgarán entre los pocos peces que queden.

—Sí, papá —dijo Walter—; pero supón que no quedasen peces supervivientes.

—Entonces todo habría sido en vano, excepto para el placer personal de tu madre, al haber dado muerte a mordiscos a toda una forma de vida de la Columbia Británica, donde la pesca es la industria más importante, y donde tantos otros animales dependen de los peces para su supervivencia.

—En tal caso, toda la gente de la Columbia Británica quedaría sin trabajo —apuntó Walter.

—No —declaró su padre—. Meterían en latas los pescados muertos y los venderían a los norteamericanos. ¿Ves, Walter? En épocas anteriores, antes de que tu madre la emprendiera a mordiscos hasta matar a todos los peces de la Columbia Británica, los sencillos rústicos permanecían en las orillas con un palo en la mano, y cuando pasaba nadando un pez, le daban en la cabeza. De modo que esto creará trabajo, en lugar de quitarlo. Millones de latas, adecuadamente etiquetadas…

—¿No te das cuenta —dijo Cynthia, con calma— que el chico se cree todo lo que le dices?

—Lo que le cuento es la verdad.

Lo era, aunque en sentido literal no lo pareciese, pensó Ian, y añadió, dirigiéndose a su mujer:

—Os llevaré a cenar. Coged vuestros vales de racionamiento, y tú ponte esa blusa azul de punto que deja ver tus ubres. De ese modo llamarás tanto la atención que tal vez no se acuerden de pedirnos los vales.

—¿Qué significa ubre? —preguntó Walter.

—Es algo que está pasando rápidamente de moda —aseguró el padre—. Lo mismo que el «Pontiac GTO». Sólo vale como ornamento para ser admirado y manoseado. Su verdadera función desaparece.

«Lo mismo que nuestra raza —pensó Ian—, una vez que se dé vía libre a los que quieren destruir a los niños por nacer, en otras palabras, a los seres más desvalidos que existen.»

—La ubre —dijo Cynthia severamente a su hijo— es una glándula mamaria que poseen las hembras y con la que proporcionan leche a sus hijos.

—Generalmente son dos —añadió Ian—. La ubre operativa y la de reserva, para el caso de que se produzca un fallo de funcionamiento en la operativa. Sugiero que se elimine un paso en toda esta manía abortiva de prepersonas. Lo mejor sería enviar todas las ubres del mundo a la Institución del Condado. La leche, si la hubiera, les sería aspirada por medios mecánicos, desde luego. De ese modo las ubres quedarían inútiles y vacías, y las criaturas morirían naturalmente, privada de la fuente principal de nutrición.

—Pero hay fórmulas parecidas, como el «Similactis» y otras —aseguró Cynthia—. Bueno, voy a cambiarme para que podamos ir a cenar.

Así diciendo, dio media vuelta y se dirigió a su dormitorio.

—¿Sabes? —dijo Ian a su mujer, ya en la otra habitación—. Si hubiera una forma de que pudieras hacerme clasificar como prepersona, me enviarías allí, a la Institución del Condado.

Y pensó que no sería el único marido de California que iría a tal sitio. Le acompañarían muchos otros, en parecida situación que él.

—Vaya, no me parece mal plan —oyó decir a Cynthia, cuya voz llegó débilmente, lo cual demostró que le había oído.

—No se trata sólo de un odio hacia los indefensos —aseguró Ian Best—. Hay algo más en ello. Hay odio, pero ¿a qué? ¿A todo lo que se desarrolla?

«Los debilitáis —se dijo Ian—, antes de que sean lo bastante grandes como para tener músculos, y experiencia y habilidad para la lucha; lo bastante grandes como soy yo respecto a ti, con mi musculatura y mi peso plenamente desarrollados. Es mucho más fácil cuando la otra persona —debiera decir prepersona— se encuentra flotando y soñando en el líquido amniótico, y no sabe nada acerca de la forma de defenderse.

»¿Adónde se habrán ido las virtudes maternas? —se preguntó Ian—. Esas virtudes por las cuales las madres protegían especialmente todo aquello que era pequeño, débil e indefenso, ¿dónde habrán ido?

»Nuestra sociedad competitiva es así —pensó—. La supervivencia de los fuertes. No de los aptos, sino sólo de los que tienen el poder. Y no iban a rendirse a la siguiente generación. Era el poder y la maldad de lo antiguo contra la impotencia y la debilidad de lo nuevo.»

—Papá —dijo Walter—. ¿De verdad iremos a la isla de Vancouver, en Canadá, y plantaremos plantas para alimentarnos, y no tendremos nada que temer?

Como si hablase consigo mismo, Ian manifestó:

—Lo haremos en cuanto tenga el dinero necesario.

—Ya sé lo que significa eso. Es como decir siempre «lo haremos mañana». No vamos a ir, ¿verdad? —dijo el chico, y miró expectante a su padre—. Ella no nos dejará hacerlo. No querrá que abandone la escuela, ni nada de eso. Siempre se sale con la suya, ¿no crees?

—Llegará el día —aseguró Ian, con aire decidido—. Tal vez no sea este mes, pero llegará la ocasión, te lo prometo.

—¿Y dices que no hay camiones de abortos allí?

—No, ninguno. Las leyes canadienses son diferentes.

—Haz que sea pronto, papá, por favor.

El hombre se preparó un segundo whisky con leche y no contestó. Tenía el rostro sombrío y triste, casi como si estuviese a punto de llorar.

En la parte trasera del camión de los abortos los tres niños y el adulto se bamboleaban y sacudían por efectos de la marcha del vehículo. En una ocasión cayeron contra el alambre de contención que les separaba y el padre de Tim Gantro sintió una honda desesperación al verse alejado de aquel modo de su propio hijo. Una pesadilla durante el día, pensó el hombre. Enjaulados como animales. El noble gesto no había hecho más que crear más sufrimientos; para él, precisamente.

—¿Por qué dices que no sabes álgebra? —le preguntó Tim, de pronto—. Sé que haces cálculos y sabes trigo… no sé qué. Has estudiado en la Universidad de Stanford.

—Quiero demostrar —repuso el padre— que o tienen que matarnos a todos o a ninguno. Pero sin dividirnos con esas líneas burocráticas, como «cuando el alma entra en el cuerpo». ¿Qué clase de concepto es ése, en nuestros días? Es algo medieval.

A decir verdad, pensó, se trata de un pretexto, un pretexto para abusar de los desvalidos. Y él no era un desvalido. El camión de los abortos había recogido a un adulto plenamente desarrollado, con todos sus conocimientos y su astucia. «¿Cómo actuarán conmigo? —se preguntó—. Evidentemente, poseo lo mismo que los demás hombres. Si ellos tienen alma, yo también. Si no la tienen, yo tampoco. Pero ¿con qué base fundada pueden “ponerme a dormir”? No soy débil ni pequeño. No soy un niño sin conocimientos ni falta de experiencia, que se inclina inerme. Puedo argumentar y responder a las sutilezas legales ante los mejores abogados del Condado. Ante el mismo fiscal del distrito, si es necesario.

»Si me pisotean —se dijo—, tendrán que pisotear a todo el mundo, sin excluirse ellos mismos. Y eso no es todo. Este es un juego de pillos por el cual los que están arriba, los que ya están en posesión de los puestos económicos y políticos, mantienen a los jóvenes lejos del juego… matándolos, si es necesario. Hay en esta tierra un odio de los adultos contra los más jóvenes. Odio y temor. Por consiguiente, ¿qué pueden hacerme? Yo soy de su misma edad, y me tienen enjaulado en este camión de los abortos.

»Tal vez constituyo —pensó— una clase de amenaza distinta: soy uno de ellos, pero alineado en el otro bando, junto con los perros y los gatos vagabundos, y los niños y las criaturas. Dejemos que piensen eso. Dejemos que un nuevo Santo Tomás de Aquino se levante para enmendar esta situación.»

—Lo único que sé —dijo en voz alta—, es dividir, multiplicar, sumar y restar. Hasta tengo dificultades con las fracciones.

—¡Pero tú sabías todo eso! —exclamó Tim.

—Tiene gracia cómo llega uno a olvidarlo cuando abandona el colegio —afirmó Ed Gantro—. Es probable que vosotros, chicos, lo sepáis mejor que yo.

—Papá, van a asfixiarte —dijo su hijo Tim, espantado—. Nadie querrá adoptarte, y menos a tu edad. Ya eres demasiado viejo.

—Veamos —manifestó Ed Gantro—. El teorema del binomio, ¿cómo era? No lo recuerdo bien. Era algo acerca de a y b.

Y mientras se estrujaba la cabeza, lo mismo que su alma inmortal, se rió para sus adentros. «Yo no podría pasar la prueba del alma —pensó—. Soy como un perro en el arroyo, como un animal en una zanja.»

El error principal de las gentes que abogaban por el aborto, se dijo, era la arbitraria línea que trazaban. Un embrión no puede hallarse en posesión de los Derechos Constitucionales norteamericanos, y un médico tiene que matarle legalmente. Pero un feto fue un «ser humano» con derechos, al menos durante un tiempo. Luego la camarilla proaborto resolvió que ni siquiera un feto de siete meses era un ser humano, y podía ser eliminado legalmente por un doctor.

Y cierto día se dijo que el recién nacido era poco más que un vegetal; no podía enfocar la visión, no entendía nada, no hablaba… Así argumentó la pandilla ante los tribunales, y ganó con su razonamiento de que el recién nacido era sólo un feto expulsado de la matriz accidentalmente o por un proceso orgánico.

Pero aun entonces, ¿dónde se hallaba la línea de separación? ¿Era cuando el niño sonreía por vez primera? ¿Cuándo decía su primera palabra o se notaba que sentía satisfacción ante algún juguete? El límite legal fue empujado cada vez más allá, implacablemente. Y ahora, el más feroz y arbitrario de los requisitos: saber matemáticas.

Eso hacía de los antiguos griegos del tiempo de Platón unos seres prehumanos, puesto que desconocían la aritmética. Sólo dominaban la geometría. En cuanto al álgebra, fue una invención de los árabes, y llegó mucho más tarde. Arbitrariedad. Y no era de tipo teológico, tampoco, sino un mero concepto legal. La Iglesia había preconizado, ya desde el principio, que hasta el esperma, y el embrión que le seguía, eran formas de vida sagrada, como todo lo que andaba sobre la Tierra. No era posible imaginar lo que habrían dicho de conceptos tan arbitrarios como «ahora entra el alma en el cuerpo», o en términos modernos, «ahora es una persona que recibe la plena protección de la ley, como todo el mundo».

Lo que resultaba más triste era ver a los niños pequeños jugar valientemente en la calle, tratando de mantener una esperanza, fingiendo una confianza que no tenían.

«Bien —se dijo—, ya veremos lo que hacen conmigo. Tengo treinta y cinco años, y una licenciatura de la Universidad de Stanford. ¿Me meterán en una jaula durante treinta días, con un plato de plástico y un grifo, y un lugar para hacer mis necesidades? Si nadie me adopta, como es de imaginar, ¿me someterán a una muerte automática, junto a los demás?

»Es mucho lo qué arriesgo —siguió pensando—. Pero me arrebataron hoy a mi hijo, y allí empezó ya el riesgo; cuando me lo quitaron, no cuando subí al camión y me convertí en una víctima de mí mismo.»

Miró a los tres asustados pequeños, y procuró pensar algo que pudiera decirles; no sólo a su hijo, sino también a los otros dos.

—Escuchad —dijo, citando una frase—: «Os revelaré un sagrado secreto. No dormiremos todos en la muerte. Nosotros…»

Pero no pudo recordar el resto. «Torpe», pensó con angustia.

—«Nos despertaremos —prosiguió, haciendo un esfuerzo— en un segundo. En un abrir y cerrar de ojos.»

—Menos ruido —gruñó el conductor del camión, desde el otro lado de la reja de alambre—. No puedo concentrarme en esta condenada carretera. ¿Sabéis?, puedo llenar de gas el lugar donde estáis, y todos perderéis el conocimiento. Es para las prepersonas demasiado molestas que a veces recogemos. De modo que ¿vais a callaros, o abro el gas?

—No diremos nada —dijo Tim rápidamente, con una mirada de aterrada súplica a su padre, pidiéndole que no siguiera hablando.

El padre se calló. La mirada de silencioso ruego de su hijo era más de lo que podía soportar, y capituló.

No obstante, se dijo, lo que sucediera en el camión no era definitivo. Lo importante empezaría cuando llegaran a la Institución del Condado, donde a la primera señal de que hubiera un problema aparecerían los reporteros de los periódicos y la televisión.

Así pues, el vehículo prosiguió con sus pasajeros en silencio, cada uno alimentando sus propios temores, sus propios pensamientos. Ed Gantro maduraba un plan acerca de lo que iba a hacer, de lo que tenía que hacer. Y no sólo por Tim, sino también por todos los candidatos al aborto de posparto. Así continuó pesando mientras el camión seguía su marcha entre sacudidas y balanceos.

En cuanto el vehículo se hubo detenido en la zona de aparcamiento de Ja Institución del Condado y se abrió la puerta trasera, Sam B. Carpenter, el encargado de toda aquella operación, se aproximó y dijo:

—Tiene usted a un adulto aquí, Ferris. En realidad, ¿sabe lo que ha traído? Un rebelde, eso es lo que tiene encerrado.

—Sin embargo, insiste en que no sabe de matemáticas más que sumar —repuso el conductor.

Entonces, Carpenter dijo, dirigiéndose a Ed Gantro:

—Entrégueme su documentación. Deseo conocer su nombre, número de Seguridad Social y clave de la policía regional. Vamos, quiero saber quién es realmente usted.

—Es justo el tipo rural —aseguró Ferris, mientras observaba a Gantro entregar su abultado billetero.

—Además, deseo confirmar las huellas de sus pies —añadió Carpenter—. En seguida y a fondo; prioridad A.

Le gustaba hablar de aquella forma.

Una hora después recibía de vuelta los informes de una selva de computadoras de datos de seguridad interrelacionados, desde la falsamente puritana zona de Virginia.

—Este individuo —dijo Carpenter— se graduó en la Universidad de Stanford con una licenciatura en matemáticas. Luego se doctoró en psicología, lo cual ha tratado de emplear con nosotros, sin duda. Tenemos que echarlo de aquí.

—Yo tenía un alma —aseguró Gantro—; pero la he perdido.

—¿Cómo fue? —inquirió Carpenter, que no vio nada al respecto en la ficha oficial de Gantro.

—Una perturbación. La parte Cortical de mi cerebro, donde se hallaba alojada mi alma, resultó destruida cuando por accidente aspiré las emanaciones de un fuerte insecticida. Por eso he estado viviendo en descampado, comiendo raíces y animalillos, con mi hijo Tim, aquí presente.

—Le haremos un EEG —dijo Carpenter.

—¿Qué es eso? —preguntó Gantro—. ¿Una de esas pruebas para el cerebro?

—La ley asegura que el alma entra en el cuerpo a los doce años —declaró Carpenter, hablando ahora con Ferris—. Y usted nos trae a este varón adulto que ya ha pasado bien los treinta. Podrían acusarnos de asesinato. Tenemos que librarnos de él. Le conducirá justamente hasta el lugar en que le halló y le obligará a salir. Si no abandona voluntariamente el camión, le someterá al gas y luego le echará fuera. Esa es la orden de la Seguridad Nacional. Su trabajo depende de ello, lo mismo que su expediente ante el código penal de este estado.

—Debo quedarme aquí —insistió Ed Gantro—. Soy un disminuido mental.

—Y en cuanto a su chico —prosiguió Carpenter—, tal vez sea un mutante mental matemático, como los que se ven en la televisión. Probablemente ya han puesto sobre aviso a su ambiente. Lleve a todos éstos de vuelta al Sitio en que los encontró, aplíqueles gas y arrójelos en algún lugar donde no sean fácilmente visibles.

—Está perdiendo usted el dominio de sus nervios —dijo Ferris, irritado—. Haga que practiquen el EEG y el examen cerebral a Gantro, y probablemente tengamos que soltarlo. Pero estos tres jóvenes…

—Todos genios —aseguró el funcionario—. Forman parte de una conjura. Sólo usted es lo bastante imbécil para no darse cuenta de eso. Será mejor que los eche ahora mismo del camión y de nuestras instalaciones, y que niegue, ¿me entiende?, que niegue haber recogido a cualquiera de los cuatro. Insista en afirmar siempre eso.

—Vamos, fuera del camión —ordenó Ferris, al tiempo que oprimía el botón mediante el cual se abrían las puertas traseras del vehículo.

Los tres chicos salieron rápidamente, pero Ed Gantro permaneció dentro.

—No quiere salir voluntariamente —declaró Carpenter—. Está bien, Gantro, vamos a echarle por la fuerza.

Hizo una seña a Ferris y los dos hombres entraron en la parte posterior del furgón. Un momento después bajaban a Ed Gantro sobre el suelo de la zona de aparcamiento.

—Ahora es usted de nuevo un ciudadano corriente —dijo el funcionario, con alivio—. Puede reclamar cuanto quiera, que no tiene ninguna prueba.

—Papá —intervino Tim—. ¿Cómo vamos a llegar ahora a casa?

Los tres pequeños estaban reunidos en torno a Ed Gantro.

—Podemos llamar a alguien por teléfono desde aquí —propuso el hijo de Fleischhacker—. Apuesto a que si Walter Best tiene gasolina suficiente vendrá a buscarnos. Hace viajes muy largos y tiene unos vales especiales.

—Él y su mujer, la señora Best, se pelean mucho —añadió Tim—. De modo que a él le gusta conducir a solas por la noche. Es decir, sin ella.

Ed Gantro, por su parte, insistió:

—Quiero quedarme aquí. Deseo que me encierren en una celda.

—Pero si ya podemos irnos —protestó Tim, y rápidamente tiró de la manga de su padre—. De eso se trataba, ¿no? Ellos nos han dejado marchar en cuanto tú has intervenido. ¡Lo conseguiste!

—Insisto en que me encierren con las demás prepersonas que tiene usted ahí —dijo Ed Gantro a Carpenter, al tiempo que señalaba hacia el imponente edificio de color verde de la Institución del Condado.

Esta vez Tim habló con Sam B. Carpenter y le dijo:

—Llame al señor Best, que vive en la península. Tiene el número 669 de prefijo. Dígale que venga a buscarnos, y lo hará. Se lo aseguro. Por favor.

El chico de Fleischhacker agregó:

—Sólo hay un señor Best en la guía telefónica con el prefijo 669. Por favor, señor.

Carpenter se dirigió al interior del edificio, a una de las numerosas cabinas telefónicas, buscó el número de Ian Best y llamó por teléfono.

—Ha llamado usted a un número que está algo estropeado —dijo la voz de un hombre, evidentemente bebido.

Como fondo a estas palabras, Carpenter oyó la voz tajante de una mujer que increpaba furiosa a Ian Best.

—Señor Best —declaró Carpenter—. Hay varias personas conocidas de usted que se encuentran perdidas en las calles Cuarta y A, de Verde Gabriel. Son Ed Gantro, su hijo Tim, un chico identificado como Ronald o Donald Fleischhacker, y otro chico sin identificar. El menor de los Gantro asegura que usted no tendrá inconveniente en venir aquí a buscarlos y llevarlos hasta sus casas.

—Calles Cuarta y A —dijo Ian Best, y tras una pausa inquirió—: ¿No es eso la jaula?

—La Institución del Condado —corrigió Carpenter.

—Ah, hijo de perra, claro que iré a buscarles. Aguarde unos veinte minutos. De modo que tiene usted a Ed Gantro ahí como prepersona, ¿no? ¿Sabe usted que es licenciado por la Universidad de Stanford?

—Sabemos todo eso —afirmó Carpenter, impasible—. Pero no se encuentran detenidos. Están únicamente… aquí. Repito que no están bajo custodia.

Ian Best, de cuya voz había desaparecido el tono gangoso, añadió:

—Habrá reporteros de todos los medios informativos antes de que yo llegue ahí.

Se oyó un chasquido. Había cortado la comunicación.

De vuelta al exterior, Carpenter dijo a Tim:

—Vaya, parece que me has engañado perfectamente al hacerme notificar vuestra presencia aquí a un rabioso activista antiaborto. Qué bien, qué bien lo habéis hecho…

Al cabo de pocos minutos, un «Mazda» de vivo color rojo se detuvo junto a la entrada de la Institución. Un hombre alto, de barba rubia, salió del interior del coche con una cámara fotográfica y un magnetófono, y avanzó con desenvoltura hacia Carpenter.

—Tengo entendido que tiene usted aquí, en la Institución del Condado, a un licenciado en matemáticas por la Universidad de Stanford —dijo el recién llegado con voz anodina—. ¿Puedo entrevistarlo para un posible artículo?

—No tenemos inscrita a semejante persona —aseguró Carpenter—. Puede examinar nuestros registros.

Pero el periodista estaba ya observando a Ed Gantro, rodeado por los tres pequeños.

—¿El señor Gantro? —dijo el reportero, en voz alta.

—Sí, señor —repuso el aludido.

«Cielos —pensó Carpenter—. Le encerramos en uno de nuestros vehículos oficiales y le trasladamos hasta aquí. Eso saldrá en todos los periódicos.»

Para entonces, un camión azul, con el rótulo de una emisora de televisión, entraba lentamente en la zona de aparcamiento. Detrás venían dos coches.

INSTITUCIÓN ABORTIVA CAPTURA A UN LICENCIADO DE STANFORD

Tal era el titular que apareció en la mente de Carpenter. Y también:

INSTITUCIÓN ABORTIVA DEL CONDADO ENVUELTA EN UNA TENTATIVA ILEGAL PARA…

Y todo así. Una noticia en el telediario de la noche. Cuando llegase Ian Best, que sin duda era abogado, vendría rodeado de magnetófonos, micrófonos y cámaras de televisión.

«Hemos dado un resbalón imperdonable. Imperdonable. Los de Sacramento van a recortar nuestras funciones. Nos dejarán reducidos de nuevo a cazar perros y gatos vagabundos. Como antes. Imperdonable.»

Cuando llegó Ian Best en su «Mercedes Benz» con motor de vapor, estaba aún un poco mareado. Le dijo a Ed Gantro:

—¿Te importaría que diéramos un rodeo antes de volver?

—¿Por dónde? —inquirió Ed Gantro, que ya estaba deseando salir de allí.

La mayor parte de los periodistas le habían entrevistado y se habían marchado. Su propósito estaba conseguido, y ahora se sentía agotado y anhelaba regresar a casa.

—Podríamos volver por la isla de Vancouver, en la Columbia Británica.

Con una sonrisa, Ed Gantro manifestó:

—Mira, estos niños tienen que ir derechos a la cama. Mi pequeño y los otros dos. Demonios, si ni siquiera han comido en mucho tiempo.

—Nos detendremos en uno de los establecimientos de hamburguesas de MacDonald —explicó Ian Best—, y luego seguiremos hacia el Canadá, donde hay peces, y numerosas montañas con nieve en sus cumbres, incluso en esta época del año.

—Claro que sí —dijo Gantro, sonriendo complacido—. Podemos ir allí.

—¿De veras lo deseas? —preguntó Ian Best, observándole atentamente—. ¿Quieres hacerlo?

—Arreglaré unas pocas cosas, y luego podemos marcharnos allí.

—Condenado —dijo Best, con un gesto significativo—. Serías capaz.

—Desde luego. Pero debo conseguir antes la aprobación de mi mujer. No puede uno trasladarse al Canadá si la esposa no firma un documento por el que no se compromete a seguirle. Entonces uno se convierte en lo que se llama un inmigrante temporal.

—En tal caso yo también tendré que conseguir el permiso escrito de Cynthia.

—Ella te lo dará. Dile tan sólo que vas a enviarle dinero suficiente.

—¿Crees que aceptará? ¿Crees que me dejará marchar?

—Desde luego —aseguró Gantro.

—Piensas que nuestras mujeres accederán, ¿verdad? —dijo Ian Best mientras él y Gantro conducían a los niños hasta el «Mercedes»—. Apostaría a que tienes razón. A Cynthia le alegrará librarse de mí. Ya sabes cómo me llama delante de Walter, ¿no? Me llama «cobarde agresivo», y cosas por el estilo. No siente el menor respeto por mí.

—Nuestras mujeres nos dejarán marchar —repitió Gantro.

Pero lo pensó mejor. Observó al gerente de la Institución, Sam B. Carpenter, y al conductor del camión, Ferris, del que el primero había dicho a la prensa que quedaba despedido desde aquel momento, y añadió:

—No, no nos dejarán marchar. Ni la una ni la otra nos lo permitirán.

Lentamente, Ian Best manipuló los complejos mecanismos que controlaban el motor de vapor del coche, que funcionaba con carbón, y manifestó:

—Pues yo creo que consentirán que lo hagamos. Mira, están allí, y no pueden hacer demasiado, después de lo que tú dijiste a la televisión, y de lo que escribió aquel periodista para su artículo.

—Estoy preocupado —repuso Gantro, con voz monótona.

—Podemos huir.

—Estamos atrapados —dijo Gantro—. Atrapados y sin posibilidad de escapar. Puedes pedírselo a Cynthia, de todos modos. Vale la pena probar.

—Nunca veremos la isla de Vancouver y los grandes transbordadores oceánicos desapareciendo entre la bruma. Eso me temo —afirmó Ian Best.

—Al final quizá lo consigamos —manifestó Gantro, pero sabía que estaba mintiendo.

Aquello era una completa mentira, del mismo modo que uno sabe a veces que algo que dice, sin conocer la razón, es totalmente verdad.

Salieron del aparcamiento de la Institución, hacia la calle.

—Es una gran cosa —dijo Ian Best— sentirse libre, ¿no lo creéis así?

Los tres pequeños asintieron, pero Ed Gantro no respondió. Libre, se dijo. Libre para volver a casa. Atrapado en una jaula más grande, encerrado en un camión de mayores dimensiones que el de la Institución del Condado.

—Este es un gran día —aseguró Ian Best.

—Sí —admitió Ed Gantro—. Un gran día en el cual se ha asestado un noble y eficaz golpe a todo lo que va contra el que se halla indefenso, contra todo lo que uno puede decir que «está vivo».

Mientras observaba a su compañero bajo la luz cambiante de la carretera, Ian Best declaró:

—No quiero volver a casa. Deseo marcharme al Canadá ahora mismo.

Tenemos que volver a casa —le recordó Ed Gantro—. Al menos temporalmente, para arreglar las cosas. Para solucionar el aspecto legal y recoger lo necesario.

Ian Best, mientras conducía, dijo:

—Nunca llegaremos allí, a la Columbia Británica, a la isla de Vancouver, a Stanley Park, a English Bay, donde cultivan hortalizas y crían caballos; donde navegan los transbordadores oceánicos.

—No, no lo conseguiremos —manifestó Ed Gantro.

—¿Ni ahora ni nunca?

—Nunca —dijo Ed Gantro.

—Eso es lo que yo me temía —respondió Best, con voz quebrada y mientras conducía extrañamente—. Eso es lo que temí desde el principio.

Prosiguieron en silencio, entonces, sin nada que decirse. Ya no había nada que decir.