Al despertarse Moby Dick cierta mañana, después de tener sueños inquietos, se halló en su cama transformado, de alga, en un monstruoso capitán Ahab.
Reptando por etapas desde la húmeda matriz de las sábanas, fue dando traspiés hasta la cocina, donde abrió el grifo y llenó la tetera. Había legañas en los bordes de sus ojos. Colocó la cabeza bajo el grifo y dejó que el agua fría le corriera por las mejillas.
Botellas muertas atestaban la sala de estar. Ciento once botellas vacías que habían contenido Robitussin y Romilar-CF. Avanzó arrastrando los pies entre los desechos hasta llegar a la puerta, y abrió una rendija. Le acometió la luz del día. «¡Dios santo!», murmuró, y cerró los ojos mientras recogía el periódico, que se hallaba doblado en el porche.
De nuevo en la penumbra, desplegó el periódico. Los titulares decían: EMBAJADOR DE BOLIVIA ASESINADO, y el resumen que encabezaba la primera columna detallaba el descubrimiento del cuerpo del embajador, muy descompuesto, dentro de una vieja nevera abandonada en un solar desocupado de Secaucus, Nueva Jersey.
Silbó la tetera.
Desnudo, el hombre se dirigió a la cocina. Al pasar ante el acuario vio al terrible pez que aún seguía vivo, y que esa mañana silbaba como un ave canora, expulsando chorros de minúsculas burbujas que ascendían para estallar en la espumosa superficie del agua. Se detuvo ante el tanque de vidrio, dio la luz y miró a través de los oscilantes remolinos de las algas filamentosas.
Sencillamente, aquel pez no se movía. Había dado muerte a todos los demás peces del acuario, peces más hermosos, sociables, vivaces e incluso más grandes y peligrosos que él. Los mató uno a uno, y les comió los ojos. Ahora nadaba solo en el tanque, amo indiscutible de sus solitarios dominios.
El hombre había intentado que el pez pereciese, y llegó a no alimentarle. Pero aquel demonio, de un color rosa pálido de gusano, sobrevivía incluso en las aguas oscuras y llenas de inmundicias.
Ahora el pez cantaba como un azulejo. El hombre odiaba aquel pez con una pasión que a duras penas alcanzaba a contener.
Esparció las escamas que contenía un bote de plástico, desmenuzándolas primero entre el pulgar y el índice, según le habían aconsejado los expertos que hiciera, y observó cómo los gránulos multicolores de comida para peces, compuestos por huevas de pescado, trozos de camarones, larvas de moscas, harina de avena y yema de huevo desecada, flotaban un instante en la superficie del agua antes de que apareciese la detestable cara del pez, emitiendo un chasquido al sorber el alimento.
El hombre dio media vuelta maldiciendo con odio al animal. Este no moriría. Lo mismo que él, no iba a morir.
Ya en la cocina, e inclinado sobre el agua hirviente, el hombre comprendió por vez primera la verdadera índole de su situación. Aunque no había llegado tal vez al mismo borde de la locura, alcanzaba a percibir el hedor de ésta en el viento que le llegaba del horizonte. Y como un animal salvaje que hace girar los ojos ante el olor de la carroña y de los que están alimentándose de ella, el hombre se veía arrastrado cada día más cerca de la demencia, sólo por causa de aquel hedor.
Colocó la tetera, una taza y dos bolsitas de té en la mesa de la cocina y tomó asiento ante ésta. En el soporte de plástico que servía para mantener abiertos los libros de cocina mientras se mezclaban los ingredientes, la traducción del Código Maya seguía aún sin leer desde la noche anterior.
Vertió el agua, introdujo las bolsitas en la taza y trató de concentrar su atención en la lectura. Las alusiones a Itzamna, deidad principal del panteón maya, y a la medicina, su principal campo de acción, resultaban imprecisas. Ixtab, la diosa del suicidio, parecía más a propósito para aquella mañana, aquella mortífera y terrible mañana. Intentó seguir leyendo, pero aunque las palabras entraban, nada le ocurría, no parecían decir nada.
Tomó unos sorbos de té y se encontró pensando en el helado y lleno contorno de la luna. Echó un vistazo por encima del hombro hacia el reloj de la cocina. Eran las siete y cuarenta y cuatro.
Se levantó con esfuerzo de la mesa, llevándose la taza medio llena de té, y se encaminó al dormitorio. La señal de su cuerpo, donde había yacido en un sueño torturado, aún se apreciaba en la cama. Había mechones de pelo ensangrentado en las esposas que había hecho remachar en unas placas de metal de la cabecera del lecho. El hombre se frotó las muñecas allí donde casi estaban en carne viva, y vertió un poco de té sobre su antebrazo izquierdo. Se preguntó si el embajador boliviano no habría sido uno de los trabajos realizados por él el mes anterior.
Su reloj de pulsera se encontraba sobre el escritorio. Lo consultó y vio que eran las siete y cuarenta y seis. Quedaba algo menos de una hora y cuarto para que se celebrase la entrevista con los servicios de consulta. El hombre se dirigió hacia el cuarto de baño, entró en la cabina de la ducha y giró la manecilla hasta que una lluvia fina y helada cubrió los cristales. Mientras corría el agua, abrió el botiquín en busca del champú. Sujeta al espejo se veía una tira adhesiva en la que aparecían nítidamente escritas a máquina tres líneas con letras mayúsculas:
EL CAMINO QUE RECORRES, HIJO MÍO,
ESTÁ LLENO DE ESPINAS,
AUNQUE NO ES TUYA LA CULPA.
Al abrir el botiquín y extraer el frasco de plástico que contenía el champú de hierbas, que olía gratamente a frondosos bosques, Lawrence Talbot se mostró resignado con su situación. Se volvió y entró en la ducha, sintiendo que golpeaba en su torturada carne una inmisericorde y gélida lluvia ártica.
El departamento 1.544 del Edificio Central del aeropuerto Tishman era un cuarto de aseo de hombres. Talbot se apoyó en la pared opuesta a la puerta en la que se veía el letrero HOMBRES, y extrajo el sobre del bolsillo interior de su chaqueta. El papel era de buena calidad, y crujió cuando alzó la solapa y extrajo la nota que había en su interior.
Era una carta con la dirección correcta, el piso y el departamento correctos. Sólo que el departamento 1.544 era un lavabo de hombres. Talbot se volvió para alejarse. Se trataba de una broma lamentable. No le encontraba el menor sentido humorístico, y menos en aquellas circunstancias.
Dio un paso hacia los ascensores.
Entonces la puerta del lavabo de hombres resplandeció nebulosamente, como un parabrisas en invierno, y experimentó un cambio. El letrero decía ahora:
ASOCIADOS DE INFORMACIÓN
El departamento 1.544 era el servicio de consulta que le había enviado la carta de papel de buena calidad, una respuesta a la misiva de Talbot, que a su vez mandó al leer en Forbes un anuncio juiciosamente redactado.
Abrió la puerta y entró. La mujer que estaba detrás del escritorio de recepción de madera de teca le sonrió, y la mirada de Talbot se repartió entre los hoyuelos de las mejillas de la mujer y sus piernas, muy hermosas y de contorno suave, que aparecían cruzadas y enmarcadas en el hueco del escritorio.
—¿El señor Talbot?
—Lawrence Talbot —contestó él, asintiendo.
Ella volvió a sonreír.
—El señor Demeter le atenderá en un momento, señor. ¿Desea tomar algo? ¿Café, una bebida sin alcohol?
Talbot se dio cuenta de que estaba tocándose el bolsillo interior, donde tenía la carta.
—No, gracias —respondió.
La mujer se puso en pie, y mientras se encaminaba hacia la puerta interior de la oficina, Talbot preguntó:
—¿Qué hace usted cuando alguien se acerca con rudeza a su escritorio?
No trataba de ser cortés, porque estaba disgustado. Ella se volvió para mirarle, y le observó en silencio, sin decir nada.
—El señor Demeter le recibirá, señor —dijo luego.
La mujer abrió la puerta y se hizo a un lado. Talbot pasó ante ella y al hacerlo percibió un aroma a mimosa.
La oficina interior estaba amueblada como la sala de lectura de un selecto club de hombres. Daba la sensación de dinero viejo y calma profunda, con sus paredes revestidas de maderas pesadas y oscuras. Un cielo raso bajo, de placas acústicas, ocultaba un espacio probablemente destinado a los cables de la electricidad.
En la alfombra de tonos grisáceos y anaranjados se hundían sus pies hasta el tobillo. A través de una ventana del tamaño de una pared alcanzaba a verse, no la ciudad donde estaba el edificio, sino una vista panorámica de la bahía de Hanauma, en el sector de Koko Head de la isla hawaiana de Oahu. Las olas, de un puro color aguamarina, llegaban como serpientes ondulantes, como cobras coronadas de blanco que formaban luego un túnel y percutían como áspides sobre la arena amarilla y reluciente de la playa.
Pero no era una ventana. En aquella oficina no había ventanas. Se trataba de una fotografía. Una foto con profundidad, realista, que no era una película ni un diorama. Era una pared que miraba por completo a otro lugar. Talbot no conocía nada acerca de la flora exótica, pero estaba seguro de que aquellos árboles altos, con hojas de bordes afilados que crecían junto al borde de las playas, eran idénticos a los que aparecían reproducidos en los libros que describían el período Carbonífero de la Tierra, antes incluso de que los saurios recorriesen los continentes. Lo que estaba viendo había desaparecido hacía ya mucho tiempo.
—Señor Talbot, me alegro de que haya venido. Soy John Demeter.
El hombre se levantó de un sillón y le tendió la mano. Talbot se la estrechó. El apretón era firme y franco.
—¿Quiere sentarse? —dijo Demeter—. ¿Desea tomar algo, una taza de café o un refresco?
Talbot movió negativamente la cabeza y Demeter hizo un gesto a la recepcionista, que a continuación cerró la puerta a sus espaldas con decisión, pero suave y silenciosamente.
Talbot observó a Demeter largamente, al tiempo que se sentaba frente al sillón. Demeter aparentaba poco más de cincuenta años y conservaba una abundante mata de pelo que le caía sobre la frente en ondas grises que no parecían peinadas. Tenía ojos de color azul claro y sus rasgos eran regulares y joviales, con una boca amplia y sincera. Era esbelto. El traje de negocios de color marrón oscuro era hecho a la medida, y le caía bien. Se sentaba con aplomo y sus piernas cruzadas revelaban unos calcetines que le subían por encima de las pantorrillas. Llevaba los zapatos muy brillantes.
—Esa puerta, la que tienen en el exterior de la oficina —dijo Talbot—, resulta verdaderamente fascinante.
—¿Hablamos de mi puerta? —inquirió Demeter.
—Si usted no lo desea, no lo haremos. No he venido aquí para eso.
—Entonces, tratemos acerca de su problema particular.
—Me intrigó su anuncio.
Demeter sonrió complacido y repuso:
—Cuatro redactores trabajaron diligentemente para lograr la fraseología adecuada.
—Eso atrae clientes.
—Los más convenientes.
—Usted lo dirigió hacia el dinero más cauto. Gentes reservadas, conservadoras, poco espectaculares, que han progresado despacio. Viejas y sabias lechuzas.
Demeter cruzó los dedos de la mano y asintió con la cabeza, como haría un tío comprensivo con su sobrino.
—Usted ha dado en el clavo, señor Talbot: viejas y sabias lechuzas.
—Necesito algunos informes especiales y dignos de confianza. ¿Es confidencial su servicio, señor Demeter?
El tío comprensivo, la vieja y sabia lechuza, el tranquilizador hombre de negocios comprendió todos los interrogantes que había detrás de aquella pregunta. Asintió varias veces; luego sonrió y dijo:
—Esa puerta que yo tengo a la entrada es muy ingeniosa, ¿verdad? En eso tiene toda la razón, señor Talbot.
—Respuesta evasiva pero elocuente.
—Espero que servirá para contestar muchas preguntas de nuestros clientes, en lugar de hacer que se las formulen.
Talbot descansó sobre el respaldo del sillón por vez primera desde que había tomado asiento.
—Creo comprender su postura —afirmó.
—Me alegro. En tal caso, ¿por qué no entramos en materia? Señor Talbot, usted tiene alguna dificultad para morir. ¿He expresado la situación con acierto?
—Desde luego, señor Demeter.
—Siempre lo hago.
—Sí, ha dado usted en el blanco.
—Pero además tiene usted otros problemas bastante desusados.
—En efecto.
Demeter se puso en píe y comenzó a pasear, tocando, mientras lo hacía, un astrolabio que se hallaba en un estante, un botellón de cristal tallado que había en un aparador y unos ejemplares del London Times, situados en un soporte de madera.
—Nosotros somos tan sólo especialistas en información, señor Talbot. Podemos ponerle en contacto con lo que necesite, pero llevar a cabo el asunto es problema suyo.
—Si llego a conocer el modus operandi no tendré dificultad alguna en lograr mi objetivo.
—Es usted confiado.
—¿No cuento acaso con su ayuda?
—Desde luego.
Demeter volvió junto a su sillón y tomó asiento de nuevo. Luego dijo:
—Está bien. Si se toma el tiempo suficiente para escribir precisamente lo que desea —lo sé en líneas generales por su carta, pero quiero que sea más preciso, a los fines del contrato—, en tal caso creo que podré suministrarle los datos necesarios para que resuelva su problema.
—¿Y el costo?
—Sepamos primero lo que usted desea, ¿no le parece?
Talbot asintió con la cabeza. Demeter extendió una mano y oprimió un botón que había en el cenicero de pie situado junto a su sillón. Se abrió la puerta.
—Susan —dijo—, ¿quiere conducir al señor Talbot al despacho privado y entregarle lo necesario para escribir?
Ella sonrió y esperó a que Talbot se dispusiera a seguirla.
—Y lleve también al señor Talbot algo para tomar —añadió Demeter—; un café o un refresco, si lo desea.
Talbot no respondió a aquella oferta. Por el contrario, manifestó:
—Puedo necesitar algún tiempo para redactar debidamente la relación. Quizá tenga que trabajar con tanta diligencia como sus redactores, y tarde bastante. Me marcharé a casa y se lo traeré mañana.
Demeter pareció contrariado.
—Eso sería un inconveniente. Para ello le proporcionamos un sitio tranquilo, donde pueda pensar con calma.
—Entonces, ¿prefiere que lo haga ahora mismo?
—Desde luego, señor Talbot.
—Cree que dejarlo para mañana sería un retraso inútil, ¿verdad?
—Exacto.
—Vámonos, Susan. Tráigame un vaso de zumo de naranja, si tiene.
Talbot salió el primero por la puerta, y luego siguió a la mujer por el corredor hasta llegar al extremo opuesto al cuarto de recepción. Antes no había visto aquella estancia. Susan se detuvo ante una puerta y la abrió para que pasara Talbot. En el reducido cuarto había un escritorio y un cómodo sillón. Se alcanzaba a escuchar una música ambiental.
—En seguida le traigo su zumo de naranja —manifestó la mujer.
Talbot entró en la habitación y tomó asiento. Al cabo de un buen rato sólo había escrito seis palabras en una hoja de papel.
Dos meses más tarde, mucho después de una serie de visitas de silenciosos mensajeros que trajeron borradores del contrato para ser examinados, que volvieron para llevárselos revisados, que regresaron con contraofertas y que de nuevo se llevaron las versiones corregidas; después que Demeter hubo puesto las últimas iniciales, que aguardó a que Talbot colocara las suyas, dos meses más tarde, pues, el mapa llegó por medio del último y no menos silencioso mensajero.
Talbot dio orden de abonar el pago final a Asociados de Información ese mismo día. Había dejado de preguntarse si quince vagones de maíz, cultivado especialmente como lo hacía la nación Zuni, poseían algún valor.
Dos días más tarde, un breve artículo en las páginas interiores del Times, de Nueva York, Informaba que quince vagones de productos agrícolas habían desaparecido de un apartadero cercano a Albuquerque. A consecuencia de ello se había iniciado una investigación oficial.
El mapa era muy detallado, y tenía aspecto de ser muy exacto.
Talbot pasó varios días con la Anatomía de Grey, y cuando estuvo seguro de que Demeter y su organización se habían ganado sus elevados honorarios, hizo una llamada telefónica. La operadora de larga distancia le hizo esperar hasta que se estableció la comunicación, llena de estáticos. Luego él insistió ante la operadora de Budapest, en el otro extremo de la línea, para que dejase sonar el teléfono veinte veces, el doble de lo que se permitía por llamada.
En el timbrazo veintiuno alzaron el auricular. Por milagro, el ruido de fondo disminuyó, y Talbot alcanzó a escuchar la voz de Victor como si se encontrase al otro lado de la estancia.
—¿Sí? ¡Hable!
Impaciente y brusco, como de costumbre,
—Victor… Soy Larry Talbot.
—¿Desde dónde llamas?
—Desde los Estados Unidos. ¿Cómo estás?
—Ocupado. ¿Qué quieres?
—Tengo un proyecto entre manos. Quiero contrataros a ti y tu laboratorio.
—Olvídalo. Estoy llegando a la etapa final de un trabajo y no puedo distraerme ahora.
En su voz se notaba la inminencia del corte de comunicación. Talbot se anticipó.
—¿Cuánto tiempo falta? —dijo.
—¿Para qué?
—Para que quedes libre.
—Otros seis meses, en el mejor de los casos. Ocho o diez, si el asunto se complica. Lo dicho, olvídate, Larry. No estoy disponible.
—Al menos, tengamos una conversación.
—No.
—¿Me equivoco, Victor, o me debes algunos favores?
—¿Después de tanto tiempo me hablas de deudas?
—El tiempo hace que aumente su valor.
Hubo un prolongado silencio durante el cual Talbot notó que disminuía algo del sonido de la línea telefónica. En cierto momento creyó que el otro había colgado. Pero al fin le oyó decir:
—Está bien, Larry, hablaremos. Pero tendrás que venir aquí. Estoy demasiado atareado para ir dando saltos en reactor.
—De acuerdo. Tengo tiempo —dijo Talbot—. Lo que me sobra es tiempo.
—Que sea después de la luna llena, Larry.
La indicación fue hecha con gran precisión.
—Muy bien. Nos encontraremos donde la última vez, y en la misma fecha, el treinta de este mes. ¿Te acuerdas?
—Lo recuerdo. Me parece bien.
—Gracias, Victor. Aprecio tu atención.
No hubo respuesta.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó Talbot, suavizando la voz.
—Adiós, Larry —dijo el otro, y colgó.
Se encontraron el treinta de ese mes, durante la medianoche sin luna, en la barcaza de los cadáveres que viajaba entre Buda y Pest. Era la noche apropiada; una niebla gélida avanzaba como una cortina ondulante Danubio arriba, desde Belgrado.
Se estrecharon las manos a sotavento de una pila de ataúdes baratos, de madera, y al cabo de un momento de vacilaciones se abrazaron como hermanos. La sonrisa de Talbot era leve, apenas perceptible bajo la tenue iluminación del farol de la lancha.
—Está bien —manifestó—. Dilo de una vez, para no seguir esperando.
Victor sonrió y murmuró con voz sombría:
Aun el hombre que es puro de corazón
y dice sus plegarias por las noches,
puede convertirse en lobo
cuando florece el acónito
y la luna de otoño brilla con fuerza.
—Y hay otros cantares del mismo álbum —declaró Talbot haciendo un gesto.
—¿Todavía dices tus plegarias por las noches?
—Dejé de hacerlo cuando vi que no obtenía buenos resultados.
—Oye, ¿no iremos a coger una pulmonía para tratar sólo de asuntos triviales, verdad?
Las líneas de cansancio que surcaban el rostro de Talbot se aligeraron con una expresión alegre.
—Victor —dijo—, necesito tu ayuda.
—Te escucho, Larry. Lo haré por un tiempo prudencial.
Talbot tomó nota de la advertencia, y declaró:
—Hace tres meses contesté a un anuncio aparecido en Forbes, la revista de negocios. El anuncio era de Asociados de Información. Estaba redactado ingeniosamente, era pequeño, reservado y aparecía en un lugar poco llamativo de la revista. Pero llamaba la atención de quienes sabían leerlo. No te haré perder el tiempo con detalles. Resumiendo: contesté el anuncio aludiendo a mi problema tan imprecisamente como pude, pero sin llegar a ser incomprensible. Insinué algo acerca de grandes sumas de dinero. Tenía esperanzas. Pues bien, me mandaron una carta concertando una entrevista. Quizá se trataba de otra pista falsa, me dije. Bien sabe Dios que ha habido muchas de ésas.
Victor encendió un «Sobranie Black & Gold», y dejó que el penetrante aroma del humo se alejase con la bruma.
—Pero tú fuiste.
—En efecto, fui. Un equipo extraño, y sistemas de seguridad perfeccionados. Tuve la sensación de que procedían de… Bueno, no estoy seguro de dónde… ni cuándo.
La mirada de Victor adquirió de pronto un manifiesto interés.
—¿Cuándo, has dicho? ¿Son viajeros en el tiempo?
—No lo sé.
—He estado aguardando a que ocurriera algo como eso, ya lo sabes. Es inevitable. Tarde o temprano ellos se darán a conocer, sin duda.
Se calló de pronto y se puso a reflexionar. Talbot le volvió a la realidad.
—No podría decirte nada, Victor. Pero no es eso lo que me preocupa, de momento.
—Comprendo. Lo siento, Larry, continúa. Te entrevistaste con ellos…
—Era un hombre llamado Demeter. Pensé que podía haber alguna pista por ahí. No pensé en ese nombre al principio. Sé de un florista de Cleveland que se llamaba Demeter, hace mucho tiempo. Pero luego me di cuenta de que Demeter era la deidad griega de la Tierra. Mitología griega… No hay relación alguna. Al menos, así lo creo. Estuvimos hablando. Comprendió mi problema y dijo que se encargaría del asunto. Pero deseaba que le especificase detalladamente lo que yo deseaba, a fin de realizar el contrato. Dios sabe cómo lo habrá puesto en vigor, pero pudo hacerlo. Y tenía una ventana, Victor, que daba hacia…
Victor tomó el cigarrillo entre el pulgar y el índice y lo arrojó a la negra corriente del Danubio.
—Larry, estás desvariando —dijo.
A Talbot se le agarrotaron las palabras en la garganta. Por fin declaró:
—Victor, cuento contigo. Me temo que estoy perdiendo mi habitual aplomo.
—Está bien, tranquilízate. Oigamos el resto del asunto, y ya veremos. Relájate.
Talbot asintió con aire agradecido.
—Escribí el tipo de comisión que pretendía. Eran sólo seis palabras —manifestó, al tiempo que extraía del bolsillo interior de la chaqueta un papel doblado.
Victor desplegó el papel y leyó:
COORDENADAS GEOGRÁFICAS
PARA LOCALIZAR MI ALMA.
Mucho después de haber comprendido el significado de la nota, Victor aún seguía mirando las líneas mecanografiadas. Cuando devolvió el papel a Talbot tenía una expresión nueva, más vivaz.
—Nunca te darás por vencido, ¿verdad, Larry?
—¿Lo hizo tu padre?
—No.
Una honda tristeza se reflejó en el semblante del hombre al que Talbot llamaba Victor.
—Y precisamente porque no se dio por vencido —añadió este último al cabo de un momento—, se encuentra desde hace dieciséis años en un arnés para catatónicos.
Volvió a quedar en silencio, y al fin prosiguió diciendo, suavemente:
—Nunca duele saber cuándo debe uno darse por vencido, Larry. En ocasiones más vale que suceda espontáneamente.
Talbot resopló disgustado.
—Eso es fácil de decir, amigo. Creo que vas a morirte, Victor.
—No me hace gracia, Larry.
—¡Entonces ayúdame, condenación! He ido más lejos que nunca, para librarme de todo esto. Ahora te necesito a ti. Tú tienes experiencia.
—¿Has indagado en 3M, en Rand, o incluso en General Dynamics? Tienen personal muy competente.
—Maldito seas.
—Está bien, lo siento. Lo pensaré un minuto.
La barcaza de los cadáveres hendía las invisibles aguas en silencio, rodeada por la niebla, sin Caronte ni Estigia, sólo como un simple servicio público, un lanchón de frases inconclusas, de misiones sin terminar, de sueños no realizados. Con excepción de aquellos dos hombres que hablaban, la carga de la barcaza había dejado atrás las decisiones y los anhelos.
Entonces Victor dijo lentamente, hablando consigo mismo tanto como con Talbot:
—Podríamos hacerlo con microtelemetría. Bien mediante una técnica de microminiaturización directa, o por reducción de un artefacto de servomecanismo que contenga dispositivos de guía y control remoto y de propulsión. Se emplearía una solución salina para inyectar en el torrente circulatorio sanguíneo. Podríamos inducirte al «sueño ruso» en conexión con tus nervios sensitivos, de modo que controlaras el aparato como si estuvieras allí mismo… Una transferencia consciente de un punto de vista.
Talbot le miró con esperanza, pero el otro dijo en seguida:
—No, no daría resultado. Olvídalo.
Victor siguió pensando. Talbot introdujo la mano en el otro bolsillo de la chaqueta y extrajo la cajetilla de «Sobranies». Encendió uno y permaneció en silencio, esperando. Siempre ocurría lo mismo con Victor, quien debía abrirse paso penosamente a través del laberinto analítico.
—Tal vez sirva el equivalente biotécnico: un microorganismo inyectado… con el que se establece un vínculo telepático. Pero no, demasiados inconvenientes, al existir la posibilidad de un conflicto entre el ego y el control. Además, la percepción empeoraría notablemente. Quizá una criatura gregaria inyectada por múltiples p.o.v…
Una nueva pausa.
—No, tampoco serviría.
Talbot dio una chupada a su cigarrillo, dejando que el misterioso humo oriental circulase por sus pulmones. Victor añadió:
—¿Y qué pasaría —sólo con fines especulativos— si tuviésemos en cuenta que el ego existe hasta cierto punto en todo espermatozoide? Así lo han asegurado. En tal caso se crea una conciencia en una célula y se la envía en una misión que… Bah, son pamplinas metafísicas. ¡Maldición, esto nos llevará mucho tiempo y reflexiones, Larry! Márchate y déjame que lo piense. Me pondré en contacto contigo.
Talbot arrojó la colilla del «Sobranie» por encima de la borda y exhaló la última bocanada de humo.
—Está bien, Victor. Doy por sentado que tienes el interés suficiente como para ocuparte del asunto.
—Soy un científico, Larry. Quiere decir que el problema me atrae. Tendría que ser un imbécil para que no fuese así. Esto se relaciona directamente con lo que…, con lo que mi padre…
—Comprendo. Te dejaré en paz y esperaré.
Permanecieron un momento en silencio, el uno pensando en soluciones, el otro considerando los problemas. Cuando se separaron se dieron un abrazo.
Talbot tomó el avión de vuelta para su país a la mañana siguiente, y aguardó durante las noches de luna llena, rezando abrumado por la angustia. Pero eso sólo empeoraba las cosas. E irritaba a los dioses.
Cuando sonó el teléfono y Talbot alzó el auricular, ya sabía lo que iban a decirle. Lo había sabido todas las veces que el teléfono había llamado, en los dos últimos meses.
—¿Señor Talbot? De la Western Union. Tenemos un telegrama para usted. Procede de Moldavia, Checoslovaquia.
—Por favor, léalo.
—Es muy breve, señor. Dice: «Ven inmediatamente. La prueba está dispuesta.» Firma Victor.
Talbot partía menos de una hora después de la conferencia telefónica. El Learjet se encontraba ya en la pista de despegue desde que él había regresado de Budapest. El aparato estaba con los tanques de combustible llenos y el plan de vuelo preparado. La maleta de Talbot estaba dispuesta para un viaje de setenta y dos días y se hallaba junto a la puerta. El pasaporte con los visados descansaba en un bolsillo interior de su chaqueta. Cuando Talbot se hubo marchado, el apartamento siguió temblando durante algún tiempo con los ecos de su partida.
El vuelo parecía interminable. Al menos le daba la sensación de que se prolongaba más de lo necesario.
El paso por la aduana, incluso con los altos documentos oficiales (todos obras maestras de la falsificación) y los sobornos, parecía prolongarse sádicamente por parte del trío de bigotudos oficiales subalternos, que disfrutaban con el ejercicio de su momentáneo poder.
Los servicios que se hallaban en el país dejaban mucho que desear, y recordaban al hombre de cera que no podía correr hasta que entraba en calor, y que una vez entrado en calor se había ablandado excesivamente para poder correr.
Como era de esperar, y a semejanza de lo que podía ocurrir en el capítulo más intrigante de una novela gótica, estalló repentinamente una fuerte tormenta eléctrica en las montañas cuando el viejo coche de alquiler se hallaba a pocos kilómetros de distancia del lugar a donde iba Talbot. Los nubarrones se alzaron por los escarpados pasos montañosos, cubrieron el cielo dejándolo negro como una tumba, y se extendieron luego sobre la carretera oscureciéndolo todo.
El conductor del vehículo, un hombre taciturno cuyo acento permitía catalogarlo como un servio, mantuvo el gran automóvil en el centro de la carretera con la tenacidad de un jinete de rodeo y las manos en posición de las diez y diez sobre el volante.
—Señor Talbot…
—¿Sí?
—Esto se pone feo. ¿Doy la vuelta?
—¿Cuánto falta?
—Unos siete kilómetros, tal vez.
Los faros captaron el momento en que un árbol pequeño era desgajado por el viento y lanzado hacia ellos. El chófer hizo girar el volante y aceleró. Las ramas del árbol rozaron el maletero del automóvil de alquiler con un sonido de uñas que arañan un encerado. Talbot se dio cuenta de que había estado reteniendo el aliento durante un buen rato. La muerte no le preocupaba demasiado, y sin embargo la amenaza del momento llegó a afectarle.
—Tengo que llegar allí.
—Entonces seguiré adelante. Tranquilícese.
Talbot se recostó en el respaldo y pudo ver que el servio le sonreía por el espejo retrovisor. Más tranquilo, se puso a mirar por la ventanilla. Los relámpagos horadaban la oscuridad con sus brazos ramificados, y hacían que el paisaje de los alrededores adquiriese un aspecto amenazador e inestable.
Al fin, Talbot llegó a su destino.
El laboratorio, como un absurdo cubo modernista, resaltaba con su color blanco hueso contra el oscuro basalto de la montaña, y se hallaba situado por encima de la deteriorada carretera. Habían estado ascendiendo sin cesar durante varias horas, y en ese momento, como fieras que aguardasen el momento oportuno, los Cárpatos les rodeaban por todas partes.
El chófer condujo con dificultad durante el kilómetro y medio final, que llevaba desde la carretera hasta el laboratorio. Oleadas de aguas negras y llenas de ramas descendían en dirección contraria.
Victor le estaba esperando. Sin explayarse en la bienvenida, hizo que un ayudante recogiera la maleta de Talbot y luego condujo a éste apresuradamente hasta un recinto subterráneo, donde media docena de técnicos realizaban con celeridad sus tareas, deambulando entre enormes consolas de control y una gran placa de cristal que colgaba vertical de unos cables del techo lleno de vigas.
El ambiente era de gran expectación. Talbot pudo apreciarlo por las breves miradas que le dirigían los técnicos y por la forma en que Victor le llevaba por el brazo entre la apresurada actividad de las máquinas extrañas, en torno a las cuales iban y venían hombres y mujeres.
Por el modo de actuar de Victor, Talbot se dio cuenta de que algo nuevo y maravilloso estaba a punto de nacer en aquel laboratorio. Que tal vez, al fin, después del interminable horror, la paz le aguardaba en aquella estancia recubierta de azulejos blancos. Victor se mostraba comunicativo y estaba diciendo:
—Estos son los preparativos finales.
Señaló a dos mujeres que trabajaban ante un par de aparatos similares montados frente a frente contra las paredes y de cara a la placa de cristal. Para Talbot aquellos artefactos semejaban proyectores de rayos láser con un diseño sumamente complicado.
Las mujeres hacían girar hacia la izquierda y la derecha los artilugios, lentamente sobre sus ejes y en medio de un suave zumbido eléctrico. Victor dejó que Talbot examinase despacio los dos aparatos, y luego dijo:
—No, no son lásers, sino grasers[2], o amplificación de rayos gama por emisión estimulada de radiaciones. Míralos bien, pues constituyen al menos la mitad de la solución a tu problema.
Las dos mujeres tomaron visuales de un lado a otro de la estancia, a través de la placa de cristal, y asintieron a la vez. Entonces la de más edad, que parecía tener unos cincuenta años, dijo a Victor:
—Alineados, doctor.
El aludido hizo un ademán de aprobación y se volvió hacia Talbot.
—Ya estábamos preparados antes, pero esta condenada tormenta dura desde hace una semana. No nos hubiera perjudicado de no haber caído un rayo en nuestro transformador principal. Teníamos energía de emergencia para varios días, y hemos tardado algún tiempo hasta que todo ha vuelto a la normalidad.
Una puerta se abrió en la pared de la galería que se hallaba a la derecha de Talbot. El movimiento de la puerta era lento, como si ésta fuese pesada y no sobrase la energía necesaria para moverla. Una placa de esmalte amarillo, fijada a la puerta, decía en gruesas letras negras, y en francés:
AL PASAR ESTE ACCESO SE REQUIEREN DISPOSITIVOS DE CONTROL PERSONAL
La puerta terminó de abrirse por completo, al fin, y Talbot pudo leer la placa de advertencia que había al otro lado:
PRECAUCIÓN, ZONA DE RADIACIONES
Debajo de estas palabras había un signo triangular, de tres brazos, Talbot pensó en el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo, aunque sin ningún motivo racional.
Entonces divisó el letrero que había más abajo aún, y que proporcionaba una explicación. Decía así:
ABRIR ESTA PUERTA DURANTE MÁS DE TREINTA SEGUNDOS EXIGIRÁ UNA INVESTIGACIÓN Y UN CONTROL
La atención de Talbot se hallaba para entonces dividida entre la puerta y lo que le decía a Victor:
—Pareces preocupado por la tormenta.
—No estoy preocupado —repuso Victor—. Es sólo precaución. De todas formas, no hay posibilidades de que la tormenta obstaculice el experimento, a menos que vuelva a caer otro rayo, lo cual dudo, pues hemos tomado precauciones especiales. Pero no quiero arriesgarme a que falte la corriente en medio del proceso.
—¿El proceso?
—Voy a explicarte todo esto. En realidad, debo explicarlo a fin de que tu partícula larva tenga conocimiento de ello.
Victor sonrió al advertir la confusión de Talbot, y añadió:
—No te preocupes, ya lo comprenderás.
Una mujer anciana, con una bata de laboratorio, había aparecido por la puerta y ahora estaba detrás y a la derecha de Talbot, aguardando sin duda a que terminasen la conversación para hablar con Victor. Este volvió los ojos hacia ella y preguntó:
—¿Sí, Nadja?
Talbot la miró y una secreción ácida inundó su estómago.
—Ayer se dedicó un considerable esfuerzo a hallar la causa de una inestabilidad horizontal de elevado campo —dijo, hablando suavemente, sin entonación, como si leyese un informe—. El haz accesorio impidió la debida extracción.
Ochenta años, poco más o menos. Ojos grises hundidos profundamente entre unos pliegues de carne arrugada del color de paté de hígado.
—Durante la tarde —prosiguió la mujer— el acelerador fue parado a fin de realizar algunos arreglos.
Ajada, deshecha, encorvada, demasiados huesos para aquella armazón.
—El superpercutor fue reemplazado en C48 por un sector de cámara de vacío. Había una fuga.
Talbot se sentía angustiado. Los recuerdos le asaltaban como hordas ansiosas, como oscuras oleadas de hormigas que mordisqueaban todo lo blando, sinuoso y vulnerable que había en su cerebro.
—Hemos perdido dos horas a causa de un solenoide que falló en una válvula de vacío, en el recinto de transferencia.
—Madre… —dijo Talbot, con un ronco susurro.
La anciana se estremeció con violencia y su cabeza se volvió, mientras sus ojos se agrandaban como platos.
—¡Victor! —exclamó, con voz aterrada.
Talbot apenas se movió, pero Victor cogió a la mujer por un brazo y la sostuvo.
—Gracias, Nadja —le dijo—: Baja a la estación objetivo B y controla los haces secundarios. Ve ahora mismo.
La mujer pasó junto a ellos cojeando, y desapareció rápidamente por otra puerta, que abrió para ella una de las mujeres jóvenes.
Talbot la vio marcharse con los ojos llenos de lágrimas.
—Dios mío, Victor —dijo Talbot—. Era…
—No, Larry, no era.
—Sí, estoy seguro, sé que era ella. Pero ¿cómo es posible, Victor? ¿Cómo?
El científico se volvió hacia él y le alzó la barbilla con la mano libre.
—Mírame, Larry, maldición. Te digo que me mires. No era ella. Estás equivocado.
La última vez que Lawrence Talbot había llorado, fue la mañana en que despertó tendido bajo los arbustos de hidrángea, en el jardín botánico próximo al Museo de Arte de Minneápolis. Estaba echado junto a algo ensangrentado y quieto. En sus uñas tenía restos de carne, tierra, y sangre. Entonces fue cuando supo lo que eran los grilletes, y el soltarse de ellos en estado de conciencia, pero no en otro estado. Ahora sentía deseos de llorar, otra vez. Y con motivo.
—Un momento —dijo Victor—. Larry, ¿querrías esperarme un instante? En seguida vuelvo.
Talbot asintió mientras volvía el rostro hacia otro lado y Victor se alejaba. Mientras seguía allí, rugían en su interior oleadas de recuerdos dolorosos. Una puerta se abrió deslizándose en la pared más alejada del recinto, y un técnico de bata blanca, como los anteriores, asomó la cabeza por la abertura.
Talbot pudo ver la poderosa maquinaria que había en la enorme cámara situada más allá de la puerta. Electrodos de titanio y conos de acero. Le pareció reconocerlo. Se trataba de un preacelerador de Cockroft-Walton.
Victor regresó con un vaso que contenía un liquidó de aspecto lechoso. Se lo entregó a Talbot.
—Victor —dijo el técnico desde la puerta más alejada.
—Bebe esto —ordenó Victor a Talbot, y luego se volvió hacia el técnico.
—Todo dispuesto —dijo el investigador.
Victor le hizo una seña con la mano y contestó:
—Dame diez minutos, aproximadamente, Karl. Luego inicia la primera fase, y avísanos.
El técnico hizo un gesto afirmativo y desapareció por la puerta. Esta se deslizó hasta cerrarse, ocultando así la enorme cámara, llena de maquinaria pesada.
—Eso ha sido una parte de la otra mitad de la solución mística y mágica a tu problema —dijo el físico, sonriendo ahora como un padre satisfecho.
—¿Qué he tomado?
—Un estabilizador. No quiero que padezcas alucinaciones.
—No era una alucinación. ¿Cómo se llamaba?
—Nadja. Estás equivocado. Jamás la habías visto anteriormente. ¿Acaso te he mentido alguna vez? ¿No nos conocemos desde hace mucho tiempo? Necesito tener tu confianza, si esto va a seguir adelante.
—Está bien.
El líquido lechoso había comenzado a obrar. El rostro de Talbot dejó de estar congestionado, y sus manos perdieron su temblor.
Victor se mostró muy severo, de improviso, como un científico que no tiene tiempo para menudencias y que debe impartir órdenes.
—Bien, por un momento creí que iba a emplear más tiempo en los preparativos. En fin —añadió, sonriendo de nuevo—, te lo diré claramente: por un momento creí que nadie acudiría a mi fiesta.
Talbot le dirigió una sonrisa forzada y siguió a Victor hasta un grupo de monitores de televisión situados en unos soportes de una esquina.
—Perfectamente. Vamos a informarte.
Encendió los aparatos, uno tras otro, hasta que los doce estuvieron funcionando. Exhibía cada uno de ellos una escena de las macizas instalaciones, rústicamente terminadas.
El monitor número uno mostraba un túnel interminablemente largo, pintado de un blanco de tono cáscara de huevo. Talbot había pasado buena parte de su espera de dos meses leyendo. Reconoció el túnel como una vista de la «vía recta», en el recinto principal. Unos magnetos gigantescos situados en sus bases de hormigón, a prueba de sacudidas, relucían tenuemente en la penumbra del túnel.
El monitor número dos mostraba el llamado túnel linac.
El monitor número tres dejaba ver el cuerpo del rectificador perteneciente al preacelerador del Cockroft-Walton.
El monitor número cuatro ofrecía una vista del amplificador. El monitor número cinco mostraba el interior de la sala de transferencias. Los monitores seis a nueve revelaban tres zonas experimentales, y de menor tamaño, una zona interior para los sectores del mesón, el neutrón, y el protón.
Los tres monitores restantes mostraban zonas de investigación en los sótanos del complejo de laboratorio, el final de uno de los cuales era el vestíbulo principal donde Talbot se hallaba mirando a los doce monitores. Allí, en la duodécima pantalla, Talbot podía verse a sí mismo observando el monitor.
Victor se alejó de las pantallas.
Talbot no dejaba de pensar en la anciana llamada Nadja. No, no podía ser ella.
—Larry —le preguntó Victor—. ¿Qué has visto hasta ahora?
—Por lo que he podido observar —repuso Talbot—, eso parecía un acelerador de partículas. Y parecía tan grande como el sincrotrón protónico CERN, de Ginebra.
Victor pareció favorablemente impresionado.
—Veo que te has documentado un poco.
—Me convenía hacerlo.
—De acuerdo. Veamos ahora si puedo yo impresionarte a ti. El acelerador CERN alcanza energías de hasta 33 BeV; el anillo que está debajo de esta habitación llega hasta energías de 15 GeV.
—Giga es un prefijo que significa un trillón.
—¡No hay duda, te has informado bien! Entonces, son quince trillones de electrones-voltio. ¿Tienes alguna duda más, Larry?
—Sólo una.
Graser, en inglés, Gamma Ray Amplification by Stimulated Emission of Radiation.
Victor aguardó expectante.
—¿Puedes hacerlo? —inquirió Talbot.
—Sí. La oficina meteorológica dice que el ojo de la tormenta está pasando por encima de nosotros. Dispondremos de más de una hora para la parte más peligrosa del experimento.
—Pero puedes llevarlo a cabo, ¿verdad?
—Sí, Larry. No me gusta tener que decirlo dos veces.
No había la menor vacilación en su voz, ninguno de los «sí, pero» que había escuchado de él anteriormente. Victor había encontrado al fin el camino.
—Lo siento —dijo Talbot—. Pero si ya estamos dispuestos, ¿para qué necesitas adoctrinarme?
Victor sonrió aviesamente y dijo como si recitase una letanía:
—Como brujo que soy, estoy a punto de embarcarme en una aventura, arriesgada y difícil de explicar técnicamente, hacia lo alto de la estratosfera. Entonces debo conferenciar y cambiar impresiones con mis compañeros, los demás brujos.
Talbot alzó las manos y contestó:
—No digas más.
—Está bien. Ahora presta atención. Si no fuera necesario no haría esto. Puedes creer que nada me aburre más que escucharme en una de mis conferencias. Pero tu larva tiene que poseer todos los datos que tú tienes. Así que escucha. Ahora viene la tediosa, pero increíblemente informativa explicación.
El CERN (Conseil Européen pour la Recherche Nucleaire), o Consejo de Europa Occidental para la Investigación Nuclear, resolvió instalar en Ginebra su Gran Máquina. Holanda perdió esa ventaja porque era del dominio público que en los Países Bajos la comida no resultaba muy buena. Es un detalle pequeño, pero significativo.
El bloque oriental, el CEERN (Conseil de l’Europe de l’Est pour la Recherche Nucleaire), o Consejo de Europa del Este para la Investigación Nuclear, se vio obligado a elegir este remoto lugar en lo alto de los Cárpatos Blancos (en lugar de situarlo en zonas más razonables y hospitalarias, como Cluj, en Rumanía; Budapest, en Hungría, y Gdansk[3] en Polonia), porque Victor, el amigo de Talbot, había escogido precisamente ese sitio.
El CERN contaba con la colaboración de Dalh, Wideroe, Goward, Adams y Reich. El CEERN contaba sólo con Victor. Éste actuó siguiendo su voluntad.
De esa forma, el laboratorio fue construido trabajosamente según sus indicaciones, y el acelerador de partículas llegó a empequeñecer la Máquina del CERN. Empequeñeció también el anillo de seis kilómetros del Laboratorio Nacional de Aceleración de Batavia, Illinois. En realidad, era el sincrofasotrón más grande y avanzado del mundo.
Sólo un setenta por ciento de los experimentos realizados en el laboratorio subterráneo se dedicaban a proyectos patrocinados por el CEERN. Un uno por ciento del personal del complejo científico trabajaba personalmente para Victor, y no para el CEERN, ni para el Bloque Oriental, ni para doctrinas o dogmas, sino para un hombre.
De ese modo, el treinta por ciento de los experimentos que se realizaban en el anillo acelerador de veinticuatro kilómetros de diámetro concernían directamente a Victor. Si el CEERN lo sabía —y resultaba difícil que se enterase—, no protestaba. El setenta por ciento de los frutos de un genio era mucho mejor que nada.
Si Talbot hubiera sabido antes que las investigaciones de Victor se orientaban hacia la puesta al día de los conocimientos sobre la estructura de las partículas fundamentales, no habría perdido el tiempo con los rodeos y vericuetos por los que arrastró durante años su problema, y con los que pensó que iba a lograrlo todo, y no sacó nada más que polvo. Pero hasta que Asociados de Información no le suministraron la pista —una pista que siguió anteriormente en todas direcciones menos la inesperada, que mezclaba la sombra con la substancia, la fantasía con la realidad—, hasta ese momento no tuvo necesidad del exótico talento de Victor.
Mientras el CEERN se calentaba al sol de la certidumbre de que su asalariado genio les mantenía al frente en la competencia por los Superaceleradores, Victor informaba a su viejo amigo sobre la forma en que podría proporcionarle la paz o la muerte; el modo mediante el cual Lawrence Talbot hallaría su alma; la manera en que, con precisión y exactitud, podría penetrar en su propio cuerpo.
—La respuesta a tu problema —decía Victor—, comprende dos partes. Primero, tenemos que crear una perfecta reproducción de tu organismo, un simulacro cíen mil veces o un millón de veces más pequeño que tú, el original. En segundo lugar, habrá que darle realidad, convertir la imagen en algo corpóreo, material, con existencia propia. Un Talbot en miniatura con todo lo que tú posees, tus recuerdos y tus conocimientos.
Talbot asintió apaciblemente. El líquido lechoso suavizaba la agitada corriente de su memoria.
—Me alegro de que no fuese un problema grave —dijo sonriendo.
Victor le miró con el ceño fruncido.
—Dentro de poco inventaré la pólvora —manifestó—. Hablemos seriamente, Larry.
—La culpa es de ese cóctel lácteo que me has hecho tomar.
Victor apretó los labios y Talbot comprendió que debía hacer lo posible por dominarse.
—Lo siento, continúa —declaró Larry.
El científico vaciló por un momento tratando de reafirmar la seriedad de su postura con un poco de sentido de culpabilidad en su interlocutor. Luego prosiguió:
—La primera parte del problema se resuelve utilizando los rayos Graser que hemos perfeccionado. Realizaremos un holograma tuyo, empleando una onda que no se generará a partir de los electrones del átomo, sino del núcleo. Una onda un millón de veces más corta, con mayor poder resolutivo que la del láser.
Victor se encaminó hacia la gran placa de vidrio que colgaba verticalmente en el centro del laboratorio, con los rayos Graser dirigidos hacia su centro, y dijo:
—Ven aquí.
Talbot le siguió.
—¿Es ésta la placa holográfica? —inquirió Larry—. Es precisamente una placa de vidrio fotográfico, ¿verdad?
—No es ésta —declaró Victor mientras tocaba la plancha cuadrada de tres metros de lado—. ¡Es ésta!
Y diciendo esto colocó su índice sobre un lugar en el centro del cristal, y Talbot se inclinó para mirar. No vio nada al principio, pero luego, cuando colocó el rostro tan cerca como le fue posible, notó una ligera imperfección, como la superficie de un fino pañuelo de seda. Talbot miró inquisitivamente a Victor.
—Es una placa microholográfica —dijo éste—, de reducido tamaño. Ahí es donde vamos a capturar tu espíritu un millón de veces reducido. Aproximadamente del tamaño de una sola célula, quizá del de un glóbulo rojo.
Talbot emitió una risita.
—Bueno —declaró Victor, cansadamente—, creo que has bebido demasiado, y ha sido por mi culpa. Vamos a empezar. Te encontrarás bien de nuevo cuando estemos dispuestos… Sólo ruego al cielo que tu larva no esté afectada.
Le colocaron desnudo delante de la placa holográfica. La más vieja de las dos mujeres técnicos apuntó hacia él su Graser. Se escuchó un zumbido suave, que Talbot tomó por el de algún mecanismo que giraba hacia su posición correcta. Entonces Victor dijo:
—Muy bien, Larry, ya está.
Talbot los miró, esperando algo más.
—¿Ya está? —preguntó.
Los técnicos parecieron muy complacidos, e incluso divertidos ante su reacción.
—Todo concluido —aseguró Victor.
Así de rápido había sucedido. Talbot ni siquiera había visto el rayo Graser cuando le golpeaba y fijaba su imagen.
—¿Ya está? —repitió.
Victor comenzó a reírse. La risa se extendió por el laboratorio. Los técnicos se aferraron a su equipo, lanzando carcajadas. Las lágrimas rodaban por las mejillas de Victor; todo el mundo jadeaba tratando de respirar. Talbot, de pie ante al minúscula imperfección del cristal, se sentía como un retrasado mental.
—¿Ya está? —dijo de nuevo, sin poder evitarlo.
Al cabo de un buen rato se les secaron los ojos a los demás, y Victor le separó de la gran placa de cristal.
—Ya está, Larry, y todo preparado para lo demás. ¿Sientes frío?
La carne desnuda de Talbot aparecía cubierta de pequeñas prominencias, como carne de gallina. Uno de los técnicos le trajo una bata para que se la pusiera. Talbot permaneció quieto, mirando. Resultaba evidente que ya no era el centro de la atención general.
En ese momento, el Graser alterno y la placa holográfica del cristal eran el foco del interés. El talante despreocupado de la gente había desaparecido de nuevo, y un gesto de atenta expectativa dominaba los rostros del personal del laboratorio. Victor llevaba puesto un juego de auriculares de intercomunicación, y Talbot le oyó decir:
—Está bien, Karl. Aplica la potencia máxima.
Casi al instante el laboratorio se llenó con el sonido de unos generadores en funcionamiento. El ruido se hizo doloroso, y Talbot sintió que los dientes comenzaban a dolerle. El estrépito continuó aumentando hasta transformarse en un aullido que prosiguió hasta más allá de donde alcanzaba su sentido de la audición.
Victor hizo una seña con la mano a la más joven de las dos mujeres técnicos, situada en el Graser que estaba más allá de la placa de cristal. La mujer se inclinó rápidamente sobre el mecanismo de la mira. Talbot no vio ningún rayo de luz, pero percibió el mismo zumbido que anteriormente. Entonces, mientras perduraba el zumbido, un holograma de sí mismo, de tamaño natural y desnudo como lo había estado él un momento antes, tembló en el aire, en el lugar que Talbot había ocupado.
Miró a Victor con gesto interrogante. Este último le hizo una seña afirmativa y Talbot se acercó al fantasma, pasó una mano a través de él y le miró los claros ojos castaños, advirtiendo también los amplios poros de la nariz. Se estudió a sí mismo, de este modo, más detalladamente de lo que pudo haberlo hecho nunca ante un espejo. Se sintió como si alguien hubiera caminado sobre su tumba.
Victor estaba hablando con tres técnicos varones, y un momento después éstos se aproximaron para observar el holograma. Se adelantaron con unas reglas ligeras y unos sensibles instrumentos que parecían capaces de tomar las complicadas dimensiones de la fantasmagórica imagen. Talbot le observó entre fascinado y aterrado. Le pareció como si fuera a iniciar la aventura más trascendental de su vida; un viaje con un destino más que deseado: la aniquilación.
Uno de los técnicos hizo una seña a Victor.
—Es puro —dijo éste.
Luego, dirigiéndose a la más joven de las dos mujeres técnicos, la que estaba en el segundo proyector Graser, añadió:
—Bueno, Jana, quítalo de ahí.
Ella puso en marcha un motor, y el conjunto del artefacto proyector se desplazó sobre unas fuertes ruedas de goma y se alejó. La imagen de Talbot, desnuda y vulnerable, le pareció a éste un poco triste, mientras la veía fundirse y desvanecerse como la neblina matinal. Cuando la mujer técnico cerró el proyector, la imagen desapareció por completo.
—Atención, Karl —dijo Victor—. Vamos a traer el pedestal. Reduce la abertura y espera mí señal.
Entonces se volvió hacia Talbot y le informó:
—Aquí viene tu larva, viejo amigo.
Talbot notó una sensación como de resurrección.
La mujer técnico de más edad hizo rodar un soporte de acero inoxidable de algo más de un metro de altura hasta colocarlo en el centro del laboratorio. Situó el pedestal de modo que el huso minúsculo y muy pulimentado que se hallaba en la porción superior del soporte llegara a tocar la parte inferior de la pequeña desigualdad de la placa de vidrio.
Aquello tenía el aspecto, y lo era, de un verdadero ensayo para la prueba efectiva. El holograma de tamaño natural no había sido más que un experimento rudimentario a fin de comprobar la perfección de la imagen. Ahora veía la creación de una entidad viviente, de un Lawrence Talbot desnudo y del tamaño de una célula minúscula, que poseía conciencia, memoria, inteligencia y deseos idénticos a los del propio Talbot.
—¿Preparado, Karl? —inquirió Victor.
Talbot no escuchó la respuesta, pero Victor asintió con la cabeza, como sí hubiera escuchado algo, y a continuación exclamó:
—¡Atención, proyecten el haz!
Ocurrió tan rápido, que Talbot se perdió la mayor parte del proceso.
El haz micropiónico estaba compuesto por partículas un millón de veces más pequeñas que el protón, es decir, más pequeñas que el quark, que el muon, y que el pion. Victor les había dado el nombre de micropiones.
La grieta se abrió en la placa. El rayo se desvió al pasar por la hendedura holográfica y se extinguió cuando el hueco se cerró otra vez.
Todo había transcurrido en una mil millonésima de segundo.
—Terminado —dijo Victor.
—No veo nada ahí —dijo Talbot, y luego se dio cuenta de lo necio que debió de parecer a aquella gente. Claro que no podía ver nada. No había nada que ver… a simple vista.
—¿Está ya eso… ahí? —inquirió.
—Tú estás ahí —contestó Victor.
Luego hizo una seña a uno de los técnicos varones que se hallaba junto a una pared cubierta de estantes donde se guardaban diversos aparatos, y el hombre se inclinó rápidamente sobre el delgado y brillante tubo de un microscopio. Llevó el aparato hasta colocarlo apuntando con el objetivo hacia la minúscula aguja que había en la parte superior del pedestal, y lo ajustó de un modo que Talbot no pudo apreciar con claridad. Retrocedió luego, mientras Victor decía:
—La segunda parte de tu problema está resuelta, Larry. Ve y míralo tú mismo.
Lawrence Talbot se adelantó hacia el microscopio e hizo girar el botón hasta que divisó la superficie brillante del huso. Entonces se vio a sí mismo en una dimensión infinitamente reducida, pero perfecta.
Al mirar hacia arriba, Talbot pudo reconocerse. Sin embargo, todo lo que pudo ver era un ciclópeo ojo de color castaño que miraba hacia abajo desde el pulido satélite de cristal que se cernía en su firmamento.
Hizo una seña, y el ojo parpadeó.
«Ahora comienza todo», pensó.
Lawrence Talbot se hallaba junto al borde del enorme cráter que constituía el ombligo de Lawrence Talbot. Miró hacia abajo, a la profunda depresión con sus atrofiados restos de cordón umbilical, que formaban salientes y protuberancias, ondulando y desvaneciéndose en la oscuridad más completa.
Se irguió dispuesto a descender, y aspiró los olores de su propio cuerpo. En primer lugar, el sudor. Luego, los efluvios que llegaban del interior del organismo. El olor a penicilina, que era como morder una hojalata con dientes en mal estado. El olor a aspirina, que le recordaba el yeso y le hacía estremecer los pelos de la nariz. Los olores a comida descompuesta, digerida y transformada en desechos. Todos aquellos olores se elevaban hacia él como una sinfonía salvaje de tonos oscuros.
Se sentó en el redondeado borde del ombligo, y luego se dejó deslizar hacia adelante.
Resbaló hacia abajo, salvó una protuberancia, descendió unos pocos pasos, y luego volvió a resbalar, como en un tobogán que le hundía en la oscuridad. Cayó sólo un corto tiempo, hasta que notó el tejido suave y sinuoso donde el ombligo había sido ligado. La oscuridad en el fondo del gran hueco se desvaneció de pronto cuando una luz cegadora inundó el ombligo. Haciendo pantalla con la mano, Talbot miró hacia la parte superior de la oquedad. Allí brillaba un sol más luminoso que un millar de novas. Victor había colocado una bombilla de cirugía sobre el hueco, para ayudarle en lo posible.
Talbot vio la silueta de algo enorme que se movía más allá de la luz. Trató de descubrir lo que era. Le carecía importante conocer aquello. Por un instante, antes de que sus ojos se cerraran frente al resplandor, creyó saber lo que había sido. Alguien que le estaba observando más allá de la bombilla quirúrgica que pendía por encima del cuerpo desnudo y anestesiado de Lawrence Talbot, dormido sobre una mesa de operaciones.
Había sido la anciana, Nadja.
Permaneció inmóvil largo rato, pensando en ella.
Luego Talbot se arrodilló y palpó el tejido que formaba el fondo de la oquedad umbilical.
Creyó poder divisar algo que se movía más abajo de la superficie, como agua que discurriese por debajo de una capa de hielo. Se colocó boca abajo, sobre el vientre, y puso las manos en forma de copa, alrededor de los ojos, aplicando el rostro contra la dormida carne. Era como mirar a través de una placa de material transparente. Una membrana temblorosa a través de la cual alcanzaba a divisar el cuerpo aplastado de la vena umbilical.
No había abertura alguna. Oprimió con las palmas de las manos la elástica superficie, que cedió aunque sólo ligeramente. Antes de poder hallar el objetivo, tenía que seguir la ruta señalada en el mapa de Demeter, ahora firmemente grabado en su memoria. Pero para poder iniciar aquel viaje, debía penetrar primero en su propio cuerpo.
Sin embargo, no poseía nada para efectuar aquella entrada.
Vacilante, de pie ante el umbral de su propio cuerpo, Lawrence Talbot sintió que la ira le dominaba. Su vida había sido hasta entonces angustia, horror y sentimiento de culpabilidad. Había sido el lamentable resultado de unos acontecimientos sobre los que no poseía ningún control.
Pentagramas, lunas llenas, y sangre; jamás ganó unos gramos de peso porque su dieta fuera alta en proteínas y esteroides sanguíneos, más sana que la de cualquier varón adulto normal. Y la muerte siempre a su lado. La irritación le dominó de nuevo.
Escuchó un leve quejido de dolor, inarticulado, y cayó hacia adelante. Entonces comenzó a mordisquear el atrofiado cordón con unos dientes que habían sido empleados en similares actividades muchas veces antes. A través de la nube de sangre se dio cuenta de que estaba atentando contra su propio cuerpo, y le pareció justamente el acto masoquista más adecuado.
Un extraño. Había sido un extraño durante toda su vida adulta, y la furia no le permitía seguir por más tiempo excluido de lo que pretendía. Con demoníaca resolución, Talbot desgarró los trozos de carne, hasta que en la piel quedó abierto un orificio, al fin, a través del cual podría entrar en su propio organismo…
Entonces quedó cegado por la explosión de luz, por la corriente de aire, por la salida de algo que había estado revolviéndose bajo la superficie para lograr la libertad. Un instante antes de caer en la inconsciencia, se dio cuenta de que don Juan de Castaneda le había dicho la verdad: un espeso bulto compuesto de filamentos blancos, como telas de araña, teñidos de oro como hilos de luz, surgieron de la vena aplastada, se alzaron por el hueco del ombligo y temblaron en dirección al antiséptico firmamento.
Un metafísico tallo de planta de alubia, por otra parte invisible, se elevó por encima de él subiendo cada vez más mientras sus ojos se cerraban y Talbot se hundía en la nada.
Se encontraba tendido boca abajo, reptando por el aplastado lumen; el centro, el sendero que las venas habían enviado desde el saco amniótico hasta el feto. Empujándose hacia adelante lo mismo que un explorador de infantería pudiera hacerlo por un terreno peligroso, empleando los codos y las rodillas, arrastrándose como un sapo, Talbot amplió el aplastado túnel con la cabeza lo suficiente como para entrar en su interior. Había bastante luz; el interior de aquel mundo llamado Lawrence Talbot estaba presidido por una luminiscencia dorada.
El mapa le condujo fuera del oprimido túnel, y a través de la vena cava inferior llegó hasta la aurícula derecha del corazón, luego al ventrículo derecho, pasando después a la arteria pulmonar, a través de las válvulas. Llegó a los pulmones, luego a las venas pulmonares, cruzó entonces hacia la parte izquierda del corazón (la aurícula y el ventrículo izquierdos), y recorrió la vena aorta, dejando atrás las tres arterias coronarias, por encima de las válvulas aórticas. Descendió entonces por el cayado de la aorta haciendo caso omiso de la carótida y otras arterias, hasta llegar al tronco celíaco, donde las arterias se dividían en una confusa red: la gastroduodenal, que irrigaba el estómago; la hepática, para el hígado, y la esplénica, para el bazo.
Allí, en la parte dorsal del diafragma, descendería por el gran conducto pancreático hasta llegar al mismo páncreas. En esa zona, entre los islotes de Langerhans y en las coordenadas que le habían suministrado Asociados de Información, hallaría lo que le habían robado una noche aterradora de luna llena, hacía ya mucho tiempo. Una vez que lo hubiese encontrado, habiéndose asegurado así un eterno y pacífico sueño, en lugar de la mera muerte física producida por una bala de plata, detendría su corazón —no sabía cómo, pero lo haría—, y todo habría terminado para Lawrence Talbot, que volvería a ser lo que deseaba.
Allí, en la cola del páncreas irrigada por la sangre de la arteria esplénica, yacía el mayor de todos los tesoros. Más que los áureos doblones, que las especias y las sedas, más que las lámparas de los genios aprisionados por Salomón, allí estaba la dulce y definitiva paz, la liberación de la cadenas del reinado del monstruo.
Recorrió los escasos metros de vena que le faltaban, y su cabeza emergió en un espacio abierto. Estaba colgando cabeza abajo en una cueva de roca color anaranjado oscuro.
Talbot agitó el cuerpo hasta liberar los brazos, y se sujetó a lo que claramente parecía el techo de la caverna. Luego impulsó su cuerpo al exterior del túnel. Cayó pesadamente, tratando de volverse en el último momento para recibir el impacto en los hombros, pero recibió el desagradable golpe en un costado del cuello.
Quedó tendido un momento, tratando de aclarar su mente. Luego se puso en pie y comenzó a avanzar. La cueva se abría hacia una cornisa, y Talbot caminó observando el panorama que se divisaba desde allí. El esqueleto de algo vagamente humano yacía tortuosamente caído contra la pared del talud. Sintió temor de observarlo desde demasiado cerca.
Miró entonces hacia el otro lado de aquel mundo de muerta piedra anaranjada, plegada y sinuosa como una vista del lóbulo frontal de un cerebro extraído de su caja craneal.
El cielo aparecía de un leve color amarillo, vivo y agradable.
El gran cañón que era su organismo venía a ser como un conducto de roca atrofiada, sin horizontes, muerto desde hacía milenios. Echó un vistazo al exterior, y al encontrar un descenso a partir de la cornisa, comenzó a bajar.
Había agua, y ésta le mantuvo con vida. Según parecía, allí llovía más frecuentemente que lo que daba a entender el aspecto desértico de la zona. No tenía modo de saber los días o los meses que iban transcurriendo, pues no existía la noche ni el día. Siempre imperaba la misma luminiscencia uniforme, dorada, maravillosa. Sin embargo, Talbot calculó que el cruce de la cordillera central de montañas anaranjadas le había llevado casi seis meses.
Durante dicho tiempo llovió cuarenta y ocho veces, o sea, un par de ocasiones por semana. Los manantiales de agua surgían con cada chaparrón, y Talbot comprobó que cuando las plantas descalzas de sus pies estaban mojadas, podía andar sin que decayese su energía. Si había comido, no se dio cuenta de las veces que lo hizo, ni de la clase de alimento que había tomado.
No vio en parte alguna señales de vida.
Sin embargo, divisó algunas veces un esqueleto recostado contra la sombría pared de roca anaranjada. A menudo los esqueletos aparecían sin cráneo.
Halló un paso a través de las montañas, por fin, y lo atravesó. Fue ascendiendo por las laderas y luego encontró taludes más empinados que le llevaron hasta gargantas estrechas que se retorcían cada vez más alto en dirección al cálido cielo. Cuando alcanzó la cima, encontró un sendero en la vertiente opuesta, y vio que era recto, amplio y fácil de recorrer. Descendió rápidamente, en sólo unos pocos días, según la impresión que tuvo.
Al llegar al valle escuchó el canto de un pájaro. Siguió el sonido, que le condujo hasta un cráter de roca ígnea, bastante amplio, y que se extendía muy abajo entre las praderas del valle. Al llegar al borde, casi de improviso, ascendió el corto talud y permaneció de pie en el resalte volcánico, mirando hacia abajo.
El cráter tenía un lago en su centro. El olor que se alzaba de allí era penetrante, desagradable, y producía una sensación de tristeza. El canto del ave continuaba, aunque Talbot no podía ver pájaro alguno en el cielo dorado. El hedor del lago le estaba poniendo enfermo.
Entonces tomó asiento en el borde del cráter, siempre mirando hacia la parte inferior, y advirtió que el agua del lago estaba llena de cosas muertas que flotaban boca arriba. Eran purpúreas y azuladas, como criaturas estranguladas, o de un blanco putrefacto, y todas giraban lentamente en el agua grisácea, agitada por tenues olas. Aquellos cuerpos carecían de miembros y de facciones. Talbot descendió hasta la última prolongación de roca volcánica y observó las cosas muertas.
Algo nadó hacia él. Talbot retrocedió. La cosa se adelantó con mayor rapidez, y cuando se aproximaba a la pared del cráter emergió en la superficie, entonando su canto de avecilla. Giró para arrancar de un mordisco un trozo de carne corrompida de una de las cosas que flotaban, y se detuvo un momento como para recordarle que aquél no era el dominio de Talbot, sino el suyo propio.
Lo mismo que Talbot, el pez no moriría nunca.
Permaneció sentado en el borde del cráter durante largo tiempo, mirando hacia la cuenca del lago, observando cómo los cadáveres de los sueños muertos giraban y se balanceaban lo mismo que cerdos agusanados y exánimes en una sopa grisácea.
Al cabo de un tiempo se puso en pie, volvió hasta la boca del cráter y reanudó su viaje. Estaba llorando.
Cuando al fin llegó a la costa del mar pancreático, Talbot halló numerosos objetos que había perdido o desechado cuando era niño. Encontró una ametralladora de madera en su trípode, pintada de color verde aceituna y que hacía rat-tat-tat, cuando se movía una manivela de madera. Halló un juego de soldados de juguete compuesto por dos compañías, una de prusianos y otra de franceses, con su minúsculo Napoleón Bonaparte entre ellos.
Descubrió un juego de microscopio con preparados, y cápsulas de Petri, y tubos de ensayo, y estantes con productos químicos en pequeños envases etiquetados uniformemente. Vio una botella de leche llena de monedas acuñadas con la cabeza de un indio. Y también divisó un títere con cabeza de burro y el nombre Roscoe pintado en la tela con esmalte de uñas. Y una hermosa pintura que representaba un ave de la selva cuya cabeza ostentaba plumas verdaderas. Y una pipa de mazorca.
Dio con una caja de premios de radio; con un juego de detectives con polvos para las huellas dactilares, tinta invisible, y una lista de códigos para llamadas por radio de la policía; una bomba de plástico con un anillo que al ser quitado, y colocando las manos alrededor del orificio, podían verse en su interior numerosas chispas; un jarro de porcelana con las figuras de una niña y un perro corriendo en su parte externa; y por fin una placa para descifrado de claves con un cuadrante de plástico rojo.
Pero faltaba algo.
No alcanzaba recordar lo que era, pero se dio cuenta de que resultaba importante. Del mismo modo que había comprendido lo importante que fue reconocer la sombra que se movió más allá de la bombilla quirúrgica, en lo alto de la oquedad umbilical, se dio cuenta de que aquello que faltaba en su escondite infantil también era fundamental.
Talbot subió al bote anclado a la orilla del mar pancreático y colocó todos los objetos de su escondite en el fondo de la caja estanca que había debajo de uno de los asientos. Conservó con él el gran aparato de radio, que recordaba por su forma a una catedral, y lo colocó sobre el asiento, junto a las chumaceras de los remos.
Luego empujó el bote y corrió por el agua carmesí, manchándose los tobillos, las pantorrillas y los muslos, hasta que saltó a bordo. Entonces comenzó a remar en dirección a los islotes. Fuera lo que fuese, aquello que faltaba era muy importante.
Se calmó el viento cuando los islotes aparecieron a la vista, en el horizonte. Miró a través del mar rojo de sangre, y al llegar a la latitud 38° 54' N y longitud 77° 00' 13” O Talbot permaneció sentado en actitud tranquila.
Bebió agua del mar y sintió náuseas. Jugó con los juguetes que había en la caja estanca, y luego se puso a escuchar la radio.
Oyó un programa acerca de un hombre muy gordo que resolvía crímenes; una adaptación de La mujer del cuadro, con Edward G. Robinson y Joan Bennett; una historia que comenzaba en una gran estación de ferrocarril; un misterio acerca de un hombre rico que era capaz de volverse invisible nublando la mente de los demás para que no pudieran verle. Disfrutó con un drama de intriga narrado por un hombre llamado Ernest Chapell, donde un grupo de personas descendía en un batiscafo por el pozo de una mina, y siete kilómetros más abajo eran atacados por unos pterodáctilos.
A continuación oyó las noticias que radiaba Graham MacNamee. Eran asuntos de interés humano que había al cerrar el programa, y Talbot escuchó la inolvidable voz de MacNamee, que decía:
«Fechado en Columbus, Ohio, el 24 de septiembre de 1973. Martha Nelson ha estado internada en una institución para retrasados mentales durante 98 años. Tiene ahora 102, y había sido enviada primeramente al Instituto Orient del Estado, cerca de Orient, Ohio, el 25 de junio de 1875. Sus documentos quedaron destruidos en un incendio que sufrió el establecimiento en 1883, por lo que nadie sabe con certeza por qué se halla internada allí. En el tiempo en que la recluyeron, el sanatorio se denominaba Instituto Columbus, del Estado, para los Débiles Mentales. Nunca tuvo una oportunidad, aseguró el doctor A. Z. Soforenko nombrado hace dos meses superintendente del establecimiento.
»Afirmó que la mujer probablemente había sido una víctima de la “alarma eugénica”, que era común a finales del siglo pasado. En esa época algunos creían que por haber sido hechas las personas “a imagen de Dios”, los retrasados mentales venían a ser unos malditos, unos hijos del demonio, puesto que no eran por completo seres humanos. En esa época, añadía el doctor Soforenko, se creía que si se internaba a los débiles mentales en alguna institución adecuada, alejándoles de la sociedad, la mancha desaparecería de ésta. La mujer, proseguía el doctor, se vio sin duda atrapada en las redes de semejante forma de pensar. Nadie podría asegurar que realmente fuera débil mental, y la suya ha sido una vida desperdiciada. Se muestra coherente para su edad. No se le han conocido parientes ni tuvo contacto con nadie que no fuera el personal de la Institución, durante los últimos 78 u 80 años.»
Talbot permaneció sentado en silencio en la pequeña embarcación, cuya vela colgaba lacia de su único palo central, como un adorno inútil.
—He llorado más desde que estoy dentro de ti, Talbot, que en toda mi vida —dijo, sin poder contenerse.
Pensó en Martha Nelson, una mujer de la que nunca había oído hablar antes, y de la que jamás hubiera oído hablar de no haber sido por una casualidad, por una pura casualidad.
Entonces se alzaron los helados vientos, la vela se hinchó y Talbot ya no permaneció a la deriva, sino que fue impulsado directamente hacia la orilla del islote más cercano. Por pura casualidad.
Permaneció de pie sobre el punto donde el mapa de Demeter indicaba que debía encontrarse su alma. Durante un breve momento se rió al pensar que había esperado hallar una enorme cruz de Malta, o la «X» del capitán Kidd, señalando el lugar. Pero allí sólo había una suave arena verde, fina como el talco, que las ráfagas del viento impulsaban a veces en dirección al mar pancreático, de color rojo sangre. El punto se encontraba a mitad de la distancia que había entre el punto bajo de la marea y el enorme edificio, similar a un manicomio, que dominaba el islote.
Talbot miró una vez más, inquieto, hacia la fortaleza que se alzaba en el centro de la pequeña franja de tierra. Estaba hecha de piedra, y daba la impresión de haber sido tallada de un solo y enorme bloque de roca… Quizá de un colosal peñasco que fue arrojado allí por algún cataclismo de la Naturaleza. No poseía ventanas, ni podía verse abertura alguna en sus muros, a pesar de que Talbot podía divisar dos costados de la construcción.
Eso le preocupó. Era como un dios oscuro que presidía un reino desierto. Pensó en el pez que no quería morir y recordó el pensamiento de Nietzsche, quien afirmaba que los dioses morían cuando perdían a sus devotos.
Talbot se dejó caer de rodillas, y al recordar el momento en que, unos meses antes, se había dejado caer también de rodillas para atacar la carne de su atrofiado cordón umbilical, comenzó a cavar en la verde y fina arena.
Cuanto más excavaba, más rápido volvía a caer la arena de los bordes en el poco profundo hueco. Como en una pesadilla, la arena caía y caía de un modo incesante. Se situó en medio de la oquedad y comenzó a arrojar con las manos la arena que había entre sus piernas, como un perro que excavase en busca de un hueso.
Cuando tocó la caja con las puntas de los dedos, Talbot lanzó un grito de dolor, pues se le rompieron las uñas contra la madera.
Excavó alrededor del contorno de la caja, y a continuación introdujo los dedos ensangrentados por debajo, para poder aferrar la forma enterrada. Tiró hacia arriba y logró soltarla. Haciendo fuerza al máximo con los tensos músculos, consiguió al fin sacarla.
La llevó hasta el borde del mar y se sentó al lado.
Era sólo una caja. Una sencilla caja de madera, muy semejante a una vieja caja de cigarros, aunque de tamaño mucho mayor. Le dio vueltas entre sus manos y no se sorprendió en absoluto al no hallar extraños jeroglíficos ni misteriosos símbolos. No era aquella clase de tesoro. Luego la volvió de plano y abrió la tapa. Su alma estaba dentro. No era lo que esperaba hallar. De ningún modo. Pero era lo que faltaba de su escondite infantil.
Aferrando su alma firmemente con el puño, Talbot dejó atrás el orificio, que sé llenaba rápidamente de arena, y se encaminó hacia el bastión que se alzaba en tierras más altas.
No abandonaremos la exploración,
y el fin de nuestra búsqueda
será llegar al sitio de donde salimos,
para conocerlo por vez primera.
T. S. Eliot
Una vez dentro de la amenazante oscuridad de la fortaleza, habiendo encontrado la entrada con inquietante facilidad, mucha más de la que había esperado, Talbot no tuvo más remedio que descender. Las piedras negras y húmedas de la escalera conducían inexorablemente hacia abajo, hasta las entrañas de la edificación, situadas evidentemente muy por debajo del nivel del mar pancreático.
Los peldaños eran altos, y cada escalón aparecía desgastado por el roce de los pies que habían descendido por aquel camino desde tiempos inmemoriales. Reinaba la oscuridad, aunque ésta no era tan intensa como para que Talbot no pudiera divisar el camino. No había luz alguna, sin embargo, y a él no le preocupó cómo era posible aquello.
Cuando llegó a la parte más profunda del edificio, sin haber dejado atrás estancias, cámaras, ni aberturas de ninguna clase, Talbot vio una puerta al otro lado de una enorme sala. Descendió los últimos peldaños y avanzó hacia la puerta. Estaba hecha con barras de hierro cruzadas, y era tan negra y húmeda como los peldaños que acababa de dejar atrás. A través de ella vio algo pálido y quieto, en una esquina de lo que bien podía ser una celda.
No había cerrojos en la puerta.
Esta se abrió en cuanto la hubo tocado.
Quienquiera que habitase en aquella celda, era evidente que nunca había tratado de abrir la puerta. O bien lo hizo, pero resolvió no huir de allí.
Avanzó hacia lo más hondo de la oscuridad.
Transcurrió un largo tiempo en silencio, y al fin Talbot se inclinó para ayudarla a ponerse en pie. Era como alzar un saco de flores muertas, quebradizas, rodeadas de un aire viciado incapaz de retener siquiera el recuerdo de una tenue fragancia.
La alzó en sus brazos y la llevó con él.
—Cierra los ojos cuando veas la luz, Martha —dijo a la mujer, y comenzó a subir de nuevo las escaleras, en dirección al cielo dorado.
Lawrence Talbot se hallaba sentado en la mesa de operaciones. Abrió los ojos y miró a Victor. Luego sonrió con un gesto notable por su suavidad. Por vez primera, desde que eran amigos, Victor vio que el tormento se había borrado del rostro de Talbot.
—Salió bien —dijo Victor, y Talbot asintió con la cabeza.
Luego se sonrieron mutuamente.
—¿De qué instalaciones criogénicas dispones? —preguntó Talbot.
El ceño de Victor se arrugó en un gesto de extrañeza.
—¿Quieres acaso que te congele? —preguntó—. Creí que desearías algo más permanente… como la plata, por ejemplo.
—No es necesario.
Talbot echó un vistazo a su alrededor. Vio de nuevo a la mujer, ahora de pie contra la pared más alejada, junto a uno de los Grasers. Ella le miró con abierta expresión de temor. Talbot descendió de la mesa envolviéndose en la sábana sobre la cual había descansado. Se la ajustó como una toga, y ello le dio un aire patricio.
Se acercó a ella y la miró, deteniéndose ante el anciano rostro.
—Nadja —dijo suavemente.
Al cabo de un momento prolongado ella le observó. Sonrió Talbot y por un instante ella volvió a ser una chiquilla. La mujer desvió la mirada; Talbot le cogió una mano, y se llevó con él a la mujer hasta la mesa donde se hallaba Victor.
—Te quedaría muy agradecido si me explicaras todo esto, Larry —dijo Victor.
Así lo hizo Talbot.
—Mi madre, Nadja, Martha Nelson, son una misma persona —aseguró, cuando hubo llegado al final de la explicación—. Todas son vidas desperdiciadas.
—¿Y qué había en la caja? —preguntó el físico.
—¿Qué tal se te dan los simbolismos y la ironía cósmica, viejo amigo? —preguntó Talbot.
—Hasta ahora me las arreglo bastante bien con Jung y Freud —aseguró Victor, sonriendo.
Talbot retuvo con fuerza la mano de la anciana mujer técnico y dijo:
—Era como un botón viejo, herrumbroso y familiar.
Victor se volvió en redondo, vio a Talbot sonriendo y manifestó:
—Eso no es una ironía cósmica, Larry, sino una bufonada.
El físico parecía estar irritado. Ello se advertía claramente.
Talbot no dijo nada, sino que se limitó simplemente a dejar que el otro se desahogase.
Por fin, Victor añadió:
—¿Qué demonios debo pensar que significa eso? ¿Inocencia?
Talbot se encogió de hombros.
—Debo suponerlo, aunque no lo sé muy bien. De saberlo no lo habría perdido. Eso era, y eso es. Un pequeño disco de metal de unos tres centímetros de diámetro, con un rostro bizco de cabellos anaranjados, sonrisa amplia, nariz respingada y pecas; todo ello del modo en que era.
Permaneció en silencio, y al cabo de un momento agregó:
—Parece lógico.
—Y ahora que lo tienes de nuevo, no deseas morir, ¿verdad?
—No necesito morir.
—¿Y quieres que te congele?
—A los dos.
Victor le miró con gesto de incredulidad.
—¡Por Dios, Larry! —exclamó.
Nadja permanecía inmóvil y silenciosa, como si no oyera nada.
—Escucha, Victor —continuó Talbot—. Martha Nelson está allí dentro. Es una vida desperdiciada. Nadja está aquí fuera. No sé cómo ni dónde; pero… también es una vida desperdiciada. Deseo que crees su larva, del mismo modo que hiciste la mía, y que la envíes dentro. Él la está esperando, y le hará bien, Victor, mucho bien, por fin. Él podrá estar con ella mientras la mujer recupera los años que le fueron robados.
»Él podrá ser —yo podré ser— su padre cuando ella sea una criatura, su compañero de juegos cuando sea una niña, su amiguito cuando vaya creciendo, su amigo cuando sea una chica, su pretendiente, cuando sea una joven mujer, su amante, su marido, y su compañero cuando llegue a la ancianidad. Déjale que sea todas las mujeres que ella nunca ha podido ser, Victor. Que no se lo roben por segunda vez. Y cuando haya terminado, que comience de nuevo…
—¿Cómo, por todos los cielos? ¿Cómo demonios, cómo es esto? ¿Qué enredo metafísico es todo esto?
—No sé cómo, sino que es así. Yo he estado allí, Victor, estuve allí durante meses, quizá durante años, y a pesar de ello no experimenté ningún cambio, no me transformé en lobo. Allí no hay luna, ni hay noche ni día, sino tan sólo una luz dorada y cálida. Y puedo intentarlo de nuevo. Puedo intentar que dos vidas vuelvan atrás. ¡Por favor, Victor!
El físico le miró sin hablar. Luego observó a la anciana. Ella le sonrió, y a continuación, con sus dedos artríticos se quitó los vestidos.
Cuando ella llegó entre la luz dorada, Talbot la estaba aguardando. La mujer parecía muy cansada, y Talbot comprendió que tendría que descansar antes de que intentasen cruzar las montañas de color anaranjado.
La ayudó a bajar del techo de la caverna y la colocó sobre el musgo suave y amarillento que había traído desde los islotes de Langerhans, durante el prolongado viaje con Martha Nelson. Una al lado de la otra, las dos ancianas yacían sobre el musgo, y Nadja se quedó dormida casi inmediatamente. Talbot permaneció de pie ante ellas, observando sus rostros.
Eran idénticas.
Luego él salió hasta la cornisa rocosa y se puso a observar la cordillera de montañas anaranjadas. El esqueleto ya no le producía temor. Sintió un repentino escalofrío, al recibir una ráfaga helada, y se dio cuenta de que Victor había comenzado el proceso de conservación criogénica.
Continuó de aquel modo, inmóvil durante largo tiempo, con el botón de metal en el que se veía pintado, en cuatro vivos colores, el rostro de un ser inocente y mítico. Lo tenía aferrado fuertemente en su puño izquierdo.
Al cabo de un momento alcanzó a escuchar el llanto de una criatura, tan sólo una criatura, desde el interior de la caverna. Se volvió para iniciar de nuevo el más fácil de los viajes que había hecho.
En alguna parte, un terrible pez demonio aplastó sus escamas, se volvió lentamente con el vientre hacia arriba y se hundió en la oscuridad.