Poco después del mediodía comenzó la lluvia. Jeebee se limpió los cristales de las gafas e inclinó hacia abajo la visera de su gorra para evitar que volvieran a mojarse. Cuando estaban mojadas, las lentes le proporcionaban una imagen borrosa y falsa de lo que le rodeaba. Y aunque aquel país de llanuras ondulantes, con sus escasos bosquecillos y alguna hacienda devastada, parecía totalmente desierto, nada se podía dar por seguro.

Al comienzo, y a pesar de estar aún en marzo, la lluvia no era fría. No se encontraba incómodo, aun cuando el aguacero caló pronto a través del tejido de lana de su chaqueta, por los codos y la parte superior de la espalda, encima de la mochila, y de que a cada paso se humedecían y resultaban más pesados los pantalones en su parte delantera, más arriba de los tobillos.

Pero a medida que fue transcurriendo la tarde, la oscuridad del denso manto de nubes aumentó; disminuyó la temperatura y la llovizna se convirtió en aguanieve, que azotó la piel desnuda de su rostro, en tanto que el viento soplaba con más fuerza desde el este.

Lo mismo que un animal, pensó en buscar un refugio y comenzó a mirar a su alrededor. De modo que cuando poco después llegó a un montón de madera que una vez había sido una granja, antes de ser dinamitada y arrasada por las niveladoras mecánicas, Jeebee resolvió dar por terminada allí la jornada y se puso a buscar un hueco entre los escombros. Encontró uno al fin, un conducto que parecía llevar lo bastante por debajo del material suelto como para quedar protegido de las inclemencias del exterior.

Se arrastró por el hueco, empujando por delante su mochila, como medida de precaución para el caso de que hubiera penetrado en el cubil de algún perro salvaje… o algo peor.

Pero ningún animal ni ser humano apareció para impedirle la entrada. El pasadizo se prolongaba más de lo que había pensado. Escuchó complacido el golpeteo algo lejano de la lluvia, cayendo sobre lo que estaba encima de él, y advirtió que el lugar que le rodeaba estaba seco por completo y cubierto de una capa de polvo.

Prosiguió reptando mientras pudo, hasta que de pronto su mano derecha, que tanteaba por delante de él, se deslizó sobre un borde al vacío.

Se detuvo para investigar, encontró algún espacio por encima de su cabeza y se arriesgó a encender un trozo de vela. La luz brilló delante de él e iluminó un garaje intacto, situado en un sótano. Tenía las paredes hechas de bloques de ceniza aglomerada, y el sólido techo sostenía la casa que se había desplomado encima.

Tratando de recordar los detalles de la escena cuanto pudo, apagó la vela para economizarla en lo posible. Luego se deslizó hacia abajo, entre la densa oscuridad que olía a polvo, hasta que sintió el suelo bajo sus botas. Una vez abajo, volvió a encender la vela y miró a su alrededor.

El lugar era un verdadero hallazgo. Estaba lleno de tesoros. Sencillamente, nadie había puesto el pie allí desde el momento en que la casa fuera destruida, y nada fue saqueado de lo que contenía el sótano originalmente.

Aquella noche Jeebee durmió en sitio caliente y seco, incluso con el lujo que significaba tener un farol de queroseno para iluminarse. Y cuando abandonó el lugar tres días después, a través de un túnel diferente, que habían hecho con todo cuidado y era mucho mayor que aquel por el cual había entrado, era un hombre rico, Y aún dejaba más riquezas detrás de él. Había más de las que podía llevarse, pero no fue una falta de caridad hacia los demás seres humanos, sus semejantes, lo que le impulsó a ocultar las dos aberturas del escondite que descubriera.

Lo que le hizo obrar así era la lección duramente aprendida de que debía borrar su rastro, de que nadie tenía que sospechar que un hombre hubiera estado allí, y de ese modo le siguieran la pista para quitarle lo que llevaba. De lo contrario, no le hubiesen importado los objetos que dejaba detrás, pues su camino aún le llevaba hacia el oeste, a Twin Peaks, el rancho de su hermano Martin, situado en Montana, a mil doscientos kilómetros de distancia.

Sus riquezas, no obstante, no habían dejado de subírsele un poco a la cabeza. Por otra parte, y aun comprendiendo el riesgo que corría, resolvió viajar en una motocicleta que había hallado entre otras cosas en el sótano. Cierto era que se trataba de una moto pequeña y ligera, pero valía una fortuna si podía llegar a una comunidad civilizada para poder venderla o cambiarla, en el caso de que no le matasen antes para quitársela. Era igualmente verdad que con ella, en aquel campo abierto por donde avanzaba, podía dejar atrás a cualquiera, incluso a los que montaban a caballo. Mas su presencia se advertía desde un kilómetro y medio, y además la gasolina era escasa.

Igualmente, la posesión de la moto era una abierta invitación a un ataque y al robo, como lo sería el disponer de una abultada billetera en una guarida de ladrones.

Además de la motocicleta, Jeebee había elegido bien. Llevaba ahora puesta la chaqueta de otro hombre, una prenda de cuero, con fuertes costuras. Su cinturón sujetaba destornilladores, cuchillos para podar y otras sencillas herramientas de mano; en los bolsillos le pesaban las cajas de municiones del calibre 22 largo, para su rifle de cerrojo, que llevaba consigo.

Por otra parte, disponía de alimentos en lata, muchos de los cuales aún podría comer, aunque eso no se sabía hasta que se abría una lata y se olía el contenido. Arrollada en torno a la cintura, por encima del cinto, llevaba sus buenos seis metros de cadena de recios eslabones, la que recogió de entre los restos de lo que sin duda había sido la casilla de un perro, en el patio situado detrás de los escombros del edificio principal.

Para entonces había adquirido la prudencia necesaria como para no seguir camino alguno. De modo que cortó por las colinas siguiendo la misma dirección de la brújula, hacia el oeste, que mantuviera durante las dos últimas semanas, desde que huyera de Abbotsville para salvar la vida.

El solo hecho de pensar en Abbotsville le producía ahora escalofríos que le llegaban a la boca del estómago. Se había salvado por milagro. Su fiebre de cazador le dominó hasta el último momento. Y el último momento fue cuando Bule Mannerly se levantó de entre los matorrales con un rifle apuntándole a la cabeza. Entonces se vio imposibilitado para disparar, aunque sabía que Bule estaba a punto de hacerlo. Tuvo la suerte increíble de que alguien del poblado disparase contra él mismo, Jeebee, con lo cual Bule se atemorizó y se echó al suelo, dejándole el camino libre para que escapara a las colinas.

No había sido sólo falta de coraje por su parte lo que le impidió disparar, recordó Jeebee mientras conducía la motocicleta por la falda de una colina, bajo los rayos del sol y la leve brisa de aquel día de marzo. Él, más que cualquiera, debió de haber recordado que, como todos, era el producto de sus propias características psicobiológicas, y fue eso, más que nada, lo que le impidió disparar contra Bule.

Una vez, en un mundo civilizado, reacciones semejantes habían señalado un tipo de supervivencia de índole psicobiológica. Ahora indicaban lo opuesto. Echó una mirada a la imagen que se reflejaba en el espejo retrovisor sujeto a la parte izquierda del manillar de la moto. Le devolvió la mirada un rostro duro, con una barba descuidada e hirsuta y las arrugas profundas en una piel reseca por el sol y el viento. Mas por encima de aquello, al inclinar la cabeza para mirar, vio que la visera de su gorra había protegido la piel de la frente, que seguía aún clara y pálida, mientras que los ojos, detrás de las gafas redondas, conservaban su color azul y su mirada inocente.

La parte superior de su semblante le traicionaba. No poseía una valentía instintiva; sólo tenía sentido del deber, de un deber hacia la nueva ciencia que apenas acababa de nacer cuando el mundo se vino abajo.

Ese sentido del deber era lo que le impulsaba ahora. Por sí solo, su espíritu habría flaqueado ante el pensamiento de los centenares de kilómetros que había entre él y la seguridad del rancho Twin Peaks, donde podría resguardarse detrás de un hermano más adaptado a aquellos tiempos. Mas lo que había aprendido y desarrollado le impulsaba ahora. Conocía la importancia de ese conocimiento, y se daba cuenta de que era necesario salvarlo para épocas futuras.

En todo el mundo habría ahora unos cuarenta, o tal vez sesenta, matemáticos psicobiológicos, como lo era él mismo, que habrían llegado independientemente a la misma conclusión que él. Durante un segundo los símbolos de su fórmula matemática danzaron en orden ante el ojo de su mente, expresando la incontrovertible verdad respecto al género humano, en su amanecer de decadencia y desastre.

Lo mismo que él, los otros habrían llegado a la conclusión de que el conocimiento de las características psicobiológicas debía ser protegido, puesto a salvo en algún lugar y ocultado a través del tiempo, quinientos o dos mil años a partir de entonces, cuando la mayor parte de los seres humanos hubieran comenzado a cambiar de nuevo hacia condiciones más civilizadas. Sólo si todos aquellos comprensivos matemáticos psicobiológicos hacían todo lo que estaba a su alcance, existiría la posibilidad de que uno de ellos lograse salvar aquel nuevo e importante instrumento para las futuras generaciones de la humanidad.

Se trataba de un conocimiento mediante el cual se podía leer tanto el presente como el futuro. A causa de ello, los que habían trabajado en él conocían lo vital que era el que no llegara a perderse. Sin embargo, la misma naturaleza civilizada de su intelecto y sus características individuales hacía dé ellos unos tipos poco aptos para la supervivencia en el mundo que había surgido ahora a su alrededor. Resultaba amargo saber que eran los recipientes más débiles, y no los más fuertes, para conservar lo que sólo ellos sabían que se debía conservar.

Pero tendrían que intentarlo. Él, al menos, tendría que intentarlo. Quizá podría llegar a algún tipo de acuerdo con aquella época de salvajismo. Resultaba irónico, después de tantas premoniciones de destrucción por una guerra nuclear, o algo parecido, que el mundo, después de todo, hubiera muerto realmente con un gemido.

No, se corrigió a sí mismo. Con un gemido no. Con una risa sardónica. Había comenzado con una bancarrota económica universal, agravada con un exceso de población, hacinamiento de las gentes y una polución muy intensa, tanto de ruidos y de ideas como de desechos y de calor. Una época de frustración, de frenesí creciente, de aumento del desempleo en todo el mundo. De inflación incontenible, de huelgas, de crímenes, de enfermedades…

Todo eran cosas prosaicas y predecibles, pero que reforzándose entre sí se habían manifestado al mismo tiempo. Y por una razón que nunca pudo llegar a sospecharse, hasta que la matemática de las características psicobiológicas fue creada, independientemente, pero casi al mismo tiempo, por gentes como Piotr Arazavin, Noshiobi Hideki… y Jeeris Belany Walthar.

Primero se produjeron los grandes derrumbes de la economía internacional, luego los de la economía nacional, y más tarde los de la economía local. A continuación, y siguiendo a los sistemas económicos hacia el caos, se derrumbaron los mecanismos de comercio mundial, de producción de alimentos, y de otros suministros indispensables. La ley y el orden lucharon durante un tiempo y luego se hundieron en aquel remolino. Las ciudades se convirtieron en campos de batalla, y los muertos quedaron abandonados por los motines y las revoluciones. Algunas comunidades aisladas se transformaron en pequeños territorios fortificados, primitivos. Y los Cuatro Jinetes del Apocalipsis cabalgaron de nuevo sobre la Tierra.

Era una época de derramamiento de sangre, de aniquilación para aquellos cuyas características psicobiológicas no iban de acuerdo con las condiciones de supervivencia bajo el imperio del colmillo y la garra. Un nuevo medioevo se extendía por todo el planeta. Los férreos años volvían otra vez, y los que estaban mejor dotados para subsistir eran aquellos para quienes la ética, la conciencia y cualquier cosa que fuese más allá del puro pragmatismo del poder físico, constituían un lastre inútil.

Y así continuaría la situación, calculaban los matemáticos expertos en psicobiología, hasta que pudiera surgir otra vez un orden nuevo y joven, que vinculase mediante alianzas los pequeños poblados fortaleza, éstos formando reinos y los reinos formando naciones soberanas que pudiesen comenzar de nuevo a tratar entre ellas para constituir sistemas dentro de la sociedad. Quinientos o dos mil años, nadie sabía cuánto podía tardar.

Mientras tanto, un pequeño anacronismo de una época ya muerta, un débil individuo de los siglos mansos, luchaba por atravesar las nuevas tierras sin ley, llevando consigo una preciosa creación de la mente hacia donde pudiera dormir a salvo durante tantos siglos como fuera necesario, hasta que la razón y la civilización naciesen de nuevo…

Jeebee se sorprendió, a punto de verse inmerso en un baño de autocompasión. No es que eso le importase demasiado, ni que le produjera vergüenza, sino que la actitud contemplativa, de cualquier especie que fuera, distraía su atención del ambiente que le rodeaba.

Y eso podía resultar peligroso. Lo cierto es que no bien hubo salido de aquel estado de reflexión, su olfato captó un débil olor aceitoso que llegaba con la brisa.

Un momento más tarde detenía el motor de la motocicleta, se bajaba de ella y la arrastraba hasta un bosquecillo de pinsapos, donde se puso a cubierto. Allí permaneció, haciendo el menor ruido posible y tratando de identificar lo que había percibido con el olfato.

El hecho de que no hubiera podido identificar aquel olor en seguida no lo hacía menos alarmante. Cualquier fenómeno desusado —ruido, olor y demás—, era un aviso de la presencia de otros seres humanos. Y si había otras personas a su alrededor, Jeebee deseaba observarlos a conciencia, antes de que ellos tuvieran ocasión de verle a él.

En aquel caso el olor no era fácil de identificar, pero en cierto modo le resultaba familiar. Alguna vez lo había percibido, antes de ahora.

Después de permanecer varios minutos oculto entre los arbustos, tratando de forzar su vista y su oído para obtener algunos indicios, Jeebee se puso cautelosamente en pie y empujando la motocicleta, sin poner en marcha el motor, empezó a rastrear despacio el olor que llegaba con el viento, hasta su lugar de origen.

Al rebasar dos elevaciones del terreno, notó que el olor se hacía apreciablemente más fuerte. Luego llegó el momento en que, habiendo dejado la moto unos tres metros detrás, y estando tendido boca abajo, pudo mirar por una extensa ladera cubierta de animales grisáceos y negros. Era un gran rebaño de ovejas Targhee, y el débil recuerdo de un corral de ovejas, en la feria estatal, doce años antes, volvió repentinamente a su mente.

Con el rebaño que había abajo se encontraban tres muchachos que cabalgaban a pelo en unos ponies de largas crines. No había perros a la vista.

El pensamiento de los perros envió una señal de alarma a lo largo de los nervios de Jeebee. Se disponía a arrastrarse de vuelta hasta su motocicleta para alejarse de allí, cuando un carnero se escapó repentinamente del rebaño, seguido por un perro pastor, un pequeño collie de pelaje castaño y blanco, que había permanecido oculto por los lomos oscuros y las caras blancas que le rodeaban. El carnero se encaminó directamente hacia la ladera donde Jeebee estaba escondido.

El hombre contuvo el aliento hasta que el perro, lanzando pequeños mordiscos a los talones del otro animal, le hizo volver con el rebaño. Jeebee respiró con alivio. Pero en ese momento el perro, habiendo devuelto el carnero al grupo de los demás, giró en redondo en dirección a donde estaba Jeebee, y alzó el hocico para husmear el viento.

El viento iba desde el perro hasta Jeebee, y éste se dijo que no había forma de que el animal pudiera olerle. Sin embargo, el can proseguía olfateando el aire. Al cabo de un segundo el perro comenzó a ladrar, mirando en línea recta hacia donde estaba oculto Jeebee.

—¿Qué pasa, «Snappy»? —exclamó uno de los muchachos que iban a caballo.

El joven hizo volverse a su montura y se acercó al paso hacia el perro, ascendiendo por la pendiente.

Jeebee se sintió dominado por el pánico. Arrastrándose sobre las manos y las rodillas retrocedió en seguida, y al momento escuchó un agudo grito de alarma desde abajo, cuando se hizo visible al recortarse contra el cielo su silueta agachada. A ello siguió un repentino resonar de cascos de caballo que avanzaban al galope.

—¡Cogedle, cogedle! —gritó uno.

Restalló el disparo de un rifle. Sabiendo que ya no se encontraba por completo a la vista de los demás, Jeebee saltó frenéticamente hacia la motocicleta y dio una patada al pedal de arranque. Por fortuna, la moto se puso en marcha inmediatamente y salió rugiendo cuando Jeebee la condujo sin mirar hacia atrás y sin cuidarse de la dirección de su marcha, si no era para alejarse de los que le seguían y para evitar los baches y los obstáculos que podía encontrar.

El rifle disparó de nuevo. Jeebee alcanzaba a oír varias voces, para entonces, que chillaban con la excitación y el placer de la caza. Percibió un silbido junto a su cabeza, cuando una bala le pasó cerca. La pequeña moto era de competición en campo traviesa, por lo que tardaba en adquirir velocidad. El ruido del motor no permitía oír el rumor de los cascos de los caballos que venían detrás.

Pero iba ahora ladera abajo, y poco a poco la oscilante aguja del velocímetro fue apartándose de la marca que señalaba cero kilómetros por hora.

El rifle volvió a sonar, algo más lejos de él. Y esta vez no escuchó el silbido de la bala al pasar cerca. Los disparos eran lo bastante espaciados como para indicar que sólo uno de los muchachos iba armado. Y el rifle que usaba era probablemente de un solo tiro, por lo que se requería cargarlo después de cada disparo. Esto no era fácil de hacer sobre un caballo al galope, y sin silla ni estribos sobre los que afirmarse.

Jeebee se arriesgó a echar una mirada por encima del hombro.

Sus tres perseguidores habían abandonado ya la caza. Les vio en la cima de una loma, hacia atrás, inmóviles en sus caballos, observándole. Habían abandonado con demasiada facilidad, se dijo. Pero entonces recordó las ovejas. No querían alejarse del rebaño que estaba bajo su cuidado.

Jeebee prosiguió acelerando paulatinamente para incrementar su velocidad. Ahora que le habían visto, tenía deseos de alejarse todo lo posible de aquel lugar, antes de que se corriera la voz y jinetes más perseverantes y con mejores cabalgaduras y armas pudieran perseguirle. Pero sin darse cuenta, instintivamente, comenzó a prestar más atención al peligro de las piedras y los huecos que encontraba en su camino.

La inquietud le mordía ahora interiormente de una nueva forma. Los perros suponían una amenaza para él, según acababa de comprobar. De los seres humanos podía esconderse y observarlos sin ser visto, pero los perros tenían olfato y oídos delicados, con los que podían localizarle en la oscuridad o en un escondite. Y los pastores significaban perros, muchos perros. No había pensado encontrar ovejas tan al este. De acuerdo con sus cálculos —había perdido el único mapa que tenía, pocos días antes—, debía de hallarse para entonces no demasiado al oeste de Nebraska o de las Dakotas.

Un repentino y desesperado sentimiento de soledad le abrumó de pronto. Era un proscripto, y no podía esperar que nadie ni nada le prestasen ayuda. Si llegaba a encontrar un compañero para realizar el peligroso viaje los dos juntos, la llegada a Twin Peaks podía suponer un verdadero riesgo. A decir verdad, lo que Jeebee temía más era que en uno de aquellos momentos de desesperación pudiera abandonar, simplemente. Pudiera detenerse y dar la vuelta para que le abatieran de un tiro los jinetes armados que le perseguían. O bien que apareciese inerme en algún campamento o ciudad para ser robado y muerto, sólo para terminar con todo de una vez.

Luchó, pues, contra el sentimiento de soledad y desesperación, y se obligó a pensar constructivamente. ¿Qué era lo mejor para él en aquellas circunstancias? Tal vez estaría más seguro si abandonase la motocicleta, pero en ese caso no salvaría las distancias tan rápidamente. Con un poco de suerte, y sí seguía utilizando la moto, se hallaría fuera de aquella zona de ovejas en poco más de un día.

Llevaba dos envases con cinco litros de gasolina cada uno, atados detrás del sillín de la máquina. Esa abundante cantidad de combustible le proporcionaba un alcance de cerca de seiscientos kilómetros, aun yendo por los terrenos más difíciles.

Seiscientos kilómetros. Eran como oro para un mendigo. La moto resultaba demasiado valiosa para abandonarla. Sí, sería mejor seguir adelante en ella y pensar sencillamente que se solucionarían los problemas, como acababa de ocurrirle, en caso de que se encontrase metido en ellos de nuevo.

Claro que podía esconderse en algún sitio por el día, y viajar sólo por las noches. Sin embargo, avanzar con la máquina por la noche era más peligroso. Aun con luna llena tendría dificultades para localizar las piedras y los baches que surgiesen delante de la moto. No, el mejor plan era recorrer tanto camino como pudiese mientras alumbrase la luz del sol. Al llegar la noche, resolvería lo que debía hacer…

Pensando en todo esto, Jeebee alcanzó la parte superior de la loma que había estado ascendiendo, y al mirar abajo divisó un río, situado a unos doscientos metros de distancia, que corría rápidamente de sur a norte, cruzando el camino que él seguía hacia el oeste.

Jeebee observó el río con desaliento. Luego, descendió con precaución por la ladera que tenía delante hasta que detuvo la motocicleta a la orilla misma de la rápida corriente de agua.

Se trataba, evidentemente, de un río cuyo caudal estaba notablemente incrementado con el deshielo de la primavera. Resultaba peligroso por los abundantes despojos flotantes que arrastraban las veloces aguas. Descendió de la moto y hundió una mano en el torrente. Se le entumecieron los dedos con una temperatura similar a la de la nieve fundida.

Volvió a ponerse en pie y montó de nuevo en la moto, moviendo negativamente la cabeza. Con agua tranquila y cálida se habría arriesgado a cruzar nadando, mientras empujaba la moto y sus demás pertenencias en una rústica balsa hecha por él. Pero eso no era posible en aquel río.

Tendría que seguir la orilla hacia arriba o hacia abajo hasta que encontrase un puente por donde pudiera cruzar. Pero ¿hacia dónde se hallaría el puente? Miró a la derecha y a la izquierda. Hacia la derecha era corriente abajo, y esto, tradicionalmente, llevaba hacia la civilización; lo cual significaba casas habitadas y posibles enemigos. En consecuencia, volvió el manillar de la motocicleta corriente arriba y emprendió la marcha.

Por fortuna, la tierra de las orillas del río estaba allí llana y sin excesiva vegetación, por lo que avanzó con rapidez cortando camino por lugares donde el río se curvaba, ahorrando de ese modo bastante tiempo. Casi sin darse cuenta llegó a un recodo tras el cual divisó un puente que se alzaba recto y alto sobre las aguas rápidas y grisáceas.

Era un puente de ferrocarril.

Durante unos segundos se sintió desesperado. Era un mero reflejo condicionado de la época civilizada, cuando resultaba peligroso cruzar los puentes ferroviarios por temor de ser sorprendido en mitad del cruce por la llegada de un tren. Cuando aquel temor se hubo desvanecido, el corazón y las esperanzas del hombre brincaron juntos. Para sus fines, un puente de ferrocarril era lo mejor que podía haber hallado.

En efecto, no había tráfico por los carriles, y para un vehículo tan ligero como su moto, el pequeño andén que había a los lados de las vías sería tan eficaz como una autopista.

Ascendió el talud hasta los carriles y detuvo la moto para situarla en la pasarela lateral. Volvió a montar y en un breve y saltarín recorrido llegó al otro lado del río que poco antes le había parecido una barrera infranqueable.

En la otra orilla el terreno era aún más abierto. Levantó la máquina del andén del puente y, depositándola sobre las piedrecillas del terreno, prosiguió su viaje paralelo a las vías. Las márgenes presentaban desigualdades de cuando en cuando, allí donde la lluvia había arrastrado la tierra superficial talud abajo. Pero en su mayor parte era como viajar por un camino de tierra bien conservado, y Jeebee prosiguió su jornada a una marcha regular, cercana a la velocidad de la máquina.

Había otra ventaja en viajar junto a los carriles del tren, y no pensó en ella hasta que no estuvo haciéndolo. Y era que el talud de las vías le alzaba por encima del terreno circundante, por lo que podía observar los posibles peligros que le amenazasen. Estaba ahora dejando atrás la zona levemente montañosa que había recorrido algún tiempo antes. El terreno que atravesaba, a ambos lados del terraplén de las vías, era llano hasta el horizonte, excepto muy lejos, en la distancia, donde las vías se curvaban hasta perderse de vista entre algunas lomas.

Hasta donde alcanzaba a ver, no había rebaños de ovejas. Más aún, no se percibía ningún rastro de hombres o de animales.

Durante un raro momento, Jeebee se sintió tranquilo y lleno de esperanzas. Hacia el oeste del Mississippi, unas vías del ferrocarril podían cruzar el terreno de praderas durante kilómetros y más kilómetros sin que se encontrase a su paso ningún poblado. Con algo de suerte se habría alejado de esa zona ovejera antes de lo previsto.

Más hacia el oeste, le escribió su hermano Martin en la última carta que Jeebee recibió de él, los rancheros que habitaban aislados en terreno ganadero se habían visto menos afectados que los demás por el derrumbe del mecanismo de la civilización. Allí la ley y el orden seguían existiendo en cierto modo. Podría traficar con el botín que había conseguido en el sótano, y podría conseguir con relativa seguridad las cosas que necesitaba.

En primer lugar, un rifle más eficaz que el de calibre 22 de que disponía. Era una pequeña arma bastante buena, pero carecía de potencia. El disparo resultaba demasiado ligero como para producir el tipo de impacto que detuviera el ataque de un hombre o de una bestia enfurecidos. Y por allí abundaban aún los lobos, los osos e incluso algún puma, por no mencionar el ganado salvaje, que podía ser bastante peligroso.

Por otra parte, con un fusil más pesado estaría en condiciones de abatir ese ganado, o tal vez venados, o cabras monteses —si tenía la suerte de encontrarlos a su paso—, a fin de complementar su dieta, consistente en las conservas que llevaba. Las conservas eran algo muy adecuado, pero resultaban pesadas, poco aptas para ser transportadas en una mochila. Lo que verdaderamente necesitaba en esos momentos era algo de carne congelada y desecada, o, a falta de ello, algunas sopas en polvo, harina, alubias desecadas o tocino ahumado.

Tenía una mochila llena de los mejores de esos comestibles cuando logró salir con vida de Abbotsville. En realidad, cuando había preparado el bulto no pensó que la gente de la localidad le dejaran ir así como así, sino que creía que iban a matarlo. A pesar de los tres primeros meses pasados en un aislamiento casi completo de la comunidad, se dijo después que tras vivir allí durante cinco años podía considerarse como uno más de ellos.

Pero estaba claro que nunca había sido uno de ellos. Lo que le hizo creer que los conocía fue su superficial cortesía en el supermercado o en la oficina de correos, además de la verdadera amistad que tuvo con su ama de llaves, Ardyce Prine.

La señora Prine había vivido allí toda la vida y a sus sesenta y tantos años se hallaba en condiciones de pertenecer a la generación que detentaba la autoridad en aquel lugar. Pero cuando los motines hicieron demasiado peligrosos los viajes que él realizaba hasta Detroit, al departamento de investigación de la Universidad, donde estaba el tanque pensador, la gente de Abbotsville debió empezar a pensar que estaban hartos de él, y que no podían hacerle un lugar en sus vidas. En especial cuando esas vidas comenzaron a ocuparse tan sólo de una economía local, con productos de la zona y zapatos y ropas hechos allí, que eran intercambiados por carne.

Jeebee no producía nada que ellos necesitaran. Mientras Ardyce fue su ama de llaves, le toleraron; pero el día en que dejó de hacerlo no tardó en llegar. Una breve y lacónica nota le fue entregada por el nieto de la mujer, informándole que no podía seguir trabajando para él.

Después de eso, Jeebee advirtió la creciente y apenas perceptible enemistad que se desarrollaba entre sus vecinos. Cuando trató de marcharse en dirección al oeste, hacia Twin Peaks, notó que habían estado aguardando con sus rifles a que hiciera eso. En el momento en qué se marchó no comprendía la razón. Pero ahora se daba cuenta.

De haber tratado de irse desnudo, tal vez le hubiesen dejado hacerlo. Pero hasta las ropas que llevaba encima las consideraban como una propiedad de Abbotsville, y pensaban que huía con su botín, como un ladrón en la noche. Bule Mannerly, el droguero, se alzó como un demonio en la oscuridad de la colina, con un fusil en la mano para impedir que escapase. Y sólo la suerte de un tiro errado que partió de algún lugar oscuro de los alrededores, permitió que Jeebee huyese.

Pero una vez en camino derrochó como un necio los suministros que había llevado, sin llegar a imaginar que iba a resultar sumamente difícil reemplazarlos por algo alimenticio, y más aún siendo de la clase tan cara y especial como eran.

Sin embargo, tres meses después había aprendido la lección. Al menos la mitad de su ser se había vuelto sensata y cautelosa como un animal, con las orejas pegadas al cráneo, los ojos vigilando incesantemente y todos los sentidos atentos a ruidos, imágenes, u olores que pudieran suponer un peligro…

Se puso a soñar en las cosas que podría obtener mediante canje en cuanto llegara a algún sitio donde lograse hacerlo sin riesgo. Además de un rifle de mayor calibre, necesitaba imperiosamente un par de botas de repuesto. Las que tenía no iban a durarle hasta Montana, si la motocicleta se estropeaba, o debía abandonarla o cambiarla debido a cualquier motivo. También sería inapreciable un revólver y municiones; pero pensar en un arma de ese tipo era como imaginar un trozo de cielo. Las armas eran lo último que la gente pensaba ceder, en aquellos tiempos.

Se sumergió tan profundamente en sus pensamientos que advirtió haber llegado a la falda de las lejanas colinas antes de lo que había imaginado. El terraplén de las vías trazaba una curva entre dos lomas cubiertas de hierba y desaparecía por las sombras de un grupo de algodoneros. Salvado este espacio, Jeebee se encontró en un pequeño valle, mirando hacia una estación de ferrocarril, algunos corrales de ovejas y un conjunto de casas, todo ello situado a menos de ochocientos metros de distancia.

Lo mismo que le había sucedido cuando olfateó las ovejas, los reflejos de Jeebee le llevaron a apagar el motor de la máquina y a echarse de bruces sobre las piedrecillas de las vías, al tiempo que miraba, a través de una pantalla de hierbas altas y secas, hacia los edificios.

Mientras se encontraba allí tendido se dio cuenta de que el haberse echado en el suelo había sido una precaución inútil. Si alguien se encontraba en la pequeña comunidad situada al frente, ya tendrían que haber oído el motor de la motocicleta antes de que apareciese entre los árboles.

Prosiguió echado en el suelo, pero no apreció movimiento alguno en el interior del pequeño poblado o a su alrededor, aun cuando las chimeneas de hojalata de varias casas lanzaban al cielo penachos de humo gris.

En conjunto, lo que estaba observando parecía un centro o estación de carga de ovejas que había ido desarrollándose hasta constituir una especie de comunidad. Dos de los edificios parecían ser tiendas, pero la mayor parte de las casas que divisaba, constituidas por armazones de madera cubiertos con tableros grises sin pintar, podían ser cualquier cosa, desde hogares hasta almacenes.

Dio media vuelta rodando sobre un costado y retorció el cuerpo a fin de alcanzar su mochila y extraer de ella unos prismáticos. En realidad se trataba de unos gemelos de juguete, que llevaba para el menor de los hijos de Martin, un pequeño de cinco años. Eso fue lo único que pudo llevarse al abandonar Abbotsville, y constituía algo que en tiempos normales nunca se hubiera molestado en meter en su mochila. Sin embargo las lentes tenían varios aumentos, por más que no eran mucho mejores que los vidrios de una ventana.

Se llevó los gemelos a los ojos, y a través de los cristales observó los edificios. Esta vez, después de un largo y cuidadoso examen, alcanzó a divisar un perro, en apariencia dormido junto a los tres peldaños que llevaban hasta un largo inmueble que daba la sensación de ser un almacén. Siguió mirando al perro por largo tiempo, pero el animal no se movió.

Jeebee mantuvo los gemelos ante sus ojos hasta que éstos comenzaron a lagrimear. Luego bajó el artefacto, aliviando así el peso que había gravitado sobre sus codos. Estos le dolían debido a las piedrecillas que había debajo, a pesar de su chaquetón de cuero. Por último trató de adivinar adonde había llegado.

Era posible, desde luego —la penosa aunque esperanzadora suposición se presentó en su mente—, que se tratara de alguna comunidad cuyos pobladores, incluidos los perros, hubieran resultado aniquilados por una enfermedad u otra causa. En tal caso, lo único que tenía que hacer era descender allá abajo y apropiarse lo que hallase a su alrededor.

Lo ridículo de que semejante golpe de fortuna se le presentase así en su camino hacía que rechazara esa misma idea. Pero no había duda de que los edificios daban la impresión, si no de estar desiertos, de hallarse demasiado quietos y silenciosos para que fuese algo normal. Cierto es que estaban ahora en medio de la jornada; aquél era un país ganadero, y la mayor parte de la gente del lugar podía encontrarse cuidando o guardando ovejas.

Hasta eso era una suposición rebuscada. Por muchas personas que estuviesen trabajando fuera, nadie se arriesgaría en aquellos días a dejar tantos edificios, fuera lo que fuese lo que contenían, sin protección frente a posibles saqueadores. No, allí abajo tenía que haber gente. Sencillamente, debían de estar en el interior de las casas, y por eso no alcanzaba a verles.

De improviso la respuesta surgió en la mente de Jeebee. Miró su reloj. Claro, era mediodía. Todo el mundo debía de estar comiendo.

Permaneció tendido, aguardando. Al cabo de unos veinte minutos se abrió la puerta de la casa junto a la cual estaba durmiendo el perro, y salió la primera de una serie de personas. El can ya estaba en pie cuando salió el primer individuo al que, según pudo apreciar Jeebee a pesar de la distancia, el animal tributaba una amistosa acogida.

El can se mantuvo alerta y vivaz, y ante él pasaron, una a una, media docena de personas, que tras salir del edificio se dispersaron y desaparecieron en el interior de otras casas. Todos parecían ser varones y adultos. Poco después de que el último de ellos hubo desaparecido, la puerta se abrió de nuevo y una figura con faldas hizo su aparición, arrojó algo al perro y regresó metiéndose en el interior. El animal volvió a echarse para mordisquear la comida que le habían lanzado.

Jeebee permaneció donde estaba, reflexionando. Podía continuar allí hasta la noche, y entonces empujar su moto en torno al poblado y proseguir por las vías, una vez que estuviese a prudente distancia.

Mientras pensaba esto, percibió el rumor de un motor de un cilindro que empezaba a funcionar, y un momento después un pequeño vagón de motor aparecía ante su vista en las vías, más allá de los edificios. Continuó vías arriba hasta desaparecer a lo lejos, junto con el ruido de su motor.

Jeebee sintió un escalofrío, mientras seguía mirando el sitio por donde se había perdido el vehículo. Un vagón como aquél podía llegar a alcanzar los noventa kilómetros por hora por unas vías en buenas condiciones. Es decir, que podía superar a su motocicleta con facilidad. Había tenido suerte de que no hubiera avanzado hacia donde él se hallaba, y en lugar de eso se hubiese alejado en dirección contraria. Claro que él podía haber bajado del terraplén de la vía para ocultarse entre las altas hierbas de la zanja antes de que le hubieran localizado, pero de todos modos…

Repentinamente tomó una decisión. Era necesario terminar con tantas especulaciones. En algún lugar debía arriesgarse a iniciar un trato comercial, y aquel sitio no parecía peor que cualquier otro. Por consiguiente, volvió hacía atrás, levantó la motocicleta y puso en marcha su motor.

Abierta y ruidosamente descendió por el terraplén y se acercó a los edificios.

Hubo un clamor de ladridos cuando entró en el poblado. Cerca de una docena de canes de diversas razas, aunque todos del tipo del perro pastor, se reunieron alrededor de Jeebee cuando éste se dirigió en la moto hasta la casa ante cuya puerta había visto al primero de los perros, y de donde salieron los hombres. Precisamente, ese animal era uno de los que le seguían ladrando más ruidosamente. Lo mismo que los demás, el perro se le acercaba mucho, pero no daba la impresión de querer morderle. Ello era una buena señal, pensó, en cuanto a la actitud de los dueños de esos canes respecto a los forasteros.

Detuvo la motocicleta, se bajó de la misma, y con el rifle en la mano y la mochila a la espalda, ascendió los tres peldaños que conducían hasta la puerta. Golpeó con los nudillos. No recibió respuesta.

Al cabo de unos segundos volvió a golpear. Como tampoco entonces contestara nadie, Jeebee empuñó el picaporte. Este giró con facilidad y se abrió la puerta. Penetró en el interior de la casa dejando a sus espaldas el grupo de perros ladradores del poblado. Los ladridos no se interrumpieron cuando entró en el edificio, pero se atenuaron al interponerse las paredes de madera.

Jeebee echó un vistazo a su alrededor, a la estancia en que se encontraba. Era de amplias dimensiones, con seis mesas redondas y cuatro sillas en cada una de ellas. Todo parecía ser de antes del desastre. A lo largo de una pared se veía un bar angosto y alto, pero con sólo unos vasos boca abajo en el estante situado detrás.

Más allá del bar había otra puerta, ésta cerrada, la cual dedujo Jeebee que conducía al interior del edificio. Al final del pequeño bar se veían algunos platos, vasos y cubiertos que daban la impresión de haber sido recogidos tras la marcha de los comensales, los hombres que Jeebee vio salir de la casa poco antes, cuando estaba tendido en el terraplén observando desde las vías.

El clamor de los perros que había en el exterior aumentó de pronto de volumen. Luego, inesperadamente, se resolvió en algunos ladridos sumisos y al fin reinó el silencio. Jeebee se acercó rápidamente a la ventana y desde allí miró hacia afuera.

Aproximándose a los escalones del exterior llegaba una extraña figura femenina. Una mujer que debía de ser tan alta como el mismo Jeebee, pero vestida con un atuendo del siglo pasado, con grandes volantes de ajada tela de color negro, que le caía hasta la punta de las fuertes botas que calzaba. Llevaba un pequeño bonete en la cabeza.

La mujer se adelantaba con pasos largos y recios, mientras sostenía con una mano un pedazo de cadena. Pero ésta resultaba innecesaria, pues pendía floja desde su ajuste en el collar de cuero de un gran perro que iba a su lado.

Había sido el perro lo que hizo que los demás quedasen en silencio. No se trataba de un pequeño perro pastor, sino de un pastor alemán, vez y media más grande que cualquiera de los otros. Tenía el pelaje espeso e hirsuto, como animal que ha pasado la mayor parte del invierno a la intemperie. Su collar era grueso y de él salían numerosas púas metálicas de punta aguzada, según pudo comprobar Jeebee cuando el animal estuvo más cerca.

El pastor alemán no prestó la menor atención a los demás perros. Los ignoró como sí no existieran, mientras avanzaba al lado de la corpulenta mujer, sin dar señales, con el cuerpo o con la cola, de que hiciera algo que no fuera un cometido importante. Los otros canes se apartaron a su paso, y se sentaron o tendieron en el suelo, manteniéndose en silencio en tanto se lamían las patas con lenguas húmedas e inquietas.

La mujer y el perro subieron los peldaños exteriores de la casa. Ella abrió la puerta y penetró en la estancia donde estaba Jeebee. Cuando la mujer cerró la puerta a sus espaldas, los ladridos se iniciaron tímidamente, pero en seguida volvieron a acallarse.

—Le oí cuando venía hacía aquí —dijo la mujer a Jeebee con una voz ronca y profunda, como la de una persona de mucha edad—. Salí a buscar a mi perro guardián, el que ve usted ahora.

Jeebee palpó el metal del gatillo de su rifle y notó que éste estaba resbaladizo bajo su mano derecha. La mujer, según pudo ver ahora que estaba más cerca, llevaba un cinturón de cuero negro en torno a la cintura, y de él pendía una pequeña pistolera. En la pistolera descansaba un pequeño revólver de cañón corto.

No había duda de que la mujer sabía emplear el arma. Jeebee no dudaba de que el perro le atacaría, si ella le daba la orden correspondiente. Y abrumándole por completo, persistía en él la vieja duda de si sería capaz de alzar el rifle y disparar, incluso para defender su propia vida.

—Siéntate —dijo la mujer al enorme perro; y añadió—: ¡Vigila!

El perro pastor alemán se tendió delante de la puerta que llevaba al exterior. Su negro hocico apuntó durante un momento en dirección adonde se encontraba Jeebee, y ésa fue la única reacción que mostró.

La mujer alzó la cabeza y miró directamente a Jeebee. Tenía un rostro bronceado, de aspecto masculino, con fuertes huesos y labios delgados. Unas profundas líneas en forma de paréntesis se extendían desde la base de la nariz hasta la barbilla, a ambos lados de la boca. Debía de tener al menos cincuenta años, pensó Jeebee.

—Está bien —dijo la mujer—; veamos qué le trae a usted al poblado.

—He venido para intercambiar algunas cosas —respondió Jeebee.

Su propia voz sonaba extraña en sus oídos, cómo los quebradizos sones de un viejo disco del que la mayor parte de los tonos bajos se hubieran perdido en la grabación.

—¿Qué es lo que trae?

—Diversas cosas. ¿Y usted? ¿Tiene usted u otra persona de por aquí calzado, comida o quizá otros objetos que podamos cambiar?

La voz de Jeebee se dejaba oír ahora con tono más normal. Se había inclinado más la visera de la gorra sobre los ojos antes de entrar en el poblado, y tuvo esperanzas de que la penumbra reinante en aquel interior, que atenuaba sólo la luz de las ventanas situadas a la derecha, no dejara ver a la mujer la pálida inocencia de sus ojos y su frente.

—Puedo cambiarle lo que desea… probablemente —dijo la mujer—. Venga conmigo. Tú también.

Las últimas palabras fueron dirigidas al perro. Este se levantó y salió sin hacer ruido detrás de ella. La mujer, precediendo a Jeebee, traspuso la puerta más lejana pasando luego a otra habitación que parecía un simulacro de vestíbulo de hotel. Un corredor se iniciaba en una pared frontera, y a él daban diversas puertas cerradas.

El vestíbulo estaba equipado con lo que probablemente fuera un mostrador de recepción. Este, junto con media docena de mesas redondas, estaba situado entre lo que al primer vistazo parecía un increíble conjunto de trastos, desde viejos neumáticos hasta cafeteras que mostraban las abolladuras y marcas de un prolongado uso. Un segundo vistazo mostró a Jeebee que en aquella estancia había un orden dentro del aparente caos.

Las telas se amontonaban en dos de las mesas, y todos los utensilios de cocina se hallaban reunidos, junto con las cafeteras, en otra mesa.

—Vigila —dijo la mujer al perro, que de nuevo se tendió en posición de alerta ante la puerta cerrada por la que acababan de entrar—. Veamos lo que trae —manifestó la mujer, al tiempo que señalaba hacia un extremo del mostrador de recepción, donde había sitio libre.

Jeebee desabrochó su chaquetón de cuero de reciente adquisición —el perro alzó el hocico en el aire, de nuevo—, y empezó a sacar de debajo de su cinturón destornilladores, limas, escoplos y otras herramientas pequeñas que había cogido en el sótano de la granja. Cuando hubo terminado de hacer esto, se quitó la cadena de metal que llevaba arrollada a la cintura y la dejó sobre la superficie de madera del mostrador, donde sus eslabones tintinearon sordamente.

—Tal vez pueda usted emplear esto —dijo Jeebee, señalando con la cabeza al perro del modo menos ostensible de que fue capaz.

—Tal vez —repuso la mujer, con voz monótona—. Pero éste no necesita demasiada sujeción. Suele actuar por las órdenes que se le dan.

—¿Es un perro pastor? —preguntó Jeebee, mientras ella examinaba las herramientas.

La mujer levantó la vista y le miró directamente al rostro.

—Debería usted conocer mejor los perros —dijo—. No es un pastor. Es un perro de presa, capaz de matar.

Le observó en silencio un momento y añadió:

—¿Acaso no lo sabe? ¿Qué es usted, un vaquero?

—No, yo no lo soy —contestó Jeebee—. Mi hermano sí lo es. Me dirijo hacia donde él vive.

—¿Dónde? —inquirió ella, sin rodeos.

—Hacia el oeste. Probablemente no le conoce.

La miró a los ojos, y le pareció el momento de jactarse un poco.

—Lo cierto es que tiene un rancho bastante grande —añadió Jeebee—. Está allí, esperándome.

Lo último, una mentira, lo dijo él dé un modo que le pareció convincente. Tal vez pasara, con el poco de verdad que le había precedido. La mujer, de todos modos, le observó sin cambio alguno de expresión. Luego se inclinó para examinar de nuevo las herramientas.

—¿Qué le ha hecho pensar que yo era vaquero? —preguntó Jeebee, porque el silencio de la mujer le estaba poniendo nervioso.

Deseaba que le hablara, como si mientras lo estuviese haciendo nada fuera a salir mal.

—La chaqueta es de vaquero —aseguró ella, sin volverse a mirarle.

—Ah…

Iba a decir algo, pero se calló de pronto. Estaba claro que se refería al chaquetón de cuero que llevaba puesto. No sabía que hubiese una diferencia perceptible entre el atuendo de un vaquero y el de un ovejero. ¿Acaso no usaban chaquetones de cuero los criadores de ovejas? Evidentemente, no; o al menos no eran del mismo estilo.

—Esta es una región ovejera —manifestó la mujer, siempre sin mirarle, y Jeebee escuchó aquella declaración como si se tratara de una pistola, que apuntando hacia él estuviera a punto de disparar.

—¿Región ovejera? —preguntó él.

—En efecto —dijo la mujer—. Aquí no hay ningún vaquero, ahora. Ese fue un perro de vaqueros.

Así diciendo la mujer señaló con el pulgar hacia el perro guardián. A continuación reunió las herramientas y la cadena delante de ella, como si ya le pertenecieran.

—Está bien. ¿Qué quiere usted por esto? —preguntó al hombre.

—Un par de botas buenas. Algo de tocino ahumado, judías, o harina y una pistola. Un revólver.

Ella alzó la mirada al escuchar las últimas palabras.

—Un revólver —dijo con desdén, y empujando el montón de herramientas hacia él, añadió—: Será mejor que se marche de aquí.

—Bueno, no sé qué tiene eso de malo.

—Un revólver —repitió ella con voz ronca, como si estuviera a punto de escupir—. Le daré cuatro kilos de maíz seco y dos de grasa de cordero. Y puede elegir un par de botas entre las que están ahí, encima de la mesa. Eso es todo.

—Un momento, espere…

Los muchos kilómetros que recorriera desde Abbotsville no le habían despojado por completo de su cortesía, pese a los tiempos que estaba viviendo.

—No hable así —continuó Jeebee—. Usted sabe, y yo también, que esas herramientas valen mucho más que eso. Ya no es posible conseguir objetos de metal como éstos. Si quiere engañarme un poco, hágalo. Pero no tanto. Hablemos con algo más de cordura.

—No hay nada de qué hablar —dijo la mujer, al tiempo que rodeaba el mostrador y se enfrentaba con él.

Jeebee pudo advertir la mirada de ella que escrutaba bajo la sombra de la visera de su gorra como si estuviera descubriendo su debilidad, su vulnerabilidad.

—¿Con quién más va usted a tratar? —preguntó a continuación la mujer.

De pronto una gran oleada de soledad, de cansancio, abrumó de nuevo a Jeebee. La parte frontal y pensante de su cerebro reconoció que las últimas palabras de la mujer eran un peldaño para llegar a un acuerdo. Ahora era el momento de que él hiciese una contraoferta, de que se burlase de lo que le ofrecía, de que se enfureciese y protestase. Pero no podía hacerlo. Se encontraba demasiado aislado emotivamente, demasiado vacío en su interior. En silencio comenzó a recoger la cadena y las herramientas, y fue metiéndoselas en el cinturón.

—¿Qué está haciendo? —chilló la mujer, de pronto.

Jeebee se detuvo y la miró.

—Bueno —manifestó—. Ya encontraré otro lugar.

Mientras decía estas palabras, el hombre se preguntó si ella no llamaría al perro, y si podría salir con vida de aquel poblado.

—¿Otro lugar? —repitió ella, sarcásticamente—. ¿No le he dicho que no hay ningún otro sitio cerca de aquí? ¿Qué demonios le pasa? ¿No ha negociado antes de ahora?

Jeebee dejó de meter las herramientas tras el cinturón y observó a la mujer.

—Está bien —dijo ella, y buscó algo debajo del mostrador—. Quería cambiar eso por un revólver, ¿no? ¡Ahí tiene!

Tendió Jeebee la mano y recogió el arma niquelada, de caño corto, que ella había arrojado delante de él. El revólver estaba picado de herrumbre, y cuando echó hacia atrás el percutor advirtió en su parte inferior una densa acumulación de óxido. Era un arma barata, que valdría nueva todo lo más quince o veinte dólares. Jeebee no entendía mucho de armas, pero era evidente lo que le estaban ofreciendo.

La cabeza se le aclaró de repente. Si ella quería tratar, había una esperanza, al fin y al cabo.

—No —contestó él, empujando el barato y sucio revólver hacia la mujer—. No hagamos disparates. Yo le daré todo esto por un rifle. Un rifle de venados, del 7,65, aproximadamente. Y también municiones. Olvídese de los alimentos, las botas y lo demás.

—Incluya entonces la motocicleta —manifestó la mujer.

Jeebee se echó a reír. De pronto se sobresaltó al oírse reír a sí mismo, igual que si acabara de escuchar la risa de un cadáver.

—Usted sabe bien lo que hace —repuso él, moviendo una mano hacia la pila de herramientas del mostrador—. Aunque tal vez usted pudiera hacer nuevas herramientas de la hoja de una ballesta de automóvil vieja, hay algo que no podría hacer nunca, y es una cadena como ésa. Especialmente valiosa para una persona que como usted tiene muchas cosas que proteger. Y aunque éste sea un país ovejero, estoy seguro de que no andan escasos de armas. Deme un rifle calibre 7,65 y media docena de cajas de balas.

—¡Dos cajas! —replicó ella, tajante.

—Dos cajas y cinco cartuchos de dinamita.

A Jeebee le daba vueltas la cabeza, ante el éxito de su negociación.

—No tengo dinamita. Sólo los imbéciles pueden tener eso con ellos.

—Seis cajas de balas, entonces.

—Tres.

—Cinco —dijo él.

—Tres —insistió la mujer y se enderezó detrás del mostrador, añadiendo después—: Eso es todo. ¿Traigo el rifle?

—Tráigalo.

Dio vuelta y se encaminó por el pasillo hasta la segunda puerta de la izquierda. Se escuchó el chirrido de una llave en su cerradura y la mujer entró en la estancia. Un momento después volvió a salir, cerró de nuevo la puerta y trajo consigo un rifle y dos cajas de municiones, que depositó encima del mostrador.

Jeebee cogió ávidamente el arma e hizo los movimientos precisos para examinarla. La verdad era que no estaba siquiera seguro de si lo que empuñaba era un rifle de calibre 7,65. Pero había usado lo bastante el rifle anterior como para notar cualquier señal de suciedad y desgaste en un arma. La que veía ahora estaba limpia, recientemente aceitada y en buenas condiciones.

—Mire usted eso, señor —dijo la mujer—. Tengo otro rifle que tal vez le guste más. Pero no está aquí. Voy a buscarlo.

La mujer dio media vuelta y se encaminó a la puerta.

—¡Vigila! —dijo al perro, y éste se paró sobre sus patas, con los ojos fijos en Jeebee.

Pasó ella delante del hombre, y tras cruzar el umbral cerró la puerta a sus espaldas.

Jeebee permaneció inmóvil, escuchando, hasta que oyó el lejano sonido de la puerta exterior que se cerraba, retumbando luego el eco por toda la casa. Después, con gran lentitud para no provocar un ataque reflejo en el perro, deslizó una mano en una de las cajas de cartuchos que había traído la mujer, la abrió empleando sólo los dedos de esa mano, y extrajo dos balas. Depositó una sobre el mostrador, y siempre muy despacio introdujo la otra en el hueco del cargador del rifle.

Osciló un poco, pero el perro no se movió. Con otro leve y rápido movimiento, colocó el proyectil en posición de fuego…

O trató de hacerlo. Lo cierto es que el mecanismo no se cerraba. Echó hacia atrás el cierre mientras lanzaba una maldición para sus adentros. La mujer le había engañado hasta en eso. Las balas no eran del mismo calibre que el rifle. La que introdujo en el arma era de calibre superior, y apenas entraba la cabeza.

Lentamente extrajo la bala y depositó el rifle sobre el mostrador. Las municiones adecuadas estarían, desde luego, en aquella estancia situada pasillo adelante, pero sus posibilidades de llegar hasta allí…

De todas formas, podía intentarlo. Dio un paso alejándose del mostrador, en dirección al corredor.

Inmediatamente el perro reaccionó, y dio asimismo un paso hacia Jeebee. Este se quedó mirándolo. El can permaneció como una estatua, con la cola inmóvil y sin emitir el menor sonido de amenaza, aunque sin manifestar tampoco signo alguno de tranquilidad. Era la representación del deber y la vigilancia encarnados en un animal.

Estaba claro, se dijo Jeebee, que nunca le dejaría llegar a la puerta del cuarto donde se hallaban las armas, y menos aún romper la cerradura para entrar. Volvió a mirar al perro y calculó que pesaría unos sesenta y cinco kilos, todo ello en forma de una destructora máquina de carne y hueso. Algunos años antes había visto unas películas sobre el entrenamiento de dichos perros…

Un sonido lejano de voces, poco más alto que el límite perceptible por el oído, atrajo la atención de Jeebee. Llegaban desde el exterior del edificio.

Dio un paso en dirección a las ventanas. Esto le acercó también al perro, y ante aquel primer paso el animal no se movió. Pero cuando al dar otro paso el can avanzó hacia él, no gruñó ni se mostró amenazador, pero en su peludo cráneo los ojos brillaron como trozos de fría porcelana opaca, sin sentimiento alguno.

Su movimiento, sin embargo, había llevado a Jeebee hasta un lugar de la habitación desde el cual alcanzaba a mirar por la ventana, y podía ver la zona del edificio situada por delante de la escalerilla exterior de tres peldaños. La mujer estaba allí, pero rodeada ahora por cinco hombres, todos con rifles o escopetas. Mientras permanecía quieto forzando el oído en aquel cuarto caliente y silencioso, el sentido de sus palabras llegó débilmente hasta él a través del vidrio y la distancia.

—¿Dónde estabais? —decía la mujer, colérica—. Le vi dispuesto a echarse encima de mí. Quiero que dos de vosotros vayáis por atrás…

—Eh, un momento —le interrumpió uno de los hombres—. Tiene un rifle. No vamos a enfrentarnos a esa arma sólo porque tú quieras su motocicleta.

—¿Acaso la quiero para mí? —manifestó la mujer—. Todo el poblado podrá usarla. Creo que bien vale la pena.

—Si nos pegan un tiro, no valdrá la pena —insistió el hombre que había hablado antes—. Haz que le ataque tu perro.

—¡Y que lo mate de un balazo! —exclamó la mujer, ronca y profundamente.

—¿Y por qué no? —terció uno de los otros hombres—. Ese perro no vale para nada bueno. Ya ha dado muerte a cuatro buenas ovejas, y nadie se atreve a acercársele. Debiste liquidarlo tú misma, cuando entramos donde Callahan.

—¡Es un perro valioso, lo mismo que la motocicleta! —aseguró la mujer, haciendo una seña hacia la máquina—. Tenéis que correr algún riesgo, si queréis obtener un beneficio.

—Ve adentro y hazle salir —dijo uno de los hombres, tercamente—. Hazle salir sin que sospeche nada, para que podamos dispararle sin correr riesgos.

—Si sale —dijo la mujer—, lo hará con una carabina cargada, en lugar de su pequeño rifle. ¿Queréis enfrentaros a eso? ¿Vais a hacer lo que os mando? Yo ya hice mi parte al encararme con él. Ahora sois vosotros…

La discusión proseguía. El sentimiento de soledad y vacío espiritual crecía en el interior de Jeebee. Se dejó caer despacio hasta sentarse sobre la madera del suelo, dejando cruzado su pequeño rifle sobre las rodillas y cubriéndose el rostro con las manos. Que entrasen al fin. Que terminase todo de una vez…

Pero él siguió allí sentado mientras los segundos continuaban transcurriendo, y se dio cuenta de que no estaba del todo dispuesto a morir, todavía, Alzó la cabeza y vio el hocico del perro. El animal le miraba frente a frente. No había más de quince centímetros entre ambos.

Durante un momento el animal permaneció totalmente inmóvil, y luego extendió el cuello, olfateando al hombre. Su negro morro comenzó a moverse cuerpo arriba, husmeando la chaqueta. De pronto una loca esperanza dominó a Jeebee. Lentamente cerró las manos sobre el rifle que aún conservaba sobre las rodillas, y con la mano izquierda fue dirigiendo la boca del arma hacia la cabeza del perro mientras la mano derecha buscaba el gatillo. A una distancia tan corta, incluso una bala pequeña como la de su rifle podría atravesar el cráneo del animal…

Su índice tocó el gatillo y tembló encima del metal. El perro no prestaba atención a eso. Tenía el hocico metido a medias en la abertura superior de la chaqueta, y continuaba olfateando. De pronto retiró la cabeza y miró directamente a los ojos a Jeebee.

En ese momento el hombre se dio cuenta de que no podría hacerlo. De ese modo no podía matar ni siquiera a un perro. Al fin y al cabo, ¿de qué le hubiera valido? Aun cuando hubiese matado al animal, los hombres que estaban fuera habrían terminado por liquidarle. Y además, ¿qué clase de perro estúpido era aquél, que se dejaba poner un rifle directamente en la cabeza, faltando poco para que apretaran el gatillo?

—¡Vamos, fuera! —gruñó Jeebee, y pegó un leve puñetazo al animal en un costado de la cabeza.

El hocico se desvió un momento con el golpe. Pero volvió a su posición anterior. Los ojos de porcelana miraban a Jeebee de un modo indescifrable. Luego la cabeza descendió, descendió, hasta que una lengua roja y áspera fue a lamer el dorso de la mano que le había golpeado.

Jeebee miró hacia la puerta. Entonces, antes incluso de que tuviera tiempo para pensarlo, respondiendo a una reacción instintiva, tendió su mano y acarició suavemente el pelaje espeso de la cabeza inclinada.

—Lo siento, chico —susurró—. Lo siento…

El enorme perro apoyó su cuerpo contra Jeebee, con lo que estuvo a punto de hacerle caer hacia atrás. Pero aun entonces no movió la cola del modo corriente con que lo hacen los canes. El rabo se meneó en cambio horizontalmente, lento y cauteloso, y luego volvió a quedarse quieto.

Las grandes mandíbulas aferraron por la muñeca la mano que acariciaba, y mordisquearon suave y cariñosamente. Los ojos volvieron a observar a Jeebee, pero ahora ya no eran de porcelana opaca, sino unas ventanas de cristal que daban a un par de largos túneles gemelos, hasta llegar a donde ardía un fuego salvaje e implacable.

Como las aguas que irrumpen desde un dique que ha reventado, aquella muestra de afecto del animal estalló en la árida alma de Jeebee. Lo mismo que el agua para una garganta reseca, así era de doloroso el contacto. Por último, Jeebee se encontró rodeando con ambos brazos el cuello del gran perro, apretando a la bestia contra él.

Pero aun cuando interiormente se sentía aliviado, la mente del hombre no dejó de trabajar. Era el chaquetón, desde luego, se dijo. La chaqueta y el perro debían de proceder ambos de la derruida casa donde él estuvo a cubierto varias noches antes. La prenda aún debía de conservar el olor del vaquero que había sido el verdadero amó del animal. Y tras llevar varios días el chaquetón puesto, el olor de Jeebee había terminado por confundirse con el de la prenda, hasta formar uno solo.

Y también, por encima de todo, estaba el hecho de que la chaqueta y Jeebee no olían a oveja, que era el olor al que apestaba aquel poblado, su gente y los edificios, y que percibía con desagrado la sensible nariz del animal.

De todas formas, lo que había ocurrido era poco menos que un milagro. No podía creerlo. Casi lloraba y reía a un tiempo, sentado en el suelo, con los brazos en torno al cuello del can, y eludiendo la húmeda lengua, que buscaba su rostro. Debió haber recordado, se dijo, que tiempo atrás, en los férreos años, también se producían milagros. Y ahora todo cobraba vida de nuevo.

Ese pensamiento le recordó el peligro en que aún se encontraba. Jeebee se puso en pie rápidamente y corrió hacia la cerrada puerta del cuarto en el que entró la mujer, seguido de cerca por el perro. Un golpe con la culata de su pequeño rifle hizo saltar la cerradura, de mala calidad, y la puerta se abrió para dejarle ver un estante donde se alineaban rifles y escopetas, así como una fila de pistolas.

Se apoderó de un revólver y del único rifle que conocía, un «Weatherby Magnum 300». Además, encontró cajas de municiones para las dos armas, entre muchas otras cajas que llenaban otro estante en la pared opuesta del pequeño cuarto. Jeebee cargó el revólver y el «Weatherby», e introdujo la pistola en su cinturón, así como las cajas de balas en los bolsillos. Luego, seguido por el corpulento can, corrió de nuevo por el pasillo, esta vez hacia el extremo más alejado.

Algo hacia el fondo, el corredor volvía sobre la izquierda en un ángulo de noventa grados, cruzando a lo ancho el edificio hasta llegar a un lugar sin salida, donde sólo había una ventana, con una cortina. A través del vidrio pudo ver Jeebee a dos hombres, que junto con tres de los perros del poblado permanecían aguardando vigilantes.

Oculto tras la cortina de la ventana, Jeebee destrozó el cristal con el cañón del pequeño rifle que aún conservaba con él, y disparó varias veces al aire por el hueco, hasta que se agotó el cargador. Entonces arrojó el arma por la ventana y saltó fuera.

Los dos hombres, indemnes, huían a todo correr. Desaparecieron de la vista de Jeebee doblando la esquina más lejana del edificio, seguidos de cerca por los tres perros. Jeebee miró a su alrededor, vio la ladera de las colmas sobre los techos de su izquierda, y corrió hacia allí entre dos de las casas.

Avanzó rápidamente por el callejón que había entre los dos edificios, y de pronto recordó que la mitad de sus pertenencias se hallaban en la motocicleta, y que ésta estaba irremediablemente perdida. Un ramalazo de miedo intentó abrumarle, pero quedó ahogado por la energía y la actividad de aquellos instantes. No era momento de pensar en recuperar nada, sino de escapar cuanto antes.

Se escabulló desde una calleja a otra, junto a los edificios, y al fin, entre el último par de casas, vio el camino abierto hacia los montes, de los que le separaba una amplia ladera de poblados maizales. Justamente saliendo del campo de maíz, para dirigirse hacia la estación, a sólo veinte metros de donde estaba Jeebee, había un hombre con una escopeta en las manos. Le acompañaban un par de perros que avanzaban trotando delante.

El hombre se detuvo al ver a Jeebee y alzó la escopeta con gesto vacilante. El perro de presa, que se hallaba detrás de Jeebee, corrió en silencio hacia los otros dos canes, más pequeños. Uno de ellos giró en redondo y huyó. El segundo se mantuvo firme por un momento, y cayó con un aullido que se convirtió en un ahogado gemido de muerte cuando el gran perro cerró sus mandíbulas en torno a su cuello.

La escopeta del hombre, que se había alzado para apuntar a Jeebee, cambió de dirección y apuntó hacia el corpulento perro de presa.

Jeebee levantó el fusil «Weatherby». Esta vez, sin pensarlo, tiró a matar.

Pocos minutos después, oculto entre los maizales, Jeebee miró por entre los tallos de las plantas hacia el poblado. Cierto número de figuras deambulaban entre los edificios y el borde de los campos de maíz, pero nadie intentaba seguirle.

Jeebee se volvió e inició la marcha entre dos de las colinas, manteniendo los sembrados como pantalla entre él y los edificios. Había perdido el rifle pequeño al salir de la casa; la mitad de sus pertenencias y la motocicleta quedaban abandonadas detrás de él. Pero el gran perro se apretaba contra sus piernas mientras iban avanzando. Montana era ahora su destino cierto. Y ya no estaba solo. El mundo, tal como era, y él, como había llegado a ser, se aproximaban mutuamente, por fin.

Un portador más fortalecido conducía la sabiduría hacia el oeste.