No había oído nada semejante en mucho tiempo. Me acerqué a su laboratorio y golpeé en la puerta: bip, bip, bam, bam.

—¡Eh, pasa!

Era la voz de Stromberg, que añadió mi nombre.

Hacía treinta y ocho años que conocía a Stromberg y, a pesar de ello, aquel reconocimiento instantáneo de mi forma de golpear a la puerta, aquel inmediato ¡Eh, pasa!, era algo de lo que me sentía muy orgulloso. No sé cómo me habré ganado semejante distinción. Por un tercero me enteré cierta vez de que a Stromberg le gustaba mi compañía porque podía hablar conmigo acerca de cualquier cosa, de todo aquello que mantenía ocupado aquel gran cerebro suyo: física, química, pintura, música, electrónica, poesía, cocina, amor, política, filosofía, humor. Aquella tercera persona estaba equivocada. Stromberg podría hablarme a mí de todos esos asuntos. No conmigo. Nadie podía hablar con él de esas cosas. De todas esas cosas.

De modo que crucé la puerta y pasé por la oscura oficina del laboratorio hasta llegar a éste, con sus filas de frascos de Miller, sus recipientes, las increíblemente hermosas vidrieras, la hilera de computadoras con sus luces indicadoras y sus cuadrantes luminosos, rojos, anaranjados, verdes y blancos; el gran tablero de control situado encima del banco de electrónica con sus filas de herramientas, las brillantes cajas negras, y los manojos de cables, como minúsculas serpientes.

A través de una puerta interior pude ver una parte del laboratorio de química y biología, donde entre el rumor de los visores luminosos, el relucir del vidrio causaba una impresión sedante. Al otro lado de la pared posterior, donde yo no alcanzaba a ver ahora, sabía que se encontraban unas cajas con instrumental quirúrgico, un fregadero con válvulas automáticas, una mesa de examen de acero inoxidable, microscopios, microtornos, dos centrifugadoras, un autoclave y otra pila.

Dos paredes, desde el suelo hasta el techo, estaban cubiertas de vitrinas de cristal con productos químicos. Cruzando otra puerta más alejada, sabía yo que se llegaba a una biblioteca con su propia computadora terminal para la localización de un determinado libro, y para recurrir a fuentes exteriores.

El laboratorio principal, donde yo me encontraba, se hallaba iluminado únicamente por un rayo de luz amarillenta. Este procedía de la puerta abierta de una pequeña estancia en la cual Stromberg tenía sólo su catre, su cafetera y un refulgente cono de luz fluorescente «diurna» que pendía del techo. En un pequeño taburete situado bajo la luz estaba sentado Stromberg a medio vestir —sólo cubierta la parte superior del cuerpo—, con las piernas separadas, orientada una al sur y la otra al oeste, en tanto que se untaba abundantemente la zona púbica con una pomada densa de color azul grisáceo. Me dedicó una sonrisa.

—No es nada alarmante —manifestó, mientras continuaba con su tarea.

No respondí, sino que aguardé a que concluyese lo que estaba haciendo. A continuación se limpió los dedos con una serie de trapos, ajustó de nuevo la tapa del frasco de la pomada, y tras aplicar varios trozos de gasa en la zona afectada donde se adhirieron firmemente, se puso en pie. Le seguí hasta la habitación del catre y la tetera, y Stromberg me dijo sonriendo:

—En realidad, no necesitaba haber dicho eso de que no había que alarmarse. Al menos, no debía habértelo dicho a ti. Tú posees la virtud, ¿nunca te lo dijeron?, de aceptar las cosas como vienen. No te dedicas a hacer juicios ni especulaciones de tipo moral o social acerca de lo que hace la gente. Tan sólo lo aceptas, y te limitas a esperar. Eso es algo elogiable.

Se dirigió al pequeño cuarto de aseo que había en una esquina y se lavó las manos minuciosamente, como un cirujano. Me dijo luego:

—Haz café.

Poco después, estaba hecho. Lo vertí en grandes tazas de loza, y añadí al mío miel y leche, mientras que el de él quedó en café puro.

Pude haber criticado sus manifestaciones. Lo cierto es que yo tenía tantos prejuicios y hacía tantas especulaciones morales como cualquier otra persona, o más aún. Lo que Stromberg no podía saber era que yo no quería ni podía aplicarle eso a él; nunca lo habría hecho. Así diré, como ejemplo, que cuando Stromberg salió del baño con sólo una camisa de polo y con su prominencia masculina sobresaliendo entre un montón de gasas pringadas de pomada gris, no me pareció ridículo. Stromberg nunca parecía ridículo, al menos para mí.

De un cajón de la pared extrajo un par de pantalones blancos de boxeador y una fina bata blanca. Se puso ambos y se calzó los pies con unas zapatillas. Luego sacó de otro cajón una gran bolsa de plástico, la abrió de un golpe y me la entregó. Despojó por completo el catre de sus ropas, enrolló el colchón de espuma plástica junto con las sábanas y la manta, y mientras yo conservaba abierta la bolsa, él introdujo todo el bulto dentro.

Retorció la boca de la bolsa para cerrarla, salió chancleteando de la estancia y en seguida volvió con una gran etiqueta blanca donde se podía leer: CONTAMINADO.

—Ve a lavarte las manos —me dijo, arrastrando el saco hacia la habitación exterior, y luego añadió—: No es nada mortal.

Tras decirme estas palabras tranquilizadoras, me encaminé hacia el cuarto de aseo. En el baño había algunas inscripciones, no muchas:

«NADA ES TOTALMENTE ABSOLUTO.»

«E=MC² puede ser, después de todo, un fenómeno local.

»Albert Einstein»

«Una respuesta no tiene por qué ser necesariamente la única.

»Charles Fort.»

«ME REVIENTAS LOS SESOS Y YO SORBO LOS TUYOS.»

Al salir del baño le dije:

—Joey se ha roto el pulgar.

—¿Roto? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Con qué? ¿Acaso…?

Yo alcé las manos tratando de aplacarle. Stromberg era capaz de hablar a veces como una ametralladora.

—Se trata de una fractura limpia y simple. Se la produjo hace tres semanas y no ha tenido complicaciones. Metió el pulgar a través de los radios de la polea de su torno de joyero.

—¿Por qué no le coloca un protector?

—Ya lo tiene. Lo quitó para enseñar a otro chico por qué tenía un protector.

La tensión pareció fluir de los hombros y el cuello de Stromberg y comprimió las comisuras de su boca. Alzó la mano izquierda y agitó el dedo meñique. Al flexionarlo vi que estaba un poco desviado en la segunda articulación. Nunca había notado eso anteriormente.

—Yo hice exactamente lo mismo cuando tenía su edad —declaró—. ¿Cómo está…, cómo está Curie?

—Perfectamente. Comienza a darse cuenta de que ser una chica no es lo mismo que ser un muchacho.

Le gustó eso. Ya sabía yo que iba a gustarle. Me guiñó un ojo y bromeando me dijo suavemente:

—¿Un chauvinismo incipiente?

—Mío, no de ella. Nunca de ella.

Nos encaminamos al laboratorio principal, donde Stromberg recogió el ungüento y las gasas que habla dejado junto al taburete. Un hombre ordenado. Al fin lo preguntó. Tenía que hacerlo:

—¿Y Mitty?

—Bastante bien, bastante bien. Se llevó a los chicos hasta Arrowhead durante una semana. Consiguió su nuevo vestido verde.

—Bueno, pero ¿es feliz?

Tuve que aguardar un rato, antes de poder responder a aquello.

—Más que feliz —aseguré con cautela.

—Es de imaginar —dijo, asintiendo una y otra vez—. No hay más sitio para ir que hacia arriba. Iré…, iré por allí pronto, para verlos.

—Buena idea.

Me echó una mirada especial, de las suyas. Le obliga a uno a parpadear, cuando lo hace. Los rayos láser no necesitan dispositivo de mira.

—Tú los ves bastante a menudo —aseguró.

—Hum.

Lo cierto es que los veía casi a diario y también muchas noches, pero no había necesidad de decirlo.

—Eso es bueno.

Se quedó quieto un momento y luego hizo uno de sus gestos característicos, alzando las manos y dejándolas luego caer hasta golpearse los muslos. Como si quisiera cambiar de tema, se dirigió hacia la puerta del despacho y accionó los interruptores de la pared. Unas luces provistas de pantalla que había sobre los bancos más alejados parpadearon, mientras que el hiriente cono de luz del techo se apagó. Así resultaba mucho más agradable.

—Todo forma parte del todo —aseguró.

—¿Quién dijo eso? —pregunté, pues tuve la certeza de que se trataba de una cita.

—El cantante Donovan. También el I Ching, el oráculo por las entrañas de carnero, y yo.

—Está bien —dije, y aguardé.

—Para medir un círculo, se puede comenzar por cualquier parte.

Sabía a quién estaba aludiendo. Se refería a Charles Fort.

Al fin había hallado Stromberg un punto para empezar. Y era cierto. Bien pudo comenzar por cualquier lugar. Conocía a aquel hombre; había estado con él anteriormente. Tenía la virtud de empujar a algunas personas más allá de los límites de la paciencia, debido a la forma con que iba de un tema a otro, aunque lo hiciese con autoridad. La gente pretendía que se etiquetara todo claramente, como el ungüento del frasco; querían saber antes de tiempo lo que había dentro, el material que contenía, y para qué servía. Pero con Stromberg había que aguardar mientras él hacía un ladrillo y lo dejaba a un lado; mientras cortaba una viga y la dejaba a un lado; mientras forjaba los clavos, preparaba el alquitrán para el techo, y colocaba los canalones y los marcos de puertas y ventanas. Cuando todo eso estaba hecho, quedaba una estructura completa. Podía uno tener confianza de que así iba a ser.

—Algunas personas están dotadas —o más bien «afectadas»— por una escala de tiempo distinta a la de la demás gente —prosiguió—. No creen en el tiempo biográfico. Aludo a mi era, a las cosas que ocurrieron desde que yo nací. Tampoco creen en el tiempo histórico, el mísero tictac del tiempo —agregó chasqueando los dedos— desde que comenzamos a escribir nuestras aventuras y las mentiras acerca de nuestras aventuras. Ellos creen en el tiempo geológico, en el tiempo astronómico, en el tiempo cosmológico. Estoy hablando de los idiotas que se dejan enredar por la ciencia ficción, que la leen, que la escriben. De algunos científicos, algunos filósofos.

—Algunos místicos —dije, y me pesó haberle interrumpido, conociéndole como le conocía.

No obstante, casi admitió mi punto de vista.

—Tal vez. Tal vez, aunque prefiero creer que muchos de ellos, y muchos compositores y pintores, y los teólogos, todos de un espectro más amplio, despegan en ángulo recto de lo que yo considero como el camino directo de las cosas, el avance desde la causa al efecto. No lo sé con exactitud. Tal vez eso les proporcione una perspectiva tan importante como la del pensamiento cosmológico temporal. No lo sé. No lo sé. No son intransigentes, sino que hacen sitio a cualquiera. Se trata de un amplio Universo.

Nos sentamos. Stromberg se sentó ayudándose con las manos, apoyando una posadera después de la otra.

—Tratan endemoniadamente de no pelearse —explicó—. De todos modos, la gente con una mentalidad como esa suele ser considerada poco menos que inhumana. Fría, insensible, carente de algo… No es así, no. Es tan sólo que los contratos matrimoniales, y la caballería, y el que se informe o no a la iglesia, o se lleve el hueso distintivo de la propia tribu en la nariz, todo ello no influye demasiado en la separación geológica de los continentes ni en el nacimiento y la muerte de las estrellas.

»Puedes amarla y acariciarle los pies, y tratar de conseguir entradas para el estreno, a fin de hacerla feliz; pero ¿cómo vas a reconocer que ella, y tú, y todos vuestros esfuerzos y pensamientos no son más que trivialidades? Sobre todo, cuando no puedes decírselo a ella. No, nunca, nunca.

—Ah —musité.

Me lanzó una mirada y agregó:

—Creí haber oído abrirse una puerta.

—En efecto —manifesté—. Nunca me di cuenta de eso. Más aún, ella nunca lo supo, ni lo sabe ahora. Cree que ha fracasado contigo de un modo u otro. Se ha tomado en serio lo de los periódicos: «Premio Nobel en las carreras.» «El doctor Stromberg ha sido visto en Hollywood bien acompañado.» «El doctor Stromberg en prisión temporal tras una riña en el puerto.» Ella cree que fue la causa de todo eso, de un modo u otro.

—Pues no ha sido así —dijo Stromberg; luego señaló con la diestra hacia la computadora de la pared y agregó—: Esa fue la causa. La gran extrapolación. Eh, antes empecé a hablarte de algo. Tu hermana pequeña.

Asentí con la cabeza. El asunto aún me producía un nudo en el estómago.

—Se precipitó contra el cristal de una puerta —dije—. Del rostro, las manos, los brazos y las piernas le salían veinte chorros de sangre.

—Horrible —admitió—. Pero cuando hubieron concluido las primeras curas y ya estuvo en camino de recuperarse, ¿qué fue lo que siguió trastornándote?

Lo recordé.

—Lo que pudo hacer ella para merecer eso —declaré.

—Cierto. Y creo que entonces te dije que «lo malo», «lo bueno» y el «merecer algo» pertenecen a otra escala, a otro país y otro lenguaje distintos de la secuencia de causa y efecto que resultan de toda esa sangre de virgen.

—Fue un consuelo —aseguré.

—Desde luego. Por desgracia, no hay forma de aplicar el mismo bálsamo a mi mujer, sin ofenderla.

Entonces dije, con prudencia:

—Es algo repentino. Cierto día, un familiar. Al siguiente, las cartas de banqueros y abogados, un amplio acuerdo, y al día siguiente comienzan los titulares de los periódicos. Resulta demasiado fácil achacarlo a una fantasía de la edad madura, a la paranoia de la juventud que se extingue. Algo tuvo que ocurrir.

Stromberg asintió y, tras golpearse con el puño la cabeza, volvió a ponerse la mano bajo la nalga derecha.

—Todo el asunto residía ahí. Estaba ahí desde hacía mucho tiempo. Pero aquel día las luces se encendieron para .

Terminó de hablar mientras señalaba de nuevo con la cabeza hacia las computadoras.

Me limité a esperar hasta que Stromberg llegó, a tomar interiormente alguna decisión y comenzó a hablar. Me dijo:

—Escucha esto:

Ella te hiere, como lo haría una rosa,

no siempre, como cabría esperar, con sus espinas.

La rosa te hiere siempre con su flor.

—Escalofrío.

—En efecto, escalofrío. Harry Martinson, un sueco, fue quien lo escribió. Escalofrío también para el Pasacalle y fuga en mi menor, de Bach; para el último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven, para un planeador, para Nureyev, para Gagarin, que dijo «soy un águila». Escalofrío asimismo para la estructura de las catedrales góticas, y para Ellington, y para Dylan Thomas. Escalofrío, si tú quieres, para el pons asinorum y la uña del meñique de tu primer hijo.

»Pero ¿por qué increíble arrogancia achacamos trascendencia a cualquiera de esas cosas? Importancia para nosotros, desde luego, cuyos hechos nos resultan naturales. Pero ¿y para un piojo? ¿Qué tiene que ver la trascendencia humana con un piojo, sino que algunos de los humanos se sienten inquietos al ser picados por él?

»¿Y por qué engreída idea llegamos a creer con seguridad que un piojo no tiene sus Shakespeares ni sus Mozarts? Nadie ha pensado nunca en eso, nadie. Toleramos el piojo mientras no pensamos en él, incluso porque a veces creemos que no existe. Pero cuando tenemos certeza de su presencia, entonces lo embadurnamos con mantequilla azul, sin preocuparnos de que los piojos puedan sufrir el equivalente, para ellos, de “Una ciudad rosa y roja, antigua como la mitad del tiempo.”

Stromberg se inclinó hacia adelante y prosiguió hablando con terrible intensidad.

—Pues bien —manifestó—; te diré lo que vi cuando las luces se encendieron, cuando la computadora me leyó la extrapolación final. Todos somos piojos sobre la Tierra, vida que vive de la vida, hasta llegar a la bacteria, que vive de la substancia de la Tierra misma. Hasta ahora la Tierra no se ha dado cuenta, ni le ha importado. Pero ahora lo sabe, y le importa. No como una entidad consciente, desde luego; no pretendo hacerte creer lo de Cuando la Tierra gimió. Causas encadenadas: un raro accidente de nuestra atmósfera y sus componentes especiales produjeron vida, y ahora la vida se ha puesto lo bastante de manifiesto como para trastornar el equilibrio natural.

—Ecológicamente… —comencé a decir.

—Maldición, no voy a darte más de ese moderno y popular rollo acerca de la ecología y la conservación de la Naturaleza. No hay conservación que pueda hacer nada; ya nos encontramos en la pendiente. La muerte de los océanos y la pérdida de la atmósfera respirable no suponen el fin del planeta. Este, en sí, no va a morir hasta que transcurran varios miles de millones de años más.

»La Tierra, a su modo, siempre nos ha combatido de una forma pasiva. La lucha por la existencia, por la vida, siempre ha sido lucha porque por propia naturaleza el planeta no nos quiere. Lo mismo nos pasa a nosotros con el piojo. Todo lo más, podemos soportarlo mientras no nos pique. Pues bien, hemos picado a la Tierra, y como no hemos respondido ante un par de rascados, ante una plaga o un terremoto, entonces ha llegado el momento de la mantequilla azul.

»Ahora volvemos hacia atrás, recorriendo todo el camino hasta el metano y el amoníaco, al ácido sulfúrico, al vapor de agua, y al hidrógeno de la atmósfera. Regresamos a las lluvias de cincuenta años y a una Tierra sin la protección de una capa de ozono. No será exactamente la atmósfera primitiva, pero será algo muy semejante, al menos en lo que concierne a la vida terrestre. No será una minucia, como la Era Glacial. Será, claramente, un retroceso hasta antes del principio.

»Lo será. No estoy fantaseando. No estoy especulando. Será así. De modo que, sabiendo eso, me contemplé a mí mismo: Cincuenta y un años, austero, digno de confianza. No bebo, no peleo, no juego, no voy a buscar mujeres a los bares, nunca patiné, ni esquié y nunca comí callos ni cous-cous. Por eso ahora voy a vivir de verdad hasta que me muera; voy a sentir, voy a ser. Tengo dinero y salud hasta ahora. ¡Y por Dios, que voy a hacer uso de ambos!

Durante algún tiempo no me fue posible hablar. Cuando pude hacerlo, hice una seña hacia las computadoras Y le pregunté:

—Entonces, ¿realmente no hay esperanzas?

Se echó a reír en voz alta.

—¿Esperanzas? ¡Claro que las hay! ¡Por propia naturaleza, la Tierra está condenada a tener parásitos!

Se liberó una mano y se dio unos golpecitos en el escroto, mientras decía:

—Durante aquel diluvio de ungüento mercurial —un remedio anticuado, pero eficaz—, entre los gritos de muerte de la civilización parásita, escuché la voz de una ladilla, anciano filósofo, que decía: «Tened esperanza, amigos míos, tened esperanza. Sólo están preparando el camino para una nueva generación de ladillas.» No hay duda de que estaba en lo cierto, y sólo deseo, en bien del futuro de esos parásitos, que el nuevo y limpio ambiente origine una ladilla que no produzca picores.

Me puse en pie, me marché, y fui a buscar a la señora Stromberg para contarle lo que pasaba, si podía.