Un sábado de verano por la tarde, poco antes del toque del Ángelus, Tam de Wealdway se enderezó sobre los surcos de su arada tierra del Campo Viejo y estiró las crujientes articulaciones.
Era un hombre pequeño y de tez morena, de sangre sajona casi pura. Propiamente hablando, su nombre era sólo el de Tam. No había necesidad de una mayor identificación, pues jamás se alejaría una sola milla de la vecindad que le vio nacer. Pero en ocasiones se daba a sí mismo un apellido —uno arrogante, más complicado que su sencilla existencia—, y que habría sido causa de que sus amos normandos le azotaran, de haberlo sabido.
Había estado desmenuzando terrones en el campo durante quince horas, interrumpido tan sólo por los toques de las horas canónicas que llegaban desde la rechoncha y minúscula iglesia, y un bocado de pan y queso fresco que tomó al mediodía.
No resultaba para él demasiado fácil descansar y desperezarse, y tampoco era conveniente hacerlo. Un hombre podía perder su tierra si la labraba mal, y Tam había estado cerca, muy cerca de que ello ocurriese. Pero es que había momentos en que los pensamientos le rondaban la cabeza haciéndole olvidar el monótono golpe del azadón. Entonces se quedaba como en trance, mirando hacia el castillo de Lymeford, o hacia el río, o hacia nada en particular, mientras inventaba fantásticos sucesos e imposibles circunstancias.
Esa era otra de las fantasías de Tam, y la más peligrosa, si hubiera sido conocida. Lo menos que podía procurarle era un bofetón de algún hombre de armas. Lo más, una muerte particularmente desagradable.
Como Salisbury, en Sussex, era tierra llana, sus grandes mansiones no se hallaban colgadas espectacularmente sobre los despeñaderos, a semejanza de los castillos de los barones bandidos de las orillas del Rin, o las sombrías fortalezas de los nobles escoceses. Aquellas casas estaban destinadas a desempeñar su papel, en una época en que aún no se habían concebido los palacios ni las catedrales.
En el año de 1303, el castillo de Lymeford era una deslucida construcción de piedra. Albergaba a sir y a lady Robert Bowen —que a veces pronunciaban Bohun, Beauhun, o Beauhaunt—, así como al conjunto de sus servidores y hombres de armas, todos reunidos con gran incomodidad. No les parecía así a ellos en particular, pues tenían delante las moradas de sus súbditos sajones, para comprobar lo que podía ser la miseria.
El castillo pretendía guardar el puente tendido sobre el río Lyme, un lugar clave en el camino que llevaba desde Portsmouth a Londres. Desempeñaba su misión con eficacia. Guillermo de Normandía, que había tomado por asalto Inglaterra un par de siglos antes, no deseaba que le sorprendiesen a él del mismo modo en otra ocasión. Por ello entregó el castillo de Lymeford al padre del tatarabuelo de sir Robert, con la condición de que lo defendiese y defendiera Londres, asimismo, de una invasión que pudiese llegar por dicho camino desde el mar.
Aquel primer Bowen fue propietario de algo más que unas piedras. Era necesario alimentar a la gente de la fortaleza. Sin embargo, el castellano y su esposa, así como su servidumbre y sus hombres armados, no podían dedicarse a arar los campos y a ordeñar las vacas. El fundador del linaje de sir Robert resolvió el problema de suministrar alimento al castillo rodeándolo de un centenar de derrotados soldados sajones, con sus collares de hierro en torno al cuello.
Los puso a trabajar en la dura tarea de despejar de bosques las tierras que rodeaban el castillo. Después de arrancar troncos y de arar desde el alba a la puesta del sol, los esclavos quedaban en libertad para recoger ramas y barro, con lo cual se hicieron unas míseras chozas para dormir.
Durante el primer año, a fin de celebrar la cosecha, y para asegurarse un continuo suministro de esclavos, el castellano condujo a sus gentes de armas en una incursión hasta la propia ciudad de Salisbury. Llevaron de regreso a Lymeford, a fuerza de latigazos, a un centenar de muchachas y mujeres sajonas. Después de elegir las que les convenían, dejaron el resto para los esclavos. Entonces el capellán leyó un apresurado oficio matrimonial ante los mugrientos y encadenados esclavos sajones y las llorosas mujeres de Salisbury.
Como los esclavos varones procedían de Northumbria, en tanto que las mujeres eran de Sussex, no podían entenderse, al desconocer los respectivos dialectos. Pero eso no tenía importancia. Las chozas fueron agrandadas y mediado el verano siguiente hubo otra cosecha, ésta de criaturas.
El transcurso de los dos siglos había cambiado las cosas muy poco. Un Bowen —o Beauhaunt— aún guardaba el camino de Portsmouth a Londres, y se jactaba de su sangre normanda. Los sajones seguían arando la tierra para él, y si ya no llevaban collares de hierro y no recibían el nombre de esclavos, en cambio se los veía a menudo colgar de las horcas del patio del castillo, en cuanto cometían una sola de las numerosas ofensas contra la autoridad.
En Runnymede, muchos años antes, el rey Juan había firmado la Carta Magna, sancionando una especie de ley para proteger a sus barones de actos arbitrarios; pero nadie pensó en extender aquellos derechos a los siervos. Estos podían morir por casi todo o por casi nada: por tratar de abandonar las tierras del amo, en busca de campos más verdes; por dejar de entregar en el castillo las fanegas de grano que les correspondían, y los mejores corderos, terneras, y muchachas; por atreverse a poner en tela de juicio, de un modo u otro, la divina ley que hacía de una clase de hombres los dominadores, y de otra clase los dominados. A este tipo de ofensa se inclinaba Tam, y como su padre le había dicho el día antes de morir, eso podía costarle en alguna oportunidad lo que ningún hombre puede pagar, y que sin embargo, todos pagan.
Tam jamás había oído hablar de la Carta Magna, y a pesar de ello en ocasiones pensaba que el mundo llegaría a ser alguna vez de un modo tal que un hombre como él mismo pudiera ser dueño de las cosas que utilizaba, y fuera así por derecho propio, y no simplemente porque otro hombre con una espada no quisiera quitárselas.
Otro caso; el de Alys, su mujer. A Tam no le importaba demasiado que los hombres de armas se hubieran acostado con ella antes que él lo hubiese hecho. Pero aquella misma noche había dormido mal pensando por qué nadie juzgó oportuno consultarle acerca de la mujer con la que el sacerdote le unió aquel día.
Sin embargo, en su mayor parte Tam pensaba en asuntos más agradables y fantásticos. Cuando los halconeros se hallaban cerca, a veces echaba una furtiva mirada al halcón que se lanzaba sobre una paloma, y pensaba que el hombre podría volar sólo con tener alas y valor para moverlas. En los momentos en que iba con retraso transportando la cosecha del castellano al granero, maldecía a los lentos bueyes e imaginaba un carro que movería él solo sus ruedas.
Si la corriente del río Lyme, durante las crecidas, podía transportar un árbol más grande que una casa a una velocidad superior a la de un hombre corriendo, ¿por qué no podía utilizarse esa energía para mover un arado? ¿Por qué había que plantar cinco semillas de maíz para que sólo creciese una? ¿Por qué no se desarrollaban las cinco, para hacerles a ellos cinco veces más gordos?
Había observado también el pueblo donde residía, y se preguntaba la razón de que fuera tan pobre, pequeño y mísero. Y ese pensamiento ni siquiera se le había ocurrido al propio sir Robert.
En el año de 1303, Lymeford tenía el siguiente aspecto:
El río Lyme pasaba bajo la nueva estructura de piedra que era el cuarto puente de Lymeford, y corría hacia el sur para desembocar en el Canal de la Mancha. Por su orilla occidental se extendía el límite de los densos bosques de robles ingleses. La orilla derecha, en cambio, constituía el borde del gran claro.
El castillo de Lymeford, situado no lejos del puente, dominaba la carretera que se curvaba hacia el nordeste, en dirección a Londres. Por la extensión del claro, la carretera no sólo era un camino real, sino también la calle del pueblo de Lymeford. A una distancia prudencial del castillo comenzaban las chozas, más grandes o más pequeñas según la prosperidad de sus ocupantes. La carretera se ensanchaba un poco hacia la parte media del claro, y allí, a la derecha, se asentaba la iglesia de la población.
El templo estaba construido en piedra, y eso era cuanto se podía decir de él. Toda su riqueza debía provenir del poblado, y allí no había mucho de donde poder sacar provecho. No obstante, había que enviar peniques de plata al obispo, quien a su vez los mandaba a Roma. El párroco de Lymeford era un italiano que nunca había visto al obispo, ni había hablado con él, y al que fue concedida la residencia en Lymeford por un cardenal que era igualmente italiano y que por consiguiente no hubiera podido describir el país ni por aproximación.
Aquello no tenía nada de extraño, y el italiano recogía los peniques de plata mientras sus feligreses, en su mayoría sajones y normandos, le suministraban de cuando en cuando algo de cerveza, pescado seco, y a veces alguna ternera. Era un hombre adusto, que pudiera haber sido temible de haber dispuesto de un campo de acción más extenso que Lymeford.
Al otro lado de la calle, frente a la iglesia, estaba El Prado, un campo triste y pisoteado donde se realizaban las prácticas obligatorias con arcos y picas, y en las que debían tomar parte todos los varones físicamente aptos de Lymeford. Esto se hacía cada cuatro semanas, con excepción de la época más cruda del invierno y cuando sir Robert consideraba que la siembra o la cosecha tenían más importancia que la defensa de su castillo.
Sus siervos lucharían de todos modos cuando él se lo ordenase, y entonces derrocharían sus vidas con la alegría del hombre que realiza el único despilfarro que le está permitido. Pero el combate era sólo ocasional, en tanto que los campos y las cosechas eran una posesión para siempre.
El castellano dirigía los cultivos con notable destreza. En Lymeford imperaba un sistema de tres campos. Estaba el Campo Viejo, al este del camino, y que era la primera tierra que cultivaron los esclavos, hacía doscientos años. Luego estaba el Campo Nuevo, junto a la carretera, y separado del antiguo por un sendero que iba a los bosques y se llamaba el Wealdway. Este se dirigía hacia el sudeste desde El Prado hasta el bosque de robles situado en el borde del claro.
Allí se encontraba el Campo Arado, el último cuya tierra se despejó y plantó, y que en su mayor parte se extendía al sur del camino y del castillo. Desde el costado izquierdo de la carretera hasta el río, El Prado se extendía a lo largo de varias hectáreas. El Prado era mantenido en común por todos los habitantes del pueblo. Cualquiera de ellos podía dejar que sus vacas u ovejas pacieran allí. Los campos de labor, en cambio, estaban divididos en largas y estrechas fajas, cada una de ellas trabajada por un siervo que debía defenderla con los puños o las hoces contra la mínima intrusión ajena.
En 1303 los Campos Nuevo y Viejo estaban dedicados al cultivo, mientras que en el Campo Arado la tierra descansaba. Al año siguiente serían el Campo Nuevo y el Campo Arado los cultivados, y descansaría el Campo Viejo.
Mientras el Ángelus repicaba en la agrietada campana de la iglesia, Tam se irguió con la cabeza inclinada. Era de imaginar que estaba orando. En cierto modo lo estaba, con el impenetrable latín deslizándose por su cerebro reiteradamente; pero también se hallaba gratamente ocupado imaginando lo rolliza que se pondría su hija si pudieran cultivar los tres campos todos los años sin destruir el terreno. Luego pensó en el jarro de cerveza aromática que le estaría aguardando en su choza, a su regreso.
Cuando cesó el tañido del Ángelus, el saludo de su vecino hizo que se esfumasen sus sueños.
Irritado, Tam se echó al hombro el azadón y avanzó por el Wealdway, sendero trazado por dos siglos de rastros de pies desnudos de villanos.
El vecino de Tam, llamado Hud, coincidió con él. En aquel bastardo dialecto de MidlandSussex, que era lo que se hablaba en Lymeford, Hud dijo:
—Vaya, éste ha sido un largo día.
—Todos los días son largos en verano.
—Estabas soñando de nuevo. Te he visto.
Tam no respondió. Tenía precaución con Hud. Este era tan pequeño y atezado como él mismo, pero delgado y nervioso, en vez de fornido. Tam sabía que él era así de robusto porque lo era también su padre, Robin, quien lo heredó de su madre, Joan, quien lo obtuvo a su vez de algún soldado durante la noche de bodas que pasó en el castillo.
Hud estaba siempre hablando, preguntando, indagando cosas nuevas. Pero cuando Tam, varios años más joven, se atrevió a comunicarle sus indomables pensamientos, Hud corrió en seguida a contárselo al sacerdote.
—¿No vendrán los competidores en esta época del año? —preguntó Hud.
—Puede que vengan.
—Vaya, sería una gran cosa que llegasen mañana. Y que después de la misa organizaran su competición en El Prado, y apareciesen el rey de Inglaterra, el capitán Slasher y el Campeón Turco, todos con sus ropajes de los colores del crepúsculo. ¡Y además San Jorge, con su armadura de plata!
Tam lanzó un gruñido y dijo:
—No es plata. No podría serlo. Si fuera plata los bandoleros del Weald no les dejarían llegar hasta aquí.
El nervioso hombrecillo respondió:
—Bueno, no dije que fuera plata. Quise decir que parecía plata.
Tam sintió que la ira le dominaba y ahogaba el regusto de sus fantasías, y de la cerveza aromática que esperaba hallar en su casa.
—Hablas como un necio —dijo, irritado.
—Como un necio, ¿verdad? ¿Y quién es el que siempre está soñando al sol?
—¡Por las tripas de Dios, cállate! —gritó Tam, y apretó los dientes; pero ya había pronunciado esas palabras.
Rara vez juraba. Tenía que haberse mordido la lengua antes de haber hablado así. Ahora debería hacer confesión de blasfemia, y el padre Bloughram, que tenía aspecto delgado y macilento últimamente, le pediría como penitencia cierta cantidad de cereal, en lugar de mandarle algunas oraciones.
Hud se echó hacia atrás, mirándole asombrado, y Tam masculló algo, asegurando que no había querido decir eso. Luego, se desvió del camino para dirigirse a su cabaña.
Esta se hallaba atestada y llena del humo de su hogar abierto. Había un orificio en el techo por donde salía algo de humo. Tam apoyó la azada contra la pared de adobe y se dejó caer sobre el montón de harapos que había en la esquina, y que era el lecho de los tres miembros de la familia. Entonces dijo gruñendo a su mujer:
—Cerveza.
Su mente estaba ocupada con Hud, y la cólera no le abandonaba. Poco a poco se aplacó su ira y los pensamientos positivos afloraron de nuevo. ¿Por qué no tendría una cama más blanda y una cabaña más grande? ¿Por qué no una chimenea que no diese humo, como la que su abuelo, cuando volvió de Tierra Santa con una cicatriz que llevó hasta la tumba, le dijo que usaban los sarracenos?
Y con el pensamiento de una clase de vida diferente, llegó el pensamiento de la cerveza. Alcanzaba a imaginar ya el sabor de la bebida, que limpiaba el polvo de su garganta; el amargor de la cebada tostada, la dulzura del hinojo que le daba su aroma.
—Cerveza —pidió de nuevo, y entonces se dio cuenta de que su mujer estaba andando de puntillas por la choza.
—Tam —le dijo ella con aire aprensivo—, Joanie Brewer ha enfermado de diarreas.
Las cejas del hombre se juntaron como nubes de tormenta.
—¿No hay cerveza? —preguntó.
—Está con diarreas, y toda la cebada del Campo Viejo de nada vale, porque ella no puede hacer cerveza. Traté de conseguir un poco de la mujer de Hud, pero no tiene bastante para él. Me lo enseñó…
Tam se puso en pie y de un revés envió a su mujer trastabillando hasta la esquina opuesta de la choza.
—¿Acaso no había cerveza ayer? —gritó—. ¡Dios te perdone por ser la mujerzuela inservible que eres! ¡Que el Hombre de los Cuernos y toda su pandilla se lleven a la mísera desgraciada que no es capaz de hacer cerveza para un marido que se deja las tripas en el campo desde que sale el sol hasta que se pone!
La mujer se puso en pie trabajosamente, y él la envió a otro rincón de un nuevo golpe.
Un instante después, Tam sintió un crujido en la espalda y cayó de bruces sobre el suelo de tierra. Otro porrazo le dio en las piernas mientras rodaba, y al mirar hacia arriba vio el rostro iracundo de su hija Kate, que alzaba una vez más en alto el azadón.
La muchacha no golpeó por tercera vez, pero permaneció en actitud amenazadora.
—¿Quieres dejarla en paz? —exclamó Kate.
—¡Sí, engendro del infierno! —gritó Tam desde el suelo, y añadió—: Te gustaría que dijera que no, ¿verdad? De ese modo podrías romperle los sesos al viejo necio que te dio un nombre y un hogar.
Llorando, Alys protestó:
—No digas eso, marido mío. Ella es tu hija; soy una buena mujer y no tengo nada negro en mi corazón.
Tam se puso en pie y se sacudió la tierra de sus calzones de cuero y de la camisa.
—No hablemos más de ello —manifestó—. Pero es muy duro que un hombre no pueda tomar su cerveza.
—Pedazo de jabalí —añadió Kate, sin suavizar el tono—, si no hubiese venido del Prado con la vaca, podrías haber matado a madre.
—Eso no, hija —repuso Tam, inquieto, pues conocía el temperamento de ella—. Hablemos de otras cosas.
Desdeñosamente, Kate depositó el azadón que había empuñado hasta aquel momento, mientras que Alys se ponía en pie, sollozando, e iba a remover las gachas de guisantes en el hogar. De pronto el humo y el calor que reinaba en la choza se hicieron insoportables para Tam, que murmurando algo salió fuera a respirar el aire fresco de la noche.
Era ya noche del todo, y por extraño que pareciese las estrellas no lucían muy claras. El abuelo de Tam que estuvo en las Cruzadas le había contado acerca de las noches de cielo brillante en las montañas situadas más allá de Acre, con tales estrellas que un hombre podía ver claramente el rostro de un individuo, y diferenciar a un amigo de un enemigo a una distancia de un tiro de arco.
En Inglaterra no había nada como eso, pero, no obstante, Tam pudo divisar la Osa Mayor, que se desvanecía hacia el poniente, y Casiopea, que la perseguía desde el este. Su abuelo había intentado enseñarle los nombres árabes de algunas de las estrellas más brillantes, pero el hombre murió cuando Tam tenía diez años, y muchos de los recuerdos se habían ya disipado.
¿Cuáles eran, por ejemplo, aquellas dos tan brillantes y tan juntas? ¿Algo así como los mellizos? Mellizos eran, desde luego, pensó Tam contemplando Géminis. Le hubiese gustado haber prestado mayor atención al viejo, que fue esclavo de los sarracenos durante nueve años, hasta que una afortunada incursión capturó la caravana donde él iba, y le puso en libertad.
Un rumor lejano de ladridos llegó a sus oídos. Tam supo en seguida lo que eso significaba. Una zorra y su cría en los campos. Las aves acudían a los sembrados por la noche a robar semillas, y las raposas iban allí a capturar aves. Aquella noche sin duda habían hallado algo demasiado grande para tratar de cogerlo. Un lobo, quizá, pensó Tam, aunque no era muy corriente que éstos se acercasen a las chozas de los hombres con buen tiempo. Había muchos lobos en el bosque de sir Robert, que se nutrían de gordos venados. Y sin embargo, a un hombre le costaba la vida si cazaba a uno de esos últimos.
Tam permaneció allí, reflexionando sobre las curiosas circunstancias que hacían que el venado fuera sólo a parar a la mesa de sir Robert, y las gachas de guisantes sólo a la suya. También pensó en las luminarias del cielo, hasta que se dio cuenta de que Alys debía de haberse recuperado de su pena, y estaría ahora comiendo sin él.
Después de la cena, Alys se escabulló hasta la cabaña de la mujer de Hud para hablar con ella de la brutalidad de los maridos, mientras que Kate se sentó sobre un leño para cogerse los rizos del pelo.
Tam se echó sobre los harapos y la observó detenidamente. A los quince años, o los que tuviese, era una muchacha indómita. ¿Cómo podía ser que aquella criatura que balbuceaba y jugaba con el pito que le había hecho su padre, se hubiese vuelto una desconocida?
Evidentemente, no era un partido fácil. La faja de terreno de Tam limitaba con la de Edwy en el Campo Arado, y Edwy tenía un hijo en edad de casarse. ¿Qué podía ser más razonable, sino que Kate y él se casaran? Pero la chica hablaba mal del aspecto del otro. Cierto que el muchacho no era una hermosura; pero ¿qué importaba eso? Cuando, como padre que era, rechazó aquella disculpa, ella amenazó con escapar, sencillamente, lo cual podía traerles la ruina y tal vez la horca a los padres. Y no se dejaba pegar, sino que desde hacía tiempo respondía con patadas —y con doloroso tino—, y mordía y arañaba como un demonio del Infierno.
Se sintió dolorido ante aquel pensamiento. Cierto es que Alys era una mujer honesta; pero había muchos otros modos de que le endilgasen a uno el hijo de otro. Un momento de descuido cuando no se miraba la cuna, por ejemplo. Era terrible pensar eso, pero a veces no había más remedio que hacerlo. Todo el mundo sabía que a la Gente Vieja le gustaba sobre todo robar la criatura de alguien y colocar en la cuna, en su lugar, uno de sus propios críos. Alys y él dejaron tazones de leche fuera de la choza cuando la niña era pequeña, y en los días festivos ponían cerveza, en vez de leche. También hicieron que Kate llevase algún colgante de hierro, porque la Gente Vieja odiaba ese metal. Pero a pesar de todo…
Tam encendió un candil con sebo de cordero, en lo que quedaba del fuego. Alys siempre tenía algo que decir acerca de lo despilfarrador que era él, pero ahora sentía ganas de hablar y deseaba ver el rostro de Kate.
—Niña —dijo—, el próximo domingo vendrán los competidores al Prado, y después de la misa iremos a verles actuar. ¡Vaya, si hasta San Jorge parece que lleva entonces una armadura toda de plata!
La muchacha siguió arreglándose el pelo sin decir nada ni mirarle.
Él se agitó incómodo en su lecho y añadió:
—Voy a contarte un cuento, niña.
—Cuéntaselo al borracho de tu amigo —contestó ella, desdeñosamente—. Ya os he escuchado a los dos, a Hud y a ti, contaros mentiras mientras estabais llenos de cerveza.
—No será esa clase de historia, Kate. Sino una que nunca he contado a nadie.
Ella no contestó, pero al menos volvió el rostro hacia Tam, el cual, animado, comenzó diciendo:
—Esta es la historia de un hombre que era dueño de una carreta grande y pesada, que se movía sin bueyes, y…
—¿Con qué la movía, entonces, con cabras?
—Con nada, niña. La carreta se movía sola. Era…
Se interrumpió como buscando una inspiración, y no tardó en hallarla.
—Era un regalo de la Gente Vieja —prosiguió—. El hombre colocó en el carromato comida, pescado seco y barriles de agua, y viajó en él hasta una de esas estrellas brillantes que ves justamente encima de la iglesia. Viajó muchas jornadas, niña. Cuando llegó allí…
—¿Qué carretera conduce hasta una estrella, hombre?
—No era una carretera, Kate. Aquel carromato iba por el aire, como una nube. Entonces…
—Las nubes no pueden llevar barriles de agua —aseguró la muchacha—. Estás hablando como el chiflado del hijo de Edwy, que dice haber visto al demonio en un nabo.
—¿Quieres escucharme, Kate? —dijo él, perdiendo la paciencia—. Esto es sólo una historia. El caso es que cuando el hombre llegó a…
—¡Historia! ¡Lo que es eso es una estúpida mentira!
—Ni es mentira ni es verdad —replicó él—. Es un relato que te estoy contando.
—Las historias tienen que tener un poco de sentido —afirmó Kate, resueltamente—. Olvídate de tus sueños, padre. Todo Lymeford habla de ello. Incluso en el castillo hacen comentarios acerca de Tam, el loco soñador.
—¿Loco yo? —gritó el hombre, tendiendo el brazo hacia el azadón.
Pero la muchacha fue más rápida que él, y ya tenía la herramienta en las manos. Tam intentó quitársela, y ambos lucharon fieramente, hasta que el hombre oyó a su mujer lamentándose a la entrada de la choza, adonde había llegado corriendo al escuchar el ruido. Y al mirar Tam hacia atrás, Kate dispuso de espacio suficiente para emplear el azadón, y esta vez le dio con fuerza en la cabeza, y él no vio más que tinieblas.
Por la mañana Tam se encontraba bastante mejor, y Kate, actuando sabiamente, no se hallaba a la vista. Conforme fue transcurriendo el día, su ira fue desvaneciéndose.
Alys se aseguró de que hubiese cerveza aquella noche y las siguientes. Los sueños que la bebida procuraron al hombre no fueron iguales que los que tan penosamente había tratado de explicar con palabras. Durante el resto de su vida, a veces volvió a tener algunos de esos sueños, maravillosos sueños que de haber tenido él la habilidad necesaria para contarlos, y sobre todo el auditorio, habrían sido recordados por un centenar de generaciones. Pero no tenía nada de eso. Sólo tenía cerveza.